El Adviento es el comienzo del Año Litúrgico, empieza el domingo más próximo al 30 de noviembre y termina el 24 de diciembre. Son los cuatro domingos anteriores a la Navidad y forma una unidad con la Navidad y la Epifanía.
El término "Adviento" viene del latín adventus, que significa venida, llegada. El color usado en la liturgia de la Iglesia durante este tiempo es el morado. Con el Adviento comienza un nuevo año litúrgico en la Iglesia.
El sentido del Adviento es avivar en los creyentes la espera del Señor.
Se puede hablar de dos partes del Adviento:
Primera Parte
Desde el primer domingo al día 16 de diciembre, con marcado carácter escatológico, mirando a la venida del Señor al final de los tiempos;
Segunda Parte
Desde el 17 de diciembre al 24 de diciembre, es la llamada "Semana Santa" de la Navidad, y se orienta a preparar más explícitamente la venida de Jesucristo en las historia, la Navidad.
Las lecturas bíblicas de este tiempo de Adviento están tomadas sobre todo del profeta Isaías (primera lectura), también se recogen los pasajes más proféticos del Antiguo Testamento señalando la llegada del Mesías. Isaías, Juan Bautista y María de Nazaret son los modelos de creyentes que la Iglesias ofrece a los fieles para preparar la venida del Señor Jesús.
En espera del Señor
1. Si bien el tiempo litúrgico de Adviento no comienza hasta el domingo próximo, deseo empezar a hablaros hoy de este ciclo.
Estamos ya habituados al término «adviento»; sabemos qué significa; pero precisamente por el hecho de estar tan familiarizados con él, quizá no llegamos a captar toda la riqueza que encierra dicho concepto.
Adviento quiere decir «venida».
Por lo tanto, debemos preguntarnos: ¿Quién es el que viene?, y ¿para quién viene?
En seguida encontramos la respuesta a esta pregunta. Hasta los niños saben que es Jesús quien viene para ellos y para todos los hombres. Viene una noche en Belén, nace en una gruta que se utilizaba como establo para el ganado.
Esto lo saben los niños, lo saben también los adultos que participan de la alegría de los niños y parece que se hacen niños ellos también la noche de Navidad. Sin embargo, muchos son los interrogantes que se plantean. E1 hombre tiene el derecho, e incluso el deber, de preguntar para saber. Hay asimismo quienes dudan y parecen ajenos a la verdad que encierra la Navidad, aunque participen de su alegría.
Precisamente para esto disponemos del tiempo de Adviento, para que podamos penetrar en esta verdad esencial del cristianismo cada año de nuevo.
Dios y el hombre
2. La verdad del cristianismo corresponde a dos realidades fundamentales que no podemos perder nunca de vista. Las dos están estrechamente relacionadas entre sí. Y justamente este vínculo íntimo, hasta el punto de que una realidad parece explicar la otra, es la nota característica del cristianismo. La primera realidad se llama «Dios», y la segunda, «el hombre». El cristianismo brota de una relación particular recíproca entre Dios y el hombre. En los últimos tiempos —en especial durante el concilio Vaticano II— se discutía mucho sobre si dicha relación es teocéntrica o antropocéntrica. Si seguimos considerando por separado los dos términos de la cuestión, jamás se obtendrá una respuesta satisfactoria a esta pregunta. En efecto, el cristianismo es antropocéntrico precisamente porque es plenamente teocéntrico; y al mismo tiempo es teocéntrico gracias a su antropocentrismo singular.
Pero es cabalmente el misterio de la Encarnación el que explica por sí mismo esta relación.
Y justamente por esto el cristianismo no es sólo una «religión de adviento», sino el Adviento mismo. El cristianismo vive el misterio de la venida real de Dios hacia el hombre, y de esta realidad palpita y late constantemente. Esta es sencillamente la vida misma del cristianismo. Se trata de una realidad profunda y sencilla a un tiempo, que resulta cercana a la comprensión y a la sensibilidad de todos los hombres y sobre todo de quien sabe hacerse niño con ocasión de la noche de Navidad. No en vano dijo Jesús una vez: «Si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt18, 3).
El ateísmo
3. Para comprender hasta el fondo esta doble realidad de la que cada día late y palpita el cristianismo, hay que remontarse hasta los comienzos mismos de la Revelación o, mejor, hasta los comienzos casi del pensamiento humano.
En los comienzos del pensar humano pueden darse concepciones diferentes; el pensar de cada individuo tiene la propia historia en su vida, ya desde la infancia. Sin embargo, hablando del «comienzo» no nos proponemos tratar propiamente de la historia del pensamiento. En cambio, queremos dejar constancia de que en las bases mismas del pensar, es decir, en sus fuentes, se encuentran el concepto de «Dios» y el concepto de «hombre». A veces están recubiertos por un estrato de otros muchos conceptos distintos (sobre todo en la actual civilización, de «cosificación materialista» e incluso «tecnocrática»); pero ello no significa que aquellos conceptos no existan o no estén en la base de nuestro pensar. Incluso el sistema ateo más elaborado sólo tiene un sentido en el caso de que se presuponga que conoce el significado de la idea de «Theos», es decir, Dios. A este propósito, la constitución pastoral del Vaticano II nos enseña justamente que muchas formas de ateísmo se derivan de que falta una relación adecuada con este concepto de Dios. Por ello, dichas formas son, o al menos pueden serlo, negaciones de algo o, más bien, de Algún otro que no corresponde al Dios verdadero.
En los comienzos de la Revelación
4. El Adviento —en cuanto tiempo litúrgico del año eclesial— nos remonta a los comienzos de la Revelación. Y precisamente en los comienzos nos encontramos en seguida con la vinculación fundamental de estas dos realidades: Dios y el hombre.
Tomando el primer libro de la Sagrada Escritura, esto es el Génesis, se comienza leyendo estas palabras: Beresit bara: «Al principio creó... » . Sigue luego el nombre de Dios, que en este texto bíblico suena «Elohim». A1 principio creó, y el que creó es Dios. Estas tres palabras constituyen como el umbral de la Revelación. A1 principio del libro del Génesis se define a Dios no sólo con el nombre de «Elohim»; otros pasajes de este libro utilizan también el nombre de «Yavé». Habla de Él aún más claramente el verbo «creó». En efecto, este verbo revela a Dios, quién es Dios. Expresa su sustancia, no tanto en sí misma cuanto en relación con el mundo, o sea con el conjunto de las criaturas sujetas a las leyes del tiempo y del espacio. El complemento circunstancial «al principio» señala a Dios como Aquel que es antes de este principio, Aquel que no está limitado ni por el tiempo ni por el espacio, y que «crea», es decir, que «da comienzo» a todo lo que no es.
Dios, lo que constituye el mundo visible e invisible (según el Génesis: el cielo y la tierra). En este contexto, el verbo «creó» dice acerca de Dios, en primer lugar, que Él mismo existe, que es, que É1 es la plenitud del ser, que tal plenitud se manifiesta como Omnipotencia, y que esta Omnipotencia es a un tiempo Sabiduría y Amor. Esto es lo que nos dice de Dios la primera frase de la Sagrada Escritura. De este modo se forma en nuestro entendimiento el concepto de «Dios», si nos queremos referir a los comienzos de la Revelación.
Sería significativo examinar la relación en que está el concepto de «Dios», tal como lo encontramos en los comienzos de la Revelación, con el que encontramos en la base del pensar humano (incluso en el caso de la negación de Dios, es decir, del ateísmo). Pero hoy no nos proponemos desarrollar este tema.
Las bases del cristianismo
5. En cambio, sí queremos hacer constar que en los comienzos de la Revelación —en el mismo libro del Génesis—, y ya en el primer capítulo, encontramos la verdad fundamental acerca del hombre, que Dios (Elohim) crea a su «imagen y semejanza». Leemos en él: «Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza» (Gén 1, 26), y a continuación: «Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra» (Gén 1, 27).
Sobre el problema del hombre volveremos el miércoles próximo. Pero hoy debemos señalar esta relación particular entre Dios y su imagen, es decir, el hombre.
Esta relación nos ilumina las bases mismas del cristianismo.
Nos permite además dar una respuesta fundamental a dos preguntas: primera, ¿qué significa «el Adviento»?; y segunda, ¿por qué precisamente «el Adviento» forma parte de la sustancia misma del cristianismo?
Estas preguntas las dejo a vuestra reflexión. Volveremos sobre ellas en nuestras meditaciones futuras y más de una vez. La realidad del Adviento está llena de la más profunda verdad sobre Dios y sobre el hombre.
La palabra adventus significa venida, advenimiento. Proviene del verbo «venir». Es utilizada en el lenguaje pagano para indicar el adventus de la divinidad: su venida periódica y su presencia teofánica en el recinto sagrado del templo. En este sentido, la palabra adventus viene a significar «retorno» y «aniversario». También se utiliza la expresión para designar la entrada triunfal del emperador: Adventus divi. En el lenguaje cristiano primitivo, con la expresión adventus se hace referencia a la última venida del Señor, a su vuelta gloriosa y definitiva.
Pero en seguida, al aparecer las fiestas de navidad y epifania, adventus sirvió para significar la venida del Señor en la humildad de nuestra carne. De este modo la venida del Señor en Belén y su última venida se contemplan dentro de una visión unitaria, no como dos venidas distintas, sino como una sola y única venida, desdoblada en etapas distintas. Aun cuando la expresión haga referencia directa a la venida del Señor, con la palabra adventus la liturgia se refiere a un tiempo de preparación que precede a las fiestas de navidad y epifanía. Es curiosa la definición del adviento que nos ofrece en el siglo IX Amalario de Metz: «Praeparatio adventus Domini». En este texto el autor mantiene el doble sentido de la palabra: venida del Señor y preparación a la venida del Señor. Esto indica que el contenido de la fiesta ha servido para designar el tiempo de preparación que la precede.
1. Ilustración histórica
La historia de este período de tiempo es sencilla. Parece fuera de discusión el origen occidental del adviento. A medida que las fiestas de navidad y epifanía iban cobrando, en el marco del año litúrgico, una mayor relevancia, en esa misma medida fue configurándose como una necesidad vital la existencia de un breve periodo de preparación que evocara, al mismo tiempo, la larga espera mesiánica. Habría que considerar también un cierto mimetismo litúrgico que invitaría a plasmar aquí lo que la cuaresma es a pascua. Más aún, la posible celebración del bautismo vinculada por algunas Iglesias de occidente a epifanía, especialmente en Galia y España, motivaría también la institución de un tiempo de preparación catecumenal. Este último hecho, expresado aquí en términos de hipótesis, explicaría por qué el adviento aparece primeramente en Galia y en España no como preparación a la solemnidad del 25 de diciembre, sino como preparación a la fiesta de epifanía.
Al principio ni siquiera se llama adviento. Es un tiempo de preparación a la fiesta de epifanía que dura tres semanas. Hay que anotar, sin embargo, que de esta primera fase original no se encuentra ningún rastro en los libros litúrgicos más antiguos. Más aún, estas tres semanas de preparación habría que entenderlas en el marco de la piedad y de la ascesis cristiana, al margen de estructuras litúrgicas consolidadas y estables, bien como acompañamiento de la comunidad a quienes se preparaban al bautismo, o bien como reacción contra los saturnales paganos, que tenían lugar precisamente durante esos días. A finales del siglo V comienza a dibujarse en Galia una nueva imagen del adviento. No se trata ya de tres semanas, sino de un largo período de cuarenta días que daba comienzo a partir del día de san Martín (15 de noviembre) y se prolongaba hasta el día de navidad. Se trataba, pues, de una verdadera «cuaresma de invierno» o, como prefieren otros, «cuaresma de san Martín». En España, la evolución del adviento se orienta en el mismo sentido. Los libros litúrgicos, que reflejan la liturgia hispana del siglo VII, nos ofrecen un adviento de treinta y nueve días. Comenzaba el día de san Acisclo (17 de noviembre) y terminaba el día de navidad'.
A pesar de las evidentes afinidades entre la cuaresma y este adviento de cuarenta días, sería un error interpretar ambos períodos de tiempo con el mismo patrón. En ambos casos se trata de un período de preparación. Pero en adviento la práctica penitencial del ayuno no tuvo jamás la relevancia que tenía en cuaresma. Adviento, en esta segunda fase, venía a ser un tiempo consagrado a una vida cristiana más intensa y más consciente, con una asistencia más asidua a las celebraciones litúrgicas que ofrecían un marco adecuado a la piedad cristiana.
La institución del adviento no aparece en Roma hasta mediados del siglo VI. Los primeros testimonios los encontramos en los libros litúrgicos. Precisamente en el Sacramentario gelasiano. En una primera fase el adviento romano incluía seis domingos. Posteriormente, a partir de san Gregorio Magno, quedará reducido a cuatro. Y así ha llegado a nosotros.
Originariamente, el adviento romano aparece como una preparación a la fiesta de navidad. En ese sentido se expresan los textos litúrgicos más antiguos. A partir del siglo VII, sin embargo, al convertirse la navidad en una fiesta más importante, en competencia incluso con la fiesta de pascua, el adviento adquirirá una dimensión y un enfoque nuevos. Más que un período de preparación, polarizado en el acontecimiento natalicio, el adviento se perfilará como un «tiempo de espera», como una celebración solemne de la esperanza cristiana, abierta escatológicamente hacia el adventus último y definitivo del Señor al final de los tiempos. El adviento que hoy celebra la Iglesia ha mantenido esta doble perspectiva.
2. Espíritu y dimensión del adviento hoy
Toda la mística de la esperanza cristiana se resume y culmina en el adviento. Por otra parte, también es cierto que la esperanza del adviento invade toda la vida del cristiano, la penetra y la envuelve.
Hay que distinguir en el adviento una doble perspectiva: una existencial y otra cultual o litúrgica. Ambas perspectivas no sólo no se oponen, sino que se complementan y enriquecen mutuamente. La espera cultual, que se consuma en la celebración litúrgica de la fiesta de navidad, se transforma en esperanza escatológica proyectada hacia la parusía final. La espera, en última instancia, es única; porque la venida del Señor, aparentemente múltiple y fraccionada, también es única.
Las primeras semanas del adviento subrayan el aspecto escatológico de la espera abriéndose hacia la parusía final; en la última semana, a partir del 17 de diciembre, la liturgia del adviento centra su atención en torno al acontecimiento histórico del nacimiento del Señor, actualizado sacramentalmente en la fiesta.
3. Adviento y esperanza escatológica
La liturgia del adviento se abre con la monumental visión apocalíptica de los últimos tiempos. De este modo, el adviento rebasa los límites de la pura experiencia cultual e invade la vida entera del cristiano sumergiéndola en un clima de esperanza escatológica. El grito del Bautista: «Preparad los caminos del Señor», adquiere una perspectiva más amplia y existencial, que se traduce en una constante invitación a la vigilancia, porque el Señor vendrá cuando menos lo pensemos. Como las vírgenes de la parábola, es necesario alimentar constantemente las lámparas y estar en vela, porque el esposo se presentará de improviso. La vigilancia se realiza en un clima de fidelidad, de espera ansiosa, de sacrificio. El grito del Apocalipsis: «¡Ven, Señor, Jesús!», recogido también en la Didajé, resume la actitud radical del cristiano ante el retorno del Señor.
En la medida en que nuestra conciencia de pecado es más intensa y nuestros límites e indigencia se hacen más patentes a nuestros ojos, más ferviente es nuestra esperanza y más ansioso se manifiesta nuestro deseo por la vuelta del Señor. Sólo en él está la salvación. Sólo él puede librarnos de nuestra propia miseria. Al mismo tiempo, la seguridad de su venida nos llena de alegría. Por eso la espera del adviento, y en general la esperanza cristiana, está cargada de alegría y de confianza.
4. Adviento y compromiso histórico
La invitación del Bautista a preparar los caminos del Señor nos estimula a realizar una espera activa y eficaz. No esperamos la parusía con los brazos cruzados. Es preciso poner en juego todos nuestros modestos recursos para preparar la venida del Señor.
Los teólogos están hoy de acuerdo en afirmar que el esfuerzo humano por contribuir a la construcción de un mundo mejor, más justo, más pacífico, en el que los hombres vivan como hermanos y las riquezas de la tierra sean distribuidas con justicia, este esfuerzo —se afirma— es una contribución esencial para que el mundo vaya madurándose y preparándose positivamente a su transformación definitiva y total al final de los tiempos. De esta manera, la «preparación de los caminos del Señor» se convierte para el cristiano en una urgencia constante de compromiso temporal, de dedicación positiva y eficaz a la construcción de un mundo nuevo. La espera escatológica y la inminencia de la parusía, en vez de ser motivo de fuga del mundo o de alienación, deben estimularnos a un compromiso más intenso y a una integración mayor en el trabajo humano.
El adviento nos hace desear ardientemente el retorno de Cristo. Pero la visión de nuestro mundo injusto, marcado brutalmente por el odio y la violencia, nos revela su inmadurez para la parusia final. Es enorme todavía el esfuerzo que los creyentes debemos desarrollar en el mundo a fin de prepararlo y madurarlo para la parusía. Deseamos con ansiedad que el Señor venga, pero tememos su venida porque el mundo aún no está preparado para recibirlo. El cielo nuevo y la tierra nueva sólo se nos aparecen en una lejana perspectiva.
5. El adviento entre el acontecimiento de Cristo y la parusía
La venida de Cristo y su presencia en el mundo es ya un hecho. Cristo sigue presente en la Iglesia y en el mundo, y prolongará su presencia hasta el final de los tiempos. ¿Por qué, pues, esperar y ansiar su venida? Si Cristo está ya presente en medio de nosotros, ¿qué sentido tiene esperar su venida?
Esta reflexión nos sitúa frente a una tremenda paradoja: la presencia y la ausencia de Cristo. Cristo, al mismo tiempo, presente y ausente, posesión y herencia, actualidad de gracia y promesa. El adviento nos sitúa, como dicen los teólogos, entre el «ya» de la encarnación y el «todavía no» de la plenitud escatológica.
Cristo está, sí, presente en medio de nosotros; pero su presencia no es aún total ni definitiva. Hay muchos hombres que no han oído todavía el mensaje del evangelio, que no han reconocido a Jesucristo. El mundo no ha sido todavía reconciliado plenamente con el Padre. En germen, sí, todo ha sido reconciliado con Dios en Cristo, pero la gracia de la reconciliación no baña todavía todas las esferas del mundo y de la historia. Es preciso seguir ansiando la venida del Señor. Su venida en plenitud. Hasta la reconciliación universal, al final de los tiempos, la esperanza del adviento seguirá teniendo un sentido y podremos seguir orando: «Venga a nosotros tu reino».
Lo mismo ocurre a nivel personal. En el hondón más profundo de nuestra vida la luz de Cristo no se ha posesionado todavía de nuestro yo más intimo; de ese yo irrepetible e irrenunciable que sólo nos pertenece a nosotros mismos. Por eso, también desde nuestra hondura personal debemos seguir esperando la venida plena del Señor Jesús.
6. Actualización de la venida del Señor y esperanza
Nuestra esperanza, abierta de este modo hacia las metas de la parusía final, durante los últimos días de adviento se centra de manera especial en la fiesta de navidad. En esa celebración, en efecto, se concentra y actualiza, a nivel de misterio sacramental, la plenitud de la venida de Cristo: de la venida histórica, realizada ya, de la cual navidad es memoria, y de la venida última, de la parusía, de la cual navidad es anticipación gozosa y escatológica.
Por eso nuestra espera no es una ficción provocada por cualquier sistema de autosugestión psicológica o afectiva. Esperamos realmente la venida del Señor porque tenemos conciencia de la realidad indiscutible de su venida y de su presencia en el marco de la celebración cultual de la fiesta. Al nivel del misterio cultual —que es nivel de fe— se aúnan y actualizan el acontecimiento histórico de la venida de Cristo y su futura parusía, cuya realidad plena sólo tendrá lugar al final de los tiempos.
No solamente en navidad; en cada misa, en el «ahora» de cada celebración eucarística, se actualiza el misterio gozoso de la venida y de la presencia salvífica del Señor entre nosotros. Nuestra espera tiene, pues, un sentido. La explosión de gracia y de luz que tiene lugar en la fiesta de navidad es como el punto culminante de la espera, en el que ésta se consuma y culmina plenamente.
7. El misterio de Cristo en el tiempo: hasta que él venga
Pero la venida de Cristo, efectuada en la esfera del misterio cultual, no es plena ni definitiva. La provisionalidad es una de sus notas características. Sólo la parusía final tendrá carácter definitivo y total. Sólo entonces aparecerán el cielo nuevo y la tierra nueva de que habla el Apocalipsis. Hasta entonces es preciso repetir, reiterar una y otra vez la experiencia de su venida al nivel del misterio. Así este continuo esperar y este continuo experimentar, un año tras otro, los efectos de su venida y de su presencia irán madurando la imagen de Cristo en nosotros.
La repetición cíclica de la experiencia cultual del adviento y de la navidad, más que la imagen de un movimiento circular cerrado en sí mismo, donde siempre se termina en el punto cero que constituyó el punto de partida, nos sugiere la imagen del círculo en forma de espiral donde cada vuelta supone un mayor grado de elevación y de profundidad. Así, cada año nuestra espera es más intensa y más ardiente, y nuestra experiencia de la venida del Señor más profunda y más definitiva. De este modo, cada año la celebración litúrgica del adviento
Meditación sobre el Adviento
1. Nuestro encuentro de hoy nos brinda ocasión para la cuarta y última meditación sobre el Adviento.
El Señor está cerca, nos lo recuerda cada día la liturgia del Adviento. Esta cercanía del Señor la sentimos todos: tanto nosotros, sacerdotes, rezando cada día las maravillosas «antífonas mayores» del Adviento, como todos los cristianos que tratan de preparar el corazón y la conciencia para su venida. Sé que en este período los confesionarios de las iglesias de mi patria, Polonia, están asediados (no menos que en Cuaresma). Pienso que ocurra también así en Italia y dondequiera que un profundo espíritu de fe hace sentir la necesidad de abrir el alma al Señor que está para venir. La alegría mayor de esta espera del Adviento es la que viven los niños. Recuerdo que precisamente ellos iban deprisa, muy contentos, a las parroquias de mi patria para las misas de la aurora (llamadas «Rorate...» por la palabra con que se abre la liturgia: Rorate coeli, «gotead, cielos, desde arriba» (Is 45, 8). Ellos contaban día tras día los «peldaños» que todavía quedaban en la «escalera celeste» por la que Jesús bajaría a la tierra, para poderlo encontrar en la Nochebuena sobre el pesebre de Belén.
¡El Señor está cerca!
El pecado
2. Hace ya una semana hablábamos de este acercarse del Señor. Efectivamente, éste era el tercer tema de las reflexiones del miércoles, elegidas para el Adviento de este año. Hemos meditado sucesivamente, trasladándonos a los orígenes mismos de la humanidad, es decir, al libro del Génesis, las verdades fundamentales del Adviento. Dios que crea (Elohim) y en esta creación se revela simultáneamente a Sí mismo; el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, «refleja» a Dios en el mundo visible creado. Estos son los temas primeros y fundamentales de nuestras meditaciones durante el Adviento. Después, el tercer tema puede resumirse brevemente en la palabra: «gracia», «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,
4). Dios quiere que el hombre se haga partícipe de su verdad, de su amor, de su misterio, para que pueda participar en la vida del mismo Dios. «E1 árbol de la vida» simboliza esta realidad ya desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura Pero en estas mismas páginas nos encontramos también con otro árbol: el libro del Génesis lo llama «el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gén 2, 17). Para que el hombre pueda comer el fruto del árbol de la vida, no debe tocar el fruto del árbol «de la ciencia del bien y del mal». Esta expresión puede sonar a leyenda arcaica. Pero profundizando más en «la realidad del hombre», como nos es dado entenderla en su historia terrena —tal como a cada uno nos habla de ella nuestra experiencia humana interior y nuestra conciencia moral—, nos damos cuenta mejor de que no podemos permanecer indiferentes, moviendo los hombros antes estas imágenes bíblicas primitivas. ¡Cuánta carga de verdad existencial contienen acerca del hombre! Verdad que cada uno de nosotros siente como propia. Ovidio, el antiguo poeta romano, pagano, ¿acaso no ha dichode manera explícita: Video meliora proboque, deteriora sequor: «Veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor» (Metamorfosis VII 20)? Sus palabras no distan mucho de las que más tarde escribió San Pablo: «No sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago» (Rom 7, 15). El hombre mismo, después del pecado original, está entre «el bien y el mal».
«La realidad del hombre» —la más profunda «realidad del hombre»— parece desenvolverse continuamente entre lo que desde el principio ha sido definido como el «árbol de la vida» y «el árbol de la ciencia del bien y del mal». Por esto, en nuestras meditaciones sobre el Adviento, que miran a las leyes fundamentales, a las realidades esenciales, no se puede excluir otro tema: esto es, el que se expresa con la palabra: pecado.
La dimensión ética de la vida humana
3. Pecado. El catecismo nos dice, de manera sencilla y fácil de recordar, que es la transgresión del mandamiento de Dios. Indudablemente el pecado es la transgresión de un principio moral, violación de una «norma» —y sobre esto todos están de acuerdo, aun los que no quieren oír hablar de «los mandamientos de Dios»—. También ellos están concordes en admitir que las principales normas morales, los más elementales principios de conducta, sin los cuales no es posible la vida y la convivencia entre los hombres, son precisamente los que nosotros conocemos como «mandamientos de Dios» (en particular, el cuarto, el quinto, el sexto, el séptimo y el octavo). La vida del hombre, la convivencia entre los hombres, se desarrolla en una dimensión ética, y ésta es su característica esencial, y es también la dimensión esencial de la cultura humana.
Querría, sin embargo, que hoy nos centráramos sobre aquel «primer pecado» que —a pesar de cuanto se piensa comúnmente— está descrito con tanta precisión en el libro del Génesis, que demuestra toda la profundidad de la «realidad del hombre» encerrada en él. Este pecado «nace» al mismo tiempo «del exterior», es decir, de la tentación, y «de dentro». La tentación se expresa con la siguientes palabras del tentador: «Sabe Dios que el día en que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gén 3, 5). El contenido de la tentación toca lo que el mismo Creador ha plasmado en el hombre —porque, de hecho, ha sido creado a «semejanza de Dios», que quiere decir «igual que Dios»—. Toca también al anhelo de conocer que hay en el hombre y al anhelo de dignidad. Sólo que lo uno y lo otro se falsifica de tal manera, que tanto el anhelo de conocer como el de dignidad —es decir, la semejanza con Dios—, en el hecho de la tentación, son utilizados para contraponer al hombre con Dios. El tentador coloca al hombre contra Dios, sugiriéndole que Dios es su adversario, el cual intenta mantener al hombre en el estado de «ignorancia»; que pretende «limitarlo» para subyugarlo. El tentador dice: «No, no moriréis; es que sabe Dios que el día en que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (según la antigua versión: «seréis como Dios» (Gén 3, 4?5).
Es preciso meditar, más de una vez esta descripción «arcaica». No sé si aun en la Sagrada Escritura se pueden encontrar otros muchos pasajes en los que se describa la realidad del pecado no sólo en su forma de origen, sino también en su esencia, esto es, donde se presente la realidad del pecado en dimensiones tan plenas y profundas, demostrando cómo el hombre haya utilizado contra Diosprecisamente lo que en él había de Dios, lo que debía servir para acercarlo a Dios.
Viene el Señor
4. ¿Por qué hablamos hoy de todo esto? Para comprender mejor el Adviento. Adviento quiere decir Dios que viene, porque quiere que «todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4). Viene porque ha creado al mundo y al hombre por amor, y con él ha establecido el orden de la gracia. Pero viene «por causa del pecado», viene «a pesar del pecado», viene para quitar el pecado.
Por eso no nos extrañamos de que, en la noche de Navidad, no encuentre sitio en las casas de Belén y deba nacer en un establo (en la cueva que servía de refugio a los animales).
Pero lo más importante es el hecho de que Él viene.
El adviento de cada año nos recuerda que la gracia, es decir, la voluntad de Dios para salvar al .hombre, es más poderosa que el pecado.
Catequesis del Papa Juan Pablo II
20 de diciembre de 1978
El significado del Adviento
1. Para penetrar en la plenitud bíblica y litúrgica del significado del Adviento, es necesario seguir dos direcciones. Hay que «remontarse» a los comienzos, y al mismo tiempo «descender» en profundidad. Lo hicimos ya por vez primera el miércoles pasado, escogiendo como tema de nuestra meditación las primeras palabras del libro del Génesis: «Al principio creó Dios» (Beresit bara Elohim). Al final del tema desarrollado la semana pasada, hemos puesto de relieve, entre otras cosas, que para entender el Adviento en todo su significado hay que entrar también en el tema del «hombre». El significado pleno del Adviento brota de la reflexión sobre la realidad de Dios que crea y, al crear, se revela a Sí mismo (ésta es la revelación primera y fundamental, y también la verdad primera y fundamental de nuestro Credo). Pero, al mismo tiempo, el significado pleno del Adviento aflora de la reflexión profunda sobre la realidad del hombre.
A esta segunda realidad que es el hombre nos asomaremos un poco más durante la meditación de hoy.
Imagen y semejanza de Dios
2. Hace una semana nos detuvimos en las palabras del libro del Génesis con las que se define al hombre como «imagen y semejanza de Dios». Es necesario reflexionar con mayor intensidad sobre los textos que hablan de esto. Pertenecen al primer capítulo del libro del Génesis, que presenta la descripción de la creación del mundo en el transcurso de siete días. La descripción de la creación del hombre, el sexto día, se diferencia un poco de las descripciones precedentes. En estas descripciones somos testigos sólo del acto de crear expresado con estas palabras: «Dijo Dios —hágase—»...; en cambio, aquí, el autor inspirado quiere poner en evidencia primeramente la intención y el designio del Creador (del Dios?Elohim); así leemos: «Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza» (Gén 1, 26). Como si el Creador entrase en sí mismo; como si, al crear, no sólo llamase de la nada a la existencia con la palabra: «hágase», sino como si de forma particular sacase al hombre del misterio de su propio Ser.
Y se comprende, pues no se trata sólo del existir, sino de la imagen. La imagen debe «reflejar», debe como reproducir en cierto modo «la sustancia» de su Modelo. El Creador dice además «a nuestra semejanza». Es obvio que no se debe entender como un «retrato», sino como un ser vivo que vive una vida semejante a la de Dios.
Sólo después de estas palabras que dan fe, por así decirlo, del designio de Dios?Creador, la Biblia habla del acto mismo de la creación del hombre:
«Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra» (Gén 1, 27).
Esta descripción se completa con la bendición. Por lo tanto, constan aquí el designio, el acto mismo de la creación y la bendición:
«Y los bendijo Dios diciéndoles: Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados, y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gén 1, 28).
Las últimas palabras de la descripción: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31) parecen el eco de esta bendición.
El primer capítulo del Génesis
3. Hay certeza de que el texto del Génesis es de los más antiguos: según los estudiosos de la Biblia, fue escrito hacia el siglo IX antes de Cristo. Dicho texto contiene la verdad fundamental de nuestra fe, el primer artículo del Credo apostólico. La parte del texto que presenta la creación del hombre es estupenda dentro de su sencillez y su profundidad a un tiempo. Las afirmaciones que contiene se corresponden con nuestra experiencia y nuestro conocimiento del hombre. Está claro para todos, sin distinción de ideologías sobre la concepción del mundo, que el hombre, si bien pertenece al mundo visible, a la naturaleza, se diferencia de algún modo de esta misma naturaleza. En efecto, el mundo visible existe «para él», y él «ejerce dominio» sobre aquél; aunque esté «condicionado» de varias maneras por la naturaleza, el hombre la «domina». La domina bien seguro de lo que es, de sus capacidades y facultades de orden espiritual que lo diferencian del mundo natural. Son estas facultades precisamente las que constituyen al hombre. Sobre este punto el libro del Génesis es extraordinariamente preciso. A1 definir al hombre como «imagen de Dios», pone en evidencia aquello por lo que el hombre es hombre; aquello por lo que es un ser distinto de todas las demás criaturas del mundo visible.
Son conocidos los muchos intentos que la ciencia ha hecho —y sigue haciendo— en los diferentes campos, para demostrar los vínculos del hombre con el mundo natural y su dependencia de él, a fin de inserirlo en la historia de la evolución de las distintas especies. Respetando, ciertamente, tales investigaciones, no podemos limitarnos a ellas. Si analizamos al hombre en lo más profundo de su ser, vemos que se diferencia del mundo de la naturaleza más de lo que a él se parece. En esta dirección caminan también la antropología y la filosofía cuando tratan de analizar y comprender la inteligencia, la libertad, la conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del Génesis parece que sale al encuentro de todas estas experiencias de la ciencia y, hablando del hombre en cuanto «imagen de Dios», da a entender que la respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra por el camino de la semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se asemeja más a Dios que a la naturaleza. En este sentido, el salmo 82, 6 dice: «Sois dioses», palabras que luego repetirá Jesús (cf. Jn 10, 34).
Reflexionando sobre sí mismo
4. Esta afirmación es audaz. Hay que tener fe para aceptarla. Aunque es cierto que la razón libre de prejuicios no se opone a tal verdad sobre el hombre; al contrario, ve en ella un complemento de lo que resulta del análisis de la realidad humana y, sobre todo, del espíritu humano.
Es muy significativo que el mismo libro del Génesis, en la amplia descripción de la creación del hombre, ya obliga a éste —al primer creado, Adán— a hacer un análisis parecido. Lo que os vamos a leer puede «escandalizar» a alguno por el modo arcaico de expresión; pero al mismo tiempo es imposible no sorprenderse ante la actualidad de aquella narración cuando se tiene en cuenta el meollo del problema.
He aquí el texto:
«Modeló Yavé Dios al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado. Plantó luego Yavé Dios un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre a quien formara. Hizo Yavé Dios brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en el medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Salía del Edén un río que regaba el jardín y de allí se partía en cuatro brazos...
Tomó, pues, Yavé Dios al hombre, y le puso en el jardín de Edén para que lo cultivase y guardase... Y se dijo Yavé Dios: `No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda proporcionada a él'. Y Yavé Dios trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio el hombre nombre a todos los ganados y a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo; pero entre todos ellos no había para el hombre ayuda semejante a él» (Gén 2, 7?20).
¿De qué somos testigos? De esto: el primer «hombre» realiza el acto primero y fundamental de conocimiento del mundo. Al mismo tiempo, este acto le permite conocerse y distinguirse a sí mismo, «el hombre», de todas las otras criaturas y sobre todo de quienes en cuanto «seres vivos» —dotados de vida vegetativa y sensitiva— muestran proporcionalmente mayor semejanza con él, «con el hombre», dotado también de vida vegetativa y sensitiva Se podría decir que el primer hombre hace lo que de costumbre realiza el hombre de todos los tiempos, es decir, reflexiona sobre su propio ser y se pregunta quién es él.
Resultado de dicho proceso cognoscitivo es la comprobación de la diferencia fundamental y esencial. Soy diferente. Soy más «diferente» que «semejante». La descripción bíblica termina diciendo: «No había para el hombre ayuda semejante a él» (Gén 2, 20).
El misterio del Adviento
5. ¿Por qué hablamos hoy de todo esto? Lo hacemos para comprender mejor el misterio del Adviento, para comprenderlo desde los cimientos, y poder penetrar así con mayor profundidad en nuestro cristianismo.
E1 Adviento significa «la Venida».
Si Dios «viene» al hombre, lo hace porque en su ser humano ha puesto una «dimensión de espera» por cuyo medio el hombre puede «acoger» a Dios, es capaz de hacerlo.
Ya el libro del Génesis, y sobre todo este capítulo, lo explica cuando al hablar del hombre afirma que Dios lo «creó... a su imagen» (Gén 1, 27).
Catequesis del Papa Juan Pablo II
6 de diciembre de 1978
Vivir de la Iglesia
1. Por tercera vez ya en estos encuentros nuestros del miércoles vuelvo a tocar el tema del Adviento siguiendo el ritmo de la liturgia que nos introduce en la vida de la Iglesia del modo más sencillo y, a la vez, más profundo. El Concilio Vaticano II, que nos ha dado una doctrina rica y universal sobre la Iglesia, atrajo nuestra atención también hacia la liturgia. A través de ésta no sólo conocemos qué es la Iglesia, sino que experimentamos día a día de qué vive. También nosotros vivimos de ella, pues somos la Iglesia: «La liturgia... contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la Iglesia ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» (Sacrosanctum Concilium 2).
La liturgia del Adviento
La Iglesia ahora está viviendo el Adviento, y por ello nuestros encuentros del miércoles se centran en este período litúrgico. Adviento significa «venida». Para penetrar en la realidad del Adviento, hasta ahora hemos procurado mirar en dirección de quién es el que viene y para quién viene. Hemos hablado, por lo tanto, de un Dios que al crear el mundo se revela a Sí mismo: un Dios Creador. Y el miércoles pasado hablamos del hombre. Hoy seguiremos adelante para hallar respuesta más completa a la pregunta: ¿por qué el «Adviento»?, ¿por qué viene Dios?, ¿por qué quiere venir hasta el hombre?
La liturgia del Adviento se funda principalmente en textos de los profetas del Antiguo Testamento. En ella habla casi todos los días el profeta Isaías. En la historia del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, él era un «intérprete» particular de la promesa que este pueblo había recibido de Dios hacía tiempo en la persona del fundador de su estirpe: Abraham. Como todos los demás profetas, y quizá más que todos, Isaías reforzaba en sus contemporáneos la fe en las promesas de Dios confirmadas por la alianza al pie del monte Sinaí. Inculcaba sobre todo la perseverancia en la expectación y la fidelidad: «Pueblo de Sión, el Señor vendrá a salvar a los pueblos y hará oír su voz majestuosa para dar gozo a vuestro corazón» (cf. Is 30, 19.30).
Cuando Cristo estaba en el mundo aludió una y otra vez a las palabras de Isaías. Decía claramente: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21).
Los primeros capítulos del libro del Génesis
2. La liturgia del Adviento es de carácter histórico. La expectación de la venida del Ungido (Mesías) fue un proceso histórico. De hecho impregnó toda la historia de Israel, que fue elegido precisamente para preparar la venida del Salvador.
Pero en cierto modo nuestras consideraciones van más allá de la liturgia diaria del Adviento. Volvamos, pues, a la pregunta fundamental: ¿Por qué viene Dios' ¿Por qué quiere venir al hombre, a la humanidad? Busquemos respuestas adecuadas a estas preguntas; y busquémoslas en los orígenes mismos, es decir, antes de que comenzara la historia del pueblo elegido. Este año enfocamos la atención hacia los capítulos primeros del libro del Génesis. E1 adviento «histórico» no sería inteligible sin la lectura cuidadosa y el análisis de esos capítulos.
Por lo tanto, buscando una respuesta a la pregunta ¿«por qué» el Adviento?, debemos volver a leer otra vez atentamente toda la descripción de la creación del mundo, y en particular de la creación del hombre. Es significativo (y ya he tenido ocasión de aludir a ello) cómo cada uno de los días de la creación termina comprobando: «vio Dios ser bueno»; y después de la creación del hombre: «...vio ser muy bueno». Como ya dije la semana pasada, esta comprobación se enlaza con la bendición de la creación, y sobre todo con la bendición explícita del hombre.
En toda esta descripción está ante nosotros un Dios que se complace en la verdad y en el bien, según la expresión de San Pablo (cf. 1 Cor 13, 6). Allí donde está la alegría que brota del bien, allí está el amor. Y sólo donde hay amor existe la alegría que procede del bien. El libro del Génesis, desde los primeros capítulos, nos revela a Dios, que es amor (si bien esta expresión la utilizará San Juan mucho más tarde). Es amor porque goza con el bien. Por consiguiente, la creación es a la vez donación auténtica: donde hay amor, hay don.
El libro del Génesis señala el comienzo de la existencia del mundo y del hombre. Al interpretarla, debemos ciertamente construir, como lo ha hecho Santo Tomás de Aquino, una consiguiente filosofía del ser, filosofía en la que quedará expresado el orden mismo de la existencia Sin embargo, el libro del Génesis habla de la creación como don. Al crear el mundo visible, Dios es el donante, y el hombre es el que recibe el don. Es aquel para quien Dios crea el mundo visible, aquel a quien Dios introduce desde los comienzos no sólo en el orden de la existencia, sino también en el orden de la donación. El hecho de que el hombre es «imagen y semejanza» de Dios significa, entre otras cosas, que es capaz de recibir el don, que es sensible a este don y que es capaz de corresponder a él. Por esto precisamente establece Dios desde el principio con el hombre ?y sólo con él? la alianza. El libro del Génesis nos revela no sólo el orden natural de la existencia,sino también, a la vez y desde el principio, el orden sobrenatural de la gracia. De la gracia podemos hablar sólo si admitimos la realidad del don. Recordemos el catecismo: la gracia es el don sobrenatural de Dios por el que llegamos a ser hijos de Dios y herederos del cielo.
Dios Salvador
3. Qué relación tiene todo esto con el Adviento, podemos preguntarnos con razón. Contesto: El Adviento se delineó por vez primera en el horizonte de la historia del hombre cuando Dios se reveló a Sí mismo como Aquel que se complace en el bien, que ama y da. En este don al hombre, Dios no se limitó a «darle» el mundo visible —esto está claro desde el principio—, sino que al dar al hombre el mundo visible, Dios quiere darse también a Sí mismo, tal como el hombre es capaz de darse, tal como «se da a sí mismo» a otro hombre: de persona a persona; es decir, darse a Sí mismo a él, admitiéndolo a la participación en sus misterios o, mejor aún, a la participación en su vida. Esto se lleva a efecto de modo palpable en las relaciones entre familiares: marido, mujer, padres, hijos. He aquí por qué los profetas se refieren muy a menudo a tales relaciones para mostrar la imagen verdadera de Dios.
El orden de la gracia es posible sólo «en el mundo de las personas». Y se refiere al don que tiende siempre a la formación y comunión de las personas; de hecho, el libro del Génesis nos presenta tal donación. En él, la forma de esta «comunión de las personas» está delineada ya desde el principio. El hombre está llamado a la familiaridad con Dios, a la intimidad y amistad con Él. Dios quiere estar cercano a él. Quiere hacerle partícipe de sus designios. Quiere hacerle partícipe de su vida. Quiere hacerle feliz con su misma felicidad (con su mismo Ser).
Para todo ello es necesaria la Venida de Dios y la expectación del hombre: la disponibilidad del hombre.
Sabemos que el primer hombre, que disfrutaba de la inocencia original y de una particular cercanía de su Creador, no mostró tal disponibilidad. La primera alianza de Dios con el hombre quedó interrumpida, pero nunca cesó de parte de Dios la voluntad de salvar al hombre. No se quebrantó el orden de la gracia, y por eso el Adviento dura siempre.
La realidad del Adviento está expresada, entre otras, en las palabras siguientes de San Pablo: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4).
Este «Dios quiere» es justamente el Adviento y se encuentra en la base de todo adviento.
Catequesis del Papa Juan Pablo II
13 de diciembre de 1978
La lectura de los textos litúrgicos, de que la Iglesia se sirve durante las cuatro semanas de Adviento, nos descubre claramente su intención de nos asimilemos la mentalidad del Pueblo de Dios en la Antigua Ley, de los Patriarcas y Videntes de Israel, quienes suspiraban por la llegada del Mesías en su doble advenimiento de gracias y gloria.
La Iglesia griega honra en Adviento a los progenitores del Señor, y especialmente a Abrahán, a Isaac y a Jacob.
La Iglesia latina, sin honrarlos con un culto particular, nos recuerda su memoria con frecuencia en esta época, al hablar en el Breviario de las promesas relativas al Mesías que les fueron hechas. A todos ellos los vemos cada día desfilar, formando el magnifico cortejo que a Cristo precedió en los siglos a su venida. Pasan a nuestra vista Abrahán, Jacob, Judá, Moisés, David, Miqueas, Jeremías, Ezequiel y Daniel, Isaías, S. Juan Bautista. José u sobre todo María, la cual resume en sí misma todas las esperanzas mesiánicas, pues de su fiat depende su cumplimiento. Todos a una ansían porque venga el Salvador y le llaman con ardientes gemidos. Al recorrer las misas y los oficios de Adviento siéntese el alma impresionada por los continuos y apremiantes llamamientos al Mesías: “Ven, Señor, y no te tardes”. “Venid y adoremos al Rey que ha de venir”. “El señor está cerca, venid y adorémosle”. “Manifiesta, Señor, tu poder y ven.” “¡Oh Sabiduría! Ven a enseñarnos el camino de la prudencia”, “Oh Dios, guía de la casa de Israel, ven a rescatarnos”. “Oh vástago de Jesé, ven a redimirnos, y no tardes”. “Oh lave de David y cetro de la casa de Israel, ven saca a tu cautivo sumido en tinieblas y sombras de muerte”. “Oh oriente, resplandor de la luz eterna, ven y alúmbranos…”, “Oh Rey de las Naciones y su deseado, ven a salvar al hombre que formaste del barro”. “Oh Emmanuel (Dios con nosotros), Rey y Legislador nuestro, ven a salvarnos, Señor y Dios nuestro”.
El Mesías esperado es el Hijo mismo de Dios; Él es le gran libertador que vencerá a Satanás, que reinará eternamente sobre su pueblo, al que todas las naciones habrán de servir. Y como la divina misericordia alcanza no sólo a Israel sino a todo el Gentilismo, debemos hacer nuestro aquel Veni, y decir a Jesús: “¡Oh piedra angular, que reúnes en Ti a los pueblos todos, Ven”. Todos seremos guiados juntos por un mismo Pastor. “El, dice Isaías, pastoreará a su rebaño, y acogerá a los corderitos en sus brazos, y los llevará en sus haldas; Él que es nuestro Dios y Señor”.
Esta venida de Cristo, anunciada ya por los Profetas y a que el Pueblo de Dios aspira, es una venida de misericordia. El divino Redentor se apareció en la tierra bajo la humilde condición de nuestra humana existencia. Es también una venida de justicia, en que aparecerá rodeado de gloria y majestad al fin del mundo, como Juez y supremo Remunerador de los hombres. Los Videntes del A. Testamento no separaron estos dos advientos, por donde también la liturgia del Adviento, al traer sus palabras, habla indistintamente de entrambos. Por lo demás, ¿estos dos sucesos no tienen un mismo fin? “Si el Hijo de Dios se ha bajado hasta nosotros haciéndose hombre (1er advenimiento), ha sido precisamente para hacernos subir hasta su Padre” introduciéndonos en su reino celestial (2do advenimiento). Y la sentencia que el Hijo del hombre, ha quien será entregado todo juicio, ha de fallar cuando por segunda vez viniere a este mundo, dependerá del recibimiento que se le hubiere hecho al venir por vez primera. Este niño, dijo Simeón, estará puesto para ruina y para resurrección de muchos, y será una señal que excitará la contradicción”. El Padre y el espíritu darán testimonio de que Cristo es el Hijo de Dios, y el mismo Jesús lo probará bien por sus palabras y sus milagros. Y los mismos hombres deberán dar ese doble testimonio de un Dios en tres personas, decidiendo así ellos mismos de su suerte futura. “Bienaventurados los que no se escandalizaren por mi causa”, porque “el que pusiere en Cristo su confianza no será confundido”. Y al contrario, ¡ay de aquel que chocare con esa piedra de salvación!, porque quedará desmenuzado. “Si alguno se avergüenza de Mí o de mis palabras, dice Jesús, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la de su Padre y sus santos Ángeles”. “Cuando el Hijo del hombre venga en su majestad, y con Él todos sus Ángeles, se sentará en el trono de su gloria, y reuniendo las Naciones todas en torno suyo, separará a los unos de los otros, como separa el pastor a las ovejas de los cabritos. Y colocará las ovejas a su derecha y los cabritos a su siniestra. Entonces dirá el Rey a los de su derecha. Venid benditos de mi Padre, poseed el reino que os está preparado desde el principio del mundo. Y luego dirá a los de su izquierda: Apartaos, malditos, e id al fuego eterno que el diablo y sus ángeles os tienen dispuesto” (Mat. 25, 31-46).
A todos cuantos hubieren negado a Cristo en la tierra, Él los desechará de sí, separándolos para siempre de los que le han sido fieles, y juntando en torno suyo a cuantos le hubieren acogido por su fe y su amor, los hará entrar en pos de sí en el reino de su Padre. Estrechamente unidos al Hijo de Dios humanizado, serán eternamente “Cristo y su místico cuerpo”, o lo que San Agustín llama “el Cristo total”. Y por ese motivo justificará Jesús su sentencia judicial que separará a los buenos de los malos, diciendo: “Todo cuanto habéis hecho con uno de mis pequeñuelos, conmigo lo habéis hecho; y lo que no habéis hecho con uno de mis pequeñuelos, conmigo no lo habéis hecho”.
Trascrito por José Gálvez Krüger
Tomado de: Dom Gaspar Lefèbvre O.S.B, de la Abadía de S. Andrés
(Brujas, Bélgica)
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ADVIENTO es tiempo de espera, tiempo en que aguardamos la manifestación de un gran acontecimiento: el nacimiento de Nuestro Salvador. Tiempo de espera gozosa y expectante, ya que lo que esperamos es la llegada de nuestra salvación. Es un tiempo importante y solemne, tiempo favorable, día de salvación, de la paz y de la reconciliación; es el tiempo que estuvieron esperando y ansiando los patriarcas y profetas, y que fue de tantos suspiros; es el tiempo que Simeón vio lleno de alegría, que la Iglesia celebra solemnemente y que también nosotros debemos vivir en todo momento con fervor, alabando y dando gracias al Padre Eterno por la misericordia que en este misterio nos ha manifestado. Por eso escuchamos la exclamación del profeta Simeón al tener ante sus ojos al Salvador tan esperado: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante todos los pueblos. Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2:29-32).
Adviento es el tiempo que vivió la profetisa Ana, también en el templo, en oración y ayunos. Por ello, hablaba del niño a los que esperaban la redención de Jerusalén. Adviento es el tiempo de espera y preparación para las manifestaciones de Dios. Siempre las manifestaciones del Señor requerirán de nuestra parte una especial preparación. Todo período anterior a una manifestación de Dios debe considerarse un adviento y vivirse como tal. Esperar sin preparar el corazón para el evento que se espera es desaprovechar el tiempo de gracia que el Señor ha determinado para la humanidad.
Adviento: poner la mirada en el misterio de la Encarnación En el Evangelio de San Lucas, cuando el Señor anuncia el año de gracia, dice que “todos los hombres fijaron su mirada en Él” en medio de las grandes oscuridades del mundo, aparece su luz. “La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron apagarla” (Juan 1).
La historia de la salvación tiene en Cristo su punto culminante y su significado supremo. Él es el Alfa y el Omega, el principio y el fin. Todo fue creado por Él y para Él, y todo se mantiene en Él. Es el Señor de la historia y del tiempo. En Él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y la historia. (“Tertio Millennio Adveniente” # 5). Él es el mismo, ayer, hoy y siempre.
La encarnación es la revelación de Dios hecho hombre en el seno de María Santísima por obra del Espíritu Santo. Viene al mundo a través de Ella, prepara con una gracia excelentísima, única y singular, a Aquella que sería su Madre, su portadora, el canal privilegiado y la asociada por excelencia en la obra de redención. Dios intervino en la humanidad a través de la mediación materna de María. Siempre será así. Es a través de Ella que viene el Redentor al mundo. Es Ella quien lo trae y presenta al mundo. Por eso, no podemos fijar la mirada en la Encarnación del Verbo, sin contemplar necesariamente a la Virgen Santísima.
Ella es instrumento singularísimo en la Encarnación. Por su fíat Dios se hace hombre en Ella. San Bernardo dijo: “Nunca la historia del hombre dependió tanto, como entonces, del consentimiento de la criatura humana”.
En este tiempo de Adviento, en que fijamos la mirada en la Encarnación del Verbo, para prepararnos mejor a su manifestación, debemos contemplar a María, Aquella elegida para estar unida a este gran misterio. “La alegría de la Encarnación no sería completa si la mirada no se dirigiese a Aquella que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la Cruz”.
Ella nos conduce a contemplar el Misterio de la Encarnación, pues es partícipe como nadie. Ella nos dirige como la Estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro del Señor (“Tertio Millennio Adveniente” # 59). Ella es la elegida para traer al Verbo, vive el Adviento, la espera del Salvador, nos enseña a abrir de par en par el Corazón al Redentor, como tanto nos ha pedido San Juan Pablo II. Como se espera con corazón abierto al Redentor. No podemos vivir plenamente el Adviento sin dirigir la mirada al primero y al personaje que lo vive. Ella es el corazón que ha sido preparado por Dios para esperar, para abrir el camino al Salvador.
EL ADVIENTO DE MARÍA
El Señor quiso preparar el corazón de los justos del Antiguo Testamento con las condiciones necesarias para recibir al Mesías. Entre más estuvieran llenos de fe y confianza en las promesas recibidas, más llenos de esperanza por verlas realizadas y más ardieran de amor por el Redentor, más listos estaban para recibir la abundancia de gracias que el Salvador traería al mundo. A medida que pasaba el tiempo, Dios iba preparando con mayor intensidad a su pueblo, derramando gracias, hablando, despertando más el anhelo de ver al Salvador y levantando hombres y mujeres que prefiguraban a quienes estarían en relación directa con el Salvador en su venida.
¿Quién es la que ha esperado en perfección la venida del Salvador? La Virgen Santísima. Toda esta preparación de Dios a su pueblo alcanza su culmen en la Santísima Virgen María, la escogida para ser la Madre del Redentor. Ella fue preparada por el Señor de manera única y extraordinaria, haciéndola Inmaculada. Tanto le importa a Dios preparar nuestros corazones para recibir las manifestaciones de su presencia y todas las gracias que Él desea darnos, que vemos lo que hizo con la Santísima Virgen María. Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados, su corazón totalmente puro, espera, ansía y añora solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador.
Si entre la fe en las promesas, la esperanza en verlas realizadas y el ardiente amor hacia el Salvador hacía a un corazón más capaz de recibir al Señor, imagínense la intensidad de la fe, la esperanza y la caridad que residían en el Corazón de María, que lo hizo capaz de concebir en su seno al Hijo de Dios.
El Adviento de la Virgen María está marcado por las tres grandes virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad.
LA FE DE LA VIRGEN MARÍA
La Fe es la virtud por la que creemos firmemente en las verdades que Dios ha revelado. “La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la certeza de las realidades que no se ven” (Hebreos 11:1).
La fe es una virtud infusa, o sea, dada por Dios directamente en el alma. Pero hay que alimentarla y hacerla madurar a través de nuestros actos de obediencia y confianza. Creer nunca ha sido fácil, ya que siempre implica una renuncia a las medidas propias para aceptar la medida de Dios, que es infinitamente superior a las nuestras.
La Virgen Santísima tuvo una fe ejemplar. No ha existido criatura alguna que se pueda comparar a la fe de Nuestra Madre, ya que su vida requirió de su corazón una fe heroica capaz de poder responder en plenitud al misterio al cual se le llamó y en el cual siempre viviría.
Según el Evangelista San Lucas, la Virgen María se mueve exclusivamente en el ámbito de la fe.
LA FE DE MARÍA EN LA ANUNCIACIÓN
Desde el saludo: “Ave, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lucas 1:28), requiere fe, pues el ángel le presentaba toda una identidad de la que ella no estaba consciente. Es por eso que leemos que María se turbó ante aquellas palabras. La razón es porque el ángel la invita a darse cuenta de lo privilegiada que había sido por Dios y de lo sublime que era la elección de Dios hacia ella. Solo la fe le permite aceptarse por lo que el ángel le dice que es en el plan de Dios: la llena de gracia. La fe de María la lleva a aceptar con humildad el misterio de su propio ser, ya que ella es situada en un lugar singular para una criatura humana.
Fe para creer que su Hijo sería llamado hijo del Altísimo. El Dios hecho hombre, la Palabra encarnada.
La pregunta de María: “¿y cómo será esto pues no conozco varón?”, no es una duda o falta de fe, sino como muchos padres de la Iglesia concuerdan en decir, María aparentemente había hecho un voto de virginidad y aunque estaba desposada con José de hecho no intentaba romper su voto. Y es por eso la pregunta, pues ella debía oír de Dios cómo se daría esta concepción siendo ella virgen, ya que humanamente su maternidad era imposible. Pero es precisamente este camino de la imposibilidad el que Dios elige para demostrar que en realidad para Dios todo es posible.
La fe se convierte para María en la única medida para abrazar no solo su propio misterio, sino el de su mismo hijo: un puro don que Dios le ha dado no para su gozo o su exaltación, sino para el bien de todos.
Las palabras con que la Virgen María da su asentimiento: “Hágase en mí según Su Palabra", nos revelan la consciente aceptación de su función ante el desafío de una realidad y de un conjunto de acontecimientos que están más allá de la medida de la inteligencia y de los pensamientos humanos. Y esta respuesta solo la pudo dar un corazón lleno de fe.
“He aquí la esclava del Señor”. Esta es una profunda confesión de humildad y obediencia, pero sobre todo de confianza total en la palabra de Dios que, precisamente porque no encontrar el más mínimo obstáculo o una sombra de vacilación en el corazón de María, se convertirá de manera absoluta en palabra creadora (“La Palabra se hizo carne”). Ella creía tanto en la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno virginal. “Si tuvieran fe como grano de mostaza”, nos dijo el Señor (Mateo 17:20), “dirían a las montañas muévete y se moverían”. Qué clase de fe la de María Santísima que alcanzó ese inexplicable milagro: una concepción virginal....
San Agustín: “Ella concibió primero en su corazón (por la fe) y después en su vientre”.
María escucha plenamente, acoge y medita dentro de su corazón para dar fruto. Esta palabra, que requiere fe, disponibilidad, humildad, prontitud, es aceptada tal como se deben acoger las cosas de Dios. En María debemos reconocer las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lucas 11:27-28) Por lo tanto, la maternidad de María no es solo ni principalmente un proceso biológico. Es ante todo el fruto de la adhesión amorosa y atenta a la palabra de Dios.
Cuando María dijo: "Hágase en mí según Su Palabra", dio su consentimiento no solo a recibir al Niño, sino un sí a todo lo que conllevaba el ser la Madre del Salvador. Este consentimiento de María pone de relieve la calidad excepcional de su acto de fe. Fe es, ante todo, conversión, o sea, entrar en el horizonte de Dios, en la mente de Dios, en los pensamientos de Dios y de sus obras.
En el cántico del Magníficat, Isabel dice a la Virgen María: “Bienaventurada por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lucas 2:45), e inmediatamente después María responde a ese reconocimiento de su fe con el cántico del Magníficat, que considero es un canto de fe profunda, que fluye de un corazón auténticamente humilde. Pues la fe solo nace en un corazón humilde y sencillo.
“Miró con bondad la humillación de su sierva”. Solo reconociéndose nada es que puede apreciar y a la vez necesitar fe para creer en las maravillas que Dios había hecho y haría con ella.
“En adelante me felicitarán todas las generaciones”. Fe de que la vida plena en Dios da frutos abundantes.
“El poderoso ha hecho grandes cosas en mí”. Fe de que Dios interviene en la vida de sus hijos.
“Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen”. Y empieza a describir lo que por fe sabe que Dios hará con su pueblo.
EN EL NACIMIENTO DE JESÚS
Todos los demás acontecimientos de la vida de María Santísima pueden comprenderse tan solo a la luz de la fe, que le hace palpar el sentido de las cosas y el signo de la presencia de Dios incluso en donde, humanamente, podía parecer que no había ningún sentido o que Dios se había ocultado de alguna manera.
Pensemos en la extrema pobreza... ¿no era también una prueba para la fe de María, a quien el ángel había anunciado el nacimiento del Mesías, un Mesías Rey tan pobre que ni siquiera tenía casa propia y que recibía tan solo el homenaje de unos humildes pastores? ¿En que consistía entonces ese reino que había mencionado el ángel? ¿No se habría engañado ella al interpretar esas palabras?
Las apariencias parecerían desmentir su fe, pero es por eso que “María guardaba todas las cosas en su corazón”, porque quería a través de la fe descubrir la profundidad de las cosas y llegar incluso a creer con más intensidad. Este guardar todas las cosas en su corazón era una búsqueda honesta del sentido de los acontecimientos que ella se empeña en explorar, porque está segura de que Dios no puede haberla engañado ni puede dejarla desamparada.
MARÍA, PEREGRINA EN LA FE SEGÚN EL VATICANO II
En el documento conciliar “Lumen Gentium” capítulo VII, la Iglesia nos habla acerca de la fe de María Santísima.
1) Itinerario de fe: Siguiendo a María a través de las diversas etapas de su itinerario terreno, se pone de manifiesto su constante y radical confianza en Dios.
-A pesar de que esto es fruto de la gracia, es al mismo tiempo obra de la colaboración propia de María con el plan de Dios. Los padres de la Iglesia nos enseñan que María no fue un instrumento pasivo en manos de Dios, sino que cooperó en la obra de salvación del hombre con fe y obediencia libres.
San Ireneo: “Creyendo y obedeciendo se hizo causa de salvación para sí misma y para todo el género humano”.
“Lo atado por la incredulidad de Eva lo desató María mediante su fe. El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María” (“Lumen Gentium” # 56).
“Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin un designio divino, se mantuvo en pie, sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose con entrañas maternales a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (“Lumen Gentium” # 58).
2) La fe de María es modelo para la Iglesia: pues igual que María, la Iglesia tiene su propio itinerario, y es la fe la que guiará a la Iglesia por todos los instantes de su vida. ¿No fue acaso la fe de María la que pidió a su Hijo el milagro en Caná, a través del cual los discípulos creyeron?
La fe de María fue la más perfecta: las verdades sublimes le fueron presentadas y ella las aceptó con prontitud y con constancia. Ella fue llamada a tener una fe difícil. Pues si es verdad que Dios hizo en ella “cosas grandes” (Lucas 1:49), no debemos olvidar que esto requirió que ella estuviera a la altura de esa dura tarea que le fue confiada. Y la dificultad de su fe se refiere tanto a su maternidad divina y virginal, como a la capacidad de vivir y convivir permanentemente con el misterio de la persona de su Hijo y su plan de redención.
MARÍA CREYÓ:
-Con prontitud: No dudo ni un instante. “Hágase en mí según su voluntad”.
-Con constancia: en las tantas pruebas y tribulaciones de su vida, su fe fue siempre fuerte y generosa. Como una roca en el medio del mar, que las tormentas no pueden mover.
LA ESPERANZA DE MARÍA
“Bienaventurado el que espera en Yahveh” (Salmo 33:9).
“Bienaventurado aquel cuya esperanza es Yahveh, su Dios” (Salmo 146:5).
La esperanza es una virtud teologal nacida de la fe; la espera es una actitud vital nacida de la esperanza y del amor. “Esperar en”... es tener esperanza; “esperar o aguardar a”.. es anhelar al que es objeto de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
Por esto es que nadie espera si no cree: “Aguardando la bienaventurada esperanza” (Tito 2:13).
La esperanza se funda en un atributo de Dios; su bondad y su fidelidad a las promesas; la espera se refiere a un encuentro personal con el amado.
María esperó, en primer lugar, que con la gracia de Dios podía ser esposa virgen. Estaba ya desposada con San José y se mantenía firme en su propósito de no conocer varón. El Espíritu Santo, que la iluminó para mostrarle el camino de la vida consagrada a Dios, la fortaleció para confiar que podrían unirse en su vida, el ser verdadera esposa y el mantenerse siempre virgen. Y no fue defraudada en su esperanza: el mismo espíritu que a ella la guía por el camino de pureza inmaculada sembró en el corazón de San José, el varón justo, un amor tan casto que hizo posible un matrimonio virginal.
Cuando el ángel le revela los designios de Dios acerca de su maternidad por obra del Espíritu Santo, y no efecto de unión con ningún varón, María espera también, contra toda esperanza natural, que sin intervención humana se depositase en su seno la semilla de la vida, la encarnación del Verbo.
María advierte la angustia y la duda de su esposo San José al conocer de su embarazo. Ella pudo sencillamente manifestar a José el misterio que a Ella se le había revelado, con lo cual sus angustias hubieran desaparecido; pero ella prefería esperar en el plan perfecto de Dios y repetir como en el salmo 74:22: “Alzate, Oh Dios, y defiende tu causa”. Por eso María callaba, oraba y esperaba en Dios. Y por su espera, un ángel se le aparece en sueños a José y le revela que María concibió por obra del Espíritu Santo y que el fruto de sus entrañas virginales sería el Salvador del mundo, el Emmanuel, el Mesías.
ESPERANDO A DIOS
Ya antes de que el arcángel la visitara en Nazaret, María esperaba como fiel israelita, con fe mesiánica, la venida del Redentor. Si las Escrituras nos dicen que Simeón “esperaba la consolación de Israel” y que José de Arimatea “esperaba el reino de Dios”, podemos imaginarnos como María (la inmaculada) esperaba tan ardientemente al Mesías. Lo esperaba con tanta fuerza y anhelo que mereció ser la escogida para tenerle en su seno, siendo así la más "bendita entre las mujeres".
Desde el momento en que María dio su consentimiento al anuncio del ángel, Ella espera ver con sus propios ojos la plenitud de la promesa hecha por el ángel. Lleva en su corazón la expectación de tener a Dios hecho hombre en sus entrañas, su hijo ya presente dentro de ella. Es este precisamente el misterio del Adviento... esperar con alegría y añoranza la revelación del hijo de Dios. Es María quien inicia el Adviento, y es de Ella de quien la Iglesia aprende a esperar, a permanecer en ese estado de expectación. La Iglesia aprende de María Santísima a vivir el adviento.
A partir de aquel momento de la anunciación empezó en María una nueva espera. Ya estaba llena de Dios por dentro; pero quería estarlo también por fuera. Ya tenía al Verbo encarnado en su seno, pero quería tenerlo también en sus brazos y en su regazo. Ya le notaba en sus entrañas, pero ansiaba verlo con sus ojos, oírlo con sus oídos, besarlo con sus labios, abrazarlo con sus brazos, amamantarlo con sus pechos.
Por eso María lo esperaba con tan firme esperanza. Y a medida que se acercaba el día y la hora, aumentaba en María el ansia y el deseo de la llegada del Mesías. Ni los más arrebatadores anhelos de los místicos, cuando en su noche oscura esperan que el Señor se les revele, se puede comparar al anhelo de la espera de María en la noche de Belén.
Con un ardor inmensamente más encendido, con una esperanza sin comparación más firme, con un anhelo infinitamente más vehemente, con un ansia indeciblemente más sosegada, esperó María la hora del alumbramiento.
“Los fieles, considerando el amor inefable con que la Virgen madre esperó a su Hijo, están invitados a tomarla como modelo y a prepararse a salir al encuentro del Salvador que viene, velando en oración y cantando su alabanza" (misal romano prefacio de Adviento).
LA CARIDAD DE MARÍA
Pero la espera de María no era egoísta, no se basaba en la expectación simplemente de su hijo, sino del Mesías, el Salvador del mundo, quien venía por amor a los hombres a salvarlos. Es por esto que desde el principio hasta el final, María tendrá siempre una disposición interior de caridad y pobreza: nunca poseyendo al hijo, sino entregándolo. Por lo tanto, en su espera por el hijo que nacerá, ella está consciente que vendrá para el mundo y no para que ella lo posea. Es por eso que vemos en las Escrituras que María lo coloca en el pesebre y lo acuesta, en vez de estrecharlo para sí.
La espera de María, el adviento de María, es también una preparación al sufrimiento, una preparación para el rechazo, el establo, la pobreza, el martirio de los niños, la huida a Egipto sin saber cuando regresarían; para la pérdida de Jesús en el templo hasta encontrarlo; para la separación a la hora de entrar en su vida pública; para recorrer al lado de su hijo el camino de la cruz; para esperar la Resurrección; para separarse de Él en su Ascensión y para esperar por el momento en que se reunieran en el cielo.
Toda esta esperanza de María la prepara para oír a Simeón, quien le anunció que, por su unión a la misión redentora de Cristo, ella participaría de sus persecuciones hasta el punto de que “una espada traspasaría su alma” (Lucas 2:35). Ella no se atemorizó ante esta profecía, puso en Dios su esperanza y, cuando llegaron las horas sombrías de Egipto, de Jerusalén y del Calvario, sostenida por la gracia del Señor, vio siempre que era verdad que Dios no desampara a los que esperan en Él.
Y esta fe y esperanza de María que fluyen tan abundantemente de su caridad, la preparan para la gran noche del alumbramiento, la noche de Navidad, cuando el hijo de Dios y de María nace en un establo de Belén en medio de vicisitudes, negaciones, rechazo, pobreza... Su espera, su fe, su caridad, la hacen descubrir en esa noche fría y entre animales, la gran noche de la gloria de Dios, donde el Mesías nace para traer a los hombres la salvación.
Vamos a ver en Lucas 2:1-19 cómo sucede esta noche tan esperada por María, la noche en que daría a luz al redentor.
NARRACIÓN:
“Salieron de Nazaret a Belén para responder a un censo ordenado por el emperador romano César Augusto.
No encontraron sitio de alojamiento. Se quedaron en un establo. Dio a luz a su hijo primogénito. Le envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre”.
EXPLICACIÓN:
Fe: creer que detrás de la aparente orden del emperador estaba el designio de Dios. Pues María sabía que nada sucede sin que Dios lo permita. Había en este evento un designio mayor.
No es fácil para una mujer a punto de dar a luz el tener que hacer un viaje de esta magnitud. Era ir a pie o en burro. María nunca se queja de las vicisitudes del momento.
Cuando José y María buscaban albergue en alguna casa de Belén... Todos le cerraron las puertas y María tuvo que dar a luz en un establo. ¡Imagínense!... Cuántas personas que no abrieron las puertas de su casa a María perdieron la gracia, la bendición de que Jesús naciera en sus hogares.
El aceptar a María Santísima era aceptar a Jesús. Abrir la puerta a María Santísima significaba abrirle la puerta a Jesús, porque la Misión de María es darnos a Jesús, es dar a luz a Jesús en nuestros corazones.
Imagínense, sobre este tema qué nos puede decir la Virgen Santísima si San Pablo nos dice en Gálatas 4:19: “Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros”. ¡Cómo debe sufrir Ella!
El establo era un sitio para animales, quizás para los limosneros, y pensar que un establo sucio y de mal olor fue donde el Rey de Reyes nació. Me pregunto qué habrá sentido la Virgen. Yo estoy casi segura de que en todo el camino ella iba orando, pidiéndole al Padre Celestial que proveyera un lugar para ellos y para que el Mesías, el Hijo de Dios, pudiera nacer. La fe de María le hacía ver que la puerta que Dios Padre abriera era la que en su plan perfecto debía ser, y el regalo de providencia de Dios fue un establo. ¡Feliz la que ha creído que de cualquier manera se cumplirían las promesas del Señor! María no tiene expectaciones propias, Ella espera en el Señor. María es la perfecta solidaria con aquellos que viven en espera de la providencia de Dios.
En Belén experimentó María lo que es ser pobre y carente de fortuna con todas sus consecuencias: por casa tuvo una cueva; por cuna para su Hijo Divino, un pesebre; por tibio ambiente de hogar, el frío tajante de la noche; por compañía, según la tradición, dos animales de establo. Por eso la Navidad es un evento de pobreza y para los pobres de espíritu y de materia. Debemos vivir la Navidad, no solo celebrarla. Vivirla es encarnar en nosotros lo que pasó en ese evento. Es por eso que la Navidad debe ser más que nunca un momento de abrir nuestros corazones y nuestras casas a los necesitados.
Tuvo su hijo y lo colocó en el pesebre. El primer impulso de una madre es estrechar a su hijo hacia sí. María lo pone en el pesebre. Este es su papel, dar a su hijo al mundo, colocarlo en el pesebre frío de los corazones humanos. Eso es lo que Ella ha hecho desde el nacimiento de Jesús, entregarnos a su hijo.
Los pañales: cuidados propios de una madre. Jesús dependía de su madre en todo. Ella lo alimentó, lo limpió, lo cuidó, lo envolvió. La gran pregunta: Si Dios Padre entregó a su Hijo al cuidado de María, si Dios hecho hombre depende de María y de sus cuidados maternales, ¿cómo es posible que nosotros no busquemos a esta Madre para que lo que Ella hizo en y por Jesús, lo haga hoy en nosotros? ¿Por qué nos cuesta tanto depender de María, si Jesús dependía de Ella?
Los pastores: (son los sencillos los que ven primero a Dios)
A ellos se les anunció que el Salvador ya había llegado.
La señal sería: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Este acto tan insignificante realizado por María se convierte en la señal por la que identificarían a Jesús. Esto nos enseña que todo lo que María hace es para hacernos más fácil el encuentro con Cristo. Ella nos prepara el camino, para que podamos con más rapidez reconocer al Salvador.
Veamos también cómo al Salvador se le encuentra en lo pequeño.
Encontraron al niño al lado de María. Siempre la madre junto a su hijo. Donde esta María ahí está Jesús y donde está Jesús ahí está María.
“María está tan unida a Cristo que sería más fácil separar la luz del mismo sol, el calor del fuego, los santos de Dios, pero no a María de su Hijo querido” (San Luis María Grignon de Montfort).
“No hay lugar donde nosotros, criaturas débiles, encontremos a Jesús más cercano a nuestra debilidad, que hecho niño en los brazos de Su Madre” (San Luis María Grignon de Montfort).
San Antonio -Doctor de la Iglesia-. Ser doctor de la Iglesia significa que su doctrina debe ser aceptada por todos los fieles y ensenada en toda la Iglesia. Él dijo: “Oh, mi adorado Jesús, ¿dónde debo buscarte?, ¿dónde te encontraría?, ¿dónde vives y descansas? Y él mismo se responde: en María.
ORACIÓN DE SAN JUAN PABLO II
Ruega por nosotros, Madre de la Iglesia. Virgen del Adviento, esperanza nuestra, de Jesús la aurora, del cielo la puerta. Madre de los hombres, de la mar estrella, llévanos a Cristo, danos sus promesas. Eres, Virgen Madre, la de gracia llena, del Señor la esclava, del mundo la Reina. Alza nuestros ojos, hacia tu belleza, ¡Amén!
«El Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto externo y festivo profano tal que en el seno de la Iglesia surge de la fe misma una aspiración a un Adviento auténtico: la insuficiencia de ese ánimo festivo por sí sólo se deja sentir, y el objetivo de nuestras aspiraciones es el núcleo del acontecimiento, ese alimento del espíritu fuerte y consistente del que nos queda un reflejo en las palabras piadosas con que nos felicitamos las pascuas. ¿Cuál es ese núcleo de la vivencia del Adviento?
Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento»; este término no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es decir, presencia comenzada. En la antigüedad se usaba para designar la presencia de un rey o señor, o también del dios al que se rinde culto y que regala a sus fieles el tiempo de su parusía. Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, aún no es total, sino que esta proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha comenzado, y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo presente en el mundo.
Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo. De modo que las luces que encendamos en las noches oscuras de este invierno serán a la vez consuelo y advertencia: certeza consoladora de que «la luz del mundo» se ha encendido ya en la noche oscura de Belén y ha cambiado la noche del pecado humano en la noche santa del perdón divino; por otra parte, la conciencia de que esta luz solamente puede —y solamente quiere— seguir brillando si es sostenida por aquellos que, por ser cristianos, continúan a través de los tiempos la obra de Cristo. La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio de nosotros.
Cuando en la noche santa suene una y otra vez el himnoHodie Christus natus est, debemos recordar que el inicio que se produjo en Belén ha de ser en nosotros inicio permanente, que aquella noche santa es nuevamente un «hoy» cada vez que un hombre permite que la luz del bien haga desaparecer en él las tinieblas del egoísmo (...) el niño ? Dios nace allí donde se obra por inspiración del amor del Señor, donde se hace algo más que intercambiar regalos.
Adviento significa presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir. En medio de todas las desgracias del mundo tiene la certeza de que la simiente de luz sigue creciendo oculta, hasta que un día el bien triunfará definitivamente y todo le estará sometido: el día que Cristo vuelva. Sabe que la presencia de Dios, que acaba de comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza le hace libre, le presta un apoyo definitivo (...)».
Alegraos en el Señor
(...) «“Alegraos, una vez más os lo digo: alegraos”. La alegría es fundamental en el cristianismo, que es por esencia evangelium, buena nueva. Y sin embargo es ahí donde el mundo se equivoca, y sale de la Iglesia en nombre de la alegría, pretendiendo que el cristianismo se la arrebata al hombre con todos sus preceptos y prohibiciones. Ciertamente, la alegría de Cristo no es tan fácil de ver como el placer banal que nace de cualquier diversión. Pero sería falso traducir las palabras: «Alegraos en el Señor» por estas otras: «Alegraos, pero en el Señor», como si en la segunda frase se quisiera recortar lo afirmado en la primera. Significa sencillamente «alegraos en el Señor», ya que el apóstol evidentemente cree que toda verdadera alegría está en el Señor, y que fuera de él no puede haber ninguna. Y de hecho es verdad que toda alegría que se da fuera de él o contra él no satisface, sino que, al contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar verdaderamente contento.
Por eso aquí se nos hace saber que la verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y que de lo que se trata en nuestra vida es de aprender a ver y comprender a Cristo, el Dios de la gracia, la luz y la alegría del mundo. Pues nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de sernos arrebatada por fuerza alguna del mundo. Y toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra vida auténtica.
Así se echa de ver que los dos cuadros laterales del tríptico de Adviento, Juan y María, apuntan al centro, a Cristo, desde el que son comprensibles. Celebrar el Adviento significa, dicho una vez más, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Andando ese camino somos capaces de ver la maravilla de la gracia y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo.
El mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios. Quien celebre así el Adviento podrá hablar con derecho de la Navidad feliz bienaventurada y llena de gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval».
Estar preparados...
«En el capitulo 13 que Pablo escribió a los cristianos en Roma, dice el Apóstol lo siguiente: “La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, ni en amancebamientos y libertinajes, ni en querellas y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo...” Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse del sueño. ¿Qué quiere decir Pablo? Con términos como “comilonas, borracheras, amancebamientos y querellas” ha expresado claramente lo que entiende por «noche». Las comilonas nocturnas, con todos sus acompañamientos, son para él la expresión de lo que significa la noche y el sueño del hombre.
Esos banquetes se convierten para San Pablo en imagen del mundo pagano en general que, viviendo de espaldas a la verdadera vocación humana, se hunde en lo material, permanece en la oscuridad sin verdad, duerme a pesar del ruido y del ajetreo. La comilona nocturna aparece como imagen de un mundo malogrado. ¿No debemos reconocer con espanto cuan frecuentemente describe Pablo de ese modo nuestro paganizado presente? Despertarse del sueño significa sublevarse contra el conformismo del mundo y de nuestra época, sacudirnos, con valor para la virtud v la fe, sueño que nos invita a desentendernos a nuestra vocación y nuestras mejor posibilidades. Tal vez las canciones del Adviento, que oímos de nuevo esta semana se tornen señales luminosas para nosotros que nos muestra el camino y nos permiten reconocer que hay una promesa más grande que la el dinero, el poder y el placer. Estar despiertos para Dios y para los demás hombres: he ahí el tipo de vigilancia a la que se refiere el Adviento, la vigilancia que descubre la luz y proporciona más claridad al mundo».
Juan el Bautista y María
«Juan el Bautista y María son los dos grandes prototipos de la existencia propia del Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período. ¡Fijémonos primero en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y actuando, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea masculina. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe “cambiar” continuamente sus pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, caminar en la dirección opuesta. Todo ello se ha de extender también a nuestro modo de comprender la vida en su conjunto. Día tras día nos topamos con el mundo de lo visible. Tan violentamente penetra en nosotros a través de carteles, la radio, el tráfico y demás fenómenos de la vida diaria, que somos inducidos a pensar que sólo existe él. Sin embargo, lo invisible es, en verdad, más excelso y posee más valor que todo lo visible.
Una sola alma es, según la soberbia expresión de Pascal, más valiosa que el universo visible. Mas para percibirlo de forma vida es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo visible y hacerse sensible, afinar el oído y el espíritu para percibir lo invisible. Aceptar esta realidad es más importante que todo lo que, día tras día, se abalanza violentamente sobre nosotros. Metanoeite: dad una nueva dirección a vuestra mente, disponedla para percibir la presencia de Dios en el mundo, cambiad vuestro modo de pensar, considerar que Dios se hará presente en el mundo en vosotros y por vosotros. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su pensamiento, del deber de convertirse. ¡Cuán cierto es que éste es también el destino del sacerdote y de cada cristiano que anuncia a Cristo, al que conocemos y no conocemos!».
Palabras del Cardenal Joseph Ratzinger sobre el Adviento
De la espera a la esperanza
Comienza el Adviento. Es tiempo de preparación para la Navidad, cuando celebraremos el nacimiento de Jesús. A todos nos sale en ese tiempo a flote el corazón de niño, a veces demasiado hundido entre las muchas preocupaciones, problemas y trabajos. Pero las cuatro semanas de Adviento son algo más que un tiempo de preparación para esa celebración. La espera del aniversario del nacimiento de Jesús, nos sitúa en la misma tensión en que vivió el mundo y la creación entera ante el nacimiento del Mesías. Hace dos mil años es como si un escalofrío hubiese recorrido el mundo. El Salvador estaba a punto de llegar. Nos gustaría que la salvación prometida en Jesús se hubiese manifestado ya del todo. Y ésta es precisamente la tensión en que vamos a vivir estas cuatro semanas. La espera de la celebración del nacimiento se nos mezcla con la esperanza de que el Señor Jesús venga definitivamente a nuestros corazones y a nuestro mundo.
Las lecturas que la liturgia nos propone estos domingos, sobre todo los dos primeros, se dirigen a alentar esa esperanza. Porque sabemos que vivimos en el ya sí de la fe pero en el todavía no de su manifestación plena. Porque sabemos que creemos pero que no somos capaces de llevar a la práctica de una forma total esa fe que tenemos. Porque creemos que Jesús, al resucitar, nos ha liberado de la muerte, pero nosotros todavía tenemos que pasar por ese trago amargo. Y hay demasiado dolor y sufrimiento en este mundo. Por todo ello deseamos vivamente que se cumpla la palabra de Jesús, que su reino llegue a nosotros. De nuestro corazón sale continuamente un “¡Ven, Señor Jesús!”. Eso es vivir en la esperanza.
La primera lectura de este domingo y el Evangelio nos ponen en esa tesitura. Viene el Señor y con él trae la justicia y el derecho. La paz será una realidad para todos (primera lectura). En el Evangelio resuena todavía el eco de los anuncios apocalípticos que escuchábamos hace pocos domingos, pero hay un mensaje nuevo que cierra el ciclo y da sentido a todo lo que se ha dicho en esos mensajes: “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. De esa forma la esperanza supera al temor.
Pero hay que ir a la segunda lectura para encontrar la clave que nos diga como se debe vivir este tiempo de esperanza. Nos pide Pablo que rebosemos de amor mutuo. Ésa será la forma como, cuando llegue Jesús, nos encontrará santos e irreprochables. Una vez más es el amor la característica que ha de llenar la vida del cristiano. Su esperanza se ha de manifestar en una especial capacidad de amar a los que viven cerca de él. Porque el que espera a un Dios que es amor y reconciliación vive ya bajo la ley del amor y de la reconciliación. Si no es así, es que su esperanza no es auténtica.