26ª semana. Viernes
PREPARAR EL ALMA
— Las ciudades que no quisieron convertirse.
— Motivos de la penitencia. Las mortificaciones pasivas.
— Las mortificaciones voluntarias y las que nacen del cumplimiento acabado del propio deber.
I. Jesús había pasado muchas veces por las calles y plazas de las ciudades que rodean el lago de Genesaret, y fueron incontables los milagros y las bendiciones que derramó sobre sus habitantes; pero estos no se convirtieron, no supieron acoger al Mesías del que tanto habían oído hablar en la sinagoga. Por eso el Señor se queja con pena: ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que hubieran hecho penitencia... Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el Cielo? Hasta el infierno serás abatida. Jesús había sembrado a manos llenas y no fue mucho lo que recogió en aquellos lugares. Las señales se habían multiplicado una tras otra, pero sus habitantes no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se oscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Tiro y Sidón tenían menos responsabilidad porque recibieron menos gracias.
Por eso, como dice el Espíritu Santo: si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones.... Dios habla a los hombres de todos los tiempos. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y aldeas, y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida. Nada es tan importante. En cada momento es necesario escuchar con prontitud y docilidad esas llamadas que Cristo hace al corazón de cada uno, pues «no es la bondad de Dios la culpable de que la fe no nazca en todos los hombres, sino la disposición insuficiente de los que reciben la predicación de la palabra». Esta resistencia a la gracia es llamada frecuentemente en la Sagrada Escritura dureza de corazón. El hombre suele alegar a veces dificultades intelectuales o teóricas para convertirse o dar un paso adelante en su fe, pero con frecuencia se trata en realidad de malas disposiciones en la voluntad, que se niega a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra un defecto que le impide una mayor correspondencia a lo que el Señor, que pasa a su lado, le está pidiendo.
La mortificación prepara el alma para oír al Señor y dispone la voluntad para seguirle: «si queremos ir a Dios es necesario mortificar el alma con todas sus potencias». Con la mortificación, nuestro corazón se convierte en tierra buena que espera la semilla para dar fruto. Igual que hace el labrador, hemos de arrancar y quemar la cizaña, las malas hierbas que tienden de continuo a crecer en el alma: la pereza, el egoísmo, la envidia, la curiosidad... Por eso, la Iglesia nos invita siempre, pero nos lo recuerda de una manera particular en este día de la semana, el viernes, a que examinemos cómo va nuestro espíritu de penitencia y de mortificación, y nos mueve a ser más generosos, imitando a Cristo en la Cruz, que se ofreció por todos los hombres. Muy relacionada con la mortificación está la alegría, que nos es tan necesaria.
II. Quien ha adoptado la firme resolución de llevar una vida cristiana, en su más plena integridad, necesita el ejercicio continuo de morir al hombre viejo con sus obras que permanece en cada uno, es decir, al «conjunto de malas inclinaciones que hemos heredado de Adán, la triple concupiscencia que hemos de reprimir y refrenar con el ejercicio de la mortificación». Por eso la mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor emendationem vitae, spatium verae paenitentiae: un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida. A través de la Comunión de los Santos, prestamos ayuda y damos vida a otros miembros de este Cuerpo Místico, que es la Iglesia.
Encontramos principalmente tres campos de nuestra diaria mortificación en medio de nuestros quehaceres. En primer lugar, en la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan, aquellas cosas, muchas veces pequeñas, que nos son contrarias, que no son como nosotros desearíamos, o que llegan de modo inesperado o contrario a lo que habíamos previsto y que nos exigen cambiar de planes: una pequeña enfermedad que disminuye nuestra capacidad en el trabajo o en la vida de familia, los olvidos, el mal tiempo que dificulta un viaje, el exceso de tráfico..., el carácter difícil de una persona con la que hemos de realizar un trabajo común... Son aquellas cosas que no dependen de nosotros, pero que hemos de recibir como una oportunidad para amar a Dios, recibiéndolas con paz, sin permitir que nos quiten la alegría. Son pequeñeces, «pero que si no se asimilan por Amor van engendrando en el hombre una especie de nerviosismo, un ánimo desapacible y triste.
»La mayor parte de nuestros enfados no provienen de grandes contratiempos, sino de pequeñas dificultades no asimiladas. El hombre que está al anochecer preocupado, entristecido, con mal humor, con mal genio, no es, de ordinario, porque le hayan sucedido reveses graves, sino porque ha ido acumulando una serie de contratiempos mínimos que no ha sabido incorporar a una vida de amor, a una vida de acercamiento a Dios». Ha perdido muchas ocasiones de crecer en las virtudes. Además, cuando se reciben estas contrariedades pequeñas como una oportunidad de acercarnos al Señor, como una ocasión de bien, el alma se dispone para aceptar situaciones más difíciles, como queridas, o al menos permitidas, por el Señor para unirnos más íntimamente a Él.
Cuando Dios viene al mundo «para sanar y remediar todas nuestras rebeldías y miserias espirituales desde su raíz, destruye muchas cosas por inservibles, pero deja intacto el dolor. No lo suprime, le da un nuevo sentido. Él pudo escoger mil senderos distintos para alcanzar la Redención del género humano –que para eso viene al mundo–. Pero de hecho elige un camino: el de la Cruz. Y por esa vereda lleva a su propia Madre, María, y a José, y a los Apóstoles, y a todos los hijos de Dios.
»El Señor, que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestras almas». No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.
III. Otro campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontramos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con amor, requiere sacrificio. Por eso, la mortificación más grata al Señor «está en el orden, en la puntualidad, en el cuidado de los detalles, de la labor que realizamos; en el cumplimiento fiel del más pequeño deber de estado, aun cuando cueste sacrificio; en hacer lo que tenemos obligación de hacer, venciendo la tendencia a la comodidad. No perseveramos en el trabajo porque tenemos ganas, sino porque hay que hacerlo; y entonces lo hacemos con ganas y alegría»
. La madre de familia encontrará mil motivos diarios en su empeño por dar a la casa un tono amable y acogedor, y el estudiante podrá ofrecer el esfuerzo por llevar al día y con competencia sus asignaturas. El cansancio, consecuencia de haber trabajado a fondo, estando metidos de lleno en su ocupación, se convierte en una gratísima ofrenda al Señor que santifica. Pensemos hoy si somos personas que se quejan con frecuencia de su tarea, de aquella que precisamente nos ha de acercar a Dios.
El tercer campo de nuestras mortificaciones está, ordinariamente, en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor. Y entre estas, hemos de buscar aquellas que ayudan a los demás en su caminar diario. «Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia». El vencer, con el auxilio del Ángel Custodio, los estados de ánimo, el cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con nosotros. «El espíritu de penitencia está principalmente en aprovechar esas abundantes pequeñeces –acciones, renuncias, sacrificios, servicios...– que encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!»
2 de octubre
SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS*
Memoria
— Existencia.
— Continuos servicios que nos prestan los Ángeles Custodios.
— Tratarlos como a amigos entrañables.
I. Ángeles del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos.
Los Ángeles aparecen frecuentemente en la Sagrada Escritura como ministros ordinarios de Dios. Son las criaturas más perfectas de la Creación, penetran con su inteligencia donde nosotros no podemos, y contemplan cara a cara a Dios, como criaturas ya glorificadas.
En los momentos más importantes de la historia humana, un ángel, manifestándose a veces en forma corpórea, ha sido embajador de Dios para anunciar sus designios, para señalar un camino, para comunicar la voluntad divina. Los vemos constantemente actuar como mensajeros del Altísimo, iluminando, exhortando, intercediendo, preservando del peligro, castigando. El mismo significado de la palabra Ángel enviado expresa su función de mensajero de Dios ante los hombres. Siempre recibieron veneración y respeto en el Pueblo elegido. ¿Acaso no son todos ellos espíritus destinados al servicio, enviados para asistir a los que han de heredar la salvación?.
La fe en esta misión protectora de los ángeles, vinculados a personas particulares, es lo que hizo exclamar a Israel, en el momento de bendecir a sus nietos, los hijos de José: que el Ángel que me ha librado de todo mal, bendiga a estos niños. Y la Primera lectura de la Misa recoge las palabras del Señor a Moisés, que hoy podemos ver como dirigidas a cada uno de nosotros: Yo mandaré un Ángel ante ti para que te defienda en el camino y te haga llegar al lugar que te he dispuesto. Y el Profeta Eliseo dirá a su sirviente, asustado al ver los enemigos que les rodeaban por todas partes: Nada temas, que los que están con nosotros son más que los que están con ellos. Eliseo oró y dijo: ¡Oh Yahvé!, ábrele los ojos para que vea. Y Yahvé abrió los ojos del siervo, y vio la montaña llena de caballos y carros de fuego que rodeaban a Eliseo. ¡Qué seguridad nos tiene que dar la presencia en nuestra vida de los Ángeles Custodios! Ellos nos consuelan, nos iluminan, pelean en favor nuestro: en lo más duro del combate se le aparecieron en el cielo a los adversarios cinco varones resplandecientes, montados en caballos con frenos de oro, que poniéndose a la cabeza de los judíos y tomando dos de ellos en medio al Macabeo, le protegían con sus armas, le guardaban incólume y lanzaban flechas y rayos contra el enemigo, que, herido de ceguera y espanto, caía. De formas y modos muy diferentes, los santos ángeles intervienen todos los días en nuestra vida corriente. ¡Qué providencia tan singular y llena de bondad y cuánta solicitud la de Dios con nosotros, sus hijos, a través de estos santos protectores! Busquemos en ellos fortaleza en la lucha ascética ordinaria y ayuda para que enciendan en nuestros corazones las llamas del Amor de Dios.
II. Delante de los ángeles tañeré para Ti, Dios mío
La vida y la enseñanza de Jesús está poblada de la presencia ministerial de los ángeles. Gabriel comunica a María que va a ser Madre del Salvador. Un ángel ilumina y serena el alma de José; también hay ángeles que anuncian el Nacimiento de Jesús a los pastores de Belén. La huida a Egipto, las tentaciones del Señor en el desierto, los sufrimientos de Getsemaní, la Resurrección y la Ascensión son presenciadas igualmente por estos servidores de Dios, que, a su vez, velan constantemente por la Iglesia y por cada uno de sus miembros, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles y la Tradición primitiva. En verdad os digo que veréis abrirse los cielos y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre.
Muchos santos y muchas almas que han estado muy cerca de Dios se distinguieron en su vida aquí en la tierra por su amistad con su Ángel Custodio, al que acudían muy frecuentemente. San Josemaría Escrivá tuvo una particular devoción a los Ángeles Custodios. Y precisamente en la fiesta que hoy celebra la Iglesia, el Señor le hizo ver con toda claridad la fundación del Opus Dei, a través del cual resonaría en gentes de toda condición humana y social la llamada a la santidad en el mundo, en medio de sus quehaceres, a través de las circunstancias en las que se desarrolla una vida normal. Trataba a su Ángel Custodio y saludaba al de la persona con la que conversaba, decía del Ángel Custodio que era «un gran cómplice» en las tareas apostólicas, y le pedía también favores materiales. En una época de su vida, le llamó en alguna ocasión mi relojerico, pues su reloj se le paraba con frecuencia y, careciendo del dinero necesario para arreglarlo, le encargaba que lo pusiera en marcha. Dedicaba un día de la semana el martes a tratarle con más empeño. En cierta ocasión, viviendo en Madrid, en medio de un ambiente de persecución religiosa, difícil y agresivamente anticlerical, se le abalanzó en la calle un sujeto de mal aspecto con clara intención de agredirle. De improviso, se interpuso inexplicablemente otra persona, que repelió al agresor. Fue cosa de un instante. Ya a salvo, su protector, acercándose, le dijo quedamente al oído: «¡burrito sarnoso, burrito sarnoso!», palabras con las que San Josemaría Escrivá se definía a sí mismo, con humildad, en la intimidad de su alma, y que solo conocía su confesor. La paz y el gozo de reconocer la visible intervención de su Custodio le llenaron el alma. «Te pasmas escribía más tarde- porque tu Ángel Custodio te ha hecho servicios patentes. Y no debías pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a ti». Hoy puede ser un día para reafirmar nuestra devoción al Ángel Custodio, pues es mucha la necesidad que tenemos de él: Oh Dios, que en tu providencia amorosa te has dignado enviar para nuestra custodia a tus santos ángeles le decimos al Señor con una oración de la Liturgia de la Misa, concédenos, atento a nuestras súplicas, vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía.
III. A sus ángeles ha dado orden para que te guarden en tus caminos... Y comenta San Bernardo en una de las lecturas de la Liturgia de las Horas de hoy: «Estas palabras deben inspirarte una gran reverencia, deben infundirte una gran devoción y conferirte una gran confianza. Reverencia por la presencia de los ángeles, devoción por su benevolencia, confianza por su custodia. Porque ellos estarán junto a ti, y lo están para tu bien. Están presentes para protegerte, lo están en beneficio tuyo. Y, aunque lo están porque Dios les ha dado esta orden, no por ello debemos de estarles menos agradecidos, pues cumplen con tanto amor esta orden y nos ayudan en nuestras necesidades, que son tan grandes».
Te llevarán en sus manos para que no tropiece tu pie en piedra alguna. Nos sostienen en sus manos como un preciado tesoro que Dios les ha encomendado. Como los hermanos mayores cuidan de los pequeños, así los ángeles nos asisten a nosotros hasta introducirnos felizmente en la casa paterna. Entonces habrán cumplido su misión. Nuestro trato con el Ángel Custodio ha de tener un carácter amistoso, que reconozca a la vez su superioridad en naturaleza y gracia. Aunque su presencia sea menos sensible que la de un amigo de la tierra, su eficacia es mucho mayor. Sus consejos y sugerencias vienen de Dios y penetran más profundamente que la voz humana. Y, a la vez, su capacidad para oírnos y comprendernos es muy superior a la del amigo más fiel; no solo porque su permanencia a nuestro lado es continua, sino porque entra más hondo en nuestras intenciones, deseos y peticiones. El Ángel puede llegar a nuestra imaginación directamente sin palabra alguna, suscitando imágenes, recuerdos, impresiones, que nos señalan el camino a seguir. ¡Cuántas veces nos habrán ayudado a continuar nuestro camino como a Elías que, perseguido por Jezabel, se disponía a morir, tal era su cansancio, bajo un arbusto del trayecto! Es bien seguro que nuestro Ángel, como el de Elías, se acercará a nosotros y nos hará entender: levántate y come porque te queda todavía mucho camino.
Nunca nos sentiremos solos si nos acostumbramos a tratar a ese amigo fiel y generoso, con el que podemos conversar familiarmente. Él, además, une su oración a la nuestra y la presenta a Dios. Es necesario, sin embargo, que mentalmente le hablemos, porque no puede penetrar en nuestro entendimiento como lo hace Dios. Y entonces, él podrá deducir de nuestro interior más de lo que nosotros mismos somos capaces. «No podemos tener la pretensión de que los Ángeles nos obedezcan... Pero tenemos la absoluta seguridad de que los Santos Ángeles nos oyen siempre». Ya es suficiente.
Nuestro Ángel Custodio nos acompañará hasta el final del camino y, si somos fieles, con él contemplaremos a Nuestra Señora, Reina de los ángeles, a quien todos alaban en una eternidad sin fin. A ese coro angélico, con la ayuda de la gracia, nos uniremos también nosotros.
26ª semana. Sábado
LA RAZÓN DE LA ALEGRÍA
— Abiertos a la alegría.
— La esencia de la alegría. Dónde encontrarla.
— Santa María, Causa de nuestra alegría.
I. El Evangelio de la Misa resalta la alegría de los setenta y dos discípulos, cuando vuelven de predicar por todas partes la llegada del Reino de Dios. Con toda sencillez le dicen a Jesús: hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El Maestro participa también de este gozo: Veía a Satanás caer como un rayo. Pero a continuación les advierte: Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño. Sin embargo -les previene-, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad contentos porque vuestras nombres están escritos en el Cielo.
Jesús pronunciaría estas palabras lleno de un gozo radiante, comunicativo, externo. Enseguida estalló en un canto de júbilo y de agradecimiento: En aquel mismo momento se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito.
Los discípulos recordarían siempre aquel momento con todas las circunstancias que lo rodearon: sus confidencias al Maestro, relatándole sus primeras experiencias apostólicas; su dicha al sentirse instrumentos del Salvador; el rostro resplandeciente de Jesús; su canto de júbilo y de agradecimiento a su Padre celestial... y aquellas palabras inolvidables: alegraos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría. Al entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús estas inefables palabras: entra en el gozo de tu Señor.
Aquí en la tierra, cada paso que damos hacia Cristo nos acerca a la felicidad verdadera. No hay felicidad estable fuera de Dios. Y, a la vez, el gozo del cristiano presupone el esfuerzo paciente para reconocer las alegrías naturales, sencillas, que el Señor pone en nuestro camino: «la alegría de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales». Muchas veces, el Señor se sirvió de estos gozos de la vida corriente para anunciar las maravillas del Reino: la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla el tesoro escondido; la del pastor que encuentra una oveja perdida; el gozo de los invitados a un banquete; el júbilo de las bodas; el profundo gozo del padre que recibe a su hijo; el de una mujer que acaba de dar a luz a un niño...
El discípulo de Cristo no es un hombre «desencarnado», distanciado de lo humano, como no lo fue el Maestro. Nuestros amigos, quienes conviven con nosotros, nos han de notar cada vez más abiertos, con más capacidad para hacernos cargo de esas pequeñas alegrías nobles y limpias que Dios pone en nuestro camino para hacerlo más suave. Esta disposición estable supondrá en muchos momentos sacrificio y mortificación para vencer otros estados de ánimo o el cansancio.
II. La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría. Dios es amor, enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores contrariedades. En él se cumplen a la perfección las palabras del Maestro: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar. En muchas ocasiones se ha escrito con verdad que «un santo triste es un triste santo», Quizá sea la alegría lo que distingue las virtudes verdaderas de las falsas, que solo tienen el aspecto o la apariencia de virtud.
Cuando en el primer Mandamiento nos exige el Señor que le amemos con todo el corazón, con toda el alma y con todo nuestro ser... nos está llamando al gozo y a la felicidad. Él mismo se nos entrega: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada. A la vez, sin la alegría que este Mandamiento provoca, todos los demás son a la larga difíciles o imposibles de cumplir.
En el campo de las realidades humanas, el Señor nos pide ese pequeño esfuerzo para desechar un gesto adusto o evitar una palabra destemplada cuando quizá estamos cansados o con menos fuerzas para sonreír, pero «la alegría humana no puede mandarse. La alegría es fruto del amor, y no a todo el mundo se le otorga un amor humano capaz de mantener una alegría permanente. Y no solamente esto, sino que, por su naturaleza, el amor humano es con mayor frecuencia fuente de tristeza que de alegría (...). Pero en el campo cristiano no sucede así. Un cristiano que no ame a Dios es inexcusable, y un cristiano al que no brinde alegría el amor de Dios es que no ha comprendido lo que el amor le da. Para un cristiano la alegría es algo natural porque es propiedad esencial de la más importante virtud del cristianismo, es decir, del amor. Entre la vida cristiana y la alegría hay una necesaria relación de esencia». También suele existir idéntica relación entre tristeza y tibieza, entre tristeza y egoísmo, entre tristeza y soledad.
La alegría se aumenta, o se recupera si se hubiera perdido, con la oración verdadera, cara a cara con Jesús, «sin anonimato»; con la sinceridad; con la entrega a los demás, sin esperar recompensa; y mediante la Confesión frecuente, que «sigue siendo una fuente privilegiada de santidad y de paz». En resumen, «la condición del gozo auténtico es siempre la misma: que queramos vivir para Dios y, por Dios, para los demás. Digámosle al Señor que sí, que queremos, que no deseamos más que servir con alegría. Si procuráis comportaros así, vuestra paz interior y vuestra sonrisa, vuestro garbo y buen humor, serán luz poderosa de la que Dios se servirá para atraer a muchas almas hacia Él. Dad testimonio de la alegría cristiana, descubrid a cuantos os rodean cuál es vuestro secreto: estáis alegres porque sois hijos de Dios, porque le tratáis, porque lucháis por ser mejores y por ayudar a los demás y porque cuando se quiebra el gozo de vuestra alma acudís con prontitud al Sacramento de la alegría, en el que recuperáis el sentido de vuestra fraternidad con todos los hombres».
III. Desde hace veinte siglos la fuente de la alegría no ha cesado de manar en la Iglesia. Llegó con Jesús y la dejó a su Cuerpo Místico, En este tiempo, las criaturas más alegres han sido las que han estado más cerca de Jesús. Por eso no habrá nunca nadie más alegre que María, la Madre de Jesús, y Madre nuestra. Si Ella es la llena de gracia –llena de Dios–, es también la que posee la plenitud de la alegría. Estar cerca de la Virgen es vivir dichoso. Lo mismo que desborda su gracia, lleva su alegría a todas partes. «¿Qué tendrán la voz y las palabras de María que generan una felicidad siempre nueva? Son como una música divina que penetra hasta lo más hondo del alma llenándola de paz y de amor. Cuantas veces rezamos el Santo Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría. Y lo es porque es portadora de Dios. Hija de Dios Padre, es portadora de la ternura infinita de Dios Padre. Madre de Dios Hijo, es portadora del Amor hasta la muerte de Dios Hijo. Esposa de Dios Espíritu Santo, es portadora del fuego y del gozo del Espíritu Santo. A su paso el ambiente se transforma: la tristeza se disipa; las tinieblas ceden el paso a la luz; la esperanza y el amor se encienden... ¡No es lo mismo estar con la Virgen que sin Ella! No es lo mismo, no, rezar el Rosario que no rezarlo...». Procuremos esmerarnos en rezarlo bien en este mes de octubre en que la Iglesia nos mueve a ir especialmente a Nuestra Madre del Cielo a través de esta devoción mariana. Procuremos poner santas intenciones al rezarlo en este sábado en el que, como tantos cristianos, procuramos tenerla más presente y ofrecer en su honor alguna pequeña mortificación. Pidámosle hoy que con nuestra alegría sepamos llevar a Dios a nuestros amigos, a los parientes. Ella, Causa de nuestra alegría, nos recordará siempre que dar alegría y paz –el gaudium cum pace, que jamás debemos perder– es una de las mayores muestras de caridad, el tesoro más valioso que tenemos, y muchas veces nuestra primera obligación en un mundo frecuentemente triste porque busca la felicidad donde no está.
Vigésimo séptimo Domingo
ciclo b
LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO
— Unidad e indisolubilidad original.
— Camino de santidad.
— La familia, escuela de virtudes.
I. Se encontraba Jesús en Judea, en la otra orilla del Jordán, rodeado de una gran multitud, que escuchaba atentamente sus enseñanzas. Entonces –leemos en el Evangelio de la Misa– se acercaron unos fariseos y para tentarle, para enfrentarlo con la Ley de Moisés, le preguntaron si es lícito al marido repudiar a su mujer. Moisés había permitido el divorcio condescendiendo con la dureza del antiguo pueblo. La condición de la mujer era entonces ignominiosa y prácticamente podía ser dejada a un lado por cualquier causa, siguiendo ligada al marido. Moisés estableció que el marido diera a la mujer despedida una carta de repudio, testificando que la despedía; así quedaba libre para casarse con quien quisiera. Los Profetas ya censuraron el divorcio a la vuelta del exilio.
Jesús declara en esta ocasión la indisolubilidad original del matrimonio, según lo instituyera Dios en el principio de la creación. Para ello, cita expresamente las palabras del Génesis que se leen en la Primera lectura. Pero en el principio de la creación los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. De este modo, el Señor declara la unidad y la indisolubilidad del matrimonio tal y como había sido establecido en el principio. Resultó tan novedosa esta doctrina para los mismos discípulos que, una vez en casa, volvieron a preguntarle. Y el Maestro confirmó más expresamente lo que ya había enseñado. Y les dijo: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio. Difícilmente se puede hablar con más nitidez. Sus palabras están llenas de una claridad deslumbradora. ¿Cómo es posible que un cristiano pueda cuestionar estas propiedades naturales del matrimonio y siga proclamando que imita y acompaña a Cristo?
Siguiendo al Maestro, la Iglesia reafirma con seguridad y firmeza «la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (Ef 5, 25).
»Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Dios quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia». Ese vínculo, que solo la muerte puede desatar, es imagen del que existe entre Cristo y su Cuerpo Místico.
La dignidad del matrimonio y su estabilidad, por su trascendencia en las familias, en los hijos, en la misma sociedad, es uno de los temas que más importa defender, y ayudar a que muchos lo comprendan. La salud moral de los pueblos –se ha repetido muchas veces– está ligada al buen estado del matrimonio. Cuando este se corrompe bien podemos afirmar que la sociedad está enferma, quizá gravemente enferma. De aquí la urgencia que todos tenemos de rezar y velar por las familias. Los mismos escándalos que, desgraciadamente, se producen y se divulgan, pueden ser ocasión para dar buena doctrina y ahogar el mal en abundancia de bien. «Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas».
II. Al elevar Jesucristo el matrimonio a la dignidad de sacramento, introdujo en el mundo algo completamente nuevo. La transformación que obró en la institución meramente natural fue de tal importancia que la convirtió –como el agua en las bodas de Caná– en algo hasta ese momento insospechado. He aquí que hago todas las cosas nuevas, dice el Señor. Desde entonces, desde el nacimiento del matrimonio cristiano, este sobrepasa el orden de las cosas naturales y se introduce en el orden de las cosas divinas. El matrimonio natural entre no cristianos está también lleno de grandeza y de dignidad, «pero el ideal propuesto por Cristo a los casados está infinitamente por encima de una meta de perfección humana y respecto del matrimonio natural se presenta como algo rigurosamente nuevo. Efectivamente: a través del matrimonio es la misma vida divina la que se comunica a los esposos, la que los sostiene en su obra de perfeccionamiento mutuo y la que tiene que animar, desde el momento del Bautismo, el alma de los hijos».
Quienes se casan inician juntos una vida nueva que han de andar en compañía de Dios. El Señor mismo los ha llamado para que vayan a Él por este camino, pues el matrimonio «es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (Ef 5, 32) (...), signo sagrado que santifica, acción de Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra».
El Papa Juan Pablo I, hablando de la grandeza del matrimonio a un grupo de recién casados, les contaba una pequeña anécdota ocurrida en Francia. En el siglo pasado, un profesor insigne que enseñaba en la Sorbona, Federico Ozanam, era un hombre de prestigio y un buen católico. Lacordaire, su amigo, solía decir del profesor de la Sorbona: «¡Este hombre es tan bueno y tan estupendo que se ordenará como sacerdote, incluso llegará a ser un buen obispo!». Pero Ozanam contrajo matrimonio. Entonces, Lacordaire, algo molesto, exclamó: «¡Pobre Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa!». Estas palabras llegaron hasta el Papa Pío IX, quien dijo con buen humor a Lacordaire cuando este le visitó unos años más tarde: «Yo siempre he oído decir que Jesús instituyó siete sacramentos: ahora viene usted, me revuelve las cartas en la mesa, y me dice que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, Padre, el matrimonio no es una trampa, ¡es un gran sacramento!». No olvidemos que lo primero que quiso santificar el Mesías fue un hogar. Y es precisamente en las familias alegres, generosas, que viven con sobriedad cristiana, donde nacen las vocaciones para la entrega plena a Dios en la virginidad o el celibato, que constituyen la corona de la Iglesia y la alegría de Dios en el mundo.
Estas vocaciones son un don que Dios otorga muchas veces a los padres que lo piden de corazón y con constancia: brillará en sus manos con un fulgor especial cuando un día se presenten ante Él y den cuenta de los bienes que les fueron dados para su custodia y administración.
III. Dios preparó cuidadosamente la familia en la que iba a nacer su Hijo: José, de la casa y familia de David, que haría el oficio de padre en la tierra, al igual que María, su Madre virginal. Quiso el Señor reflejar en su propia familia el modo en que habrían de nacer y crecer sus hijos: en el seno de una familia establemente constituida y rodeados de su protección y cariño.
Toda familia, que es «la célula vital de la sociedad» y en cierto modo de la misma Iglesia, tiene una entidad sagrada Y merece la veneración y solicitud de sus miembros, de la sociedad civil y de la Iglesia entera. Santo Tomás llega a comparar la misión de los padres a la de los sacerdotes, pues mientras estos contribuyen al crecimiento sobrenatural del Pueblo de Dios mediante la administración de los sacramentos, la familia cristiana provee a la vez a la vida corporal y a la espiritual, «lo que se realiza en el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios». Mediante la colaboración generosa de los padres, Dios mismo «aumenta y enriquece su propia familia» multiplicando los miembros de su Iglesia y la gloria que de Ella recibe.
La familia tal y como Dios la ha querido es el lugar idóneo para que, con el amor y el buen ejemplo de los padres, de los hermanos y de los demás componentes del ámbito familiar, sea una verdadera «escuela de virtudes» donde los hijos se formen para ser buenos ciudadanos y buenos hijos de Dios. Es en medio de la familia que vive de cara a Dios donde cada uno encontrará su propia vocación, a la que el Señor le llama. «Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad?»
Vigésimo séptimo Domingo
Ciclo C
AUMENTAR LA FE
— Avivar continuamente el amor a Dios.
— Pedir al Señor una fe firme, que influya en todas nuestras obras.
— Actos de fe.
I. La liturgia de este domingo se centra en la virtud de la fe, En la Primera lectura el Profeta Habacuc se lamenta ante el Señor del triunfo del mal, tanto en el pueblo castigado por medio del invasor, como por los mismos escándalos de este. ¿Hasta cuándo clamaré, Señor...? (...). ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes...?», se queja el Profeta. El Señor le responde al fin con una visión en la que le exhorta a la paciencia y a la esperanza, pues llegará el día en que los malos serán castigados: la visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin echarse atrás. Sucumbirá quien no tenga su alma recta, pero el justo vivirá por la fe. Aun cuando en ocasiones pueda parecer que triunfa el mal y quienes lo llevan a cabo, como si Dios no existiese, llegará a cada uno su día y se verá que realmente ha salido vencedor quien ha mantenido su fidelidad al Señor. Vivir de fe es entender que Dios nos llama cada día y en cada momento a vivir, con alegría, como hijos suyos, siendo pacientes y teniendo puesta la esperanza en Él.
En la Segunda lectura, San Pablo exhorta a Timoteo a mantenerse firme en la vocación recibida y a llenarse de fortaleza para proclamar la verdad sin respetos humanos: Aviva el fuego de la gracia de Dios...; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio... Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza»; y así ocurre cuando la caridad está cubierta por la tibieza o por los respetos humanos. La fortaleza ante un ambiente adverso y la capacidad de dar a conocer, en cualquier lugar, la doctrina de Cristo, de participar en los duros trabajos del Evangelio, viene determinada por la vida interior, por el amor a Dios, que hemos de avivar continuamente, como una hoguera, con una fe cada vez más encendida. Esto es lo que le pedimos al Señor: Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y los deseos de los que te suplican: derrama sobre nosotros tu misericordia..., concédenos aun aquello que no nos atrevemos a pedir, una fe firme que avive nuestro amor, para superar nuestras propias flaquezas y para ser testimonios vivos allí donde se desarrolla nuestra vida. «¡Qué diferencia entre esos hombres sin fe, tristes y vacilantes en razón de su existencia vacía, expuestos como veletas a la “variabilidad” de las circunstancias, y nuestra vida confiada de cristianos, alegre y firme, maciza, en razón del conocimiento y del convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural!». ¡Qué fuerza comunica la fe! Con ella superamos los obstáculos de un ambiente adverso y las dificultades personales, con frecuencia más difíciles de vencer.
II. Existe una fe muerta, que no salva: es la fe sin obra, que se muestra en actos llevados a cabo a espaldas de la fe, en una falta de coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Existe también una «fe dormida», «esa forma pusilánime y floja de vivir las exigencias de la fe que todos conocemos con el nombre de tibieza. En la práctica, la tibieza es la insidia más solapada que puede hacerse a la fe de un cristiano, incluso de lo que muchos llamarían un buen cristiano». Necesitamos nosotros una fe firme, que nos lleve a alcanzar metas que están por encima de nuestras fuerzas y que allane los obstáculos y supere los «imposibles» en nuestra tarea apostólica. Es esta virtud la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y nos permite juzgar rectamente de todas las cosas. «Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la Palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 28), buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre».
En ocasiones Jesús llama a los Apóstoles hombres de poca fe, pues no estaban a la altura de las circunstancias. Está el Mesías con ellos y tiemblan de miedo ante una tempestad en el mar o se preocupan excesivamente por el futuro, cuando es el mismo Creador el que les ha llamado a seguirle. El Evangelio de la Misa nos presenta a los Apóstoles que, conscientes de su fe escasa, le piden a Jesús: Auméntanos la fe. Así lo hizo el Señor, pues todos terminarían dando su vida, supremo testimonio de la fe, por atestiguar su firme adhesión a Cristo y a sus enseñanzas. Se cumplió la Palabra del Señor: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este árbol: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería. La transformación de las almas de quienes se cruzaron en su camino fue un milagro aún mayor.
También nosotros nos encontramos en ocasiones faltos de fe, como los Apóstoles, ante dificultades, carencia de medios... Tenemos necesidad de más fe. Y esta se aumenta con la petición asidua, con la correspondencia a las gracias que recibimos, con actos de fe. «Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud –confiando en Dios y en su Madre–, seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.
»—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!».
III. ¡Señor, auméntanos la fe! ¡Qué estupenda jaculatoria para que se la repitamos al Señor muchas veces! Y junto a la petición, el ejercicio frecuente de esta virtud: cuando nos encontremos en alguna necesidad, en el peligro, cuando nos veamos débiles, ante el dolor, en las dificultades del apostolado, cuando parece que las almas no responden... cuando nos encontremos delante del Sagrario.
Muchos actos de fe hemos de hacer en la oración y en la Santa Misa. Se cuenta de Santo Tomás que cuando miraba la Sagrada Forma, al elevarla en el momento de la Consagración, repetía: Tu rex gloriae, Christe; tu Patris sempiternus es Filius, «Tú eres el rey de la gloria, Tú eres el Hijo sempiterno del Padre». Y San Josemaría Escrivá solía decir interiormente en esos mismos instantes: Adauge nobis fidem, spem et charitatem, «auméntanos la fe, la esperanza y la caridad», y Adoro te devote, latens deitas, «Te adoro con devoción, Dios escondido», mientras hacía la genuflexión. Muchos fieles tienen la costumbre de repetir devotamente en ese momento, con la mirada puesta en el Santísimo Sacramento, aquella exclamación del Apóstol Tomás ante Jesús resucitado: ¡Señor mío y Dios mío! De cualquier forma, no podemos dejar que pase esa oportunidad sin manifestar al Señor nuestra fe y nuestro amor.
A pesar del afán por formarnos, por conocer cada vez mejor a Cristo, es posible que alguna vez nuestra fe vacile o tengamos temores y respetos humanos para manifestarla. La fe es un don de Dios que nuestra poquedad a veces no puede sostener. En ocasiones es tan pequeña como un granito de mostaza. No nos sorprendamos por nuestra debilidad, pues Dios cuenta con ella. Imitemos a los Apóstoles cuando se dan cuenta de que todo aquello que ven y oyen les supera. Pidámosle entonces, a través de Nuestra Señora y con la humildad de los discípulos, que aumente nuestra fe, para que, como ellos, podamos ser fieles hasta el final de nuestros días y llevemos a muchos hasta Él, como hicieron quienes le han seguido de cerca en todos los tiempos.
Nuestra Madre Santa María será siempre el punto de apoyo donde encontrará firmeza la fe y la esperanza, pero de modo muy particular cuando nos sintamos más débiles y necesitados, cuando nos veamos con menos fuerzas. «Nosotros, los pecadores, sabemos que Ella es nuestra Abogada, que jamás se cansa de tendernos su mano una y otra vez, tantas cuantas caemos y hacemos ademán de levantarnos; nosotros, los que andamos por la vida a trancas y barrancas, que somos débiles hasta no poder evitar que nos lleguen a lo más vivo esas aflicciones que son condición de la humana naturaleza, nosotros sabemos que es el consuelo de los afligidos, el refugio donde, en último término, podemos encontrar un poco de paz, un poco de serenidad, ese peculiar consuelo que solo una madre puede dar y que hace que todo vuelva a estar bien de nuevo. Nosotros sabemos también que, en esos momentos en que nuestra impotencia se manifiesta en términos casi de exasperación o de desesperación, cuando ya nadie puede hacer nada y nos sentimos absolutamente solos con nuestro dolor o nuestra vergüenza, arrinconados en un callejón sin salida, todavía Ella es nuestra esperanza, todavía es un punto de luz. Ella es aún el recurso cuando ya no hay a quien recurrir»
4 de octubre
SAN FRANCISCO DE ASÍS*
Memoria
— La pobreza de San Francisco. La pobreza en el cristiano corriente.
— Especial necesidad de esta virtud en nuestros días. Manifestaciones y modo de vivirla.
— Frutos de esta virtud.
I. En un momento en que eran grandes el brillo externo y el poder político y social de muchos eclesiásticos, el Señor llamó a San Francisco para que su vida pobre fuera como un fermento nuevo en aquella sociedad que, por su apegamiento a los bienes materiales, se alejaba más y más de Dios. Con él afirma Dante «nace un sol al mundo», un instrumento de Dios para enseñar a todos que la esperanza ha de estar puesta solo en Él.
Un día, orando en la Iglesia de San Damián, oyó estas palabras: Ve y repara mi casa en ruinas. Tomando al pie de la letra esta locución divina, empleó sus fuerzas en reparar aquella ruinosa capilla, y después se dedicó a restaurar otros templos. Pero enseguida comprendió que la pobreza como expresión de su vida entera habría de ser un gran bien para la Iglesia; la llamaba Señora, al modo como los caballeros medievales llamaban a sus damas y los cristianos se dirigen a la Madre de Dios. La restauración de la Cristiandad habría de venir por el desprendimiento de los bienes materiales, pues la pobreza bien vivida, según el propio estado, permite poner nuestra esperanza en Dios y solo en Él. Un día de febrero de 1209, habiendo oído Francisco las palabras del Evangelio: No llevéis oro, ni plata, ni alforja... tuvo un gesto clamoroso para mostrar que nada es bueno si se prefiere a Dios, y se despojó de sus vestidos y del cinturón de cuero, tomó un basto sayal, se ciñó una soga y se puso en camino, confiado en la Providencia.
La pobreza es una virtud cristiana que el Señor pide a todos religiosos, sacerdotes, madres de familia, abogados, estudiantes..., pero es evidente que los cristianos en medio del mundo han de vivirla de un modo bien distinto a San Francisco y a los religiosos que, por su propia vocación, han de dar un testimonio en cierto modo público y oficial de su consagración a Dios. Igual ocurre con las demás virtudes cristianas la templanza, la obediencia, la humildad, la laboriosidad..., que, siendo virtudes que han de vivir todos aquellos que quieran seguir a Cristo, cada uno ha de aprender a vivirlas según la propia vocación a la que fue llamado.
La pobreza del cristiano corriente se hace «a base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con otros». El fiel laico ha de aprender como se aprende un camino, una ruta que se desea seguir a armonizar «dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque hecha de cosas concretas, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor». A la vez, la condición secular, el estar en medio del mundo, exige al cristiano «ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades».
¿Se plasma esta virtud de la pobreza y desprendimiento en mi vida, en detalles concretos, reales? ¿La amo, la practico en mi propia condición? ¿Estoy plenamente convencido de que sin ella no podría seguir a Cristo? ¿Puedo decir «soy de verdad pobre de espíritu», por estar realmente desprendido de lo que uso?, ¿aunque posea bienes, de los que he de ser administrador que rendirá cuentas a Dios?
«Despégate de los bienes del mundo. Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente.
-Si no, nunca serás apóstol».
II. El Señor hace resonar en todos los tiempos sus palabras: no podéis servir a Dios y a las riquezas. Es imposible agradar a Dios, llevarle por todos los caminos de la tierra, si al mismo tiempo no estamos dispuestos a hacer renuncias a veces costosas en la posesión y disfrute de los bienes materiales. Particularmente importante en nuestros días resulta ese aviso del Señor, que a muchos puede parecer extraño, cuando un desmedido afán de comodidades alimenta a diario la codicia de las gentes. Son muchos los que aspiran a tener más, a gastar más, a conseguir el mayor número de placeres posibles, como si ese fuera el fin del hombre sobre la tierra.
En la práctica, esa pobreza real tiene muchas manifestaciones. En primer lugar, estar desprendidos de los bienes materiales, disfrutándolos como bondad creada de Dios que son, pero sin considerar necesarias para la salud, para el descanso... cosas de las que se puede prescindir con un poco de buena voluntad. «Hemos de exigirnos en la vida cotidiana, con el fin de no inventarnos falsos problemas, necesidades artificiosas, que en último término proceden del engreimiento, del antojo, de un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos muertos ni impedimentos que dificulten la marcha». Esas necesidades artificiosas pueden referirse a instrumentos de trabajo, a artículos de deporte, prendas de vestir, etc.
San Agustín aconsejaba a los cristianos de su tiempo: «Buscad lo suficiente, buscad lo que basta. Lo demás es agobio, no alivio; apesadumbra, no levanta». ¡Qué bien conocía el corazón humano! Porque la verdadera pobreza cristiana es incompatible, no solo con los bienes superfluos, sino también con la inquieta solicitud de los necesarios. Si se diera esa apetencia desordenada..., indicaría que su vida espiritual se está deslizando hacia la tibieza, hacia el desamor.
La pobreza se manifiesta en cumplir acabadamente el propio quehacer profesional; en el cuidado de los instrumentos de trabajo, sean nuestros o no, de la ropa, del propio hogar...; en evitar gastos desproporcionados, aunque los pague la empresa en la que trabajamos; en «no considerar de verdad- cosa alguna como propia»; en escoger para nosotros lo peor, si la elección pasa inadvertida (¡cuántas oportunidades en la vida familiar!); en aceptar con paz y alegría la escasez, la falta incluso de lo necesario; en evitar gastos personales motivados por el capricho, la vanidad, el deseo de lujo, la poltronería; en ser austeros con nosotros mismos comida, bebida... y generosos siempre con los demás.
Un día mandó San Francisco erigir en la iglesia del convento una gran cruz para sus frailes, y al colocarla les dijo: «Este debe ser vuestro libro de meditación». El Poverello de Asís había comprendido bien dónde estaban las verdaderas riquezas de la vida y el carácter relativo de todo lo terreno. Hoy, cuando es tan fuerte la presión externa de un ambiente impregnado de materialismo, hemos de amar los cristianos esta virtud con particular empeño.
III. De la pobreza se derivan muchos frutos. En primer lugar, el alma se dispone para los bienes sobrenaturales y el corazón se ensancha para ocuparse sinceramente de los demás. Pidamos hoy al Señor por intercesión de San Francisco la gracia de comprender con más hondura cómo la pobreza cristiana vivida hasta sus últimas consecuencias es un don que ya tiene su premio en esta vida. El Señor da al alma desprendida una especial alegría, incluso en medio de las privaciones de lo que parecía más necesario. «Muchos se sienten desgraciados, precisamente por tener demasiado de todo. –Los cristianos, si verdaderamente se conducen como hijos de Dios, pasarán incomodidad, calor, fatiga, frío... Pero no les faltará jamás la alegría, porque eso –¡todo!- lo dispone o lo permite Él, que es la fuente de la verdadera felicidad».
La pobreza verdadera nos permita disponer de nosotros mismos para entregarnos a Cristo, forma suprema de libertad que nos abre sin reservas ni restricciones a la amorosa Voluntad de Dios, como nos enseña el mismo Cristo. Para amarla –querer ser pobres, cuando todo parece inducir a querer ser ricos– es necesario comprender bien que la pobreza como virtud –como toda virtud– es algo bueno y positivo para el hombre: le pone en condiciones de vivir según el querer divino, utilizando los bienes materiales para ganar el Cielo y ayudar a que el mundo sea más justo, más humano.
La virtud de la pobreza es consecuencia de la vida de la fe. En la Sagrada Escritura, la pobreza expresa la condición de quien se ha puesto, absolutamente, en manos de Dios, dejando en Él las riendas de la propia vida, sin buscar otra seguridad. Se trata de la rectitud de espíritu de quien no quiere depender de los bienes de la tierra, aunque se posean. Es el firme propósito de no tener más que un solo Señor, porque nadie puede servir a dos señores. Cuando a quien se sirve es a la riqueza, al dinero, a los bienes terrenos sean cuales fueren, estos se convierten en un ídolo. Es esa idolatría de la que San Pablo advertía a los primeros cristianos que ni siquiera debía de nombrarse entre ellos.
Muchos cristianos se ven hoy tentados por esa idolatría moderna del consumo, que les hace olvidar la inmensa riqueza del amor a Dios, que es lo único que puede llenar su corazón. En esta sociedad en la que tanto abunda el afán por las riquezas, por la comodidad, por un desmedido bienestar, nuestra vida sobria y desprendida servirá de fermento para llevarla a Dios, como hizo San Francisco en su tiempo.
Al terminar nuestra oración, pedimos al Santo de Asís, con palabras del Papa Juan Pablo II, que sepamos ser levadura en medio del mundo. Así pedía el Pontífice su intercesión ante la tumba donde reposan los restos de San Francisco: «Tú, que acercaste tanto a Cristo a tu época, ayúdanos a acercar a Cristo a la nuestra, a nuestros tiempos difíciles y críticos. ¡Ayúdanos! Estos tiempos esperan con grandísima ansia, por más que muchos hombres de nuestra época no se den cuenta. Nos acercamos al año 2000 después de Cristo. ¿No serán tiempos que nos preparen a un renacimiento de Cristo, a un nuevo Adviento?». La Virgen Nuestra Señora nos enseñará, con una vida sobria y desprendida, a ser protagonistas de este nuevo renacer.
27ª semana. Lunes
Y CUIDÓ DE ÉL
— Cristo es el Buen samaritano, que baja del Cielo para curarnos.
— Compasión efectiva y práctica para quien nos necesita.
— Caridad con los más próximos.
I. La parábola del Buen Samaritano que leemos en la Misa, y que solo recoge San Lucas, es uno de los relatos más bellos y entrañables del Evangelio. En ella, el Señor nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo se ha de vivir la caridad con todos. Es posible que el Señor no se encontrara lejos de la ruta que lleva de Jericó a Jerusalén, pues muchas veces revestía sus enseñanzas con detalles tomados de las circunstancias que le rodeaban. Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto.
Muchos Padres de la Iglesia y escritores cristianos antiguos identifican a Cristo con el Buen Samaritano; el hombre que cayó en manos de los ladrones es figura de la humanidad herida y despojada de sus bienes por el pecado original y los pecados personales. «Despojaron al hombre de su inmortalidad, y lo cubrieron de llagas, inclinándole al pecado», afirma San Agustín. Y San Beda comenta que los pecados se llaman heridas porque por ellos se destruye la integridad de la naturaleza humana. Los salteadores del camino son el demonio, las pasiones que incitan al mal, los escándalos...; el levita y el sacerdote que pasaron de largo simbolizan la Antigua Alianza, incapaces de curar. La posada era el lugar donde todos pueden refugiarse y representa a la Iglesia. «... ¿Qué le habría ocurrido al pobre judío, si el samaritano se hubiera quedado en su casa? ¿Qué habría ocurrido a nuestras almas si el Hijo de Dios no hubiera emprendido su viaje?». Pero Jesús, movido por la compasión y la misericordia, se acercó al hombre, a cada hombre, para curar sus llagas, haciéndolas suyas. En esto se demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo Unigénito al mundo para que por Él tengamos vida... Queridos –escribe San Juan a los primeros fieles–, si así nos amó Dios también nosotros debemos amarnos los unos a los otros.
«La parábola del Buen Samaritano está en profunda armonía con el comportamiento de Cristo mismo», pues toda su vida en la tierra fue un continuo acercarse al hombre para remediar sus males materiales o espirituales. Esta misma compasión hemos de tener nosotros, de tal manera que nunca pasemos de largo ante el sufrimiento ajeno. Aprendamos de Jesús a pararnos, sin prisas, ante quien, con las señales de su mal estado, está pidiendo socorro físico o espiritual. En la caridad atenta, los demás verán a Cristo mismo que se hace presente en sus discípulos.
II. La parábola tuvo su origen en la pregunta de un doctor de la ley, que le interpeló: ¿Quién es mi prójimo? Para que a todos quedara claro, el Señor hizo desfilar ante el herido diversos personajes: Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote; y viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él, y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo hizo subir en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó.
Quiere enseñarnos Jesús que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros –sin distinción de raza, de afinidades políticas, de edad...– y necesite nuestro socorro. El Maestro nos ha dado ejemplo de lo que debemos hacer nosotros. «Este Samaritano (Cristo) lavó nuestros pecados, sufrió por nosotros, cargó con el hombre medio muerto, llevándole a la posada, esto es, a la Iglesia, que recibe a todos y que no niega su auxilio a nadie, y a la cual nos convoca Jesús diciendo: Venid a Mí... (Mt 11, 28). Una vez que le llevó a la posada, no se marchó inmediatamente, sino que se quedó con él una jornada entera, cuidándole día y noche... Cuando a la mañana siguiente quiere marcharse, da de su buen dinero dos denarios y encarga al posadero, a los ángeles de su Iglesia, que cuiden y lleven al Cielo al que Él había cuidado en las angustias de este tiempo».
El Señor nos anima a una compasión efectiva y práctica, que pone el remedio oportuno, ante cualquier persona que encontremos lastimada en el camino de la vida. Estas heridas pueden ser muy diversas: lesiones producidas por la soledad, por la falta de cariño, por el abandono; necesidades del cuerpo: hambre, vestido, casa, trabajo...; la herida profunda de la ignorancia...; llagas en el alma producidas por el pecado, que la Iglesia cura en el sacramento de la Penitencia, pues Ella «es la posada, colocada en el camino de la vida, que recibe a todos los que llegan, cansados del viaje o cargados con los sacos de sus culpas, en donde, dejando la carga de los pecados, el viajero fatigado descansa y, después que ha descansado, se repone con saludable alimento».
Debemos poner los medios para remediar esas situaciones de indigencia, como Cristo mismo lo haría en esas circunstancias. ¡Qué buenos medios son la caridad y la compasión para identificarnos con el Maestro! «Bajo sus múltiples formas –indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la muerte– la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí mismo (Mt 8, 17) e identificarse con los más pequeños de sus hermanos (Mt 25, 40; 45). También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde sus orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos».
Cuando nos acerquemos a quien padece necesidad hemos de hacerlo con una caridad eficaz y poniendo el corazón, haciendo nuestra aquella miseria que tratamos de remediar. Advierte un autor clásico castellano que «el que de veras desea acertar a contentar a Dios, entienda que una de las cosas principales que para esto sirven es el cumplimiento de este mandamiento de amor, con tal que este amor no sea desnudo y seco, sino acompañado de todos los afectos y obras que del verdadero amor se suelen seguir, porque de la otra manera no merecería el nombre de amor...». Y añade a continuación: «debajo de este nombre de amor, entre otras muchas cosas, se encierran señaladamente estas seis, conviene a saber: amar, aconsejar, socorrer, sufrir, perdonar y edificar».
III. La parábola del Buen Samaritano nos indica «cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido pasar de largo, con indiferencia, sino que debernos pararnos junto a él. Buen samaritano es todo hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ese sea». Dios nos pone al prójimo con sus necesidades y carencias en el camino de la vida, y el amor hace lo que la hora y el momento exigen. No siempre son actos heroicos y difíciles; por el contrario, muchas veces el Señor nos pide una sonrisa, una palabra de aliento, un buen consejo, saber callar ante una palabra molesta o impertinente, visitar a un amigo que se encuentra enfermo o un poco solo, ejercitarnos en las muestras de educación habituales, como el saludo, dar las gracias... Hay profesiones –señalaba el Papa Juan Pablo II– que son una continua obra de misericordia, como en el caso del médico o de la enfermera... Pero cualquier oficio exige un trato atento, compasivo y respetuoso con las personas con las que el trabajo nos pone en relación. Hemos de ejercitarnos en ver a Cristo en las personas que tratamos.
A todos hemos de acercarnos en sus necesidades espirituales y materiales, pero, porque la caridad es ordenada, debemos dirigirnos de modo muy particular a quienes están más próximos porque Dios los ha puesto –hermanos en la fe, familia, amigos, compañeros de trabajo...– o porque ha querido, a través de las circunstancias de la vida, que pasemos a su lado para cuidarles. «Pues si tan misericordioso y humano fue un samaritano hacia un desconocido, ¿quién nos perdonará si descuidamos a nuestros hermanos en males mayores?», se pregunta San Juan Crisóstomo. Y, después de aconsejar que no indaguemos por qué otros no lo han hecho –especialmente si son heridas del alma–, dice: «Cúrale tú y no pidas a nadie cuenta de su negligencia. Si encontrases una moneda de oro, a buen seguro que no pensarías: ¿por qué no la ha hallado otro? Al contrario, correrías a tomarla cuanto antes. Pues has de saber que cuando encuentras a tu hermano herido, has encontrado algo que vale más que un tesoro: el poder cuidarle». No dejemos de hacerlo.
5 de octubre
DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS Y DE PETICIÓN*
— Ser agradecidos. Imitar al Señor.
— Innumerables motivos para dar gracias continuamente.
— Pedir con confianza. Acudir a la Virgen en nuestras peticiones.
I. Coronarás el año con tus bienes, Señor, y serás la esperanza del confín de la tierra.
Las Témporas son días de acción de gracias y de petición que la Iglesia ofrece a Dios, terminados la recolección de las cosechas y el período anual que muchos tienen de descanso. Es también un día propicio de petición de ayuda al Señor para recomenzar de nuevo en las actividades del trabajo normal y también en la vida interior de cada uno.
Agradecer y pedir son dos modos de relacionarnos diariamente con nuestro Padre Dios. Es mucho lo que necesitamos; es mucho lo que debemos agradecer. En primer lugar hemos de ser conscientes de los dones del Señor, «porque si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor». No sabremos amar si no somos agradecidos. Ten cuidado, no te olvides del Señor leemos en la Primera lectura de la Misa... No sea que cuando comas hasta hartarte, cuando te edifiques casas hermosas y las habites, cuando críes tus reses y ovejas, aumentes tu plata y tu oro, y abundes de todo, te vuelvas engreído y te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que te sacó agua de una roca de pedernal.
La vida de Jesús, nuestro Modelo, es una continua acción de gracias al Padre. Con la resurrección de Lázaro, exclamará Jesús: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. En la multiplicación de los panes, Jesús tomó los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente los peces.... En la institución de la Eucaristía, antes de pronunciar las palabras sobre el pan y el vino, el Señor dio gracias. Y así, en incontables ocasiones. Por eso, «podemos decir afirma el Papa Juan Pablo II que su oración, y toda su existencia terrena, se convirtió en revelación de esta verdad fundamental enunciada por la Carta de Santiago: Todo don bueno y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces... (Sant 1, 17)». La acción de gracias «es como una restitución, porque todo tiene en Él su principio y su fuente. Gratias agamus Domino Deo nostro: es la invitación que la Iglesia pone en el centro de la liturgia eucarística». Nada hay más justo y necesario que dar gracias al Señor todos los días de nuestra vida, sin olvidar que «la mayor muestra de agradecimiento a Dios es amar apasionadamente nuestra condición de hijos suyos». Hoy, la Iglesia nos lo recuerda especialmente.
II. El principal reproche que San Pablo dirige a los paganos es que, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias. No seamos nosotros ingratos. Este año por el que damos gracias ha estado lleno de dones del Señor: unos claros y visibles; otros, a veces más valiosos, han pasado ocultos: peligros del alma y del cuerpo de los que nos ha librado nuestro Padre Dios; personas a las que hemos conocido y que tendrán una importancia decisiva en nuestra salvación; gracias y ayudas que nos han pasado inadvertidas; incluso acontecimientos que quizá hemos interpretado como algo negativo (una enfermedad, un fracaso profesional...) veremos más tarde que han sido un regalo de Dios. Nuestra vida entera es un bien inmerecido. Por eso las acciones de gracias han de ser continuas: deben ser actos de piedad y de amor para ser practicados siempre. Comprendemos que en el Prefacio de la Santa Misa, la Iglesia nos recuerde todos los días que es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo. También cuando nos llega el dolor o la enfermedad: ¡Dios mío, gracias! Y el alma se llena de paz, porque entiende que de aquello que parece poco grato o no deseable, Dios sacará mucho fruto. «Este gracias es como el leño que Dios mostró a Moisés, que arrojado en las aguas amargas, las trocó en dulces (cfr. Ex 15, 25)».
El Fundador del Opus Dei acostumbraba a recomendar a sus hijos que dieran gracias al Señor pro universis beneficiis... etiam ignotis, por todos sus beneficios, también por los que nos pasan inadvertidos. Posiblemente «uno de nuestros mayores sonrojos al llegar al juicio procederá de ahí: de la cantidad enorme de regalos divinos que no supimos apreciar, y agradecer, como tales dones; de los disgustos innecesarios que nos llevamos por lo que calificamos de indiferencia divina para nuestras oraciones. Al menos entonces sí que le daremos gracias, avergonzados, porque tuvo la bondad de no escuchar tantas peticiones necias como le formulamos. Es muy posible que, de hacernos caso y prestar satisfacción literal a nuestros ruegos, hubiéramos de escuchar el último día las mismas palabras que aquel atormentado Epulón, triunfador aquí abajo: Hijo, acuérdate de que recibiste ya tus bienes en la vida (Lc 16, 25)».
¡Qué sorpresa cuando descubramos que los hombres, con más fe y visión sobrenatural, habrían podido ver un gran bien en muchos de los acontecimientos que consideraron como un mal! Nuestra gratitud está muy relacionada con el Cielo, del que es ya un adelanto, pero también con el Purgatorio. «¡Cómo agradeceremos al Señor los sinsabores que permitió en nuestra vida! Son delicadezas de un Padre que desea ver a sus hijos limpios, purificados, prontos para acudir junto a Él, inmediatamente, al concluir nuestro viaje por este mundo. Como nos ama, no quiere para nosotros la dilación de un imprescindible Purgatorio, y nos hace la merced de facilitarlo en esta vida. Al final le daremos gracias, sobre todo, porque haya accedido en particular a una de nuestras oraciones: esa en la que, tal vez sin darnos cuenta, le pedimos con la Iglesia spatium verae penitentiae, oportunidad para una verdadera y fructuosa penitencia».
Demos gracias al Señor en todo tiempo y lugar, en cualquier circunstancia, pero de modo muy particular en la Santa Misa, la Acción de gracias por excelencia. Y con la Liturgia de la Misa, le decimos: Te ofrecemos, Señor, este sacrificio de alabanza en acción de gracias por los dones que nos has concedido; ayúdanos a reconocer que es dádiva tuya lo que hemos recibido sin merecerlo.
III. Junto a la acción de gracias continua, la petición reiterada, porque son muchas las ayudas que necesitamos, sin las cuales no podremos salir adelante. Aunque el Señor nos concede de hecho muchos dones sin que se los pidamos, ha dispuesto otorgarnos otros teniendo en cuenta la fuerza de la oración de sus hijos. Y como no sabemos cuál es la medida de oración que su insondable Providencia espera para otorgarnos esas gracias, es necesario que pidamos incansablemente: es preciso orar siempre y no desfallecer. Y el Señor, en el Evangelio de la Misa, nos da la seguridad más plena de que serán siempre atendidas nuestras oraciones. Él mismo sale fiador con su palabra: todo lo que pidamos y sea para nuestro bien se nos concederá siempre. Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre.
Hay además una razón para ser perseverantes en la oración: cuanto más pedimos, más nos acercamos a Dios, más crece nuestra amistad con Él. En la tierra, cuando hay que pedir un favor a un poderoso se busca un lazo que nos una a él, el momento oportuno, en que se encuentre de buen ánimo... A nuestro Padre Dios siempre le encontramos dispuesto a escucharnos. ¿Hay acaso alguno entre vosotros que, pidiéndole pan un hijo suyo, le dé una piedra? ¿O si le pide un pez, le dé una culebra? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que se las pidan? Disponemos de todos los motivos para acudir con confianza a nuestro Dios. Nada puede quebrantar esa fe, nada puede legítimamente atenuarla.
¿Y qué tenemos que pedir? «¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad».
Y tenemos además un camino que la Iglesia nos ha señalado desde siempre, para que nuestras oraciones lleguen con más prontitud ante la presencia de Dios. Este camino es la mediación de María, Madre de Dios, y Madre nuestra. Y entre las oraciones que la piedad cristiana ha dirigido a Santa María a lo largo de los siglos, el Santo Rosario, que la Iglesia nos propone como devoción particular de este mes de octubre, ha sido camino eficaz para toda petición, para toda necesidad. «No dejéis de inculcar con todo cuidado la práctica del Rosario aconsejaba Pío XI, la oración tan querida de la Virgen y tan recomendada por los Sumos Pontífices, por medio de la cual los fieles pueden cumplir de la manera más suave y eficaz el mandato del Divino Maestro: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». No desechemos el consejo.
27ª semana. Martes
EN BETANIA
— Los quehaceres de la vida corriente, medio y ocasión para encontrar a Dios.
— Unidad de vida.
— Solo una cosa es necesaria, la santidad personal.
I. Refiere San Lucas en su Evangelio que Jesús marchaba hacia Jerusalén, y unos pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad entró a descansar en casa de unos amigos en la pequeña localidad de Betania. Son tres hermanos –Lázaro, Marta y María– a los que Jesús mostró un particular aprecio, como podemos leer en otros lugares del Evangelio. El Maestro se siente bien en aquel hogar, rodeado de amigos. Marta se dispuso a dar algún refrigerio a Jesús y a sus acompañantes, cansados después de una larga andadura por caminos duros y polvorientos. Por eso, se afanaba en los múltiples quehaceres de la casa. Su hermana María, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras.
Durante mucho tiempo se ha considerado a Marta como figura e imagen de la vida activa, mientras que María ha sido el símbolo de la contemplativa. Sin embargo, para la mayoría de los cristianos que han de santificarse en medio de las tareas seculares, no pueden considerarse como dos modos contrapuestos de vivir el cristianismo. En primer lugar, porque no tendría sentido una vida de trabajo, metida en los negocios, en el estudio, o preocupada de los problemas del hogar, que se olvide de Dios; por otro, porque habría serios motivos para dudar de la sinceridad de una vida de oración que no se manifestara en una caridad más fina, en un trabajo mejor realizado, en una amistad leal. El trabajo, el estudio, los problemas que se presentan en una vida normal, lejos de ser obstáculos, han de ser medio y ocasión de un trato afectuoso con Nuestro Señor. «En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones (...). Seamos almas contemplativas, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él por Nuestra Madre Santa María y, por Él, al Padre y al Espíritu Santo».
El quehacer profesional, las dificultades corrientes que lleva consigo toda existencia, las ilusiones nobles, las preocupaciones... han de alimentar nuestra conversación diaria con Jesús. Si no fuera así, ¿de qué hablaríamos con Él? Aquellos amigos de Betania, como también hacían los Apóstoles, le contaban al Maestro las pequeñas incidencias de su vivir diario, le preguntaban lo que no entendían. Alguno de estos diálogos de Jesús con sus más íntimos ha quedado plasmado en el Evangelio: Maestro -le dicen los Apóstoles en una ocasión-, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido porque no es de nuestro grupo... Otras veces le confiesan sencillamente sus inquietudes: Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué será de nosotros?... Su vida misma era el tema de conversación con Jesús. Así hemos de hacer nosotros.
A la vez, la oración ha de enriquecer todas las circunstancias por las que hemos de pasar. Cerca de Jesús aprenderemos a ser mejores amigos de nuestros amigos, a vivir con plenitud la justicia y la lealtad en la tarea profesional, a ser más humanos, a permanecer abiertos y disponibles para atender las necesidades de otros.
II. Es muy posible que Marta, ante la urgencia y el aumento del trabajo doméstico, prestara mayor atención y estuviera más preocupada de sus quehaceres que del Señor mismo. Además, parece como si María, sentada a los pies de Jesús, le quitara la paz. Por eso, poniéndose delante dijo: Señor, ¿nada te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude. Podemos imaginar fácilmente al Maestro dirigiéndole esta afectuosa reconvención: Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria. Solo una es necesaria: el amor a Dios, la santidad personal. Cuando Cristo es el objetivo de nuestra vida las veinticuatro horas del día, trabajamos más y mejor. Este es el hilo fuerte –como en un collar de perlas finas– que une todas las obras del día; así evitamos la doble vida: una para Dios y otra dedicada a las tareas en medio del mundo: a los negocios, a la política, al descanso...
En la existencia del cristiano, enseña el Papa Juan Pablo II, «no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida espiritual, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida secular, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de su actividad y de su existencia. En efecto, todos los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el lugar histórico del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto –como por ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura– son ocasiones providenciales para “un ejercicio continuo de la fe, de la esperanza y de la caridad” (Apostolicam actuositatem, 4)».
El acontecer diario, la intensidad del trabajo, el cansancio, las relaciones con los demás, son circunstancias que se presentan para ejercitar no solo las virtudes humanas, sino también las sobrenaturales. A Jesús le tenemos muy cerca de nosotros, como Marta. Nos acompaña en el hogar, en la oficina, en el laboratorio, cuando vamos por la calle. No dejemos de referir a Él todo lo que sucede a lo largo de la jornada. Porque entonces, metidos de lleno en los diferentes quehaceres que nos ocupan durante todo el día, sabremos decir, con palabras de un Salmo que hoy se reza en la Liturgia de las Horas: ¡Cuánto amo tu voluntad!: todo el día la estoy meditando; tu mandato me hace más sabio que mis enemigos, siempre me acompaña; soy más docto que todos mis maestros porque medito tus preceptos.
III. Solo una cosa es necesaria: la amistad creciente con el Señor. «Este debe ser el objetivo y el designio constante de nuestro corazón... Todo lo que le aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener un lugar secundario o, por mejor decir, el último de todos. Inclusive debemos considerarlo como un daño positivo», un gran mal. El mayor bien que podemos prestar a la familia, al trabajo, a nuestros amigos..., a la sociedad, es el cuidado de esos medios que nos unen al Señor: la presencia de Dios durante el día, el empeño en la oración diaria, la Confesión frecuente llena de contrición... El mayor mal, el descuido de estos medios que nos acercan a Jesús. Esto puede suceder por desorden, por tibieza, incluso por una aparente eficacia mayor en otras actividades que pueden presentarse como más urgentes o importantes. San Ignacio de Antioquía escribía a San Policarpo que hemos de desear esta amistad con Dios «de la misma forma que el piloto anhela vientos favorables y el marinero sorprendido por la tempestad suspira por el puerto».
El trato sincero con el Señor enriquece todas las demás actividades, de la misma manera que la pobreza interior se refleja también en todo aquello que realizamos. Cuando veamos que la multiplicidad de quehaceres tiende a ahogar estos tiempos que dedicamos especialmente al Señor, hemos de oír en la intimidad de nuestra alma que, como a Marta, el Señor nos dice: una sola cosa es necesaria. La búsqueda de la santidad es lo primero que se debe intentar en esta vida, lo que ha de estar siempre en primer lugar. Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura, anunció en otra ocasión el Maestro.
«Agradece al Señor el enorme bien que te ha otorgado, al hacerte comprender que “solo una cosa es necesaria”. —Y, junto a la gratitud, que no falte a diario tu súplica, por los que aun no le conocen o no le han entendido». ¡Qué alegría tan grande poder tener siempre presente que el gran objetivo de nuestra vida es crecer en amor a Jesucristo! ¡Qué gozo poder comunicarlo a muchos! Pidamos a Nuestra Señora que no perdamos nunca de vista al Señor mientras procuramos llevar a cabo con perfección, acabadamente, nuestras tareas profesionales.
27ª semana. Miércoles
PADRE NUESTRO
— La oración del Señor.
— Filiación divina y oración.
— Oración y fraternidad.
I. Los discípulos veían muchas veces cómo Jesús se retiraba a solas y permanecía largo tiempo en oración; en ocasiones, noches enteras. Por eso, un día –leemos en el Evangelio de la Misa–, al terminar el Maestro su oración, se dirigieron a Él y le dijeron con toda sencillez: Señor, enséñanos a orar.
De labios de Jesús aprendieron entonces aquella plegaria –el Padrenuestro– que millones de bocas, en todos los idiomas, habrían de repetir tantas veces a lo largo de los siglos. Son unas pocas peticiones –que el Señor enseñaría también en otras ocasiones, y quizá por eso difieren los textos de San Lucas y de San Mateo– y un modo completamente nuevo de dirigirse a Dios. Hay en estas peticiones «una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tan grande, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas».
La primera palabra que, por expresa indicación del Señor, pronunciamos es Abba, Padre. Los primeros cristianos quisieron conservar, sin traducirla, la misma palabra aramea que utilizó Jesús: Abba, y es muy probable que así pasara a la liturgia más primitiva y antigua de la Iglesia. Este primer vocablo ya nos sitúa en el clima de confianza y de filiación en el que nos debemos dirigir siempre a Dios. El Señor omitió otras palabras –enseña el Catecismo Romano– «que podían causarnos al mismo tiempo temor, y solo empleó aquella que inspira amor y confianza en los que oran y piden alguna cosa; porque ¿qué cosa hay más agradable que el nombre del padre, que indica ternura y amor?». Esta palabra –Abba– utilizada por Jesús es la misma con la que los niños hebreos se dirigen familiar y cariñosamente a sus padres de la tierra. Y fue este el término elegido por Jesús como el más adecuado para invocar al Creador del Universo: Abba!, ¡Padre!
El mismo Dios que trasciende absolutamente todo lo creado está muy próximo a nosotros, es un Padre estrechamente ligado a la existencia de sus hijos, débiles y con frecuencia ingratos, pero a quienes quiere tener con Él por toda la eternidad. Hemos nacido para el Cielo. «A las demás criaturas –enseña Santo Tomás de Aquino– les dio como donecillos; a nosotros, la herencia. Esto, por ser hijos; al ser hijos, también herederos. No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para caer de nuevo en el temor, sino un espíritu de hijos, que nos hace gritar Abba! ¡Padre! (Ef 3, 15)».
Cuando rezamos el Padrenuestro, y muchas veces a lo largo del día, podemos saborear esta palabra llena de misterio y de dulzura, Abba, Padre, Padre mío... Y esta oración influirá de una manera decisiva a lo largo del día, pues «cuando llamamos a Dios Padre nuestro tenemos que acordarnos de que hemos de comportarnos como hijos de Dios».
II. Mientras muchos buscan a Dios como en medio de la niebla, a tientas, los cristianos sabemos, de modo muy particular, que Él es nuestro Padre y que vela por nosotros. «La expresión “Dios-Padre” no había sido revelada nunca a nadie. Moisés mismo, cuando le preguntó a Dios quién era, escuchó como respuesta otro nombre. Pero a nosotros este nombre nos ha sido revelado por el hijo». Cada vez que acudimos a Él, nos dice: Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Ninguna de nuestras necesidades, de nuestras tristezas, le deja indiferente. Si tropezamos, Él está atento para sostenernos o levantarnos. «Todo cuanto nos viene de parte de Dios y que al pronto nos parece próspero o adverso, nos es enviado por un Padre lleno de ternura y por el más sabio de los médicos, con miras a nuestro propio bien».
La vida, bajo el influjo de la filiación divina, adquiere un sentido nuevo; no es ya un enigma oscuro que descifrar, sino una tarea que llevar a cabo en la casa del Padre, que es la Creación entera: Hijo mío, nos dice a cada uno, ve a trabajar a mi viña. Entonces la vida no produce temores, y la muerte se ve con paz, pues es el encuentro definitivo con Él. Si nos sentimos en todo momento así, hijos, seremos personas de oración; con esa piedad que dispone a «tener una voluntad pronta para entregarse a lo que pertenece al servicio de Dios». Y nuestra vida servirá para tributar a Dios gloria y alabanza, porque el trato de un hijo con su padre está lleno de respeto, de veneración y, a la vez, de reconocimiento y amor. «La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos». Lo llena todo.
El Señor, a lo largo de toda su vida terrena, nos enseña a tratar a nuestro Padre Dios. En Jesús se da ese trato y afecto filial hacia su Padre en grado sumo. El Evangelio nos muestra cómo, en diversas ocasiones, se retira lejos de la multitud para unirse en oración con su Padre, y de Él aprendemos la necesidad de dedicar algunos ratos exclusivamente a Dios, en medio de las tareas del día. En momentos especiales ora por Sí mismo; es una oración de filial abandono en la voluntad de su Padre Dios, como en Getsemaní y en la Cruz. En otras ocasiones ora confiadamente por los demás, especialmente por los Apóstoles y por sus futuros discípulos, por nosotros. Nos dice de muchas maneras que este trato filial y confiado con Dios nos es necesario para resistir la tentación, para obtener los bienes necesarios y para la perseverancia final.
Esta conversación filial ha de ser personal, en el secreto de la casa; discreta; humilde, como la del publicano; constante y sin desánimo, como la del amigo importuno o la de la viuda rechazada por el juez; debe estar penetrada de confianza en la bondad divina, pues es un Padre conocedor de las necesidades de sus hijos, y les da no solo los bienes del alma sino también lo necesario para la vida material. «Padre mío –¡trátale así, con confianza!–, que estás en los Cielos, mírame con compasivo Amor, y haz que te corresponda.
»—Derrite y enciende mi corazón de bronce, quema y purifica mi carne inmortificada, llena mi entendimiento de luces sobrenaturales, haz que mi lengua sea pregonera del Amor y de la Gloria de Cristo». Padre mío..., enséñanos y enséñame a tratarte con confianza filial.
III. La oración es personal, pero de ella participan nuestros hermanos. El recogimiento y la soledad interior no son obstáculo para que, de algún modo, los demás hombres estén presentes mientras oramos. El Señor nos enseñó a decir Padre nuestro, porque compartimos la dignidad de hijos con todos nuestros hermanos.
Padre nuestro. Y el Señor ya nos había dicho que si en el momento de orar nos acordáramos de que uno de nuestros hermanos tenía alguna queja contra nosotros, debíamos primero hacer las paces con él. Entonces aceptaría nuestra ofrenda.
Tenemos derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a los demás como hermanos, especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más estrechos, con los que más nos relacionamos, con los más necesitados..., con todos. Porque si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, escribe San Juan, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve. «No podéis llamar Padre nuestro al Dios de toda bondad –señala San Juan Crisóstomo–, si conserváis un corazón duro y poco humano, pues, en tal caso, ya no tenéis en vosotros la marca de bondad del Padre celestial».
Cuando decimos a Dios: Padre nuestro no le presentamos solamente nuestra pobre oración, sino también la adoración de toda la tierra. Por la Comunión de los Santos sube ante Dios una oración permanente en nombre de la humanidad. Oramos por todos los hombres, por los que nunca supieron orar, o ya no saben, o no quieren hacerlo. Prestamos nuestra voz a quienes ignoran o han olvidado que tienen un Padre todopoderoso en los Cielos. Damos gracias por aquellos que se olvidan de darlas. Pedimos por los necesitados que no saben que tienen tan cerca la fuente de las gracias. En nuestra oración vamos cargados con las inmensas necesidades del mundo entero. En nuestro recogimiento interior, mientras nos dirigimos a nuestro Padre Dios, nos sentimos como delegados de todos los que padecen necesidad, especialmente de aquellos que Dios puso a nuestro lado o a nuestro cuidado.
También nos será de gran consuelo considerar que cada uno de nosotros participa de la oración de todos los hermanos. En el Cielo tendremos la alegría de conocer a todos aquellos que intercedieron por nosotros, y también la cantidad incontable de cristianos que ocupaban nuestro lugar cuando nos olvidábamos de hacerlo, y que de este modo nos han obtenido gracias que no hemos pedido. ¡Cuántas deudas por saldar!
La oración del cristiano, aunque es personal, nunca es aislada. Decimos Padre nuestro, e inmediatamente esta invocación crece y se amplifica en la Comunión de los Santos. Nuestra oración se funde con la de todos los justos: con la de aquella madre de familia que pide por su hijito enfermo, con la de aquel estudiante que reclama un poco de ayuda para su examen, con la de aquella chica que desea ayudar a su amiga para que haga una buena Confesión, con la de aquel que ofrece su trabajo, con la del que ofrece precisamente su falta de trabajo.
En la Santa Misa, el sacerdote reza con los fieles las palabras del Padrenuestro. Y consideramos que, con las diferencias horarias de los distintos países, se está celebrando continuamente la Santa Misa y la Iglesia recita sin cesar esta oración por sus hijos y por todos los hombres. La tierra se presenta así como un gran altar de alabanza continua a nuestro Padre Dios por su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo.
7 de octubre
NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO*
Memoria
— El Rosario, arma poderosa.
— Contemplar los misterios del Rosario.
— Las letanías lauretanas.
I. Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Con estas palabras el ángel saludó a Nuestra Señora, y nosotros las hemos repetido incontables veces en tonos y circunstancias bien diferentes.
En la Edad Media se saludaba a la Virgen María con el título de rosa (Rosa mystica) símbolo de alegría. Se adornaban sus imágenes como ahora con una corona o ramo de rosas (en latín medieval Rosarium), expresión de las alabanzas que nacían de un corazón lleno de amor. Y quienes no podían recitar los ciento cincuenta salmos del Oficio divino lo sustituían por otras tantas Avemarías, sirviéndose para contarlas de granos enhebrados por decenas o nudos hechos en una cuerda. A la vez, se meditaba la vida de la Virgen y del Señor. Esta oración del Avemaría, recitada desde siempre en la lglesia y recomendada frecuentemente por los Papas y Concilios en una forma más breve, adquiere más tarde su forma definitiva al añadírsele la petición por una buena muerte: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. En cada situación, ahora, y en el momento supremo de encontrarnos con el Señor. Se estructuran también los misterios, contemplándose así los hechos centrales de la vida de Jesús y de María, como un compendio del año litúrgico y de todo el Evangelio. También se fijó el rezo de las letanías, que son un canto lleno de amor, de alabanzas a Nuestra Señora y de peticiones, de manifestaciones de gozo y de alegría.
San Pío V atribuyó la victoria de Lepanto, el 7 de octubre de 1571 con la cual desaparecieron graves amenazas para la fe de los cristianos, a la intercesión de la Santísima Virgen, invocada en Roma y en todo el orbe cristiano por medio del Santo Rosario, y quedó instituida la fiesta que celebramos hoy. Con este motivo, fue añadida a las letanías la invocación Auxilium christianorum. Desde entonces, esta devoción a la Virgen ha sido constantemente recomendada por los Romanos Pontífices como «plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero».
En este mes de octubre, que la Iglesia dedica a honrar a Nuestra Madre del Cielo especialmente a través de esta devoción mariana, hemos de pensar con qué amor lo rezamos, cómo contemplamos cada uno de sus misterios, si ponemos peticiones llenas de santa ambición, como aquellos cristianos que con su oración consiguieron de la Virgen esta victoria tan trascendental para toda la cristiandad. Ante tantas dificultades como a veces experimentamos, ante tanta ayuda como necesitamos en el apostolado, para sacar adelante a la familia y para acercarla más a Dios, en las batallas de nuestra vida interior, no podemos olvidar que, «como en otros tiempos, ha de ser hoy el Rosario arma poderosa, para vencer en nuestra lucha interior, y para ayudar a todas las almas».
II. El nombre de Rosario, en la lengua castellana, proviene del conjunto de oraciones, a modo de rosas, dedicadas a la Virgen. También como rosas fueron los días de la Virgen: «Rosas blancas y rosas rojas; blancas de serenidad y pureza, rojas de sufrimiento y amor. San Bernardo aquel enamorado de Santa María dice que la misma Virgen fue una rosa de nieve y de sangre.
»¿Hemos intentado alguna vez desgranar su vida, día a día, en nuestras manos?». Eso hacemos al contemplar las escenas misterios de la vida de Jesús y de María que se intercalan cada diez Avemarías. En estas escenas del Rosario, divididas en tres grupos, recorremos los diversos aspectos de los grandes misterios de la salvación: el de la Encarnación, el de la Redención y el de la vida eterna. En estos misterios, de una forma u otra, tenemos siempre presente a la Virgen. En el Santo Rosario no se trata solo de repetir las Avemarías a Nuestra Señora, que, como procuramos hacerlo con amor quizá poniendo peticiones en cada misterio o en cada Avemaría, no nos resultan monótonas. En esta devoción vamos también a contemplar los misterios que se consideran en cada decena. Su meditación produce un gran bien en nuestra alma, pues nos va identificando con los sentimientos de Cristo y nos permite vivir en un clima de intensa piedad: gozamos con Cristo gozoso, nos dolemos con Cristo paciente, vivimos anticipadamente en la esperanza, en la gloria de Cristo glorificado.
Para realizar mejor esta contemplación de los misterios puede ser práctico detenerse «durante unos segundos tres o cuatro en un silencio de meditación, considerando el respectivo misterio del Rosario, antes de recitar el Padrenuestro y las Avemarías de cada decena»; acercarnos a la escena como un personaje más, imaginar los sentimientos de Cristo, de María, de José...
Así, procurando con sencillez «asomarnos» a la escena que se nos propone en cada misterio, el Rosario «es una conversación con María que, igualmente, nos conduce a la intimidad con su Hijo». Nos familiarizamos en medio de nuestros asuntos cotidianos con las verdades de nuestra fe, y esta contemplación que podemos hacer incluso en medio de la calle, del trabajo, nos ayuda a estar más alegres, a comportarnos mejor con quienes nos relacionamos. La vida de Jesús, por medio de la Virgen, se hace vida también en nosotros, y aprendemos a amar más a Nuestra Madre del Cielo. ¡Qué ciertas son las verdades que así expresó el poeta!: «Tú que esta devoción supones // monótona y cansada, y no la rezas // porque siempre repite iguales sones... // tú no entiendes de amores y tristezas: // ¿qué pobre se cansó de pedir dones, // qué enamorado de decir ternezas?».
III. Después de contemplar los misterios de la vida de Jesús y de Nuestra Señora con el Padrenuestro y el Avemaría, terminamos el Santo Rosario con la letanía lauretana y algunas peticiones que varían según las regiones, las familias o la piedad personal.
El origen de las letanías se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Eran oraciones breves, dialogadas entre los ministros del culto y el pueblo fiel, y tenían un especial carácter de invocación a la misericordia divina. Se rezaban durante la Misa y, más especialmente, en las procesiones. Al principio se dirigían al Señor, pero muy pronto surgen también las invocaciones a la Virgen y a los santos. Las primicias de las letanías marianas son los elogios llenos de amor de los cristianos a su Madre del Cielo y las expresiones de admiración de los Santos Padres, especialmente en Oriente.
Las que actualmente se rezan en el Rosario comenzaron a cantarse solemnemente en el Santuario de Loreto (de donde procede el nombre de letanía lauretana) hacia el año 1500, pero recogen una tradición antiquísima. Desde allí se extendieron a toda la Iglesia.
Cada título es una jaculatoria llena de amor que dirigimos a la Virgen y nos muestra un aspecto de la riqueza del alma de María. Estas invocaciones se agrupan según las principales verdades marianas: maternidad divina, virginidad perpetua, mediación, realeza universal y ejemplaridad y camino para todos sus hijos. Estas aclamaciones vienen expresadas en las primeras advocaciones, y son desarrolladas a continuación. Así, al invocarla como Sancta Dei Genitrix, profesamos explícitamente la maternidad; cuando la alabamos como Virgo virginum, reconocemos su virginidad perpetua, que la hace Virgen entre las vírgenes; al invocarla con el título de Mater Christi, profesamos su íntima e indisoluble unión con Cristo, verdadero Mediador y verdadero Rey, y la reconocemos, por tanto, como Reina y mediadora...
La Virgen es Madre de Dios y Madre nuestra, y es este el título supremo con que la honramos y el fundamento de todos los demás. Por ser Madre de Cristo, Madre del Creador y del Salvador, lo es de la Iglesia, de la divina gracia, es Madre purísima y castísima, intacta, incorrupta, inmaculada, digna de ser amada y de ser admirada.
En las letanías se recogen diversos aspectos de la virginidad perpetua de María: es Virgen prudentísima, digna de veneración, digna de alabanza, poderosa, clemente, fiel...
La Madre de Dios, Mediadora en Cristo entre Dios y los hombres, se prodiga continuamente en servicio nuestro. Nos es presentada además bajo tres bellísimos símbolos y otros aspectos de su mediación universal: la Virgen María es la nueva Arca de la alianza, la Puerta del Cielo a través de quien llegamos a Dios, es la Estrella de la mañana que nos permite siempre orientarnos en cualquier momento de la vida, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores (¡tantas veces hemos tenido que recurrir a Ella!), Consoladora de los afligidos, Auxilio de los cristianos...
María es Reina de todo lo creado, de los cielos y de la tierra, porque es Madre del Rey del universo. La universalidad de este reinado comienza en los ángeles y sigue en los santos (los del Cielo y los que en la tierra buscan la santidad): Santa María es Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los que confiesan la fe, de las vírgenes, de todos los santos. Termina con cuatro títulos de realeza: es Reina concebida sin pecado, asunta al Cielo, del santísimo Rosario y de la paz.
Después de invocarla como ejemplo acabado y perfecto de todas las virtudes, sus hijos la aclamamos con estos símbolos y figuras de admirable ejemplaridad: Espejo de santidad, Trono de sabiduría, Causa de nuestra alegría, Vaso espiritual, Vaso honorable, Vaso insigne de devoción, Rosa mística, Torre de David, Torre de marfil y Casa de oro.
Al detenernos despacio en cada una de estas advocaciones podemos maravillarnos de la riqueza espiritual, casi infinita, con que Dios la ha adornado. Nos produce una inmensa alegría tener una Madre así, y se lo decimos muchas veces a lo largo del día. Cada una de las advocaciones de las letanías nos puede servir como una jaculatoria en la que le decimos lo mucho que la amamos, lo mucho que la necesitamos.
27ª semana. Jueves
EL NOMBRE DE DIOS Y SU REINO
— Modos de santificar el nombre de Dios. La primera petición del Padrenuestro.
— El Reino de Dios.
— La propagación del Reino de los Cielos.
I. «Una vez llegados a la dignidad de hijos de Dios, nos abrasará la ternura que mora en el corazón de todos los verdaderos hijos; y, sin pensar más en nuestros propios intereses, solo tendremos celo por la gloria de nuestro Padre. Le diremos: Santificado sea tu nombre, atestiguando así que su gloria constituye todo nuestro deseo y nuestra alegría».
En esta primera petición de las siete del Padrenuestro, «pedimos que Dios sea conocido, amado, honrado y servido de todo el mundo y de nosotros en particular». Jesús nos enseña el orden en que hemos de pedir habitualmente en nuestras oraciones. Lo primero que debemos pedir, por muy urgentes que sean nuestras necesidades, es la gloria de Dios. Es realmente lo más urgente, también para nosotros, que andamos preocupados por necesidades inmediatas. «Ocúpate de Mí –decía Jesús a Santa Catalina de Siena–, y Yo me ocuparé de ti». El Señor no nos dejará solos.
Santificado sea tu nombre. En la Sagrada Escritura el nombre equivale a la persona misma, es su identidad más profunda. Por eso, dirá Jesús al final de su vida, como resumiendo sus enseñanzas: Manifesté tu nombre a los hombres. Nos reveló el misterio de Dios. En el Padrenuestro formulamos el deseo amoroso de que el nombre de Dios, de nuestro Padre Dios, sea conocido y reverenciado por toda la tierra; también debemos expresar nuestro dolor por las ocasiones en que es profanado, silenciado o empleado con ligereza. «Al decir santificado sea tu nombre nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos».
En determinados ambientes parece que los hombres no quieren nombrar a Dios. En lugar del Creador hablan de «la sabia naturaleza», o llaman «destino» a la Providencia divina, etc. En ocasiones son solo modos de decir, pero, en otras, el silencio del nombre de Dios es intencionado. En esos casos, venciendo los respetos humanos, debemos nosotros, intencionadamente también, honrar a nuestro Padre. Sin afectación, nos mantendremos fieles a los modos cristianos de hablar, que expresan externamente la fe de nuestra alma. Las expresiones tradicionales de muchos países, tales como «gracias a Dios» o «si Dios quiere», etc., pueden servir de ayuda en algunas ocasiones para tener presente al Señor en la conversación. Tampoco hemos de ser como esas personas que hacen intervenir, de modo inconsiderado e inoportuno, el nombre de Dios en los acontecimientos y en las cosas («Dios le ha castigado»...). El segundo precepto del Decálogo nos prohíbe tomar el nombre de Dios en vano.
Si amamos a Dios amaremos su santo nombre y jamás lo mencionaremos con falta de respeto o de reverencia, como expresión de impaciencia o de sorpresa. Este amor al nombre de Dios se extenderá también al de Santa María, su Madre, al de sus amigos, los santos, y a todas las personas y cosas a Él consagradas.
Honramos a Dios en nuestro corazón cuando hacemos un acto de reparación cada vez que, en nuestra presencia, se falta al respeto debido al nombre de Dios o de Jesús, al enterarnos de que se ha cometido un sacrilegio o al tener noticia de acontecimientos que ofenden el buen nombre del Padre común. No debemos tampoco olvidar el actualizar personalmente los actos de reparación y de desagravio públicos siempre que nos unimos a las alabanzas que se rezan en la Bendición con el Santísimo. Allí, el sacerdote, en nombre de todos, reza: Bendito sea Dios, Bendito sea su santo nombre... Son jaculatorias que nosotros podemos repetir a lo largo del día, especialmente cuando debamos reparar.
La reverencia al nombre de Dios nos llevará además a amar de un modo especial esas oraciones esencialmente de alabanza, como el Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, que debiéramos repetir con mucha frecuencia, el Gloria y el, Sanctus de la Misa, etcétera.
«Mirad –dice Santa Teresa– que perdéis un gran tesoro y que hacéis mucho más con una palabra de cuando en cuando del Pater noster, que con decirle muchas veces aprisa; estad muy junto a quien pedís, no os dejará de oír; y creed que aquí es el verdadero alabar y santificar su nombre».
Quizá nos pueda ayudar alguna de estas jaculatorias a mantener la presencia de Dios en el día de hoy: Padre, santificado sea tu nombre, Bendito sea Dios, Bendito sea su santo nombre, Bendito sea el nombre de Jesús, Bendito sea el nombre de María, Virgen y Madre...
II. Venga a nosotros tu Reino, pedimos a continuación en el Padrenuestro. Y comenta San Juan Crisóstomo que el Señor «nos ha mandado que deseemos los bienes que están por llegar y que apresuremos el paso en nuestro viaje hacia el Cielo; mas en tanto el viaje no termina, viviendo aún en la tierra, quiere que nos esforcemos por llevar vida del Cielo».
La expresión Reino de Dios tiene un triple significado: el Reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el Reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia; y el Reino de Dios en el Cielo, o eterna bienaventuranza. En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con su gracia santificante, por la cual se complace en cada uno como rey en su corte, y que nos conserve unidos a Sí con las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, por las cuales reina en el entendimiento, en el corazón y en la voluntad. Al rezar cada día por la llegada del Reino de Dios, pedimos también que Él nos ayude en la lucha diaria contra las tentaciones. Es un reinado, el de Jesús en el alma, que avanza o retrocede según correspondamos o rechacemos las continuas gracias y ayudas que recibimos.
También se cumplen en el corazón las parábolas del Reino. Antes de adquirir su plenitud definitiva en el alma de cada uno de sus fieles, el Reino de Dios es como el grano de trigo que, hundido en el suelo, prepara la espiga de la cosecha; como la levadura, va transformando el corazón hasta que todo él sea de Dios; como el grano de mostaza, pues quizá comenzó como una pequeña semilla en el alma y, si no ponemos obstáculos, irá creciendo sin más límite que el de nuestras resistencias y negaciones. El Reino de Dios se establece ahora, por la gracia, en el corazón de los hombres, pero espera su definitiva manifestación en el encuentro último con Dios, después de la muerte. El Reino de Dios está ahí, dijo Jesús, está dentro de vosotros. Y se percibe su presencia en el alma a través de los afectos y mociones del Espíritu Santo.
Cuando decimos venga a nosotros tu Reino, pedimos que Dios habite en nosotros de una manera más plena, que seamos todo de Dios, que nos ayude a luchar eficazmente para que, por fin, desaparezcan esos obstáculos que cada uno pone a la acción de la gracia divina. «Antes éramos esclavos, y ahora pedimos reinar bajo la soberanía de Cristo».
Si nuestra oración es confiada, constante y sincera, seremos oídos con toda seguridad, pues, como nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa, quien pide recibe, quien busca halla y al que llama, se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?... ¡Qué confianza tan grande nos han de dar estas palabras de Jesús!
III. Cuando rezamos venga a nosotros tu Reino también pedimos, en relación a la Iglesia, que se dilate y propague por todo el mundo para la salvación de los hombres. Rogamos entonces por el apostolado que se realiza en toda la tierra, y nos sentimos comprometidos a poner los medios a nuestro alcance para la extensión del Reino de Dios. Porque «no es suficiente pedir con insistencia el Reino de Dios si no añadimos a nuestra petición todas aquellas cosas con que se busca y se halla», con los medios, por pequeños que sean, con las iniciativas apostólicas que podamos poner en práctica.
En un mundo que se presenta en no pocos aspectos como si hubiese vuelto al paganismo, se nos impone a todos los cristianos «la dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra».
La primera obligación será, de ordinario, orientar el apostolado hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a quienes están más cerca, a los que tratamos con frecuencia. En este apostolado, del que no podemos excusarnos, está en primer lugar todo aquello que se refiere a la salvación eterna de las personas que tratamos. Esto es lo primero; inmediatamente después, hemos de preocuparnos los cristianos de ordenar realmente todo el universo hacia Cristo: la dignidad de la persona humana, los derechos de la conciencia, el respeto debido al trabajo, la preocupación por un más equitativo reparto de bienes, el sincero deseo de paz entre los pueblos, etc., es un quehacer de todos los cristianos, junto a los hombres de buena voluntad que trabajan en el mundo por estos mismos ideales.
Venga a nosotros tu Reino. Y «Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia trahm ad meipsum (Jn 13, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (...).
»A esto hemos sido llamados los cristianos, esa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descarría, de reconstruir la concordia de todo lo creado». Comencemos, como siempre, por lo pequeño, por lo que está a nuestro alcance en la convivencia normal de todos los días.
27ª semana. Viernes
LA VOLUNTAD DE DIOS
— El cumplimiento de la voluntad divina.
— Purificar la propia voluntad, inclinada excesivamente hacia uno mismo.
— Amar en todo el querer de Dios.
I. Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo, rogamos a Dios en la tercera petición del Padrenuestro. Queremos alcanzar del Señor las gracias necesarias para que podamos cumplir aquí en la tierra todo lo que Dios quiere, como lo cumplen los bienaventurados en el Cielo. La mejor oración es aquella que transforma nuestro deseo hasta conformarlo, gozosamente, con la voluntad divina, hasta poder decir con Jesús: No se haga mi voluntad, Señor, sino la tuya: no quiero nada que Tú no quieras. Nada. este es el fin principal de toda petición: identificarnos plenamente con el querer divino.
Si es así nuestra oración, siempre saldremos beneficiados, pues no hay nadie que quiera tanto nuestro bien y nuestra felicidad como el Señor. Casi sin darnos cuenta, sin embargo, deseamos en muchas ocasiones que se cumpla ante todo nuestro querer, que juzgamos muy acertado y conveniente, aunque deseemos, quizá fervientemente, que el querer divino coincida con el nuestro... No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, escribe el Apóstol Santiago.
Cuando decimos: Señor, hágase tu voluntad, no nos situamos ante un acontecimiento o ante una gestión..., en la peor de las posibilidades o en la desgracia, sino en «la mejor» de las posibles, porque, aun en el caso en que aquello que Dios permite parezca a primera vista un desastre, debemos trascender esa visión puramente humana y aprender que existe un plano más alto, donde Dios integra aquel suceso en un bien superior, que quizá en ese momento nosotros no vemos. Aquella situación que se nos presenta oscura es solo una sombra de un cuadro luminoso y lleno de belleza; pues la sabiduría divina ¿no es más sabia que la nuestra?; su amor por nosotros y por los nuestros, ¿no es infinitamente mayor que el nuestro? Si pedimos pan, ¿nos va a dar una piedra? ¿No es acaso nuestro Padre? Cuando oréis habéis de decir: Abba, Padre... Solo en este clima de amor y de confianza es posible la oración verdadera: Señor, si conviene, concédeme... Dios sabe más y es infinitamente bueno, mejor siempre de lo que nosotros podemos comprender. Él quiere lo mejor; y lo mejor a veces no es lo que pedimos. María de Betania le envió un mensaje urgente para que curara a su hermano Lázaro, que se encontraba a punto de morir. Y Jesús no lo curó, lo resucitó. Él es sabio, con una sabiduría divina, y nosotros, ignorantes. Él abarca la vida entera, la nuestra y la de aquellos a quienes amamos, y nosotros apenas vislumbramos un poco de lo inmediato. Vemos esos instantes con premura e impaciencia quizá, y Él ve toda la vida y la eternidad... No sabemos pedir lo que conviene, pero el Espíritu Santo aboga por nosotros con gemidos inefables. No rogamos que Dios quiera, sino que nos enseñe y nos dé fuerzas para cumplir lo que Él quiere.
Querer hacer la voluntad de Dios en todo, aceptarla con gozo, amarla, aunque humanamente parezca difícil y dura, no «es la capitulación del más débil ante el más fuerte, sino la confianza del hijo en el Padre, cuya bondad nos enseña a ser plenamente hombre: lo cual implica el alegre descubrimiento de la condición de nuestra grandeza», la filiación divina.
II. Hágase tu voluntad...
En muchos momentos, nuestro querer natural coincide con el de Dios. Todo parece entonces sereno y suave, y se camina sin gran dificultad. Pero no debemos olvidar que en el progreso hacia la santidad tendremos que purificar el propio yo, la propia voluntad inclinada excesivamente hacia uno mismo, incluso en asuntos nobles, y dirigirla a la plena identificación con el querer divino. Este es la verdadera brújula que orienta los pasos directamente a Dios, y que nos llevará en tantas ocasiones por senderos distintos a los que nosotros, con un criterio exclusivamente humano, hubiéramos escogido. Y el Espíritu Santo quizá nos diga, en la intimidad de nuestro corazón: Mis caminos no son vuestros caminos....
Del Señor debemos aprender el camino seguro del cumplimiento de la voluntad de Dios en todo. Es esta una enseñanza continua a lo largo del Evangelio. Cuando los Apóstoles instan a Jesús, cansado después de una larga jornada, para que tome algún alimento de los que acaban de comprar en una ciudad de Samaria, les dice: Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado y dar cumplimiento a su obra. Nuestro alimento, lo que nos da fuerzas y firmeza para vivir como hijos de Dios, lo que da sentido a una vida, es saber que estamos haciendo la voluntad de Dios hasta en los detalles más pequeños del vivir diario. En otras muchas ocasiones repetirá Jesús esta misma enseñanza: no pretendo hacer Mi voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado. ¡Si pudiéramos nosotros decir siempre esto mismo! Yo no quiero, Señor –le decimos en nuestro interior–, hacer aquello que desean mis sentidos o mi inteligencia, aunque sea lícito, sino aquello que Tú quieres que lleve a cabo, aunque parezca difícil y costoso. Si alguna vez nos sucede esto, que nos cuesta aceptar la voluntad de Dios, iremos al Sagrario a ver a Jesús, y después de un rato de oración comprenderemos que nuestro querer más íntimo es precisamente aceptar y amar la voluntad de Dios. Será entonces el momento –especialmente si se trata de un asunto que nos resulta muy costoso y molesto– de hacer nuestra la oración de Jesús en los comienzos de la Pasión: Padre mío, si es de tu agrado, aleja de Mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya. No se haga mi voluntad... repetiremos despacio, sino lo que Tú quieres.
Los Apóstoles predicaron más tarde lo que aprendieron del Maestro: el Reino de los Cielos solo es accesible al que hace la voluntad de mi Padre celestial, pues el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. Es ahí –en el cumplimiento del querer divino– donde la criatura encuentra su verdadera felicidad, pues la voluntad divina está orientada a que seamos plenamente felices en esta vida y en la otra, de un modo con frecuencia distinto al que nosotros habíamos proyectado: «a quien posee a Dios, nada le falta..., si él mismo no le falta a Dios».
Nuestra voluntad tiene así una meta: hacer siempre, también en lo pequeño, en las tareas ordinarias, lo que Dios quiere que hagamos. Así, decidimos en cada circunstancia no aquello que nos es más útil o agradable, sino según lo que quiere el Señor en aquella situación concreta. Y como Dios quiere lo mejor, aunque de modo inmediato no lo experimentemos, estamos ejerciendo la libertad en el bien, que es donde verdaderamente se realiza. Por eso, cuando ejercitamos nuestra libertad haciendo propio el querer divino, estamos convirtiendo nuestra vida en un continuo acto de amor.
III. Padre, hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo... Y disponemos el alma no solo para llevar a cabo el querer divino, sino para amar lo que Dios hace o permite. Cuando los acontecimientos o las circunstancias no permiten que escojamos nosotros, es Dios quien ya ha elegido por nosotros. Es en esas situaciones, a veces humanamente difíciles, donde debemos decir con paz: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!». Pueden ser ocasiones extraordinarias para confiar más y más en Dios.
Esa voluntad divina que aceptamos puede llamarse sufrimiento, enfermedad o pérdida de un ser querido. O quizá son hechos que nos llegan por los simples sucesos de cada jornada o el transcurrir de los días: aceptar el paso del tiempo que comienza a dejar su huella bien marcada en el cuerpo, el sueldo insuficiente, una profesión distinta de la que hubiéramos deseado ejercer pero que debemos realizar con amor porque las circunstancias nos han llevado a ella y que ya no es posible abandonar, el fracaso por un olvido o error ridículo, los malentendidos, el carácter de alguien con el que cada día hemos de pasar codo a codo muchas horas, los sueños nobles no realizados..., el aceptarse a uno mismo con todas sus limitaciones, sin que esto mate el deseo de superación y, sobre todo, de crecer en las virtudes. También podremos decir nosotros entonces:
«Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza (...).
¿Qué mandáis hacer de Mí?».
¿Qué quieres, Señor, de mí en esta circunstancia concreta, y en aquella otra?
La aceptación alegre de la voluntad divina nos dará siempre paz en el alma y, en lo humano, evitará desgastes inútiles, pero muchas veces no suprimirá el dolor. El mismo Jesús lloró como nosotros. En la Carta a los Hebreos leemos que en los días de su vida mortal ofreció oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas. Nuestras lágrimas, cuando se trata de un suceso doloroso, no ofenden a Dios, sino que mueven a su compasión. «Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal.
»Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, solo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella, ...déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.
»Y quédate tranquilo».
Quiere el Señor además que, junto a la amorosa aceptación del querer divino, pongamos todos los medios humanos para salir de esa mala situación, si es posible. Y si no lo es, o tarda en resolverse, nos abrazaremos con fuerza a nuestro Padre Dios y podremos decir, como San Pablo en momentos muy difíciles: Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones. Nada podrá quitarnos la alegría.
Nuestra Madre Santa María es el modelo que hemos de imitar, diciendo: Hágase en mí según tu palabra. Que se haga lo que Tú quieras, y como Tú quieras, Señor.
27ª semana. Sábado
ORACIONES A LA MADRE DE JESÚS
— La Virgen nos conduce siempre a su Hijo.
— El Santo Rosario, la oración preferida de la Virgen.
— Frutos de la devoción a Santa María.
I. Estaba Jesús hablando a la multitud como en tantas ocasiones. Y una mujer del pueblo alzó la voz y gritó: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Jesús se acordaría en aquellos momentos de su Madre y le llegaría muy dentro del Corazón la alabanza de la mujer desconocida. El Señor la debió de mirar complacido y con agradecimiento. «Emocionada en lo más profundo del corazón ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella mujer no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia». Aquel día comenzó a cumplirse el Magnificat: ...me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Una mujer, con la frescura del pueblo, había comenzado lo que no terminará hasta el fin de los tiempos.
Jesús, recogiendo la alabanza, hace aún más profundo el elogio a su Madre: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan. María es bienaventurada, ciertamente, por haber llevado en su seno purísimo al Hijo de Dios y por haberlo alimentado y cuidado, pero lo es aún más por haber acogido con extrema fidelidad la palabra de Dios. «A lo largo de la predicación de Jesús, recogió (María) las palabras con las que su Hijo, situando el Reino más allá de las consideraciones de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a quienes escuchaban y guardaban la palabra de Dios, como Ella misma lo hacía con fidelidad (cfr. Lc 2, 19; 5 l)».
Este pasaje del Evangelio que se lee en la Misa de hoy nos enseña una excelente forma de alabar y de honrar al Hijo de Dios: venerar y enaltecer a su Madre. A Jesús le llegan muy gratamente los elogios a María. Por eso nos dirigimos muchas veces a Ella con tantas jaculatorias y devociones, con el rezo del Santo Rosario. «Del mismo modo que aquella mujer del Evangelio –señalaba el Papa Juan Pablo II– lanzó un grito de bienaventuranza y de admiración hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción, soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen María nos conduce a su divino Hijo, y que Él escucha siempre las súplicas que se le dirigen a su Madre». La Virgen es la senda más corta para llegar a Cristo y, por Él, a la Trinidad Beatísima. Honrando a María, siendo de verdad hijos suyos, imitaremos a Cristo y seremos semejantes a Él. «Porque María, habiendo entrado íntimamente en la Historia de la Salvación, une en sí y, en cierta manera, refleja las más grandes exigencias de la fe; mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y hacia el amor del Padre». Con Ella vamos bien seguros.
II. Nosotros nos unimos a ese largo desfile de gentes tan diversas que a través de los siglos se han acercado a honrar a María. Nuestra voz se une a ese clamor que no cesará jamás. También nosotros hemos aprendido a ir a Jesús a través de María, y en este mes, siguiendo la costumbre de la Iglesia, lo hacemos cuidando con más empeño el rezo del Santo Rosario, «que es fuente de vida cristiana. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria –exhortaba el Romano Pontífice–. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y a la alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna».
El Rosario es la oración preferida de Nuestra Señora, plegaria que llega siempre a su Corazón de Madre y nos dispensa incontables gracias y bienes. Se ha comparado esta devoción a una escalera, que subimos escalón a escalón, acercándonos «al encuentro con la Señora, que quiere decir al encuentro con Cristo. Porque esta es una de las características del Rosario, la más importante y la más hermosa de todas: una devoción que a través de la Virgen nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida invocación a María. Se habla a María para llegar a Cristo».
¡Qué paz nos debe dar repetir despacio el Avemaría, deteniéndonos quizá en alguna de sus partes!: Dios te salve, María... y el saludo, aunque lo hayamos repetido millones de veces, nos suena siempre nuevo. Santa María... ¡Madre de Dios!... ruega por nosotros... ¡ahora! Y Ella nos mira y sentimos su protección maternal. «La piedad –lo mismo que el amor– no se cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras, porque el fuego de la caridad que las inflama hace que siempre contengan algo nuevo».
III. La devoción a la Virgen no es de ninguna manera «un sentimiento estéril y pasajero, o vana credulidad», propio de personas de corta edad o de escasa formación. Por el contrario –sigue afirmando el Concilio Vaticano II–, procede «de la verdadera fe, por la que somos inclinados a reconocer la preeminencia de la Madre de Dios y somos impulsados a un amor filiar hacia Nuestra Señora y a la imitación de sus virtudes». El amor a la Virgen nos impulsa a imitarla y, por tanto, al cumplimiento fiel de nuestros deberes, a llevar la alegría allí donde vamos. Ella nos mueve a rechazar todo pecado, hasta el más leve, y nos anima a luchar con empeño contra nuestros defectos. Contemplar su docilidad a la acción del Espíritu Santo en su alma es estímulo para cumplir la voluntad de Dios en todo tiempo, también cuando nos cuesta. El amor que nace en nuestro corazón al tratarla es el mejor remedio contra la tibieza y contra las tentaciones de orgullo y sensualidad.
Cuando hacemos una romería o visitamos algún santuario dedicado a Nuestra Madre del Cielo, hacemos una buena provisión de esperanza. ¡Ella misma –Spes nostra– es nuestra esperanza! Siempre que rezamos con atención el Santo Rosario y nos detenemos para meditar unos instantes cada uno de los misterios que en él se nos proponen, nos encontramos con más fuerzas para luchar, con más alegría y deseos de ser mejores. «No se trata tanto de repetir fórmulas, cuanto de hablar como personas vivas con una persona viva, que, si no la veis con los ojos del cuerpo, podéis sin embargo verla con los ojos de la fe. La Virgen, de hecho, y su Hijo Jesús, viven en el Cielo una vida mucho más “viva” que esta nuestra –mortal– que vivimos aquí abajo.
»El Rosario es un coloquio confidencial con María, una conversación llena de confianza y abandono. Es confiarle nuestras penas, manifestarle nuestras esperanzas, abrirle nuestro corazón. Declararnos a su disposición para todo aquello que Ella, en nombre de su Hijo, nos pida. Prometerle fidelidad en toda circunstancia, incluso la más dolorosa y difícil, seguros de su protección, seguros de que, si lo pedimos, Ella nos obtendrá siempre de su Hijo todas las gracias necesarias para nuestra salvación».
Hagamos el propósito en este sábado mariano de ofrecerle con más amor esa corona de rosas que, según su etimología, significa el Rosario. No rosas marchitas o ajadas por el desamor y el descuido. «Santo rosario. —Los gozos, los dolores y las glorias de la vida de la Virgen tejen una corona de alabanzas, que repiten ininterrumpidamente los Ángeles y los Santos del Cielo..., y quienes aman a nuestra Madre aquí en la tierra.
»—Practica a diario esta devoción santa, y difúndela».
A través de esta devoción, Nuestra Madre del Cielo nos devolverá la esperanza si alguna vez, al considerar tantas flaquezas, sentimos en el alma la sombra del desaliento. «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...”. Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
»Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!»
Vigésimo octavo Domingo
ciclo b
LA MIRADA DE JESÚS
— La mayor sabiduría consiste en encontrar a Jesucristo.
— El encuentro con el joven rico.
— Jesús nos invita a seguirle.
I. Los textos de la Misa de este domingo nos hablan de la sabiduría divina, que hemos de estimar más que cualquier otro bien. En la Primera lectura leemos la petición que el autor del libro sagrado pone en boca de Salomón: Supliqué y se me concedió un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena, y junto a ella la plata vale lo que el barro. Nada vale en comparación con el conocimiento de Dios, que nos hace participar de su intimidad y da sentido a la vida: la preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Es más: Venerunt omnia bona pariter cum illa... Con ella me llegaron todos los bienes. En sus manos encontré riquezas incontables.
El Verbo de Dios encarnado, Jesucristo, es la Sabiduría infinita, escondida en el seno del Padre desde la eternidad y asequible ahora a los hombres que están dispuestos a abrir su corazón con humildad y sencillez. Junto a Él, todo el oro es un poco de arena, y la plata vale lo que el barro, nada. Tener a Cristo es poseerlo todo, pues con Él nos llegan todos los bienes. Por eso cometemos la mayor necedad cuando preferimos algo (honor, riqueza, salud...) a Cristo mismo que nos visita. Nada vale la pena sin el Maestro.
«Señor, gracias por haber venido. Hubieras podido salvarnos sin venir. Bastaba, en definitiva, que hubieras querido salvarnos. No se ve que la Encarnación fuera necesaria. Pero has querido situar entre nosotros el ejemplo completo de toda perfección (...). Gracias, Maestro, por haber venido, por estar en medio de nosotros, hombre entre los hombres, el Hombre entre los hombres, como uno más (...), y, sin embargo, el Hombre que todo lo atrae a sí, porque desde que ha venido no existe otra perfección.
»Gracias por haber venido y porque yo puedo mirarte y alimentar mi vida en ti». Ser sabios, Señor, es encontrarte a Ti, y seguirte. Solo acierta en la vida quien te sigue.
II. En el Evangelio de la Misa, San Marcos nos relata la ocasión perdida de uno que prefirió unos cuantos bienes a Cristo mismo, que le invitó a seguirle. Cuando salía Jesús con sus discípulos para ponerse en camino, a punto ya de partir para Jerusalén, llegó un joven corriendo, y se puso de rodillas ante Él y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Y el Señor le indica los Mandamientos como camino seguro y necesario para alcanzar la salvación. El joven, con gran sencillez, le respondió que los cumplía desde su niñez. Entonces, Jesús, que conocía la limpieza de su corazón y el fondo de generosidad y de entrega que existe en cada hombre, en cada mujer, fijando en él su mirada, le amó con un amor de predilección y le invitó a seguirle, dejando a un lado todo lo que poseía.
San Marcos, que recoge la catequesis de San Pedro, oiría de labios de este Apóstol el relato con todos sus detalles. ¡Cómo recordaría Pedro esa mirada de Jesús que también, en el comienzo de su vocación, se posó sobre él y cambió el rumbo de su vida! Mirándolo Jesús le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas. Y la vida de Pedro ya fue otra. ¡Cómo nos gustaría contemplar esa mirada de Jesús! Unas veces es imperiosa y entrañable; o de pena y de tristeza, al ver la incredulidad de los fariseos; de compasión ante el hijo muerto de la viuda de Naín; en otras ocasiones, con su mirada invitará a dejarlo todo y a seguirle, como en el caso de Mateo; sabrá conmover el corazón de Zaqueo, llevándolo a la conversión; se enternecerá ante la fe y la grandeza de alma de la viuda pobre que dio todo lo que tenía. Su mirada penetrante ponía al descubierto el alma frente a Dios, y suscitaba al mismo tiempo la contrición. Así miró Jesús a la mujer adúltera, y al mismo Pedro, llevándole a llorar amargamente su cobardía.
Jesús miró con un gran aprecio a este joven que se le acercaba: Iesus autem intuitus eum dilexil eum. Y le invitó: «Sígueme. Camina sobre mis pasos. ¡Ven a mi lado! ¡Permanece en mi amor!». Es la invitación que quizá nosotros hemos recibido... ¡y le hemos seguido! «Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota (...); entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir».
Cada uno recibe una llamada particular del Maestro, y en la respuesta a esta invitación se contienen toda la paz y la felicidad verdaderas. La auténtica sabiduría consiste en decir sí a cada una de las invitaciones que Cristo, Sabiduría infinita, nos hace a lo largo de la vida, pues Él sigue recorriendo nuestras calles y plazas. Cristo vive y llama. «Un día –no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia–, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que solo desaparece cuando te apartas de Él». Es la alegría de la entrega, ¡tan opuesta a la tristeza que anegó el alma del joven rico, que no quiso corresponder a la llamada del Maestro!
III. Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el Cielo; luego ven y sígueme, le dijo Jesús a este joven que tenía muchos bienes. Y las palabras que debían comunicarle una inmensa alegría, le dejaron en el alma una gran tristeza: afligido por estas palabras, se marchó triste. «La tristeza de este joven nos lleva a reflexionar. Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la llamada de Jesús a seguirlo. ¡No estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí mismo, a decir sí al amor, y no a la huida! El amor verdadero es exigente». Si notamos en nuestro corazón un deje de tristeza es posible que se deba a que el Señor nos esté pidiendo algo y nos neguemos a dárselo, a que no hayamos terminado de dejar libre el corazón de ataduras para seguirle plenamente. Es quizá el momento de recordar las palabras de Jesús al final de este pasaje del Evangelio: Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por Mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas, y hermanos y hermanas, y madres e hijos, y tierras, con persecuciones–, y en la edad futura la vida eterna.
...Ven y sígueme. ¡Cómo estarían todos esperando la respuesta del joven! Con esta palabra –sígueme– Jesús llamaba a sus discípulos más íntimos. Esta invitación llevaba consigo acompañarle en su ministerio, escuchar su doctrina y a veces una explicación más pausada, imitar su modo de vida... Después de la Ascensión de Jesús a los Cielos, el seguimiento no es, lógicamente, acompañarle por los caminos y aldeas de Palestina, sino permanecer allí donde Él nos encontró, en medio del mundo, y hacer nuestra su vida y su doctrina, comunicarnos con Él mediante la oración, tenerle presente en el trabajo, en el descanso, en las alegrías y en las penas... darlo a conocer con el testimonio alegre de una vida corriente y con la palabra. Seguir al Señor comporta un ponerse en camino, es decir, la exigencia de una vida de empeño y de lucha por imitar al Maestro. «En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo». Él no deja de llamarnos para emprender el camino de la santidad siguiendo sus pasos. Ahora, también Jesús vive y llama. Es el mismo que recorría los caminos de Palestina. No dejemos pasar las oportunidades que nos brinda.
Vigésimo octavo domingo
Ciclo C
SER AGRADECIDOS
— Curación de los diez leprosos.
— El Señor nos espera para darle gracias, pues son incontables los dones que recibimos cada día.
— Ser agradecidos con todos los hombres.
I. La Primera lectura de la Misa nos recuerda la curación de Naamán de Siria, sanado de la lepra por el Profeta Eliseo. El Señor se sirvió de este milagro para atraerlo a la fe, un don mucho mayor que la salud del cuerpo. Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel, exclamó Naamán al comprobar que se encontraba sano de su terrible enfermedad. En el Evangelio de la Misa, San Lucas nos relata un hecho similar: un samaritano –que, como Naamán, tampoco pertenecía al pueblo de Israel– encuentra la fe después de su curación, como premio a su agradecimiento.
Jesús, en su último viaje a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Y al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos que se detuvieron a lo lejos, a cierta distancia del lugar donde se encontraban el Maestro y el grupo que le acompañaba, pues la Ley prohibía a estos enfermos acercarse a las gentes. En el grupo va un samaritano, a pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos, por una enemistad secular entre ambos pueblos. La desgracia les ha unido, como ocurre en tantas ocasiones en la vida. Y levantando la voz, pues están lejos, dirigen a Jesús una petición, llena de respeto, que llega directamente a su Corazón: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. Han acudido a su misericordia, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse a los sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley, para que certificaran su curación. Se encaminaron donde les había indicado el Señor, como si ya estuvieran sanos; a pesar de que todavía no lo estaban, obedecieron. Y por su fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad.
Estos leprosos nos enseñan a pedir: acuden a la misericordia divina, que es la fuente de todas las gracias. Y nos muestran el camino de la curación, cualquiera que sea la lepra que llevemos en el alma: tener fe y ser dóciles a quienes, en nombre del Maestro, nos indican lo que debemos hacer. La voz del Señor resuena con especial fuerza y claridad en los consejos que nos dan en la dirección espiritual,
II. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Nos podemos imaginar fácilmente su alegría. Y en medio de tanto alborozo, se olvidaron de Jesús. En la desgracia, se acuerdan de Él y le piden; en la ventura, se olvidan. Solo uno, el samaritano, volvió atrás, hacia donde estaba el Señor con los suyos. Probablemente regresó corriendo, como loco de contento, glorificando a Dios a gritos, señala el Evangelista. Y fue a postrarse a los pies del Maestro, dándole gracias. Es esta una acción profundamente humana y llena de belleza. «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, “gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad». Ser agradecido es una gran virtud.
El Señor debió de alegrarse al ver las muestras de gratitud de este samaritano, y a la vez se llenó de tristeza al comprobar la ausencia de los demás. Jesús esperaba a todos: ¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están?, preguntó. Y manifestó su sorpresa: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino solo este extranjero? ¡Cuántas veces, quizá, Jesús ha preguntado por nosotros, después de tantas gracias! Hoy en nuestra oración queremos compensar muchas ausencias y faltas de gratitud, pues los años que contamos no son sino la sucesión de una serie de gracias divinas, de curaciones, de llamadas, de misteriosos encuentros. Los beneficios recibidos –bien lo sabemos nosotros– superan, con mucho, las arenas del mar, como afirma San Juan Crisóstomo.
Con frecuencia tenemos mejor memoria para nuestras necesidades y carencias que para nuestros bienes. Vivimos pendientes de lo que nos falta y nos fijamos poco en lo que tenemos, y quizá por eso lo apreciamos menos y nos quedamos cortos en la gratitud. O pensamos que nos es debido a nosotros mismos y nos olvidamos de lo que San Agustín señala al comentar este pasaje del Evangelio: «Nuestro, no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4, 7)».
Toda nuestra vida debe ser una continua acción de gracias. Recordemos con frecuencia los dones naturales y las gracias que el Señor nos da, y no perdamos la alegría cuando pensemos que nos falta algo, porque incluso eso mismo de lo que carecemos es, posiblemente, una preparación para recibir un bien más alto. Recordad las maravillas que Él ha obrado, nos exhorta el Salmista. El samaritano, a través del gran mal de su lepra, conoció a Jesucristo, y por ser agradecido se ganó su amistad y el incomparable don de la fe: Levántate y vete: tu fe te ha salvado. Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la mejor parte que les había reservado el Señor. Porque –como enseña San Bernardo– «a quien humildemente se reconoce obligado y agradecido por los beneficios con razón se le prometen muchos más. Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo derecho será constituido sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores quien es ingrato a los que ha recibido antes».
Agradezcamos todo al Señor. Vivamos con la alegría de estar llenos de regalos de Dios; no dejemos de apreciarlos. «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? —Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: “¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!...”». ¿Agradecemos, por ejemplo, la facilidad para limpiar nuestros pecados en el Sacramento del perdón? ¿Damos gracias frecuentemente por el inmenso don de tener a Jesucristo con nosotros en la misma ciudad, quizá en la misma calle, en la Sagrada Eucaristía?
III. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas, invita el Salmo responsorial. Cuando vivimos de fe, solo encontramos motivos para el agradecimiento. «Ninguno hay que, a poco que reflexione, no halle fácilmente en sí mismo motivos que le obligan a ser agradecido con Dios (...). Al conocer lo que Él nos ha dado, encontraremos muchísimos dones por los que dar gracias continuamente».
Muchos favores del Señor los recibimos a través de las personas que tratamos diariamente, y por eso, en esos casos, el agradecimiento a Dios debe pasar por esas personas que tanto nos ayudan a que la vida sea menos dura, la tierra más grata y el Cielo más próximo. Al darle gracias a ellas, se las damos a Dios, que se hace presente en nuestros hermanos los hombres. No nos quedemos cortos a la hora de corresponder. «No creamos cumplir con los hombres porque les damos, por su trabajo y servicios, la compensación pecuniaria que necesitan para vivir. Nos han dado algo más que un don material. Los maestros nos han instruido, y los que nos han enseñado el oficio, o también el médico que ha atendido la enfermedad de un hijo y lo ha salvado de la muerte, y tantos otros, nos han abierto los tesoros de su inteligencia, de su ciencia, de su habilidad, de su bondad. Eso no se paga con billetes de banco, porque nos han dado su alma. Pero también el carbón que nos calienta representa el trabajo penoso del minero; el pan que comemos, la fatiga del campesino: nos han entregado un poco de su vida. Vivimos de la vida de nuestros hermanos. Eso no se retribuye con dinero. Todos han puesto su corazón entero en el cumplimiento de su deber social: tienen derecho a que nuestro corazón lo reconozca». De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de dirigir a quienes nos ayudan a encontrar el camino que conduce a Dios.
El Señor se siente dichoso cuando también nos ve agradecidos con todos aquellos que cada día nos favorecen de mil maneras. Para eso es necesario pararnos, decir sencillamente «gracias» con un gesto amable que compensa la brevedad de la palabra... Es muy posible que aquellos nueve leprosos ya sanados bendijeran a Jesús en su corazón..., pero no volvieron atrás, como hizo el samaritano, para encontrarse con Jesús, que esperaba. Quizá tuvieron la intención de hacerlo... y el Maestro se quedó aguardando. También es significativo que fuera un extranjero quien volviera a dar las gracias. Nos recuerda a nosotros que a veces estamos más atentos a agradecer un servicio ocasional de un extraño y quizá damos menos importancia a las continuas delicadezas y consideraciones que recibimos de los más allegados.
No existe un solo día en que Dios no nos conceda alguna gracia particular y extraordinaria. No dejemos pasar el examen de conciencia de cada noche sin decirle al Señor: «Gracias, Señor, por todo». No dejemos pasar un solo día sin pedir abundantes bendiciones del Señor para aquellos, conocidos o no, que nos han procurado algún bien. La oración es, también, un eficaz medio para agradecer: Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado...
28ª semana. Lunes
EL PAN DE CADA DÍA
— Qué deseamos obtener cuando pedimos nuestro pan de cada día.
— El pan de vida.
— Fe para comer este nuevo pan del Cielo. La Sagrada Comunión.
I. Danos hoy nuestro pan de cada día...
Se cuenta en una vieja leyenda oriental que cierto rey entregaba a su hijo los víveres necesarios para vivir holgadamente los doce meses del año. En esta ocasión, que coincidía con la primera luna del año, el hijo veía el rostro de su padre, el monarca. Pero este mudó de parecer y decidió poner en manos del príncipe, cada vez, las provisiones que había de consumir en ese día. De esta forma podía saludar diariamente a su hijo, y el príncipe ver el rostro del rey. Algo parecido ha querido hacer nuestro Padre Dios con nosotros. El pan de cada día supone la oración de la jornada que comienza. Pedir solamente para hoy significa reconocer que tendremos un nuevo encuentro con nuestro Padre del Cielo mañana. ¿No hallaremos en esta previsión la voluntad del Señor de que recemos con atención cada día la oración que Él nos enseñó?
El Señor nos enseñó a pedir en la palabra pan todo lo que necesitamos para vivir como hijos de Dios: fe, esperanza, amor, alegría, alimento para el cuerpo y para el alma, fe para ver en los acontecimientos diarios la voluntad de Dios, corazón grande para comprender y ayudar a todos... El pan es el símbolo de todos los dones que nos llegan de Dios. Pedimos aquí, en primer lugar, el sustento que cubra las necesidades de esta vida; después, lo necesario para la salud del alma.
El Señor desea que pidamos también bienes temporales, los cuales, debidamente ordenados, nos ayudan a llegar al Cielo. Tenemos muchos ejemplos de ello en el Antiguo Testamento, y el mismo Señor nos mueve a pedir lo necesario para esta vida. No debemos olvidar que su primer milagro consistió en convertir agua en vino para que no se malograra la fiesta de unos recién casados. En otra ocasión alimentará a una ingente multitud que, hambrienta, le sigue lejos de sus hogares... Tampoco olvidará advertir que le den de comer a la hija de Jairo, a la que acaba de resucitar....
Al pedir el pan de cada día estamos aceptando que toda nuestra existencia depende de Dios. El Señor ha querido que le pidamos cada jornada aquello que nos es necesario, para que constantemente recordemos que Dios es nuestro Padre, y nosotros unos hijos necesitados que no podemos valernos por nosotros mismos. Rezar bien esta parte del Padrenuestro equivale a reconocer nuestra pobreza radical de cara a Dios y su bondad para con nosotros, que todos los días nos da lo necesario. Nunca nos faltará la ayuda divina.
Al decir pan nuestro, el Señor ha querido una vez más que no olvidemos a nuestros hermanos, especialmente a los más necesitados y a quienes Dios nos ha encomendado.
II. Los Santos Padres no solo han interpretado este pan como el alimento material; también han visto significado en él el Pan de vida, la Sagrada Eucaristía, sin la cual no puede subsistir la vida sobrenatural del alma.
Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo para que si alguien come de él no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. San Juan recordará toda su vida este largo discurso del Señor y el lugar donde lo pronunció: estas cosas las dijo en Cafarnaún, en la sinagoga.
El realismo de estas palabras y de las que siguieron es tan fuerte que excluye cualquier interpretación en sentido figurado. El maná del Éxodo era la figura de este Pan –el mismo Jesucristo– que alimenta a los cristianos en su camino hacia el Cielo. La Comunión es el sagrado banquete en el que Cristo se da a Sí mismo. Cuando comulgamos, participamos del sacrificio de Cristo. Por eso canta la Iglesia en la Liturgia de la Horas, en la fiesta del Corpus Christi: Oh sagrado banquete en el que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de la Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la futura gloria.
Los oyentes entendieron el sentido propio y directo de las palabras del Señor, y por eso les costaba aceptar que tal afirmación pudiera ser verdad. De haberlo entendido en sentido figurado no les hubiera causado extrañeza ni se hubiera producido ninguna discusión. Discutían, pues, los judíos entre ellos diciendo: ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?. Pues Jesús afirma claramente que su Cuerpo y su Sangre son verdadero alimento del alma, prenda de la vida eterna y garantía de la resurrección corporal.
Incluso emplea el Señor una expresión más fuerte que el mero comer (el verbo original podría traducirse por «masticar»), expresando así el realismo de la Comunión: se trata de una verdadera comida, en la que el mismo Jesús se nos da como alimento. No cabe una interpretación simbólica, como si participar en la Eucaristía fuera tan solo una metáfora, y no el comer y beber realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
No está Cristo en nosotros después de comulgar como un amigo está en un amigo, mediante una presencia espiritual; está «verdadera, real y substancialmente presente» en nosotros. Existe en la Sagrada Comunión una unión tan estrecha con Jesús mismo que sobrepuja todo entendimiento.
Cuando decimos: Padre, danos hoy nuestro pan de cada día, y pensamos que en todas nuestras jornadas podemos recibir el Pan de vida, deberíamos llenarnos de alegría y de un inmenso agradecimiento; nos animará a comulgar con frecuencia, y aun diariamente, si nos es posible. Porque «si el pan es diario, ¿por qué lo recibes tú solo una vez al año? Recibe todos los días lo que todos los días te aprovecha y vive de modo que todos los días seas digno de recibirlo».
III. La Sagrada Eucaristía, de modo análogo al alimento natural, conserva, acrecienta, restaura y fortalece la vida sobrenatural. Concede al alma la paz y la alegría de Cristo, como «un anticipo de la bienaventuranza eterna»; borra del alma los pecados veniales y disminuye las malas inclinaciones; aumenta la vida sobrenatural y mueve a realizar actos eficaces relativos a todas las virtudes: es «el remedio de nuestra necesidad cotidiana».
Oculto bajo los accidentes de pan, Jesús espera que nos acerquemos con frecuencia a recibirle: el banquete, nos dice, está preparado. Son muchos los ausentes, y Jesús nos espera. Cuando le recibamos, podremos decirle, con una oración que hoy se reza en la Liturgia de las Horas: Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque atardece; sé nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones, reanima nuestra débil esperanza.
La fe –que se manifestará en primer lugar en la conveniente preparación del alma– será indispensable para comer este nuevo pan. Los discípulos que aquel día abandonaron al Maestro renunciaron a su fe: prefirieron juzgar por su cuenta.
Nosotros le decimos, con San Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y hacemos el propósito de preparar mejor la Comunión, con más fe y con más amor: «Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis; agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo no me aparto de Él».
Al terminar nuestra oración, nosotros también le decimos al Señor, como aquellas gentes de Cafarnaún: Señor, danos siempre de ese pan.
Y cuando recemos el Padrenuestro, pensemos un momento que son muchas nuestras necesidades y las de nuestros hermanos; diremos con devoción: Padre, «danos hoy nuestro pan de cada día; lo que necesitamos para subsistir en el cuerpo y en el alma». Mañana nos sentiremos dichosos de pedir de nuevo a Dios que se acuerde de nuestra pobreza. Y Él nos dirá: Omnia mea tua sunt, todas mis cosas son tuyas.
28ª semana. Martes
EL PERDÓN DE NUESTRAS OFENSAS
— Somos pecadores. El pecado es siempre y ante todo una ofensa a Dios.
— Al Señor le encontramos siempre dispuesto para el perdón. Todo pecado puede ser perdonado si el pecador se arrepiente.
— Una condición para ser perdonados: perdonar de corazón a los demás. Cómo ha de ser nuestro perdón.
I. Padre, perdónanos nuestras ofensas, pedimos todos los días en el Padrenuestro.
Somos pecadores, y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros, escribe San Juan en su primera Carta. La universalidad del pecado aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento y es enseñada también en el Nuevo. Cada día tenemos necesidad de pedir perdón al Señor por nuestras faltas y pecados. Le ofendemos quizá en cosas pequeñas y sin una expresa voluntariedad actual, con nuestras acciones y con omisiones; de pensamiento, de palabra y de obra. «Lo que la revelación nos dice coincide con la experiencia. El hombre, cuando examina su corazón, comprueba su tendencia al mal, se ve anegado por muchos males. Esto explica la división íntima del hombre».
Hoy, mientras hacemos nuestra oración con el Señor, y a lo largo del día, podemos hacer nuestra aquella jaculatoria del publicano que no se atrevía a levantar la vista en el Templo, y que reconocía, como nosotros, haber ofendido al Señor: ¡Oh Dios! –decía, lleno de humildad y de arrepentimiento–, ¡ten compasión de mí, que soy un pecador!. ¡Cuánto bien nos puede hacer esta breve oración, repetida con un corazón humilde! La puso el Señor en boca del publicano de la parábola, pero para que la repitiéramos nosotros.
Muchas veces, los hombres suelen confundir el pecado con sus consecuencias. Y les entristece entonces el fracaso que introduce en su vida personal, o la humillación de haber faltado a un deber o los daños producidos a otras personas. Ven el pecado en relación a su propio ideal roto o al mal causado a otros. Sin embargo, no hay pecado sino en cuanto ofensa a Dios; secundariamente, también en relación a uno mismo, a los demás y a toda la sociedad. He pecado contra Yahvé, afirma el rey David cuando se da cuenta del delito que cometió contra Urías. Había cometido un adulterio, procurando después la muerte, de forma vergonzosa, al marido de la adúltera, un amigo y uno de sus mejores generales. Sin embargo, el adulterio, el crimen perpetrado, el abuso de poder, el escándalo dado al pueblo, por graves que hubieran sido, los juzgaba superados en malicia por la ofensa a Dios.
Del incumplimiento de la ley pueden derivarse desastres y sufrimientos, pero pecado propiamente solo existe ante Dios. He pecado contra el Cielo y contra Ti, proclamará el hijo pródigo cuando vuelve arrepentido a la casa paterna. «Sin estas palabras: He pecado, el hombre no puede entrar verdaderamente en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, para sacar de ella los frutos de la redención y de la gracia. Estas son palabras-clave. Evidencian sobre todo la gran apertura interior del hombre hacia Dios: Padre, he pecado contra Ti (...).
»El Salmista habla aún más claramente: Tibi soli peccavi, contra Ti solo pequé (Sal 50, 6).
»Ese “Tibi soli” no anula las demás dimensiones del mal moral, como es el pecado en relación a la comunidad humana. Sin embargo, “el pecado” es un mal moral de modo principal y definitivo en relación con Dios mismo, con el Padre en el Hijo. Así, pues, el mundo (contemporáneo) y el príncipe de este mundo trabajan muchísimo para anular y aniquilar este aspecto en el hombre,
»En cambio, la Iglesia (...) trabaja sobre todo para que cada uno de los hombres se encuentre a sí mismo con el propio pecado ante Dios solo, y en consecuencia para que acoja la penitencia salvífica del perdón contenida en la pasión y en la resurrección de Cristo».
¡Qué gran don del Cielo es poder reconocer nuestros pecados, sin excusas ni mentiras, y acercarnos hasta la fuente inagotable de la misericordia divina y poder decir: Padre, perdónanos nuestras ofensas! ¡Qué paz tan grande da el Señor!
II. No basta con reconocer nuestros pecados, «es preciso que su recuerdo sea doloroso y amargo, que hiera el corazón, que mueva el alma al arrepentimiento; de modo que, sintiéndonos angustiados interiormente, nos movamos a recurrir a Dios nuestro Padre, pidiéndole con humildad que nos saque las espinas de los pecados, clavadas en nuestra alma».
El Señor está dispuesto a perdonarlo todo de todos. Al que viene a Mí -nos dice- Yo no lo echaré fuera. No es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos -nos enseña en otro lugar- que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos. Es más: como enseña Santo Tomás, la Omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera que Dios tiene de mostrar que tiene el supremo poder es perdonar libremente. En el Evangelio aparece la misericordia de Jesús para con los pecadores como una constante que se repite una y otra vez: los recibe, los atiende, se deja invitar por ellos, los comprende, los perdona. A veces los fariseos lo criticaban por esto, pero Él los recrimina diciéndoles que no necesitan médico los sanos sino los enfermos, y que el Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido.
La ofensa ha de ser perdonada por el ofendido. El pecado solamente puede ser perdonado por el mismo Dios. Así lo hicieron notar a Jesús unos fariseos: ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?. El Señor no rechazó estas palabras, sino que se sirvió de ellas para mostrarles que Él tiene ese poder precisamente porque es Dios. Después de la Resurrección, lo transmitió a su Iglesia, para que Ella, por medio de sus ministros, lo pudiese ejercer hasta el fin de los tiempos: Recibid el Espíritu Santo -dijo a los Apóstoles-; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados, a quienes se los retuvierais les serán retenidos.
Al Señor le encontramos siempre dispuesto al perdón y a la misericordia en el sacramento de la Confesión. «Podemos estar absolutamente ciertos –enseña el Catecismo Romano– de que Dios está inclinado hacia nosotros de tal modo que con muchísimo gusto perdona a los que de veras se arrepienten. Es verdad que pecamos contra Dios (...), pero también es verdad que pedimos perdón a un Padre cariñosísimo, que tiene poder para perdonarlo todo, y no solo dijo que quería perdonar, sino que además anima a los hombres para que le pidan perdón, y hasta nos enseña con qué palabras lo hemos de pedir. Por consiguiente, nadie puede tener duda de que –porque Él lo ha dispuesto– en nuestra mano está, por así decir, recobrar la gracia divina».
III. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, rezamos cada día, quizá muchas veces. El Señor espera esta generosidad que nos asemeja al mismo Dios. Porque si vosotros perdonáis a otro sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Esta disposición forma parte de una norma frecuentemente afirmada por el Señor a lo largo del Evangelio: Absolved y seréis absueltos. Dad y se os dará... La medida que uséis con otros, esa se usará con vosotros.
Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; solo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él «no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos: Dios quiere ser aplacado con oraciones de paz. La mayor obligación para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad de todo el pueblo fiel en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».
Con frecuencia debemos hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante las molestias que en alguna ocasión la convivencia puede llevar consigo. Seguir a Cristo en la vida corriente es encontrar, también en este punto, el camino de la paz y de la serenidad. Debemos estar vigilantes para evitar la más pequeña falta de caridad externa o interna. Las pequeñeces diarias –normales en toda convivencia– no pueden ser motivo para que disminuya la alegría en el trato con quienes nos rodean. Si alguna vez tenemos que perdonar alguna ofensa real, entendamos que esa es una ocasión muy particular de imitar a Jesús, que pide perdón para los que le crucifican; nos hará saborear el amor de Dios, que no busca su propia ventaja; se enriquece el propio corazón, que se hace más grande, con mayor capacidad de amar. No debemos olvidar entonces que «nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón». La generosidad con los demás conseguirá que la misericordia divina perdone tantas flaquezas nuestras.
12 de octubre
NUESTRA SEÑORA DEL PILAR*
Fiesta (en España)
— La devoción a la Virgen del Pilar.
— La Virgen va por delante en toda evangelización, en todo apostolado personal. Contar con Ella.
— Firmeza y caridad a la hora de propagar la fe.
I. Me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí.
Según una antiquísima y venerada tradición, la Virgen, cuando aún vivía, se apareció en carne mortal al Apóstol Santiago el Mayor en Zaragoza, acompañada de ángeles que traían una columna o pilar como signo de su presencia.
En la aparición, Nuestra Señora consoló y reconfortó al Apóstol Santiago, a quien prometió su asistencia materna en la evangelización que estaba llevando a cabo en España. Desde entonces, el Pilar es considerado como «el símbolo de la firmeza de fe»; a la vez, nos indica el camino seguro de todo apostolado: Ad Iesum per Mariam, a Jesús, por María. La Virgen es el pilar firme, los cimientos seguros, donde se asienta la fe y donde esta fe se guarda. «Por medio de ella, a través de muy diversas formas de piedad, ha llegado a muchos cristianos la fe en Cristo, Hijo de Dios y de María». Son sostenidos «por la devoción a María, hecha así columna de esa fe y guía segura hacia la salvación».
Al ver tantas naciones y pueblos diversos que celebran hoy esta fiesta y al contemplar su amor a la Virgen podemos ver cumplidas las palabras de la Sagrada Escritura: Eché raíces entre un pueblo grande, en la porción del Señor, en su heredad. Crecí como cedro del Líbano y del monte Hermón, me he elevado como palmera de Engadí y como rosal de Jericó, como gallardo olivo en la llanura y como plátano junto al agua. Exhalé fragancia como el cinamomo y la retama, y di aroma como mirra exquisita, como resina perfumada, como el ámbar y el bálsamo, como nube de incienso en el santuario. Su devoción se ha extendido por todas partes.
La fiesta de hoy es una excelente ocasión para pedir, por su mediación, que la fe que Ella alentó desde el principio se fortalezca más y más, que los cristianos seamos testigos tanto más firmes cuanto mayores sean las dificultades que podamos encontrar en el ambiente del trabajo, de las personas con las que habitualmente nos relacionamos, o en nosotros mismos. Esto nos consuela: si hemos de enfrentarnos a obstáculos más grandes, más gracia nos obtendrá Nuestra Señora para que salgamos siempre triunfadores.
Le pedimos hoy ser pilares seguros, cimiento firme, donde se puedan apoyar nuestros familiares y nuestros amigos. Dios todopoderoso y eterno le rogamos en la Misa propia de esta fiesta que en la gloriosa Madre de tu Hijo has concedido un amparo celestial a cuantos la invocan con la secular advocación del Pilar; concédenos, por su intercesión, fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor.
II. Tú permaneces como la columna que guiaba y sostenía día y noche al pueblo en el desierto.
En el libro del Éxodo se lee cómo Yahvé precedía al pueblo en el desierto, de día como una columna en forma de nube para indicarle el camino, y de noche como una columna de fuego para alumbrarle. En el Libro de la Sabiduría se señala: Y en lugar de tinieblas encendiste una columna, que le diste para su camino, un sol que no les quemaba, para una gloriosa peregrinación.
La Virgen fue quien marchó delante en la evangelización de los comienzos, alumbrando el camino, y es quien ahora va primero, iluminando nuestro propio camino y el apostolado personal que como cristianos corrientes realizamos en nuestra familia, en el trabajo y en los ambientes que frecuentamos. Por eso, cuando nos proponemos acercar a un familiar o a un amigo a Dios, lo encomendamos en primer lugar a Nuestra Señora. Ella quita obstáculos y enseña el modo de hacerlo. Cada uno de nosotros, quizá, ha experimentado esta poderosa ayuda de la Virgen. «Sí, tenemos como guía una columna que acompaña al nuevo Israel, a la Iglesia, en su peregrinar hacia la Tierra prometida, que es Cristo el Señor. La Virgen del Pilar es el faro esplendente, el trono de gloria, que guía y consolida la fe de un pueblo que no se cansa de repetir en la Salve Regina: Muéstranos a Jesús».
La evangelización iniciada en cada lugar del mundo, hace siglos o pocos años, no terminará hasta el fin de los tiempos. Ahora nos toca a nosotros llevarla a cabo. Para eso hemos de saber comprender a todos de corazón. Con más comprensión cuanto más distantes se encuentren de Cristo, con una caridad grande, con un trato amable, sin ceder en la conducta personal ni en la doctrina que hemos recibido a través del canal seguro de la Iglesia.
Acudamos a Nuestra Señora pidiéndole luz y ayuda en esas metas apostólicas que nos proponemos para llevar a cabo la vocación apostólica recibida en el Bautismo. Acudamos a Ella a través del Santo Rosario, especialmente en este mes de octubre el mes del Rosario, visitemos sus santuarios y ermitas, ofreciéndole algún pequeño sacrificio, que Ella recoge sonriendo y lo transforma en algo grande. Dirigirnos a Ella en petición de ayuda es un buen comienzo en todo apostolado.
En esa acción evangelizadora que cada cristiano debe llevar a cabo de modo natural y sencillo, debemos tenerla a Ella como Modelo. Miremos su vida normal: veremos su caridad amable, el espíritu de servicio que se pone de manifiesto en Caná, en la presteza con que ayuda a su prima Santa Isabel... Debemos contemplar su sonrisa habitual, que la hacía tan atrayente para las personas que habitualmente la trataban... Así hemos de ser nosotros.
III. Siguiendo la Misa propia de esta advocación mariana, pedimos también hoy al Señor que nos conceda, por intercesión de Santa María del Pilar, permanecer firmes en la fe y generosos en el amor.
Le suplicamos ser firmes en la fe, el tesoro más grande que hemos recibido. Saber guardarla en nosotros y en quienes especialmente Dios ha puesto a nuestro cuidado de todo aquello que la pueda dañar: lecturas inconvenientes, programas de televisión que poco a poco van minando el sentido cristiano de la vida, espectáculos que desdicen de un cristiano...; guardarla sin ceder en lo que fielmente nos ha transmitido la Iglesia, manteniendo con fortaleza esa buena doctrina ante un ambiente que en aras de la tolerancia se muestra en ocasiones intolerante con esos principios firmes en los que no cabe ceder, porque son los cimientos en los que se apoya toda nuestra vida. Resistid firmes en la fe, exhortaba San Pedro a los primeros cristianos en un ambiente pagano, parecido al que en algunas ocasiones podemos encontrar nosotros. Ceder en materia de fe o de moral, por no llevarse un mal rato, por limar aristas, por puro conformismo y cobardía, ocasionaría un mal cierto a esas personas que, tal vez un poco más tarde, verán la luz en nuestro comportamiento coherente con la fe de Jesucristo.
En un ambiente en el que quizá abundan la debilidad y la flaqueza, esta firmeza ha de ir acompañada por la generosidad en el amor: el saber entendernos con todos, incluso con quienes no nos comprenden o no quieren hacerlo, o tienen ideas sociales y políticas distintas u opuestas a las nuestras, con personas de elevada cultura o con aquellos que apenas saben leer..., manteniendo siempre una actitud amable compatible con la firmeza cuando sea necesaria, que nace de un corazón que trata a Dios diariamente en la intimidad de la oración.
Si la primera evangelización, en España y en todas partes, se realizó bajo el amparo de la Virgen, esta nueva evangelización de las naciones que están cimentadas desde su origen en principios cristianos también se realizará bajo su amparo y ayuda, como la columna que guiaba y sostenía día y noche en el desierto al Pueblo elegido. Ella nos lleva a Jesús, que es nuestra Tierra prometida; «es lo que realiza constantemente, como queda plasmado en el gesto de tantas imágenes de la Virgen... Ella con su Hijo en brazos, como aquí en el Pilar, nos lo muestra sin cesar como el Camino, la Verdad y la Vida». «Para eso quiere Dios que nos acerquemos al Pilar escribía San Josemaría Escrivá al terminar de relatar algunos pequeños sucesos de su amor a la Virgen en este santuario mariano: para que, al sentirnos reconfortados por la comprensión, el cariño y el poder de nuestra Madre aumente nuestra fe, se asegure nuestra esperanza: sea más viva nuestra preocupación por servir con amor a todas las almas. Y podamos, con alegría y con fuerzas nuevas, entregarnos al servicio de los demás, santificar nuestro trabajo y nuestra vida: en una palabra, hacer divinos todos los caminos de la tierra».
Hoy, en su fiesta, nos acercamos con el corazón al Pilar y le pedimos a Nuestra Señora que nos guíe siempre, que sea la seguridad en la que se apoya nuestra vida.
28ª semana. Miércoles
LA TENTACIÓN Y EL MAL
— Jesucristo quiso ser tentado, nosotros también sufriremos tentaciones y pruebas. En la tentación se muestra nuestro amor a Dios y la fidelidad a los compromisos que con Él tenemos.
— Qué es la tentación. Bienes que puede producir.
— Medios para vencer.
I. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, rogamos al Señor en la última petición del Padrenuestro.
Después de haber pedido a Dios que nos perdone los pecados, le suplicamos enseguida que nos dé las gracias necesarias para no volver a ofenderle y que no permita que seamos vencidos en las pruebas que vamos a padecer, pues «en el mundo la vida misma es una prueba (...). Pidamos, pues, que no nos abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos guíe con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida con moderación celestial. Y líbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien procede todo mal». El diablo, que existe, que no deja de rondar alrededor de cada criatura para sembrar la inquietud, la ineficacia, la separación de Dios. «Hay épocas –hacía notar el Papa Juan Pablo II– en las que la existencia del mal entre los hombres se hace singularmente evidente en el mundo. Aparece entonces con más claridad cómo los poderes de las tinieblas, que actúan en el hombre y a través de él, son mayores que el mismo hombre. Lo cercan, lo asaltan desde fuera.
»Se tiene la impresión de que el hombre actual no quiere ver ese problema. Hace todo lo posible por eliminar de la conciencia general la existencia de esos “dominadores de este mundo tenebroso”, esos “astutos ataques del diablo” de los que habla la Carta a los Efesios. Con todo, hay épocas históricas en las que esa verdad de la Revelación y de la fe cristiana, que tanto cuesta aceptar, se expresa con gran fuerza y se percibe de forma casi palpable».
Jesús, nuestro Modelo, quiso ser tentado para enseñarnos a vencer y para que nos llenemos de ánimo y de confianza en todas las pruebas. No es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes, fue tentado en todo a semejanza de nosotros, fuera del pecado. Seremos tentados de una forma u otra a lo largo de la vida. Quizá más cuanto mayor sea nuestro deseo de seguir a Cristo de cerca. La gracia que hemos recibido en el Bautismo y ha aumentado por nuestra correspondencia se verá amenazada hasta el último momento en que dejemos este mundo. Hemos de estar alerta, con la vigilia del soldado en el campamento. Y hemos de tener siempre presente que nunca seremos tentados más allá de nuestras fuerzas. Podemos vencer en toda circunstancia si huimos de las ocasiones y pedimos los auxilios oportunos. Y «si alguno aduce la excusa de que la debilidad de la naturaleza le impide amar a Dios, se le debe enseñar que Él, que requiere nuestro amor, ha derramado en nuestros corazones la virtud de la caridad por medio del Espíritu Santo (Rom 5, 5); y nuestro Padre celestial da este buen espíritu a quienes se lo piden (cfr. Lc 9, 13); y así, con razón le suplicaba San Agustín: Da lo que mandas, y manda lo que quieras. Y ya que está a nuestra disposición el auxilio divino (...), no hay por qué asustarse por la dificultad de la obra; porque nada es difícil para el que ama».
La tentación en sí misma no es mala; es más, es una ocasión de mostrar al Señor que le amamos, que le preferimos a cualquier otra cosa, y medio para crecer en las virtudes y en la gracia santificante. Bienaventurado el varón -enseña la Escritura- que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida, que Dios prometió a los que le aman. Pero, aunque la prueba en sí misma no es un mal, sería una presunción desearla o provocarla de alguna manera. Y en sentido contrario, sería un gran error temerla excesivamente, como si no confiáramos en las gracias que el Señor nos tiene preparadas para vencer, si acudimos a Él en nuestra debilidad. «No te turbes si al considerar las maravillas del mundo sobrenatural sientes la otra voz –íntima, insinuante– del hombre viejo.
»Es “el cuerpo de muerte” que clama por sus fueros perdidos... Te basta la gracia: sé fiel y vencerás».
II. Tentar –enseña Santo Tomás– no es otra cosa que tantear, poner a prueba. Tentar al hombre es poner a prueba su virtud. La tentación es todo aquello –bueno o malo en sí mismo– que en un momento dado tiende a separarnos del cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios. Podemos padecer tentaciones que vienen de la propia naturaleza, herida por el pecado original e inclinada al pecado: nacemos con el desorden de la concupiscencia y de los sentidos. El demonio incita al mal, aprovechando esa debilidad y prometiendo una felicidad que él no tiene ni puede dar. Estad alerta y velad, advierte San Pedro, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y buscando a quien devorar. Solo «quien confía en Dios no teme al demonio».
Junto al diablo están aliados el mundo y nuestras propias pasiones, que nos acompañarán siempre. El mundo, en este sentido, está constituido por todo aquello que aleja de Dios: las criaturas que parecen vivir exclusivamente para su amor propio, su vanidad y su sensualidad; los que tienen los ojos puestos solo en las cosas de la tierra: el dinero y un desordenado deseo de bienestar material, que se considera en la práctica como lo único que realmente vale la pena. Para ellos, son locura y algo propio de siglos atrás el necesario desprendimiento de las cosas de la tierra, la amable austeridad cristiana, la castidad... La mortificación voluntaria, sin la cual no se puede ir adelante en el seguimiento de Cristo, es mirada como necedad. Están incapacitados para entender las cosas de Dios, y querrían inculcar a los demás sus principios, un sentido de la vida en el que Dios no tiene lugar o bien ocupa un puesto muy alejado y secundario. Con palabras, y sobre todo con su ejemplo, se empeñan en llevar a otros por el camino ancho por el que ellos corren. A veces intentan desalentar al que quiere ser consecuente con los principios cristianos, y se burlan de su vida y de sus ideas.
Dios permite que seamos tentados porque persigue un bien superior. En su Providencia ha dispuesto que también de las pruebas saquemos provecho. A veces son un medio insustituible para acercarnos filialmente a Él.
La tentación es, frecuentemente, como una bengala que ilumina las profundidades del alma. En la tentación y en la dificultad podemos ver nuestra capacidad real de generosidad, de espíritu de sacrificio, de rectitud de intención..., y también la envidia oculta, la avaricia enmascarada bajo la fachada de falsas necesidades, la sensualidad, la soberbia..., la capacidad de mal que hay en cada uno. En esos momentos podemos crecer en el propio conocimiento y, como consecuencia, en la humildad. Nos hace ver lo débiles que somos y lo cerca que estaríamos del pecado si el Señor no nos ayudara. Es más fácil entonces pedir auxilio y amparo. ¡Cuántas veces hemos de rezar, conscientes de lo que decimos, a nuestro Padre Dios: no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal! Las pruebas nos enseñan a disculpar con más facilidad los defectos de los demás y a darnos cuenta de que, al fin y al cabo, es una mota de polvo lo que llevan en el ojo, en comparación con la viga que hemos visto en el nuestro. Por eso, nos ayudan a vivir mejor la caridad, a comprender más y a estar dispuestos a rezar y a prestar la cooperación y el socorro que están a nuestro alcance.
La tentación impulsa a crecer en las virtudes. Rechazar una duda contra la fe despierta un acto de fe; cortar una incipiente murmuración es crecer en el respeto a los demás; apartar con prontitud un mal pensamiento contra la castidad es ganar en finura en el trato con el Señor. Una época especialmente difícil en tentaciones, que se puede presentar en cualquier edad y momento de la vida interior, será una ocasión excelente para aumentar la devoción a la Virgen, para crecer en humildad, para ser más dóciles y sinceros en la dirección espiritual... No debemos asustarnos ni desanimarnos. Nada nos separa de Dios si la voluntad no lo permite. Nadie peca si no quiere. Ese tiempo difícil, si el Señor lo permitiera, es época de adelantar mucho en la vida interior y de purificar el corazón.
La tentación puede ser una fuente inagotable de gracias y de méritos para la vida eterna. Porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probara. Con estas palabras consoló el Ángel a Tobías en medio de su prueba. También han servido a muchos cristianos a la hora de sus tribulaciones.
III. Para vencer, hemos de pedir ayuda a Nuestro Señor, que está siempre de nuestra parte en la pelea. Él lo puede todo: Confiad, Yo he vencido al mundo. Y, junto a Cristo, nosotros podemos decir: Omnia possum in eo qui me confortat. Todo lo puedo en Aquel que me confortará. Dominus illuminatio mea et salus mea, ¿quem timebo? El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?.
Contamos en las tentaciones con el auxilio poderoso de los Ángeles Custodios, puestos por nuestro Padre Dios para que nos protejan siempre que lo necesitemos: Te enviará a sus ángeles para que no tropieces en piedra alguna. A ellos acudiremos con mucha frecuencia, pidiéndoles ayuda, pero de modo especial en las tentaciones. El Ángel Custodio es un formidable amigo, presto a ayudarnos en los momentos de mayor peligro y necesidad.
Estamos alerta contra las tentaciones cuando cuidamos la oración personal, que evita la tibieza, y no dejamos la mortificación, que nos mantiene despiertos en las cosas de Dios. Somos fuertes cuando huimos de las ocasiones de pecar, por pequeñas que parezcan, pues sabemos que quien ama el peligro perecerá en él; cuando tenemos el día lleno de trabajo intenso, evitando la ociosidad y la pereza. Además, debemos tener en cuenta que es más fácil resistir al principio, cuando la tentación se insinúa, que si permitimos que vaya tomando cuerpo, «pues entonces no dejamos pasar al enemigo de la puerta del alma. Por esto se suele decir: “resiste a los principios; tarde viene el remedio cuando la llaga es vieja”». Aunque, incluso cuando «la llaga es vieja», se puede, con humildad, encontrar el remedio oportuno.
Combatimos eficazmente las tentaciones manifestándolas con toda sinceridad en la dirección espiritual, pues mostrarlas es ya casi vencerlas. Y si acudimos a la Virgen, Nuestra Señora, siempre saldremos vencedores, aun de las pruebas en que nos sentíamos más perdidos.
28ª semana. Jueves
ELEGIDOS DESDE LA ETERNIDAD
— Una vocación irrepetible.
— Nos da luz para caminar, y las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias de nuestra vida.
— Perseverancia en la propia vocación.
I. Desde la cárcel, donde San Pablo sufre abandonos y soledad, dirige una carta a los primeros cristianos de Éfeso. Comienza con un canto alborozado de acción de gracias por todos los dones recibidos del Señor, de modo particular por la vocación con que Dios nos ha elegido personalmente desde la eternidad para ser sus discípulos y extender su Reino aquí en la tierra. El Apóstol pone de manifiesto la radical igualdad de la vocación con que todos somos llamados en Cristo por iniciativa de Dios Padre, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo –por pura iniciativa suya– a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.
Todo creyente, cada uno de nosotros, ha sido llamado desde la eternidad a la más alta vocación divina. Dios Padre quiso expresamente llamarnos a la vida (ningún hombre ha nacido por azar), creó directamente nuestra alma única e irrepetible, y nos hizo participar de su vida íntima mediante el Bautismo. Con este sacramento nos ha ungido Dios con su unción, y también nos ha marcado con su sello, y ha puesto en nuestros corazones el Espíritu como prenda. Nos ha designado en la vida un cometido propio, y nos ha preparado amorosamente un lugar en el Cielo, donde nos espera como un padre aguarda a su hijo después de un largo viaje.
Supuesta esta vocación radical a la santidad y al apostolado, Dios hace a cada uno un llamamiento particular. A la inmensa mayoría, con una vocación plena, les llama a vivir en medio del mundo para que –desde dentro– lo transformen y lo dirijan a Él, y se santifiquen mediante las actividades terrenas. A otros, siempre pocos en relación con todos los bautizados, les pide un alejamiento de esas realidades, dando un testimonio público –como almas consagradas– de su pertenencia a Dios. El Señor, de un modo misterioso y delicado, nos va dando a conocer lo que quiere de nosotros. Incluso dentro de la propia vocación –casados, solteros, sacerdotes...–, el Señor señala un sendero propio por donde ir a Él, arrastrando a otros muchos con nosotros. «En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Buen Pastor que a sus ovejas las llama a cada una por su nombre (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y, por tanto, solo gradualmente: en cierto sentido día a día.
»Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre nuestra vida son siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra de Dios y de la Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una sabia y amorosa dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y talentos recibidos y, al mismo tiempo, de las diversas situaciones sociales e históricas en las que está inmerso».
Así, en el transcurso del tiempo, el Señor nos lleva de la mano a metas de santidad cada vez más altas. Si somos fieles, si tenemos el oído atento, el Espíritu Santo nos conduce a través de los acontecimientos normales de la vida, nos enseña, interpretándolos rectamente y sacando de ellos –sean del signo que sean– más amor a Dios.
II. La vocación es un don inmenso, del que hemos de dar continuas gracias a Dios. Es la luz que ilumina el camino: el trabajo, las personas, los acontecimientos... Sin ella, sin el conocimiento de esa voluntad específica de Dios que nos encamina derechamente al Cielo, estaríamos con el débil candil de la voluntad propia, con el peligro de tropezar a cada paso. La vocación nos proporciona luz, y también las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias de la vida. «En la vocación, el hombre, de una manera definitiva, se conoce a sí mismo, conoce al mundo, y conoce a Dios. Es el punto de referencia a partir del cual cada ser humano puede juzgar con plenitud todas las situaciones por las que haya atravesado y atraviese su vida». Conocer cada vez más profundamente ese querer divino particular es siempre un motivo de esperanza y de alegría.
Con la vocación recibimos una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal con Dios, a una vida de oración. Cristo nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio de nuestras realidades diarias: el hogar, la oficina, el comercio...; y a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, es decir, como seres con valor en sí, objetos del amor de Dios, y a quienes hemos de ayudar en sus necesidades materiales y espirituales. Y esto no a seres ideales, sino a las personas corrientes que vemos todos los días, con sus virtudes y sus defectos.
El querer divino se nos puede presentar de golpe, como una luz deslumbrante que lo llena todo, como fue el caso de San Pablo camino de Damasco, o bien se puede revelar poco a poco, en una variedad de pequeños sucesos, como Dios hizo con San José. «De todos modos, no se trata solo de saber lo que Dios quiere de nosotros, de cada uno, en las diversas situaciones de la vida. Es necesario hacer lo que Dios quiere, como nos lo recuerdan las palabras de María, la Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes de Caná: Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz (...). Esta es la tarea maravillosa y esforzada que espera a todos los fieles laicos, a todos los cristianos, sin pausa alguna: conocer cada vez más las riquezas de la fe y del Bautismo y vivirlas con creciente plenitud». Esta plenitud se realizará día a día, siendo fieles en lo pequeño, correspondiendo a las gracias que el Señor derrama cada jornada para que cumplamos con perfección, con amor, los deberes de cada momento. Y esto los días en que nos encontramos con más capacidad y también aquellos otros en los que todo parece que cuesta más.
III. Elegit nos in ipso ante mundi constitutionem..., nos eligió el Señor antes de la constitución del mundo. Y Dios no se arrepiente de las elecciones que hace. Esta es la esperanza y la seguridad de nuestra perseverancia a lo largo del camino, en medio de las tentaciones o dificultades que hayamos de padecer. El Señor es siempre fiel, y tendremos cada día la gracia necesaria para mantener nosotros esta fidelidad. «Nuestro Señor –enseña San Francisco de Sales– tiene un continuo cuidado de los pasos de sus hijos, es decir, de aquellos que poseen la caridad, haciéndoles caminar delante de Él, tendiéndoles la mano en las dificultades. Así lo declaró por Isaías: Soy tu Dios, que te toma de la mano y te dice: No temas, Yo te ayudaré (Is 41, 13). De modo que, además de mucho ánimo, debemos tener suma confianza en Dios y en su auxilio, pues, si no faltamos a la gracia, Él concluirá en nosotros la buena obra de nuestra salvación, que ha comenzado».
Junto a esta confianza en la ayuda divina, es necesario el esfuerzo personal por corresponder a las sucesivas llamadas que realiza el Señor a lo largo de una vida. Porque la entrega a Dios que comporta toda vocación no se agota en una sola decisión ni en una determinada época de la vida. Dios sigue llamando, sigue pidiendo hasta el final... Alguna vez puede costar mantenerse fiel al Señor, pero si acudimos a Él comprendemos que su yugo es suave y su carga ligera, y ese peso se torna alegre. Nunca nos pedirá Dios más de lo que podamos dar. Él nos conoce bien y cuenta con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. A la vez que supone nuestra sinceridad y la humildad de recomenzar.
En la Virgen, Nuestra Madre, está puesta nuestra esperanza para salir adelante en los momentos difíciles y siempre. En Ella encontramos la fortaleza que nosotros no tenemos. «Ama a la Señora. Y Ella te obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. —Y no servirán de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón. —“Serviam!”»
15 de octubre
SANTA TERESA DE JESÚS,
DOCTORA DE LA IGLESIA*
Memoria
— Necesidad de la oración. Su importancia capital en la vida cristiana.
— Trato con la Humanidad Santísima de Jesús.
— Dificultades en la oración.
I. Santa Teresa nos ha dejado constancia de cómo con la oración salen adelante los «imposibles», aquello que humanamente parecía insuperable, y que el Señor a veces nos pide.
Más de una vez a lo largo de su vida escuchó estas palabras del Señor: ¿Qué temes? Y aquella mujer mayor, enferma, cansada recibía ánimos para sus empresas y volvía a la brecha superando todos los obstáculos. Un día, después de la Comunión, cuando su cuerpo parecía resistirse a nuevas fundaciones, oyó en su interior a Jesús, que le decía: «¿Qué temes? ¿Cuándo te he faltado Yo? El mismo que he sido, soy ahora; no dejes de llevar a cabo esas dos fundaciones» se refería el Señor a Palencia y Burgos. La Madre Teresa exclamó: «¡Oh, gran Dios, cómo son diferentes vuestras palabras a las de los hombres!». Y «así -prosigue la Santa quedé determinada y animada que todo el mundo no bastara a ponerme contradicción». Años más tarde escribirá de la fundación hecha en Palencia, que se presentaba llena de dificultades: «En esta fundación nos va todo tan bien, que no sé en qué ha de parar». Y en otro lugar: «Cada día se entiende más cuán acertado fue hacer aquí esta fundación». Y lo mismo diría de la otra ciudad: «También en Burgos hay tantas que quieren entrar, que es lástima no haber dónde». Esto la llenaba de gozo y alegría, a pesar de lo mucho que le costó: «Porque ir yo a Burgos con tantas enfermedades (...), siendo tan frío, parecióme que no se sufriría». Nunca la dejó sola el Señor.
Es en la oración donde sacamos fuerzas para ir adelante, para llevar a cabo lo que el Señor nos pide. Y esto se cumple igualmente en la vida del sacerdote, de la madre de familia, de la religiosa, del estudiante... Por eso es grande el empeño del demonio en que dejemos nuestra oración diaria, o en que la hagamos de cualquier manera, mal, pues «sabe el traidor que tiene perdida al alma que persevere en la oración y que todas las caídas que pueda tener la ayudan después, por la bondad de Dios, a dar un salto mayor en su servicio al Señor: algo le va en ello». Las almas que han estado cerca de Dios siempre nos han hablado de la importancia capital de la oración en la vida cristiana. «No nos extrañe, pues -enseñaba el Santo Cura de Ars, que el demonio haga todo lo posible para movernos a dejar la oración o a practicarla mal».
La oración es el fundamento firme de la perseverancia, pues «el que no deja de andar e ir adelante -enseña la Santa, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino dejar la oración». Por eso hemos de prepararla con tanto esmero: sabiendo que estamos delante de Cristo vivo y glorioso, que nos ve y que nos oye como a aquellos que se le acercaban en los años en que permaneció en la tierra visiblemente. ¡Qué distinto es el día en el que, con quietud, con amor, hemos cuidado bien ese rato diario que dedicamos a hablar con el Señor, que nos escucha atentísimo! ¡Qué alegría poder estar ahora junto a Cristo! «Mira qué conjunto de razonadas sinrazones te presenta el enemigo, para que dejes la oración: “me falta tiempo” cuando lo estás perdiendo continuamente; “esto no es para mí”, “yo tengo el corazón seco”...
»La oración no es problema de hablar o de sentir, sino de amar. Y se ama, esforzándose en intentar decir algo al Señor, aunque no se diga nada».
Hagamos el propósito de no dejarla nunca, de dedicarle el mejor tiempo que nos sea posible, en el mejor lugar, delante del Sagrario cuando nuestros quehaceres lo permitan.
II. Nuestra oración se hará más fácil si, junto al decidido empeño de no consentir distracciones voluntarias en ella, procuramos tratar a la Humanidad Santísima de Jesús, fuente inagotable de amor, que facilita tanto el cumplimiento de la voluntad divina.
La propia Santa nos cuenta la importancia decisiva que tuvo en su vida un pequeño acontecimiento, que dejó una huella indeleble en su alma: «Entrando un día en el oratorio escribe, vi una imagen que habían traído allí a guardar (...). Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese de una vez para no ofenderle». No era sensiblería lo que la hacía llorar, sino amor a Cristo, que tanto nos ama y tanto padeció por nosotros en prueba de amor. ¡Y resulta tan natural buscar en una imagen, en un retrato, el rostro que se ama! Por eso, añadirá más adelante: «¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien parece que no aman al Señor, porque si le amaran, holgáranse de ver su retrato, como acá aun da contento ver el de quien se quiere bien».
Nos ayudará en muchas ocasiones servirnos también de la imaginación para representarnos con imágenes claras a Jesús que nace en Belén, que anda en compañía de María y de José, que aprende a trabajar... las zozobras del Corazón de María en la huida a Egipto... su dolor en el Calvario. Otras veces nos acercaremos al grupo de los íntimos, a quienes Jesús les explica, a solas, una parábola; le acompañaremos en aquellas largas caminatas de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo...; entraremos con Él en casa de sus amigos de Betania y contemplaremos el cariño con que le reciben aquellos hermanos, y aprenderemos nosotros a tratarle mejor en el Sagrario. No podemos tener una figura desdibujada y lejana de Jesús. Él es el Amigo siempre cercano y atento.
En la oración mental vamos a encontrarnos con Cristo vivo, que nos espera. «Teresa reaccionó contra los libros que proponían la contemplación como un vago engolfarse en la divinidad (cfr. Vida, 22, 1) o como un “no pensar en nada” (cfr. Castillo interior, 4, 3, 6), viendo en ello un peligro de replegarse sobre uno mismo, de apartarse de Jesús, del cual nos “vienen todos los bienes” (cfr. Vida, 22, 4). De aquí su grito: “apartarse de Cristo... no lo puedo sufrir” (Vida, 22, 1). Este grito vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido».
Muchas dificultades desaparecen cuando nos ponemos en su presencia, cuidando muy bien la oración preparatoria que acostumbremos a hacer: Creo, Señor, firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, te adoro con profunda reverencia... Y si estamos en su presencia, como aquellos que le escuchaban en Nazareth o en Betania, ya estamos haciendo oración. Le miramos, nos mira...; le formulamos una petición..., hacemos nuestro lo que quizá estamos leyendo, deteniéndonos en un párrafo, o sacando un propósito para nuestra vida ordinaria: atender mejor a la familia, sonreír aunque estemos cansados o con dificultades, trabajar con más intensidad y presencia de Dios, hablar con un amigo para que se confiese... Nos ocurrirá como a Santa Teresa, y como a todos aquellos que han hecho oración verdadera: «Siempre salía consolada de la oración y con nuevas fuerzas», nos confiesa.
III. No nos desanimemos si, a pesar de todo, nos cuesta la oración, si tenemos distracciones, si nos parece que no obtenemos mucho fruto. El desaliento es en muchas ocasiones la mayor dificultad para perseverar en la oración. Santa Teresa también nos relata sus luchas y sus dificultades: «Muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración».
Si procuramos rechazar las distracciones y nos empeñamos en buscar más al Señor de los consuelos, que los consuelos de Dios, como han señalado tantos autores espirituales, nuestra oración terminará siempre llena de frutos. En muchas ocasiones será un gran bien incluso carecer de consuelos sensibles, para así buscar con más rectitud de intención a Jesús y unirnos más íntimamente a Él. A veces, esta aridez que se experimenta en la oración no es una prueba de Dios, sino el resultado de la falta de interés verdadero en hablar con Él, de no haber preparado el ánimo, de falta de generosidad en sujetar la imaginación... Hemos de saber rectificar con generosidad y con prontitud. «En todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no “sentir” nada de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la noche oscura de tipo místico. De todas maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración que, aunque podrá darle la impresión de una cierta “artificiosidad”, se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva».
Ahora, como en los tiempos revueltos de Santa Teresa, es «menester mucha oración», pues «su necesidad es grande». La necesita la Iglesia, la sociedad, las familias... y nuestra alma. La oración nos permitirá salir adelante en todas las dificultades y nos unirá a Jesús, que cada día nos espera en el trabajo, en nuestros deberes familiares..., pero de una manera particular en ese tiempo que le dedicamos solo a Él.
28ª semana. Viernes
EL FERMENTO DE LOS FARISEOS
— La hipocresía de los fariseos.
— El cristiano, un hombre sin doblez.
— Amar la verdad y darla a conocer.
I. Se reunió tal muchedumbre para ver a Jesús que se atropellaban unos a otros. Y entre tantos como le rodeaban, el Maestro se dirigió en primer lugar a sus discípulos con esta advertencia: Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Y añadió: Nada hay oculto que no sea descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. Porque cuanto hayáis dicho en la oscuridad será escuchado a la luz; cuanto hayáis hablado al oído bajo este techo será pregonado sobre los terrados.
La palabra hipócrita designaba en el mundo griego antiguo al actor que, con una máscara y un disfraz, asumía una personalidad ajena. Fingía ante el público ser otro, frecuentemente muy lejano a su propia realidad: unas veces era rey y, otras, mendigo o general. Le bastaba con ocultar su propio ser detrás de la máscara y tomar cualidades y sentimientos postizos. Su papel se desarrollaba cara al público, teniendo como regla suprema de su actuación la aprobación y el aplauso de la galería.
El ser íntimo –la levadura– de muchos fariseos era la hipocresía, el actuar de cara a los demás y no de cara a Dios. Su vida era tan falsa como la de los actores durante la representación. Cayeron en la tentación de darle gran importancia al juicio de los hombres –¡tan endeble y pasajero!– y descuidar el de Dios. El Señor les dirá en otra ocasión que son semejantes a sepulcros blanqueados: por fuera parecen hermosos y por dentro están llenos de huesos que se pudren. En realidad llevaban una doble vida: una llena de máscaras, de apariencias, de falsedad, que andaba pendiente del concepto que los hombres tenían de ellos; otra, descuidada y poco generosa, de cara a Dios.
El Señor quiere para los suyos una levadura, un modo de ser, bien distinto. Quiere que tengamos ante Él y ante los demás una única vida, sin máscaras, sin disfraces, sin mentiras. Hombres y mujeres de una pieza, que van con la verdad por delante.
II. Jesús mismo nos enseñó el modo de comportarnos: Sea vuestro modo de hablar sí, sí, o no, no; lo que pasa de esto, de mal principio procede. En el trato con los demás la palabra del hombre debe bastar. El sí debe ser sí y el no, no. El Señor quiso realzar el valor y la fuerza de la palabra de un hombre de bien que se siente comprometido por lo que dice.
Nuestra palabra y nuestra actuación de cristianos y de hombres honrados ha de tener un gran valor delante de los demás, porque hemos de buscar siempre y en todo la verdad, huyendo de la hipocresía y de la doblez. En las situaciones normales de la vida debe bastar la palabra del cristiano para dar toda la fuerza necesaria a lo que afirma o promete. La verdad es siempre un reflejo de Dios y debe ser tratada con respeto. Si tenernos el hábito de decir siempre la verdad, aun en asuntos que parecen intrascendentes, nuestra palabra tendrá una gran fuerza, «como la firma de un notario», que no se pone en entredicho. Así imitamos al Señor.
Muy lejos de lo que ha de ser un cristiano está el hombre de ánimo doble, inconstante en todos sus caminos, que presenta una personalidad o unas ideas, como los actores, según el público que tenga delante. Es un hombre de ánimo doble –comenta San Beda– «el que aquí quiere regocijarse con el mundo, y allí reinar con Dios».
Hoy se hace especialmente urgente para el cristiano el ser un hombre, una mujer, de una sola palabra, de «una sola vida», sin utilizar máscaras o disfraces ante situaciones en las que puede ser costoso mantener la verdad, sin preocuparse excesivamente del «qué dirán» y echando lejos los respetos humanos, rechazando toda hipocresía. La veracidad es la virtud que inclina a decir siempre la verdad y a manifestarse al exterior tal como se es interiormente, enseña Santo Tomás de Aquino. Con todo, se darán casos en los que no estemos obligados a manifestar la verdad, y aun, en ocasiones, es deber grave de justicia no revelarla: pueden ser motivos de secreto profesional, de seguridad pública u otras graves razones, entre las que destaca el sigilo sacramental del confesor y lo que hace referencia a la dirección espiritual. En esos casos caben diversos modos de ocultar la verdad, sin incurrir en la mentira. También, cuando el que pregunta no tiene derecho alguno a conocer la verdad y, en casos extremos, actúa como injusto agresor, perdiendo incluso el derecho a no ser engañado. Pero, «no olvidemos, por lo demás, que con frecuencia es culpa nuestra el que nos hagan preguntas indiscretas. Si guardásemos mejor el recogimiento y el silencio, no nos las harían o nos las formularían rarísimas veces».
Imitemos al Señor en su amor a la verdad. Formulemos el propósito de huir de la mentira y de todo aquello que suene a falso e hipócrita. «Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: “ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto”... —Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad».
III. Dice Jesús: Yo soy la Verdad. Él tiene la verdad en plenitud, y esta nos vino por medio de Él. Toda su enseñanza, también su vida y su muerte, constituyen un testimonio de la Verdad. Aquel en quien está la verdad es de Dios y, por tanto, tiene el oído atento para escuchar a Dios.
La verdad tuvo su origen en Dios y la mentira en la oposición consciente a Él. Por eso llama Jesús al demonio padre de la mentira, porque la mentira comenzó con él. Y el que miente tiene al diablo como padre. Por eso, la enseñanza moral de la Iglesia reprueba no solo la falsedad que produce un daño al prójimo, sino que también desaprueba a los que –sin acarrear daño al prójimo– «mienten por recreo y diversión, y a los que lo hacen por interés y utilidad».
La falta de veracidad que se manifiesta en la mentira o en la hipocresía, o en la falta de «unidad de vida», revela una discordia interior, una fractura de la misma personalidad humana. Un hombre, una mujer así es como una campana rota: carece de buen sonido. El testimonio que el Señor manifestó acerca de Natanael, indicando que era un israelita sin doblez, es lo más bello que se puede decir de un hombre: «en él no hay doblez; es de una pieza». Eso mismo debe poderse decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano.
Estamos en una época en la que se valora extraordinariamente la sinceridad, pero a la que, por contraste, se le ha llamado el tiempo de los impostores, de la falsedad y de la mentira. Entre otros, pueden ser a veces impostores «los hombres de la gran prensa, que, divulgando indiscreciones sensacionalistas e insinuaciones calumniosas...», confunden a sus lectores. A la «gran prensa» se le podrían añadir en muchas ocasiones el cine, la radio, la televisión... Estos instrumentos, que por su naturaleza han de ser transmisores de la verdad, «si los manipula gente astuta, a fuerza de bombardear a los receptores con colores sonorizados y de una persuasión tanto más eficaz cuanto más oculta, son capaces de hacer que los hijos acaben odiando al mejor de los padres y la gente vea blanco lo que es negro», que se cambien los criterios morales de una sociedad. Siempre que tengamos esos medios a nuestro alcance, los usaremos para hacer llegar la verdad a la sociedad, principalmente sobre esos temas que, por su trascendencia, marcan el futuro de un pueblo: la defensa de la vida, desde su concepción; la dignidad de la familia y de la persona; la justicia social; el derecho al trabajo; la preocupación por los más débiles... Muchas veces, esos medios están al alcance de todos: una carta, una llamada por teléfono, participar en una encuesta o en un programa de la radio..., nos pueden permitir que muchos oigan la doctrina de la Iglesia sobre esas materias, o manifestar la disconformidad con un programa o artículo que conculca los fundamentos morales de un hombre de bien. No dejemos de actuar pensando que es poco lo que podemos hacer. Muchos pocos cambian el rumbo de una sociedad.
Al terminar nuestra oración, acudamos a Nuestra Señora para vivir en todo momento la verdad sin componendas, y para darla a conocer sin las trabas de los respetos humanos o de la pereza, causante de tantas omisiones. Pidámosle una vida sin doblez, sin la hipocresía que echó en cara Jesús a aquellos fariseos.
«“Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te!” —¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!
»—María nos obtendrá la valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima, si así se lo suplicamos»
28ª semana. Sábado
EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO
— Abiertos a la misericordia divina.
— La pérdida del «sentido del pecado».
— Junto a Cristo entendemos qué es verdaderamente el pecado. Delicadeza de conciencia.
I. San Lucas recoge en el Evangelio de la Misa de hoy una fuerte sentencia de Jesús: Todo el que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no será perdonado. San Marcos añade que esta blasfemia no tendrá perdón jamás; el que la cometa será reo de castigo eterno.
San Mateo sitúa esta sentencia en un contexto que explica mejor las palabras del Señor. Relata este Evangelista que la multitud, asombrada ante tantas maravillas, se preguntaba: ¿No será este el Hijo de David?. Pero los fariseos, ante tantos prodigios que no pueden negar, no quieren rendir sus inteligencias ante esos hechos que todo el mundo conoce; no encuentran otra salida que atribuir al mismo demonio la acción divina de Jesús. Es tal la dureza de su corazón que, con tal de no ceder, están dispuestos a tergiversar radicalmente lo que resulta evidente para todos. Por eso murmuraban: Este no expulsa los demonios sino por Beelzebul, príncipe de los demonios. En esa cerrazón a la gracia y tergiversación de los hechos sobrenaturales consiste la blasfemia imperdonable contra el Espíritu Santo: en excluir la misma fuente del perdón. Todo pecado, por grande que sea, puede ser perdonado, porque la misericordia de Dios es infinita; pero para que se otorgue ese perdón divino es necesario reconocer el pecado y creer en el perdón y en la misericordia del Señor, cercano siempre a nuestra vida. La cerrazón de aquellos fariseos impedía que la poderosa acción divina llegara hasta ellos.
Jesús llama a esta actitud pecado contra el Espíritu Santo. Y es imperdonable, no tanto por su gravedad y malicia, sino por la disposición interna de la voluntad, que anula toda posibilidad para el arrepentimiento. El que peca así, se sitúa, él mismo, fuera del perdón divino.
El Papa Juan Pablo II nos advierte de la extrema gravedad de esta actitud ante la gracia, que lleva consigo una deformación de la conciencia, pues «la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que reivindica un pretendido “derecho a perseverar en el mal” –en cualquier pecado– y rechaza la Redención. El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida».
Nosotros le pedirnos hoy al Señor una radical sinceridad y una verdadera humildad para reconocer nuestras faltas y pecados, también los veniales, que no nos acostumbremos a ellos, que seamos rápidos en acudir a Él y que nos perdone y deje nuestro corazón sensible a la acción del Espíritu Santo. Y a Nuestra Señora le pedimos el santo temor de Dios para no perder nunca el sentido del pecado, y la conciencia de los propios errores y flaquezas. «Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos pierden claridad, necesitamos ir a la luz. Y Jesucristo nos ha dicho que Él es la Luz del mundo y que ha venido a curar a los enfermos».
II. Jesucristo nos dio a conocer plenamente al Espíritu Santo como una Persona distinta del Padre y del Hijo, como el Amor personal dentro de la Trinidad Beatísima, que es la fuente y modelo de todo amor creado.
En todas las acciones de Jesús está presente el Espíritu, pero será en la Última Cena cuando el Señor hable de Él con más claridad, como de una Persona distinta del Padre y del Hijo, y muy cercano a la Redención del mundo. Jesús se refiere a Él como a un paráclito o consejero, esto es, un abogado y confortador. La palabra paráclito era usada en el mundo profano griego para referirse a una persona llamada a asistir o a hablar por otra, especialmente en los procesos legales. El Espíritu Santo tiene por eso una particular misión en lo que se refiere al juicio de la propia conciencia y a ese otro juicio tan especial de la Confesión, en el que el reo sale absuelto para siempre de sus culpas y lleno de una riqueza nueva.
La misericordia divina, que se ejerce por esta acción misteriosa y salvífica del Espíritu Santo, «encuentra en el hombre que se halla en esta condición (de falta de apertura a la acción de la gracia) una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón (cfr. Sal 81, 13; Jer 7, 24; Mc 3, 5). En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del pecado».
Lo contrario a la dureza de corazón es la delicadeza de conciencia, que tiene el alma cuando aborrece todo pecado, incluso venial, y procura ser dócil a las inspiraciones y gracias del Espíritu Santo, que son incontables a lo largo del día. «Cuando uno tiene sano el olfato del alma –hacía notar San Agustín–, al instante percibe el mal olor de los pecados». ¿Somos sensibles nosotros a las ofensas que se hacen a Dios? ¿Reaccionamos con prontitud ante nuestras faltas y pecados?
III. En muchos hombres se va perdiendo el sentido del pecado, y, consiguientemente, el sentido de Dios. No es raro que en el cine, en la televisión, en comentarios de prensa se enjuicien ideas y hechos contrarios a la ley de Dios como asuntos normales, que a veces se deploran por sus consecuencias dañinas para la sociedad y para el individuo, pero sin referencia alguna al Creador. En otras ocasiones, se exponen estos hechos como sucesos que atraen la curiosidad pública, pero sin darles una mayor trascendencia: infidelidades matrimoniales, hechos escandalosos, difamaciones, faltas contra el honor, divorcios, estafas, prevaricaciones, cohechos... No faltan quienes, aun llamándose cristianos, se recrean en esas situaciones, las consideran con detenimiento, entrevistan a sus protagonistas... y parece como si no se atrevieran a llamarlas por su nombre. En todo caso, se suele olvidar lo más importante: la relación con Dios, que es lo que da el verdadero sentido a lo humano. Se juzga con criterios muy alejados del sentir de Dios, como si Él no existiera o no contara en los asuntos de la vida. Es un ambiente pagano generalizado, parecido al que encontraron los primeros cristianos, y que hemos de cambiar, como ellos hicieron.
En nuestra propia vida sentiremos el peso de nuestros pecados solo cuando consideremos esas faltas, ante todo, como ofensas a Dios, que nos separan de Él y nos vuelven torpes y sordos para oír al Paráclito, al Espíritu Santo, en el alma. Cuando las propias debilidades no se relacionan con el Señor, ocurre lo que ya hacía notar San Agustín: hay –afirma el Santo– quienes, al cometer cierta clase de pecados, se imaginan no pecar, porque dicen que no hacen mal a nadie. ¡Qué gracia tan grande, por el contrario, sentir el peso de nuestras faltas, que nos llevará a hacer actos reiterados de contrición y a desear ardientemente la Confesión frecuente, donde el alma se purifica y se dispone para estar cerca de Dios! «Si no andáis encorvado y entristecido por el pecado, no le habéis conocido (el mal cometido) –enseña San Juan de Ávila–. Pesa el pecado: sicut onus grave gravatae sunt super me (Sal 37, 5). Más pesa el pecado que yo... ¿Qué cosa es el pecado? Una deuda insoluble, una carga insoportable que ni quintales pesan tanto». Y más adelante dice el Santo: «No hay carga tan pesada, ¿por qué no la sentimos? Porque no hemos sentido la bondad de Dios». San Pedro descubrió en la pesca milagrosa la divinidad de Cristo y su propia poquedad. Por eso se echó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pedía al Señor que se apartara, porque le parecía que, con la oscuridad de sus flaquezas, no podría soportar su radiante luz. Y mientras sus palabras declaraban su indignidad, los ojos y toda su actitud rogaban a Jesús fervientemente que lo tomaran con Él para siempre.
La suciedad de los pecados necesita un término de referencia, y este es la santidad de Dios. El cristiano solo percibe el desamor cuando considera el amor de Cristo. De otro modo justificará fácilmente todas sus debilidades. Pedro, que ama a Jesús profundamente, sabrá arrepentirse de sus negaciones, precisamente con un acto de amor, que quizá nosotros también hemos empleado muchas veces: Domine -le dirá aquella mañana después de la segunda pesca milagrosa-, tu omnia nosti, tu scis quia amo te. Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo. Así acudiremos al Señor con un acto de amor, cuando no hayamos correspondido al suyo. La contrición da al alma una gran fortaleza, devuelve la esperanza y proporciona una particular delicadeza para oír y entender a Dios.
Pidamos con frecuencia a Nuestra Madre Santa María, que tan dócil fue a las mociones del Espíritu Santo, que nos enseñe a tener una conciencia muy delicada, que no nos acostumbremos al peso del pecado y que sepamos reaccionar con prontitud ante el más pequeño pecado venial deliberado.
Vigésimo noveno Domingo
ciclo b
SERVIR
— La vida cristiana consiste en imitar a Cristo.
— Jesús nos enseña que no ha venido a ser servido sino a servir. Imitarle.
— Servir con alegría.
I. Como el discípulo ante el maestro, como el niño junto a su madre, así ha de estar el cristiano en todas las ocupaciones ante Cristo. El hijo aprende a hablar oyendo a su madre, esforzándose en copiar sus palabras; de la misma forma, viendo obrar y actuar a jesús, aprendemos a conducirnos como Él. La vida cristiana es imitación de la del Maestro, pues Él se encarnó y os dio ejemplo para que sigáis sus pasos. San Pablo exhortaba a los primeros cristianos a imitar al Señor con estas otras palabras: Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él es la causa ejemplar de toda santidad, es decir, del amor a Dios Padre. Y esto no solo por sus hechos, sino por su ser, pues su modo de obrar era la expresión externa de su unión y amor al Padre.
Nuestra santidad no consiste tanto en una imitación externa de Jesús como en permitir que nuestro ser más profundo se vaya configurando con el de Cristo. Despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del hombre nuevo..., anima San Pablo a los colosenses. Esta diaria renovación significa desear constantemente limar nuestras costumbres, eliminar de nuestra vida los defectos humanos y morales, lo que no es conforme con la vida de Cristo...; pero, sobre todo, procurar que nuestros sentimientos ante los hombres, ante las realidades creadas, ante la tribulación, se parezcan cada día más a los que tuvo Jesús en circunstancias similares, de tal manera que nuestra vida sea en cierto sentido prolongación de la suya, pues Dios nos ha predestinado a ser semejantes a la imagen de su Hijo. La misma gracia divina, en la medida en que correspondemos a la acción continua del Espíritu Santo, nos hace semejantes a Dios. Seremos santos si Dios Padre puede afirmar de nosotros lo que un día dijo de Jesús: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias. Nuestra santidad consistirá, pues, en ser por la gracia lo que es Cristo por naturaleza: hijos de Dios.
El Señor lo es todo para nosotros. «Este árbol es para mí una planta de salvación eterna; de él me alimento, de él me sacio. Por sus raíces me enraízo y por sus ramas me extiendo, su rocío me regocija y su espíritu como viento delicioso me fertiliza, A su sombra he alzado mi tienda, y huyendo de los grandes calores allí encuentro un abrigo lleno de rocío. Sus hojas son mi follaje, sus frutos mis perfectas delicias, y yo gozo libremente sus frutos, que me estaban reservados desde el principio. Él es en el hambre mi alimento, en la sed mi fuente, y mi vestido en la desnudez, porque sus hojas son espíritu de vida: lejos de mí desde ahora las hojas de la higuera. Cuando temo a Dios, Él es mi protección; y cuando vacilo, mi apoyo; cuando combato, mi premio; y cuando triunfo, mi trofeo. Es para mí el sendero estrecho y el sendero angosto». Nada deseo fuera de Él.
II. El Evangelio de la Misa nos relata la petición que hicieron Santiago y Juan a Jesús de dos puestos de honor en su Reino. Después, los diez comenzaron a indignarse contra estos dos hermanos. Jesús les dijo entonces: Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; por el contrario, quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea esclavo de todos. Y les da la suprema razón: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.
En diversas ocasiones proclamará el Señor que no vino a ser servido sino a servir: Non veni ministrari sed ministrare. Toda su vida fue un servicio a todos, y su doctrina es una constante llamada a los hombres para que se olviden de sí mismos y se den a los demás. Recorrió constantemente los caminos de Palestina sirviendo a cada uno –singulis manus imponens– de los que encontraba a su paso. Se quedó para siempre en su Iglesia, y de modo particular en la Sagrada Eucaristía, para servirnos a diario con su compañía, con su humildad, con su gracia. En la noche anterior a su Pasión y Muerte, como enseñando algo de suma importancia, y para que quedara siempre clara esta característica esencial del cristiano, lavó los pies a sus discípulos, para que ellos hicieran también lo mismo.
La Iglesia, continuadora de la misión salvífica de Cristo en el mundo, tiene como quehacer principal servir a los hombres, por la predicación de la Palabra divina y la celebración de los sacramentos. Además, «tomando parte en las mejores aspiraciones de los hombres y sufriendo al no verles satisfechos, desea ayudarles a conseguir su pleno desarrollo, y esto precisamente porque les propone lo que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad».
Los cristianos, que queremos imitar al Señor, hemos de disponernos para un servicio alegre a Dios y a los demás, sin esperar nada a cambio; servir incluso al que no agradece el servicio que se le presta. En ocasiones, muchos no entenderán esta actitud de disponibilidad alegre. Nos bastará saber que Cristo sí la entiende y nos acoge entonces como verdaderos discípulos suyos. El «orgullo» del cristiano será precisamente este: servir como el Maestro lo hizo. Pero solo aprendemos a darnos, a estar disponibles, cuando estamos cerca de Jesús. «Al emprender cada jornada para trabajar junto a Cristo, y atender a tantas almas que le buscan, convéncete de que no hay más que un camino: acudir al Señor.
»—¡Solamente en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los demás!». De ella obtenemos las fuerzas y la humildad que todo servicio requiere.
III. Nuestro servicio a Dios y a los demás ha de estar lleno de humildad, aunque alguna vez tengamos el honor de llevar a Cristo a otros, como el borrico sobre el que entró triunfante en Jerusalén. Entonces más que nunca hemos de estar dispuestos a rectificar la intención, si fuera necesario. «Cuando me hacen un cumplido –escribe el que más tarde sería Juan Pablo I–, tengo necesidad de compararme con el jumento que llevaba a Cristo el día de ramos. Y me digo: “¡Cómo se habrían reído del burro si, al escuchar los aplausos de la muchedumbre, se hubiese ensoberbecido y hubiese comenzado –asno como era– a dar las gracias a diestra y siniestra!... ¡No vayas tú a hacer un ridículo semejante...!”», nos advierte. Esta disponibilidad hacia las necesidades ajenas nos llevará a ayudar a los demás de tal forma que, siempre que sea posible, no se advierta, y así no puedan darnos ellos ninguna recompensa a cambio. Nos basta la mirada de Jesús sobre nuestra vida. ¡Ya es suficiente recompensa!
Servicio alegre, como nos recomienda la Sagrada Escritura: Servid al Señor con alegría, especialmente en aquellos trabajos de la convivencia diaria que pueden resultar más molestos o ingratos y que suelen ser con frecuencia los más necesarios. La vida se compone de una serie de servicios mutuos diarios. Procuremos nosotros excedernos en esta disponibilidad, con alegría, con deseos de ser útiles. Encontraremos muchas ocasiones en la propia profesión, en medio del trabajo, en la vida de familia..., con parientes, amigos, conocidos, y también con personas que nunca más volveremos a ver. Cuando somos generosos en esta entrega a los demás, sin andar demasiado pendientes de si lo agradecerán o no, de si lo han merecido..., comprendemos que «servir es reinar».
Aprendamos de Nuestra Señora a ser útiles a los demás, a pensar en sus necesidades, a facilitarles la vida aquí en la tierra y su camino hacia el Cielo. Ella nos da ejemplo: «En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, solo María advierte la falta de vino... Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios». Entonces hallamos con mucha facilidad a Jesús, que nos sale al encuentro y nos dice: cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis
Vigésimo noveno Domingo
Ciclo C
EL PODER DE LA ORACIÓN
— Oración confiada y perseverante.
— Constancia en la petición. Parábola del juez inicuo.
— La oración, consecuencia directa de la fe.
I. Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos; a la sombra de tus alas escóndeme, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Los textos de la liturgia se centran en el poder que tiene ante Dios la oración perseverante y llena de fe. San Lucas, antes de narrarnos, en el Evangelio de la Misa, la parábola de la viuda y del juez inicuo, nos indica el fin que Jesús se propone: Les propuso esta parábola para hacerles ver que conviene perseverar en la oración sin desfallecer. En la vida sobrenatural hay acciones que se realizan una sola vez: recibir el Bautismo, el sacramento del Orden... Otras, es necesario llevarlas a cabo muchas veces, como perdonar, comprender, sonreír... Pero hay acciones y actitudes que son de siempre, para las que será necesario vencer el cansancio, la rutina, el desánimo. Entre estas se encuentra la oración, manifestación de fe y de confianza en nuestro Padre Dios, aun cuando parezca que guarda silencio. San Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio, pone de relieve la relación que existe entre la fe y la oración confiada: «Si la fe flaquea, la oración perece», enseña el Santo; pues «la fe es la fuente de la oración» y «no puede fluir el río si se seca el manantial del agua». Nuestra oración –¡tan necesitados estamos!– ha de ser continua y confiada, como la de Jesús, nuestro Modelo: Padre, ya sé que siempre me escuchas. Él nos oye siempre.
La Primera lectura de la Misa nos propone la figura de Moisés orante en la cima de un monte, mientras Josué se enfrentaba a los amalecitas en Rafidín. Cuando, en actitud de súplica, Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; cuando las bajaba, vencía Amalec. Y para que Moisés siguiera orando, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así, mantuvo en alto las manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.
No debemos cansarnos de orar. Y si alguna vez comienzan a hacernos mella el desaliento o la fatiga, hemos de pedir a quienes nos rodean que nos ayuden a seguir rezando, sabiendo que ya en ese momento el Señor nos está concediendo otras muchas gracias, quizá más necesarias que los dones que le pedimos. «Quiere el Señor concedernos las gracias, pero quiere que se las pidamos –enseña San Alfonso Mª de Ligorio–. Un día llegó a decir a sus discípulos: Hasta ahora no habéis pedido cosa alguna en nombre mío. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido (Jn 16, 24). Como si dijera: No os quejéis de Mí si no sois plenamente dichosos, sino quejaos de vosotros mismos por no haber buscado lo que necesitábais; pedídmelo en adelante y seréis atendidos». San Bernardo comenta que muchos se quejan de que no les ayuda el Señor, y es el mismo Jesús –afirma el Santo– quien tendría que lamentarse de que no le piden. Oremos como Moisés: con perseverancia en medio del cansancio, con la ayuda de los demás cuando sea necesario. Es mucho lo que está en juego. Es dura la batalla.
Examinemos hoy si nuestra oración es perseverante, confiada, insistente, sin cansarnos. «Persevera en la oración, como aconseja el Maestro. Este punto de partida será el origen de tu paz, de tu alegría, de tu serenidad y, por tanto, de tu eficacia sobrenatural y humana». Nada puede contra una oración perseverante.
II. Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra, rezamos en el Salmo responsorial.
La idea central de la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa nos muestra a dos personajes entre los que existe un fuerte contraste. Por un lado está el juez que ni tenía temor de Dios ni respeto a hombre alguno: le faltan las dos notas esenciales para vivir la virtud de la justicia. En el Antiguo Testamento ya hablaba el Profeta Isaías de los que no hacen justicia al huérfano y a quienes no llega el pleito de la viuda, de los que absuelven al malo por soborno y quitan a los justos su derecho. Jeremías alude a los que no juzgaban la causa del huérfano y no sentenciaban el derecho de los pobres.
Al juez contrapone el Señor una viuda, símbolo de persona indefensa y desamparada. Y a la insistencia perseverante de la viuda, que acude con frecuencia al juez para exponerle su petición, se opone la resistencia de este. El final inesperado sucede precisamente después de un continuo ir y venir de la viuda y de las reiteradas negativas del juez. Termina por ceder el juez, y la parte más débil obtiene lo que deseaba. Y la razón de esta victoria no está en que haya cambiado el corazón del administrador de la justicia: la única arma que ha conseguido la victoria es la petición insistente, la tozudez de la mujer, la constancia que vence la oposición más tenaz. Y concluye el Señor con un fuerte giro: ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Nos hace ver que el centro de la parábola no lo ocupa el juez inicuo, sino Dios, lleno de misericordia, paciente y celoso por los suyos.
Hasta el fin de los tiempos, la Iglesia –día y noche– dirigirá un clamor suplicante a Dios Padre, por medio de Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo, porque son muchos los peligros y necesidades de sus hijos. Es el primer oficio de la Iglesia, el primer deber de sus ministros los sacerdotes. Es lo más importante que hemos de hacer los fieles, porque estamos indefensos y nada tenemos, y todo lo podemos con la oración.
La razón, que da el Señor en esta parábola, de que nuestra oración sea siempre oída, es triple: la bondad y misericordia de Dios, que tanto dista del juez impío; el amor de Dios por cada uno de sus hijos; y el interés que nosotros mostramos perseverando en la oración.
Al terminar la parábola, Jesús añade: Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿acaso encontrará fe sobre la tierra? ¿Acaso encontrará una fe semejante a la de esta viuda? Se trata de una fe concreta: la fe de los hijos de Dios en la bondad y en el poder de su Padre del Cielo. El hombre puede cerrarse a Dios, no sentir necesidad de Él, buscar por otros cauces la solución a las deficiencias que solo el Señor puede resolver, y entonces no hallará jamás los bienes que le son más necesarios: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió vacíos, anunció la Virgen en el Magníficat. Hemos de acudir a Dios como hijos necesitados, además de poner los medios humanos que cada situación requiera. Solo la misericordia divina puede socorrernos en tantos bienes de los que carecemos. Cuenta el Santo Cura de Ars que el fundador de un célebre asilo de huérfanos le consultó sobre la oportunidad de atraer la atención y favor de las gentes a través de la prensa. El Santo le respondió: «En vez de hacer ruido en los diarios, hazlo a la puerta del Tabernáculo». En muchas ocasiones el Señor quiere que sepamos resolver nuestros asuntos ante el Sagrario, y a la vez en la prensa, con los medios humanos que tengamos a nuestro alcance.
A lo largo de los siglos, el pueblo cristiano se ha sentido movido a presentar sus peticiones a Dios a través de su Madre María, y a la vez Madre nuestra. Nos enseña San Bernardo «que subió al Cielo nuestra Abogada para que, como Madre del Juez y Madre de la Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación». No dejemos de acudir a Ella, también en las pequeñas necesidades diarias.
III. Una consecuencia directa de la fe es la oración, pero, a la vez, la oración presta mayor «firmeza a la misma fe». Ambas están perfectamente unidas. Por eso, todo lo que pedimos debe ayudarnos a ser mejores; si no fuera así, «no nos haríamos más piadosos, sino más avaros y ambiciosos». Cuando pedimos una nueva vivienda, la ayuda en unos exámenes o en una oposición..., debemos examinar si aquello nos ayudará a cumplir mejor la voluntad de Dios. Podemos pedir bienes materiales, la salud nuestra o de alguien a quien vemos sufrir, el salir airosos de una mala situación..., pero si vivimos de fe, si tenemos unidad de vida, comprenderemos bien que cuando pedimos e insistimos en los medios materiales o en los bienes humanos, lo que queremos, en primer lugar, no son esas cosas en sí mismas, sino al mismo Dios. El Señor es siempre el fin último de nuestras peticiones, también cuando pedimos bienes de aquí abajo, que nunca querríamos si nos alejaran de Él.
A Dios le es especialmente grata la oración por las necesidades del alma, tanto propias como de nuestros parientes, amigos y conocidos. Mucho hemos de pedir por quienes tratamos cada día, para que estén cerca del Señor. ¡Cuánto debemos rogar por los familiares, por los amigos...! «He chocado la mano de mi amigo y, de pronto, al ver sus ojos tristes y angustiados, temí que no estuvieras en su corazón. Y me sentí molesto como ante un sagrario en el que no sé si estás.
»Oh, Dios, si Tú no estuvieras en él, mi amigo y yo estaríamos lejanos, pues su mano en la mía no sería más que carne entre carne, y su corazón para el mío un corazón del hombre para el hombre.
»Yo quiero que tu Vida esté en él como en mí, porque quiero que mi amigo sea mi hermano gracias a Ti».
No dejemos de pedir en este mes de octubre, utilizando el Santo Rosario como oración siempre eficaz para conseguir, a través de Nuestra Señora, todo aquello que necesitamos nosotros y aquellas personas que de alguna manera dependen de nosotros.
18 de octubre
SAN LUCAS, EVANGELISTA*
Fiesta
— El Evangelio de San Lucas. La perfección de nuestro trabajo.
— Lo que el Evangelista nos transmite. El pintor de la Virgen.
— Leer con piedad el Santo Evangelio.
I. ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria!.
Hemos de agradecer hoy a San Lucas que sea para nosotros un buen mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, pues fue un fiel instrumento en manos del Espíritu Santo. Nos ha transmitido un precioso Evangelio y la historia de la primitiva Cristiandad en los Hechos de los Apóstoles, movido por la gracia de la inspiración divina, pero a la vez con el esfuerzo humano de un trabajo bien hecho, pues la ayuda de Dios no suplanta lo humano. Él mismo nos indica que redactó su obra después de haberse informado con exactitud de todo desde los comienzos, y que lo hizo de forma ordenada, no de cualquier manera. Esto le debió suponer buscar cuidadosamente fuentes de primera mano, muy probablemente la Virgen, los Apóstoles, incluso las mismas personas que aún vivían y que fueron protagonistas de los milagros, sucesos y narraciones... Nos señala expresamente que recoge esas noticias conforme nos las transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares. Incluso su mismo estilo literario, como hace notar San Jerónimo, indica la seguridad de las fuentes de las que se nutre. Gracias a este esfuerzo y a su correspondencia a las gracias que recibió del Espíritu Santo, hoy podemos leer, maravillados, los relatos de la infancia de Jesús, algunas bellísimas parábolas que solo él recoge, como la del hijo pródigo, la del buen samaritano, la del administrador infiel, la del pobre Lázaro y el mal rico... Propio también de San Lucas es el relato de los dos caminantes de Emaús, lleno de finura y acabado hasta en sus menores detalles.
Ninguno de los Evangelistas nos ha mostrado la misericordia divina para con los más necesitados como lo hace San Lucas. Resalta el amor de Jesús por los pecadores, quien declara que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido, relata el perdón a la mujer pecadora, el alojamiento en casa de un pecador como Zaqueo, la mirada de Jesús que transforma el corazón de Pedro después de las negaciones, la promesa del Reino al ladrón arrepentido, la oración por los que le crucifican y le insultan en el Calvario.. Las mujeres y el empeño de Jesús por devolverles su dignidad, poco considerada en aquel tiempo, ocupan un lugar muy importante en su Evangelio: la viuda de Naín, la pecadora arrepentida, las mujeres galileas que ponen a disposición de Jesús sus bienes y van también en su seguimiento, las visitas de Jesús a casa de las dos hermanas de Betania, la curación de una mujer encorvada, las mujeres de Jerusalén que dan a Jesús muestras de su compasión en el camino de la cruz... son todas figuras nombradas y realzadas solo por este Evangelista.
Es mucho lo que hemos de agradecer hoy a San Lucas. «Eres el único escribía el que más tarde había de ser el Papa Juan Pablo I en una carta figurada al Evangelista que nos ofrece un relato del nacimiento e infancia de Cristo, cuya lectura escuchamos siempre con renovada emoción en Navidad. Hay, sobre todo, una frase tuya que me llama la atención: Envuelto en pañales fue reclinado en un pesebre. Esta frase ha dado origen a todos los belenes del mundo y a miles de cuadros preciosos». Ha permitido que acompañemos, tantas veces, a la Sagrada Familia en Belén y en su vida cotidiana entre sus paisanos de Nazareth.
También nosotros nos detenemos hoy a considerar la perfección humana con que debemos realizar nuestro trabajo, aunque nos parezca que quizá no tiene mucha trascendencia. Las obras bien hechas permanecen y resulta fácil ofrecerlas a Dios, que las acogerá como un don. El trabajo realizado con poco esfuerzo, sin interés, sin cuidar lo pequeño, no merece ser humano, y no permanecerá ni delante de Dios, ni de los hombres. Examinemos hoy cómo llevamos a cabo lo que tenemos entre manos, lo que debemos ofrecer cada día al Señor.
II. En el Evangelio de San Lucas encontramos la doctrina fundamental del Señor sobre la humildad, la sinceridad, la pobreza, la penitencia, la aceptación de la cruz cada día, la necesidad de ser agradecidos... El gran amor que tenemos a Nuestra Señora nos mueve hoy a dar gracias a este Santo Evangelista que supo presentar la grandeza y hermosura de su alma con una exquisita delicadeza. Por eso, se le dio desde muy antiguo el título de pintor de la Virgen, y de ahí se pasó más tarde a que se le atribuyera la autoría de algunas tallas y pinturas de Nuestra Señora. En cualquier caso, el Evangelio de San Lucas es fundamental para el conocimiento y la devoción a la Virgen, y ha servido de inspiración a una buena parte del arte cristiano. Ningún personaje de la historia evangélica fuera, naturalmente, de Jesús es descrito con tanto amor y admiración como Santa María. Nos enseña, inspirado por el Espíritu Santo, los dones y la fiel correspondencia de la Virgen Santísima: es la llena de gracia, el Señor está con ella; concibió por obra del Espíritu Santo, siendo Madre de Jesús sin dejar de ser Virgen; íntimamente unida al misterio redentor de la Cruz, será bendecida por todas las generaciones, pues el Todopoderoso hizo en Ella grandes cosas. Con razón una mujer del pueblo alabó entusiasmada y de forma muy expresiva a la Madre de Jesús. De la misma forma nos enseña la fidelísima correspondencia de la Virgen: recibe con humildad el anuncio del Arcángel acerca de su dignidad de Madre de Dios; acepta rendidamente los planes divinos; se apresura a ayudar a los demás... Por dos veces nos muestra a Nuestra Señora que ponderaba estas cosas en su corazón... Son conocimientos que solo la Virgen pudo transmitir en momentos en que abrió su intimidad.
En ese camino de las cosas bien hechas, acabadas con perfección, pidámosle a San Lucas dar a conocer a los demás la devoción a la Virgen, la riqueza casi infinita de su alma, como él lo hizo. Especialmente, en este mes de octubre, procuremos propagar esa devoción del Santo Rosario, que tantas gracias nos obtiene del Cielo.
III. Honremos la memoria de San Lucas contemplando la atrayente y alentadora figura del Salvador que nos pone delante. Y pidámosle, al leer y meditar los Hechos de los Apóstoles el Evangelio del Espíritu Santo, como se le ha llamado-, la alegría y el espíritu apostólico de nuestros primeros hermanos en la fe que allí se refleja. Según una antigua costumbre cristiana, cuando alguien se encontraba en un apuro o en una duda abría al azar el Evangelio y leía el primer versículo encontrado. Muchas veces no se encontraba la respuesta adecuada, pero siempre se hallaba paz y serenidad; se había entrado en contacto con Jesús. Salía de Él una virtud que sanaba a todos, comenta en cierta ocasión el Evangelista. Y esa virtud sigue saliendo de Jesús cada vez que entramos en contacto con Él. La obra de San Lucas, inspirada por Dios, nos enseña a mantener esa relación directa con el Señor, nos anima a acudir frecuentemente a su misericordia, a tratarle como al Amigo fiel que dio su vida por nosotros. A la vez, nos permite meternos de lleno en el misterio de Jesús, especialmente hoy, cuando tantas y tan confusas ideas circulan sobre el tema más trascendental para la Humanidad desde hace veinte siglos: Jesucristo, Hijo de Dios, piedra angular, fundamento de todo hombre. Ninguna lectura tiene la virtud de acercarnos tanto a Dios como la que está escrita bajo la misma inspiración divina. Por eso en el Santo Evangelio debemos aprender la ciencia suprema de Jesucristo, como decía San Pablo a los Filipenses, «pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo».
El Evangelio debe ser el primer libro del cristiano porque nos es imprescindible conocer a Cristo; hemos de mirarlo y contemplarlo hasta conocer de memoria todos sus rasgos. «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra obras y dichos de Cristo no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.
»-El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida.
»Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...” ¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante.
»Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. Así han procedido los santos».
San Lucas, que tantas veces meditaría los hechos que relata, nos enseñará a amar, como lo hacían los primeros cristianos, el Santo Evangelio. En él encontraremos «el alimento del alma, la fuente límpida y perenne de la vida espiritual»
29ª semana. Lunes
LA ESPERANZA DE LA VIDA
— Los bienes temporales y la esperanza sobrenatural.
— El desprendimiento cristiano.
— Nuestra esperanza está en el Señor.
I. Se acercó uno al Señor para pedirle que interviniera en un asunto de herencias. Por las palabras de Jesús, parece que este hombre estaba más preocupado por aquel problema de bienes materiales que atento a la predicación del Maestro. La cuestión planteada, ante el Mesías que les habla del Reino de Dios, da la impresión de ser al menos inoportuna. Jesús le responderá: Hombre, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? A continuación, aprovecha la ocasión para advertir a todos: Estad alerta y guardaos de toda avaricia, porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de aquello que posee. Y para que quedara bien clara su doctrina les expuso una parábola. Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha, hasta tal punto que no cabía en los graneros, Entonces, el propietario pensó que sus días malos se habían acabado y que tenía segura su existencia. Decidió destruir los graneros y edificar otros más grandes, que pudieran almacenar aquella abundancia. Su horizonte terminaba en esto; se reducía a descansar, comer, beber y pasarlo bien, puesto que la vida se había mostrado generosa con él. Se olvidó –¡como tantos hombres!– de unos datos fundamentales: la inseguridad de la existencia aquí en la tierra y su brevedad. Puso su esperanza en estas cosas pasajeras y no consideró que todos estamos en camino hacia el Cielo.
Dios se presentó de improviso en la vida de este rico labrador que parecía tener todo asegurado, y le dijo: Necio, esta misma noche te reclaman el alma; lo que has preparado, ¿para quién será? Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios.
La necedad de este hombre consistió en haber puesto su esperanza, su fin último y la garantía de su seguridad en algo tan frágil y pasajero como los bienes de la tierra, por abundantes que sean. La legítima aspiración de poseer lo necesario para la vida, para la familia y su normal desarrollo no debe confundirse con el afán de tener más a toda costa. Nuestro corazón ha de estar en el Cielo, y la vida es un camino que hemos de recorrer. Si el Señor es nuestra esperanza, sabremos ser felices con muchos bienes o con pocos. «Así, pues, el tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento tiene dos sentidos bien distintos. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá. Entonces los corazones se endurecen y los espíritus se cierran; los hombres ya no se unen por amistad, sino por interés, que pronto les hace oponerse unos a otros y desunirse. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser, y se opone a su verdadera grandeza. Para las naciones, como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral». El amor desordenado ciega la esperanza en Dios, que se ve entonces como algo lejano y falto de interés. No cometamos esa necedad: no hay tesoro más grande que tener a Cristo.
II. La Sagrada Escritura nos amonesta con frecuencia a tener nuestro corazón en Dios: Tened dispuesto el ánimo, vivid con sobriedad y poned vuestra esperanza en la gracia que os ha traído la revelación de Jesucristo, exhortaba San Pedro a los primeros cristianos. Y San Pablo aconseja a Timoteo: A los ricos de este mundo encárgales... que no pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que abundantemente nos provee de todo para que lo disfrutemos. El mismo Apóstol afirma que la avaricia está en la raíz de los males y muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y se atormentan a sí mismos con muchos dolores. La Iglesia lo sigue recordando en el momento presente: «Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo, y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica, les impida la prosecución de la caridad perfecta. Acordándose de la advertencia del Apóstol: Los que usan de este mundo no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan (cfr. 1 Cor 7, 31)».
El desorden en el uso de los bienes materiales puede provenir de la intención, cuando se desean las riquezas por sí mismas, como si fueran bienes absolutos; de los medios que se emplean para adquirirlas, buscándolas con ansiedad, con posibles daños a terceros, a la propia salud, a la educación de los hijos, a la atención que requiere la familia... El desorden que da lugar a la avaricia puede estar también en la manera de usar de ellas: si se emplean solo en provecho propio, con tacañería, sin dar limosna.
El amor desordenado a los bienes materiales, pocos o muchos, es un grave obstáculo para seguir al Señor. El desprendimiento y el recto uso de lo que se posee, de aquello que es necesario para el sostenimiento de la familia, de los instrumentos de trabajo, de aquello que es lícito poseer para el descanso, de lo que se debe prever para el futuro –sin agobios, con la confianza siempre puesta en Dios–, es un medio para disponer el alma a los bienes divinos. «Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos, os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares... emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la Iglesia, a los vuestros, a vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la humanidad entera. Mirad que lo importante no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad que nos enseña nuestra fe cristiana: los bienes creados son solo eso, medios. Por lo tanto, rechazad el espejuelo de considerarlos como algo definitivo».
Si estamos cerca de Cristo, poco nos bastará para andar por la vida con la alegría de los hijos de Dios. Si no nos acercamos a Él, nada bastará para llenar un corazón siempre insatisfecho.
III. «En cierta ocasión –cuenta un amigo sacerdote–, hace ya muchos años estaba pasando una corta temporada de prácticas militares en el pueblo más alto de Navarra. Estas prácticas las hacíamos aprovechando la pausa de nuestros estudios. Recuerdo que cuando estaba yo en aquel pueblecito llamado Abaurrea, se presentó allí un alférez nuevo, flamante. Se presentaba al jefe para que le dijera a qué unidad iba destinado. Volvió diciendo que el jefe le había dicho que tenía que ir a Jaurrieta y que, así, como sin darle importancia, le había insinuado que tenía que tomar un caballo e irse en él (...). El nuevo estaba muy inquieto y toda la cena estuvo hablando del caballo, preguntando cosas, pidiendo algún consejo práctico. Entonces, uno de los que había allí dijo:
»—Tú lo que tienes que hacer es montarte sereno, con tranquilidad y que no se dé cuenta el caballo de que es la primera vez que montas. Esto es lo decisivo (...).
»Al día siguiente, por la mañana, muy temprano, estaban en la puerta, esperando al oficial recién incorporado, un soldado con su caballo y con otra cabalgadura para llevar la maleta, El alférez montó en el caballo y, por lo visto, el caballo se dio cuenta en el acto de que era la primera vez que montaba, porque, sin más, se lanzó a una especie de pequeño trote, con cara de alarma del alférez. El caballo se paró cuando quiso, y se puso a comer en uno de los lados de la carretera... por más que el alférez tiraba de las riendas inútilmente. Cuando el caballo lo creyó oportuno, se puso de nuevo a caminar por la carretera y, de cuando en cuando, se paraba; luego daba un trotecito, mientras el jinete miraba a los lados, con cara de susto. En esta situación venían en dirección contraria un equipo de Ingenieros que estaba enrollando un cable, para un tendido de luz. Y entonces los del cable le preguntaron:
»—¿Tú, a dónde vas? Y dijo el jinete con gran verdad y con una filosofía verdaderamente realista:
»—¿Yo? Yo iba a Jaurrieta; lo que no sé es dónde va este caballo... (...).
»Quizá también si a nosotros se nos preguntase de sopetón: “¿Tú a dónde vas?”, podríamos decir: “Yo, yo iba al amor, yo iba a la verdad, yo iba a la alegría; pero no sé dónde me está llevando la vida”».
¡Qué estupendo sería –si alguien nos preguntara, «¿tú a dónde vas?»– poder decir: Yo voy a Dios, con el trabajo, con las dificultades de la vida, con la enfermedad quizá!... ¡este es el objetivo, donde han de llevarnos los bienes de la tierra, la profesión,...! ¡todo! ¡Qué pena si hubiéramos constituido en un bien absoluto, lo que solo debe ser un medio! Examinemos hoy al terminar nuestra oración si la profesión es un medio para encontrar a Dios, si los bienes, cualesquiera que sean, nos ayudan a ser mejores...
Jesucristo nos enseña continuamente que el objeto de la esperanza cristiana no son los bienes terrenos, que la herrumbre y la polilla corroen y los ladrones desentierran y roban, sino los tesoros de la herencia incorruptible. Cristo mismo es nuestra única esperanza. Nada más puede llenar nuestro corazón. Y junto a Él, encontraremos todos los bienes prometidos, que no tienen fin. Los mismos medios materiales pueden ser objeto de la virtud de la esperanza en la medida en que sirvan para alcanzar el fin humano y el fin sobrenatural del hombre. Solo son eso: medios. No los convirtamos en fines.
Nuestra Señora, Esperanza nuestra, nos ayudará a poner el corazón en los bienes que perduran, ¡en Cristo!, si acudimos a Ella con confianza. Sancta Maria, Spes nostra, ora pro nobis.
29ª semana. Martes
LA VIGILANCIA EN EL AMOR
— Con las lámparas encendidas.
— La lucha en lo que parece de poca importancia nos mantendrá vigilantes.
— Alerta contra la tibieza.
I. Tened ceñidas vuestras cinturas y las lámparas encendidas, y estad como quienes aguardan a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle en cuanto venga y llame, leemos en el Evangelio de la Misa. El tener «ceñida la cintura» es una metáfora basada en las costumbres de los hebreos, y en general de todos los habitantes de Oriente Medio, que ceñían sus amplias vestiduras antes de emprender un viaje para caminar sin dificultad. En el relato del Éxodo se narra la prescripción de Dios a los israelitas de celebrar el sacrificio de la Pascua con la ropa ceñida, las sandalias calzadas y el bastón en la mano, porque iba a comenzar el itinerario hacia la tierra de promisión. Del mismo modo, tener las lámparas encendidas indica la actitud atenta, propia del que espera la llegada de alguien.
El Señor nos dice una vez más que nuestra actitud ha de ser como la de aquel que está a punto de emprender un viaje, o de quien espera a alguien importante. La situación del cristiano no puede ser de somnolencia y de descuido. Y esto por dos razones: porque el enemigo está siempre al acecho, como león rugiente, buscando a quien devorar, y porque quien ama no duerme. «Vigilar es propio del amor. Cuando se ama a una persona, el corazón vigila siempre, esperándola, y cada minuto que pasa sin ella es en función de ella y transcurre vigilante (...). Jesús pide el amor. Por eso solicita vigilancia». En Italia, muy cerca de Castelgandolfo, hay una imagen de la Virgen colocada junto a una bifurcación de carreteras, y tiene la siguiente inscripción: Cor meum vigilat. El Corazón de la Virgen está vigilante por Amor. Así debe estar el nuestro: vigilante por amor, y para descubrir al Amor que pasa cerca de nosotros. Enseña San Ambrosio que si el alma está adormecida, Jesús se marcha sin haber llamado a nuestra puerta, pero si el corazón está en vela, llama y pide que se le abra. Muchas veces a lo largo del día pasa Jesús a nuestro lado. ¡Qué pena si la tibieza impidiera verlo!
«¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza, mi alcázar, mi libertad! (Sal 17, 2-3). Eres lo más deseable y amable que puede imaginarse. ¡Dios mío, ayuda mía! Te amaré según me lo concedas y yo pueda, mucho menos de lo debido, pero no menos de lo que puedo... Podré más si aumentas mi capacidad, pero nunca llegaré a lo que te mereces». No permitas que, por falta de vigilancia, otras cosas ocupen el lugar que solo Tú debes llenar. Enséñame a mantener el alma libre para Ti, y el corazón dispuesto para cuando llegues.
II. Me pondré de centinela, // haré la guardia oteando a ver qué me dice, // qué respondo a su llamada. San Bernardo, comentando estas palabras del Profeta, nos exhorta: «Estemos también nosotros, hermanos, vigilantes, porque es la hora del combate». Es necesario luchar cada día, frecuentemente en pequeños detalles, porque en cada jornada vamos a encontrar obstáculos que nos separan de Dios. Muchas veces el empeño por mantenernos en este estado de vigilia, bien opuesto a la tibieza, se concretará en fortaleza para cumplir nuestros actos de piedad, esos encuentros con el Señor que nos llenan de fuerzas y de paz. Hemos de estar atentos para no abandonarlos por cualquier imprevisto que se presente, sin dejarnos llevar por el estado de ánimo de ese día o de ese momento.
Otras veces nuestra lucha estará más centrada en el modo de vivir la caridad, corrigiendo formas destempladas del carácter (del mal carácter), esforzándonos en ser cordiales, en servir a los demás, en tener buen humor...; o tendremos que empeñarnos en realizar mejor el trabajo, en ser más puntuales, en poner los medios oportunos para que nuestra formación humana, profesional y espiritual no se estanque... Este estado de vigilia, como el del centinela que guarda la ciudad, no nos garantiza que siempre hayamos de vencer: junto a las victorias, tendremos también derrotas (metas que no alcanzamos, propósitos que no acabamos de cumplir bien...). Muchos de estos fracasos carecerán ordinariamente de importancia; otros sí la tendrán, pero el desagravio y la contrición nos acercarán más aún al Señor, y nos darán fuerzas para recomenzar de nuevo... «Lo grave –escribe San Juan Crisóstomo a uno que se había separado de la fe– no es que quien lucha caiga, sino que permanezca en la caída; lo grave no es que uno sea herido en la guerra, sino desesperarse después de recibido el golpe y no curar la herida».
No olvidemos que en la lucha en lo pequeño, el alma se fortalece y se dispone para oír las continuas inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. Y es ahí también, en el descuido de lo que parece de poca importancia (puntualidad, dedicar al Señor el mejor tiempo para la oración, la pequeña mortificación en las comidas, en la guarda de los sentidos...), donde el enemigo se hace peligroso y difícil de vencer. «Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es esa agua menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios».
III. Es tan grata a Dios la actitud del alma que, día tras día y hora tras hora, aguarda vigilante la llegada de su Señor, que Jesús exclama en la parábola que nos propone: ¡Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando! Y, olvidando quién es el criado y quién el señor, sienta a la mesa al criado y él mismo le sirve. Es el amor infinito que no teme invertir los puestos que a cada uno corresponden: En verdad os digo que se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá. Las promesas de intimidad con Dios van más allá de lo que podemos imaginar. Vale la pena estar vigilantes, con el alma llena de esperanza, atentos a los pasos del Señor que llega.
El corazón que ama está alerta, como el centinela en la trinchera; el que anda metido en la tibieza, duerme. El estado de tibieza se parece a una pendiente inclinada que cada vez se separa más de Dios. Casi insensiblemente nace una cierta preocupación por no excederse, por quedarse en lo suficiente para no caer en el pecado mortal, aunque se acepta con frecuencia el venial. Y se justifica esta actitud de poca lucha y de falta de exigencia personal con razones de naturalidad, de eficacia, de salud, que ayudan al tibio a ser indulgente con sus pequeños afectos desordenados, apegos a personas o cosas, caprichos, excesiva tendencia a buscar una mayor comodidad..., que llegan a presentarse como una necesidad subjetiva. La fuerzas del alma se van debilitando cada vez más, hasta llegar, si no se remedia, a pecados más graves.
El alma adormecida en la tibieza vive sin verdaderos objetivos en la lucha interior que atraigan e ilusionen. «Se va tirando». Se ha dejado el empeño por ser mejores, o se lleva una lucha ficticia e ineficaz. Queda en el corazón un vacío de Dios que el tibio intenta llenar con otras cosas, que no son Dios y no llenan; y un especial y característico desaliento impregna toda la vida de relación con el Señor. Se pierde la prontitud y la alegría en la entrega, y la fe queda apagada, precisamente porque se ha enfriado el amor. A un estado de tibieza le ha precedido siempre un conjunto de pequeñas infidelidades, cuya culpa –no zanjada– está influyendo en las relaciones de esa alma con Dios.
Tened ceñidas las cinturas y las lámparas encendidas..., atentos a los pasos del Señor. Es una llamada a mantenernos alerta, con la lucha diaria planteada en puntos muy concretos. Nadie estuvo más atento a la llegada de Cristo a la tierra que su Madre Santa María. Ella nos enseñará a mantenernos vigilantes si alguna vez sentimos que ese mal sueño hace su presencia en el alma.
«¡Señor, qué bueno eres para el que te busca! Y ¿para el que te encuentra?». Nosotros lo hemos encontrado. No lo perdamos.
29ª semana. Miércoles
MUCHO LE PEDIRÁN
— Responsabilidad por las gracias recibidas.
— Responsabilidad en el trabajo. Prestigio profesional.
— Responsabilidad en el apostolado.
I. Después de haber hablado Jesús sobre la necesidad de estar vigilantes, Pedro le preguntó si se refería a ellos, a los más íntimos, o a todos. Y el Señor volvió a insistir en lo imprevisible del momento en que Dios nos llamará para rendir cuentas de la herencia que dejó en nuestras manos: puede venir en la segunda vigilia o en la tercera..., a cualquier hora. Por otro lado, respondiendo a Pedro, señala que su enseñanza se dirige a todos, pero Dios pedirá cuentas a cada uno según sus circunstancias personales y las gracias que recibió. Todos tenemos que cumplir una misión aquí en la tierra, y de ella hemos de responder al final de la vida. Seremos juzgados según los frutos, abundantes o escasos, que hayamos dado. San Pablo lo recordará más tarde a los cristianos de los primeros tiempos: Es forzoso que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba el pago debido a las buenas o malas obras que haya hecho mientras ha estado revestido de su cuerpo.
El Señor termina sus palabras con esta consideración: A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán. ¿Cuánto nos ha encomendado a nosotros? ¿Cuántas gracias, destinadas a otros, ha querido que pasen por nuestras manos? ¿Cuántos dependen de mi correspondencia personal a las gracias que recibo?... Este pasaje del Evangelio, que leemos en la Misa, es una fuerte llamada a la responsabilidad, pues a todos se nos ha dado mucho. «Cada hombre y cada mujer –señala un literato– es como un soldado que Dios coloca para custodiar una parte de la fortaleza del Universo. Unos están en las murallas y otros en el interior del castillo, pero todos han de ser fieles a su puesto de centinela y no abandonarlo nunca, o de lo contrario el castillo quedaría expuesto a los asaltos del infierno».
El hombre, la mujer responsable no se deja anular por un falso sentimiento de poquedad. Sabe que Dios es Dios, y él, en cambio, un montón de flaquezas, pero esto no lo retrae de su misión en la tierra, que, con la ayuda de la gracia, se convierte en una bendición de Dios: la fecundidad de la familia, que se prolonga más allá de lo que los padres pueden divisar con su mirada; la paternidad y la maternidad espiritual, que se cumple de una manera del todo particular en aquellos que recibieron de Dios una llamada a una entrega total, indiviso corde, y que tiene una inmensa trascendencia para toda la Iglesia y para la humanidad..., y todos, en la plena realización de su propia vocación en medio de sus quehaceres diarios. «Eres, entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y este otro... y otro, y otro... Cada vaz más ancho.
»¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?».
II. La responsabilidad –poder dar una respuesta a Dios– es signo de la dignidad humana: solo la persona libre puede ser responsable, eligiendo en cada momento, entre múltiples posibilidades, la que es más conforme con el querer divino y, por tanto, con su propia perfección.
La responsabilidad en una persona que vive en medio del mundo ha de referirse, en buena parte, a su trabajo profesional, con el que da gloria a Dios, sirve a la sociedad, consigue los medios necesarios para el sostenimiento de la propia familia y realiza su apostolado personal. Contaba Juan Pablo I en una catequesis, durante su corto pontificado, lo que le sucedió a un hombre de prestigio, profesor de la Universidad de Bolonia. Una tarde le llamó el ministro de Educación y, después de hablar con él, le invitó a quedarse un día más en Roma. El profesor le contestó: «No puedo, tengo mañana clase en la Universidad, y los alumnos me esperan». El ministro le contestó: «Le dispenso yo». Y el profesor: «Usted puede dispensarme, pero yo no me dispenso». Era sin duda un hombre responsable, que no se limitaba a cumplir y a dar el menor número posible de clases. Era de aquellos, comentaba el Pontífice, que podían decir: «Para enseñar el latín a John, no basta conocer el latín, sino que es necesario conocer y amar a John». Y también: «tanto vale la lección cuanto la preparación». Probablemente era un hombre que amaba mucho su trabajo, ¡Cuántas veces tendremos que decir también nosotros «yo no me dispenso»..., aunque nos dispensen las circunstancias!
El sentido de responsabilidad llevará al cristiano a labrarse un prestigio profesional sólido si está aún estudiando o formándose en su oficio, a conservarlo si se encuentra en el pleno ejercicio de la profesión, y a cumplir y a excederse en esas tareas. Esto vale igualmente para la madre de familia, para el catedrático, para el oficinista o para el dependiente. «Cuando tu voluntad flaquee ante el trabajo habitual, recuerda una vez más aquella consideración: “el estudio, el trabajo, es parte esencial de mi camino. El descrédito profesional –consecuencia de la pereza– anularía o haría imposible mi labor de cristiano. Necesito –así lo quiere Dios– el ascendiente del prestigio profesional, para atraer y ayudar a los demás”.
»—No lo dudes: si abandonas tu tarea, ¡te apartas –y apartas a otros– de los planes divinos!».
III. A todo el que se le ha dado mucho... Pensemos en las incontables gracias que hemos recibido a lo largo de la vida, larga o corta, aquellas que conocimos palpablemente, y esa infinidad de dones que nos son desconocidos. Todos aquellos bienes que habíamos de repartir a manos llenas: alegría, cordialidad, ayudas pequeñas pero constantes... Meditemos hoy si nuestra vida es una verdadera respuesta a lo que Dios espera de nosotros.
En la parábola que leemos en este pasaje del Evangelio, el Señor habla de un siervo irresponsable que tenía como justificación de su mala administración una idea falsa: Mi amo tarda en venir. El Señor ha llegado ya y está todos los días entre nosotros. Es a Él a quien en cada jornada dirigimos nuestra mirada para comportarnos como el hijo delante de su Padre, como el amigo delante del Amigo. Y cuando, dentro de un tiempo no muy largo, al fin de la vida, le demos cuenta de la administración que hicimos de sus bienes, se llenará nuestro corazón de alegría al ver esa fila interminable de personas que, con la gracia y nuestro empeño, se acercaron a Él. Comprenderemos que nuestras acciones fueron como «la piedra caída en el lago», con una resonancia inmensa a nuestro alrededor; y esto gracias a la fidelidad diaria a nuestros deberes, quizá no muy brillantes externamente, a la oración y al sencillo pero firme y constante apostolado con los amigos, con los parientes, con aquellos que pasaron cerca de nuestra vida.
De hecho, el mismo Jesús anunció a sus discípulos: En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que estas porque Yo voy al Padre. San Agustín comenta así estas palabras del Señor: «No será mayor que yo el que en mí cree; sino que yo haré entonces cosas mayores que las que ahora hago; realizaré más por medio del que crea en mí, que lo que ahora realizo por mí mismo». ¡Tantas maravillas lleva a cabo a través de nuestra pequeñez cuando le dejamos! Las obras mayores «consisten esencialmente en dar a los hombres la vida divina, la fuerza del Espíritu y, por lo tanto, en su adopción como hijos de Dios (...). De hecho, Jesús dice: porque Yo voy al Padre. La marcha de Jesús no interrumpe su actividad de salvación del mundo, sino que asegura su crecimiento y expansión; no significa la separación de los suyos, sino su presencia en ellos, real aunque invisible. La unidad con Él, resucitado, es lo que les hace capaces de hacer obras mayores, de reunir a los hombres con el Padre y entre ellos (...). De nosotros depende que Jesús vuelva a pasar por la tierra para cumplir su obra: Él obra a través de nosotros, si le dejamos hacer a Él.
»También para venir por vez primera a la tierra, Dios pidió consentimiento a María, una de nosotros. María creyó: dio su adhesión total a los planes del Padre. Y ¿qué obra dio como fruto su fe? Por su “sí” el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14) en Ella y se hizo posible la salvación de la humanidad». A Nuestra Señora también le pedimos nosotros que nos ayude a cumplir todo aquello que su Hijo nos ha encomendado: un apostolado eficaz en el ambiente en el que nos encontramos.
29ª semana. Jueves
¡FUEGO HE VENIDO A TRAER A LA TIERRA!
— El afán divino de Jesús por todas las almas.
— El apostolado en medio del mundo se ha de propagar como un incendio de paz.
— La Santa Misa y el apostolado.
I. El Señor manifiesta a sus discípulos, como Amigo verdadero, sus sentimientos más íntimos. Así, les habla del celo apostólico que le consume, de su amor por todas las almas: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Y les muestra su impaciencia divina por que se consuma en el Calvario su entrega al Padre por los hombres: Tengo que ser bautizado con un bautismo ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo!. En la Cruz tuvo lugar la plenitud del amor de Dios por todos, pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. De esta predilección participamos quienes le seguimos.
San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de la Misa, enseña: «los hombres que creyeron en Él comenzaron a arder, recibieron la llama de la caridad. Es la razón por la que el Espíritu Santo se apareció en esa forma cuando fue enviado sobre los Apóstoles: Se les aparecieron lenguas como de fuego, que se posaron, repartidas, sobre cada uno de ellos (Hech 2, 3). Inflamados con este fuego, comenzaron a ir por el mundo y a inflamar a su vez y a prender fuego a los enemigos de su entorno. ¿A qué enemigos? A los que abandonaron a Dios que los había creado y adoraban las imágenes que ellos habían hecho (...). La fe que hay en ellos se encuentra como ahogada por la paja. Les conviene arder en ese fuego santo, para que, una vez consumida la paja, resplandezca esa realidad preciosa redimida por Cristo». Somos nosotros quienes hemos de ir ahora por el mundo con ese fuego de amor y de paz que encienda a otros en el amor a Dios y purifique sus corazones.
Iremos a la Universidad, a las fábricas, a las tareas públicas, al propio hogar... «Si en una ciudad se prendiese fuego en distintos lugares, aunque fuese un fuego modesto y pequeño, pero que resistiese todos los embates, en poco tiempo la ciudad quedaría incendiada.
»Si en una ciudad, en los puntos más dispares, se encendiese el fuego que Jesús ha traído a la tierra y este fuego resistiese al hielo del mundo, por la buena voluntad de los habitantes, en poco tiempo tendríamos la ciudad incendiada de amor de Dios.
»El fuego que Jesús ha traído a la tierra es Él mismo, es la Caridad: ese amor que no solo une el alma a Dios, sino a las almas entre sí (...). Y en cada ciudad estas almas pueden surgir en las familias: padre y madre, hijo y padre, madre y suegra; pueden encontrarse también en las parroquias, en las asociaciones, en las sociedades humanas, en las escuelas, en las oficinas, en cualquier parte (...). Cada pequeña célula encendida por Dios en cualquier punto de la tierra se propagará necesariamente. Luego, la Providencia distribuirá estas llamas, estas almas-llamas, donde crea oportuno, a fin de que en muchos lugares el mundo sea restaurado al calor del amor de Dios y vuelva a tener esperanza».
II. El apostolado en medio del mundo se propaga como un incendio. Cada cristiano que viva su fe se convierte en un punto de ignición en medio de los suyos, en el lugar de trabajo, entre sus amigos y conocidos... Pero esa capacidad solo es posible cuando se cumple en nosotros el consejo de San Pablo a los cristianos de Filipos: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. Esta recomendación del Apóstol «exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio, es decir, imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios, la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias». Esta oblación se realiza principalmente en la Santa Misa, renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz, donde el cristiano ofrece sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida familiar, el trabajo de cada jornada, el descanso; incluso las mismas pruebas de la vida, que, si son sobrellevadas pacientemente, se convierten en medio de santificación. Al terminar el Sacrificio eucarístico, el cristiano va al encuentro de la vida, como lo hizo. Cristo en su existencia terrena: olvidado de sí mismo y dispuesto a darse a los demás para llevarlos a Dios.
La vida cristiana debe ser una imitación de la vida de Cristo, una participación en el modo de ser del Hijo de Dios. Esto nos lleva a pensar, mirar, sentir, obrar y reaccionar como Él ante las gentes. Jesús veía a las muchedumbres y se compadecía de ellas, porque andaban como ovejas sin pastor, en una vida sin rumbo y sin sentido. Jesús se compadecía de ellas; su amor era tan grande que no se dio por satisfecho hasta entregar su vida en la Cruz. Este amor ha de llenar nuestros corazones: entonces nos compadeceremos de todos aquellos que andan alejados del Señor y procuraremos ponernos a su lado para que, con la ayuda de la gracia, conozcan al Maestro.
En la Santa Misa se establece una corriente de amor divino desde el Hijo que se ofrece al Padre en el Espíritu Santo. El cristiano, incorporado a Cristo, participa de este amor, y a través de él desciende sobre las más nimias realidades terrenas, que quedan así santificadas y purificadas y más aptas para ser ofrecidas al Padre por el Hijo, en un nuevo Sacrificio eucarístico. Especialmente el apostolado queda enraizado en la Misa, de donde recibe toda su eficacia, pues no es más que la realización de la Redención en el tiempo a través de los cristianos: Jesucristo «ha venido a la tierra para redimir a todo el mundo, porque quiere que los hombres se salven (1 Tim 2, 4). No hay alma que no interese a Cristo. Cada una de ellas le ha costado el precio de su Sangre (cfr. 1 Pdr 1, 18-19)». Imitando al Señor, ningún alma nos debe ser indiferente.
III. Cuando el cristiano participa en la Santa Misa, pensará en primer lugar en sus hermanos en la fe, con quienes se sentirá cada vez más unido, al compartir con ellos el pan de vida y el cáliz de eterna salvación. Es un momento señalado para pedir por todos y especialmente por quien ande más necesitado; nos llenaremos así de sentimientos de caridad y de fraternidad, «porque si la Eucaristía nos hace uno entre nosotros, es lógico que cada uno trate a los demás como hermanos. La Eucaristía forma la familia de los hijos de Dios, hermanos de Jesús y entre sí».
Y después de ese encuentro único con el Señor, nos ocurrirá como a aquellos hombres y mujeres que fueron curados de sus enfermedades en alguna ciudad o camino de Palestina: tan alegres estaban que no cesaban de pregonar por todas partes lo que habían visto y oído, lo que el Maestro había obrado en sus almas o en sus cuerpos. Cuando el cristiano sale de la Misa habiendo recibido la Comunión, sabe que ya no puede ser feliz solo, que debe comunicar a los demás esa maravilla que es Cristo. Cada encuentro con el Señor lleva a esa alegría y a la necesidad de comunicar a los demás ese tesoro. Así, como resultado de una fe grande, se propagó el cristianismo en los primeros siglos: como un incendio de paz y de amor que nadie pudo detener.
Si logramos que nuestra vida gire alrededor de la Santa Misa, encontraremos la serenidad y la paz en cada circunstancia del día, con un afán grande de darle a conocer, pues «si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario».
También para nosotros el Sagrario es siempre Betania, «el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro». En el Sagrario encontraremos, cuando devolvamos la visita al Señor, las fuerzas necesarias para vivir como discípulos suyos en medio del mundo. También nosotros, como algunas almas que estuvieron muy cerca de Dios, podremos repetir, con el corazón lleno de gozo: Ignem veni mittere in terram... He venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Es el fuego del amor divino, que trae la paz y la felicidad a las almas, a la familia, a la sociedad entera.
29ª semana. Viernes
LOS SIGNOS Y LOS TIEMPOS
— Reconocer a Cristo que pasa cerca de nuestra vida.
— La fe y la limpieza de alma.
— Encontrar a Jesús y darlo a conocer.
I. Desde siempre los hombres se han interesado por el tiempo y por el clima. De modo muy particular, los labradores y los hombres de la mar han interrogado el estado del cielo, la dirección del viento, la forma de las nubes, para aventurar un pronóstico en razón de sus tareas. Nuestro Señor, en el Evangelio de la Misa, lo hace notar a quienes le escuchan, pescadores y gentes del campo en su mayoría: Cuando veis que sale una nube por el poniente, en seguida decís: va a llover. Y cuando sopla el sur, decís: viene bochorno. Jesús se encara con ellos, pues saben prever la lluvia y el buen tiempo a través de los signos que aparecen en el horizonte y, sin embargo, no saben discernir las señales, más abundantes y más claras, que Dios envía para que averigüen y conozcan que ha llegado ya el Mesías: ¿cómo no sabéis interpretar este tiempo?, les interpela. A muchos les faltaba buena voluntad y rectitud de intención, y cerraban sus ojos a la luz del Evangelio. Las señales de la llegada del Reino de Dios son suficientemente claras en la Palabra de Dios, que les llega tan directamente, en los milagros tan abundantes que realizó el Señor, y en la Persona misma de Cristo que tienen ante sus ojos. A pesar de tantos signos, muchos de ellos ya anunciados por los Profetas, no supieron enjuiciar la situación presente. Dios estaba en medio de ellos y muchos no se dieron cuenta.
El Señor sigue pasando cerca de nuestra vida, con suficientes referencias, y cabe el peligro de que en alguna ocasión no le reconozcamos. Se hace presente en la enfermedad o en la tribulación, que nos purifica si sabemos aceptarla y amarla; está, de modo oculto pero real, en las personas que trabajan en la misma tarea y que necesitan ayuda, en aquellas otras que participan del calor del propio hogar, en las que cada día encontramos por motivos tan diversos... Jesús está detrás de esa buena noticia, y espera que vayamos a darle las gracias, para concedernos otras nuevas. Son muchas las ocasiones en que se hace encontradizo... ¡Qué pena si no supiésemos reconocerle por ir excesivamente preocupados o distraídos, o faltos de piedad, de presencia de Dios!
¿No sería nuestra vida bien distinta si fuéramos más conscientes de esa presencia divina? ¿No es cierto que desaparecería mucha rutina, malhumor, penas y tristezas...? ¿Qué nos importaría entonces representar un papel u otro, si sabemos que a Dios le gusta y aprecia el que nos ha tocado? «Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros –¡con fe recia!– de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos (Lc 12, 30), de las personas que carecen de sentido sobrenatural», de quienes viven como si el Maestro no se hubiera quedado con nosotros.
II. La fe se hace más penetrante cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad. Quien quisiere hacer la voluntad de Él (de mi Padre) conocerá si mi doctrina es de Dios o si es mía, dirá el Señor en otra ocasión a los judíos. Cuando no se está dispuesto a cortar con una mala situación, cuando no se busca con rectitud de intención solo la gloria de Dios, la conciencia se puede oscurecer y quedarse sin luz para entender incluso lo que parece evidente. «El hombre, llevado por sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en las almas». Si falta buena voluntad, si esta no se orienta a Dios, entonces la inteligencia encontrará muchas dificultades en el camino de la fe, de la obediencia o de la entrega al Señor. ¡Cuántas veces hemos experimentado en el apostolado personal cómo han desaparecido muchas dudas de fe en amigos nuestros cuando por fin se han decidido a hacer una buena Confesión! «Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados. en tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no porque los ciegos no la vean deja por eso de brillar la luz solar, sino que ha de atribuirse esta oscuridad a su defecto de visión».
Para percibir la claridad penetrante de la fe, «hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres (...). Con este acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano».
Son tan importantes las disposiciones morales (la limpieza de corazón, la humildad, la rectitud de intención...) que a veces se puede decir que la oscuridad ante la voluntad de Dios, el desconocimiento de la propia vocación, las dudas de fe, incluso la misma pérdida de esta virtud teologal, tienen sus raíces en el rechazo de las exigencias de la moral o de la voluntad divina. Cuenta San Agustín su experiencia cuando aún estaba lejos del Señor: «Yo llegué a encontrarme –afirma el Santo– sin deseo alguno de los alimentos incorruptibles; pero no porque estuviera lleno de ellos, sino porque mientras más vacío me encontraba, más los rechazaba». Purifiquemos nosotros la mirada, aun de esas motas que dañan la visión, aunque sean pequeñas; rectifiquemos muchas veces la intención –¡para Dios toda la gloria!–, con el fin de ver a Jesús que nos visita con tanta frecuencia.
III. El Evangelio de la Misa de hoy termina con estas palabras de Jesús: Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel... Todos vamos por el camino de la vida hacia el juicio. Aprovechemos ahora para olvidar agravios y rencores, por pequeños que sean, mientras queda algo de trayecto por recorrer. Descubramos los signos que nos señalan la presencia de Dios en nuestra vida. Luego, cuando llegue la hora del juicio, será ya demasiado tarde para poner remedio. Este es el tiempo oportuno de rectificar, de merecer, de amar, de reparar. El Señor nos invita hoy a descubrir el sentido profundo del tiempo, pues es posible que todavía tengamos pequeñas deudas pendientes: deudas de gratitud, de perdón, incluso de justicia...
A la vez, hemos de ayudar a otros que nos acompañan en el camino de la vida a interpretar esas huellas que señalan el paso del Señor cerca de sus familias, de sus lugares de trabajo... Es posible que algunos, quizá los más alejados, no sigan al Maestro porque le ven con una mirada miope, como muchos de aquellos que le rodeaban en Palestina, pues «lo que muchos combaten no es al verdadero Dios, sino la falsa idea que se han hecho de Dios: un Dios que protege a los ricos, que no hace más que pedir y acuciar, que siente envidia de nuestro progreso, que espía continuamente desde arriba nuestros pecados para darse el placer de castigarlos (...). Dios no es así: es justo y bueno a la vez; Padre también de los hijos pródigos, a los que desea ver no mezquinos y miserables, sino grandes, libres, creadores de su propio destino. Nuestro Dios es tan poco rival del hombre, que ha querido hacerle su amigo, llamándole a participar de su misma naturaleza divina y de su misma eterna felicidad. Ni tampoco es verdad que nos pida demasiado; al contrario, se contenta con poco, porque sabe muy bien que no tenemos gran cosa (...). Este Dios se hará conocer y amar cada vez más; y de todos, incluidos los que hoy lo rechazan, no porque sean malos (...), sino porque le miran desde un punto de vista equivocado. ¿Que ellos siguen sin creer en Él? Él les responde: soy Yo el que cree en vosotros». Dios, como buen Padre, no se desanima ante sus hijos. No perdamos la esperanza nosotros: mostremos a los demás tantas indicaciones y referencias como Él deja a su paso. Si el campesino conoce bien la evolución del tiempo, los cristianos hemos de saber descubrir a Jesús, Señor de la historia, presente en el mundo, en medio de los grandes acontecimientos de la humanidad, y en los pequeños sucesos de los días sin relieve. Entonces sabremos darlo a conocer a los demás.
29ª semana. Sábado
LA HIGUERA ESTÉRIL
— Dar fruto. La paciencia de Dios.
— Lo que Dios espera de nosotros.
— Con las manos llenas. Pacientes en el apostolado.
I. En las viñas de Palestina se solían plantar árboles junto a las cepas. Y en un lugar así sitúa Jesús la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué va a ocupar terreno en balde?
La higuera simboliza a Israel, que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece improductivo de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar más frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador, desde el momento mismo de nuestra concepción: nos dio un Ángel Custodio para que nos protegiera hasta el final de la vida, recibimos, quizá a los pocos días de nacer, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en la Sagrada Comunión, hemos tenido la oportunidad de recibir una formación cristiana... Incontables han sido las gracias y favores del Espíritu Santo. Sin embargo, es posible que el Señor encuentre a veces pocos frutos en nuestra vida, y quizá, en alguna ocasión, frutos amargos. Es posible que, alguna vez, nuestra situación personal haya podido recordar la desconsolada parábola que relata el Profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis amores: Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones, frutos agrios. ¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto para que fueran buenos? San Ambrosio señala que las causas de la esterilidad son, frecuentemente, la soberbia y la dureza de corazón.
A pesar de todo, Dios vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: es la paciencia de Dios con el alma. Él no se desanima ante nuestras faltas de correspondencia, sabe esperar, pues, junto a nuestras flaquezas y a la debilidad, conoce a la vez la capacidad de bien que hay en cada hombre, en cada mujer. El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en todos nosotros, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.
Él mismo ha dicho que no quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea. Y las páginas del Evangelio son un continuo testimonio de esta consoladora verdad: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida..., el encuentro con la samaritana, con Zaqueo...
II. Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si así da fruto... Es Jesús que intercede ante Dios Padre por nosotros, que «somos como una higuera plantada en la viña del Señor». «Intercede el colono; intercede cuando ya el hacha está a punto de caer, para cortar las raíces estériles; intercede como lo hizo Moisés ante Dios... Se mostró mediador quien quería mostrarse misericordioso», comenta San Agustín. Señor, déjala todavía este año... ¡Cuántas veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Señor, déjalo todavía un año...! «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?».
Cada persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos, «pues el hombre nunca puede amar a Dios tanto como Él debe ser amado»; sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho... Cada noche, en el examen de conciencia, hemos de saber encontrar esos frutos pequeños en sí mismos, pero que han hecho grandes el amor y el deseo de corresponder a tanta solicitud divina. Y cuando salgamos de este mundo «tenemos que haber dejado impreso nuestro paso, dejando a la tierra un poco más bella y al mundo un poco mejor», una familia con más paz, un trabajo que ha significado un progreso para la sociedad, unos amigos fortalecidos con nuestra amistad...
Examinemos en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante del Señor, ¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre Dios? Pensemos en el día de ayer..., en la última semana..., y veamos si estamos colmados de obras hechas por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos al Señor todo lo que espera de cada uno. Bien sabemos que, cuando no se da toda la gloria a Dios, se convierte la existencia en un vivir estéril. Todo lo que no se hace de cara a Dios, perecerá. Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. «Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate solo en este: en uno, en el que hemos comenzado...», en el que ya falta poco para terminar.
III. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos. Esto es lo que Dios quiere de todos: no apariencia de frutos, sino realidades que permanecerán más allá de este mundo: gentes que hemos acercado al sacramento de la Penitencia, horas de trabajo terminadas con hondura profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones en las comidas, que manifiestan la presencia de Dios y el dominio del cuerpo por amor al Señor, vencimientos en el estado de ánimo, orden en los libros, en la casa, en los instrumentos de trabajo, empeño para que no influya a nuestro alrededor el cansancio de un día intenso, pequeños servicios, a quienes estaban necesitados de ayuda... No nos contentemos con las apariencias; examinemos si nuestras obras resisten, por el amor que hemos puesto en ellas y por la rectitud de intención, la penetrante mirada de Jesús. ¿Son mis obras en este momento el fruto que corresponde a las gracias que recibo?, podríamos preguntarnos cada uno en la intimidad de nuestra oración.
Si San Lucas sigue realmente un orden temporal en los acontecimientos que narra, «esta parábola fue dicha inmediatamente después de la pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre de Siloé (Lc 13, 4). ¿Debía suponerse que esos hombres eran especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que no, y añade: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. No es la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe, y el pecador que, dándosele tiempo para el arrepentimiento, no hace uso de la oportunidad, no sale mejor librado que si le hubieran lanzado repentinamente sobre la eternidad, como a aquellos. Y en este momento llega la parábola de la higuera, que nos advierte de un límite a la larga paciencia de Dios Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del hortelano, que es posible una intervención para prolongar el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que esto es importante. ¿Pueden nuestras oraciones servir para ganar al pecador un plazo que le permita arrepentirse?
»Claro que pueden». Y nosotros mismos podemos interceder junto al Señor para que se prolongue esa paciencia divina con aquellas personas que quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. «Por tanto, no nos apresuremos a cortar, sino dejemos crecer misericordiosamente, no sea que arranquemos la higuera que aún puede dar mucho fruto». Tengamos también nosotros paciencia y procuremos poner más medios, humanos y sobrenaturales, en el trato con esas personas que parecen tardar en recorrer el camino que lleva hasta Jesús.
Nuestra Madre Santa María nos alcanzará, en este sábado del mes de octubre en el que tantas veces hemos acudido a Ella, la gracia abundante que necesitan nuestras almas para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.
Trigésimo Domingo
ciclo b
ES CRISTO QUE PASA
— Acudir a Jesús, siempre cercano, en nuestras flaquezas y dolencias.
— La misericordia del Señor. Bartimeo.
— La alegría mesiánica.
I. Dios pasa por la vida de los hombres dando luz y alegría. La Primera lectura es un grito de júbilo por la salvación del resto de Israel, por la vuelta a la tierra de sus padres desde el destierro. Retornan todos, los lisiados y enfermos, los ciegos y los cojos, que encuentran su salud en el Señor. Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel. Mirad que Yo os traeré del país del Norte... Entre ellos hay ciegos y cojos... una gran multitud retorna. Después de tantos padecimientos, el Profeta anuncia las bendiciones de Dios sobre su Pueblo. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos, los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán.
En Jesús se cumplen todas las profecías. Pasó por el mundo haciendo el bien, incluso a quien no le pedía nada. En Él se manifestó la plenitud de la misericordia divina con quienes estaban más necesitados. Ninguna miseria separó a Cristo de los hombres: dio la vista a ciegos, curó de la lepra, hizo andar a los cojos y paralíticos, alimentó a una muchedumbre hambrienta, expulsó demonios..., se acercó a los que más padecían en el alma o en el cuerpo. «Éramos nosotros los que teníamos que ir a Jesús; pero se interponía un doble obstáculo. Nuestros ojos estaban ciegos (...). Nosotros yacíamos paralizados en nuestra camilla, incapaces de llegar a la grandeza de Dios. Por eso nuestro amable Salvador y Médico de nuestras almas descendió de su altura».
Nosotros, que andamos con tantas enfermedades, «hemos de creer con fe firme en quien nos salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos». Existen épocas en las que quizá vamos a experimentar con más fuerza nuestra dolencia: momentos en los que la tentación es más fuerte, o en los que sentimos el cansancio y la oscuridad interior o experimentamos con más fuerza la propia debilidad. Acudiremos entonces a Jesús, siempre cercano, con una fe humilde y sincera, como la de tantos enfermos y necesitados que aparecen en el Evangelio. Le diremos entonces al Maestro: «¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias –mejor, con nuestras miserias– , seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza». ¡Qué seguridad nos da Cristo cercano a nuestra vida!
II. El Evangelio de la Misa nos relata el paso de Jesús por la ciudad de Jericó y la curación de un ciego, Bartimeo, que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. El Maestro deja las últimas casas de esta ciudad y sigue su camino hacia Jerusalén. Es entonces cuando a Bartimeo le llega el ruido de la pequeña caravana que acompañaba al Señor. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a gritar y a decir: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Aquel hombre que vive en la oscuridad, pero que siente ansias de luz, de claridad, de curación, comprendió que aquella era su oportunidad: Jesús estaba muy cerca de su vida. ¡Cuántos días había esperado aquel momento! ¡El Maestro está ahora al alcance de su voz! Por eso, aunque muchos le reprendían para que callase, él no les hace el menor caso y gritaba mucho más fuerte. No puede perder aquella ocasión. ¡Qué ejemplo para nuestra vida! Porque Cristo, siempre al alcance de nuestra voz, de nuestra oración, pasa a veces más cerca, para que nos atrevamos a llamarle con fuerza. Timeo -comenta San Agustín- Iesum transeuntem et non redeuntem, temo que Jesús pase y no vuelva. No podemos dejar que pasen la gracias como el agua de lluvia sobre la tierra dura.
A Jesús hemos de gritarle muchas veces –lo hacemos ahora en el silencio de nuestra intimidad– en una oración encendida: Iesu, Fili David, miserere mei! ¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí! Al llamarle, nos consuelan estas palabras de San Bernardo, que hacemos nuestras: «Mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras Él no lo sea en misericordia. Y como la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos». Con esos merecimientos acudimos a Él: Iesu, Fili David... Hemos de gritarle, afirma San Agustín, con la oración y con las obras que han de acompañarla. Las buenas obras, especialmente la caridad, el trabajo bien hecho, la limpieza del alma en una Confesión contrita de nuestros pecados avalan ese clamor ante Jesús que pasa.
El ciego, después de vencer el obstáculo de los que le rodeaban, consiguió lo que tanto deseaba. Se detuvo Jesús y dijo: Llamadle. Llaman al ciego diciéndole: ¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
El Señor le había oído la primera vez, pero quiso que Bartimeo nos diese un ejemplo de insistencia en la oración, de no cejar hasta estar en presencia del Señor. Ahora ya está delante de Él. «E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi visfaciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro, que vea (Mc 10, 51). ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam -Maestro, que vea- me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla (...). Ahora es a ti, a quien habla Cristo. Te dice: ¿qué quieres de Mí? ¡Que vea, Señor, que vea! Y Jesús: anda, que tu fe te ha salvado. E inmediatamente vio y le iba siguiendo por el camino (Mc 10, 52). Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que Él nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba».
III. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. // Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, // nos parecía soñar: // La boca se nos llenaba de risas, // la lengua de cantares. // Que el Señor cambie nuestra suerte, // como los torrentes del Negueb. // Los que sembraban con lágrimas, // cosechan entre cantares, leemos en el Salmo responsorial.
Este Salmo de júbilo y de alegría recuerda la dicha de los israelitas al conocer el decreto de Ciro para la repatriación del Pueblo elegido a la tierra de sus padres y la esperanza de la reconstrucción del Templo y de la Ciudad Santa. Se cantaba en las peregrinaciones a Jerusalén, especialmente en las fiestas judías más importantes. Por eso se le llamó el Cántico de peregrinación.
El Negueb es un desierto al sur de Palestina por el que en tiempos de lluvia bajaban torrentes de agua que lo convertían durante algún tiempo en un oasis. Así también los cautivos de Babilonia vuelven a Israel, despoblado y desierto, y piden al Señor que a su vuelta renueve la tierra, que establezca una nueva época llena de bendiciones. Aquellas lágrimas que fueron derramando se convirtieron en semillas de conversión y de arrepentimiento por los pecados pasados que motivaron el castigo. Y lo mismo que el que siembra pasa fatiga al ir echando la semilla con lágrimas, pero un día podrá volver de su campo trayendo las gavillas sembradas con dolor, así el Pueblo escogido fue sembrando lágrimas reparadoras, y vuelve ahora llevando gavillas de gozo y de liberación.
Este Salmo recuerda la alegría mesiánica, a la que también hace referencia la Primera lectura. En el Evangelio del día, Bartimeo es un fruto de esa salvación que ya despunta, y que tendrá su plenitud después de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. La misma ceguera de Bartimeo y su pobreza fueron un motivo de su encuentro con Jesús, que compensó ampliamente todos sus anteriores pesares. La vida de este ciego fue completamente distinta: et sequebatur eum in via..., le seguía en el camino. Ahora, Bartimeo es un discípulo que sigue al Maestro. Nuestras dolencias, nuestra oscuridad quizá, pueden ser ocasión de un nuevo encuentro con Jesús, de un seguirle de un modo nuevo –más humildes, más purificados– por el camino de la vida, de convertirnos en discípulos que caminan más cerca de Él. Entonces, podremos decir a muchos de parte del Señor: ¡Ánimo!, levántate, te llama. «En aquellos tiempos, narran los Evangelios, pasaba el Señor, y ellos, los enfermos, le llamaban y le buscaban. También ahora pasa Cristo con tu vida cristiana y, si le secundas, cuántos le conocerán, le llamarán, le pedirán ayuda y se les abrirán los ojos a las luces maravillosas de la gracia».
Domine, ut videam: Señor, que vea lo que quieres de mí. Domina, ut videam: Señora, que vea lo que tu Hijo me pide ahora, en mis circunstancias, y se lo entregue.
Trigésimo Domingo
Ciclo C
LA ORACIÓN VERDADERA
— Necesidad de la oración.
— Oración humilde y confiada. Parábola del fariseo y del publicano.
— Fidelidad a la oración. Dificultades.
I. La oración es, de nuevo, en este domingo el tema del Evangelio de la Misa. Jesús comienza la parábola del publicano y del fariseo insistiendo en que es preciso orar en todo tiempo. En sus enseñanzas, de lo que tal vez más nos habla el Señor –junto a la fe y a la caridad– es de la oración. De muchas maneras nos quiere decir el Maestro que la oración nos es absolutamente necesaria para seguirle y para cualquier obra que permanezca más allá de esta vida pasajera. En los comienzos de su Pontificado, el Papa Juan Pablo II declaraba: «la oración es para mí la primera tarea y como el primer anuncio; es la primera condición de mi servicio a la Iglesia y al mundo». Y añadía: «también todo creyente debe considerar siempre la oración como la obra esencial e insustituible de la propia vocación, el opus divinum que antecede –como en la cumbre de todo su vivir y actuar– a cualquier tarea. Sabemos bien que la fidelidad a la oración o su abandono son la prueba de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa, del apostolado, de la fidelidad cristiana». Sin oración no podríamos seguir a Cristo en medio del mundo. Nos es tan indispensable como el alimento o la respiración para la vida corporal. De aquí el empeño del demonio en que los cristianos abandonemos o descuidemos la oración, con excusas que parecen nobles.
Pocos días antes, recordaba el Pontífice que un peligro para los sacerdotes, aun celosos, «es sumergirse de tal manera en el trabajo del Señor, que se olviden del Señor del trabajo». Es un peligro para cada cristiano, pues nada vale la pena, ni siquiera el apostolado más extraordinario que se pudiera imaginar, si se hiciera a costa de nuestro trato con el Señor, pues al final todo resultaría estéril. Habríamos llevado a cabo una obra puramente humana, en la que, quizá inconscientemente, nos habríamos buscado a nosotros mismos. El remedio de ese peligro no está en abandonar el trabajo o la tarea apostólica, sino en «crear el tiempo para estar con el Señor en la oración», que «hoy como ayer es imprescindible».
Examinemos hoy si la oración, el trato diario con Jesús vivifica nuestro trabajo, la vida familiar, la amistad, el apostolado... Bien sabemos que todo es distinto cuando lo hemos hablado antes con el Maestro. Es ahí «donde el Señor da luz para entender las verdades». Y sin esa luz, caminamos a oscuras. Con ella, penetramos en el misterio de Dios y de la vida.
II. La finalidad de la parábola que hoy leemos en el Evangelio de la Misa es distinguir la piedad auténtica de la falsa. La oración verdadera atraviesa las nubes del cielo, según leemos en la Primera lectura, sube siempre a Dios y baja llena de frutos.
Antes de narrar la parábola, San Lucas se preocupa de señalar que Jesús hablaba a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás. El Señor habla de dos personajes bien conocidos por todos los oyentes: Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo, y el otro publicano. Enseguida nos damos cuenta de que, aunque los dos hombres se dirigieron al Templo con el mismo fin, uno de ellos no hizo oración. No habla con Dios en un diálogo amoroso, sino consigo mismo. No hay amor en su oración, ni tampoco humildad. El fariseo está de pie, da gracias por lo que hace, está satisfecho. Se compara con los demás y se considera más justo, mejor cumplidor de la Ley. Parece no necesitar de Dios.
El publicano «se quedó lejos, y por eso Dios se le acercó más fácilmente. No atreviéndose a levantar los ojos al cielo, tenía ya consigo al que hizo los cielos... Que el Señor esté lejos o no, depende de ti. Ama y se acercará». Y estará atentísimo, como nadie lo ha estado nunca, a todo aquello que queramos decirle. El publicano conquistó a Dios con su humildad y su confianza, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes, y nos enseña cómo ha de ser nuestra oración: humilde, atenta –con la mente fija en la persona a quien hablamos–, confiada, procurando que no sea un monólogo –como la del fariseo– en el que nos demos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer...
En la parábola late la idea de la humildad como fundamento de nuestro trato con Dios. Él quiere que acudamos a la oración como hijos pobres y necesitados siempre de su misericordia. «A Dios –enseña San Alfonso Mª de Ligorio– le gusta que tratéis familiarmente con Él. Tratad con Él vuestros asuntos, vuestros proyectos, vuestros trabajos, vuestros temores y todo lo que os interese. Hacedlo todo con confianza y el corazón abierto, porque Dios no acostumbra a hablar al alma que no le habla». Huyamos en la oración de la autosuficiencia, de la complacencia en los aparentes o posibles frutos en el apostolado, en la propia lucha ascética... y también de las actitudes negativas, pesimistas, que reflejan falta de confianza en la gracia de Dios, y que son frecuentemente manifestaciones de una soberbia oculta. La oración es siempre tiempo de alegría, de confianza y de paz.
III. Preparemos con especial esmero el rato que dedicamos a la oración, «estando a solas con quien sabemos nos ama», pues de ahí hemos de sacar fuerzas para santificar nuestro quehacer diario, para convertir en gracia las contradicciones diarias y para vencer todas las dificultades. Somos tan fuertes como sea de verdadero nuestro trato con el Señor. Al comenzarla «es necesario aparejar el corazón para este santo ejercicio, que es como quien templa la vihuela para tañer». En esta preparación nos ayudan el ofrecimiento de nuestro trabajo al Señor a lo largo del día, las pequeñas mortificaciones, el recogimiento interior... y, en el momento en que la comenzamos, el acto de presencia de Dios, en el que nos recogemos interiormente y nos ponemos ante su mirada. Este acto de presencia de Dios será normalmente una breve oración vocal que nos introducirá en el diálogo con Dios; muchas veces, ella sola nos dará materia para ese rato de conversación con el Señor. Nos puede ayudar el recitar despacio esas palabras, con la mente atenta: Creo firmemente que estás aquí..., que me ves..., que me oyes... Le miramos y nos mira. Y ese sentirnos junto a Él ya es oración, aunque no formulemos expresamente ninguna palabra. Él nos entiende y nosotros le entendemos. Le pedimos y Él nos pide: más generosidad, más amor, más lucha...
No nos preocupe si algunas veces, ¡o siempre!, no tenemos un especial sentimiento en la oración. «Para quien se empeña seriamente en hacer oración, vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto y, a pesar de todos sus esfuerzos, no sentir nada de Dios. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración (...). En esos períodos, debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que aunque podrá darle la impresión de una cierta artificiosidad se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva». Muchos días en los que, con lucha por estar con el Señor, nos había parecido que pasaba el tiempo sin sacar fruto, quizá ante Él resultó ser una oración espléndida. El Señor nos recompensa siempre con su paz y sus fuerzas para pelear todas las batallas que tengamos por delante. No dejemos nunca la oración. «No me parece otra cosa perder el camino –escribe Santa Teresa de Jesús, con su habitual claridad– sino dejar la oración». En no pocas ocasiones, puede ser la tentación más grave que sufra un alma que un día decidió seguir a Cristo de cerca: abandonar ese diálogo diario con Dios porque cree que no saca fruto, porque considera más importantes otras cosas, incluso empresas apostólicas..., y nada es más importante que esa cita diaria, en la que Jesús nos espera. «A toda costa –escribe un autor espiritual– debe tomarse y cumplirse inflexiblemente la determinación de perseverar en dedicar a diario un tiempo conveniente a la oración privada. No importa si no se puede hacer más que permanecer de rodillas durante ese tiempo y combatir con absoluta falta de éxito contra las distracciones: no se está malgastando el tiempo». Por el contrario, no existe tiempo mejor ganado que aquel que hemos «perdido» junto al Señor.
Pidamos hoy ayuda a Nuestra Señora para que nos enseñe a tratar a su Hijo como Ella lo trató en Nazaret y durante su vida pública. Y hagamos el propósito de no cometer la torpeza de abandonar la oración jamás y de no consentir distracciones voluntarias en ese tiempo en el que el Señor nos mira y nos escucha con tanta atención.
30ª semana. Lunes
MIRAR AL CIELO
— La mujer encorvada y la misericordia de Jesús.
— Lo que nos impide mirar al Cielo.
— Solo en Dios comprendemos la verdadera realidad de la propia vida y de todo lo creado.
I. En el Evangelio de la Misa, San Lucas nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre. Y había allí una mujer poseída por un espíritu, enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Y Jesús, sin que nadie se lo pidiera, movido por su compasión, la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios.
El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado. Con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada desde hacía tanto tiempo. Celoso en apariencia de la observancia del sábado prescrita en la Ley, el fariseo no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana de alma y de cuerpo. Su corazón, frío y embotado –falto de piedad–, no sabe penetrar en la verdadera realidad de los hechos: no ve al Mesías, presente en aquel lugar, que se manifiesta como anunciaban las Escrituras. Y no atreviéndose a murmurar directamente de Jesús, lo hace de quienes se acercan a Él: Seis días hay en los que es necesario trabajar; venid, pues, en ellos a ser curados y no en día de sábado. Y el Señor, como en otras ocasiones, no calla: les llama hipócritas, falsos, y contesta –recogiendo la alusión al trabajo– señalando que, así como ellos se daban buena prisa en soltar del pesebre a su asno o a su buey para llevarlos a beber aunque fuera sábado, a esta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace ya dieciocho años, ¿no era conveniente soltarla de esta atadura aun en día de sábado? Aquella mujer, en su encuentro con Cristo recupera su dignidad; es tratada como hija de Abrahán y su valor está muy por encima del buey o del asno. Sus adversarios quedaron avergonzados, y toda la gente sencilla se alegraba por todas las maravillas que hacía.
La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo. Nosotros hemos de meditar muchas veces estos pasajes en los que la compasiva misericordia del Señor, de la que tan necesitados andamos, se pone singularmente de relieve. «Esa delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no solo con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con representantes del Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con paganos, con personas individuales y con muchedumbres enteras.
»Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía».
La consideración de estas escenas del Evangelio nos debe llevar a confiar más en Jesús, especialmente cuando nos veamos más necesitados del alma o del cuerpo, cuando experimentemos con fuerza la tendencia a mirar solo lo material, lo de abajo, y a imitarle en nuestro trato con las gentes: no pasemos nunca con indiferencia ante el dolor o la desgracia. Hagamos igual que el Maestro, que se compadece y pone remedio.
II. «Así encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía erguir (Lc 13, 11). Como ella –comenta San Agustín– son los que tienen su corazón en la tierra»; después de un tiempo han perdido la capacidad de mirar al Cielo, de contemplar a Dios y de ver en Él la maravilla de todo lo creado. «El que está encorvado, siempre mira a la tierra, y quien busca lo de abajo, no se acuerda de a qué precio fue redimido». Se olvida de que todas las cosas creadas han de llevarle al Cielo y contempla solo un universo empobrecido.
El demonio mantuvo dieciocho años sin poder mirar al Cielo a la mujer curada por Jesús. Otros, por desgracia, pasan la vida entera mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues solo lo verán los limpios de corazón; esta mala tendencia «no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
»El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea –los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– solo con visión humana.
»Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios (...). La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque este es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos». Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si tenemos la sinceridad necesaria para descubrir sus primeras manifestaciones, por pequeñas que sean, y suplicamos al Señor que nos ayude a levantar de nuevo nuestra mirada hacia Él.
III. La fe en Cristo se ha de manifestar en los pequeños incidentes de un día corriente, y ha de llevarnos a «organizar la vida cotidiana sobre la tierra sabiendo mirar al Cielo, esto es, a Dios, fin supremo y último de nuestras tensiones y nuestros deseos».
Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los acontecimientos, que tienen una nueva dimensión; la razón de la cruz, del dolor y del sufrimiento; el valor sobrenatural que podemos imprimir a nuestro trabajo diario y a cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural.
El cristiano no está cerrado en absoluto a las realidades terrenas; por el contrario, «puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios», pero solo «usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22)». San Pablo recomendaba a los primeros cristianos de Filipos: Por lo demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima.
El cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su vida corriente. Cuando los aprovecha para dar gracias, para solicitar ayuda y ofrecer la tarea que lleva entre manos, para pedir perdón por sus errores... Cuando, en definitiva, no olvida que es hijo de Dios todas las horas del día y en todas las circunstancias, y no se deja envolver de tal manera por los acontecimientos, por el trabajo, por los problemas que surgen... que olvide la gran realidad que da razón a todo: el sentido sobrenatural de su vida. «¡Galopar, galopar!... ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios materiales...
»Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha gente corriendo: ir y venir.
»Es que trabajan con vistas al momento de ahora: “están” siempre “en presente”. —Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad, “teniendo en presente” el final y el pasado...
»Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz».
Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don, vivir de fe, para poder andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, con la mirada fija en Él, en Jesús,
30ª semana. Martes
LA MANIFESTACIÓN DE LOS HIJOS DE DIOS
— El sentido de nuestra filiación divina.
— Hijos en el Hijo.
— Consecuencias de la filiación divina.
I. En el Salmo II leemos estas palabras, que se aplican al Mesías en primer término: A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Desde la eternidad, el Padre engendra al Hijo, y todo el ser de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima consiste en la filiación, en ser Hijo. El hoy del que nos habla el Salmo significa un siempre continuo, eterno, por el que el Padre da el ser a su Unigénito.
Para que exista una filiación, en el sentido preciso de la palabra, se requiere igualdad de naturaleza. Por eso, solo Jesucristo es el Unigénito del Padre. En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza.
Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma una regeneración, un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo partícipes de la naturaleza divina. Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos enseña que a cuantos le recibieron (a Cristo) dioles poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. «El Hijo de Dios se hizo hombre –explica San Atanasio– para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (...). Él es el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia».
La filiación divina ocupa un lugar central en el mensaje de Jesucristo y es una enseñanza continua en la predicación de la Buena Nueva cristiana, como signo elocuentísimo del amor de Dios por los hombres. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos. Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el Cielo, es en esta vida una realidad gozosa y esperanzada. Ahora, como nos dice San Pablo en una de las lecturas para la Misa de hoy, la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios... y sufre toda ella dolores de parto hasta el momento presente. Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos.... El Apóstol se refiere a la plenitud de esa adopción, pues ya aquí en la tierra hemos sido constituidos hijos de Dios, nuestra mayor gloria y el más grande de los títulos: de manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como hijo, también heredero.
Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada».
II. Tú eres mi hijo...
El Señor habló constantemente de esta realidad a sus discípulos. Unas veces directamente, enseñándoles a dirigirse a Dios como Padre, señalándoles la santidad como imitación filial del Padre...; y también por medio de numerosas parábolas, en las que Dios es representado por la figura del padre.
La filiación divina no consiste solo en que Dios haya querido tratarnos como un padre a sus hijos y que nosotros nos dirijamos a Él con la confianza de los hijos. No es un simple grado mayor en la línea de esas filiaciones que en sentido amplio tienen todas las criaturas respecto a Dios, según su mayor o menor semejanza con el Creador. Esto ya sería un inmenso don, pero el amor de Dios ha llegado mucho más lejos, haciéndonos realmente hijos suyos. Mientras aquellas filiaciones son en realidad modos de expresión, nuestra filiación divina lo es en sentido estricto, aunque nunca será como la filiación de Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Para el hombre no puede haber nada más grande, impensable e inalcanzable que esta relación filial.
La nuestra es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. De esta «filiación natural –explica Santo Tomás– se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y participación». Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa, es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En lo que se refiere a nuestra relación con las divinas Personas, puede decirse que somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. «Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo». «Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco (Lc 3, 22); y entiende que ha sido asociado a su Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (Gal 4, 4-7) y hermano de Cristo».
La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.
»Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.
»Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!».
III. La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: de algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. La piedad que nace de esta nueva condición del hombre que sigue los pasos de Cristo «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos». Si atendemos al designio divino, podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus. Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Por eso, la filiación divina debe ser muy frecuentemente motivo de nuestra oración y de nuestra consideración; así nuestra alma se llenará de paz en medio de las mayores tentaciones o contradicciones, pues viviremos abandonados en las manos de Dios. Un abandono que no nos eximirá del empeño por mejorar, ni de poner todos los medios humanos a nuestro alcance cuando surjan la enfermedad, la penuria económica, la soledad... La vida de los santos, aun en medio de muchas pruebas, estuvo siempre llena de alegría, como debe estar colmada la nuestra.
La filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo de solidaridad que existe entre los hombres. En los demás hemos de ver a hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, llamados a un destino sobrenatural. De esta manera nos será fácil prestarles esas pequeñas ayudas diarias que todos necesitamos unos de otros, y, sobre todo, les facilitaremos siempre el camino que lleva al Padre común.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a saborear esas palabras del Salmo II, que leíamos al comienzo de la meditación, como dirigidas a cada uno de nosotros: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy.
30ª semana. Miércoles
LO ENTENDERÁS MÁS TARDE
— Estamos en las manos de Dios. Todo los acontecimientos que Él manda o permite tienen su significado y están dirigidos a nuestro provecho.
— El sentido de nuestra filiación divina. Omnia in bonum!, todo es para bien.
— La confianza en Dios no nos lleva a la pasividad, sino a poner los medios a nuestro alcance.
I. La última noche que Jesús pasó con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte, en un momento de aquella Cena entrañable, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. San Juan, el Evangelista que nos ha dejado escritos sus recuerdos inolvidables del Jueves Santo, describe pausadamente aquellos acontecimientos, que con tanta hondura se le quedaron grabados para siempre: después echó agua en una jofaina y comenzó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Todo transcurría con normalidad, ante el asombro de los Apóstoles, que no se atrevían a decir palabra, hasta que el Señor llegó a Pedro, que mostró su sorpresa y su negativa: ¿Tú me vas a lavar a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que Yo hago no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde. Después de un afable forcejeo, Jesús lavará los pies a Pedro como a los demás Apóstoles. Con la venida del Espíritu Santo, al rememorar de nuevo aquellos sucesos, Simón comprendió el significado profundo de aquel gesto del Maestro, que quiso enseñar su misión de servicio a los que iban a ser las columnas de la Iglesia.
Lo que Yo hago no lo entiendes ahora... También a nosotros nos ocurre lo mismo que a Pedro: no comprendemos a veces los acontecimientos que el Señor permite: el dolor, la enfermedad, la ruina económica, la pérdida del puesto de trabajo, la muerte de un ser querido cuando estaba en los comienzos de la vida... Él tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida y la felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Incluso nos ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que, sin embargo, aceptamos. ¿No nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia amorosa? ¿Solo vamos a confiar en Él cuando los acontecimientos nos parezcan humanamente aceptables? Estamos en sus manos, y en ningún otro sitio podíamos estar mejor. Un día, al final de la vida, el Señor nos explicará con pormenores el porqué de tantas cosas que aquí no entendimos, y veremos la mano providente de Dios en todo, hasta en lo más insignificante.
Si ante cada fracaso, ante los sucesos que no sabemos discernir, ante la injusticia que nos subleva, oímos la voz consoladora de Jesús que nos dice: Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora. Lo entenderás más tarde, entonces no habrá lugar para el resentimiento o la tristeza. «Porque todo cuanto sucede está previsto por Dios y ordenado a la salvación del hombre y su plena realización en la gloria; si lo que ocurre es bueno, Dios lo quiere; si es malo, no lo quiere, lo permite, porque respeta la libertad del hombre y el orden de la naturaleza, pero tiene en su mano el poder sacar bien y provecho para el alma incluso del mal». Ante los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del alma una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en Ti me abandono. Ya entenderé más tarde.
II. En una de las lecturas previstas para la Misa de hoy, San Pablo escribe a los primeros cristianos de Roma: Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum... Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios. «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?». El sentido de la filiación divina nos lleva a descubrir que estamos en las manos de un Padre que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que todo lo ordena para nuestro bien, aunque no sea el bien inmediato que quizá nosotros deseamos y queremos porque no vemos más lejos. Esto nos lleva a vivir con serenidad y paz, incluso en medio de la mayores tribulaciones. Por eso seguiremos siempre el consejo de San Pedro a los primeros fieles: Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros. No existe nadie que pueda cuidarnos mejor: Él jamás se equivoca. En la vida humana, incluso aquellos que más nos quieren, a veces no aciertan y, en vez de arreglar, descomponen. No pasa así con el Señor, infinitamente sabio y poderoso, que, respetando nuestra libertad, nos conduce suaviter et fortiter, con suavidad y con mano de padre, a lo que realmente importa, a una eternidad feliz. Incluso las mismas faltas y pecados pueden acabar siendo para bien, pues «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho (de sus hijos), de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace progresar en la virtud, porque se vuelven más humildes y experimentados». La contrición conduce al alma a un amor más hondo y confiado, a una mayor cercanía de Dios.
Por eso, en la medida en que nos sentimos hijos de Dios, la vida se convierte en una continua acción de gracias. Incluso detrás de lo que humanamente parece una catástrofe, el Espíritu Santo nos hace ver «una caricia de Dios», que nos mueve a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le diremos en medio de una enfermedad dolorosa o al tener noticia de un acontecimiento lleno de pesar. Así reaccionaron los santos, y así hemos de aprender nosotros a comportarnos ante la desgracias de esta vida. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un “Te Deum” de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea –como lo llama el mundo– favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección».
III. El abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna manera a la pasividad, que en muchos casos sería negligencia, pereza o complicidad. Hemos de combatir el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro alcance, sabiendo que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con ninguno, es grato a Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos. Ante la enfermedad, además de aceptarla y ofrecer los padecimientos y dolores que lleve consigo, pondremos el remedio que el caso requiera: acudir al médico, descansar, tomar la medicina que nos indiquen... Y la injusticia, la desigualdad social, la penuria de tantos... nos llevarán a los cristianos, junto a otros hombres de buena voluntad, a buscar los recursos o las soluciones que nos parezcan más aptas, y lo mismo reaccionaremos ante la ignorancia y la falta de formación de tantas gentes... Nada más ajeno al espíritu cristiano que una mal entendida confianza en Dios que nos llevara a quedarnos inactivos ante el sufrimiento y la necesidad en cualquiera de las formas que se presente.
Dios es nuestro Padre y cuida amorosamente de nosotros, pero cuenta con la inteligencia y el buen sentido de sus hijos para seguir en el camino por el que Él nos quiere llevar, y también con el amor fraterno para actuar a través de nosotros en la vida de otros hijos suyos. Nos ha dado unos talentos para ponerlos constantemente en juego. Nos santificamos aun cuando al poner los medios que el caso requería nos parece que hemos fracasado, que no han dado el resultado esperado. El Señor santifica los «fracasos» que se originan después de haber puesto los medios que parecían oportunos, pero no bendice las omisiones, pues nos trata como a hijos inteligentes, de quienes espera que pongan en juego los remedios adecuados.
Apliquemos en cada caso lo que esté de nuestra parte, y después, omnia in bonum! todo será para bien. Los resultados, aparentemente buenos o malos, nos llevarán a amar más a Dios, nunca a separarnos de Él. En el sentido de la filiación divina encontraremos la protección y el calor paternal que todos necesitamos. «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada, escribe Santa Teresa después de una larga experiencia. Junto al Señor se ganan todas las batallas, aunque, aparentemente, algunas se pierdan.
28 de octubre
SAN SIMÓN Y SAN JUDAS,
APÓSTOLES*
Fiesta
— Los Apóstoles no buscaron su gloria personal, sino llevar a todos el mensaje de Cristo.
— La fe de los Apóstoles y nuestra fe.
— Amor a Jesús para seguirle de cerca.
I. El Señor, que no tenía necesidad de que nadie diera testimonio de Él, quiso, sin embargo, elegir a los Apóstoles para que fueran compañeros en su vida y continuadores de su obra después de su muerte. En las primeras expresiones del arte cristiano nos encontramos con frecuencia a Jesús rodeado por los Doce, formando con Él una familia inseparable. No eran estos discípulos de la clase influyente de Israel ni del grupo sacerdotal de Jerusalén. No eran filósofos, sino gentes sencillas. «Es una eterna maravilla ver cómo estos hombres extendieron por el mundo un mensaje opuesto radicalmente en sus líneas esenciales al pensamiento de los hombres de su tiempo, ¡y desgraciadamente, también al de los del nuestro!».
Con frecuencia manifiesta el Evangelio el dolor de Jesús por la falta de comprensión de aquellos a quienes confiaba sus pensamientos más íntimos: ¿Aún estáis sin conocimiento ni inteligencia? ¿Aún está vuestro corazón cegado? ¿Tenéis ojos y no veis? ¿Tenéis oídos y no oís?. «No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles, y acudían al Maestro: Domine, edissere nobis parabolam (Mt 13, 36), Señor, explícanos la parábola. Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan (cfr. Mt 16, 67) (...). Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (cfr. Gal 2, 9). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres (Mt 4, 19), corredentores, administradores de la gracia de Dios».
Los Apóstoles elegidos por el Señor eran muy diferentes entre sí; sin embargo, todos manifiestan una fe, un mensaje... No debe sorprendernos que nos hayan llegado tan pocas noticias de la mayoría de ellos, pues lo que les importaba era dar un testimonio cierto sobre Jesús y la doctrina que de Él recibieron: son el «sobre», cuya única misión es la de transmitir el papel donde va escrito el mensaje, en imagen alguna vez utilizada por San Josemaría Escrivá para hablar de la humildad; solo desean ser instrumentos delante del Señor: lo importante es el mensaje, no el sobre.
De los dos grandes Apóstoles, Simón y Judas Tadeo, cuya fiesta celebramos hoy, apenas nos han llegado unas pocas noticias: de Simón solo sabemos con certeza que fue elegido expresamente por el Señor para formar parte de los Doce; de Judas Tadeo conocemos además que era pariente del Señor, que formuló a Jesús una pregunta en la Última Cena Señor, ¿qué ha pasado para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?- y que, según la tradición eclesiástica, es el autor de una de las Epístolas católicas. Desconocemos dónde fueron enterrados sus cuerpos y no sabemos bien las tierras que evangelizaron. No se preocuparon de llevar a cabo una tarea en la que sobresalieran sus dotes personales, sus conquistas apostólicas, los sufrimientos que padecieron por el Maestro. Por el contrario, procuraron pasar ocultos y dar a conocer a Cristo. En esto hallaron la plenitud y el sentido de sus vidas. Y, a pesar de sus condiciones humanas, escasas para la misión para la que fueron elegidos, llegaron a ser la alegría de Dios en el mundo.
Nosotros podemos aprender a encontrar la felicidad en cumplir, calladamente, la labor y la misión que el Señor nos ha encomendado en la vida. «Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido... ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: “Deo omnis gloria!” toda la gloria, para Dios».
Así seremos verdaderamente eficaces, pues «cuando se trabaja única y exclusivamente por la gloria de Dios, todo se hace con naturalidad, sencillamente, como quien tiene prisa y no puede detenerse en “mayores manifestaciones”, para no perder ese trato irrepetible e incomparable- con el Señor». «Como quien tiene prisa», así hemos de pasar de una labor a otra, sin detenernos demasiado en consideraciones personales.
II. Los Apóstoles fueron testigos de la vida y de las enseñanzas de Jesús, y nos transmitieron con toda fidelidad la doctrina que habían oído y los hechos que habían visto. No se dedicaron a difundir teorías personales, ni remedios sacados de la propia experiencia: Os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad, escribe San Pedro. San Juan nos dice con insistencia: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la Vida (...) os lo anunciamos a vosotros. Y San Lucas, que no sabemos si recibió una enseñanza directa del Señor, afirma que va a describir por su orden desde el origen todos los sucesos de la vida de Cristo conforme nos los tienen referidos los que desde el principio fueron testigos de vista y ministros de la palabra. De aquella primera comunidad cristiana de Jerusalén conocemos que perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles. La enseñanza de los Doce, no la libre interpretación de cada uno, ni la autoridad de los sabios, es el fundamento de la fe cristiana.
La voz de los Apóstoles es el eco diáfano de las enseñanzas de Jesús, que resonará hasta el fin de los siglos: su corazón y sus labios desbordan veneración y respeto por sus palabras y por su Persona. Un amor que hace exclamar a Pedro y a Juan, ante las amenazas del Sanedrín: nosotros no podemos dejar de decir de lo que hemos visto y oído.
Esa misma fe es la que, de generación en generación, custodiada por el Magisterio de la Iglesia, con la asistencia continua del Espíritu Santo, ha llegado hasta nosotros. En estas verdades ha habido y continúa existiendo un desarrollo y crecimiento como el de la semilla que llega a ser un gran árbol. La Iglesia es el canal por el que nos llega, enriquecida por la gracia divina, la enseñanza de Cristo. Esta es la que nosotros debemos dar a conocer en la catequesis, en el apostolado personal, los sacerdotes en su predicación...
Muchos siglos nos separan de los Apóstoles que hoy celebramos. Sin embargo, la Luz y la Vida de Cristo que ellos predicaron al mundo sigue llegando hasta nosotros. «¡La luz de Cristo no se extingue! Los Apóstoles transmitieron esta luz a sus discípulos y estos a los suyos, hasta llegar a nosotros a través de los siglos y hasta el fin de los tiempos. Por cuántas y cuán distintas manos ha pasado esta luz (...). A todos les debemos un gran reconocimiento. También para nosotros, la grey que en estos días se acerca a sus pastos, tiene Él previstos maestros, pastores y sacerdotes. Él obra por sus pobres brazos la maravilla de nuestra salvación. Él cuida de nosotros con amor divino. Todas las estrellas traen de Él su resplandor. Todos los mares le cantan. Todos los cielos le alaban». No dejemos de hacerlo nosotros.
III. Simón y Judas Tadeo, como el resto de los Apóstoles, tuvieron la inmensa suerte de aprender de labios del Maestro la doctrina que luego enseñaron. Compartieron con Él alegrías y tristezas. ¡Qué santa envidia les tenemos! Muchas cosas las aprendieron en la intimidad de su conversación para transmitirlas luego a los demás: Lo que os he susurrado al oído, predicadlo por encima de los tejados. Ningún milagro les había de pasar inadvertido, ninguna lágrima y ninguna sonrisa dejaría de tener importancia. Son los testigos, los transmisores. Los Doce consideraban esta íntima unión con el Maestro tan esencial que cuando han de completar el número, después de la defección de Judas, pusieron una única condición indispensable: Es necesario, por tanto, que de los hombres que nos han acompañado todo el tiempo en que el Señor Jesús vivió con nosotros, empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que partió de entre nosotros, uno de ellos sea constituido con nosotros testigo de su Resurrección.
Estos hombres estuvieron con Jesús en las fatigas del apostolado, en el descanso cuando Él les enseñaba con voz pausada los misterios del Reino, en las caminatas agotadoras bajo el sol... Compartieron con Él las alegrías cuando las gentes respondían a su predicación, y las penas al ver la falta de generosidad de otros para seguir al Maestro. «¡Con qué intimidad se confiaban a Él, como a un padre, como a un amigo, casi como a su propia alma! Le conocían por su noble porte, por el cálido tono de su voz, por su manera de partir el pan. Se sentían inundados de luz y estremecidos de alegría, cuando sus ojos profundos se posaban sobre ellos y la voz de Él vibraba en sus oídos. Enrojecían, cuando los reprendía por su pobreza de espíritu, y cuando los corregía, humillaban sus rostros curtidos por los años como niños atrapados en una falta... Se sentían profundamente impresionados, cuando les hablaba una y otra vez de su Pasión. Amaban a su Maestro, y le seguían no solo porque querían aprender sus doctrinas, sino sobre todo porque le amaban».
Pidamos hoy a estos Santos Apóstoles, Simón y Judas, que nos ayuden a conocer y a amar cada día más al Maestro, al mismo que ellos siguieron un día, y que fue el centro sobre el que se orientó toda su vida.
30ª semana. Jueves
EL AMOR DE JESÚS
— Nuestro refugio y protección están en el amor a Dios. Acudir al Sagrario.
— Jesús Sacramentado nos prestará todas las ayudas necesarias.
— Cerca del Sagrario, ganaremos todas las batallas. Almas de Eucaristía,
I. En el camino hacia Jerusalén, que con tanto detalle describe San Lucas, Jesús dejó escapar del fondo de su corazón esta queja hacia la Ciudad Santa que rehusó su mensaje: Jerusalén, Jerusalén..., cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas.... Así nos sigue protegiendo el Señor: como la gallina a sus polluelos indefensos. Desde el Sagrario, Jesús vela nuestro caminar y está atento a los peligros que nos acechan, cura nuestras heridas y nos da constantemente su Vida. Muchas veces le hemos repetido: Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero. En Él está nuestra salud y nuestro refugio.
La imagen del justo que busca protección en el Señor «como los polluelos se cobijan bajo las alas de su madre» se encuentra con frecuencia en la Sagrada Escritura: Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas, pues Tú eres mi refugio, la torre fortificada frente al enemigo. Sea yo tu huésped por siempre en tu tabernáculo, me acogeré bajo el amparo de tus alas, leemos en los Salmos. El Profeta Isaías recurre a esta imagen para asegurar al Pueblo elegido que Dios lo defenderá contra los sitiadores. Así como los pájaros despliegan sus alas sobre sus hijos, así el Eterno todopoderoso protegerá a Jerusalén.
Al final de nuestra vida, Jesús será nuestro Juez y nuestro Amigo. Mientras vivía aquí en la tierra, y también mientras dure nuestro peregrinar, su misión es salvarnos, dándonos todas las ayudas que necesitemos. Desde el Sagrario Jesús nos protege de mil formas. ¿Cómo podemos tener la imagen de un Jesús distanciado de las dificultades que padecemos, indiferente a lo que nos preocupa?
Ha querido quedarse en todos los rincones del mundo para que le encontremos fácilmente y hallemos remedio y ayuda al calor de su amistad. «Si sufrimos penas y disgustos, Él nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir, a fin de que merezcamos el cielo. Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones, nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar victoria. Si somos pobres, nos enriquecerá con toda suerte de bienes en el tiempo y en la eternidad». No dejemos cada día de acompañarle. Esos pocos minutos que dure la Visita serán los momentos mejor aprovechados del día. «¡Ah!, y ¿qué haremos, preguntáis algunas veces, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?».
II. Nuestra confianza en que saldremos adelante en todas las pruebas, peligros y padecimientos no está en nuestra fuerzas, siempre escasas, sino en la protección de Dios, que nos ha amado desde la eternidad y no dudó en entregar a su Hijo a la muerte para nuestra salvación. El mismo Jesús se ha quedado cerca, en el Sagrario, quizá a no mucha distancia de donde vivimos o trabajamos, para ayudarnos, curar las heridas y darnos nuevos ánimos en ese camino que ha de acabar en el Cielo. Basta que nos acerquemos a Él, que espera siempre. Nada de lo que nos puede ocurrir podrá separarnos de Dios, como nos enseña San Pablo en una de las lecturas de la Misa, pues si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará en Él todas las cosas?... ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Nada nos podrá separar de Él, si nosotros no nos alejamos.
«Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes (cfr. Sal 103, 10), y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rom 8, 31)».
Aunque el Señor permita tentaciones muy fuertes o que crezcan las dificultades familiares, y llegue la enfermedad o se haga más costoso el camino..., ninguna prueba por sí misma es lo suficientemente fuerte para separarnos de Jesús. Es más, con una visita al Sagrario más próximo, con una oración bien hecha, nos encontraremos con la mano poderosa de Dios y podremos decir: Omnia possum in eo qui me confortat. Todo lo puedo en Aquel que me conforta. Porque estoy convencido –continúa San Pablo en la Primera lectura de la Misa– de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús. Es un canto de confianza y de optimismo que hoy podemos hacer nuestro.
San Juan Crisóstomo nos recuerda que «Pablo mismo tuvo que luchar contra numerosos enemigos. Los bárbaros le atacaban, sus propios guardianes le tendían trampas, hasta los fieles, a veces en gran número, se levantaron contra él, y sin embargo Pablo triunfó de todo. No olvidemos que el cristiano fiel a las leyes de su Dios vencerá tanto a los hombres como a Satanás mismo». Si nos mantenemos muy cerca de Jesús, presente en la Eucaristía, venceremos en todas las batallas, aunque a veces parezca que perdemos... El Sagrario será nuestra fortaleza, pues Jesús se ha querido quedar para ampararnos, para ayudarnos en cualquier necesidad. Venid a Mí... nos llama todos los días.
III. La serenidad que hemos de tener no nace de cerrar los Ojos a la realidad o de pensar que no tendremos tropiezos y dificultades, sino de mirar el presente y el futuro con optimismo, porque sabemos que el Señor ha querido quedarse para socorrernos.
De las mismas pruebas de la vida resultará un gran bien, y nunca estaremos solos en las circunstancias más difíciles. Si en estas ocasiones se agradece tanto la cercanía de un amigo, ¿cómo será la paz que alcanzaremos junto al Amigo, en el Sagrario más próximo? Allí hemos de ir enseguida a encontrar el consuelo, la paz y las fuerzas necesarias. «¿Qué más queremos tener al lado que un tan buen Amigo, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo?», escribe Santa Teresa de Jesús.
Cuando ya podía vislumbrarse que iba a ser perseguido, Santo Tomás Moro fue llamado a comparecer ante el tribunal de Lambeth. Moro se despidió de los suyos, pero no quiso que le acompañaran, como era su costumbre, hasta el embarcadero. Solo iban con él William Roper, esposo de su hija mayor y predilecta, Margaret, y algunos criados. Nadie en el bote se atrevía a romper el silencio. Al cabo de un rato, y de improviso, susurró Tomás al oído de Roper: Son Roper, I thank our Lord the field is won: «Hijo mío Roper, doy gracias a Dios, porque la batalla está ganada». Roper confesaría más tarde no haber entendido bien el significado de esas palabras. Más tarde comprendió que el amor de Moro había crecido tanto que le daba esta seguridad de triunfar sobre cualquier obstáculo. Era la certeza del que, sabiéndose cercano a su último combate, esperaba que el Señor no le abandonaría en el momento supremo. Si nos mantenemos cerca de Jesús, si somos almas de Eucaristía, Él nos cobijará, como las aves a sus polluelos, y siempre, ante los mayores obstáculos, podremos decir de antemano: la batalla está ganada.
«¡Sé alma de Eucaristía!
»—Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!».
Santa María, que tantas veces habló con Él aquí en la tierra y ahora le contempla para siempre en el Cielo, nos pondrá en los labios las palabras oportunas si alguna vez no sabemos muy bien qué decirle. Ella acude siempre prontamente para remediar nuestra torpeza.
30ª semana. Viernes
SIN RESPETOS HUMANOS
— Actuación clara de Jesús.
— Los respetos humanos no son propios de un cristiano de fe firme.
— El ejemplo de los primeros cristianos.
I. Era costumbre entre los judíos convidar a comer a quien había disertado aquel día en la sinagoga. Un sábado fue invitado Jesús a casa de uno de los principales fariseos de la ciudad. Y le estaban espiando, le acechaban a ver en qué podían sorprenderlo. A pesar de esta situación tan poco grata, el Señor –comenta San Cirilo– «aceptaba sus convites para ser útil con sus palabras y milagros a los que asistían a ellos». El Maestro no desaprovecha ninguna ocasión para redimir a las almas, y los banquetes eran una buena oportunidad para hablar del Reino de los Cielos.
En este día, cuando ya estaban sentados a la mesa, se puso delante de Él un hombre hidrópico; este hombre aprovecha probablemente una costumbre que permitía entrar a todos en la casa donde se daba un agasajo. El enfermo no dice nada, no pide nada, simplemente está delante del Médico divino. «Esta bien podría ser nuestra postura, nuestra actitud interior: ponernos así ante Jesús. Ponernos así, con nuestra hidropesía, con nuestra miseria personal, con nuestros pecados... Ante Dios, ante la mirada compasiva de Dios. Podemos tener la absoluta seguridad de que Él nos tomará de la mano y nos curará».
Jesús, al ver al enfermo ante Él, se llena de misericordia, y le cura, a pesar de los que estaban al acecho para ver si sanaba en sábado. Actúa con claridad y no se deja llevar por respetos humanos, por lo que murmuraron aquellos que se consideraban a sí mismos como maestros e intérpretes de la Ley. Después, el Señor les hace ver que la misericordia no quebranta el sábado, y les pone un ejemplo lleno de sentido común: ¿quién de vosotros, si se le cae al pozo un burro o un buey, no lo saca enseguida en día de sábado? Y no pudieron responderle a esto, porque todos se darían buena prisa en salvarlo.
Nuestra actitud al vivir la fe cristiana en un ambiente en el que existan recelos, falsos escándalos o simples incomprensiones por ignorancia, sin mala fe, ha de ser la misma de Jesús. Nunca debemos ser oportunistas; nuestra actitud debe ser clara, consecuente con la fe que profesamos. Muchas veces esa actuación decidida, sin tapujos ni miedos, será de una gran eficacia apostólica. Por el contrario, «asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria». No dejemos de manifestarnos cristianos, con sencillez y naturalidad, cuando la situación lo requiera. Nunca nos arrepentiremos de ese comportamiento consecuente con nuestro ser más íntimo. Y el Señor se llenará de gozo al mirarnos.
II. Toda la vida de Jesús está llena de unidad y de firmeza. Jamás se le ve vacilar. «Ya su modo de hablar, las repetidas expresiones: Yo he venido, Yo no he venido, traducen perfectamente ese sí y ese no, consciente e inquebrantable, y esa sumisión absoluta a la voluntad del Padre, que constituye la ley de su vida (...). Jamás en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de obrar, se le ve vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás». Él pide a quienes le seguimos esa voluntad firme en cualquier situación. El dejarse llevar por el respeto humano es propio de personas con una formación superficial, sin criterios claros, sin convicciones profundas, o débiles de carácter. Los respetos humanos son consecuencia de valorar más la opinión de los demás que el juicio de Dios, sin tener en cuenta las palabras de Jesús: si alguien se avergüenza de Mí y de mis palabras..., el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles.
Los respetos humanos pueden venir respaldados por la comodidad de no querer llevarse un mal rato, pues es más fácil seguir la corriente; o por el miedo a poner en peligro un cargo público, por ejemplo; o por el deseo de no distinguirse de los demás, de permanecer en el anonimato. Quien sigue al Señor no debe olvidar que ha de ser como los demás buenos cristianos y que está íntimamente comprometido con Cristo y con su doctrina. «Brille el ejemplo de nuestra vida y no hagamos ningún caso de las críticas», aconsejaba San Juan Crisóstomo. «No es posible –añadía– que quien de verdad se empeñe por ser santo, deje de tener muchos que no le quieran. Pero eso no importa, pues hasta con tal motivo aumenta la corona de su gloria. Por eso, a una sola cosa hemos de atender: a ordenar con perfección nuestra propia conducta. Si hacemos esto, conduciremos a una vida cristiana a los que andan en tinieblas», y seremos el apoyo firme para muchos que vacilan. Una vida coherente con las propias convicciones atrae profundamente a muchos y merece el respeto de todos. Muchas veces es el camino del que Dios se vale para atraer a otros a la fe. El buen ejemplo siempre deja una buena semilla sembrada que, más o menos pronto, dará su fruto. «Y esto de hacer uno –advierte Santa Teresa– lo que ve resplandecer de virtud en otro pégase mucho. Este es un buen aviso; no se os olvide».
Es cierto que cualquier persona tiende a rehuir las actuaciones que le acarrearían cierto desprecio o burla de amigos, compañeros de trabajo, colegas..., o sencillamente la incomodidad de ir contra corriente. Pero también es bien cierto que el amor a Cristo, ¡a quien tanto debemos!, nos ayuda a superar esa tendencia, para recuperar la «libertad de los hijos de Dios» que nos lleva a movernos con soltura y sencillez, como buenos cristianos, en los ambientes más adversos.
III. Los cristianos de la primera hora actuaron con esa valentía propia de quien tiene fundamentada su vida en un cimiento firme. José de Arimatea y Nicodemo, que habían sido discípulos menos conocidos de Jesús a la hora de los milagros, no tuvieron reparo en presentarse ante el Procurador romano y hacerse cargo del Cuerpo muerto del Señor: «son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo –“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía. De modo semejante se comportaron los Apóstoles ante la coacción del Sanedrín y ante las persecuciones posteriores, bien convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. No olvidemos que para muchos será una necedad el mantener firmes los vínculos de la fidelidad matrimonial, el no participar en negocios rentables poco honestos, la generosidad en el número de hijos, que llevará a algunas privaciones económicas, el ayuno, la abstinencia, la mortificación corporal (¡que tanto ayuda al alma a entenderse con Dios!)... San Pablo afirma que nunca se avergonzó del Evangelio, y así se la aconseja vivamente a Timoteo: porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. Así, pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el evangelio con fortaleza de Dios.
El Señor, cuando se encuentra con aquel hombre enfermo en casa del fariseo que le ha invitado, no deja de curarlo, a pesar de que era sábado y de las críticas que resultarían del milagro, En medio de aquel ambiente hostil, lo cómodo hubiera sido esperar otra situación, otro día de la semana. Nos enseña hoy a nosotros a llevar a cabo lo que debamos hacer, con independencia del «qué dirán», de los comentarios adversos que quizá provoquen nuestras palabras o nuestra actuación. Una cosa debe importarnos ante todo: el juicio de Dios en aquella situación. La opinión de los demás, muy en segundo lugar. Si alguna vez debemos callar u omitir una obra ha de ser porque así lo dicta la verdadera prudencia, y no la cobardía y el miedo a sufrir una contrariedad. ¿Qué menos podemos padecer por Quien sufrió por nosotros la muerte, y muerte de Cruz?
¡Qué bien tan grande haremos a los demás si nuestra vida es coherente con nuestros principios cristianos! ¡Qué alegría la del Señor cuando nos vea como verdaderos discípulos suyos, que no se esconden ni se avergüenzan de serlo! Pidamos a Nuestra Señora la firmeza que Ella tuvo al pie de la Cruz, junto a su Hijo, cuando las circunstancias eran tan hostiles y dolorosas.
30ª semana. Sábado
EL MEJOR PUESTO
— Los primeros puestos.
— Humildad de María.
— Frutos de la humildad.
I. Todos los días son buenos para hacer un rato de oración junto a la Virgen, pero en este, el sábado, son muchos los cristianos de todas las regiones de la tierra que procuran que la jornada transcurra muy cerca de María. Nos acercamos hoy a Ella para que nos enseñe a progresar en esa virtud fundamento de todas las demás, que es la humildad, pues ella «es la puerta por la que pasan las gracias que Dios nos otorga; es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten y sean agradables a Dios. Finalmente, Ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir un corazón humilde». Es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ensalzarla.
El Evangelio de la Misa nos refiere que Jesús fue invitado a un banquete. En la mesa, como también ocurre frecuentemente en nuestros días, había lugares de mayor honor. Los invitados, quizá un tanto atropelladamente, se dirigían a estos puestos más considerados. Jesús lo observaba. Quizá cuando ya estaba terminando la comida, en los momentos en los que la conversación se hace más reposada, el Señor les dice: Cuando seas invitado a una boda, no te sientes en el primer puesto... Al contrario..., ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.
Jesús se situaría probablemente en un lugar discreto o donde le indicó el que le había invitado. Él sabe estar, y a la vez se da cuenta de aquella actitud poco elegante, también desde el punto de vista humano, que adoptan los comensales. Estos, por otra parte, se equivocaron radicalmente porque no supieron darse cuenta de que el mejor puesto se encuentra siempre al lado de Jesús. Por llegar hasta allí, junto al Señor, es por lo que debieron porfiar. En la vida de los hombres se observa no pocas veces una actitud parecida a la de aquellos comensales: ¡cuánto esfuerzo para ser considerados y admirados, y qué poco para estar cerca de Dios! Nosotros pedimos hoy a Santa María, en este rato de oración y a lo largo del día, que nos enseñe a ser humildes, que es el único modo de crecer en amor a su Hijo, de estar cerca de Él. La humildad conquista el Corazón de Dios. «“Quia respexit humilitatem ancillae suae” —porque vio la bajeza de su esclava...
»—¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes!
»Habla con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda».
II. La Virgen nos enseña el camino de la humildad. Esta virtud no consiste esencialmente en reprimir los impulsos de la soberbia, de la ambición, del egoísmo, de la vanidad..., pues Nuestra Señora no tuvo jamás ninguno de estos movimientos y fue adornada por Dios en grado eminente con esta virtud. El nombre de humildad viene del latín humus, tierra, y significa, según su etimología, inclinarse hacia la tierra. La virtud de la humildad consiste esencialmente en inclinarse ante Dios y ante todo lo que hay de Dios en las criaturas, reconocer nuestra pequeñez e indigencia ante la grandeza del Señor. Las almas santas «sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios, y reconocer prácticamente que Él solo es grande, y que en comparación de la suya, todas las grandezas humanas están vacías de verdad, y no son sino mentira». Este anonadamiento no empequeñece, no acorta las verdaderas aspiraciones de la criatura, sino que las ennoblece y les da nuevas alas, les abre horizontes más amplios. Cuando Nuestra Señora es elegida para ser Madre de Dios, se proclama enseguida su esclava. Y en el momento en que escucha la alabanza de que es bendita entre todas las mujeres se dispone a servir a su prima Isabel. Es la llena de gracia, pero guarda en su intimidad la grandeza que le ha sido revelada. Ni siquiera a José le desvela el misterio; deja que la Providencia lo haga en el momento oportuno. Llena de una inmensa alegría canta las maravillas que le han sucedido, pero las atribuye al Todopoderoso. Ella, de su parte, solo ha ofrecido su pequeñez y su querer. «Se ignoraba a sí misma. Por eso, a sus propios ojos no contaba. No vivió pendiente de sí misma, sino pendiente de Dios, de su voluntad. Por eso podía medir el alcance de su propia bajeza, de su, a la vez, desamparada y segura condición de criatura, sintiéndose incapaz de todo, pero sostenida por Dios. La consecuencia fue el entregarse, el vivir para Dios». Nunca buscó su propia gloria, ni aparentar, ni primeros puestos en los banquetes, ni ser considerada, ni recibir halagos por ser la Madre de Jesús. Ella solo buscó la gloria de Dios.
La humildad se funda en la verdad, en la realidad; sobre todo en esta certeza: es infinita la distancia que existe entre la criatura y su Creador. Cuanto más se comprende esta distancia y el acercamiento de Dios con sus dones a la criatura, el alma, con la ayuda de la gracia, se hace más humilde y agradecida. Cuanto más elevada está una criatura más comprende este abismo; por eso la Virgen fue tan humilde. Ella, la Esclava del Señor, es hoy la reina del Universo. En Ella se cumplieron de modo eminente las palabras de Jesús al final de la parábola: el que se humilla, el que ocupa su lugar ante Dios y ante los hombres, será ensalzado. El que es humilde oye siempre a Jesús que le dice: amigo, sube más arriba. «Que sepamos ponernos al servicio de Dios sin condiciones y seremos elevados a una altura increíble; participaremos en la vida íntima de Dios, ¡seremos como dioses!, pero por el camino reglamentario: el de la humildad y la docilidad al querer de nuestro Dios y Señor».
III. La humildad nos hará descubrir que todo lo bueno que existe en nosotros viene de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: Mi sustancia es como nada delante de Ti, Señor, exclama el Salmista. Lo específicamente nuestro es la flaqueza y el error. A la vez, nada tiene que ver esta virtud con la timidez, con la pusilanimidad o la mediocridad. Lejos de apocarse, el alma humilde se pone en las manos de Dios, y se llena de alegría y de agradecimiento cuando Dios quiere hacer cosas grandes a través de ella. Los santos han sido hombres magnánimos, capaces de grandes empresas para la gloria de Dios. El humilde es audaz porque cuenta con la gracia del Señor, que todo lo puede; acude con frecuencia a la oración –es muy pedigüeño–, porque está convencido de la absoluta necesidad de la ayuda divina; es agradecido, con Dios y con sus semejantes, porque es consciente de las muchas ayudas que recibe; tiene especial facilidad para la amistad y, por tanto, para el apostolado... Y aunque la humildad es el fundamento de todas las virtudes, lo es de modo muy particular de la caridad: en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos, podemos preocuparnos de los demás y atender sus necesidades. Alrededor de estas dos virtudes se encuentran todas las demás. «Humildad y caridad son las virtudes madres –afirma San Francisco de Sales–; las otras las siguen como polluelos a su clueca». La soberbia, por el contrario, es la «raíz y madre» de todos los pecados, incluso de los capitales, y el mayor obstáculo que el hombre puede poner a la gracia.
La soberbia y la tristeza andan con frecuencia de la mano, mientras que la alegría es patrimonio del alma humilde. «Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini (Lc 1, 38), de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo»
Trigésimo primer Domingo
ciclo b
AMAR CON OBRAS
— El Primer mandamiento.
— Correspondencia al amor que Dios nos tiene.
— Amor con obras.
I. Los textos de la Misa nos muestran la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y a la vez la perfección y la novedad de este. En la Primera lectura vemos ya enunciado con toda claridad el Primer mandamiento: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Era un pasaje muy conocido por todos los judíos, pues lo repetían dos veces al día, en las plegarias de la mañana y de la tarde.
En el Evangelio leemos cómo un doctor de la Ley le hace una pregunta llena de rectitud al Señor. Este doctor había oído el diálogo de Jesús con los saduceos y había quedado admirado de su respuesta. Esto le movió a conocer mejor las enseñanzas del Maestro: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?, le pregunta. Y Jesús, a pesar de las duras acusaciones que lanzará contra los fariseos y los escribas, se detiene ahora ante este hombre que parece querer conocer sinceramente la verdad. Al final del diálogo, incitándole a dar un paso más definitivo ante la conversión, tendrá para él una palabra alentadora: No estás lejos del Reino de Dios, le dirá. Jesús se detiene siempre ante toda alma en la que se inicia el más pequeño deseo de conocerle. Ahora, pausadamente, el Señor le repite las palabras del texto sagrado: Escucha, Israel: El Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...
Este es el primero de los mandamientos, resumen y culminación de todos los demás. Pero, ¿en qué consiste este amor? El Cardenal Luciani –que más tarde sería Juan Pablo I–, comentando a San Francisco de Sales, escribía que «quien ama a Dios debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que Él permite». Y recuerda un diálogo figurado con Margarita, esposa de San Luis rey de Francia, cuando estaba a punto de embarcarse para las Cruzadas. Ella desconocía a dónde iba el rey y no tenía el menor interés por visitar los lugares donde tendría que hacer escala; tampoco le importaban demasiado los peligros que seguramente surgirían. La reina solo tenía interés en un asunto: estar con el rey. «Más que ir a ningún sitio, yo le sigo a él».
«Ese rey es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras amamos a Dios». ¿Qué interés puede tener estar aquí o allí si estamos con Dios, al que amamos sobre todas las cosas? ¿Qué puede importar estar sanos o enfermos, ser ricos o pobres...? «Sentirse con Dios como un niño en los brazos de la madre; que nos lleve en el brazo derecho o en el brazo izquierdo da lo mismo, dejémoslo a su voluntad». Solo Él basta: el lugar donde estemos, el dolor que podamos sufrir, el éxito o el fracaso, no solo tienen un valor siempre relativo, sino que nos han de ayudar a amar más. Bien podemos seguir el consejo de la Santa:
«Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda,
la paciencia todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
solo Dios basta»
II. Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza. // Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, // mi fuerza salvadora, mi baluarte, rezamos con el Salmo responsorial.
Este Salmo 17 es como un Te Deum que David dirige a Yahvé para darle gracias por las muchas ayudas que recibió a lo largo de su vida. El Señor le libró de sus enemigos, especialmente de las manos de Saúl, le dio la victoria sobre los pueblos gentiles, le devolvió Jerusalén después de haber tenido que abandonarla a causa de la insurrección de su hijo Absalón. David siempre encontró en su Señor apoyo y ayuda. De ahí su reconocimiento y su amor: Yo te amo, Señor, fortaleza mía. Él fue siempre su aliado: peña, refugio, roca segura, escudo protector... Yahvé fue siempre su amparo: Yahvé me libró porque me amaba. Cada uno de nosotros puede repetir estas mismas palabras. Lo determinante de nuestra vida, lo que aparta todas las tinieblas y tristezas es el hecho de que Dios nos ama. Esta realidad llena el corazón de esperanza y de consuelo. Y en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que vivamos por Él. En eso está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. La Encarnación es la revelación suprema del amor de Dios por cada uno de sus hijos. Pero este amor preexistía a toda manifestación desde la eternidad: Te amé con amor eterno. Es anterior a cualquier propósito creador, ya que representa lo más íntimo de la esencia divina. Santo Tomás enseña que este amor es la fuente de todas las gracias que recibimos.
Es más, para que podamos amarle, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado. «Fuimos amados –enseña San Agustín– cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que agradarle». En otro lugar, comenta el Santo: «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado».
¿Cómo no vamos a corresponder a un amor tan grande? El Señor nos pide que le amemos con obras y con el afecto de nuestro corazón, que cada día conoce más y mejor ese camino hacia la Trinidad que es la Humanidad Santísima de Jesús. El Padre ama al Hijo y nos ama a nosotros: Tú les has amado como me has amado a Mí. Tanto nos ama cuanto nosotros amamos al Hijo: El que me ama será amado por mi Padre.
El amor pide obras: confianza de hijos, cuando no acabamos de entender los acontecimientos; acudir a Él siempre, todos los días, y especialmente cuando nos sintamos más necesitados; agradecimiento alegre por tanto don como recibimos; fidelidad de hijos, allí donde nos encontremos... «En el castillo de Dios tratemos de aceptar cualquier puesto: cocineros o fregones de cocina, camareros, mozos de cuadra, panaderos. Si al Rey le place llamarnos a su Consejo privado, allí iremos, pero sin entusiasmarnos demasiado, sabiendo que la recompensa no depende del puesto, sino de la fidelidad con que sirvamos». En el lugar donde nos encontremos, en la situación concreta por la que pasa nuestra vida, Dios nos quiere felices, pues en esas circunstancias podemos ser fieles al Señor. ¡Tantas veces necesitaremos decirle: «Señor, te amo.... pero enséñame a amarte!».
III. Cuando apenas había unas pocas monedas en el recién fundado convento de San José de Ávila, se comía pan duro y poco más, pero nunca faltaban velas para el altar, y todo lo que se refería al culto era escogido y bueno..., dentro de la penuria en que se encontraban. Un visitante que pasó por allí, preguntó un poco escandalizado: «¿Un lienzo perfumado para que el sacerdote se seque las manos antes de la Misa?».
La Madre Teresa, con el rostro encendido de devoción, se echó la culpa a sí misma: «Esta imperfección –contestó– la tomaron mis monjas de mí. Pero cuando recuerdo que el Señor se quejó del fariseo porque no le había recibido honrosamente, quisiera que todo, desde el umbral de la Iglesia, estuviese empapado de bálsamo». El Señor no es indiferente a estas muestras sinceras de un corazón que sabe querer.
Amamos al Señor cumpliendo los mandamientos y nuestros deberes en medio del mundo, evitando toda ocasión de pecado, ejerciendo la caridad en mil detalles..., y también en esos gestos que pueden parecer pequeños pero que van llenos de delicadeza y de cariño para el Señor: una genuflexión bien hecha ante el Sagrario, la puntualidad en las prácticas de piedad, una mirada a una imagen de Nuestra Señora... Son precisamente estas expresiones que parecen pequeñas las que mantienen encendido ese amor al Señor que no se debe apagar nunca.
Todo lo que hacemos por el Señor es solo una pequeñez ante la iniciativa divina. «Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”...
»—Es la hora de responder: “¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”, añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!»
Trigésimo primer Domingo
Ciclo C
ZAQUEO
— Deseos de encontrar a Cristo. Poner los medios necesarios.
— Desprendimiento y generosidad de Zaqueo.
— Jesús nos busca siempre. Esperanza en la propia vida interior y en el apostolado.
I. Una vez más los textos de la Misa de hoy nos vuelven a hablar de la misericordia divina. Es lógico que se repita tanto esta inefable realidad, porque la misericordia de Dios es una fuente inagotable de esperanza y porque nosotros estamos muy necesitados de la clemencia divina. Todos necesitamos que se nos recuerde muchas veces que el Señor es clemente y misericordioso.
En la Primera lectura, el Libro de la Sabiduría nos hace presente hoy esta bondad y cuidado amoroso de Dios sobre toda la creación y especialmente por el hombre: ¿cómo subsistirían las cosas si Tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si Tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu soplo incorruptible. Por eso corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en Ti, Señor.
El Evangelio nos habla del encuentro misericordioso de Jesús con Zaqueo. El Señor pasa por Jericó, camino de Jerusalén. A la entrada de la ciudad ha tenido lugar la curación de un mendigo ciego que logró con su fe y su insistencia llegar hasta Jesús, a pesar de la multitud y de los que pretendían que callara. Ahora, dentro ya de esta ciudad importante, la multitud debía de llenar la calle por donde pasaba el Maestro. Allí se encuentra también un hombre, que era jefe de publicanos y rico, bien conocido por el cargo en Jericó. Los publicanos eran recaudadores de impuestos. Roma no tenía funcionarios propios para este oficio, sino que lo encargaba a determinadas personas del país respectivo. Estas podían tener –como Zaqueo– empleados subalternos. La cantidad del impuesto la tasaba la autoridad romana; los publicanos cobraban una sobretasa, de la cual vivían. Esto se prestaba a arbitrariedades, y por esto se ganaban fácilmente la hostilidad de la población. En el caso de los judíos, se añadía la nota infamante de expoliar al pueblo elegido en favor de los gentiles. San Lucas nos dice que Zaqueo intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. Pero su deseo es eficaz; para conseguir su propósito se mezcla primero con la multitud y luego, dejando a un lado los respetos humanos, lo que pudieran pensar las gentes por su actitud, adelantándose corriendo, subió a un sicómoro, para verle, porque iba a pasar por allí. Nada le importa lo que pudieran pensar las gentes al ver a un hombre de su posición correr primero y subir después a un árbol. Es esta una formidable lección para nosotros que, por encima de todo, queremos ver a Jesús y permanecer con Él. Pero debemos examinar hoy la sinceridad y el vigor de estos deseos: ¿Quiero yo ver a Jesús? –preguntaba el Papa Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio–, ¿hago todo lo posible para poder verlo? Este problema, después de dos mil años, es tan actual como entonces, cuando Jesús atravesaba las ciudades y poblados de su tierra. Y es actual para cada uno personalmente: ¿verdaderamente quiero contemplarlo, o quizá evito el encuentro con Él? ¿Prefiero no verlo o que Él no me vea? Y si ya le vislumbro de algún modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome mucho, no poniéndome ante sus ojos para no llamar la atención demasiado..., para no tener que aceptar toda la verdad que hay en Él, que proviene de Él, de Cristo?.
II. Cualquier esfuerzo que hagamos por acercarnos a Cristo es largamente recompensado. Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me hospede en tu casa. ¡Qué inmensa alegría! Él, que se contentaba con verlo desde el árbol, se encuentra con que Jesús le llama por su nombre, como a un viejo amigo, y, con la misma confianza, se invita en su casa. «Quien tenía por grande e inefable el verle pasar –comenta San Agustín–, mereció inmediatamente tenerlo en casa». El Maestro, que había leído en su corazón la sinceridad de sus deseos, no quiere dejar pasar esta ocasión. Zaqueo «descubre que es amado personalmente por Aquel que se presenta como el Mesías esperado, se siente tocado en lo más profundo de su espíritu y abre su corazón». Enseguida quiere estar cerca del Maestro: Bajó rápido y lo recibió con gozo. Experimentó la alegría singular de todo aquel que se encuentra con Jesús.
Zaqueo tiene al Maestro, y con Él lo tiene todo. «No se asusta de que la acogida de Cristo en la propia casa pudiese amenazar, por ejemplo, su carrera profesional, o hacerle difícil algunas acciones, ligadas con su actividad de jefe de publicanos». Por el contrario, muestra con obras la sinceridad de su nueva vida; se convierte en un discípulo más del Maestro: Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y si he defraudado a alguien le devolveré cuatro veces más. ¡Va mucho más allá de lo que ordenaba la Ley de Moisés en lo referente a la restitución, y además entrega a los pobres la mitad de su fortuna! El encuentro con Cristo nos hace generosos con los demás, nos mueve enseguida a compartir lo que tenemos, mucho o poco, con quien está más necesitado. Zaqueo comprendió que para seguir a Cristo es necesario el más completo desprendimiento. «Dios mío, veo que no te aceptaré como mi Salvador, si no te reconozco al mismo tiempo como Modelo.
»—Pues que quisiste ser pobre, dame amor a la Santa Pobreza. Mi propósito, con tu ayuda, es vivir y morir pobre, aunque tenga millones a mi disposición».
III. Cuando Jesús entró en casa de Zaqueo, muchos comenzaron a murmurar de que se hubiese hospedado en casa de un pecador. Entonces, el Señor pronunció estas consoladoras palabras, unas de las más bellas de todo el Evangelio: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también este es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. Es una llamada a la esperanza: si alguna vez el Señor permitiera que atravesáramos una mala época, una mala racha, si nos sintiéramos a oscuras y perdidos, hemos de saber que Jesús, el Buen Pastor, saldrá enseguida a buscarnos. «Elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo cuando este alcanza la gracia?», comenta San Ambrosio. Nunca se olvida de los suyos el Señor.
También nos ha de ayudar la figura de Zaqueo para no dar nunca a nadie por perdido o irrecuperable para Dios. Para los habitantes de Jericó, este jefe de publicanos estaba muy lejos de Dios. El Evangelio deja entrever que así era. Sin embargo, desde que entró en aquella ciudad, Jesús tenía los ojos puestos en él. Por encima de las apariencias, Zaqueo tenía un corazón deseoso de ver al Maestro. Y, como San Lucas muestra enseguida, tenía un alma dispuesta al arrepentimiento, a la reparación y a la generosidad. Así hay muchas gentes a nuestro alrededor, con deseos de ver a Jesús, y esperando que alguno se detenga frente a ellos, los mire con comprensión y los invite a una vida nueva.
Nunca debemos perder la esperanza, ni siquiera cuando parece que todo está perdido. La misericordia de Dios es infinita y omnipotente, y supera todos nuestros juicios. Se cuenta de una mujer muy santa un suceso especialmente significativo que dejó una huella profunda en su alma, que muestra muy gráficamente el alcance de la misericordia divina. Un pariente de esta persona puso fin a su vida arrojándose desde un puente al río. La mujer estuvo un tiempo tan desconsolada y entristecida que ni se atrevía a rezar por él. Un día le preguntó el Señor por qué no intercedía por él, como solía hacer por los demás. Esta persona se sorprendió de las palabras de Jesús, y le contestó: «Tú bien sabes que se arrojó desde el puente y acabó con su vida»... Y el Señor le respondió: «No olvides que entre el puente y el agua estaba Yo».
Nunca había dudado esta mujer de la misericordia divina, pero, desde aquel día, su confianza en el Señor no tuvo límites. Y rezó por aquel pariente lejano con particular intensidad y fe. Un suceso muy parecido se cuenta de la vida del Cura de Ars. Ambos ponen de relieve una misma realidad: siempre que pensamos en la bondad y compasión divina para con sus hijos, nos quedamos cortos.
No dudemos nosotros nunca del Señor, de su bondad y de su amor por los hombres, por muy difíciles o extremas que sean las situaciones en que nos encontremos nosotros o aquellas personas que queremos llevar hasta Jesús. Su misericordia es siempre más grande que nuestros pobres juicios.
31ª semana. Lunes
SIN ESPERAR NADA EGOÍSTAMENTE
— Dar y darnos aunque no veamos fruto ni correspondencia.
— El premio a la generosidad.
— Dar con alegría. Poner al servicio de los demás los talentos recibidos.
I. Jesús había sido invitado a comer por uno de los fariseos importantes del lugar y, una vez más, utiliza la imagen del banquete para transmitirnos una enseñanza importante sobre aquello que hemos de hacer por los demás y el modo de llevarlo a cabo. Dirigiéndose al que le había invitado, dijo el Señor: Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Por el contrario, indica Jesús enseguida a quiénes se ha de invitar: a los pobres, a los tullidos y cojos, a los ciegos... Y da la razón de esta elección: serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de los justos.
Los amigos, los parientes, los vecinos ricos se verán obligados por nuestra invitación a corresponder con otra, al menos de la misma categoría o mejor aún. Lo invertido en la cena ha dado ya su fruto inmediato. Esto puede ser una obra humana recta, incluso muy buena si hay rectitud de intención y los fines son nobles (amistad, apostolado, aunar lazos familiares...), pero, en sí misma, poco se diferencia de lo que pueden hacer los paganos. Es manera humana de obrar: Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo..., dirá el Señor en otra ocasión. La caridad del cristiano va más lejos, pues incluye y sobrepasa a la vez el plano de lo natural, de lo meramente humano: da por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. Los pobres, los mutilados... nada pueden devolver pues nada tienen. Entonces es fácil ver a Cristo en los demás. La imagen del banquete no se reduce exclusivamente a los bienes materiales; es imagen de todo lo que el hombre puede ofrecer a otros: aprecio, alegría, optimismo, compañía, atención...
Se cuenta en la vida de San Martín que estando el Santo en sueños le pareció ver a Cristo vestido con la mitad de la capa de oficial romano que poco tiempo antes había dado a un pobre. Miró atentamente al Señor y reconoció su ropa. Al mismo tiempo oyó que Jesús, con voz que nunca olvidaría, decía a los ángeles que le acompañaban: «Martín, que solo es catecúmeno, me ha cubierto con este vestido». Y enseguida, el Santo recordó otras palabras de Jesús: Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis. Esta visión llenó de aliento y de paz a Martín, y recibió enseguida el Bautismo.
No debemos hacer el bien esperando en esta vida una recompensa, ni un fruto inmediato. Aquí debemos ser generosos (en el apostolado, en la limosna, en obras de misericordia...) sin esperar recibir nada por ello. La caridad no busca nada, la caridad no es ambiciosa. Dar, sembrar, darnos aunque no veamos fruto, ni correspondencia, ni agradecimiento, ni beneficio personal aparente alguno. El Señor nos enseña en esta parábola a dar liberalmente, sin calcular retribución alguna. Ya la tendremos con abundancia.
II. Nada se pierde de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha el corazón y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo empequeñece, limita el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el contrario, cuanto más damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los frutos, ni cosecharemos agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo Cristo es el objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde. «Vosotros –comenta San Agustín– no veis ahora la importancia del bien que hacéis; tampoco el labriego, al sembrar, tiene delante las mieses; pero confía en la tierra. ¿Por qué no confías tú en Dios? Llegará un día que será el de nuestra cosecha. Imagínate que nos hallamos ahora en las faenas de labranza; mas labramos para recoger después según aquello de la Escritura: Iban andando y lloraban, arrojando sus simientes; cuando vuelvan, volverán con regocijo, trayendo sus gavillas (Sal 125)». La caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar, es paciente.
La generosidad abre cauce a la necesidad vital del hombre de dar. El corazón que no sabe aportar un bien a los que le rodean, a la sociedad misma, se incapacita, envejece y muere. Cuando damos se alegra el corazón, y estamos en condiciones de comprender mejor al Señor, que dio su vida en rescate por todos. Cuando San Pablo agradece a los filipenses la ayuda que le han prestado, les enseña que está contento no tanto por el beneficio que él ha recibido sino, sobre todo, por el fruto que las limosnas les reportará a ellos mismos: para que aumenten los intereses en vuestra cuenta, les dice. Por eso San León Magno recomienda «que quien distribuye limosnas lo haga con despreocupación y alegría, ya que, cuanto menos se reserve para sí, mayor será la ganancia que obtendrá».
San Pablo también alentaba a los primeros cristianos a vivir la generosidad con gozo, pues Dios ama al que da con alegría. A nadie –mucho menos al Señor– pueden serle gratos un servicio o una limosna hechos de mala gana o con tristeza: «Si das el pan triste –comenta San Agustín– el pan y el premio perdiste». En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor, con espontaneidad, sin cálculos...
III. Es mucho lo que podemos dar a otros y cooperar en obras de asistencia a los necesitados de lo más imprescindible, de formación, de cultura... Podemos dar bienes económicos –aunque sean pocos si es poco de lo que disponemos–, tiempo, compañía, cordialidad... Se trata de poner al servicio de los demás los talentos que hemos recibido del Señor. «He aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes –hacer una leva de hombres de buena voluntad–, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas».
El Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor recompensa de la generosidad en la tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada debemos recordar luego a los demás; nada debe ser exigido. De ordinario, es mejor que los padres no recuerden a los hijos lo mucho que hicieron por ellos; ni la mujer al marido las mil ayudas que en momentos difíciles supo prestarle, los desvelos, la paciencia...; ni el marido a la mujer su trabajo intenso para sacar la casa adelante... Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en la historia personal de cada uno. Es preferible, y más grato al Señor, no pasar factura por aquello que hicimos con alegría, sin ánimo alguno de ser recompensados, con generosidad plena. Incluso, aceptar que las buenas acciones que pretendemos llevar a cabo sean alguna vez mal interpretadas. «Vi rubor en el rostro de aquel hombre sencillo, y casi lágrimas en sus ojos: prestaba generosamente su colaboración en buenas obras, con el dinero honrado que él mismo ganaba, y supo que “los buenos” motejaban de bastardas sus acciones.
»Con ingenuidad de neófito en estas peleas de Dios, musitaba: “¡ven que me sacrifico... y aún me sacrifican!”
»—Le hablé despacio: besó mi Crucifijo, y su natural indignación se trocó en paz y gozo».
Nos dice el Señor que debemos comprender a los demás, aunque ellos no nos comprendan (quizá no puedan en ese momento, como los menesterosos invitados al banquete, que no podían responder con otra invitación). Y querer a las gentes, aunque nos ignoren, y prestar muchos pequeños servicios, aunque en circunstancias similares nos los nieguen. Y hacer la vida amable a quienes nos rodean, aunque alguna vez nos parezca que no somos correspondidos... Y todo con corazón grande, sin llevar una contabilidad de cada favor prestado. Cuando se oyen los lamentos y quejas de algunos que pasaron por la vida –dicen– dando y entregándose sin recibir luego las mismas atenciones, se puede sospechar que algo esencial faltó en esa entrega, quizá la rectitud de intención. Porque el dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino íntimo gozo y notar que el corazón se hace más grande y que Dios está contento con lo que hemos hecho. «Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz».
Nuestra Madre Santa María, que con su fiat entregó su ser y su vida al Señor y a nosotros sus hijos, nos ayudará a no reservarnos nada, y a ser generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan cada día.