Santa María Madre de Dios
1 de enero
Octava de Navidad
MADRE DE DIOS Y MADRE NUESTRA
— Santa María, Madre de Dios.
— Madre nuestra. Ayudas que nos presta.
— La devoción a la Virgen nos lleva a Cristo. Comenzar el nuevo año junto a Ella.
I. Hemos contemplado muchas veces a María con el Niño en sus brazos, pues la piedad cristiana ha plasmado del mil formas diferentes la festividad que hoy celebramos: la Maternidad de María, el hecho central que ilumina toda la vida de la Virgen y fundamento de los otros privilegios con que Dios quiso adornarla. Hoy alabamos y damos gracias a Dios Padre porque María concibió a su Único Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo nuestro Señor. Y a Ella le cantamos en nuestro corazón: Salve, Madre santa, Virgen, Madre del Rey, pues realmente la Madre ha dado a luz al Rey, cuyo nombre es eterno; la que lo ha engendrado tiene al mismo tiempo el gozo de la maternidad y la gloria de la virginidad.
Santa María es la Señora, llena de gracia y de virtudes, concebida sin pecado, que es Madre de Dios y Madre nuestra, y está en los cielos en cuerpo y alma. La Sagrada Escritura nos habla de Ella como la más excelsa de todas las criaturas, la bendita, la más alabada entre las mujeres, la llena de gracia, la que todas las generaciones llamarán bienaventurada. La Iglesia nos enseña que María ocupa, después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros, en razón de su maternidad divina. Ella, «por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los hombres». Por ti, Virgen María, han llegado a su cumplimiento los oráculos de los profetas que anunciaron a Cristo: siendo Virgen, concebiste al Hijo de Dios y, permaneciendo virgen, lo engendraste.
El Espíritu Santo nos enseña en la Primera lectura de la Misa de hoy que, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley.... Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del cielo, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Virgen María. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado eternamente, no hecho, por Dios Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, nació, «fue hecho», de Santa María. «Me extraña en gran manera –dice por eso San Cirilo– que haya alguien que tenga alguna duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearan esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los Santos Padres». Así lo definió el Concilio de Éfeso.
«Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María –comenta San Josemaría Escrivá–. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades –añade–, prefiero la de hoy; la Maternidad divina de la Santísima Virgen (...).
»Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios».
A Nuestra Señora le será muy grato que en el día de hoy le repitamos, a modo de jaculatoria, las palabras del Avemaría: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
II. «Nuestra Madre Santísima» es un título que damos frecuentemente a la Virgen, y que nos es especialmente querido y consolador. Ella es verdaderamente Madre nuestra, porque nos engendra continuamente a la vida sobrenatural.
«Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia».
Esta maternidad de María «perdura sin cesar... hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligro y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada».
Jesús nos dio a María como Madre nuestra en el momento en que, clavado en la cruz, dirige a su Madre estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre.
«Así, de un modo nuevo, ha legado su propia Madre al hombre: al hombre a quien ha transmitido el Evangelio. La ha legado a todo hombre... Desde aquel día toda la Iglesia la tiene como Madre. Y todos los hombres la tienen como Madre. Entienden como dirigidas a cada uno las palabras pronunciadas desde la Cruz».
Jesús nos mira a cada uno: He ahí a tu madre, nos dice. Juan la acogió con cariño y cuidó de Ella con extremada delicadeza, «la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre (Monstra te esse Matrem. Himno litúrgico Ave maris stella)». Al darnos Cristo a su Madre por Madre nuestra, manifiesta el amor a los suyos hasta el fin. Al aceptar la Virgen al Apóstol Juan como hijo suyo muestra Ella su amor de Madre con todos los hombres.
Ella ha influido de una manera decisiva en nuestra vida. Cada uno tiene su propia experiencia. Mirando hacia atrás vemos su intervención detrás de cada dificultad para sacarnos adelante, el empujón definitivo que nos hizo recomenzar de nuevo. «Cuando me pongo a considerar tantas gracias como he recibido de María Santísima, me parece ser como uno de esos santuarios marianos en cuyas paredes, recubiertas de exvotos, solo se lee esta inscripción: “Por gracia recibida de María”. Así me parece que estoy yo escrito por todas partes: “Por gracia recibida de María”.
»Todo buen pensamiento, toda buena voluntad, todo buen sentimiento de mi corazón: “Por gracia de María”».
Podríamos preguntarnos en esta fiesta de Nuestra Señora si la hemos sabido acoger como San Juan, si le decimos muchas veces, Monstra te esse matrem! ¡Muestra que eres Madre!, demostrando con nuestras obras que deseamos ser buenos hijos suyos.
III. La Virgen cumple su misión de Madre de los hombres intercediendo continuamente por ellos cerca de su Hijo. La Iglesia le da a María los títulos de «Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora», y Ella, con amor maternal, se encarga de alcanzarnos gracias ordinarias y extraordinarias, y aumenta nuestra unión con Cristo. Es más, «dado que María ha de ser justamente considerada como el camino por el que somos conducidos a Cristo, la persona que encuentra a María no puede menos de encontrar a Cristo igualmente».
La devoción filial a María es, pues, parte integrante de la vocación cristiana. En todo momento, hemos de recurrir, como por instinto, a Ella, que «consuela nuestro temor, aviva nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, disipa nuestros temores y anima nuestra pusilanimidad».
Es fácil llegar hasta Dios a través de su Madre. Todo el pueblo cristiano, sin duda por inspiración del Espíritu Santo, ha tenido siempre esa certeza divina. Los cristianos han visto siempre en María un atajo –«senda por donde se abrevia el camino»– para llegar ante el Señor.
Dios y Señor nuestro, que por la maternidad virginal de María entregaste a los hombres los bienes de la salvación, concédenos experimentar la intercesión de aquella de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida.
Con esta solemnidad de Nuestra Señora comenzamos un nuevo año. En verdad no puede haber mejor comienzo del año –y de todos los días de nuestra vida– que estando muy cerca de la Virgen. A Ella nos dirigimos con confianza filial, para que nos ayude a vivir santamente cada día del año; para que nos impulse a recomenzar si, porque somos débiles, caemos y perdemos el camino; para que interceda ante su divino Hijo a fin de que nos renovemos interiormente y procuremos crecer en amor de Dios y en servicio a nuestro prójimo. En las manos de la Virgen ponemos los deseos de identificarnos con Cristo, de santificar la profesión, de ser fieles evangelizadores. Repetiremos con más fuerza su nombre cuando las dificultades arrecien. Y Ella, que está siempre pendiente de sus hijos, cuando oiga su nombre en nuestros labios, vendrá con prisa a socorrernos. No nos dejará en el error o en el desvarío.
En el día de hoy, cuando contemplemos alguna imagen suya, le podemos decir, al menos mentalmente, sin palabras, ¡Madre mía!, y sentiremos que nos acoge y nos anima a comenzar este nuevo año que Dios nos regala, con la confianza de quien se sabe bien protegido y ayudado desde el Cielo.
1 de enero
SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS*
Solemnidad
— Dios escogió a su Madre y la colmó de todos los dones y gracias,
— María y la Santísima Trinidad.
— Nuestra Madre.
I. Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..., leemos en la Segunda lectura de la Misa.
Hace muy pocos días meditábamos su nacimiento lleno de sencillez en una cueva de Belén. Lo vimos pequeño, como un niño indefenso, en manos de su Madre que nos lo presentaba para que, llenos de confianza y piedad, lo adoráramos como a nuestro Redentor y Señor. Dios había tenido en cuenta todas las circunstancias que rodearon su nacimiento: el edicto de César Augusto, el empadronamiento, la pobreza de Belén... Pero, sobre todo, había previsto la Madre que lo traería al mundo. Esta Mujer, mencionada en diversas ocasiones en la Sagrada Escritura, había sido predestinada desde toda la eternidad. Ninguna otra obra de la creación cuidó Dios con más esmero, con más amor y sabiduría que aquella que, con su consentimiento libre, sería su Madre.
Nuestra Señora fue anunciada ya en los comienzos como triunfadora de la serpiente, que simboliza la entrada del mal en el mundo, como la Virgen que dará a luz al Emmanuel, al Dios con nosotros; y estuvo prefigurada en el arca de la alianza, en la casa de oro, por la torre de marfil... La escogió Dios entre todas las mujeres antes de los siglos, la amó más que a la totalidad de las criaturas, con un amor tal que puso en Ella, de un modo único, todas sus complacencias, la colmó de todas las gracias y dones, más que a los ángeles y los santos, la preservó de toda mancha de pecado o de imperfección, de tal manera que no se puede concebir una criatura más bella y más santa que quien había sido escogida para Madre del Salvador. Con razón han dicho los teólogos y los santos que Dios puede hacer un mundo mayor, pero no una madre más perfecta que su Madre. Y comenta San Bernardo: «¿Por qué hemos de asombrarnos si Dios, a quien contemplamos obrando maravillas en la Escritura y entre sus santos, quiso mostrarse aún más maravilloso con su Madre?».
La maternidad divina de María -enseña Santo Tomás de Aquino sobrepasa todas las gracias o carismas, como el don de profecía, el don de lenguas, de hacer milagros... «Dios Omnipotente, Todopoderoso, Sapientísimo, tenía que escoger a su Madre.
»¿Tú, qué habrías hecho, si hubieras tenido que escogerla? Pienso que tú y yo habríamos escogido la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Dios. Por tanto, después de la Santísima Trinidad, está María.
»-Los teólogos establecen un razonamiento lógico de ese cúmulo de gracias, de ese no poder estar sujeta a satanás: convenía, Dios lo podía hacer, luego lo hizo. Es la gran prueba. La prueba más clara de que Dios rodeó a su Madre de todos los privilegios, desde el primer instante. Y así es: ¡hermosa, y pura, y limpia en alma y cuerpo!».
Al mirar hoy a Nuestra Señora, Madre de Dios, que nos ofrece a su Hijo en brazos, hemos de dar gracias al Señor, pues «una de las grandes mercedes que Dios nos hizo además de habernos criado y redimido fue querer tener Madre, porque tomándola Él por suya nos la daba por nuestra».
II. Enseña Santo Tomás de Aquino que María «es la única que junto a Dios Padre puede decir al Hijo divino: Tú eres mi Hijo». Nuestra Señora -escribe San Bernardo «llama Hijo suyo al de Dios y Señor de los ángeles cuando con toda naturalidad le pregunta: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? (Lc 2, 48). ¿Qué ángel pudo tener el atrevimiento de decírselo (...)? Pero María, consciente de que es su Madre, llama familiarmente Hijo suyo a esa misma soberana majestad ante la que se postran los ángeles. Y Dios no se ofende porque le llamen lo que Él quiso ser». Es verdaderamente el Hijo de María.
En Cristo se distingue la generación eterna (su condición divina, la preexistencia del Verbo) de su nacimiento temporal. En cuanto Dios, es engendrado, no hecho, misteriosamente por el Padre ab aeterno, desde siempre; en cuanto hombre, nació, fue hecho, de Santa María Virgen. Cuando llegó la plenitud de los tiempos el Hijo Unigénito de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, asumió la naturaleza humana, es decir, el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza humana (alma y cuerpo) y la divina se unieron en la única Persona del Verbo. Desde aquel momento, Nuestra Señora, cuando dio su consentimiento a los requerimientos de Dios, se convirtió en Madre del Hijo de Dios encarnado, pues «así como todas las madres, en cuyo seno se engendra nuestro cuerpo, pero no el alma racional, se llaman y son verdaderamente madres, así también María, por la unidad de la Persona de su Hijo, es verdaderamente Madre de Dios».
En el Cielo, los ángeles y los santos contemplan con asombro el altísimo grado de gloria de María y conocen bien que esta dignidad le viene de que fue y sigue siendo para siempre la Madre de Dios, Mater Creatoris, Mater Salvatoris. Por eso, en las letanías, el primer título de gloria que se da a Nuestra Señora es el de Sancta Dei Genitrix, y los títulos que le siguen son los que convienen a la maternidad divina: Santa Virgen de las vírgenes, Madre de la divina gracia, Madre purísima, Madre castísima...
Por ser María verdadera Madre del Hijo de Dios hecho hombre, se sitúa en una estrechísima relación con la Santísima Trinidad. Es la Hija del Padre, como la llamaron los Padres de la Iglesia y el Magisterio antiguo y reciente. Con el Hijo, la Santísima Virgen tiene una estricta vinculación de consanguinidad, «por la que adquiere poder y dominio natural sobre Jesús... Y Jesús contrae con María los deberes de justicia que tienen los hijos para con sus padres». Con relación al Espíritu Santo, María es, según el pensamiento de los Padres, Templo y Sagrario, expresión que recoge también el Papa Juan Pablo II en su Magisterio. Ella es «la obra maestra de la Trinidad».
Esta obra maestra no es algo accidental en la vida del cristiano. «Ni siquiera es una persona adornada por Dios con tantos dones para que nos quedemos admirándola. Esta obra maestra de la Trinidad es Madre de Dios Redentor y, por ello, también Madre mía, de este pobre ser humano que soy yo, que es cada uno de los mortales». ¡Madre mía!, le hemos dicho tantas veces.
Hoy dirigimos el pensamiento a Ella llenos de alegría y de alabanza... y de un santo orgullo. «¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!...
»-Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole:
»Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, solo Dios!».
III. Salve, Mater misericordiae, // Mater spei et Mater veniae... Salve, Madre de misericordia, // Madre de la esperanza y del perdón, // Madre de Dios y de la gracia, // Madre rebosante de la santa alegría, le decimos hoy a Nuestra Madre del Cielo con un antiguo himno.
Con su desvelo de Madre, Nuestra Señora sigue prestando a su Hijo los cuidados que le ofreció aquí en la tierra. Ahora lo hace con nosotros, pues somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo: ve a Jesús en cada cristiano, en todo hombre. Y como Corredentora, siente la urgencia de incorporarnos definitivamente a la vida divina. Ella será siempre la gran ayuda para vencer dificultades y tentaciones y la gran aliada en el apostolado que, como cristianos en medio del mundo, hemos de llevar a cabo en el lugar donde nos encontramos: «Invoca a la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: «monstra te esse Matrem!», y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a Dios y llevarle muchas almas». Esta jaculatoria -monstra te esse Matrem! tomada de la liturgia, nos puede servir para estar unidos a Ella especialmente en este día: ¡Madre mía!, ¡muestra que eres Madre!... en esta necesidad y en aquella otra..., con este amigo... que tarda en acercarse a tu Hijo...
Al comenzar un nuevo año, aprovechemos para hacer el propósito firme de recorrerlo día a día de la mano de la Virgen. Nunca iremos más seguros. Hagamos como el Apóstol San Juan, cuando Jesús le dio a María, en nombre de todos, como Madre suya: Desde aquel momento -escribe el Evangelista- el discípulo la recibió en su casa. ¡Con qué amor, con qué delicadeza la trataría! Así hemos de hacerlo nosotros en cada jornada de este nuevo año y siempre.
Segundo domingo después de Navidad
NUESTRA FILIACIÓN DIVINA
— En qué consiste nuestra filiación. Somos realmente hijos de Dios. Agradecimiento por este inmenso don.
— El sentido de la filiación divina define y encauza nuestras relaciones con Dios y con los hombres. Consecuencias.
— Nuestra paz y serenidad tienen su fundamento en que somos hijos de Dios.
I. A todos los que le recibieron (a Jesucristo) les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios, nos dice San Juan en el Evangelio de la Misa.
Dios Padre nos predestinó para adoptarnos como hijos por Jesucristo, según el propósito de su voluntad.
Dios nos hace hijos suyos. Nunca acabaremos de comprender y de estimar suficientemente este don inefable. ¡Hijos de Dios! Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos realmente. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos....
Cuando decimos: «yo soy hijo de Dios», no estamos expresando una metáfora, ni es un modo piadoso de hablar. Somos hijos. Si la generación humana da como resultado la «paternidad» y la «filiación», de modo semejante aquellos que han sido «engendrados por Dios» son realmente hijos suyos. Esta realidad incomparable tiene lugar en el Bautismo, donde, gracias a la Pasión y Resurrección de Cristo, tiene lugar el nacimiento a una vida nueva, que antes no existía. Ha surgido una nueva criatura, por lo cual el recién bautizado se llama y es realmente «hijo de Dios».
La filiación divina natural se da en un grado eminente y único en Dios Hijo: «Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre antes de todos los siglos (...), engendrado, no hecho, consustancial al Padre». Y para señalar la diferencia esencial entre nuestra filiación y la filiación eterna del Hijo, se llamó adoptiva a la nuestra. El considerar la adopción aquí en la tierra (el nuevo padre no le da vida alguna al hijo, aunque sí su nombre, derechos de herencia, etc.), podría llevar a algunos a confundir la verdadera realidad de nuestra filiación: somos hijos de Dios porque la vida de Dios corre por nuestra alma en gracia.
Nos ayudará en nuestra oración de hoy el considerar que Dios es más Padre nuestro que aquel a quien en este mundo llamamos padre porque nos dio la vida natural. «Designar al cristiano como hijo de Dios no es una simple imagen que evoca la protección o vigilancia paternal que Dios ejerce a su respecto, sino que hay que entenderlo rigurosamente, en el mismo sentido en el que se dice de cualquiera: es hijo de tal persona (...).
»Por la generación, un nuevo hombre llega a la existencia; así como el animal engendra a un animal de su especie, también el hombre engendra a otro hombre, semejante a él. A menudo la semejanza es grande, y la gente se complace en reconocer que tal niño se parece mucho a su padre: en las facciones, en el porte, en el modo de mirar y de hablar... Pues bien, el cristiano nace de Dios, es hijo suyo en el sentido real, por lo cual debe parecerse a su Padre del Cielo; su condición de hijo consistirá precisamente en participar de la misma naturaleza que Él. Aquí se sitúan las palabras de San Pedro: participantes de la naturaleza divina, que significan algo más que una analogía, más que una semejanza o parentesco, pues implican una elevación y transformación de la naturaleza humana: la posesión de aquello que es propio del ser divino. El cristiano entra en un mundo superior (sobrenatural), que está por encima de la naturaleza original: el mundo de Dios».
Estos días de Navidad, en los que la Nochebuena está aún tan cercana y cuando todavía contemplamos a Jesús Niño en el belén, constituyen una gran ocasión para agradecerle el que nos haya traído el inmenso don de la filiación divina y que nos haya enseñado a llamar Padre al Dios de los Cielos: «Cuando oréis habéis de decir: Padre...».
II. «Vino el Hijo enviado por el Padre, quien nos eligió en Él antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en Él todas las cosas (Cfr. Ef 1, 4-5. 10)».
El primer fruto de esta restauración obrada por Cristo fue nuestra filiación divina. No solo restauró la naturaleza caída, sino que nos dio una nueva vida, una vida sobre-natural. Es la mayor gracia recibida: «el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas».
El sentido de nuestra filiación divina define y encauza nuestra actitud y, por tanto, nuestra oración y nuestra manera de comportarnos en todas las circunstancias. Es un modo de ser y un modo de vivir.
Al vivir con sentido de hijos de Dios aprendemos a tratar a nuestros hermanos los hombres. «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No solo a los ricos, ni solo a los pobres. No solo a los sabios, ni solo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros».
El sabernos hijos de Dios nos enseña a comportarnos de modo sereno ante los acontecimientos, por duros que puedan parecernos. Nuestra vida se convierte en un activo abandono de hijos que confían plenamente en la bondad de un Padre a quien, además, están sometidos todos los poderes de la creación. La certeza de que Dios quiere lo mejor para nosotros nos lleva a un abandono sosegado y alegre aun en los momentos más difíciles de nuestra vida. Así escribía Santo Tomás Moro a su hija desde la cárcel: «Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor».
Cuando nos encontremos con un problema o una contradicción, la actitud de un hijo de Dios es la de pedir más ayuda a su Padre del Cielo, y renovar el empeño por ser santo en todas las circunstancias, también en las que parecen menos favorables.
III. La filiación divina es el fundamento de la verdadera libertad –la libertad de los hijos de Dios– frente a todas las opresiones, y de modo singular frente a la esclavitud a que nos quieren someter nuestras propias pasiones.
La filiación divina es también el fundamento seguro de la paz y de la alegría. En ella, el cristiano encuentra la protección que necesita, el calor paternal y la confianza ante un futuro siempre incierto.
Sabernos hijos de Dios en cualquier circunstancia es el fundamento de una gran paz, incluso en medio de la necesidad y de la contradicción. El Señor nos da siempre los medios para salir adelante si acudimos a Él con confianza de hijos. En muchas ocasiones nos dará estos medios por los caminos más insospechados.
Nosotros, por nuestra parte, debemos tener siempre muy presente que, en todo momento, lo esencial en nuestra vida es buscar la santidad a través de esas circunstancias.
Seremos buenos hijos de Dios Padre si contemplamos y tratamos a Jesús. Él nos enseña en todo momento el camino que lleva al Padre. Lo recordaremos con frecuencia cuando nos acerquemos a besar y a adorar al Niño. Pro nobis egenus et foeno cubantem..., hecho pobre por nosotros, yace entre las pajas; le daremos calor, le abrazaremos con cariño. Contemplamos a Jesús en el Nacimiento, que es en estos días el centro de nuestra atención y de nuestra piedad. Hablamos con Él en nuestra oración, le miramos, le escuchamos, le adoramos en silencio. Sic nos amantem, quis non redamaret: a quien así nos ama, ¿quién no le corresponderá con amor? Ese amor que se ha de traducir en un trato más delicado y amable con quienes están a nuestra vera.
La filiación divina nos lleva a tratar a los demás con un gran respeto, como corresponde a hijos de Dios. La Virgen nos invita a pasarnos largos ratos delante del belén mirando a su Hijo. A Ella le pedimos que afine nuestras maneras de acuerdo con la altísima dignidad que hemos recibido; le suplicamos también que nos ayude a no olvidar en ningún momento del día, en ninguna circunstancia, que somos, en verdad, hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos, coherederos con Cristo. Somos hijos a quienes espera un lugar en el Cielo, preparado por su Padre Dios.
Tiempo de Navidad
2 de enero
INVOCAR AL SALVADOR
— Tratar al Señor con amistad y confianza.
— El nombre de Jesús. Jaculatorias.
— El trato con la Virgen María y con San José.
I. En la vida corriente, el llamar a una persona por su nombre indica familiaridad. «Suele suponer un paso decisivo en una amistad, aun casual, el que dos personas empiecen, sin esfuerzo y sin embarazo, a llamarse mutuamente por sus nombres de pila. Y cuando nos enamoramos, y todas nuestras experiencias se hacen más agudas y las cosas pequeñas significan tanto para nosotros, hay un nombre propio en el mundo que arroja un hechizo sobre nuestros ojos y oídos, cuando lo vemos escrito en la página de un libro o cuando lo oímos en una conversación; su simple encuentro nos estremece. Este sentido de amor personal fue el que personas como San Bernardo dieron al nombre de Jesús». También para nosotros el Señor lo es todo, y por eso le tratamos con toda confianza.
San Josemaría Escrivá nos aconseja: «Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre –Jesús– y a decirle que le quieres».
A un amigo le llamamos por su nombre. ¿Cómo no vamos a llamar a nuestro mejor Amigo por el suyo? Él se llama JESÚS, así lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno. Dios mismo fijó su nombre por medio del Ángel. Con el nombre queda señalada su misión: Jesús significa Salvador. Con Él nos llega la salvación, la seguridad y la verdadera paz: Es el nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno.
¡Con cuánto respeto y con cuánta confianza a la vez hemos de repetirlo! También, y de modo especial, cuando nos dirigimos a Él en nuestra oración personal, como ahora: «Jesús, necesito...», «Jesús, yo querría...».
El nombre era de gran importancia entre los judíos. Cuando a alguien se le imponía un nombre se quería expresar lo que había de ser en el futuro. Si no se conocía el nombre de una persona, no se conocía a esta en absoluto. Tachar un nombre era suprimir una vida, y cambiarlo suponía alterar el destino de la persona. El nombre expresaba la realidad profunda de su ser.
Entre todos los nombres, el de Dios era el nombre por excelencia. Este debe ser bendito ahora y siempre, desde la aurora al ocaso, pues es digno de alabanza de la mañana a la noche. En una de las peticiones del Padrenuestro rogamos precisamente que sea santificado el nombre del Señor.
En el pueblo judío, el nombre se imponía en la circuncisión, rito instituido por Dios para señalar como con una marca y contraseña a quienes pertenecían al pueblo elegido. Era la señal de la Alianza que Dios hizo con Abraham y su descendencia, y prescribió que se realizase al octavo día del nacimiento. El incircunciso quedaba excluido del pacto y, por tanto, del pueblo de Dios.
En cumplimiento de este precepto, Jesús fue circuncidado al octavo día, como decía la Ley. María y José cumplieron lo que estaba legislado. «Cristo se sometió a la circuncisión en el tiempo en que estaba vigente –dice Santo Tomás– y así su obra se nos ofrece como ejemplo a imitar, para que observemos las cosas que en nuestro tiempo están preceptuadas» y no busquemos situaciones de excepción o privilegio cuando no hay razón para ello.
II. Terminada la circuncisión de Jesús, sus padres, María y José, repetirían por vez primera el nombre de Jesús, llenos de una inmensa piedad y cariño.
Así hemos de hacer nosotros con frecuencia. Invocar su nombre es ser salvos; creer en este nombre es llegar a ser hijos de Dios; orar en este nombre es ser escuchados con toda seguridad: en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá. En el nombre de Jesús se perdonan los pecados y las almas son purificadas y santificadas. Anunciar este nombre constituye la esencia de todo apostolado, pues Él «es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones». En Jesús encuentran los hombres aquello que más necesitan y de lo que están sedientos: salvación, paz, alegría, perdón de sus pecados, libertad, comprensión, amistad.
«¡Oh Jesús..., cómo te compadeces de los que te invocan!
¡Qué bueno eres con quienes te buscan!
¡Qué no serás para quienes te encuentran!...
Solo quien lo ha experimentado puede saber lo que encierra amarte a Ti, ¡oh Jesús!», exclamaba San Bernardo.
Al invocar el nombre del Señor, nos encontramos en algunas ocasiones como aquellos leprosos que, desde lejos, le dicen: Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros. Y el Señor les dice que se acerquen, y los curará enviándolos a los sacerdotes. O tendremos que repetirle, porque también nosotros estamos ciegos para tantas cosas, las palabras del ciego de Jericó: Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí. «¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!».
Invocando el Santísimo Nombre de Jesús desaparecerán muchos obstáculos y sanaremos de tantas enfermedades del alma que a menudo nos aquejan.
«Que tu nombre, oh Jesús, esté siempre en el fondo de mi corazón y al alcance de mis manos, a fin de que todos mis afectos y todas mis acciones vayan dirigidas a ti (...). En tu nombre, ¡oh Jesús!, tengo remedio para corregirme de mis malas acciones y para perfeccionar las defectuosas; también, una medicina con que preservar de la corrupción mis afectos o sanarlos, si ya estuvieran corrompidos».
Las jaculatorias harán más vivo el fuego de nuestro amor al Señor, y aumentarán nuestra presencia de Dios a lo largo del día. Otras veces, mirando al Señor, Dios hecho Niño por amor nuestro, le diremos llenos de confianza: Dominus iudex noster, Dominus legifer noster, Dominus rex noster; ipse salvabit nos. Señor, Jesús, en ti confiamos, en ti confío.
III. Junto al nombre de Jesús hemos de tener en nuestros labios los de María y de José: los nombres que más veces debió pronunciar el mismo Señor.
La piedad de los primeros cristianos da al nombre de María diversos significados: Muy amada, Estrella del Mar, Señora, Princesa, Luz, Hermosa...
Es San Jerónimo quien la llama Stella Maris, Estrella del Mar; Ella nos guía a puerto seguro en medio de todas las tempestades de la vida.
Con mucha frecuencia hemos de tener este nombre salvador en nuestros labios, pero de modo especial en la necesidad y en las dificultades. En nuestro caminar hacia Dios vendrán tormentas, que el Señor permite para purificar nuestra intención y para que crezcamos en las virtudes; y es posible que, por fijarnos demasiado en los obstáculos, asome la desesperanza o el cansancio en la lucha. Es el momento de recurrir a María, invocando su nombre. «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia, o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara».
Invocaremos nosotros su nombre especialmente en el Avemaría, y también en las demás oraciones y jaculatorias que la piedad cristiana ha sabido crear a lo largo de los siglos, y que quizá nos enseñaron nuestras madres.
Y junto a Jesús y María, José. «Si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen María, ya que por medio de Ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a San José una especial gratitud y reverencia».
Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía.
¡Cuántos millones de cristianos habrán aprendido de labios de sus madres estas u otras jaculatorias parecidas, que luego han repetido hasta el final de sus días! No nos olvidemos nosotros de acudir diariamente, muchas veces, a esta trinidad de la tierra.
Tiempo de Navidad
3 de enero
LA PROFECÍA DE SIMEÓN
— La Sagrada Familia en el Templo. El encuentro con Simeón. Nuestros encuentros con Jesús.
— María, Corredentora con Cristo. El sentido del dolor.
— La Virgen nos enseña a corredimir. Ofrecer el dolor y las contradicciones. Desagraviar. Apostolado con quienes nos rodean.
I. Cuando se cumplieron los días de la purificación de María, la Sagrada Familia subió de nuevo a Jerusalén para dar cumplimiento a dos prescripciones de la Ley de Moisés: la purificación de la madre, y la presentación y rescate del primogénito.
Ninguna de estas leyes obligaban a María y a Jesús, por el nacimiento virginal y por ser Dios. Pero María quiso cumplir la ley. En esto se comportó como cualquier judía piadosa de su tiempo. «María –dice Santo Tomás– fue purificada para dar ejemplo de obediencia y de humildad».
La Virgen, acompañada de San José y llevando a Jesús en sus brazos, se presentó en el Templo confundida, como una más, entre el resto de las mujeres.
Jesús fue ofrecido a su Padre en las manos de María. Nunca se ofreció nada semejante en aquel Templo, y nunca se volvería a ofrecer. La siguiente ofrenda la hará el mismo Jesús, fuera de la ciudad, sobre el Gólgota. Ahora, muchas veces cada día, Jesús es ofrecido en la Santa Misa a la Trinidad Beatísima en un Sacrificio de valor infinito.
María y José ofrecieron el Niño a Dios y lo rescataron, recibiéndolo de nuevo. Para la ofrenda, los padres cotizaron como pobres. Sus recursos solo llegaban al arancel más pequeño: un par de tórtolas. La Virgen cumplió con los ritos de la purificación.
Cuando llegaron a las puertas del Templo se presentó ante ellos un anciano, Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Vino al Templo movido por el Espíritu Santo. Tomó al Niño en sus brazos, y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra: porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has puesto ante la faz de todos los pueblos, como luz que ilumina a los gentiles y gloria de Israel, tu pueblo.
María y José estaban admirados por las cosas que se decían acerca de Jesús.
Este anciano había merecido conocer la llegada del Mesías, universalmente ignorada. Toda su existencia había consistido en una ardiente espera de Jesús. Ahora daba por cumplida su vida: Nunc dimittis servum tuum, Domine... Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo...
Simeón da por bien cumplida su vida: ha llegado a conocer al Mesías, al Salvador del mundo. Aquel encuentro ha sido lo verdaderamente importante en su vida; ha vivido para este instante. No le importa ver solo a un niño pequeño, que llega al Templo llevado por unos padres jóvenes, dispuestos a cumplir lo preceptuado en la Ley, igual que otras decenas de familias. Él sabe que aquel Niño es el Salvador: mis ojos han visto a tu Salvador. Esto le basta; ya puede morir en paz. No debieron ser muchos los días que el anciano sobrevivió a este acontecimiento.
Nosotros no podemos olvidar que con ese mismo Salvador, el que ha sido puesto ante la faz de todos los pueblos como luz, hemos tenido, no solo uno, sino muchos encuentros; quizá le hemos recibido miles de veces a lo largo de nuestra vida en la Sagrada Comunión. Encuentros más íntimos y más profundos que el de Simeón. Y nos duelen ahora las comuniones que hayamos realizado con menos fijeza, y hacemos el propósito de que el próximo encuentro con Jesús en la Sagrada Eucaristía sea al menos como el de Simeón: lleno de fe, de esperanza y de amor.
Después de cada Comunión, que es única e irrepetible, también podemos decir nosotros: mis ojos han visto al Salvador.
II. El anciano Simeón, después de bendecir a los jóvenes esposos, se dirige a María y, movido por el Espíritu Santo, le descubre los sufrimientos que padecerá un día el Niño y la espada de dolor que traspasará el alma de Ella: Éste, le dice señalando a Jesús, ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.
«Tiempo vendrá –dice San Bernardo– en que Jesús no será ofrecido en el Templo ni entre los brazos de Simeón, sino fuera de la ciudad y entre los brazos de la cruz. Tiempo vendrá en que no será redimido con lo ajeno, sino que redimirá a otros con su propia sangre, porque Dios Padre le ha enviado para rescate de su pueblo».
El sufrimiento de la Madre –la espada que traspasará su alma– tendrá como único motivo los dolores del Hijo, su persecución y muerte, la incertidumbre del momento en que sucedería, y la resistencia a la gracia de la Redención que ocasionaría la ruina de muchos. El destino de María está delineado sobre el de Jesús, en función de este, y sin otra razón de ser.
La alegría de la Redención y el dolor de la Cruz son inseparables en las vidas de Jesús y de María. Parece como si Dios, a través de las criaturas que más ha amado en el mundo, nos quisiera mostrar que la felicidad no está lejos de la Cruz.
Desde el comienzo, las vidas del Señor y de su Madre están marcadas con este signo de la Cruz. A la alegría del Nacimiento se añade pronto la privación y la zozobra. María sabe ya desde estos primeros momentos el dolor que la espera. Cuando llegue su hora contemplará la Pasión y Muerte de su Hijo sin un reproche, sin una queja. Sufriendo como ninguna madre es capaz de sufrir, María aceptará el dolor con serenidad porque conoce su sentido redentor. «Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (Cfr. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado».
El dolor de María es particular y propio, y está relacionado con el pecado de los hombres. Es un dolor de corredención. La Iglesia aplica a la Virgen el título de Corredentora.
Nosotros aprendemos el valor y el sentido del dolor y de las contradicciones que lleva toda vida aquí en la tierra, contemplando a María. Con Ella aprendemos a santificar el dolor uniéndolo al de su Hijo y ofreciéndolo al Padre. La Santa Misa es el momento más oportuno para ofrecer todo aquello que tiene nuestra vida de más costoso. Y allí encontramos a Nuestra Señora.
III. Simeón, por voluntad de Dios, inició a María, desde el principio, en el misterio profundo de la Redención, y le declaró que el Señor le había señalado un puesto especial en la Pasión de su Hijo. Un nuevo elemento entró en la vida de María con la profecía del anciano Simeón, y permaneció en Ella hasta que estuvo al pie de la cruz de Jesús.
Los Apóstoles, a pesar de las numerosas declaraciones y enseñanzas del Señor, no llegaron a comprender del todo, hasta la Resurrección, que era preciso que el Mesías padeciese mucho de parte de los escribas y de los sumos sacerdotes; María supo desde el principio que le esperaba un gran dolor, y que ese dolor se relacionaba con la redención del mundo. Ella, que guardaba y ponderaba todo en su corazón, debió de reflexionar muy a menudo sobre las palabras misteriosas de Simeón. Por un proceso que nosotros no podemos comprender del todo, se hizo su corazón semejante al de su Hijo. Su dolor redentor «está sugerido tanto en la profecía de Simeón como en el relato mismo de la Pasión del Señor. Éste, decía el anciano refiriéndose al Niño que tiene en brazos, está puesto para resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción, y a tu misma alma la traspasará una espada... De hecho, cuando tu Jesús –que es de todos pero especialmente tuyo– entregó su espíritu, la lanza cruel no alcanzó su alma. Si le abrió el costado, sin perdonarle, estando ya muerto, sin embargo no le pudo causar dolor. Pero sí atravesó tu alma; en aquel momento la suya no estaba allí, pero la tuya no podía en absoluto separarse de Él».
El Señor ha querido asociarnos a todos los cristianos a su obra redentora en el mundo para que cooperemos con Él en la salvación de todos. Y cumpliremos esta misión ejecutando con rectitud nuestros deberes más pequeños y ofreciéndolos por la salvación de las almas, llevando con serenidad y paciencia el dolor, la enfermedad y la contradicción y realizando un apostolado eficaz a nuestro alrededor. Ordinariamente, el Señor nos pide comenzar por aquellos que por vínculos de familia, amistad, trabajo, vecindad, estudio, etc., están más cercanos. Así procedió Jesús, y también sus Apóstoles.
De modo especial le pedimos hoy a nuestra Madre Santa María que nos enseñe a santificar el dolor y la contradicción, que sepamos unirlos a la Cruz, que desagraviemos frecuentemente por los pecados del mundo, y que aumente cada día en nosotros los frutos de la Redención. ¡Oh Madre de piedad y de misericordia, que acompañabais a vuestro dulce Hijo mientras llevaba a cabo en el altar de la cruz la redención del género humano, como corredentora nuestra asociada a sus dolores...! conservad en nosotros y aumentad los frutos de la Redención y de vuestra compasión
Tiempo de Navidad
4 de enero
NATURALIDAD Y SENCILLEZ
— Sencillez y naturalidad de la Sagrada Familia. La sencillez, manifestación externa de la humildad.
— Sencillez y rectitud de intención. Consecuencias de la «infancia espiritual». Sencillos en el trato con Dios, y en el trato con los demás y en la dirección espiritual.
— Lo que se opone a la sencillez. Frutos de esta virtud. Medios para alcanzarla.
I. El Mesías llegó al Templo en brazos de su Madre. Nadie debió reparar en aquel matrimonio joven que llevaba a un niño pequeño para presentarlo al Señor.
Las madres tenían que esperar al sacerdote en la puerta oriental. Allá se fue María, junto con otras mujeres, y aguardó a que le llegara el turno para que el sacerdote tomara en sus brazos al Hijo. A su lado estaba José, dispuesto para pagar el rescate. La ceremonia de la purificación de María y del rescate del Niño del servicio del Templo en nada se diferenciaron exteriormente de lo que solía ocurrir en estas ocasiones.
Toda la vida de María está penetrada de una profunda sencillez. Su vocación de Madre del Redentor se realizó siempre con naturalidad. Aparece en casa de su prima Isabel para ayudarla, para servirla durante aquellos meses; prepara para su Hijo los pañales y la ropa; vive treinta años junto a Jesús, sin cansarse de mirarlo, con un trato amabilísimo, pero con toda sencillez. Cuando en Caná alcanza de su Hijo el primer milagro, lo hace con tal naturalidad que ni siquiera los novios se dan cuenta del hecho portentoso. En ningún momento alardea de especiales privilegios: «María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.
»—Aprende de Ella a vivir con “naturalidad”». La sencillez y la naturalidad hicieron de la Virgen, en lo humano, una mujer especialmente atrayente y acogedora. Su Hijo, Jesús, es el modelo de la sencillez perfecta, durante treinta años de la vida oculta y en todo momento: cuando comienza a predicar la Buena Nueva no despliega una actividad ruidosa, llamativa, espectacular. Jesús es la misma sencillez cuando nace o es presentado en el Templo, o cuando manifiesta su divinidad por medio de milagros que solo Dios puede hacer.
El Salvador huye del espectáculo y de la vanagloria, de los gestos falsos y teatrales; se hace asequible a todos: a los enfermos desahuciados y a los más desamparados, que acuden confiadamente a Él para implorarle el remedio de sus dolencias; a los Apóstoles que le preguntan sobre el sentido de las parábolas; a niños que le abrazan con confianza.
La sencillez es una manifestación de la humildad. Se opone radicalmente a todo lo que es postizo, artificial, engañoso. Y es una virtud especialmente necesaria para el trato con Dios, para la dirección espiritual, para el apostolado y la convivencia con las personas con las que cada día hemos de relacionarnos.
«Naturalidad. —Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas –vuestra sal y vuestra luz– fluya espontáneamente, sin rarezas ni ñoñerías: llevad siempre con vosotros nuestro espíritu de sencillez».
II. Si tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. La sencillez exige claridad, transparencia y rectitud de intención, que nos preserva de tener una doble vida, de servir a dos señores: a Dios, y a uno mismo. La sencillez, además, requiere una voluntad fuerte, que nos lleve a escoger el bien, y que se imponga a las tendencias desordenadas de una vida exclusivamente sensitiva, y domine lo turbio y complicado que hay en todo hombre. El alma sencilla juzga de las cosas, de las personas y de los acontecimientos según un juicio recto iluminado por la fe, y no por las impresiones del momento.
La sencillez es una consecuencia y una característica de la llamada «infancia espiritual», a la que nos invita el Señor especialmente en estos días en que estamos contemplando su Nacimiento y su vida oculta: En verdad os digo que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños –en la sencillez y en la inocencia– no entraréis en el Reino de los Cielos. Nos dirigimos al Señor como niños, sin actitudes rebuscadas ni ficticias, porque sabemos que Él no se fija tanto en la apariencia externa, sino que mira el corazón. Sentimos sobre nosotros la mirada amable del Señor, que es una invitación a la autenticidad, a comportarnos con sencillez en su presencia, a tratarle en una oración personal, directa, confiada. Por eso hemos de huir de cualquier formalismo en el trato con Dios, aunque hay una «urbanidad de la piedad», que nos lleva a mostrarnos delicados, especialmente en el culto, en la liturgia; pero el respeto no es convencionalismo ni pura actitud externa, sino que hunde sus raíces en una auténtica piedad del corazón.
En la lucha ascética hemos de reconocernos como en realidad somos y aceptar las propias limitaciones, comprender que Dios las abarca con su mirada y cuenta con ellas. Y esto, lejos de inquietarnos, nos llevará a confiar más en Él, a pedirle su ayuda para vencer los defectos y para alcanzar las metas que vemos necesarias en nuestra vida interior en este momento, aquellos puntos que más estamos siguiendo en nuestro examen particular y en nuestro examen general de conciencia.
Si somos sencillos con Dios sabremos serlo con quienes tratamos cada día, con nuestros parientes, amigos y compañeros. Y es sencillo quien actúa y habla en íntima armonía con lo que piensa y desea; quien se muestra a los demás tal como es, sin aparentar lo que no es o lo que no posee. Produce siempre una gran alegría encontrar un alma llana, sin pliegues ni recovecos, en quien se puede confiar, como Natanael, que mereció el elogio del Señor: he aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez ni engaño. Por el contrario, en otro lugar el Señor nos pone en guardia contra los falsos profetas que van a vosotros disfrazados, contra los que piensan de un modo y actúan de otro.
En la convivencia diaria, toda complicación pone obstáculos entre nosotros y los demás, y nos aleja de Dios: «Ese énfasis y ese engolamiento te sientan mal: se ve que son postizos. —Prueba, al menos, a no emplearlos ni con tu Dios, ni con tu director, ni con tus hermanos: y habrá, entre ellos y tú, una barrera menos».
De modo especial, hemos de mostrarnos con una sencillez plena en la oración, en la dirección espiritual y en la Confesión, hablando con claridad y transparencia, con el deseo de que nos conozcan bien, huyendo de las generalidades, de los circunloquios y medias verdades, sin ocultar nada. El Señor quiere que manifestemos con llaneza lo que nos pasa, las alegrías y las preocupaciones, los motivos de nuestra conducta.
III. La sencillez y la naturalidad son virtudes extraordinariamente atrayentes: para comprenderlo, basta mirar a Jesús, a María y a José. Pero hemos de saber que son virtudes difíciles, a causa de la soberbia, que nos lleva a tener una idea desmesurada sobre nosotros mismos, y a querer aparentar ante los demás por encima de lo que somos o tenemos. Nos sentimos humillados tantas veces por desear ser el centro de la atención y de la estima de quienes nos rodean; por no reconocer que, en ocasiones, actuamos mal; por no conformarnos con hacer y desaparecer, sin buscar la recompensa de una palabra de alabanza o de gratitud. Muchas veces nos complicamos la vida por no aceptar las propias limitaciones, por tomarnos demasiado en serio. La soberbia puede inducirnos a hablar demasiado sobre nosotros mismos, a pensar casi exclusivamente en nuestros problemas personales, o a procurar llamar la atención por caminos a veces complejos y enrevesados: hasta puede hacernos simular enfermedades inexistentes, o alegrías y tristezas que no se corresponden con nuestro estado de ánimo.
La pedantería, la afectación, la jactancia, la hipocresía y la mentira se oponen a la sencillez y, por tanto, a la amistad; también dificultan una convivencia amable. Son un verdadero obstáculo para la vida de familia.
Pero la sencillez que nos enseña el Señor no es ingenuidad: Mirad, nos dice, que os envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, habéis de ser prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Los cristianos hemos de ir por el mundo con estas dos virtudes –la sencillez y la prudencia–, que se perfeccionan mutuamente.
Para ser sencillos es preciso cuidar la rectitud de intención en nuestras acciones, que deben estar dirigidas a Dios. Solo así podrán prevalecer sobre nuestros complejos sentimientos, sobre las impresiones del momento o la confusa vida de los sentidos. Y junto a la rectitud de intención, la sinceridad clara, escueta –ruda, si fuese necesario– para exponer nuestras propias flaquezas, sin tratar de disimularlas o negarlas: «Mira: los apóstoles, con todas sus miserias patentes e innegables, eran sinceros, sencillos..., transparentes.
»Tú también tienes miserias patentes e innegables. —Ojalá no te falte sencillez».
Para aprender a ser sencillos contemplemos a Jesús, a María y a José en todas las escenas de la infancia del Señor, en medio de su vida corriente. Pidámosles que nos hagan como niños delante de Dios, para tratarle personalmente, sin anonimato, sin miedo.
Tiempo de Navidad
4 de enero
NATURALIDAD Y SENCILLEZ
— Sencillez y naturalidad de la Sagrada Familia. La sencillez, manifestación externa de la humildad.
— Sencillez y rectitud de intención. Consecuencias de la «infancia espiritual». Sencillos en el trato con Dios, y en el trato con los demás y en la dirección espiritual.
— Lo que se opone a la sencillez. Frutos de esta virtud. Medios para alcanzarla.
I. El Mesías llegó al Templo en brazos de su Madre. Nadie debió reparar en aquel matrimonio joven que llevaba a un niño pequeño para presentarlo al Señor.
Las madres tenían que esperar al sacerdote en la puerta oriental. Allá se fue María, junto con otras mujeres, y aguardó a que le llegara el turno para que el sacerdote tomara en sus brazos al Hijo. A su lado estaba José, dispuesto para pagar el rescate. La ceremonia de la purificación de María y del rescate del Niño del servicio del Templo en nada se diferenciaron exteriormente de lo que solía ocurrir en estas ocasiones.
Toda la vida de María está penetrada de una profunda sencillez. Su vocación de Madre del Redentor se realizó siempre con naturalidad. Aparece en casa de su prima Isabel para ayudarla, para servirla durante aquellos meses; prepara para su Hijo los pañales y la ropa; vive treinta años junto a Jesús, sin cansarse de mirarlo, con un trato amabilísimo, pero con toda sencillez. Cuando en Caná alcanza de su Hijo el primer milagro, lo hace con tal naturalidad que ni siquiera los novios se dan cuenta del hecho portentoso. En ningún momento alardea de especiales privilegios: «María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.
»—Aprende de Ella a vivir con “naturalidad”». La sencillez y la naturalidad hicieron de la Virgen, en lo humano, una mujer especialmente atrayente y acogedora. Su Hijo, Jesús, es el modelo de la sencillez perfecta, durante treinta años de la vida oculta y en todo momento: cuando comienza a predicar la Buena Nueva no despliega una actividad ruidosa, llamativa, espectacular. Jesús es la misma sencillez cuando nace o es presentado en el Templo, o cuando manifiesta su divinidad por medio de milagros que solo Dios puede hacer.
El Salvador huye del espectáculo y de la vanagloria, de los gestos falsos y teatrales; se hace asequible a todos: a los enfermos desahuciados y a los más desamparados, que acuden confiadamente a Él para implorarle el remedio de sus dolencias; a los Apóstoles que le preguntan sobre el sentido de las parábolas; a niños que le abrazan con confianza.
La sencillez es una manifestación de la humildad. Se opone radicalmente a todo lo que es postizo, artificial, engañoso. Y es una virtud especialmente necesaria para el trato con Dios, para la dirección espiritual, para el apostolado y la convivencia con las personas con las que cada día hemos de relacionarnos.
«Naturalidad. —Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas –vuestra sal y vuestra luz– fluya espontáneamente, sin rarezas ni ñoñerías: llevad siempre con vosotros nuestro espíritu de sencillez».
II. Si tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. La sencillez exige claridad, transparencia y rectitud de intención, que nos preserva de tener una doble vida, de servir a dos señores: a Dios, y a uno mismo. La sencillez, además, requiere una voluntad fuerte, que nos lleve a escoger el bien, y que se imponga a las tendencias desordenadas de una vida exclusivamente sensitiva, y domine lo turbio y complicado que hay en todo hombre. El alma sencilla juzga de las cosas, de las personas y de los acontecimientos según un juicio recto iluminado por la fe, y no por las impresiones del momento.
La sencillez es una consecuencia y una característica de la llamada «infancia espiritual», a la que nos invita el Señor especialmente en estos días en que estamos contemplando su Nacimiento y su vida oculta: En verdad os digo que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños –en la sencillez y en la inocencia– no entraréis en el Reino de los Cielos. Nos dirigimos al Señor como niños, sin actitudes rebuscadas ni ficticias, porque sabemos que Él no se fija tanto en la apariencia externa, sino que mira el corazón. Sentimos sobre nosotros la mirada amable del Señor, que es una invitación a la autenticidad, a comportarnos con sencillez en su presencia, a tratarle en una oración personal, directa, confiada. Por eso hemos de huir de cualquier formalismo en el trato con Dios, aunque hay una «urbanidad de la piedad», que nos lleva a mostrarnos delicados, especialmente en el culto, en la liturgia; pero el respeto no es convencionalismo ni pura actitud externa, sino que hunde sus raíces en una auténtica piedad del corazón.
En la lucha ascética hemos de reconocernos como en realidad somos y aceptar las propias limitaciones, comprender que Dios las abarca con su mirada y cuenta con ellas. Y esto, lejos de inquietarnos, nos llevará a confiar más en Él, a pedirle su ayuda para vencer los defectos y para alcanzar las metas que vemos necesarias en nuestra vida interior en este momento, aquellos puntos que más estamos siguiendo en nuestro examen particular y en nuestro examen general de conciencia.
Si somos sencillos con Dios sabremos serlo con quienes tratamos cada día, con nuestros parientes, amigos y compañeros. Y es sencillo quien actúa y habla en íntima armonía con lo que piensa y desea; quien se muestra a los demás tal como es, sin aparentar lo que no es o lo que no posee. Produce siempre una gran alegría encontrar un alma llana, sin pliegues ni recovecos, en quien se puede confiar, como Natanael, que mereció el elogio del Señor: he aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez ni engaño. Por el contrario, en otro lugar el Señor nos pone en guardia contra los falsos profetas que van a vosotros disfrazados, contra los que piensan de un modo y actúan de otro.
En la convivencia diaria, toda complicación pone obstáculos entre nosotros y los demás, y nos aleja de Dios: «Ese énfasis y ese engolamiento te sientan mal: se ve que son postizos. —Prueba, al menos, a no emplearlos ni con tu Dios, ni con tu director, ni con tus hermanos: y habrá, entre ellos y tú, una barrera menos».
De modo especial, hemos de mostrarnos con una sencillez plena en la oración, en la dirección espiritual y en la Confesión, hablando con claridad y transparencia, con el deseo de que nos conozcan bien, huyendo de las generalidades, de los circunloquios y medias verdades, sin ocultar nada. El Señor quiere que manifestemos con llaneza lo que nos pasa, las alegrías y las preocupaciones, los motivos de nuestra conducta.
III. La sencillez y la naturalidad son virtudes extraordinariamente atrayentes: para comprenderlo, basta mirar a Jesús, a María y a José. Pero hemos de saber que son virtudes difíciles, a causa de la soberbia, que nos lleva a tener una idea desmesurada sobre nosotros mismos, y a querer aparentar ante los demás por encima de lo que somos o tenemos. Nos sentimos humillados tantas veces por desear ser el centro de la atención y de la estima de quienes nos rodean; por no reconocer que, en ocasiones, actuamos mal; por no conformarnos con hacer y desaparecer, sin buscar la recompensa de una palabra de alabanza o de gratitud. Muchas veces nos complicamos la vida por no aceptar las propias limitaciones, por tomarnos demasiado en serio. La soberbia puede inducirnos a hablar demasiado sobre nosotros mismos, a pensar casi exclusivamente en nuestros problemas personales, o a procurar llamar la atención por caminos a veces complejos y enrevesados: hasta puede hacernos simular enfermedades inexistentes, o alegrías y tristezas que no se corresponden con nuestro estado de ánimo.
La pedantería, la afectación, la jactancia, la hipocresía y la mentira se oponen a la sencillez y, por tanto, a la amistad; también dificultan una convivencia amable. Son un verdadero obstáculo para la vida de familia.
Pero la sencillez que nos enseña el Señor no es ingenuidad: Mirad, nos dice, que os envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, habéis de ser prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Los cristianos hemos de ir por el mundo con estas dos virtudes –la sencillez y la prudencia–, que se perfeccionan mutuamente.
Para ser sencillos es preciso cuidar la rectitud de intención en nuestras acciones, que deben estar dirigidas a Dios. Solo así podrán prevalecer sobre nuestros complejos sentimientos, sobre las impresiones del momento o la confusa vida de los sentidos. Y junto a la rectitud de intención, la sinceridad clara, escueta –ruda, si fuese necesario– para exponer nuestras propias flaquezas, sin tratar de disimularlas o negarlas: «Mira: los apóstoles, con todas sus miserias patentes e innegables, eran sinceros, sencillos..., transparentes.
»Tú también tienes miserias patentes e innegables. —Ojalá no te falte sencillez».
Para aprender a ser sencillos contemplemos a Jesús, a María y a José en todas las escenas de la infancia del Señor, en medio de su vida corriente. Pidámosles que nos hagan como niños delante de Dios, para tratarle personalmente, sin anonimato, sin miedo.
Tiempo de Navidad
5 de enero
LA FE DE LOS MAGOS
— Firmeza en la fe. Vencer respetos humanos, comodidad, apego a los bienes, para buscar al Señor.
— Fe y docilidad en momentos de oscuridad y desorientación. Dejarse ayudar.
— Llegar hasta el Señor es lo único importante en nuestra vida.
I. Nacido Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén. Habían visto una estrella y, por una gracia especial de Dios, supieron que anunciaba el nacimiento del Mesías que el pueblo hebreo esperaba.
La ocupación de estos sabios –estudiar el firmamento– fue la circunstancia de la que se valió Dios para hacerles ver su voluntad: «Dios les llama por lo que a ellos les era más familiar y les muestra una estrella grande y maravillosa para que les llamara la atención por su misma grandeza y hermosura». ¿Cómo llegaron a saber con exactitud de qué se trataba? Lo ignoramos, pero ellos lo supieron y se pusieron en marcha; sin duda, recibieron una inspiración muy extraordinaria de Dios, que deseaba su presencia en Belén, como había anunciado Isaías: Levanta los ojos y mira en torno tuyo...; de lejos llegan tus hijos. Serían los primeros de los que llegarían luego, en todos los tiempos, de todas partes. Y ellos fueron fieles a esta gracia.
Dejaron familia, comodidad y bienes. No les debió resultar fácil explicar el motivo del viaje. Y, probablemente sin hacer demasiados comentarios, tomaron lo mejor que tenían para llevarlo como ofrenda, y se pusieron en camino para adorar a Dios.
El viaje tuvo que ser largo y difícil. Pero se mantuvieron firmes en su camino.
Estos hombres decididos y sin respetos humanos nos enseñan lo que hemos de hacer para llegar hasta Jesús, dejando a un lado todo lo que pueda desviarnos o retrasarnos en nuestro camino. «Algunas veces puede detenernos –en lo que toca a seguir a Jesús hondamente, amorosamente– el miedo al qué dirán, el miedo a que nuestra conducta pueda ser prejuzgada de algún modo extremosa, como exagerada. Ya veis que estos personajes, que nos llenan de alegría las fiestas hogareñas, nos dan una lección de valentía y una lección de no tener en cuenta el respeto humano, que paraliza a muchos hombres que podían estar ya cerca de Cristo, viviendo con Él».
También nosotros hemos visto la estrella en la intimidad de nuestro corazón, que nos invita al desprendimiento de las cosas que nos atan y a vencer cualquier respeto humano que nos impida llegar a Jesús. «Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre... Tú eres mío (Is 43, 1). Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios».
Entre todos los hombres que contemplaron la estrella, solo estos Magos de Oriente descubren su significado profundo. Solo ellos entendieron que para los demás no sería más que un prodigio del firmamento. También es posible que otros recibieran la misma gracia especial de Dios y no correspondieran. ¡Qué tragedia la suya!
Pidamos con la Iglesia a Dios nuestro Padre: Tú, que iluminaste a los sabios de oriente y les encaminaste para que adoraran a tu Hijo, ilumina nuestra fe y acepta la ofrenda de nuestra oración.
II. «Un camino de fe es un camino de sacrificio. La vocación cristiana no nos saca de nuestro sitio, pero exige que abandonemos todo lo que estorba al querer de Dios. La luz que se enciende es solo el principio; hemos de seguirla, si deseamos que esa claridad sea estrella, y luego sol».
Los Magos debieron pasar por malos caminos y dormir en lugares incómodos..., pero la estrella les indicaba el camino y les señalaba el sentido de sus vidas. La estrella alegra su caminar, y les recuerda en todo instante que vale la pena pasar cualquier incomodidad o peligro con tal de ver a Jesús. Esto es lo importante. Los sacrificios se llevan con garbo y alegría si el fin vale la pena.
Pero al llegar a Jerusalén se quedan sin la luz que les guía. La estrella desaparece y ellos se hallan desorientados. Entonces, ¿qué hacen? Preguntan a quien debe saberlo: ¿Dónde está el nacido rey de los judíos? Pues vimos su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Nosotros hemos de aprender de estos hombres sabios y santos. En ocasiones estamos a oscuras y desorientados, en vez de buscar la luz de la voluntad de Dios, vamos alumbrando nuestra vida con la luz de nuestros propios caprichos, que nos llevan quizá por sendas más fáciles. «Muchas veces en la vida vamos eligiendo no según la voluntad de Dios, sino según nuestro gusto y nuestro capricho, según nuestra comodidad y nuestra cobardía. No estamos acostumbrados a mirar a lo alto, hacia la estrella y, en cambio, tenemos la costumbre de alumbrarnos con nuestro propio candil, que es una pequeña luz, que es luz oscura, que es luz que (...) nos reduce a los límites de nuestro propio egoísmo».
Los Magos preguntan porque quieren seguir la luz que les da Dios, aunque les señale caminos empinados y difíciles. No quieren seguir la luz propia, que les conduciría por caminos en apariencia más suaves y tranquilos, pero en los que no encontrarían a Jesús. Ahora, que no tienen la estrella, ponen todos los medios a su alcance para llegar hasta la gruta de Belén. Porque llegar hasta Jesús es lo verdaderamente importante.
Toda nuestra vida es un camino hacia Jesús. Es un camino que andamos a la luz de la fe. Y la fe nos llevará, cuando sea preciso, a preguntar y a dejarnos guiar, a ser dóciles. «Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino (...).
»Permitidme un consejo: si alguna vez perdéis la claridad de la luz, recurrid siempre al buen pastor (...). Id al sacerdote que os atiende, al que sabe exigir de vosotros fe recia, finura de alma, verdadera fortaleza cristiana. En la Iglesia existe la más plena libertad para confesarse con cualquier sacerdote, que tenga las legítimas licencias; pero un cristiano de vida clara acudirá –¡libremente!– a aquel que conoce como buen pastor, que puede ayudarle a levantar la vista, para volver a ver en lo alto la estrella del Señor».
Los Magos volvieron a encontrar la estrella que les indicaba dónde estaba el Señor porque siguieron los consejos y las indicaciones de quienes en aquellos momentos habían sido puestos por Dios para señalarles el camino. Con mucha frecuencia la fe se nos concreta en docilidad, en esa muestra de humildad que es dejarse ayudar en la dirección espiritual, por quien sabemos es el buen pastor para nosotros en concreto.
III. La noticia que traían los Magos se propagó por Jerusalén, de puerta en puerta, de casa en casa. En muchos buenos israelitas se avivaría la esperanza del Mesías y se preguntarían si no habría llegado ya. Otros, como el mismo Herodes, a pesar de tener más cultura, mejores conocimientos, recibieron la noticia de muy diversa manera, porque no se hallaban interiormente dispuestos para recibir al nacido rey de los judíos.
Jesús, el mismo Niño nacido en Belén de Judea, pasa continuamente a nuestro lado; pasa como lo hizo una vez junto a los Magos o se cruzó por la vida de Herodes. Son dos posturas ante el Señor: aceptarle, y entonces es Suyo todo lo nuestro; o negarle, prescindiendo de Él, construyendo nuestra vida como si no existiera. También cabe la postura de combatirlo; esto hizo Herodes.
Nosotros, como los Magos, queremos llegar hasta Jesús, aunque tengamos que dejar las cosas que otros aprecian o, por seguir el camino que conduce hasta Belén, debamos sufrir algún contratiempo.
Cada propósito que hacemos de seguir a Cristo es como una luz pequeña que se enciende. El tiempo, la constancia a pesar de las dificultades, el recomenzar una y otra vez, transforma lo que se inició como algo pequeño y titubeante en una gran luz: claridad para otros que también andan buscando a Cristo. «Mientras los Magos estaban en Persia, no veían sino una estrella; pero cuando dejaron su patria, vieron al mismo Sol de justicia».
Hoy, en la víspera de esta gran fiesta de la Epifanía, nos podríamos preguntar en la intimidad de nuestro corazón: ¿Por qué a veces dejo que mi vida siga las luces oscuras de mi capricho, de mi temor, de mi comodidad? ¿Por qué no me acerco siempre a la luz del Evangelio, donde está mi estrella y mi futuro de felicidad? ¿Por qué no doy un paso adelante y abandono mi posible situación de medianía espiritual? Isaías nos dice que todos los hombres son llamados para venir desde lejos hasta encontrarse con el Salvador. El Señor nos dice también –quizá alguno de nosotros no se sienta tan cerca espiritualmente de Jesús, como debe– que estamos invitados especialmente en este día. Pongámonos en camino. Con la liturgia de estos días pidamos al Señor que en nuestro caminar nos conceda tal firmeza en la fe, una fe tan sólida, que alcancemos los dones que nos tiene prometidos.
Muy cerca de Jesús, como siempre, vamos a encontrar a María.
6 de enero
EPIFANÍA DEL SEÑOR*
Solemnidad
— Correspondencia a la gracia.
— Los caminos que conducen a Cristo.
— Renovar el espíritu apostólico.
I. Hemos visto salir la estrella del Señor y venimos con regalos a adorarlo.
La luz de Belén brilla para todos los hombres y su fulgor se divisa en toda la tierra. Jesús, apenas nacido, «comenzó a comunicar su luz y sus riquezas al mundo, trayendo tras sí con su estrella a hombres de tan lejanas tierras». Epifanía significa precisamente manifestación. En esta fiesta –una de las más antiguas– celebramos la universalidad de la Redención, Los habitantes de Jerusalén que aquel día vieron llegar a estos personajes por la ruta del Oriente bien podrían haber entendido el anuncio del Profeta Isaías, que hoy leemos en la Primera lectura de la Misa: Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz, la gloria del Señor amanece sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes, al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno, mira: todos esos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos....
Los Magos, en quienes están representadas todas las razas y naciones, han llegado al final de su largo camino. Son hombres con sed de Dios que dejaron a un lado comodidad, bienes terrenos y satisfacciones personales para adorar al Señor Dios. Se dejaron guiar por un signo externo, una estrella que quizá brillaba con distinto fulgor, «más clara y más brillante que las demás, y tal, que atraía los ojos y los corazones de cuantos la contemplaban, para mostrar que no podía carecer de significado una cosa tan maravillosa». Eran hombres dedicados al estudio del cielo, acostumbrados a buscar en él signos. Hemos visto su estrella, dicen, y venimos a buscar al rey de los judíos. Quizá había llegado hasta ellos la esperanza mesiánica de los judíos de la diáspora, pero debemos pensar que fueron iluminados a la vez por una gracia interior que les puso en camino. El que los guió -comenta San Bernardo también los ha instruido, y el mismo que les advirtió externamente mediante una estrella, los iluminó en lo íntimo del corazón. La fiesta de estos Santos, que correspondieron a las gracias que el Señor les otorgó, es una buena oportunidad para que consideremos si realmente la vida es para nosotros un camino que se dirige derechamente hacia Jesús, y para que examinemos si correspondemos a las gracias que en cada situación recibimos del Espíritu Santo, de modo particular al don inmenso de la vocación cristiana.
Miramos al Niño en brazos de María y le decimos: «Señor mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo tu gracia, que vacíe mi corazón... para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi Amor!».
II. Llegaron estos hombres sabios a Jerusalén; tal vez pensaban que aquel era el término de su viaje, pero allí, en la gran ciudad, no encuentran al nacido rey de los judíos. Quizá –parece humanamente lo más lógico, si se trata de buscar a un rey– se dirigieron directamente al palacio de Herodes; pero los caminos de los hombres no son, frecuentemente, los caminos de Dios. Indagan, ponen los medios a su alcance: ¿dónde está?, preguntan. Y Dios, cuando de verdad se le quiere encontrar, sale al paso, nos señala la ruta, incluso a través de los medios que podrían parecer menos aptos.
«¿Dónde está el nacido rey de los judíos? (Mt 2, 2).
»Yo también, urgido por esa pregunta, contemplo ahora a Jesús, reclinado en un pesebre (Lc 2, 12), en un lugar que es sitio adecuado solo para las bestias. ¿Dónde está, Señor, tu realeza: la diadema, la espada, el cetro? Le pertenecen, y no los quiere; reina envuelto en pañales. Es un Rey inerme, que se nos muestra indefenso: es un niño pequeño (...).
»¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma?».
Y nosotros, que, como los Magos, nos hemos puesto en camino muchas veces en busca de Cristo, al preguntarnos dónde está, nos damos cuenta de que «no puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo».
Hemos de encontrar las verdaderas señales que llevan hasta el Niño-Dios. En estos hombres llamados a adorar a Dios reconocemos a toda la humanidad: la del pasado, la de nuestros días y la que vendrá. En estos Magos nos reconocemos a nosotros mismos, que nos encaminamos a Cristo a través de nuestros quehaceres familiares, sociales y profesionales, de la fidelidad en lo pequeño de cada día... Comenta San Buenaventura que la estrella que nos guía es triple: la Sagrada Escritura, que hemos de conocer bien; una estrella, que está siempre arriba para que la miremos y encontremos la justa dirección, que es María Madre; y una estrella interior, personal, que son las gracias del Espíritu Santo. Con estas ayudas encontraremos en todo momento el sendero que conduce a Belén, hasta Jesús.
Es el Señor el que ha puesto en nuestro corazón el deseo de buscarlo: No sois vosotros quienes me habéis elegido, sino que Yo os elegí a vosotros. Su llamada continua es la que nos hace encontrarlo en el Santo Evangelio, en el recurso filial a Santa María, en la oración, en los sacramentos, y de modo muy particular en la Sagrada Eucaristía, donde nos espera siempre. Nuestra Madre del Cielo nos anima a apresurar el paso, porque su Hijo nos aguarda.
Dentro de un tiempo, quizá no mucho, la estrella que hemos ido siguiendo a lo largo de esta vida terrena brillará perpetuamente sobre nuestras cabezas; y volveremos a encontrar a Jesús sentado en un trono, a la diestra de Dios Padre y envuelto en la plenitud de su poder y de su gloria, y, muy cerca, su Madre. Entonces será la perfecta epifanía, la radiante manifestación del Hijo de Dios.
III. La Solemnidad de la Epifanía nos mueve a renovar el espíritu apostólico que el Señor ha puesto en nuestro corazón. Desde los comienzos fue considerada esta fiesta como la primera manifestación de Cristo a todos los pueblos. «Con el nacimiento de Jesús se ha encendido una estrella en el mundo, se ha encendido una vocación luminosa; caravanas de pueblos se ponen en camino (cfr. Is 60, 1 ss.); se abren nuevos senderos sobre la tierra; caminos que llegan, y, por lo mismo, caminos que parten. Cristo es el centro. Más aún, Cristo es el corazón: ha comenzado una nueva circulación que ya no terminará nunca. Está destinada a constituir un programa, una necesidad, una urgencia, un esfuerzo continuo, que tiene su razón de ser en el hecho de que Cristo es el Salvador. Cristo es necesario (...). Cristo quiere ser anunciado, predicado, difundido...». La fiesta de hoy nos recuerda una vez más que hemos de llevar a Cristo y darlo a conocer en la entraña de la sociedad, a través del ejemplo y de la palabra: en la familia, en los hospitales, en la Universidad, en la oficina donde trabajamos...
Levanta la vista en torno a ti, mira: tus hijos llegan de lejos... De lejos, de todos los lugares y de todas las situaciones en las que se puedan encontrar, por muy distantes que parezcan estar de Dios. En nuestro corazón resuena la invitación que años más tarde dirigirá el Señor a quienes le siguen: Id, pues, enseñad a todas las gentes.... No importa que nuestros familiares, amigos o compañeros se encuentren lejos. La gracia de Dios es más poderosa y, con su ayuda, podemos lograr que se unan a nosotros para adorar a Jesús.
No nos acerquemos hoy a Jesús con las manos vacías. Él no tiene necesidad de nuestros dones, pues es el Dueño de todo cuanto existe, pero desea la generosidad de nuestro corazón para que así se agrande y pueda recibir más gracias y bienes. Hoy ponemos a su disposición el oro puro de la caridad: al menos, el deseo de quererle más, de tratar mejor a todos; el incienso de las oraciones y de las buenas obras convertidas en oración; la mirra de nuestros sacrificios que, unidos al Sacrificio de la Cruz, renovado en la Santa Misa, nos convierte en corredentores con Él.
Y a la hora de pedir algo a los Reyes –porque son santos, que pueden interceder por nosotros en el Cielo– no les pediremos oro, incienso y mirra para nosotros; pidámosles más bien que nos enseñen el camino para encontrar a Jesús, cerca de su Madre, y fuerzas y humildad para no desfallecer en esta empresa, que es la que más importa.
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en marcha. Y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el Niño. Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. Es la alegría incomparable de encontrar a Dios, al que se ha buscado por todos los medios, con todas las fuerzas del alma.
Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose le adoraron; luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Eran dones muy apreciados en Oriente. «Y ese mismo Niño que ha aceptado los regalos de los Magos sigue siendo siempre Aquel ante el cual todos los hombres y pueblos “abren sus cofres”, es decir, sus tesoros.
»En este acto de apertura ante el Dios encarnado, los dones del espíritu humano adquieren un valor especial». Todo adquiere un valor nuevo cuando se ofrece a Dios.
Epifanía del Señor
6 de enero
LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS
— Alegría de encontrar a Jesús. Adoración en la Sagrada Eucaristía.
— Los dones de los Magos. Nuestras ofrendas.
— Manifestación del Señor a todos los hombres. Apostolado.
I. Mirad que llega el Señor del señorío: en la mano tiene el reino, y la potestad y el imperio.
Hoy celebra la Iglesia la manifestación de Jesús al mundo entero. Epifanía significa «manifestación»; y en los Magos están representadas las gentes de toda lengua y nación que se ponen en camino, llamadas por Dios, para adorar a Jesús. Los reyes de Tarsis y las islas le ofrecen dones, los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes y le adorarán todos los reyes de la tierra; todas las naciones le servirán.
Al salir los Magos de Jerusalén he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría.
No se extrañan por haber sido conducidos a una aldea, ni porque la estrella se detenga ante una casita sencilla. Ellos se alegran. Se alegran con un gozo incontenible. ¡Qué grande es la alegría de estos sabios que vienen desde tan lejos para ver a un rey, y son conducidos a una casa pequeña de una aldea! ¡Cuántas enseñanzas tiene para nosotros! En primer lugar, aprenderemos que todo reencuentro con el camino que nos conduce a Jesús está lleno de alegría.
Nosotros tenemos, quizá, el peligro de no darnos cuenta cabal de lo cerca de nuestras vidas que está el Señor, «porque Dios se nos presenta bajo la insignificante apariencia de un trozo de pan, porque no se revela en su gloria, porque no se impone irresistiblemente, porque, en fin, se desliza en nuestra vida como una sombra, en vez de hacer retumbar su poder en la cima de las cosas...
»¡Cuántas almas a quienes oprime la duda, porque Dios no se muestra de un modo conforme al que ellos esperan!...».
Muchos de los habitantes de Belén vieron en Jesús a un niño semejante a los demás. Los Magos supieron ver en Él al Niño al que desde entonces todos los siglos adoran. Y su fe les valió un privilegio singular: ser los primeros entre los gentiles en adorarle cuando el mundo le desconocía. ¡Qué alegría tan grande debieron tener estos hombres venidos de lejos por haber podido contemplar al Mesías al poco tiempo de haber llegado al mundo!
Nosotros hemos de estar atentos porque el Señor se nos manifiesta también en lo habitual de cada día. Que sepamos recuperar esa luz interior que permite romper la monotonía de los días iguales y encontrar a Jesús en nuestra vida corriente.
Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y postrándose le adoraron.
«Nos arrodillamos también nosotros delante de Jesús, del Dios escondido en la humanidad: le repetimos que no queremos volver la espalda a su divina llamada, que no nos apartaremos nunca de Él; que quitaremos de nuestro camino todo lo que sea un estorbo para la fidelidad; que deseamos sinceramente ser dóciles a sus inspiraciones».
Le adoraron. Saben que es el Mesías, Dios hecho hombre. El Concilio de Trento cita expresamente este pasaje de la adoración de los Magos al enseñar el culto que se debe a Cristo en la Eucaristía. Jesús presente en el Sagrario es el mismo a quien encontraron estos hombres sabios en brazos de María. Quizá debamos examinar nosotros cómo le adoramos cuando está expuesto en la custodia o escondido en el Sagrario, con qué adoración y reverencia nos arrodillamos en los momentos indicados en la Santa Misa, o cada vez que pasamos por aquellos lugares donde está reservado el Santísimo Sacramento.
II. Los Magos abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Los dones más preciosos del Oriente; lo mejor, para Dios. Le ofrecen oro, símbolo de la realeza. Nosotros los cristianos también queremos tener a Jesús en todas las actividades humanas, para que ejerza su reino de justicia, de santidad y de paz sobre todas las almas. También le ofrecemos «el oro fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales. No olvidemos que son cosas buenas, que vienen de Dios. Pero el Señor ha dispuesto que los utilicemos, sin dejar en ellos el corazón, haciéndolos rendir en provecho de la humanidad».
Le ofrecemos incienso, el perfume que, quemado cada tarde en el altar, era símbolo de la esperanza puesta en el Mesías. Son incienso «los deseos, que suben hasta el Señor, de llevar una vida noble, de la que se desprende el bonus odor Christi (2 Cor 2, 15), el perfume de Cristo. Impregnar nuestras palabras y acciones en el bonus odor, es sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres para que nadie se encuentre o se sienta solo (...).
»El buen olor del incienso es el resultado de una brasa, que quema sin ostentación una multitud de granos; el bonus odor Christi se advierte entre los hombres no por la llamarada de un fuego de ocasión, sino por la eficacia de un rescoldo de virtudes: la justicia, la lealtad, la fidelidad, la comprensión, la generosidad, la alegría».
Y, con los Reyes Magos, ofrecemos también mirra, porque Dios encarnado tomará sobre sí nuestras enfermedades y cargará con nuestros dolores. La mirra es «el sacrificio que no debe faltar en la vida cristiana. La mirra nos trae al recuerdo la Pasión del Señor: en la cruz le dan a beber mirra mezclada con vino (Cfr. Mc 15, 23), y con mirra ungieron su cuerpo para la sepultura (Cfr. Jn 19, 39). Pero no penséis que, reflexionar sobre la necesidad del sacrificio y de la mortificación, signifique añadir una nota de tristeza a esta fiesta alegre que celebramos hoy.
»Mortificación no es pesimismo, ni espíritu agrio». La mortificación, por el contrario, está muy relacionada con la alegría, con la claridad, con hacer la vida agradable a los demás. La mortificación «no consistirá de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son frecuentes. Estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición... Y tantos detalles más, insignificantes en apariencia, que surgen sin que los busquemos –contrariedades, dificultades, sinsabores–, a lo largo de cada día».
Diariamente hacemos nuestra ofrenda al Señor, porque cada día podemos tener un encuentro con Él en la Santa Misa y en la Comunión. En la patena que el sacerdote ofrece, podemos poner también nuestra ofrenda, hecha de cosas pequeñas, y que Jesús aceptará. Si las hacemos con rectitud de intención, esas cosas pequeñas que ofrecemos obtienen mucho más valor que el oro, el incienso y la mirra, pues se unen al sacrificio de Cristo, Hijo de Dios, que allí se ofrece.
III. Después, obedeciendo a la voz de un ángel, los Magos regresaron a su país por otro camino, nos dice el Evangelista. ¡Qué transparente han debido tener el alma estos hombres hasta el fin de sus días por haber visto al Niño y a su Madre!
Nosotros vemos en estos singulares personajes a miles de almas de toda la tierra que se ponen en camino para adorar al Señor. Han pasado veinte siglos desde aquella primera adoración y ese largo desfile del mundo gentil sigue llegando a Cristo.
Mediante esta fiesta, la Iglesia proclama la manifestación de Jesús a todos los hombres, de todos los tiempos, sin distinción de raza o nación. Él «instituyó la nueva alianza en su sangre, convocando un pueblo entre los judíos y los gentiles que se congregará en unidad... y constituirá el nuevo Pueblo de Dios».
La fiesta de la Epifanía nos mueve a todos los fieles a compartir las ansias y las fatigas de la Iglesia, que «ora y trabaja a un tiempo, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo».
Nosotros podemos ser de aquellos que, estando en el mundo, en medio de las realidades temporales hemos visto la estrella de una llamada de Dios, y llevamos esa luz interior, consecuencia de tratar cada día a Jesús; y sentimos por eso la necesidad de hacer que muchos indecisos o ignorantes se acerquen al Señor y purifiquen su vida. La Epifanía es la fiesta de la fe y del apostolado de la fe. «Participan en esta fiesta tanto quienes han llegado ya a la fe como los que se encuentran en el camino para alcanzarla. Participan, agradeciendo el don de la fe, al igual que los Magos, que, llenos de gratitud, se arrodillaron ante el Niño. En esta fiesta participa la Iglesia, que cada año se hace más consciente de la amplitud de su misión. ¡A cuántos hombres es preciso llevar todavía a la fe! Cuántos hombres es preciso reconquistar para la fe que han perdido, siendo a veces esto más difícil que la primera conversión a la fe. Sin embargo, la Iglesia, consciente de aquel gran don, el don de la Encarnación de Dios, no puede detenerse, no puede pararse jamás. Continuamente debe buscar el acceso a Belén para todos los hombres y para todas las épocas. La Epifanía es la fiesta del desafío de Dios».
La Epifanía nos recuerda que debemos poner todos los medios para que nuestros amigos, familiares y colegas se acerquen a Jesús: a unos será facilitarles un libro de buena doctrina, a otros unas palabras vibrantes para que se decidan a ponerse en camino, a aquella otra persona hablándole de la necesidad de formación espiritual.
Al terminar hoy nuestra oración, no pedimos a estos santos Reyes que nos den oro, incienso y mirra; parece más natural pedirles que nos enseñen el camino que lleva a Cristo para que cada día le llevemos nuestro oro, nuestro incienso y nuestra mirra. Pidámosle también «a la Madre de Dios, que es nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo.
»Los Reyes Magos tuvieron una estrella; nosotros tenemos a María Stella maris, Stella orientis»
Después de Epifanía
7 de enero
LA HUIDA A EGIPTO. VIRTUDES DE SAN JOSÉ
— Un viaje duro y difícil. Obediencia y fortaleza de José. Confianza en Dios.
— En Egipto. Otras virtudes que hemos de imitar del Santo Patriarca.
— Fortaleza en nuestra vida ordinaria.
I. Los Magos se habían marchado. La Virgen y San José comentarían gozosos los acontecimientos de aquella jornada. Después, en medio de la noche, se despertó María a la llamada de José. Este le comunicó la orden del Ángel: Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo. Era la señal de la Cruz al término de un día repleto de felicidad.
María y José salieron de Belén apresuradamente, abandonando muchas cosas necesarias que no podían llevar consigo en un largo y difícil viaje, con el sobresalto además de una huida ante la amenaza de muerte. Es un profundo misterio, asombrosamente real, que el Hijo de Dios hecho hombre buscó refugio, lloró y durmió en brazos de María y de José.
No pudo ser cómodo el viaje: varias jornadas de andadura por caminos inhóspitos, con el temor de ser alcanzados en la fuga, y el cansancio y la sed. La frontera de Egipto, tras la cual Herodes ya nada podía hacer, estaba aproximadamente a una semana de distancia al paso que ellos podían avanzar, sobre todo si siguieron, como es lo más seguro, los caminos menos frecuentados. Fue un viaje extenuante, a través de regiones desérticas. Dios Padre no quiso ahorrar fatigas a los seres que más quería. Quizá, para que también nosotros entendiéramos que de las dificultades podemos sacar mucho bien. Y para que supiéramos que estar cerca de Dios no significa ausencia de dolor y de dificultades. Dios solo nos ha prometido serenidad y fortaleza para afrontarlas.
Con prisa siguieron el camino que el Ángel les había indicado, cumpliendo en todas las circunstancias la voluntad de Dios. «José no se escandalizó ni dijo: eso parece un enigma. Tú mismo hacías saber no ha mucho que Él salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje y sufrir un largo desplazamiento: eso es contrario a tu promesa. José no discurre de este modo, porque es un varón fiel».
Obedeció sin más, con fortaleza para hacerse cargo de la situación y para poner los medios a su alcance, confiando plenamente en que Dios no le dejaría solo. Así hemos de hacer nosotros en situaciones difíciles, quizá extremas, cuando nos cueste ver la mano providente de Dios Padre en nuestra vida o en la de quienes más apreciamos. O se nos pide algo que pensamos que no somos capaces de dar. Al día siguiente de su elección como Papa, decía Juan Pablo I: «Ayer por la mañana yo fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Jamás hubiera imaginado lo que iba a suceder. Apenas había comenzado el peligro para mí, los dos colegas que estaban a mi lado me susurraron palabras de aliento. Uno dijo: “¡Animo!, si el Señor da un peso, da también la ayuda para llevarlo”».
II. Tras una larga y penosa travesía llegaron María y José con el Niño a su nuevo país. Por aquel tiempo residían en Egipto muchos israelitas, formando pequeñas comunidades; se dedicaban principalmente al comercio. Es de suponer que José se incorporó con su Familia a una de estas comunidades, dispuesto a rehacer una vez más su vida con lo poco que había podido traer desde Belén. Con todo, llevaba consigo lo más importante: a Jesús, a María, y su laboriosidad y empeño por sacarles adelante a costa de todos los sacrificios del mundo. Aunque aquellos judíos fueran de su patria, nunca llegaron a saber la inmensa suerte que habían tenido. Estaba con ellos el soberano de la casa de Israel, el verdadero Redentor, que libertaba no solo de la esclavitud de Egipto, sino también de algo inmensamente peor que toda esclavitud humana: el pecado. En Él confluía toda la historia de su pueblo.
San José es para nosotros ejemplo de muchas virtudes: de obediencia inteligente y rápida, de fe, de esperanza, de laboriosidad... También de fortaleza, tanto en medio de grandes dificultades como en situaciones ordinarias por las que pasa un buen padre de familia. En Egipto comenzó como pudo, pasando estrecheces, realizando al principio todo tipo de trabajos, procurando a María y a Jesús un hogar y sosteniéndolos, como siempre, con el trabajo de sus manos, con una laboriosidad incansable.
Ante las contrariedades que podamos padecer, si el Señor las permite, hemos de contemplar la figura llena de fortaleza de San José y encomendarnos a Él como han hecho muchos santos. De su intercesión eficaz dice Santa Teresa: «No me acuerdo hasta ahora haberle encomendado cosa alguna que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, ansí de cuerpo como de alma; que a otros santos parece le dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que ansí como le fue sujeto en tierra –que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar– ansí en el cielo hace cuanto le pide. Esto han visto otras algunas personas –a quien yo decía se encomendasen a él– también por experiencia, y ansí muchas que le son devotas, de nuevo han experimentado esta verdad».
III. Después de un tiempo, pasado el peligro, nada retenía ya a José en aquella tierra extraña, pero allí permaneció todo el tiempo sin otra razón que el cumplimiento fiel del mandato del Ángel: Estate allí hasta que yo te diga. Y en Egipto permaneció sin disgusto ni protestas, paciente, realizando su trabajo como si jamás hubiera de salir de aquel lugar. ¡Qué importante es saber estar, permanecer donde se debe, ocupado en lo que a cada uno le compete, sin ceder a la tentación de cambiar continuamente de sitio! Para esto también se requiere fortaleza, que «nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia». «Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás».
Hemos de pedir a San José que nos enseñe a ser fuertes no solo en casos extraordinarios y difíciles, como son la persecución, el martirio, o una gravísima y dolorosa enfermedad, sino también en los asuntos ordinarios de cada día: en la constancia en el trabajo, al sonreír cuando estamos serios, o en tener una palabra amable y cordial para todos. Necesitamos echar mano de la fortaleza para no ceder ante el cansancio, o la comodidad o la tranquilidad, para vencer el miedo a cumplir deberes que cuestan, etcétera.
«El hombre por naturaleza teme el peligro, las molestias, el sufrimiento. Por ello es necesario buscar hombres valientes no solamente en los campos de batalla, sino también en los pasillos de los hospitales o junto al lecho del dolor», en la tarea de cada día.
Un aspecto importante de esta virtud de la fortaleza es la firmeza interior para superar obstáculos más sutiles, como son la vanidad, la impaciencia, la timidez y los respetos humanos. También son manifestaciones de fortaleza: el olvido de sí, el no dar excesivas vueltas a los problemas personales para no desorbitarlos, el pasar ocultos y el servir a los demás sin hacerse notar.
En el apostolado esta virtud tiene muchas manifestaciones: hablar de Dios sin miedo al qué dirán, a cómo quedaré ante esas personas; comportarse siempre de modo cristiano, aunque choque con un ambiente paganizado; correr el riesgo de tener iniciativas para llegar a más gente, y esforzarse por llevarlas a la práctica.
Las madres de familia deberán ejercitar con frecuencia esta fortaleza de modo discreto y ordinariamente amable y paciente. Serán entonces la verdadera roca firme en la que se apoya toda la casa. «La Biblia no alaba a la mujer débil, sino a la mujer fuerte, cuando dice en el libro de los Proverbios: La ley de la dulzura está en su lengua (31, 6). Porque la dulzura es el punto más alto de la fortaleza.
»La mujer maternal tiene por privilegio esta función discreta y capital: saber atender, saber callarse, ser capaz, ante una injusticia o una debilidad, de cerrar los ojos, de excusar, de cubrir –obra de misericordia no menos bienhechora que cubrir la desnudez del cuerpo– (...)».
Aprendamos hoy de San José a sacar adelante, con reciedumbre y fortaleza, todo lo que, de modo ordinario, el Señor nos encomienda: familia, trabajo, apostolado, etc., contando con que lo habitual será que encontremos obstáculos, superables siempre con la ayuda de la gracia.
primer domingo después de epifanía
EL BAUTISMO DEL SEÑOR*
Fiesta
— Manifestación del misterio trinitario en el Bautismo de Cristo.
— Nuestra filiación divina en Cristo por el sacramento del Bautismo.
— Proyección del Bautismo en la vida diaria.
I. Apenas se bautizó el Señor se abrió el cielo, y el Espíritu Santo se posó sobre Él como una paloma. Y se oyó la voz del Padre que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto.
Hace aún pocos días celebrábamos la Epifanía, la manifestación del Señor a los gentiles, representados en aquellos hombres sabios que llegaron a Jerusalén preguntando por el nacido rey de los judíos. Ya había tenido lugar una primera revelación a los pastores, que, en la misma noche de la Navidad, se dirigen al lugar donde ha nacido el Niño, a quien le llevan sus presentes. También la fiesta de hoy es una epifanía, una manifestación de la divinidad de Cristo señalada por la voz de Dios Padre, venida del Cielo, y por la presencia del Espíritu Santo en forma de paloma, que significa la Paz y el Amor. Los Padres de la Iglesia suelen señalar una tercera manifestación de la divinidad de Jesús. Esta tendrá lugar en Caná de Galilea, donde, a través de su primer milagro, Jesús manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él.
En la Primera lectura de la Misa, Isaías anuncia la figura del Mesías: He aquí mi siervo... mi elegido, en quien se complace mi alma. Sobre Él he puesto mi Espíritu... La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará... Yo, el Señor, te he llamado... para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas. Esta descripción profética tiene su plena realización en el Bautismo del Señor. Entonces descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre Él, y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres el Hijo mío, el amado, en Ti me he complacido. Las tres divinas Personas de la Trinidad intervienen en esta gran epifanía a orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz, dando testimonio del Hijo, Jesús es bautizado por Juan, el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre Él. La expresión de Isaías mi siervo es sustituida ahora por mi Hijo amado, que indica la Persona y la naturaleza divina de Cristo.
Con el Bautismo de Jesús se inicia de modo solemne su misión salvadora. A la vez, el Espíritu Santo comenzaba por medio del Mesías su acción en las almas, que durará hasta el fin de los tiempos.
La liturgia propia de este domingo es especialmente apta para que recordemos con alegría nuestro Bautismo y sus consecuencias en nuestra vida. Cuando San Agustín menciona en sus Confesiones el día en que recibió este sacramento, lo recuerda con profundo gozo: «rebosante de dulzura extraordinaria, aquellos días no me saciaba de considerar la profundidad de su designio para la salvación del género humano». Con ese gozo hemos de recordar hoy que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
El misterio del Bautismo de Jesús nos adentra en el misterio inefable de cada uno de nosotros, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia. Hemos sido bautizados no solo en agua, como hacía el Precursor, sino en el Espíritu Santo, que nos comunica la vida de Dios. Demos gracias hoy al Señor por aquel día memorable en el que fuimos incorporados a la vida de Cristo y destinados con Él a la vida eterna. Alegrémonos de haber sido quizá bautizados a los pocos días de haber nacido, como es costumbre inmemorial en la Iglesia, en el caso de neófitos hijos de padres cristianos.
II. Fuimos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, para entrar en comunión con la Trinidad Beatísima. En cierto modo se han abierto para cada uno de nosotros los cielos, a fin de que entremos en la casa de Dios y conozcamos la filiación divina. «Si tuvieses piedad verdadera –enseña San Cirilo de Jerusalén–, también descenderá sobre ti el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre desde lo alto que dice: este no es el Hijo mío, pero ahora después del Bautismo ha sido hecho Mío». La filiación divina ha sido uno de los grandes dones que recibimos aquel día en que fuimos bautizados. San Pablo nos habla de esta filiación y, dirigiéndose a cada bautizado, no duda en pronunciar estas dichosísimas palabras: Ya no eres esclavo sino hijo: y si hijo, también heredero.
En el rito de este sacramento se indica que la configuración con Cristo tiene lugar mediante una regeneración espiritual, como enseñaba Jesús a Nicodemo: quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios. «El Bautismo cristiano es, en efecto, un misterio de muerte y de resurrección: la inmersión en el agua bautismal simboliza y actualiza la sepultura de Jesús en la tierra y la muerte del hombre viejo, mientras que la emersión significa la resurrección de Cristo y el nacimiento del hombre nuevo». Este nuevo nacimiento es el fundamento de la filiación divina. Y así, por este sacramento, «los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre». Esta filiación lleva consigo la aniquilación de todo pecado del alma y la infusión de la gracia.
Por el Bautismo se perdonan el pecado original y todos los pecados personales, y la pena eterna y temporal debida por los pecados. El ser configurados con Cristo resucitado, simbolizado en la emersión del agua bautismal, indica que la gracia divina, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo se han asentado en el alma del bautizado, la cual se ha constituido en morada de la Santísima Trinidad, Al cristiano se le abren las puertas del Cielo, y se alegran los ángeles y los santos. En la naturaleza humana permanecen aquellas consecuencias del pecado original que, si bien proceden de él, no son en sí mismas pecado, pero inclinan a él; el hombre bautizado sigue sujeto a la posibilidad de errar, a la concupiscencia y a la muerte, consecuencias todas ellas del pecado original. Sin embargo, el Bautismo ha sembrado ya en el cuerpo humano la semilla de una renovación y resurrección gloriosas. ¡Qué diferencia tan enorme entre la persona que iba, o llevaban, camino de la iglesia para recibir este sacramento, y la que vuelve ya bautizada! El cristiano «sale del Bautismo resplandeciente como el sol y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero con Cristo».
Demos muchas gracias al Señor por tanto bien, que querríamos comprender hoy en toda su grandeza. Por último, te pedimos... Señor, humildemente que escuchemos con fe la palabra de tu Hijo para que podamos llamarnos y ser, en verdad, hijos tuyos. Es nuestro mayor deseo y nuestra más grande aspiración.
III. En la Segunda lectura, San Pedro recuerda aquel comienzo mesiánico de Jesús, que estaba en la mente de muchos de los que le escuchaban y del que algunos de ellos habían sido testigos oculares. Conocéis -les dice el Apóstol- lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque todo comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazareth, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo....
Pertransivit benefaciendo..., pasó haciendo el bien... Este puede ser un resumen de la vida de Cristo aquí en la tierra. Ese debe ser el resumen de la vida de cada bautizado, pues toda su vida se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo: cuando trabaja, en el descanso, cuando sonríe o presta uno de los innumerables servicios que conlleva la vida familiar o profesional...
En la fiesta de hoy se nos invita a tomar renovada conciencia de los compromisos adquiridos por nuestros padres o padrinos, en nuestro nombre, el día de nuestro Bautismo; a reafirmar nuestra ferviente adhesión a Cristo y la voluntad de luchar por estar cada día más cerca de Él; y a separarnos de todo pecado, incluso venial, ya que al recibir este sacramento fuimos llamados a la santidad, a participar de la misma vida divina.
Es precisamente este Bautismo el que «nos hace “fideles” –fieles, palabra que, como aquella otra, “sancti” –santos, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse entre sí, y que aún hoy se usa: se habla de los “fieles” de la Iglesia». Seremos fieles en la medida en que nuestra vida -¡tantas veces lo hemos meditado! esté edificada sobre el cimiento firme y seguro de la oración. San Lucas nos ha dejado escrito en su Evangelio que Jesús, después de haber sido bautizado, estaba en oración. Y comenta Santo Tomás de Aquino: en esta oración, el Señor nos enseña que «después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que exteriormente nos impugnan».
Junto al agradecimiento y la alegría por tantos bienes como nos han llegado en este sacramento, renovemos hoy nuestra fidelidad a Cristo y a la Iglesia, que, en muchas ocasiones, se traducirá en la fidelidad a nuestra oración diaria.
Domingo después de Epifanía
El Bautismo del Señor
EL SEÑOR ES BAUTIZADO. NUESTRO BAUTISMO
— Jesús quiso ser bautizado. Institución del Bautismo cristiano. Agradecimiento.
— Efectos del Bautismo: limpia el pecado original, nueva vida, filiación divina, etcétera.
— Incorporación a la Iglesia. Llamada a la santidad y al apostolado. Bautismo de los niños.
I. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua y he aquí que se le abrieron los Cielos y vio al espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz del Cielo que decía: Este es mi hijo, el amado, en quien me he complacido.
En la solemnidad de hoy conmemoramos el bautismo de Jesús por San Juan Bautista en las aguas del río Jordán. Sin tener mancha alguna que purificar, quiso someterse a este rito de la misma manera que se sometió a las demás observancias legales, que tampoco le obligaban. Al hacerse hombre, se sujetó a las leyes que rigen la vida humana y a las que regían en el pueblo israelita, elegido por Dios para preparar la venida de nuestro Redentor. Juan cumplió, con energía, la misión de profetizar y suscitar un gran movimiento de penitencia como preparación inmediata al reino mesiánico.
El Señor deseó ser bautizado, dice San Agustín, «para proclamar con su humildad lo que para nosotros era necesidad».
Con el bautismo de Jesús quedó preparado el Bautismo cristiano, que fue directamente instituido por Jesucristo con la determinación progresiva de sus elementos, y lo impuso como ley universal el día de su Ascensión: Me fue dado todo poder en el Cielo y en la tierra, dirá el Señor; id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.
En el Bautismo recibimos la fe y la gracia. El día en que fuimos bautizados fue el más importante de nuestra vida. De igual modo que «la tierra árida no da fruto si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos como un leño seco, nunca hubiéramos dado frutos de vida sin esta lluvia gratuita de lo alto». Nos encontrábamos, antes de recibir el Bautismo, con la puerta del Cielo cerrada y sin ninguna posibilidad de dar el más pequeño fruto sobrenatural.
Hoy nuestra oración nos puede ayudar a dar gracias por haber recibido este don inmerecido y para alegrarnos por tantos bienes como Dios nos concedió. «La gratitud es el primer sentimiento que debe nacer en nosotros de la gracia bautismal; el segundo es el gozo. Jamás deberíamos pensar en nuestro bautismo sin un profundo sentimiento de alegría interior».
Hemos de agradecer la purificación de nuestra alma de la mancha del pecado original, y de cualquier otro pecado si lo hubo, en el momento de recibir el Bautismo. Todos los hombres somos miembros de la familia humana que en su origen fue dañada por el pecado de nuestros primeros padres. Este «pecado original se transmite juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y se halla como propio en cada uno». Pero Jesús dotó al Bautismo de una especialísima eficacia para purificar la naturaleza humana y liberarla de ese pecado con el que hemos nacido. El agua bautismal significa y opera de un modo real lo que el agua natural evoca: la limpieza y la purificación de toda mancha e impureza».
«Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo: no se te ocurra –nos exhorta San León Magno– ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo».
II. Dios todopoderoso y eterno, que en el bautismo de Cristo en el Jordán quisiste revelar solemnemente que él era tu Hijo amado enviándole tu Espíritu Santo: concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, la perseverancia continua en el cumplimiento de tu voluntad.
El Bautismo nos inició en la vida cristiana. Fue un verdadero nacimiento a la vida sobrenatural. Es la nueva vida que predicaron los Apóstoles y de la que habló Jesús a Nicodemo: En verdad te digo que quien no naciera de arriba no podrá entrar en el reino de Dios... Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu.
El resultado de esta nueva vida es cierta divinización del hombre y la capacidad de producir frutos sobrenaturales.
La dignidad del bautizado está como velada muchas veces, por desgracia, en la existencia ordinaria; por eso nosotros, al igual que hicieron los santos, hemos de esforzarnos en vivir conforme a esa dignidad.
Nuestra más alta dignidad, la condición de hijos de Dios, que se nos comunica en el Bautismo, es consecuencia de la nueva generación. Si la generación humana da como resultado la «paternidad» y la «filiación», de modo semejante aquellos que son engendrados por Dios son realmente hijos suyos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos realmente! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos....
En el momento del Bautismo, por la efusión del Espíritu Santo, se produce el milagro de un nuevo nacimiento. El agua bautismal se bendice en la noche de Pascua y en la oración se pide: Así como el Espíritu Santo descendió sobre María y produjo en Ella el nacimiento de Cristo, así descienda Él sobre su Iglesia y produzca en su claustro materno (la pila bautismal) el renacer de los hijos de Dios.
A esta expresión tan gráfica corresponde esta profunda realidad: el bautizado renace a una nueva vida, a la vida de Dios, por eso es su «hijo». Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo.
Demos muchas gracias a nuestro Padre Dios que ha querido dones tan inconmensurables, tan fuera de toda medida, para cada uno de nosotros. ¡Qué gran bien nos puede hacer el considerar frecuentemente estas realidades! «Padre –me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central–, pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, “engallado” el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios!
»Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la “soberbia”».
III. En la Iglesia nadie es un cristiano aislado. A partir del Bautismo, el cristiano forma parte de un pueblo, y la Iglesia se le presenta como la verdadera familia de los hijos de Dios. «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente». Y el Bautismo es la puerta por donde se entra a la Iglesia.
«Y en la Iglesia, precisamente por el bautismo, somos llamados todos a la santidad», cada uno en su propio estado y condición, y a ejercer el apostolado. «La llamada a la santidad y la consiguiente exigencia de santificación personal, es universal: todos, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la santidad, y todos hemos recibido, con el bautismo, las primicias de esa vida espiritual que, por su misma naturaleza, tiende a la plenitud».
Otra verdad íntimamente unida a esta condición de miembro de la Iglesia es la del carácter sacramental, «un cierto signo espiritual e indeleble» impreso en el alma. Es como el resello de posesión de Cristo sobre el alma del bautizado. Cristo tomó posesión de nuestra alma en el momento de ser bautizado. Él nos rescató del pecado con su Pasión y Muerte.
Con estas consideraciones comprendemos bien el deseo de la Iglesia de que los niños reciban pronto estos dones de Dios. Desde siempre ha urgido a los padres para que bauticen a sus hijos cuanto antes. Es una muestra práctica de fe. No se atenta a su libertad, como no se les causó agravio alguno por darles la vida natural, ni por alimentarles, limpiarles y curarles, cuando no podían ellos pedir estos bienes. Por el contrario, tienen derecho a recibir esa gracia. ¡Qué buen apostolado habremos de hacer en muchos casos!: con amigos, compañeros, conocidos...
En el caso del Bautismo está en juego algo infinitamente mayor que ningún otro bien: la gracia y la fe; quizá, la salvación eterna. Solo por ignorancia y por una fe dormida se puede explicar que muchos niños queden privados, por sus propios padres ya cristianos, del mayor don de su vida. Nuestra oración se dirige a Dios hoy, para que no permita que esto suceda.
Hemos de agradecer a nuestros padres que, quizá a los pocos días de nacer, nos llevaran a recibir este santo sacramento.
Después de Epifanía
8 de enero
LA VIDA EN NAZARET. TRABAJO
— El Señor, que trabajó en el taller de San José, es nuestro modelo en el trabajo, para santificar nuestra tarea diaria.
— Cómo fue el trabajo de Jesús. Cómo debe ser el nuestro.
— Con el trabajo habitual hemos de ganarnos el Cielo. Mortificaciones, detalles de caridad, competencia profesional en nuestra tarea.
I. Cuando meditamos la vida de Jesús, nos damos cuenta de que la mayor parte de su existencia la pasó en la oscuridad de un pueblo, apenas conocido dentro de su misma patria. Comprendemos que algunos de sus vecinos le dijeran: Sal de aquí para que vean las obras que haces, pues nadie hace las cosas en secreto si pretende darse a conocer. El valor de las obras del Señor fue siempre infinito, y daba a su Padre la misma gloria cuando aserraba la madera, cuando resucitaba a un muerto y cuando le seguían las multitudes alabando a Dios.
Muchos acontecimientos tuvieron lugar en el mundo durante aquellos treinta años de Jesús en Nazaret. La paz de Augusto había terminado y las legiones romanas se disponían a contener el empuje de los invasores bárbaros... En Judea, Arquelao era desterrado por sus innumerables desórdenes... En Roma, el Senado había divinizado a Octavio Augusto... Pero el Hijo de Dios se hallaba entonces en un pequeño pueblo, a 40 kilómetros de Jerusalén. Vivía en una casa modesta, quizá hecha de adobes como las demás, con su Madre, María, pues José debió fallecer ya en ese tiempo. ¿Qué hacía allí Dios Hombre? Trabajaba, como los demás hombres del pueblo. En nada llamativo se diferenciaba de ellos, pues también era uno de ellos. Era perfecto Dios y hombre perfecto. Y nosotros no podemos olvidar que, tanto su vida oculta, como su vida apostólica, son la existencia temporal del Hijo de Dios.
Cuando Jesús vuelve más tarde a Nazaret, sus paisanos se extrañan de su sabiduría y de los hechos prodigiosos que de Él se cuentan; le conocen por su oficio y por ser el Hijo de María: ¿Qué sabiduría es la que se le ha dado?... ¿No es éste el artesano, el hijo de María?.... San Mateo nos dirá también, en otro lugar, lo que opinan de Cristo en su tierra: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama María su madre?.... Durante muchos años le vieron trabajar, día a día. Por eso sacan a relucir su oficio.
Además, en la predicación del Señor se puede notar que conoce bien el mundo del trabajo; lo conoce como alguien que lo ha tocado muy de cerca, y por eso puso muchos ejemplos de gente que trabaja.
Jesús, en estos años de vida oculta en Nazaret, nos está enseñando el valor de la vida ordinaria como medio de santificación. «Porque no es la vida corriente y ordinaria, lo que vivimos entre los demás conciudadanos, nuestros iguales, algo chato y sin relieve. Es, precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que se santifique la inmensa mayoría de sus hijos».
Nuestros días pueden quedar santificados si se asemejan a los de Jesús en esos años de vida oculta y sencilla en Nazaret: si trabajamos a conciencia y mantenemos la presencia de Dios en la tarea, si vivimos la caridad con quienes están a nuestro alrededor, si sabemos aceptar las contradicciones evitando la queja, si las relaciones profesionales y sociales son motivo para ayudar a los demás y para acercarlos a Dios.
II. Si contemplamos la vida de Jesús durante estos años sin relieve externo lo veremos trabajar bien, sin chapuzas, llenando las horas de trabajo intenso. Nos imaginamos al Señor recogiendo los instrumentos de trabajo, dejando las cosas ordenadas, recibiendo afablemente al vecino que va a encargarle alguna cosa..., también al menos simpático, y al de conversación poco amena. Tendría Jesús el prestigio de hacer las cosas bien, pues todo lo hizo bien: Mc 7, 37, también las cosas materiales.
Y todos los que le trataron se sintieron movidos a ser mejores, y recibieron los beneficios de la oración callada de Cristo.
El oficio del Señor no fue brillante; tampoco cómodo, ni de grandes perspectivas humanas. Pero Jesús amó su labor diaria, y nos enseñó a amar la nuestra, sin lo cual es imposible santificarla, «pues cuando no se ama el trabajo es imposible encontrar en él ninguna clase de satisfacción, por muchas veces que se cambie de tarea».
El Señor conoció también el cansancio y la fatiga de la faena diaria, y experimentó la monotonía de los días sin relieve y sin historia aparente. Esta consideración es también un gran beneficio para nosotros, pues «el sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar. Esta obra de salvación se ha realizado precisamente a través del sufrimiento y de la muerte en la cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús, llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar».
Jesús, durante estos treinta años de vida oculta, es el modelo que debemos imitar en nuestra vida de hombres corrientes que trabajan cada día. Contemplando la figura del Señor comprendemos con mayor hondura la obligación que tenemos de trabajar bien: no podemos pretender santificar un trabajo mal hecho. Hemos de aprender a encontrar a Dios en nuestras ocupaciones humanas, a ayudar a nuestros conciudadanos y a contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación. Un mal profesional, un estudiante que no estudia, un mal zapatero... si no cambia y mejora no puede alcanzar la santidad en medio del mundo.
III. Con el trabajo habitual tenemos que ganarnos el Cielo. Para eso debemos tratar de imitar a Jesús, «quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, trabajando con sus propias manos».
Para santificar nuestras tareas hemos de tener presente que «todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios...».
En el trabajo santificado –como el de Jesús– encontraremos un campo abundante de pequeñas mortificaciones que se traducen en la atención en lo que estamos haciendo, en el cuidado y en el orden de los instrumentos que manejamos, en la puntualidad, en la manera como tratamos a los demás, en el cansancio ofrecido, en las contrariedades que, sin quejas estériles, procuramos llevar de la mejor manera posible.
En nuestros deberes profesionales encontraremos muchas ocasiones de rectificar la intención para que realmente sea una obra ofrecida a Dios y no una ocasión más de buscarnos a nosotros mismos. De esta manera, ni los fracasos nos llenarán de pesimismo, ni los éxitos nos separarán de Dios. La rectitud de intención –el trabajar de cara a Dios– nos dará esa estabilidad de ánimo propia de las personas que están habitualmente cerca del Señor.
Nos podemos preguntar hoy en nuestra oración personal si tratamos de imitar en nuestro trabajo los años de vida oculta de Jesús: ¿Tengo prestigio profesional y soy competente entre los de mi profesión? ¿Ejercito las virtudes humanas y las sobrenaturales en mi tarea diaria? ¿Sirve mi trabajo para que mis amigos se acerquen más a Dios? ¿Les hablo de la doctrina de la Iglesia en aquellas verdades sobre las que existe más ignorancia o más confusión en el momento actual? ¿Cumplo acabadamente mis deberes profesionales?
Miramos el trabajo de Jesús a la vez que examinamos el nuestro. Y le pedimos: «Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José (...), dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la labor diaria, que Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor»
Después de Epifanía
9 de enero
ENCONTRAR A JESÚS
— Jesús perdido y hallado en el Templo. El dolor y la alegría de María y de José. Nosotros le perdemos por nuestra culpa.
— La realidad del pecado y el alejamiento de Cristo. La tibieza.
— Poner nosotros los medios para no perder a Jesús. Dónde podemos hallarlo.
I. Jesús creció en un clima de piedad y de cumplimiento de la Ley. Parte importante de esta eran las peregrinaciones al Templo. Tres veces al año celebraréis fiesta solemne en mi honor... Tres veces al año comparecerá todo varón ante Yahvé, su Dios. Estas fiestas eran las de la Pascua, Pentecostés y la de los Tabernáculos, y, aunque no obligaban a ir al Templo a quienes vivían lejos, eran muchos los judíos de toda Palestina que se trasladaban a Jerusalén en alguna de esas fechas. La Sagrada Familia solía hacerlo en Pascua: Todos los años sus padres iban a Jerusalén por la fiesta de la pascua. Aunque solo era obligatorio para los varones mayores de doce años, María, según se deduce del relato de San Lucas, acompañaba a José.
Nazaret dista de Jerusalén algo más de cien kilómetros por el camino más recto. Al llegar la Pascua solían reunirse varias familias para hacer el camino juntos, en cuatro o cinco jornadas.
Al ser ya el Niño de doce años cumplidos, subió a Jerusalén, según solían hacer en aquella fiesta. Terminados los ritos pascuales, se inicia la vuelta a Nazaret. En estos viajes, las familias se dividían en dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres. Los niños podían ir con cualquiera de los dos. Esto explica que pudiera pasar inadvertida la ausencia de Jesús hasta que terminó la primera jornada, momento en el que se reagrupaban todos para acampar.
¿Qué sintieron y pensaron entonces? Parece inútil describirlo. Creyeron haber perdido a Jesús, o que Jesús les había perdido a ellos, y andaba solo, Dios sabe por dónde. La aglomeración a la salida de la ciudad y por los caminos que a ella conducen era muy grande en esos días. Aquella noche debió ser terrible para María y para José. Por la mañana, muy temprano, comenzaron a desandar el camino y se dirigieron de nuevo a Jerusalén. Pasaron tres días, cansados, angustiados, preguntando a todo el mundo si habían visto a un niño como de doce años... Todo inútil.
María y José le perdieron sin culpa suya. Nosotros le perdemos por el pecado, por la tibieza, por la falta de espíritu de mortificación y de sacrificio. Entonces, nuestra vida sin Jesús se queda a oscuras.
Cuando nos encontremos en esa oscuridad hemos de reaccionar enseguida y buscarle, hemos de saber preguntar a quien puede y debe saberlo: «¿Dónde está el Señor?».
«La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su Hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más.
»Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria».
II. María y José no perdieron a Jesús, fue Él quien se ausentó de su lado.
Con nosotros es distinto; Jesús jamás nos abandona. Somos nosotros los hombres quienes podemos echarlo de nuestro lado por el pecado, o al menos alejarlo por la tibieza. En todo encuentro entre el hombre y Cristo, la iniciativa siempre ha sido de Jesús; por el contrario, en toda situación de desunión, la iniciativa la llevamos siempre nosotros. Él no nos deja jamás.
Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Cristo. El hombre anda entonces sin sentido y sin dirección, pues el pecado desorienta esencialmente. El pecado es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. En unos pocos momentos se aparta radicalmente de Dios por la pérdida de la gracia santificante, pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida, queda sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio y disminuye en él la inclinación a la virtud. El alejamiento de Dios «lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza».
Por desgracia, lo peor de todo es que para muchos esto apenas tiene importancia. Es la tibieza, el desamor, el que lleva a valorar poco o nada la compañía de Jesús, Él sí que valora estar con nosotros: murió en una cruz para rescatarnos del demonio y del pecado, y para estar siempre con cada uno de nosotros en este mundo y en el otro.
María y José amaban a Jesús entrañablemente; por eso le buscaron sin descanso, por eso sufrieron de una manera que nosotros no podemos comprender, por eso se alegraron tanto cuando de nuevo le encontraron. «Hoy no parece que haya mucha gente que sufra por su ausencia; cristianos hay para quienes la presencia o ausencia de Cristo en sus almas no significa prácticamente nada. Pasan de la gracia al pecado y no experimentan sufrimiento ni dolor, aflicción ni angustia. Pasan del pecado a la gracia y no dan la impresión de hombres que han vuelto del infierno, que han pasado de la muerte a la vida: no se les ve el alivio, el gozo, la paz y el sosiego de quien ha recuperado a Jesús».
Nosotros hemos de pedir hoy a María y a José que sepamos apreciar la compañía de Jesús, que estemos dispuestos a todo antes que perderle. ¡Qué oscuro estaría el mundo, y nuestro mundo, sin Jesús! ¡Qué gracia tan grande darnos cuenta de esto! «Jesús: que nunca más te pierda...». Pondremos todos los medios, sobrenaturales y humanos, para no caer en el pecado mortal y ni siquiera en el pecado venial deliberado. Si no ponemos empeño en aborrecer el pecado venial, sin la falsa excusa de que no es «grave», no llegaremos a un trato de intimidad con el Señor.
III. El Templo de Jerusalén tenía una serie de dependencias destinadas al culto y a la enseñanza de las Escrituras. En una de estas dependencias entraron María y José. Probablemente se trataba del atrio del Templo, donde se escuchaban las explicaciones de los doctores y se podía intervenir con preguntas y respuestas. Allí se encontraba Jesús; sus preguntas llamaban la atención de los doctores por su sabiduría y ciencia. Está como uno de tantos oyentes, sentado en el suelo, y también interviene como harían otros, pero las preguntas descubren su maravillosa sabiduría. Con todo era un modo de enseñar acomodado a su edad.
María y José están maravillados contemplando toda esta escena. María se dirige a Él llena de alegría por haberle encontrado. En sus palabras encuentra San Agustín una muestra de humildad y de deferencia hacia San José. «Pues, aun con haber merecido alumbrar al Hijo del Altísimo, era Ella humildísima, y al nombrarse no se antepone a su esposo, diciendo Yo y tu padre, sino: Tu padre y yo. No tuvo en cuenta la dignidad de su seno, sino la jerarquía conyugal. La humildad de Cristo, en efecto, no había de ser para su madre una escuela de soberbia».
La pérdida de Jesús no fue involuntaria por su parte. Teniendo plena conciencia de quién era y de la misión que traía, quiso comenzar de algún modo a cumplirla. Igual que hará después, busca ahora cumplir la voluntad del Padre celestial sin que sea un obstáculo la de sus padres terrenos. Para ellos debió de ser una dolorosa prueba; pero también un rayo de luz, que les va descubriendo el misterio de la vida de Jesús. Fue un episodio de la vida de Jesús que jamás olvidarían.
Para todos queda claro la conciencia que Jesús tiene de su misión y de ser el Hijo de Dios. Para penetrar un poco más en la respuesta habría que haber oído la entonación de la voz de Jesús mientras se dirige a sus padres. De todas formas, nos hace ver que los planes de Dios están siempre por encima de los planes terrenos, y si alguna vez se presenta conflicto entre ambos, es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.
Si alguna vez perdemos a Jesús, acordémonos de aquel consejo del mismo Señor: Buscad y encontraréis. Le encontramos siempre en el Sagrario, en aquellas personas que Dios mismo ha dispuesto para señalarnos el camino; y si le hubiéramos ofendido gravemente, siempre nos está esperando en el sacramento de la Penitencia. En este sacramento nos disponemos a purificar nuestros ojos manchados por las faltas de amor y por los pecados veniales.
Quizá hoy nos puede hacer mucho bien, especialmente cuando estemos delante del Sagrario o cuando veamos los muros de una iglesia, decir como jaculatoria, repetir en la intimidad de nuestro corazón: «Jesús: que nunca más te pierda...». María y José serán nuestras ayudas para no perder de vista a Jesús a lo largo del día, y de toda nuestra vida.
1ª Semana. Lunes
LLAMADA DE LOS PRIMEROS DISCÍPULOS
— El Señor llama a los discípulos en medio de su trabajo. A nosotros nos llama también en nuestros quehaceres, y nos deja en ellos para que los santifiquemos y le demos a conocer.
— La santificación del trabajo. El ejemplo de Cristo.
— Trabajo y oración.
I. Después del Bautismo, con el que inaugura su ministerio público, Jesús busca a aquellos a quienes hará partícipes de su misión salvífica. Y los encuentra en su trabajo profesional. Son hombres habituados al esfuerzo, recios, sencillos de costumbres. Al pasar junto al mar de Galilea -se lee en el Evangelio de la Misa-, vio a Simón y a Andrés, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: Seguidme, y os haré pescadores de hombres. Y cambia la vida de estos hombres.
Los Apóstoles fueron generosos ante la llamada de Dios. Estos cuatro discípulos –Pedro, Andrés, Juan y Santiago– conocían ya al Señor, pero es este el momento preciso en el que, respondiendo a la llamada divina, deciden seguirle del todo, sin condiciones, sin cálculos, sin reservas. Así la siguen hoy muchos en medio del mundo, con entrega total en un celibato apostólico. Desde ahora, Cristo será el centro de sus vidas, y ejercerá en sus almas una indescriptible atracción. Jesucristo los busca en medio de su tarea ordinaria, como hizo Dios con los Magos –según hemos contemplado hace pocos días–: por aquello que les podía ser más familiar, el brillo de una estrella; como llamó el Ángel a los pastores de Belén, mientras cumplen con su deber de guardar el ganado, para que fueran a adorar al Niño Dios y acompañaran aquella noche a María y a José...
En medio de nuestro trabajo, de nuestros quehaceres, nos invita Jesús a seguirle, para ponerle en el centro de la propia existencia, para servirle en la tarea de evangelizar el mundo. «Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19), seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos». Nos elige y nos deja –a la mayor parte de los cristianos, los laicos– allí donde estamos: en la familia, en el mismo trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos... para que en ese lugar y en ese ambiente le amemos y le demos a conocer a través de los vínculos familiares, o de las relaciones de trabajo, de amistad...
Desde el momento en que nos decidimos a poner a Cristo como centro de nuestra vida, todo cuanto hacemos queda afectado por esa decisión. Debemos preguntarnos si somos consecuentes ante lo que significa que el trabajo se convierta en el lugar para crecer en esa amistad con Jesucristo, mediante el desarrollo de las virtudes humanas y de las sobrenaturales.
II. El Señor nos busca y nos envía a nuestro ambiente y a nuestra profesión. Pero quiere que ese trabajo sea ya diferente. «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia!
»—Es verdad: antes “solo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas».
Para santificarnos con los quehaceres del hogar, con las gasas y las pinzas del hospital (¡con esa sonrisa habitual ante los enfermos!), en la oficina, en la cátedra, conduciendo un tractor o delante de las mulas, limpiando la casa o pelando patatas..., nuestro trabajo debe asemejarse al de Cristo, a quien hemos contemplado en el taller de José hace unos días, y al trabajo de los apóstoles, a quienes hoy, en el Evangelio de la Misa, vemos pescando. Debemos fijar nuestra atención en el Hijo de Dios hecho Hombre mientras trabaja, y preguntarnos muchas veces: ¿qué haría Jesús en mi lugar?, ¿cómo realizaría mi tarea? El Evangelio nos dice que todo lo hizo bien, con perfección humana, sin chapuzas; y eso significa hacer el trabajo con espíritu de servicio a sus vecinos, con orden, con serenidad, con intensidad; entregaría los encargos en el plazo convenido, remataría su trabajo artesano con amor, pensando en la alegría de los clientes al recibir un trabajo sencillo, pero perfecto; se fatigaría... También realizó Jesús su quehacer con plena eficacia sobrenatural, pues a la vez, con ese mismo trabajo, estaba realizando la redención de la humanidad, unido a su Padre con amor y por amor, unido a los hombres también por amor a ellos, y lo que se hace por amor, compromete.
Ningún cristiano puede pensar que, aunque su trabajo sea aparentemente de poca importancia –o así lo juzguen con ligereza algunos, con sus comentarios superficiales–, puede realizarlo de cualquier modo, con dejadez, sin cuidado y sin perfección. Ese trabajo lo ve Dios y tiene una importancia que nosotros no podemos sospechar. «Me has preguntado qué puedes ofrecer al Señor. —No necesito pensar mi respuesta: lo mismo de siempre, pero mejor acabado, con un remate de amor, que te lleve a pensar más en Él y menos en ti».
III. Para un cristiano que vive cara a Dios, el trabajo debe ser oración –pues sería una gran pena que «solo» pele patatas, en vez de santificarse mientras las pela bien–, una forma de estar a lo largo del día con el Señor, y una gran oportunidad de ejercitarse en las virtudes, sin las cuales no podría alcanzar la santidad a la que ha sido llamado; es, a la vez, un eficaz medio de apostolado.
Oración es conversar con el Señor, elevar el alma y el corazón hasta Él para alabarle, darle gracias, desagraviarle, pedirle nuevas ayudas. Esto se puede llevar a cabo por medio de pensamientos, de palabras, de afectos: es la llamada oración mental y la oración vocal; pero también se puede hacer por medio de acciones capaces de transmitir a Dios lo mucho que queremos amarle y lo mucho que lo necesitamos. Así pues, oración es también todo trabajo bien acabado y realizado con visión sobrenatural, es decir, con la conciencia de estar colaborando con Dios en la perfección de las cosas creadas y de estar impregnando todas ellas con el amor de Cristo, completando así su obra redentora, cumplida no solo en el Calvario, sino también en el taller de Nazaret.
El cristiano que está unido a Cristo por la gracia convierte sus obras rectas en oración; por eso es tan importante la devoción del ofrecimiento de obras por las mañanas, al levantarnos, en la que, con pocas palabras, le decimos al Señor que toda la jornada es para Él; renovarlo luego algunas veces durante el día, y principalmente en la Santa Misa, es de gran importancia para la vida interior. Pero el valor de esta oración que es el trabajo del cristiano dependerá del amor que se ponga al realizarlo, de la rectitud de intención, del ejercicio de la caridad, del esfuerzo para acabarlo con competencia profesional. Cuanto más actualicemos la intención de convertirlo en instrumento de redención, mejor lo realizaremos humanamente, y más ayuda estaremos prestando a toda la Iglesia. Por la naturaleza de algunos trabajos, que exijan una gran concentración de la atención, no será fácil tener la mente con frecuencia en Dios; pero, si nos hemos acostumbrado a tratarle, buscándole de modo esforzado, Él estará como «una música de fondo» de todo lo que hacemos. Desempeñando así nuestras tareas, trabajo y vida interior no se interrumpirán, «como el latir del corazón no interrumpe la atención a nuestras actividades de cualquier tipo que sean». Por el contrario, trabajo y oración se complementan, como se enlazan con armonía las voces y los instrumentos. El trabajo no solo no entorpece la vida de oración, sino que se convierte en su vehículo. Se cumple entonces lo que le pedimos en esa hermosa oración al Señor: Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et adiuvando prosequere: ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur: que todo nuestro día, nuestra oración y nuestro trabajo, tomen su fuerza y empiecen siempre en Ti, Señor, y que todo lo que hemos comenzado por Ti llegue a su fin.
Si Jesucristo, a quien hemos constituido en centro de nuestra existencia, está en el trasfondo de todo lo que realizamos, nos resultará cada vez más natural aprovechar las pausas que hay en toda labor para que esa «música de fondo» se transforme en auténtica canción. Al cambiar de actividad, al permanecer con el coche parado ante la luz roja de un semáforo, al acabar un tema de estudio, mientras se consigue una comunicación telefónica, al colocar las herramientas en su sitio..., vendrá esa jaculatoria, esa mirada a una imagen de Nuestra Señora o al Crucifijo, una petición sin palabras al Ángel Custodio, que nos reconfortan por dentro y nos ayudan a seguir en nuestro quehacer.
Como el amor sabe encontrar recursos, es ingenioso, sabremos poner algunas «industrias humanas», algunos recordatorios, que nos ayuden a no olvidarnos de que a través de lo humano hemos de ir a Dios. «Pon en tu mesa de trabajo, en la habitación, en tu cartera..., una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te alcanzará –¡te lo aseguro!– la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo amoroso con Dios»
1ª Semana. Martes
HIJOS DE DIOS
— El sentido de la filiación divina define nuestro día.
— Algunas consecuencias: fraternidad, actitud ante las dificultades, confianza en la oración...
— Coherederos con Cristo. La alegría, un anticipo de la gloria que no debemos perder a causa de las contrariedades.
I. «Yo he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo (...). Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus»; y eso es lo que pretendemos, a pesar de nuestras flaquezas: imitar a Cristo, identificarnos con Él, ser buenos hijos de Dios en medio de nuestro trabajo y de los quehaceres normales de todos los días.
El pasado domingo contemplábamos a Jesús que acude a Juan, como uno más, para ser bautizado en el Jordán. El Espíritu Santo se posó sobre Él y se dejó oír la voz del Padre: Tú eres mi Hijo muy amado. Jesucristo es, desde la eternidad, el Hijo Único de Dios, el Amado: nacido del Padre antes de todos los siglos (...), engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho, confesamos en el Credo de la Misa. En Él y por Él –Dios y Hombre verdadero– hemos sido hechos hijos de Dios y herederos del Cielo.
A lo largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. El mismo Jesucristo mostró constantemente esta verdad a sus discípulos: de modo directo, enseñándoles a dirigirse a Dios como al Padre; señalándoles la santidad como imitación filial; y también a través de numerosas parábolas en las que Dios es representado por la figura del padre. Es particularmente entrañable la figura de nuestro Padre Dios en la parábola del hijo pródigo.
Por su infinita Bondad, Dios ha creado y elevado al orden sobrenatural al hombre para que, con la gracia santificante, pudiera penetrar en la intimidad de la Beatísima Trinidad, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar su propia naturaleza de criaturas: mediante este don inefable de la filiación divina. Nos constituye en hijos suyos: no es nuestra filiación un simple título, sino una elevación real, una transformación efectiva de nuestro ser más íntimo. Por eso, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer (...), a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios.
El Señor nos ha ganado el Don más precioso: el Espíritu Santo, que nos hace exclamar Abbá, Padre!, que nos identifica con Cristo y nos hace hijos de Dios. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada».
A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen todo nuestro día y la vida entera, si estamos decididos –con debilidades, con flaquezas– a seguir a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras peculiares circunstancias. Profundizar en las consecuencias de la filiación divina será, a temporadas, objeto de una especial atención en nuestra lucha ascética, e incluso del examen particular.
II. Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos –también los pequeños sucesos de un día corriente– a la luz de la fe, y nos habituamos a pensar y actuar según el querer de Cristo. En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas con quienes nos relacionamos, pues todos somos hijos de un mismo Padre. El aprecio y el respeto a los hombres generará en nosotros el mismo deseo que existe en el Corazón de Cristo: el de su santificación. El amor fraterno nos moverá ante todo a que esas personas estén cada vez más cerca de Cristo y sean cada vez más plenamente hijos de nuestro Padre Dios. Será el nuestro el mismo afán apostólico de Cristo por todos: el celo por la gloria del Padre y por la salvación de la humanidad. Las manifestaciones de esta fraternidad enraizada en la filiación divina pueden ser innumerables a lo largo de una jornada nuestra: oración, pequeñas ayudas materiales, comprensión ante los defectos.
La filiación divina no es un aspecto más de nuestra vida: define nuestro propio ser sobrenatural y nos señala la manera de situarnos ante cada acontecimiento; no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente de nuestro ser, y empapa todas las virtudes. Somos, ante todo y sobre todo, hijos de Dios, en cada circunstancia y en todas las situaciones, y esta convicción firmísima llena nuestro vivir y nuestro actuar: «no podemos ser hijos de Dios solo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad».
Si consideramos con frecuencia esta verdad –soy hijo de Dios–, si profundizamos en su significado, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría. Nos apoyaremos resueltamente en nuestro Padre Dios, del que todo depende, en las dificultades y en las contradicciones, si alguna vez se hace todo cuesta arriba. Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados; no perderemos de vista que siempre nos espera nuestro Padre para darnos un abrazo, para devolvernos la dignidad de hijos si la hubiéramos perdido, y para llenarnos de bienes en una fiesta espléndida, aunque nos hayamos portado mal, una y mil veces. La oración –como en este rato que dedicamos exclusivamente a Dios– será de veras la conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende bien, que le escucha, que está atento como nadie jamás lo ha estado nunca. Un hablar con Dios confiado, que nos mueve con frecuencia a la oración de petición porque somos hijos necesitados; una conversación con Dios que tiene por tema nuestra vida: «todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial».
III. El hijo es también heredero, tiene como un cierto «derecho» a los bienes del padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo. El Salmo II, con el que comenzamos este rato de oración, salmo de la realeza de Cristo y de la filiación divina, continúa con estas palabras: Pídeme y te daré las naciones en herencia y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra.
El anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud o en el éxito, ni consiste tampoco en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios; se fundamenta en la consideración de que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre... y nos tiene preparado un Cielo junto a Él, por toda la eternidad. Perdemos esta alegría cuando dejamos a un lado el sentido de nuestra filiación divina, y no vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre, en las dificultades y contradicciones que cada jornada nos trae.
No quiere nuestro Padre que perdamos esa alegría de hondos cimientos: Él quiere vernos siempre contentos, como los padres de la tierra desean ver siempre a sus hijos.
Además, con esa actitud serena y gozosa ante la vida –el gaudium cum pace–, en la que no faltarán contradicciones, el cristiano hace mucho bien a su alrededor. La alegría verdadera es un formidable medio de apostolado. «El cristiano es un sembrador de alegría; y por esto realiza grandes cosas. La alegría es uno de los más irresistibles poderes que hay en el mundo: calma, desarma, conquista, arrastra. El alma alegre es un apóstol: atrae a los hombres hacia Dios, manifestándoles lo que en ella produce la presencia de Dios. Por esto el Espíritu Santo nos da este consejo: nunca os aflijáis, porque la alegría en Dios es vuestra fuerza (Neh 8, 10)»
1ª semana. Miércoles
ORACIÓN Y APOSTOLADO
— El corazón del hombre está hecho para amar a Dios. Y el Señor desea y busca el encuentro personal con cada uno.
— No desaprovechar las ocasiones de apostolado. Mantener firme la esperanza apostólica.
— Oración y apostolado.
I. Cierto día, después de haber pasado la tarde anterior curando enfermos, predicando y atendiendo a las gentes que acudían a Él, Jesús se levantó de madrugada, cuando era todavía muy oscuro, salió de la casa de Simón y se fue a un lugar solitario, y allí oraba. Fueron a buscarle Simón y los que estaban con él; y cuando le encontraron, le dijeron: Todos te buscan. Lo relata San Marcos en el Evangelio de la Misa.
Todos te buscan. También ahora las muchedumbres tienen «hambre» de Dios. Continúan siendo actuales aquellas palabras de San Agustín al comienzo de sus Confesiones: «Nos has creado, Señor, para ti y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti». El corazón de la persona humana está hecho para buscar y amar a Dios. Y el Señor facilita ese encuentro, pues Él busca también a cada persona, a través de gracias sin cuento, de cuidados llenos de delicadeza y de amor. Cuando vemos a alguien a nuestro lado, o nos llega una noticia de alguna persona por medio de la prensa, de la radio o de la televisión, podemos pensar, sin temor a equivocarnos: a esta persona la llama Cristo, tiene para ella gracias eficaces. «Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro.
»Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna». En esto reside nuestra esperanza apostólica: a todos, de una manera u otra, anda buscando Cristo. Nuestra misión –por encargo de Dios– es facilitar estos encuentros de la gracia.
San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio, escribe: «El género humano yace enfermo; no de enfermedad corporal, sino por sus pecados. Yace como un gran enfermo en todo el orbe de la tierra, de Oriente a Occidente. Para sanar a este moribundo descendió el médico omnipotente. Se humilló hasta tomar carne mortal, es decir, hasta acercarse al lecho del enfermo». Han pasado pocas semanas desde que hemos contemplado a Jesús en la gruta de Belén, pobre e indefenso, habiendo tomado nuestra naturaleza humana para estar muy cerca de los hombres y salvarnos. Hemos meditado después su vida oculta en Nazaret, trabajando como uno más, para enseñarnos a buscarle en la vida corriente, para hacerse asequible a todos y, mediante su Santa Humanidad, poder llegar a la Trinidad Beatísima. Nosotros, como Pedro, también vamos a su encuentro en la oración –en nuestro diálogo personal con Él–, y le decimos: Todo el mundo te busca, ayúdanos, Señor, a facilitar el encuentro contigo de nuestros parientes, de nuestros amigos, de los colegas y de toda alma que se cruce en nuestro camino. Tú, Señor, eres lo que necesitan; enséñanos a darte a conocer con el ejemplo de una vida alegre, a través del trabajo bien realizado, con una palabra que mueva los corazones.
II. Un pueblecito alemán, que quedó prácticamente destruido durante la Segunda Guerra Mundial, tenía en una iglesia un crucifijo, muy antiguo, del que las gentes del lugar eran muy devotas. Cuando iniciaron la reconstrucción de la iglesia, los campesinos encontraron esa magnífica talla, sin brazos, entre los escombros. No sabían muy bien qué hacer: unos eran partidarios de colocar el mismo crucifijo –era muy antiguo y de gran valor– restaurado, con unos brazos nuevos; a otros les parecía mejor encargar una réplica del antiguo. Por fin, después de muchas deliberaciones, decidieron colocar la talla que siempre había presidido el retablo, tal como había sido hallada, pero con la siguiente inscripción: Mis brazos sois vosotros... Así se puede contemplar hoy sobre el altar5. Somos los brazos de Dios en el mundo, pues Él ha querido tener necesidad de los hombres. El Señor nos envía para acercarse a este mundo enfermo que no sabe muchas veces encontrar al Médico que le podría sanar. Hablamos de Dios a las gentes con la esperanza cierta de que Cristo conoce a todos, y que solo en Él encuentran la salvación y palabras de vida eterna. Por eso, no debemos dejar pasar –por pereza, comodidad, cansancio, respetos humanos– ni una sola ocasión: acontecimientos normales de todos los días, el comentario sobre una noticia aparecida en el periódico, un pequeño servicio que prestamos o que nos prestan..., y también los sucesos extraordinarios: una enfermedad, la muerte de un familiar... «Quienes viajan por motivo de obras internacionales, de negocios o de descanso, no olviden que son en todas partes heraldos itinerantes de Cristo y que deben portarse como tales con sinceridad». El Papa Juan Pablo I, en su primer mensaje a los fieles, exhortaba a que se estudiaran todos los caminos, todas las posibilidades, y se procurasen todos los medios para anunciar, oportuna e inoportunamente, la salvación a todas las gentes. «Si todos los hijos de la Iglesia –decía el Romano Pontífice– fueran misioneros incansables del Evangelio, brotaría una nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de verdad».
Mantengamos con firmeza la esperanza en el apostolado, aunque el ambiente se presente difícil. Los caminos de la gracia son, efectivamente, inescrutables. Pero Dios ha querido contar con nosotros para salvar a las almas. ¡Qué pena si, por omisión de los cristianos, muchos hombres quedan sin acercarse al Señor! Por eso debemos sentir la responsabilidad personal de que ningún amigo, compañero o vecino, con quienes tuvimos algún trato, pueda decir al Señor: hominem non habeo: no encontré quien me hablara de Ti, nadie me enseñó el camino. En ocasiones, nuestro trato solo será el comienzo de ese camino que lleva a Cristo: un comentario oportuno, un libro para reafirmar la fe, un consejo certero, una palabra de aliento... y siempre el aprecio y el ejemplo de una vida recta.
«El cristianismo posee el gran don de enjugar y curar la única herida profunda de la naturaleza humana, y esto vale más para su éxito que toda una enciclopedia de conocimientos científicos y toda una biblioteca de controversias; por eso el cristianismo ha de durar mientras dure la naturaleza humana». Preguntémonos hoy: ¿a cuántas personas he ayudado a vivir cristianamente el tiempo de Navidad que acabamos de celebrar? Encomendemos a los amigos a quienes estamos ayudando para que se acerquen a la Confesión o a algún medio que facilite su formación y su conocimiento de la doctrina del Señor.
III. El Señor nos quiere como instrumentos suyos para hacer presente su obra redentora en medio de las tareas seculares, en la vida corriente. Pero, ¿cómo podríamos ser buenos instrumentos de Dios sin cuidar con esmero la vida de piedad, sin un trato verdaderamente personal con Cristo en la oración? ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?, ¿no caerán los dos en el precipicio?. El apostolado es fruto del amor a Cristo. Él es la Luz con la que iluminamos, la Verdad que debemos enseñar, la Vida que comunicamos. Y esto solo será posible si somos hombres y mujeres unidos a Dios por la oración. Conmueve contemplar cómo el Señor, entre tanta actividad apostólica, se levanta muy de madrugada, cuando aún era oscuro, para dialogar con su Padre Dios y confiarle la nueva jornada que comienza, llena también de atención a las almas.
Nosotros debemos imitarle: es en la oración, en el trato con Jesús, donde aprendemos a comprender, a mantener la alegría, a atender y apreciar a las personas que el Señor pone en nuestra senda. Sin oración, el cristiano sería como una planta sin raíces: acaba seca, sin posibilidad de dar frutos, en poco tiempo. En nuestro día podemos y debemos dirigirnos al Señor muchas veces. Él no está lejos: está cerca, a nuestro lado, y nos oye siempre, pero particularmente en los ratos –como ahora– que dedicamos expresamente a hablar, sin anonimatos, de tú a tú, con Dios. En la medida en que nos abrimos a los requerimientos divinos, la jornada será divinamente eficaz y tendremos más facilidad para no interrumpir el diálogo con Jesús. En verdad, nuestra vida de apóstoles vale lo que valga nuestra oración.
La oración siempre da sus frutos, es capaz de sostener toda una vida. De ella sacaremos la fortaleza para afrontar las dificultades con el garbo de los hijos de Dios. Y para la perseverancia –la constancia en el trato con nuestros amigos– que requiere todo apostolado. Por eso nuestra amistad con Cristo ha de ser día a día más honda y sincera. Para esto debemos empeñarnos seriamente en evitar todo pecado deliberado, guardar el corazón para Dios, procurar rechazar los pensamientos inútiles, que frecuentemente dan lugar a faltas y pecados, rectificar muchas veces la intención, dirigiendo al Señor nuestro ser y nuestras obras... Hemos de luchar contra el desaliento –si llegara alguna vez– que puede producirse al pensar que no mejoramos en la oración personal, pues entonces es fácil que el demonio insinúe la tentación de abandonarla. No debemos dejarla jamás, aunque estemos cansados y no podamos centrar del todo la atención, aunque no tengamos ningún afecto, aunque –sin desearlo– lleguen muchas distracciones. La oración es el soporte de nuestra vida y la condición de todo apostolado.
Acudimos, al terminar este rato de oración, a la intercesión poderosa de San José, maestro de la vida interior. A él, que durante tantos años vivió junto a Jesús, le pedimos que nos enseñe a amarle y a dirigirnos a Él con confianza todos los días de nuestra vida; también aquellos que parecen más apretados de trabajos y en los que nos sentimos con más dificultades para dedicarle ese rato de oración que acostumbramos. Nuestra Madre Santa María intercederá, junto al Santo Patriarca, por nosotros.
1ª Semana. Jueves
LA COMUNIÓN SACRAMENTAL
— Jesucristo nos espera cada día.
— Presencia real de Cristo en el Sagrario. Ser consecuentes.
— El Señor nos sana y purifica en la Sagrada Comunión, y nos da las gracias que necesitamos.
I. Llegó un leproso a donde estaba Jesús, se postró de rodillas, y le dijo: Si quieres puedes limpiarme. Y el Señor, que siempre desea el bien nuestro, se compadeció de él, le tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. Y al momento desapareció de él la lepra y quedó limpio. «Aquel hombre se arrodilla postrándose en tierra –lo que es señal de humildad–, para que cada uno se avergüence de las manchas de su vida. Pero la vergüenza no ha de impedir la confesión: el leproso mostró la llaga y pidió el remedio. Su oración está además llena de piedad: esto es, reconoció que el poder curarse estaba en manos del Señor». En sus manos sigue estando el remedio que necesitamos.
El mismo Cristo nos espera cada día en la Sagrada Eucaristía. Allí está verdadera, real y sustancialmente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Allí se encuentra con el esplendor de su gloria, pues Cristo resucitado no muere ya. El Cuerpo y el Alma permanecen inseparables y unidos para siempre a la Persona del Verbo. Todo el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios está contenido en la Hostia Santa, con la riqueza profunda de su Santísima Humanidad y la infinita grandeza de su Divinidad, una y otra veladas y ocultas. En la Sagrada Eucaristía encontramos al mismo Señor que dijo al leproso: Quiero, queda limpio. El mismo que contemplan y alaban los ángeles y los santos por toda la eternidad.
Cuando nos acercamos a un Sagrario, allí le encontramos. Quizá hemos repetido muchas veces en su presencia el himno con el que Santo Tomás expresó la fe y la piedad de la Iglesia, y que tantos cristianos han convertido en oración personal:
Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte.
Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.
En la Cruz se escondía solo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame.
Esta maravillosa presencia de Jesús en medio de nosotros debería renovar cada día nuestra vida. Cuando le recibimos, cuando le visitamos, podemos decir en sentido estricto: hoy he estado con Dios. Nos hacemos semejantes a los Apóstoles y a los discípulos, a las santas mujeres que acompañaban al Señor por los caminos de Judea y de Galilea. «Non alius sed aliter», no es otro, sino que está de otro modo, suelen decir los teólogos. Se encuentra aquí, con nosotros: en cada ciudad, en cada pueblo. ¿Con qué fe le visitamos?, ¿con qué amor le recibimos?, ¿cómo disponemos nuestra alma y nuestro cuerpo cuando nos acercamos a la Comunión?
II. El cuerpo del leproso quedó limpio al sentir la mano de Cristo. Y nosotros podemos quedar divinizados al contacto con Jesús en la Comunión. Hasta los ángeles se asombran de tan gran Misterio. El Alma de Cristo está en la Hostia Santa, y todas sus facultades humanas conservan en ella las mismas propiedades que en el Cielo. Nada escapa a la mirada amable y amorosa de Cristo: ni la creación material, ni la gloria de los bienaventurados, ni la actividad de los ángeles. Él conoce el pasado, el presente, el porvenir. «Su vida eucarística es una vida de amor. Del Corazón de Cristo sube sin cesar el fervor de una caridad infinita. Toda la vida íntima del alma sacerdotal del Verbo encarnado –adoración, peticiones, acción de gracias, expiación– es inspirada por este amor sin límites». La Santísima Trinidad encuentra en Jesucristo presente en el Sagrario una gloria sin medida y sin fin.
Enseña Santo Tomás de Aquino que el Cuerpo de Cristo está presente en la Sagrada Eucaristía tal como es en sí mismo, y el Alma de Cristo con su inteligencia y voluntad; se excluyen solo aquellas relaciones que hacen referencia a la cantidad, pues no está Cristo presente en la Hostia Santa a la manera de una cantidad localizada en el espacio. De un modo misterioso e inefable está con su Cuerpo glorioso.
La Segunda Persona de la Trinidad Beatísima está allí, en el Sagrario que visitamos cada día, quizá muy cercano a la casa donde vivimos o muy próximo a la oficina donde trabajamos, en la Capilla de la Universidad, de un hospital o del aeropuerto; y está con el poder soberano de su Divinidad increada. Él, el Hijo Unigénito de Dios, ante quien tiemblan los Tronos y las Dominaciones, por Quien todo fue hecho, igual en poder, en sabiduría, en misericordia a las otras Personas de la Trinidad Beatísima, permanece perpetuamente con nosotros, como uno de los nuestros, sin dejar jamás de ser Dios. En verdad, en medio de vosotros está uno a quien no conocéis. Absortos por nuestros negocios, por el trabajo, por las preocupaciones diarias, ¿pensamos con frecuencia que allí, muy cerca, al lado de nuestro hogar, habita realmente Dios misericordioso y omnipotente? Nuestro gran fracaso, el mayor error de nuestra vida, sería que se nos pudiesen aplicar en algún momento aquellas palabras que el Espíritu Santo puso en la pluma de San Juan: Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron, porque estaban –podemos añadir– ocupados en sus cosas y en sus trabajos, asuntos todos que sin Él no tienen la menor importancia. Pero nosotros hacemos hoy el propósito firme de permanecer con un amor vigilante: alegrándonos mucho cuando divisamos los muros de una iglesia, realizando durante el día muchas comuniones espirituales, y actos de fe y de amor; y le expresaremos nuestros deseos de desagravio por quienes pasan a su lado sin dirigirse a Él.
III. Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí inmundo, con tu Sangre, de la que una gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.
El Señor nos da en la Sagrada Eucaristía, a cada hombre en particular, la misma vida de la gracia que trajo al mundo por su Encarnación. Si tuviéramos más fe se realizarían en nosotros los mismos milagros al contacto con su Santísima Humanidad: en cada Comunión nos limpiaría hasta lo más profundo del alma de nuestras flaquezas e imperfecciones. ¡Haz que yo crea más y más en Ti!, nos invita a clamar, a suplicar interiormente, el himno eucarístico. Si acudimos con fe, oiremos las mismas palabras que dirigió al leproso: Quiero, sé limpio. Otras veces veremos cómo se levanta ante las olas, como en Tiberíades, para apaciguar la tempestad. Y en el alma se hará también una gran calma, se llenará de paz.
Señor Jesús, bondadoso pelícano... En la Comunión el Señor no solo ofrece un alimento espiritual, sino que Él mismo se nos da como Alimento. Antiguamente se pensaba que cuando morían los polluelos del pelícano, este se abría el costado y alimentaba con su sangre a sus hijos muertos y así los volvía a la vida... Cristo nos da la vida eterna. La Comunión, recibida con las debidas disposiciones, suscita en el alma fervientes actos de amor, y nos transforma e identifica con Cristo. El Maestro viene a cada uno de sus discípulos con su amor personal, eficaz, creador y redentor. Se nos presenta como el Salvador de nuestras vidas, ofreciéndonos su amistad. Este sacramento es alimento insustituible de toda intimidad con Jesús.
En contacto con Cristo, el alma se purifica y allí encontramos el vigor necesario para ejercitar la caridad en los mil pequeños incidentes de cada jornada, para vivir ejemplarmente los propios deberes, para vivir la santa pureza, para realizar con valentía y espíritu de sacrificio el apostolado que Él mismo nos ha encomendado... En la Sagrada Eucaristía hallamos remedio para las faltas diarias, para salir adelante en esas pequeñas dejaciones y faltas de correspondencia, que no matan el alma pero que la debilitan y la conducen a la tibieza. La Comunión fervorosa nos impulsa eficazmente hacia Dios, por encima de las propias flaquezas y cobardías. Allí encontramos diariamente las fuerzas que necesitamos, el alimento imprescindible para el alma. La vida humana tiene en Cristo su realización, su prenda de vida eterna... «Cristo es el pan de vida. Y así como el pan ordinario está en proporción al hambre terrena, así Cristo es el pan extraordinario proporcionado al hambre extraordinaria, desmedida, del hombre, capaz, más aún, inquieto por abrirse a aspiraciones infinitas... Cristo es el pan de vida. Cristo es necesario a todos los hombres, a todas las comunidades». Sin Él, no podríamos vivir.
En la Sagrada Eucaristía nos espera Jesús para restaurar nuestras fuerzas: Venid a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Y fundamentalmente agobian y fatigan esas enfermedades que fuera de Cristo no tienen remedio. Venid todos: a nadie excluye Jesús: si alguien quiere acercarse a Mí, yo no lo echaré fuera. Mientras dure el tiempo de la Iglesia militante, Jesús permanecerá con nosotros como la fuente de todas las gracias que nos son necesarias.
Con Santo Tomás de Aquino, podemos decirle a Jesús, presente en la Sagrada Eucaristía, cuando nos acerquemos a recibirle: «me acerco como un enfermo al médico de la vida, como un inmundo a la fuente de la misericordia, como un ciego a la luz de la claridad eterna, como un pobre y necesitado al Señor de cielos y tierra. Imploro la abundancia de tu infinita generosidad para que te dignes curar mi enfermedad, lavar mi impureza, iluminar mi ceguera, remediar mi pobreza y vestir mi desnudez, para que me acerque a recibir el Pan de los Ángeles, al Rey de reyes y Señor de señores con tanta reverencia y humildad, con tanta contrición y piedad, con tanta pureza y fe, y con tal propósito e intención como conviene a la salud de mi alma».
Nuestra Madre la Virgen nos impulsa siempre al trato con Jesús sacramentado: «Acércate más al Señor..., ¡más! —Hasta que se convierta en tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía»
1ª Semana. Viernes
LAS VIRTUDES HUMANAS EN EL APOSTOLADO
— La curación del paralítico de Cafarnaún. Fe operativa, sin respetos humanos. Optimismo.
— La prudencia y la «falsa prudencia».
— Otras virtudes. Ser buenos instrumentos de la gracia.
I. El Evangelio de la Misa presenta a Jesús enseñando a la muchedumbre venida de muchas aldeas de Galilea y de Judea; se juntaron tantos que ya ni a la puerta había sitio. Entonces vienen trayéndole un paralítico, que era transportado por cuatro. A pesar de sus denodados intentos no logran llegar hasta Jesús, pero ellos no cejaron en su empeño de aproximarse al Maestro con el amigo que yacía en una camilla. Entonces, cuando otros habrían desistido por las dificultades que les cerraban el paso, ellos no se arredraron y subieron hasta el tejado, levantaron la techumbre por el sitio donde se encontraba el Señor y, después de hacer un agujero, descolgaron la camilla con el paralítico. Jesús se quedó admirado de la fe y de la audacia de estos hombres. Y por ellos, y por la humildad del paralítico que se ha dejado ayudar, realizó un gran milagro: el perdón de los pecados del enfermo y la curación de su parálisis.
El paralítico representa, de algún modo, a todo hombre al que sus pecados o su ignorancia impiden llegar hasta Dios. San Ambrosio, comentando este pasaje, exclama: «¡Qué grande es el Señor, que por los méritos de algunos perdona a los otros!». Los amigos que llevan hasta el Señor al enfermo incapacitado son un ejemplo vivo de apostolado. Los cristianos somos instrumentos del Señor para que realice verdaderos milagros en nuestros amigos que, por tantos motivos, se encuentren como incapacitados por sí mismos para llegar hasta Cristo que les espera.
La tarea apostólica ha de estar movida por el afán de ayudar a los hombres a encontrar a Jesús. Para ello, entre otras cosas, se requieren una serie de virtudes sobrenaturales, como vemos en la actuación de los amigos de este enfermo de Cafarnaún. Son hombres que tienen una gran fe en el Maestro, a quien ya habían tratado en otras ocasiones; quizá fue el mismo Jesús quien les dijo que lo llevaran hasta Él. Y es una fe con obras, pues ponen los medios ordinarios y extraordinarios que el caso requiere. Son hombres llenos de esperanza y optimismo, convencidos de que Jesucristo es lo único que verdaderamente necesita el amigo.
El relato del Evangelio nos deja ver también muchas virtudes humanas, necesarias en toda labor de apostolado. En primer lugar son hombres que han echado fuera los respetos humanos: nada les importa lo que piensen los demás –había mucha gente– por su acción, que podía ser fácilmente juzgada como extremosa, intempestiva, distinta de lo que hacían los demás que habían acudido a oír al Maestro. Solo les importa una cosa: llegar hasta Jesús con su amigo, cueste lo que cueste. Y esto solo es posible cuando se tiene una gran rectitud de intención, cuando lo único que importa es el juicio de Dios y nada, o muy poco, el juicio de los hombres. ¿Actuamos también nosotros así? ¿Nos importa en algunas ocasiones más el «qué dirán» las gentes que el juicio de Dios? ¿Tenemos reparo en distinguirnos de los demás, cuando precisamente lo que espera el Señor, y también quienes ven nuestras acciones, es que nos distingamos llevando a cabo aquello que debemos hacer? ¿Sabemos mantener en público, cuando sea necesario, nuestra fe y nuestro amor a Jesucristo?
II. Estos cuatro amigos ejercitaron en su tarea la virtud de la prudencia, que lleva a buscar el mejor camino para lograr su fin. Dejaron a un lado la «falsa prudencia», la que llama San Pablo prudencia de la carne, que fácilmente se identifica con la cobardía, y lleva a buscar solo lo que es útil para el bien corporal, como si fuera este el principal o el único fin de la vida. La «falsa prudencia» equivale al disimulo, la hipocresía, la astucia, el cálculo interesado y egoísta, que mira principalmente el interés material. Y, por eso, esta falsa virtud es, en realidad, miedo, temor, cobardía, soberbia, pereza... Si estos hombres se hubieran dejado llevar por la prudencia de la carne, su amigo no habría llegado hasta Jesús, y ellos no habrían sentido el inmenso gozo que vieron brillar en la mirada de Jesús, cuando curó al enfermo. Se habrían quedado a la entrada de la casa abarrotada de gente, y ni siquiera habrían oído desde allí a Jesús.
Aquellos hombres vivieron plenamente la virtud de la prudencia, que nos dice en cada caso lo que conviene hacer -aunque sea difícil- o dejar de hacer, la que nos enseña los medios que conducen al fin que pretendemos, la que nos indica cuándo y cómo debemos obrar. Aquellos amigos conocían bien su fin –llegar hasta el Señor– y buscaron medios para realizarlo: subir a la terraza de la casa, hacer un agujero suficientemente grande y descolgar al paralítico en su camilla, hasta estar delante de Jesús. No les importaron mucho las palabras falsamente «prudentes» de otras personas que les aconsejaban esperar otra ocasión.
Estos hombres de Cafarnaún fueron verdaderos amigos de aquel que por sí mismo no podía llegar hasta el Maestro, pues «es propio del amigo hacer bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más necesitados», y no existe mayor necesidad que la de Dios. Por eso, la primera muestra de aprecio por los amigos es la de acercarlos más y más a Cristo, fuente de todo bien; no contentarnos con que no hagan el mal y no lleven una conducta desordenada, sino lograr que aspiren a la santidad, a la que han sido llamados –todos– y para la que el Señor les dará las gracias necesarias. No existe favor más grande que este de ayudarles en su camino hacia Dios. No encontraremos un bien mayor que darles. Por eso, debemos aspirar a tener muchos amigos y fomentar amistades auténticas.
«El verdadero amigo no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos».
La amistad ha sido, desde los comienzos, el cauce natural por el que muchos han encontrado la fe en Jesucristo y la misma vocación a una entrega más plena. Es un camino natural y sencillo, que elimina muchos obstáculos y dificultades. El Señor tiene en cuenta con frecuencia este medio para darse a conocer. Los primeros discípulos que conocieron al Señor fueron a comunicar la Buena Nueva, antes que a ningún otro, a los que amaban. Andrés trajo a Pedro, su hermano; Felipe, a su amigo Natanael; Juan seguramente encaminó hacia el Señor a su hermano Santiago. ¿Hacemos así nosotros? ¿Deseamos comunicar cuanto antes a quienes más aprecio tenemos el mayor bien que hemos encontrado? ¿Hablamos de Dios a nuestros amigos, a nuestros familiares, a los compañeros de estudio o de trabajo? ¿Es nuestra amistad un cauce para que otros se acerquen más a Cristo?
III. El cristiano ha de ejercitar en su tarea apostólica otras virtudes humanas para ser buen instrumento del Señor en su misión de recristianizar el mundo: fortaleza ante los obstáculos que de un modo u otro se presentan en toda tarea apostólica; constancia y paciencia, porque las almas, como la semilla, tardan a veces en dar su fruto, y porque no se puede lograr en unos días lo que quizá Dios ha previsto que se realice en meses o en años; audacia para sacar en la conversación temas profundos que no surgen si no se provocan oportunamente, y también para proponer metas más altas que nuestros amigos no vislumbran por sí mismos; veracidad y autenticidad, sin las cuales es imposible que exista una verdadera amistad...
Nuestro mundo está necesitado de hombres y mujeres de una pieza, ejemplares en sus tareas, sin complejos, sobrios, serenos, profundamente humanos, firmes, comprensivos e intransigentes en la doctrina de Cristo, afables, justos, leales, alegres, optimistas, generosos, laboriosos, sencillos, valientes..., para que así sean buenos colaboradores de la gracia, pues «el Espíritu Santo se sirve del hombre como de un instrumento», y entonces sus obras cobran una eficacia divina, como la herramienta, que de sí misma sería incapaz de producir nada, y en manos de un buen profesional puede llegar a realizar obras maestras.
¡Qué alegría la de aquellos hombres cuando vuelven con el amigo sano del cuerpo y del alma! El encuentro con Cristo estrechó aún más su amistad, como ocurre en todo apostolado verdadero. No olvidemos nosotros que no existe enfermedad que Cristo no pueda curar, para no dar como irrecuperables a gentes a las que cada día debemos tratar por razón de estudio, de trabajo, de parentesco o de vecindad. Muchos de ellos se encuentran como impedidos para acercarse más a Jesucristo: nosotros, ayudados por la gracia, debemos llevarlos hasta Él. Un gran amor a Cristo será lo que nos impulsará a una fe operativa, sin respetos humanos, sin pararnos en las lógicas dificultades que hallaremos. Cuando nos encontremos hoy cerca del Sagrario no dejemos de hablar al Maestro de esos amigos que deseamos llevarle para que Él los cure.
1ª Semana. Sábado
CONVIVIR CON TODOS
— Un cristiano no puede estar encerrado en sí mismo, despreocupado y ajeno a lo que pasa a su alrededor. Jesucristo, modelo de convivencia.
— La virtud humana de la afabilidad.
— Otras virtudes necesarias para la convivencia diaria: gratitud, cordialidad, amistad, alegría, optimismo, respeto mutuo...
I. Después de responder a la llamada del Señor, Mateo dio un banquete al que asistieron Jesús, sus discípulos y otras gentes. Entre estos, había muchos publicanos y pecadores, todos amigos de Mateo. Los fariseos se sorprenden al ver a Jesús sentarse a comer con esta clase de personas, y por eso dicen a sus discípulos: ¿Por qué come con publicanos y pecadores?.
Pero Jesús se encuentra bien entre gentes tan diferentes. Se siente bien con todo el mundo, porque ha venido a salvar a todos. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Y como todos somos pecadores y nos sentimos algo enfermos, Jesús no se separa de nosotros. En esta escena contemplamos cómo el Señor no rehúye el trato social; más bien lo busca. Se entiende Jesús con los tipos humanos y los caracteres más variados: con un ladrón convicto, con los niños llenos de inocencia y de sencillez, con hombres cultos y pudientes como Nicodemo y José de Arimatea, con mendigos, con leprosos, con familias... Este interés manifiesta el afán salvador de Jesús, que se extiende a todas las criaturas de cualquier clase y condición.
El Señor tuvo amigos, como los de Betania, donde es invitado o se invita en diversas ocasiones. Lázaro es nuestro amigo. Tiene amigos en Jerusalén que le prestan una sala para celebrar la Pascua con sus discípulos, y conoce tan bien al que le prestará el pollino para su entrada solemne en Jerusalén que los discípulos pueden tomarlo directamente.
Jesús mostró un gran aprecio a la familia, donde se ha de ejercer en primer término la convivencia, con las virtudes que esta requiere, y donde tiene lugar el primero y principal trato social. Así nos lo muestran aquellos años de vida oculta en Nazaret, de los que el Evangelista resalta, por delante de otros muchos pequeños sucesos que nos podría haber dejado, que Jesús Niño estaba sujeto a sus padres. Debió de ser uno de los recuerdos imborrables de María en aquellos años. Para ilustrar el amor de Dios Padre con los hombres se sirve del amor de un padre para con su hijo (que no le da una piedra si pide pan, o una serpiente si le pide un pez). Resucita al hijo de una viuda en Naím porque se compadece de su soledad (era hijo único) y de su pena. Y Él mismo, en medio de los sufrimientos de la cruz, vela por su Madre confiándola a Juan. Así lo entendió el Apóstol: y el discípulo, desde aquel instante, la recibió en su casa.
Jesús es un ejemplo vivo para nosotros porque debemos aprender a convivir con todos, por encima de sus defectos, ideas y modos de ser. Debemos aprender de Él a ser personas abiertas, con capacidad de amistad, dispuestos siempre a comprender y a disculpar. Un cristiano, si de veras sigue a Cristo, no puede estar encerrado en sí mismo, despreocupado y ajeno a lo que pasa a su alrededor.
II. Una buena parte de nuestra vida se compone de pequeños encuentros con personas que vemos en el ascensor, en la cola de un autobús, en la sala de espera del médico, en medio del tráfico de la gran ciudad o en la única farmacia del pequeño pueblo donde vivimos... Y aunque son momentos esporádicos y a veces fugaces, son muchos en un día e incontables a lo largo de una vida. Para un cristiano son importantes, pues son ocasiones que Dios nos da para rezar por ellos y mostrarles nuestro aprecio, como corresponde a hijos de un mismo Padre. Y lo hacemos normalmente a través de esas muestras de educación y de cortesía, que se convierten fácilmente en vehículos de la virtud sobrenatural de la caridad. Son personas muy diferentes, pero todas esperan algo del cristiano: lo que Cristo hubiera hecho en nuestro lugar.
También tratamos a personas muy distintas en la propia familia, en el trabajo, en el vecindario..., con caracteres, formación cultural y humana y modos de ser muy diversos. Es necesario que nos ejercitemos en la convivencia con todos. Santo Tomás señala la importancia de esa virtud particular –que encierra en sí otras muchas–, que ordena «las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en los hechos como en las palabras». Esta virtud particular es la afabilidad, que nos lleva a hacer la vida más grata a quienes vemos todos los días.
Esta virtud, que debe formar como el entramado de la convivencia, no causa quizá una gran admiración; sin embargo, cuando falta se echa mucho de menos, se vuelven tensas las relaciones entre los hombres y se falta frecuentemente a la caridad; a veces, este trato se torna difícil o quizá imposible. La afabilidad y las otras virtudes con las que se relaciona hacen amable la vida cotidiana: la familia, el trabajo, el tráfico, la vecindad... Son opuestas, por su misma naturaleza, al egoísmo, al gesto destemplado, al malhumor, a la falta de educación, al desorden, al vivir sin tener en cuenta los gustos, preocupaciones e intereses de los demás. «De estas virtudes –escribía San Francisco de Sales– es necesario tener una gran provisión y muy a mano, pues se han de estar usando casi de continuo».
El cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de la virtud humana de la afabilidad en otros actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios. La caridad hace entonces de la misma afabilidad una virtud más fuerte, más rica en contenido y con un horizonte mucho más elevado. Debe practicarse también cuando es necesario tomar una actitud firme y continua: «Tienes que aprender a disentir –cuando sea preciso– de los demás, con caridad, sin hacerte antipático».
El cristiano, mediante la fe y la caridad, sabe ver hijos de Dios en sus hermanos los hombres, que siempre merecen el mayor respeto y las mejores muestras de atención y consideración. Por eso, debemos estar atentos a las mil oportunidades que ofrece un día.
III. Todo el Evangelio es una continua muestra del respeto con que Jesús trataba a todos: sanos, enfermos, ricos, pobres, niños, mayores, mendigos, pecadores... Tiene el Señor un corazón grande, divino y humano; no se detiene en los defectos y deficiencias de estos hombres que se le acercan, o con los que Él se hace el encontradizo. Es esencial que nosotros, sus discípulos, queramos imitarle, aunque a veces se nos haga difícil.
Son muchas las virtudes que facilitan y hacen posible la convivencia: la benignidad y la indulgencia, que nos llevan a juzgar a las personas y sus actuaciones de forma favorable, sin detenernos mucho en sus defectos y errores; la gratitud, que es ese recuerdo afectuoso de un beneficio recibido, con el deseo de corresponder de alguna manera. En muchas ocasiones solo podremos decir gracias, o algo parecido; cuesta muy poco ser agradecidos, y es mucho el bien que se hace. Si estamos pendientes de quienes están a nuestro alrededor, notaremos qué grande es el número de personas que nos prestan favores diversos.
Ayudan mucho en la convivencia diaria la cortesía y la amistad. ¡Qué formidable sería que pudiéramos llamar amigos a las personas con quienes trabajamos o estudiamos, a los padres, a los hijos, a aquellas personas con las que convivimos o nos relacionamos!: amigos, y no solo colegas o compañeros. Esto será señal de que nos hemos esforzado en muchas virtudes humanas que fomentan y hacen posible la amistad: el desinterés, la comprensión, el espíritu de colaboración, el optimismo, la lealtad. Amistad particularmente honda dentro de la propia familia: entre hermanos, con los hijos, con los padres. La amistad resiste bien las diferencias de edad, cuando está vivificada por el ejemplo de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, que ejercitó las virtudes humanas acabadamente, en plenitud.
En la convivencia diaria, la alegría, manifestada en la sonrisa oportuna o en un pequeño gesto amable, abre la puerta de muchas almas que estaban a punto de cerrarse al diálogo o a la comprensión. La alegría anima y ayuda al trabajo y a superar las numerosas contradicciones que a veces trae la vida. Una persona que se dejara llevar habitualmente de la tristeza y del pesimismo, que no luchara por salir de ese estado enseguida, sería un lastre, un pequeño cáncer para los demás. La alegría enriquece a los otros, porque es expresión de una riqueza interior que no se improvisa, porque nace de la convicción profunda de ser y sentirnos hijos de Dios. Muchas personas han encontrado a Dios en la alegría y en la paz del cristiano.
Virtud de convivencia es el respeto mutuo, que nos mueve a mirar a los demás como imágenes irrepetibles de Dios. En la relación personal con el Señor, el cristiano aprende a «venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre». También la de aquellos que por alguna razón nos parecen menos amables, simpáticos y divertidos. La convivencia nos enseña también a respetar las cosas porque son bienes de Dios y están al servicio del hombre. El respeto es condición para contribuir a la mejora de los demás, porque cuando se avasalla a otro se hace ineficaz el consejo, la corrección o la advertencia.
El ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás; a comprenderlos, a mirarlos con una simpatía inicial y siempre creciente, que nos lleva a aceptar con optimismo la trama de virtudes y defectos que existen en la vida de todo hombre. Es una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe en todos. Una persona comprendida abre con facilidad su alma y se deja ayudar. Quien vive la virtud de la caridad comprende con facilidad a las personas, porque tiene como norma no juzgar nunca las intenciones íntimas, que solo Dios conoce.
Muy cercana a la comprensión está la capacidad para disculpar con prontitud. Mal viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriase nuestra caridad y nos sintiéramos separados de las personas de la familia o con quienes trabajamos. El cristiano debe hacer examen para ver cómo son sus reacciones ante las molestias que toda convivencia diaria suele llevar consigo. Hoy, sábado, podemos terminar la oración formulando el propósito de cuidar con esmero, en honor de Santa María, estos detalles de fina caridad con el prójimo.
Segundo Domingo
Ciclo A
EL CORDERO DE DIOS
— Figura y realidad de este título con el que el Bautista designa a Jesús al comienzo de su vida pública.
— La esperanza de ser perdonados. El examen, la contrición y el propósito de enmienda.
— La Confesión frecuente, camino para la delicadeza de alma y para alcanzar la santidad.
I. Hemos contemplado a Jesús nacido en Belén, adorado por los pastores y por los Magos, «pero el Evangelio de este domingo nos lleva, un vez más, a las riberas del Jordán, donde, a lo treinta años de su nacimiento, Juan el Bautista prepara a los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús que venía hacia él, dice: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29) (...). Nos hemos habituado a las palabras Cordero de Dios, y, sin embargo, estas son siempre palabras maravillosas, misteriosas, palabras poderosas». ¡Qué resonancias tendrían en los oyente que conocían el significado del cordero pascual, cuya sangre había sido derramada la noche en que los judíos fueron liberados de la esclavitud en Egipto! Además, todos los israelitas conocían bien las palabras de Isaías, que había comparado los sufrimientos del Siervo de Yahvé, el Mesías, con el sacrificio de un cordero. El cordero pascual que cada año se sacrificaba en el Templo era a la vez el recuerdo de la liberación y del pacto que Dios había estrechado con su pueblo. Todo ello era promesa y figura del verdadero Cordero, Cristo, Víctima en el sacrificio del Calvario en favor de toda la humanidad. Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida. Por su parte, San Pablo dirá a los primeros cristianos de Corinto que nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado, y les invita a una vida nueva, a una vida santa.
Esta expresión: «Cordero de Dios», ha sido muy meditada y comentada por los teólogos y autores espirituales; se trata de un título «de rico contenido teológico. Es uno de esos recursos del lenguaje humano que intenta expresar una realidad plurivalente y divina. O mejor dicho, una de esas expresiones acuñadas por Dios, para revelar algo muy importante de Sí mismo.
Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, anuncia San Juan Bautista; y este pecado del mundo es todo género de pecados: el de origen, que en Adán alcanzó también a sus descendientes, y los pecados personales de los hombres de todos los tiempos. En Él está nuestra esperanza de salvación. Él mismo es una fuerte llamada a la esperanza, porque Cristo ha venido para perdonar y curar las heridas del pecado. Cada día, antes de administrar la Sagrada Comunión a los fieles, los sacerdotes pronuncian estas palabras del Bautista, mientras muestran al mismo Jesús: Este es el Cordero de Dios... La profecía de Isaías ya se cumplió en el Calvario y se vuelve a actualizar en cada Misa, como recordamos hoy en la oración sobre las ofrendas: cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención. La Iglesia quiere que agradezcamos al Señor su entrega hasta la muerte por nuestra salvación, y el haber querido ser alimento de nuestras almas.
Desde los primeros tiempos el arte cristiano ha representado a Jesucristo, Dios y Hombre, en la figura del Cordero Pascual. Recostado a veces sobre el Libro de la vida, la iconografía quiere recordar lo que nos enseña la fe: es el que quita el pecado del mundo, el que ha sido sacrificado y posee todo el poder y la sabiduría; ante Él se postran en adoración los veinticuatro ancianos –según la visión del Apocalipsis–, preside la gran Cena de las bodas nupciales, recibe a la Esposa, purifica con su sangre a los bienaventurados..., y es el único que puede abrir el libro de los siete sellos: el Principio y el Fin, el Alfa y la Omega, el Redentor lleno de mansedumbre y el Juez omnipotente que ha de venir a retribuir a cada uno según sus obras.
«A perdonar ha venido Jesús. Es el Redentor, el Reconciliador. Y no perdona una vez sola; ni perdona a la abstracta humanidad, en su conjunto. Nos perdona a cada uno de nosotros, tantas cuantas veces, arrepentidos, nos acercamos a Él (...). Nos perdona y nos regenera: nos abre de nuevo las puertas de la gracia, para que podamos –esperanzadamente– proseguir nuestro caminar». Agradezcamos al Señor tantas veces como ya nos ha perdonado. Pidámosle que nunca dejemos de acercarnos a esa fuente de la misericordia divina, que es la Confesión.
II. ¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Jesús se convirtió en el Cordero inmaculado, ofrecido con docilidad y mansedumbre absolutas para reparar las faltas de los hombres, sus crímenes, sus traiciones; de ahí que resulte tan expresivo el título con que se le nombra, «porque –comenta Fray Luis de León– Cordero, refiriéndolo a Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición, pureza e inocencia de vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda».
Resulta muy notable la insistencia de Cristo en su constante llamada a los pecadores: Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido. Él lavó nuestros pecados en su sangre. La mayor parte de sus contemporáneos le conocen precisamente por esa actitud misericordiosa: los escribas y los fariseos murmuraban y decían: Este recibe a los pecadores y come con ellos. Y se sorprenden porque perdona a la mujer adúltera con estas sencillas palabras: Vete y no peques más. Y nos da la misma enseñanza en la parábola del publicano y del fariseo: Señor, ten piedad de mí que soy un pecador, y en la parábola del hijo pródigo... La relación de sus enseñanzas y de sus encuentros misericordiosos con los pecadores resultaría interminable, gozosamente interminable. ¿Podremos nosotros perder la esperanza de alcanzar el perdón, cuando es Cristo quien perdona? ¿Podremos perder la esperanza de recibir las gracias necesarias para ser santos, cuando es Cristo quien nos las puede dar? Esto nos llena de paz y de alegría.
En el sacramento del Perdón obtenemos además las gracias necesarias para luchar y vencer en esos defectos que quizá se hallan arraigados en el carácter y que son muchas veces la causa del desánimo y del desaliento. Para descubrir hoy si alcanzamos todas las gracias que el Señor nos tiene preparadas en este sacramento, examinemos cómo son estos tres aspectos: nuestro examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito firme de la enmienda. «Se podría decir que son, respectivamente, actos propios de la fe –el conocimiento sobrenatural de nuestra conducta, según nuestras obligaciones–; del amor, que agradece los dones recibidos y llora por la propia falta de correspondencia; y de la esperanza, que aborda con ánimo renovado la lucha en el tiempo que Dios nos concede a cada uno, para que se santifique. Y así como de estas tres virtudes la mayor es el amor, así el dolor –la compunción, la contrición– es lo más importante en el examen de conciencia: si no concluye en dolor, quizá esto indica que nos domina la ceguera, o que el móvil de nuestra revisión no procede del amor a Dios. En cambio, cuando nuestras faltas nos llevan a ese dolor (...), el propósito brota inmediato, determinado, eficaz».
Señor, ¡enséñame a arrepentirme, indícame el camino del amor! ¡Que mis flaquezas me lleven a amarte más y más! ¡Muéveme con tu gracia a la contrición cuando tropiece!
III. «Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da las ayudas necesarias para la santificación. Continuamente nos da el poder de llegar a ser hijos de Dios, como proclama la liturgia de hoy en el canto del Aleluia. Esta fuerza de la santificación del hombre (...) es el don del Cordero de Dios». Esta santidad se realiza en una purificación continua del fondo del alma, condición esencial para amar cada día más a Dios. Por eso, amar la Confesión frecuente es síntoma claro de delicadeza interior, de amor a Dios; y su desprecio o indiferencia –cuando aparecen con facilidad la excusa o el retraso– indica falta de finura de alma y, quizá, tibieza, tosquedad e insensibilidad para las mociones que el Espíritu Santo suscita en el corazón.
Es preciso que andemos ligeros y que dejemos a un lado lo que estorba, el lastre de nuestras faltas. Toda Confesión contrita nos ayuda a mirar adelante para recorrer con alegría el camino que todavía nos queda por andar, llenos de esperanza. Cada vez que recibimos este sacramento oímos, como Lázaro, aquellas palabras de Cristo: Desatadle y dejadle andar, porque las faltas, las flaquezas, los pecados veniales... atan y enredan al cristiano, y no le dejan seguir con presteza su camino. «Y así como el difunto salió aún atado, lo mismo el que va a confesarse todavía es reo. Para que quede libre de sus pecados dijo el Señor a los ministros: Desatadle y dejadle andar...». El sacramento de la Penitencia rompe todas las ataduras con que el demonio intenta tenernos sujetos para que no vayamos deprisa hacia Cristo.
La Confesión frecuente de nuestros pecados está muy relacionada con la santidad, con el amor a Dios, pues allí el Señor nos afina y enseña a ser humildes. La tibieza, por el contrario, crece donde aparecen la dejadez y el abandono, las negligencias y los pecados veniales sin arrepentimiento sincero. En la Confesión contrita dejamos el alma clara y limpia. Y, como somos débiles, solo una Confesión frecuente permitirá un estado permanente de limpieza y de amor; se convierte en el mejor remedio para alejar todo asomo de tibieza, de aburguesamiento, de desamor, en la vida interior.
«Precisamente, uno de los motivos principales para el alto aprecio de la Confesión frecuente es que, si se practica bien, es enteramente imposible un estado de tibieza. Esta convicción puede ser el fundamento de que la Santa Iglesia recomiende tan insistentemente (...) la Confesión frecuente o Confesión semanal». Por esta razón debemos esforzarnos en cuidar su puntualidad y en acercarnos a ella cada vez con mejores disposiciones.
Cristo, Cordero inmaculado, ha venido a limpiarnos de nuestros pecados, no solo de los graves, sino también de las impurezas y faltas de amor de la vida corriente. Examinemos hoy con qué amor nos acercamos al sacramento de la Penitencia, veamos si acudimos con la frecuencia que el Señor nos pide.
Segundo Domingo
ciclo b
PUREZA Y VIDA CRISTIANA
— La santa pureza, condición indispensable para amar a Dios y para el apostolado.
— Necesidad de una buena formación para vivir esta virtud. Diversos campos en los que crece la castidad.
— Medios para vencer.
I. Pasadas las fiestas de Navidad, en las que hemos considerado principalmente los misterios de la vida oculta del Señor, vamos a contemplar en este tiempo, de la mano de la liturgia, los años de su vida pública. Desde el comienzo de su misión vemos a Jesús buscando a sus discípulos y llamándolos a su servicio, como hizo Yahvé en épocas anteriores, según nos muestra la Primera lectura de la Misa, en la que se nos narra la vocación de Samuel. El Evangelio nos señala cómo el Señor se hace encontradizo con aquellos tres primeros discípulos, que serían más tarde fundamento de su Iglesia: Pedro, Juan y Santiago.
Seguir a Cristo, entonces y ahora, significa entregar el corazón, lo más íntimo y profundo de nuestro ser, y nuestra misma vida. Se entiende bien que para seguir al Señor sea necesario guardar la santa pureza y purificar el corazón. Nos lo dice San Pablo en la Segunda lectura: Huid de la fornicación... ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo. Nadie como la Iglesia ha enseñado jamás la dignidad del cuerpo. «La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano».
La castidad, fuera o dentro del matrimonio, según el estado y la peculiar vocación recibida, es absolutamente necesaria para seguir a Cristo y exige, junto a la gracia de Dios, la lucha y el esfuerzo personal. Las heridas del pecado original (en la inteligencia, en la voluntad, en las pasiones y afectos) no desaparecieron con él cuando fuimos bautizados; por el contrario, introducen un principio de desorden en la naturaleza: el alma, en formas muy diversas, tiende a rebelarse contra Dios, y el cuerpo contra la sujeción al alma; los pecados personales remueven el mal fondo que dejó el pecado de origen y abren las heridas que causó en el alma.
La santa pureza, parte de la virtud de la templanza, nos inclina prontamente y con alegría a moderar el uso de la facultad generativa, según la luz de la razón ayudada por la fe. Lo contrario es la lujuria, que destruye la dignidad del hombre, debilita la voluntad hacia el bien y entorpece el entendimiento para conocer y amar a Dios, y también para las cosas humanas rectas. Frecuentemente, la impureza lleva consigo una fuerte carga de egoísmo, y sitúa a la persona en posiciones cercanas a la violencia y a la crueldad; si no se le pone remedio, hace perder el sentido de lo divino y trascendente, pues un corazón impuro no ve a Cristo que pasa y llama; queda ciego para lo que realmente importa.
Los actos de renuncia («no mirar», «no hacer», «no desear», «no imaginar»), aunque sean imprescindibles, no lo son todo en la castidad; la esencia de la castidad es el amor: es delicadeza y ternura con Dios, y respeto hacia las personas, a quienes se ve como hijos de Dios. La impureza destruye el amor, también el humano, mientras que la castidad «mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida».
La pureza es requisito indispensable para amar. Aunque no es la primera ni la más importante de las virtudes, ni la vida cristiana se puede reducir a ella, sin embargo, sin castidad no hay caridad, y es esta la primera virtud y la que da su perfección y el fundamento a todas las demás.
Los primeros cristianos, a quienes San Pablo dice que han de glorificar a Dios en su cuerpo, estaban rodeados de un clima de corrupción, y muchos de ellos provenían de ese ambiente. No os engañéis -les decía el Apóstol-. Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros... heredarán el reino de Dios. Y eso fuisteis alguno de vosotros.... A estos les señala San Pablo que han de vivir con esmero esta virtud poco valorada, incluso despreciada en aquellos momentos y en aquella cultura. Cada uno de ellos ha de ser un ejemplo vivo de la fe en Cristo que llevan en el corazón y de la riqueza espiritual de la que son portadores. Lo mismo nosotros.
II. Debemos tener la convicción firme de que la santa pureza se puede vivir siempre, aunque sea muy fuerte la presión contraria, si se ponen los medios que nos da Dios para vencer y se evitan las ocasiones de peligro.
Para vivirla, es indispensable tener una buena formación, tratando esta materia con finura y sentido sobrenatural, pero con claridad y sin ambigüedades, en la dirección espiritual, para completar o rectificar de este modo las ideas poco exactas que se puedan tener. A veces, problemas mal calificados de escrúpulos están motivados porque no se terminó de hablar a fondo de ellos, y se resuelven cuando se refieren con claridad los hechos objetivos en la dirección espiritual y en la Confesión.
El cristiano que de verdad quiere seguir a Cristo ha de unir la pureza de alma a la pureza del cuerpo: tener ordenados los afectos, de tal manera que Dios ocupe en todo momento el centro del alma. Por eso, la lucha por vivir esta virtud y por crecer en ella se ha de extender también al campo de los afectos, a la «guarda del corazón», y a todas aquellas materias que indirectamente puedan facilitarla o dificultarla: mortificación de la vista, de la comodidad, de la imaginación, de los recuerdos.
Para luchar con eficacia en adquirir y perfeccionar esta virtud debemos, en primer lugar, estar hondamente convencidos de su valor, de su absoluta necesidad y de los incontables frutos que produce en la vida interior y en el apostolado. Esta gracia es necesario pedírsela al Señor, porque no todos lo entienden. Otra condición que fundamenta la eficacia de esta lucha es la humildad: tiene auténtica conciencia de su propia debilidad quien se aparta decididamente de las ocasiones peligrosas; quien reconoce con contrición y sinceridad sus descuidos concretos; quien pide la ayuda necesaria; quien reconoce con agradecimiento el valor de su cuerpo y de su alma.
Quizá, según épocas o circunstancias, una persona deberá luchar con más intensidad en un campo, y a veces en otro bien diverso: la sensibilidad que, sin mortificación, podría estar más viva por no haberse evitado causas voluntarias más o menos remotas; lecturas que, aunque no sean claramente impuras, pueden dejar en el alma un clima de sensualidad; falta de cuidado en la guarda de la vista...
Otros campos relacionados con esta virtud de la santa pureza, y que es preciso cuidar y guardar, son: los sentidos internos (imaginación, memoria), que, aunque no se detuvieran directamente en pensamientos contra el noveno mandamiento, son con frecuencia ocasiones de tentaciones, y supone muy poca generosidad con el Señor no evitarlos; la guarda del corazón, que está hecho para amar, y al que debemos darle un amor limpio según la propia vocación, y en el que siempre debe estar Dios ocupando el primer lugar. No podemos ir con el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía. Relacionadas con la guarda del corazón están la vanidad, la tendencia a llamar la atención, a ser el centro; el afán desmedido de encontrar siempre respuestas afectivas por parte de los demás; las preferencias y predilecciones menos ordenadas...
III. Para seguir a Cristo con un corazón limpio y para ser apóstol en medio de las circunstancias que a cada uno le han tocado vivir es necesario ejercitar una serie de virtudes humanas y otras sobrenaturales, apoyados en la gracia, que nunca nos faltará si ponemos lo que está de nuestra parte y la pedimos con humildad.
Entre las virtudes humanas que ayudan a vivir la santa pureza está la laboriosidad, el trabajo constante, intenso. Muchas veces los problemas de pureza son de ocio o de pereza. También son necesarias la valentía y la fortaleza para huir de la tentación, sin caer en la ingenuidad de pensar que aquello no hace daño, sin falsos pretextos de edad o de experiencia. La sinceridad plena, contando toda la verdad, con claridad, estando prevenidos contra el «demonio mudo», que tiende a engañarnos, quitando entidad al pecado o a la tentación, o agrandándolo para hacernos caer en la tentación de la «vergüenza de hablar». La sinceridad es completamente necesaria para vencer, pues sin ella el alma se queda sin una ayuda imprescindible.
Ningún medio sería suficiente si no acudiéramos al trato con el Señor en la oración y en la Sagrada Eucaristía. Allí encontramos siempre la ayuda necesaria, las fuerzas que hacen firme la propia flaqueza, el amor que llena el corazón, siempre insatisfecho con todo lo de este mundo porque fue creado para lo eterno. En el sacramento de la Penitencia purificamos nuestra conciencia, recibimos gracias específicas del sacramento para vencer en aquello, quizá pequeño, en lo que fuimos vencidos, y también la fortaleza que da siempre una verdadera dirección espiritual.
Si queremos entender el amor a Jesucristo como lo entendieron los Apóstoles, los primeros cristianos y los santos de todos los tiempos, es necesario vivir esta virtud de la santa pureza; si no, nos pegamos a la tierra y no entendemos nada.
Acudimos a Santa María, Mater Pulchrae Dilectionis, Madre del Amor Hermoso, porque Ella crea en el alma del cristiano la delicadeza y la ternura filial donde puede crecer esta virtud. Y nos concederá la recia virtud de la pureza si acudimos con amor y confianza.
Segundo Domingo
ciclo c
EL PRIMER MILAGRO DE JESÚS
— El milagro de Caná. La Virgen es llamada omnipotencia suplicante.
— La conversión del agua en vino. Nuestras tareas también se pueden convertir en gracia: hacerlas acabadamente.
— Generosidad de Jesús. Siempre nos da más de lo que pedimos.
I. En Caná tiene lugar una boda. Esta ciudad está a poca distancia de Nazaret, donde vive la Virgen. Por amistad o relaciones familiares se encuentra Ella presente en la pequeña fiesta. También Jesús ha sido invitado a la boda con sus primeros discípulos.
Era costumbre que las mujeres amigas de la familia preparasen todo lo necesario. Comenzó la fiesta y, por falta de previsión o por una inesperada afluencia de invitados, faltó el vino. La Virgen, que presta su ayuda, se da cuenta de que el vino escasea. Allí está Jesús, su Hijo y su Dios; acaba de inaugurarse públicamente la predicación y el ministerio del Mesías. Ella lo sabe mejor que ninguna otra persona. Y tiene lugar este diálogo lleno de ternura y sencillez entre la Madre y el Hijo, que nos presenta el Evangelio de la Misa de hoy: La Madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Pide sin pedir; expone una necesidad: no tienen vino. Nos enseña a rogar.
Jesús le respondió: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora.
Parece como si Jesús fuera a negarle a María lo que le pide: no ha llegado mi hora, le dice. Pero la Virgen, que conoce bien el corazón de su Hijo, actúa como si hubiera accedido a su petición inmediatamente: haced lo que Él os diga, dice a los sirvientes.
María es la Madre atentísima a todas nuestras necesidades, como no lo ha estado ni lo estará ninguna madre sobre la tierra. El milagro tendrá lugar porque la Virgen ha intercedido; solo por esa petición.
«¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios? Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...). Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?». ¿Qué no hará cuando –¡tantas veces a lo largo del día!– le decimos «ruega por nosotros»? ¿Qué no conseguiremos si nos empeñamos en acudir a Ella una y otra vez?
Omnipotencia suplicante. Así ha llamado la piedad cristiana a nuestra Madre Santa María, porque su Hijo es Dios y nada puede negarle. Ella está siempre pendiente de nuestras necesidades espirituales y materiales; desea, incluso más que nosotros mismos, que no cesemos de implorar su intervención ante Dios en favor nuestro. Y nosotros, ¡tan necesitados y tan remisos en pedir!, ¡tan desconfiados y tan poco pacientes cuando lo que pedimos parece que tarda en llegar!
¿No tendríamos que acudir con más frecuencia a Nuestra Señora? ¿No deberíamos poner más confianza en la petición, sabiendo que Ella nos alcanzará lo que nos es más necesario? Si consiguió de su Hijo el vino, que no era absolutamente necesario, ¿no va a remediar tantas necesidades urgentes como tenemos? «Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre –¡tu Madre!– a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Yo creo en Ti, espero en Ti, Te amo, Jesús: para mí, nada; para ellos».
II. Dos veces llama San Juan Madre de Jesús a la Virgen. La siguiente ocasión será en el Calvario. Entre los dos acontecimientos –Caná y el Calvario– hay diversas analogías. Uno está situado al comienzo y el otro al final de la vida pública de Jesús, como para indicar que toda la obra del Señor está acompañada por la presencia de María. Ambos episodios señalan la especial solicitud de Santa María hacia los hombres; en Caná intercede cuando todavía no ha llegado la hora; en el Calvario ofrece al Padre la muerte redentora de su Hijo, y acepta la misión que Jesús le confiere de ser Madre de todos los creyentes.
«En Caná de Galilea se muestra solo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de poca importancia: “No tienen vino”. Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone “en medio” o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede –más bien “tiene el derecho de”– hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres».
Dijo su Madre a los sirvientes: Haced lo que Él os diga. Y los sirvientes obedecieron con prontitud y eficacia: llenaron seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones, como les dijo el Señor. San Juan indica que las llenaron hasta arriba.
Sacad ahora, les dice el Señor, y llevádselo al mayordomo. Y el vino es el mejor que cualquiera de los que han bebido los hombres.
Como el agua, también nuestras vidas eran insípidas y sin sentido, hasta que Jesús ha llegado a nosotros. Él transforma nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas; hasta la muerte es distinta junto a Cristo. El Señor solo espera que realicemos nuestros deberes usque ad summum, hasta arriba, acabadamente, para que Él realice el milagro. Si quienes trabajan en la Universidad, y en los hospitales, y en las tareas del hogar, y en las finanzas, y en las fábricas..., lo hicieran con perfección humana y con espíritu cristiano, mañana nos levantaríamos en un mundo distinto. El Señor convierte en vino riquísimo nuestras labores y trabajos, que de otra manera permanecen sobrenaturalmente estériles. El mundo sería entonces una fiesta de bodas, un lugar más habitable y digno del hombre, en el que la presencia de Jesús y de María imprimen un gozo especial.
Llenad de agua las tinajas, nos dice el Señor. No dejemos que la rutina, la impaciencia, la pereza, dejen a medio realizar nuestros deberes diarios. Lo nuestro es poca cosa; pero el Señor quiere disponer de ello. Pudo Jesús realizar igualmente el milagro con las tinajas vacías, pero quiso que los hombres cooperaran con su esfuerzo y con los medios a su alcance. Luego Él hizo el prodigio, por petición de su Madre.
¡Qué alegría la de aquellos servidores obedientes y eficaces cuando vieron el agua transformada en vino! Son testigos silenciosos del milagro, como los discípulos del Maestro, cuya fe en Jesús quedó confirmada. ¡Qué alegría la nuestra cuando, por la misericordia divina, contemplemos en el Cielo todos nuestros quehaceres convertidos en gloria!
III. Jesús no nos niega nada; y de modo particular nos concede lo que solicitemos a través de su Madre. Ella se encarga de enderezar nuestros ruegos si iban algo torcidos, como hacen las madres. Siempre nos concede más, mucho más de lo que pedimos, como ocurre en aquella boda de Caná de Galilea. Hubiera bastado un vino normal, incluso peor del que se había ya servido, y muy probablemente hubiera sido suficiente una cantidad mucho menor.
San Juan tiene especial interés en subrayar que se trataba de seis tinajas de piedra con capacidad de dos o tres metretas cada una, para poner de manifiesto la abundancia del don, como hará igualmente cuando narre el milagro de la multiplicación de los panes, pues una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia.
Los comentaristas calculan que el Señor convirtió en vino una cantidad que oscila entre 480 y 720 litros, según la capacidad de estas grandes vasijas judías. ¡Y del mejor vino! Así también en nuestra vida. El Señor nos da más de lo que merecemos y mejor.
También concurren aquí dos imágenes fundamentales, con las que había sido descrito el tiempo del Mesías: el banquete y los desposorios. Serás como corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios, nos dice el profeta Isaías en una imagen bellísima, recogida en la Primera lectura de la Misa. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; a ti te llamarán «mi favorita», y a tu tierra «desposada»; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo. Es la alegría y la intimidad que Dios desea tener con todos nosotros.
Aquellos primeros discípulos, entre los que se encuentra San Juan, están asombrados. El milagro sirvió para que dieran un paso adelante en su fe primeriza. Jesús los confirmó en la fe, como hace con quienes le han seguido.
Haced lo que Él os diga. Son las últimas palabras de Nuestra Señora en el Evangelio. No podían haber sido mejores.
2ª semana. Lunes
SANTIDAD DE LA IGLESIA
— La Iglesia es santa y produce frutos de santidad.
— Santidad de la Iglesia y miembros pecadores.
— Ser buenos hijos de la Iglesia.
I. El Antiguo Testamento, de mil formas diferentes, anuncia y prefigura todo lo que tiene lugar en el Nuevo. Y este es plenitud y cumplimiento de aquel. Cristo muestra el contraste entre el espíritu que Él trae y el del judaísmo de su época. Este espíritu nuevo no será como una pieza añadida a lo viejo, sino un principio pleno y definitivo que sustituye las realidades provisionales e imperfectas de la antigua Revelación. La novedad del mensaje de Cristo, su plenitud, como un vino nuevo, no cabe ya en los moldes de la Antigua Ley. Nadie echa vino nuevo en odres viejos....
Quienes le escuchan entienden bien las imágenes que emplea el Señor para hablar del Reino de los Cielos. Nadie debe cometer el error de remendar un vestido viejo con un trozo de tela nueva, porque el paño nuevo encogerá al mojarse, desgarrando aún más el vestido viejo y pasado, con lo que se perderían los dos al mismo tiempo.
La Iglesia es el vestido nuevo, sin roturas; es la vasija nueva preparada para recibir el espíritu de Cristo, que llevará generosamente hasta los confines del mundo, y mientras existan hombres sobre la tierra, el mensaje y la fuerza salvífica de su Señor.
Con la Ascensión se cierra una etapa de la Revelación, y comienza en Pentecostés el tiempo de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, que continúa la acción santificadora de Jesús, principalmente a través de los sacramentos, y nos consigue abundantes gracias por su intercesión, a través también de los sacramentos y de los ritos externos que Ella ha instituido: las bendiciones, el agua bendita...; su doctrina ilumina nuestra inteligencia, nos da a conocer al Señor, nos permite tratarlo y amarlo. Por eso, nuestra Madre la Iglesia jamás ha transigido con el error en la doctrina de fe, con la verdad parcial o deformada; se ha mantenido siempre vigilante para mantener la fe en toda su pureza, y la ha enseñado por el mundo entero. Gracias a su indefectible fidelidad, por la asistencia del Espíritu Santo, podemos nosotros conocer la doctrina que enseñó Jesucristo, y en su mismo sentido, sin cambio ni variación alguna. Desde los días de Pentecostés hasta hoy, se sigue escuchando la voz de Cristo.
Todo árbol bueno produce buenos frutos, y la Iglesia da frutos de santidad. Desde los primeros cristianos, que se llamaron entre sí santos, hasta nuestros días, han resplandecido los santos de toda edad, raza y condición. La santidad no está de ordinario en cosas llamativas, no hace ruido, es sobrenatural; pero trasciende enseguida, porque la caridad, que es la esencia de la santidad, tiene manifestaciones externas: en el modo de vivir todas las virtudes, en la forma de realizar el trabajo, en el afán apostólico... «Mirad cómo se aman», decían de los primeros cristianos; y los habitantes de Jerusalén los contemplaban con admiración y respeto, porque advertían los signos de la acción del Espíritu Santo en ellos.
Hoy, en este rato de oración y durante el día, podemos dar gracias al Señor por tantos bienes como hemos recibido a través de nuestra Madre la Iglesia. Son dones impagables. ¿Qué sería de nuestra vida sin esos medios de santificación que son los sacramentos? ¿Cómo podríamos conocer la Palabra de Jesús –¡palabras de vida eterna!– y sus enseñanzas si no hubieran sido guardadas con tanta fidelidad?
II. Desde el mismo momento de su fundación, el Señor ha tenido en su Iglesia un pueblo santo, lleno de buenas obras. Puede afirmarse que en todos los tiempos «la Iglesia de Dios, sin dejar de ofrecer nunca a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo». Santidad en su Cabeza, Cristo, y santidad en muchos de sus miembros también. Santidad por la práctica ejemplar de las virtudes humanas y las sobrenaturales. Santidad heroica es la de aquellos que «son de carne, pero no viven según la carne. Habitan en la tierra, pero su patria es el Cielo... Aman a los otros y los otros los persiguen. Se les calumnia y ellos bendicen. Se les injuria y ellos honran a sus detractores... Su actitud (...) es una manifestación del poder de Dios». Son innumerables los fieles que han vivido su fe heroicamente: todos están en el Cielo, aunque la Iglesia haya canonizado solo a unos pocos. Son también incontables, aquí en la tierra, las madres de familia que, llenas de fe, sacan adelante a su familia, con generosidad, sin pensar en ellas mismas; trabajadores de todas las profesiones que santifican su trabajo; estudiantes que realizan un apostolado eficaz y saben ir con alegría contra corriente; y tantos enfermos que ofrecen sus vidas en el hogar o en un hospital por sus hermanos en la fe, con gozo y paz...
Esta santidad radiante de la Iglesia queda velada en ocasiones por las miserias personales de los hombres que la componen. Aunque, por otra parte, esas mismas deslealtades y flaquezas contribuyen a manifestar, por contraste, como las sombras de un cuadro realzan la luz y los colores, la presencia santificadora del Espíritu Santo, que la sostiene limpia en medio de tantas debilidades.
Nadie echa vino nuevo en odres viejos: el licor divino de las enseñanzas del Señor, de la vida que nos ha dispensado al traernos a su Iglesia, se ha de contener en nuestra alma, un recipiente que debe ser digno, pero que es defectible, que puede fallar. Con fe y con amor entendemos que la Iglesia sea santa y que sus miembros tengan defectos, sean pecadores. En Ella «están reunidos buenos y malos. Está formada por diversidad de hijos, porque a todos engendra en la fe; pero de tal modo que no a todos, por culpa de ellos, logra conducir a la libertad de la gracia mediante la renovación de sus vidas». La misma Iglesia está constituida por hombres que alcanzaron ya su destino eterno –los santos del Cielo–, por otros que purgan en espera del premio definitivo, y también por los que aquí en la tierra han de luchar con sus defectos y malas inclinaciones para ser fieles a Cristo. No es razonable –y va contra la fe y contra la justicia– juzgar a la Iglesia por la conducta de algunos miembros suyos que no saben corresponder a la llamada de Dios; es una deformación grave e injusta, que olvida la entrega de Cristo, que amó a su Iglesia y se sacrificó por ella, para santificarla, limpiándola en el bautismo del agua, a fin de hacerla comparecer delante de Él llena de gloria, sin arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada. No olvidemos a Santa María, a San José, a tantos mártires y santos; tengamos siempre presente la santidad de la doctrina y del culto y de los sacramentos y de la moral de la Iglesia; consideremos frecuentemente las virtudes cristianas y las obras de misericordia, que adornan y adornarán siempre la vida de tantos cristianos... Esto nos moverá a portarnos siempre como buenos hijos de la Iglesia, a amarla más y más, a rezar por aquellos hermanos nuestros que más lo necesitan.
III. La Iglesia no deja de ser santa por las debilidades de sus hijos, que son siempre estrictamente personales, aunque estas faltas tengan mucha influencia en el resto de sus hermanos. Por eso, un buen hijo no tolera los insultos a su Madre, ni que le achaquen defectos que no tiene, que la critiquen y maltraten.
Por otra parte, incluso en aquellos tiempos en que el verdadero rostro ha estado velado por la infidelidad de muchos que deberían haber sido fieles y cuando solo aparecen vidas de muy escasa piedad, en esos momentos –quizá ocultas a la mirada de las gentes– existen almas santas y heroicas. Aun en las épocas más oscurecidas por el materialismo, la sensualidad y el deseo de bienestar, hay hombres y mujeres fieles que en medio de sus quehaceres son la alegría de Dios en el mundo.
La Iglesia es Madre: su misión es la de «engendrar hijos, educarlos y regirlos, guiando con materno cuidado la vida de los individuos y los pueblos». Ella –santa y madre de todos nosotros– nos proporciona todos los medios para adquirir la santidad. Nadie puede llegar a ser buen hijo de Dios si no vive con amor y piedad estos medios de santificación, porque «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre». De aquí que no se concibe un gran amor a Dios sin un gran amor a la Iglesia.
Como el amor a Dios brota del amor que Él nos tiene –Él nos amó primero a nosotros–, el amor a la Iglesia ha de nacer del agradecimiento por los medios que nos brinda para que alcancemos la santidad. Le debemos amor por el sacerdocio, por los sacramentos todos –y de modo muy particular por la Sagrada Eucaristía–, por la liturgia, por el tesoro de la fe que ha guardado fielmente a lo largo de los siglos... La miramos nosotros con ojos de fe y de amor, y la vemos santa, limpísima, sin arruga.
Si la Iglesia, por voluntad de Jesucristo, es Madre –una buena madre–, tengamos nosotros la actitud de unos buenos hijos. No permitamos que se la trate como si fuera una sociedad humana, olvidando el misterio profundo que en Ella se encierra; no queramos escuchar críticas contra sacerdotes, obispos... Y cuando veamos errores y defectos de quienes quizá tenían que ser más ejemplares, sepamos disculpar, resaltar otros aspectos positivos de esas personas, recemos por ellos... y, en su caso, ayudémosles con la corrección fraterna, si nos es posible. «Amor con amor se paga», un amor con obras, que sea notorio, por quienes habitualmente nos conocen y tratan.
Terminamos nuestra oración invocando a Santa María, Mater Ecclesiae, Madre de la Iglesia, para que nos enseñe a amarla cada día más.
2ª semana. Martes
DIGNIDAD DE LA PERSONA
— La grandeza y dignidad de la persona humana.
— Dignidad de la persona en el trabajo. Principios de doctrina social de la Iglesia.
— Una sociedad justa.
I. Iba Jesús atravesando un sembrado, y los discípulos desgranaban algunas espigas para comerlas. Era un día de sábado; los fariseos se dirigieron al Maestro para que les llamara la atención, pues –según su propia casuística– no era lícito realizar aquel pequeño trabajo en sábado. Jesús salió en defensa de sus discípulos y del propio descanso sabático, y para esto acude a la Sagrada Escritura: ¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando se vio necesitado, y tuvo hambre él y los que estaban con él? ¿Cómo entró en la Casa de Dios en tiempos de Abiatar, Sumo Sacerdote, y comió los panes de la proposición, que no es lícito comer más que a los sacerdotes, y los dio también a los que estaban con él? Y les decía: El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Y a continuación les da todavía una razón más alta: el Hijo del Hombre es señor hasta del sábado. Todo está ordenado en función de Cristo y de la persona; también el descanso del sábado.
Los panes de la proposición eran doce panes que se colocaban cada semana en la mesa del santuario, como homenaje de las doce tribus de Israel; los que se retiraban del altar quedaban reservados para los sacerdotes que atendían el culto.
La conducta de David anticipó la doctrina que Cristo enseña en este pasaje. Ya en el Antiguo Testamento, Dios había establecido un orden en los preceptos de la Ley de modo que los de menor rango ceden ante los principales. Así se explica que un precepto ceremonial, como era este de los panes, cediese ante un precepto de ley natural. El precepto del sábado tampoco estaba por encima de las necesidades elementales de subsistencia.
El Concilio Vaticano II se inspira en este pasaje para subrayar el valor de la persona por encima del desarrollo económico y social. Después de Dios, el hombre es lo primero; si no fuera así sería un verdadero desorden, como vemos desgraciadamente que ocurre con frecuencia.
La Humanidad Santísima de Cristo arroja una luz que ilumina nuestro ser y nuestra vida, pues solo en Cristo conocemos verdaderamente el valor inconmensurable de un hombre. «Cuando os preguntéis por el misterio de vosotros mismos –decía Juan Pablo II a numerosos jóvenes–, mirad a Cristo, que es quien da sentido a la vida». Solo Él; ningún otro puede dar sentido a la existencia, y por eso no cabe definir al hombre a partir de las realidades inferiores creadas, y menos por su producción laboral, por el resultado material de su esfuerzo. La grandeza de la persona humana se deriva de la realidad espiritual del alma, de la filiación divina, de su destino eterno, recibido de Dios. Y esto la sitúa por encima de toda la naturaleza creada. La dignidad, y el respeto inmenso que merece, le es otorgada en el momento de su concepción, y fundamenta el derecho a la inviolabilidad de la vida y la veneración a la maternidad.
El título que, en último término, funda la dignidad humana está en ser la única realidad de la creación visible a la que Dios ha amado en sí misma, creándola a su imagen y semejanza y elevándola al orden de la gracia. Pero además, el hombre adquirió un valor nuevo después que el Hijo de Dios, mediante su Encarnación, asumiera nuestra naturaleza y diera su vida por todos los hombres: propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis. Et incarnatus est. Por eso, nos interesan todas las almas que nos rodean: no hay ninguna que quede fuera del Amor de Cristo, ninguna que alejemos de nuestro respeto y consideración. Miremos a nuestro alrededor, a las personas que diariamente vemos y saludamos, y veamos en la presencia del Señor si de hecho es así, si manifestamos a los demás ese aprecio y veneración.
II. La dignidad de la criatura humana –imagen de Dios– es el criterio adecuado para juzgar los verdaderos progresos de la sociedad, del trabajo, de la ciencia..., y no al revés. Y la dignidad del hombre se expresa en todo su quehacer personal y social; de modo particular, en el campo del trabajo, donde se realiza y cumple a la vez el mandato de su Creador, que lo sacó de la nada y lo puso en una tierra sin pecado ut operaretur, para que trabajara y así le diera gloria. Por eso, la Iglesia defiende la dignidad de la persona que trabaja, y a la que se falta cuando se la estima solo en lo que produce, cuando se considera el trabajo como mera mercancía, valorando más «la obra que el obrero», «el objeto más que el sujeto que la realiza» –dice de modo expresivo Juan Pablo II–, cuando se le utiliza como elemento para la ganancia, estimándolo solo en lo que produce.
No se trata de una cuestión de formas externas, de trato, pues incluso con unos modos humanos cordiales puede atentarse contra la dignidad de los demás, si se les subordina a fines meramente utilitarios, como mecanismo, por ejemplo, para elevar la productividad o mantener la paz en la empresa: hemos de venerar en todo hombre la imagen de Dios.
Lejos estaríamos de una visión cristiana si en algo mantuviéramos una visión chata, pegada a la tierra: los indicadores más fieles de la justicia en las relaciones sociales no son el volumen de la riqueza creada ni su distribución..., es necesario examinar «si las estructuras, el funcionamiento, los ambientes de un sistema económico, son tales que comprometen la dignidad humana de cuantos en él despliegan su propia actividad...». Hemos de tener presente que el criterio supremo en el uso de los bienes materiales debe ser «el de facilitar y promover el perfeccionamiento espiritual de los seres humanos, tanto en el orden natural como en el sobrenatural», comenzando, como es lógico, por aquellos que los producen.
Por eso, la íntima conexión entre trabajo y propiedad pide, para su propia perfección, que quien lo realiza pueda considerar de alguna forma «que está trabajando en algo propio».
La dignidad del trabajo viene expresada en un salario justo, base de toda justicia social; incluso en el caso en el que se trate de un contrato libre, pues, aunque el salario estipulado fuera conforme a la letra de la ley, esto no legitima cualquier retribución que se acuerde. Y si quien contrata (el director de una academia, el constructor, el patrono, el ama de casa...) quisiera aprovecharse de una situación en la que haya excedente de mano de obra, por ejemplo, para pagar unos salarios contrarios a la dignidad de las personas, ofendería a esas personas y a su Creador, pues estas tienen un derecho natural irrenunciable a los medios suficientes para el propio mantenimiento y el de sus familias, que está por encima del derecho a la libre contratación. Otra «consecuencia lógica es que todos tenemos el deber de hacer bien nuestro trabajo... No podemos rehuir nuestro deber, ni conformarnos con trabajar medianamente». La pereza y el trabajo mal hecho también atentan contra la justicia social.
III. Es preciso tener presente que la finalidad principal del desarrollo económico «no es un mero crecimiento de la producción, ni el lucro o el poder, sino el servicio del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades de orden material y las exigencias de su vida intelectual, moral, espiritual y religiosa». Esto no niega un campo de legítima autonomía para la ciencia económica: la autonomía que es propia del orden temporal, que llevará a estudiar las causas de los problemas económicos, sugerir soluciones técnicas y políticas, etc. Pero estas soluciones se deben someter siempre a un criterio superior, de orden moral, pues no son absolutamente independientes y autónomas; y no se ha de confiar en acciones puramente técnicas cuando nos encontramos con problemas que tienen su origen en un desorden moral.
Es largo el camino hasta llegar a una sociedad justa en la que la dignidad de la persona, hija de Dios, sea plenamente reconocida y respetada. Pero ese cometido es nuestro, de los cristianos, junto a todos los hombres de buena voluntad. Porque «no se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres». Debemos vivir, con todas sus consecuencias y en los campos más variados, el respeto a toda persona: defendiendo la vida ya concebida, porque allí hay un hijo de Dios con un derecho a vivir que Él le ha dado y que nadie le puede quitar; a los ancianos y más débiles, para quienes hemos de tener entrañas de misericordia, esa misericordia que el mundo parece perder. Como empleados u obreros, siendo buenos trabajadores y expertos profesionales, o como empresarios, conociendo muy bien la doctrina social de la Iglesia para llevarla a la práctica.
También hemos de reconocer esa dignidad de la persona en las relaciones normales de la vida: considerando a quienes tratamos –por encima de sus posibles defectos– como hijos de Dios, evitando hasta la más pequeña murmuración y todo aquello que pueda dañarles. «Acostúmbrate a encomendar a cada una de las personas que tratas a su Ángel Custodio, para que le ayude a ser buena y fiel, y alegre». Entonces será más fácil el trato, y las relaciones ganarán en cordialidad, en paz y respeto mutuo.
El Hijo del Hombre es señor hasta del sábado. Todo debemos ordenarlo en función de Cristo –Sumo Bien– y de la persona humana, por cuya salvación Él se inmoló en el Calvario. Ningún bien terreno es superior al hombre.
2ª semana. Miércoles
VIVIR LA FE EN LO ORDINARIO
— La fe es para vivirla, y debe informar los acontecimientos menudos del día.
— Fe y «visión sobrenatural».
— Fe y virtudes humanas.
I. Entró Jesús en una sinagoga, y allí encontró a un hombre que tenía una mano seca, paralizada. San Marcos nos dice que todos le espiaban para ver si curaba en sábado. El Señor no se esconde ni disimula; por el contrario, pidió a este hombre que se colocara en medio, para que todos lo pudieran ver bien. Y les dijo: ¿Es lícito en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla? Ellos permanecieron callados. Entonces, Jesús, indignado por su hipocresía, los miró airado y, a la vez, entristecido por la ceguera de sus corazones. Fue patente para todos esta mirada llena de indignación de Jesús ante la dureza de sus almas. Y le habló al hombre: extiende tu mano. La extendió, y su mano quedó curada.
Aquel enfermo, en el centro de todos, se llenó de confianza en Jesús. Su fe se manifiesta en obedecer al Señor y en poner por obra aquello que, con sobrada experiencia, sabe que hasta ahora no puede realizar: extender la mano. La confianza en el Señor, dejando a un lado su experiencia, hizo el milagro. Todo es posible con Jesús. La fe nos permite lograr metas que siempre habíamos creído inalcanzables, resolver viejos problemas personales o de una tarea apostólica que parecían insolubles, echar fuera defectos que estaban arraigados.
La vida de este hombre tomaría un nuevo rumbo después del pequeño esfuerzo exigido por Cristo; es el que nos pide también en los asuntos más normales de la vida diaria. Hoy debemos considerar «cómo el cristiano, en su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual, pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el auxilio divino» y necesitamos esta ayuda del Señor para salir de nuestra incapacidad.
La fe es para vivirla, y debe informar las grandes y las pequeñas decisiones; y, a la vez, se manifiesta de ordinario en la manera de enfrentarse con los deberes de cada día. No basta asentir a las grandes verdades del Credo, tener una buena formación quizá; es necesario, además, vivirla, practicarla, ejercerla, debe generar una «vida de fe» que sea, a la vez, fruto y manifestación de lo que se cree. Dios nos pide servirle con la vida, con las obras, con todas las fuerzas del cuerpo y del alma. La fe es algo referido a la vida, a la vida de todos los días, y la existencia cristiana aparece como un despliegue de la fe, como un vivir con arreglo a lo que se cree, a lo que se conoce como querer de Dios para la propia vida. ¿Llevamos nosotros una «vida de fe»? ¿Influye en el comportamiento, en las decisiones que tomamos...?
II. El ejercicio de la virtud de la fe en la vida cotidiana se traduce en lo que comúnmente se conoce como «visión sobrenatural», que consiste en ver las cosas, incluso las más corrientes, lo que parece intrascendente, en relación con el plan de Dios sobre cada criatura en orden a su salvación y a la de otros muchos; en acostumbrarse «a andar en los quehaceres cotidianos como mirando al Señor por el rabillo del ojo para ver si es aquella, realmente, su voluntad, si es aquel el modo como desea que hagamos las cosas; en habituarse a descubrir a Dios a través de las criaturas, a adivinarle tras lo que el mundo llama azar o casualidad, a percibir su huella por doquier».
La vida cristiana, la santidad, no es un revestimiento externo que recubre al cristiano, ignorando lo propiamente humano. De ahí que las virtudes sobrenaturales influyan en las virtudes humanas y hagan del cristiano un hombre honrado, ejemplar en su trabajo y en su familia, lleno de sentido del honor y de la justicia, que se distingue ante los demás hombres por un estilo de conducta en el que destacan la lealtad, la veracidad, la reciedumbre, la alegría...: cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable, tenedlo en estima, recordaba San Pablo a los primeros cristianos de Filipo.
La vida de fe del cristiano le lleva, por tanto, a ser un hombre con virtudes humanas, porque hace realidad su fe en sus actuaciones corrientes. No solo se sentirá movido a realizar un acto de fe al divisar los muros de una iglesia, sino que se dirigirá a su Señor para pedirle luz y ayuda ante un problema laboral o doméstico, a la hora de aceptar una contradicción, ante el dolor o la enfermedad, al ofrecer una alegría, al continuar por amor un trabajo que estaba a punto de abandonar por cansancio; en el apostolado, para pedir las luces de la gracia para esas personas que pretende acercar al sacramento de la Penitencia. Visión sobrenatural cuando no se ven frutos, quizá porque se está realizando la primera labor en aquella alma y «la reja que rotura y abre el surco, no ve la semilla ni el fruto».... La fe está continuamente en ejercicio, y la esperanza, y la caridad... Ante problemas y obstáculos quizá ya viejos, el Señor nos dice: extiende tu mano... La fe no es una virtud para ejercerla solo en unas cuantas ocasiones, en los momentos de las prácticas de piedad, sino en el deporte, en la oficina, en medio del tráfico. Mucho menos, como hacen algunos cristianos, que parecen tener reservada la fe para el domingo a la hora de cumplir con el precepto dominical.
Examinemos nosotros hoy con qué frecuencia hacemos realidad el ideal cristiano que informa y da un sentido nuevo a todo lo humano que realizamos, lo amplía y lo hace fecundo sobrenaturalmente. Examinemos también cómo vamos de «visión sobrenatural» ante los acontecimientos diarios.
III. La fe cristiana conduce a la reforma de la propia vida, exigiéndonos una continua rectificación de la conducta, una mejora en el modo de ser y de actuar. Entre otras consecuencias, la fe nos llevará a imitar a Jesucristo, que fue «perfecto Dios, y hombre perfecto», a ser hombres y mujeres de temple, sin complejos, sin respetos humanos, veraces, honrados, justos en los juicios, en sus negocios, en la conversación... Las virtudes humanas son las propias del hombre en cuanto hombre, y por eso Jesucristo, perfecto hombre, las vivió en plenitud. Hasta sus propios enemigos estaban asombrados del vigor humano de su figura: Maestro -le dicen en cierta ocasión-, sabemos que eres veraz, y que no tienes respetos humanos, y que enseñas el camino de Dios con autoridad...8. «Lo primero que llama la atención al estudiar la fisonomía humana de Jesús es su clarividencia viril en la acción, su lealtad impresionante, su áspera sinceridad, en una palabra, el carácter heroico de su personalidad. Esto era, en primer término, lo que atraía a sus discípulos. Él nos dio ejemplo de una serie de cualidades humanas bien entrelazadas, que compete vivir a cualquier cristiano.
Considera tan importante la perfección de las virtudes humanas que apremia a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales?. Si no se vive la reciedumbre humana ante una dificultad, el frío o el calor, ante una pequeña enfermedad, ¿dónde se podrá asentar la virtud cardinal de la fortaleza? ¿Cómo puede ser fuerte una persona que se queja continuamente? ¿Cómo llegará a ser responsable y prudente un estudiante que deja a un lado su estudio? O ¿cómo podrá vivir la caridad quien descuida la cordialidad, la afabilidad o los detalles de educación? Aunque la gracia de Dios puede transformar enteramente a una persona –y encontramos ejemplos en la Sagrada Escritura y en la vida de la Iglesia–, lo normal es que el Señor cuente con la colaboración de las virtudes humanas.
La vida cristiana se expresa a través del actuar humano, al que dignifica y eleva al plano sobrenatural. Por otra parte, lo humano sustenta y hace posibles las virtudes sobrenaturales. Quizá, a lo largo de nuestra vida, hayamos encontrado a «tantos que se dicen cristianos –porque han sido bautizados y reciben otros Sacramentos–, pero que se muestran desleales, mentirosos, insinceros, soberbios... Y caen de golpe. Parecen estrellas que brillan un momento en el cielo y, de pronto, se precipitan irremisiblemente». Les fallaron los cimientos humanos y no pudieron mantenerse en pie. El ejercicio de la fe, de la esperanza, de la caridad y de las virtudes morales llevará al cristiano a ser ese ejemplo vivo que el mundo espera. Dios busca madres de familia fuertes que den testimonio a través de su maternidad y de su alegría, que sepan entablar amistad con sus hijos; y hombres de negocios justos; y médicos que no descuidan su formación profesional porque saben sacar unas horas para el estudio, que atienden al enfermo con comprensión, como él quisiera ser tratado en esas mismas circunstancias: con eficiencia y amabilidad; y estudiantes con prestigio y que se preocupan de sus compañeros de Facultad, y campesinos, artesanos, obreros de las fábricas y de la construcción... Dios quiere hombres y mujeres cabales, que expresen en la realidad menuda de su vida el gran ideal que han encontrado.
En San José encontramos un modelo espléndido de varón justo, vir iustus, que vivió de fe en todas las circunstancias de su vida. Pidámosle que sepamos ser lo que Cristo espera de cada uno en el propio ambiente y circunstancias.
2ª semana. Jueves
UNA TAREA URGENTE: DAR DOCTRINA
— Necesidad apremiante de este apostolado.
— Formación en las verdades de la fe. Estudiar y enseñar el Catecismo. Transmitir las verdades que se reciben.
— La oración y la mortificación deben acompañar a todo apostolado. Solo la gracia puede mover a la voluntad a asentir a las verdades de la fe. Con la ayuda del Señor superamos los obstáculos.
I. En numerosas ocasiones nos dice el Evangelio que las gentes se agolpaban junto al Señor para ser curadas. Hoy leemos en el Evangelio de la Misa que seguía a Jesús una gran muchedumbre de Galilea y de Judea; también de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón. Es tanta la gente que el Señor manda a sus discípulos que preparen una barca por causa de la muchedumbre; porque sanaba a tantos, que se le echaban encima para tocarle todos los que tenían enfermedades. Es gente necesitada la que acude a Cristo. Y les atiende, porque tiene un corazón compasivo y misericordioso. Durante los tres años de su vida pública curó a muchos, libró a endemoniados, resucitó a muertos... Pero no curó a todos los enfermos del mundo, ni suprimió todas las penalidades de esta vida, porque el dolor no es un mal absoluto –como lo es el pecado–, y puede tener un incomparable valor redentor, si se une a los sufrimientos de Cristo.
Jesús realizó milagros, que fueron remedio, en casos concretos, de dolores y de sufrimientos, pero eran ante todo un signo y una muestra de su misión divina, de la redención universal y eterna. Y los cristianos continuamos en el tiempo la misión de Cristo: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolos... y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Antes de su Ascensión al Cielo nos dejó el tesoro de su doctrina, la única doctrina que salva, y la riqueza de los sacramentos, para que nos acerquemos a ellos en busca de la vida sobrenatural.
Las muchedumbres andan hoy tan necesitadas como entonces. También ahora las vemos como ovejas sin pastor, desorientadas, sin saber a dónde dirigir sus vidas. La humanidad, a pesar de todos los progresos de estos veinte siglos, sigue sufriendo dolores físicos y morales, pero sobre todo padece la gran falta de la doctrina de Cristo, custodiada sin error por el Magisterio de la Iglesia. Las palabras del Señor siguen siendo palabras de vida eterna que enseñan a huir del pecado, a santificar la vida ordinaria, las alegrías, las derrotas y la enfermedad..., y abren el camino de la salvación. Esta es la gran necesidad del mundo. Y las muchedumbres, ¡tantas veces lo hemos comprobado!, «están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros –sin culpa de su parte– no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor». En nuestras manos está ese tesoro de doctrina para darla a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella, a través de todos los medios a nuestro alcance. Y esta es la tarea verdaderamente apremiante que tenemos los cristianos.
II. Para dar la doctrina de Jesucristo es necesario tenerla en el entendimiento y en el corazón: meditarla y amarla. Todos los cristianos, cada uno según los dones que ha recibido –talento, estudios, circunstancias...–, necesita poner los medios para adquirirla. En ocasiones, esta formación comenzará por conocer bien el Catecismo, que son esos libros «fieles a los contenidos esenciales de la Revelación y puestos al día en lo que se refiere al método, capaces de educar en una fe robusta a las generaciones cristianas de los tiempos nuevos», de los que habla Juan Pablo II.
La vida de fe de un cristiano corriente lleva, en muchas ocasiones, a un flujo continuo de adquisición y transmisión de la fe: Tradidi quod accepi... Os entrego lo que recibí, decía San Pablo a los cristianos de Corinto. La fe de la Iglesia es fe viva, porque es continuamente recibida y entregada. De Cristo a los Apóstoles, de estos a sus sucesores. Así, hasta hoy: resuena siempre idéntica a sí misma en el Magisterio vivo de la Iglesia. La doctrina de la fe es «recibida y entregada» por la madre de familia, por el estudiante, por el empresario, por la empleada de comercio... ¡Qué buenos altavoces tendría el Señor si nos decidiéramos todos los cristianos –cada uno en su sitio– a proclamar su doctrina salvadora, como hicieron nuestros hermanos en la fe! Id y enseñad..., nos dice a todos el mismo Cristo. Se trata de la difusión espontánea de la doctrina, de modo a veces informal, pero extraordinariamente eficaz, que realizaron los primeros cristianos: de familia a familia; entre compañeros del mismo trabajo, entre vecinos, entre los padres de un colegio; en los barrios, en los mercados, en las calles. El trabajo, la calle, el colegio profesional, la Universidad, la vida civil... se convierten entonces en el cauce de una catequesis discreta y amable, que penetra hasta lo más hondo de las costumbres de la sociedad y de la vida de los hombres. «Créeme, el apostolado, la catequesis, de ordinario, ha de ser capilar: uno a uno. Cada creyente con su compañero inmediato.
»A los hijos de Dios nos importan todas las almas, porque nos importa cada alma». ¡Cómo conmoverán el corazón de Dios esas madres, sin tiempo muchas veces, que pacientemente explican las verdades del Catecismo a sus hijos... y quizá a los hijos de sus vecinas y amigas! ¡O el estudiante que se traslada al barrio, quizá lejano, para explicar las mismas verdades..., aunque tenga que esforzarse para preparar el examen que tiene a los pocos días y en el que ha de sacar buena calificación!
Ahora, cuando en tantos lugares y con tantos medios se ataca la doctrina de la Iglesia, es necesario que los cristianos nos decidamos a poner todos los medios para adquirir un conocimiento hondo de la doctrina de Jesucristo y de las implicaciones de estas enseñanzas en la vida de los hombres y en la sociedad. Amar a Dios con obras significará en muchos casos dedicar el tiempo oportuno a esa formación: estudio, esmero en la lectura espiritual, estar atentos en las charlas de formación que oímos... Aprovechar también esos días de descanso, en los que se puede disponer de más tiempo. Amar a Dios con obras será apreciar esas verdades, que tienen su origen en el mismo Cristo, como un tesoro que hemos de amar y meditar con frecuencia. Nadie da lo que no tiene: y para dar doctrina hay primero que tenerla.
III. «Ante tanta ignorancia y tantos errores acerca de Cristo, de su Iglesia... de las verdades más elementales, los cristianos no podemos quedarnos pasivos, pues el Señor nos ha constituido sal de la tierra (Mt 5, 13) y luz del mundo (Mt 5, 14). Todo cristiano ha de participar en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de evangelizar, que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone (1 Cor 9, 16)». Nadie puede desentenderse de este urgente quehacer. «Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser atinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen.
»—Pero comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad», iniciativas, deseos de dar a conocer a todos el rostro amable del Señor.
Al advertir la extensión de esta tarea –difundir la doctrina de Jesucristo– hemos de empezar por pedirle al Señor que nos aumente la fe: fac me tibi semper magis credere, haz que yo crea más y más en Ti, suplicamos en el Adoro te devote, ese himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino. De este modo podremos decir, también con palabras de este himno: «creo todo lo que me ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta Palabra de verdad». Con una fe robustecida, nos dispondremos a ser instrumentos en manos del Señor, que concede la luz a las mentes oscurecidas por la ignorancia y el error. Solo la gracia de Dios puede mover la voluntad para asentir a las verdades de la fe. Por eso, cuando queremos atraer a alguno a la verdad cristiana, debemos acompañar ese apostolado con una oración humilde y constante; y, junto a la oración, la penitencia: una mortificación, quizá en detalles pequeños referentes al trabajo, a la vida familiar..., pero sobrenatural y concreta.
Ante las barreras que algunas veces encontraremos en ambientes difíciles, y ante obstáculos que puedan parecer insuperables, nos llenará de optimismo recordar que la gracia del Señor puede remover los corazones más duros, que es mayor la ayuda sobrenatural cuanto mayores sean las dificultades que encontremos.
Señor, ¡enséñanos a darte a conocer! También hoy las muchedumbres andan perdidas y necesitadas de Ti, ignorantes y tantas veces sin luz y sin camino. Santa María, ¡ayúdanos a no desaprovechar ninguna ocasión en la que podamos dar a conocer a tu Hijo Jesucristo!, ¡guíanos para que sepamos ilusionar a otros muchos en esta noble tarea de difundir la Verdad!
20 de enero. 3er Día del Octavario
EL DEPÓSITO DE LA FE
— Fidelidad, sin concesiones, a la doctrina revelada. El diálogo ecuménico ha de basarse en el amor sincero a la verdad divina.
— Exponer la doctrina con claridad.
— Veritatem facientes in caritate, proclamar la verdad con caridad, con comprensión siempre hacia las personas.
I. El Espíritu Santo impulsa a todos los cristianos a realizar múltiples esfuerzos para llegar a la plenitud de la unidad deseada por Cristo. Es Él quien promueve los deseos del diálogo ecuménico para alcanzar esta unión. Pero este diálogo, para que tenga razón de ser, es necesario que tienda a la verdad y que se fundamente en ella. No consistirá, por tanto, en un simple intercambio de opiniones, ni en un mutuo acuerdo sobre la visión particular que cada uno tenga de los problemas que se presentan y de sus posibles soluciones. Por el contrario, el diálogo debe expresar con claridad y nitidez las verdades que Cristo dejó en depósito al Magisterio de la Iglesia, las únicas que pueden salvar; el diálogo debe explicar el contenido y el significado de los dogmas y, a la vez, fomentar en las almas un mayor deseo de seguir de cerca a Cristo, de santidad personal.
La verdad del cristiano es salvadora precisamente porque no es el resultado de profundas reflexiones humanas, sino fruto de la revelación de Jesucristo, confiada a los Apóstoles y a sus sucesores, el Papa y los Obispos, y transmitida por la Iglesia como por un canal divino, con la asistencia constante del Espíritu Santo. Cada generación recibe el depósito de la fe, el conjunto de verdades reveladas por Cristo, y lo transmite íntegro a la siguiente, y así hasta el fin de los tiempos.
Guarda el depósito a ti confiado, escribía San Pablo a Timoteo. Y comenta San Vicente de Lerins: «¿qué es el depósito? Es lo que tú has creído, no lo que tú has encontrado; lo que recibiste, no lo que tú pensaste; algo que procede, no del ingenio personal, sino de la doctrina; no fruto de rapiña privada, sino de tradición pública. Es una cosa que ha llegado hasta ti, que por ti no ha sido inventada; algo de lo que tú no eres autor, sino guardián; no creador, sino conservador; no conductor, sino conducido. Guarda el depósito: conserva limpio e inviolado el talento de la fe católica. Lo que has creído, eso mismo permanezca en ti, eso mismo entrega a los demás. Oro has recibido, oro devuelve; no sustituyas una cosa por otra, no pongas plomo en lugar de oro, no mezcles nada fraudulentamente. No quiero apariencia de oro, sino oro puro».
No consiste el diálogo ecuménico en inventar nuevas verdades, ni en alcanzar un pensamiento concordado, un conjunto de doctrinas aceptado por todos, después de haber cedido cada uno un poco. En la doctrina revelada no cabe ceder, porque es de Cristo, y es la única que salva. El deseo de unión con todos y la caridad no puede llevarnos –dejaría de ser caridad– «a amortiguar la fe, a quitar las aristas que la definen, a dulcificarla hasta convertirla, como algunos pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el poder de Dios». El deseo de diálogo con los hermanos separados, y con todos aquellos que dentro de la Iglesia se encuentran lejos de Cristo, nos ha de llevar a meditar con frecuencia en el empeño que ponemos en la propia formación, en el conocimiento adecuado de la doctrina revelada. Hoy, en la oración, podemos pensar en el aprovechamiento de esos medios que tenemos a nuestro alcance para una formación intensa y constante: lectura espiritual, dirección espiritual, retiros...
II. La buena nueva que proclama la Iglesia es precisamente fuente de salvación, porque es la misma verdad predicada por Cristo. «Consciente de ello, Pablo quiere confrontar el propio anuncio con el de los otros Apóstoles, para asegurarse de la autenticidad de su predicación (Gal 2, 10), y durante toda la vida no dejó nunca de recomendar la fidelidad a las enseñanzas recibidas, porque nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo (1 Cor 3, 11)».
La verdad que hemos recibido del Señor es una, inmutable, íntegramente conservada en los comienzos y a través de los siglos, y nunca será lícito relativizarla y aceptar de ella lo que parezca conveniente, pues «cualquier atentado a la unidad de la fe es un atentado contra Cristo mismo». Tan profundamente convencido está San Pablo de esta verdad que sus reconvenciones ante las pequeñas facciones que en aquella primera época iban apareciendo son continuas. Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que recibisteis, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois salvados (...), pues os transmití en primer lugar lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que fue visto por Cefas, y después por los Doce. Posteriormente se dejó ver por más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven todavía, y algunos murieron.
El Apóstol anuncia a estos primeros cristianos que la doctrina que han de creer no es una teoría personal de él ni de ningún otro, sino la doctrina común de los Doce, testigos de la vida, muerte y resurrección de Cristo, de quien a su vez la recibieron. El contenido de la fe –en los primeros tiempos y ahora se halla resumido en el Credo, que tiene su origen en las enseñanzas de Jesús, transmitidas, con la asistencia constante del Espíritu Santo, por los Apóstoles. Este contenido no es una teoría abstracta acerca de Dios, sino la verdad salvadora revelada por el Señor, que tiene consecuencias prácticas y reales en nuestro modo de ser, de pensar, de trabajar, de actuar... Por no ser un convenio humano o una doctrina inventada por hombres, «es absolutamente necesario exponer con claridad toda la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo –enseña el Concilio Vaticano II- como aquel falso irenismo que desvirtúa la pureza de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino».
El verdadero objetivo del diálogo ecuménico, y también de todo diálogo apostólico, está, pues, en buscar la comunión más perfecta con la verdad salvadora de Cristo. El progreso en el conocimiento y aceptación de esta verdad necesita la continua asistencia del Espíritu Santo, al que pedimos su luz en estos días, y el estudio y la reflexión para entender y explicar cada vez de modo más claro aquello mismo que nos reveló Jesucristo, y que se encuentra guardado como un tesoro en el seno de la Iglesia Católica. Podemos comprender entonces –afirmaba Pablo VI– por qué Ella, «ayer y hoy, da tanta importancia a la conservación rigurosa de la revelación auténtica, la considera un tesoro inviolable, y tiene una conciencia tan severa de su deber fundamental de defender y transmitir en términos inequívocos la doctrina de la fe; la ortodoxia es su primera preocupación; el magisterio pastoral, su función primaria y providencial (...); y la consigna del apóstol Pablo: depositum custodi (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14), constituye para ella un compromiso tal, que sería traición violar.
»La Iglesia maestra no inventa su doctrina; ella es testigo, custodia, intérprete, medio; y en lo que se refiere a las verdades propias del mensaje cristiano, se puede decir que es conservadora, intransigente; y a quien solicita de ella que haga su fe más fácil, más de acuerdo con los gustos de la mudable mentalidad de los tiempos, le responde con los Apóstoles: non possumus, no podemos (Hech 4, 20)». Esta enseñanza nos sirve también en el apostolado personal con aquellos católicos que querrían adecuar la doctrina, a veces exigente, a una situación particular falta de exigencia y de espíritu de sacrificio, consustancial con el seguimiento del Señor.
III. San Pablo recordaba a los primeros cristianos de Éfeso que habían de proclamar la verdad con caridad: veritatem facientes in caritate, y eso debemos hacer nosotros: con aquellos que ya están cerca de la plena comunión de la fe y con quienes apenas tienen algún sentimiento religioso. Veritatem facientes in caritate con quienes nos vemos todos los días y con esas personas a las que encontramos incidentalmente en alguna ocasión. Comprensivos, cordiales con las personas, sin ceder en la doctrina. Es más, si por cualquier circunstancia hallamos un ambiente o debemos estar con alguien que nos trata con frialdad, seguiremos el sabio consejo de San Juan de la Cruz: «No piense otra cosa –exhortaba el Santo a una persona que le pedía luz en medio de tribulaciones y dificultades– sino que todo lo ordena Dios; y a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor...». En lo pequeño y en lo grande, tendremos sobradas ocasiones de llevar este consejo a la práctica. Y veremos muchas veces cómo, casi sin darnos cuenta, hemos cambiado aquel ambiente hostil o indiferente.
La verdad ha de presentarse en su integridad, sin falsos compromisos, pero de una manera amable; nunca agria ni molesta, ni impuesta a la fuerza o con violencia. Con independencia de que alguien esté o no equivocado, aun cuando se le haga una crítica legítima, toda persona tiene derecho a que se la mire con respeto, a que se valore lo que siempre hay de positivo en sus ideas o en su conducta. No debemos juzgar a nadie, y mucho menos condenar. La misma caridad que nos impulsa a mantenernos firmes en la fe, nos lleva también a querer a las personas, a comprender, a disculpar, a dejar actuar a la gracia de Dios, que no fuerza ni quita la libertad de las almas.
La comprensión nos lleva a querer saciar la necesidad más grande del corazón humano: la aspiración a la verdad y a la felicidad, que Dios ha impreso en cada criatura. Son diferentes las circunstancias en que cada uno se encuentra y el grado de verdad que ha alcanzado; y para que todos lleguen a la plenitud de la fe, nuestro cariño y nuestra amistad pueden servir como un puente del que muchas veces se vale Dios para entrar más hondamente en esas almas.
Si le pedimos su ayuda, Nuestra Señora nos enseñará a tratar a cada uno como conviene: con infinito cariño y respeto para con su persona, con inmenso amor por la verdad, que no nos llevará, por falsa comprensión, a ceder en la doctrina.
2ª semana. Viernes
VOCACIÓN A LA SANTIDAD
— Vocación de los Doce. Dios es el que llama, y el que da las gracias para perseverar.
— En el cumplimiento de su vocación, el hombre da gloria a Dios y encuentra la grandeza de su vida. A todos nos ha llamado Cristo para que le sigamos, le imitemos y le demos a conocer.
— Fieles a la personal llamada que hemos recibido de Dios.
I. Después de una noche en oración, Jesús eligió a los doce Apóstoles, para que estuvieran con Él y continuaran luego su misión en la tierra. Los Evangelistas dejaron consignados sus nombres, y hoy los recordamos en la lectura del Evangelio de la Misa. Llevan ya varios meses siguiendo al Maestro junto a otros discípulos por los caminos de Palestina, dispuestos a una entrega sin límites. Ahora son objeto de una predilección muy particular.
Con esta elección, el Señor pone los fundamentos de su Iglesia: estos doce hombres son como los doce Patriarcas del nuevo Pueblo de Dios, su Iglesia. Este nuevo Pueblo no se forma ya por una descendencia según la carne, como se había constituido Israel, sino por una descendencia espiritual. ¿Por qué llegaron estos hombres a gozar de un favor tan grande por parte de Dios? ¿Por qué ellos precisamente y no otros? No cabe preguntarse por qué fueron elegidos. Simplemente, los llamó el Señor; y en esta libérrima elección de Cristo –llamó a los que quiso– estriba su honor y la esencia de su vocación. No me habéis elegido vosotros a mí -les dirá más tarde-, sino que yo os elegí a vosotros. La elección es siempre cosa de Dios. Los Apóstoles no se habían distinguido por ser sabios, poderosos, importantes...; son hombres normales y corrientes que han respondido con fe y generosidad a la llamada de Jesús.
Cristo elige a los suyos, y este llamamiento es su único título. San Pablo, por ejemplo, para subrayar la autoridad con la que enseña y amonesta a los fieles, comienza con frecuencia sus Cartas de este modo: Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el Evangelio de Dios. Llamado y elegido no por los hombres ni por obra de los hombres, sino por Jesucristo y Dios Padre. Presente en todo su discurso está esta realidad: la elección divina.
Jesús llama con imperio y ternura, como Yahvé a sus profetas y enviados: Moisés, Samuel, Isaías... Nunca los llamados merecieron en modo alguno la vocación para la que fueron elegidos, ni por su buena conducta, ni por sus condiciones personales. San Pablo lo dirá explícitamente: Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio. Es más, Dios suele llamar a su servicio y para sus obras a personas con virtudes y cualidades desproporcionadamente pequeñas para lo que realizarán con la ayuda divina. Considerad vuestro llamamiento, pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne. El Señor nos llama también a nosotros para que continuemos su obra redentora en el mundo, y no nos pueden sorprender y mucho menos desanimar nuestras flaquezas, ni la desproporción entre nuestras condiciones y la tarea que nos pone Dios por delante. Él da siempre el incremento; nos pide nuestra buena voluntad y la pequeña ayuda que pueden darle nuestras manos.
II. Llamó a los que quiso. La vocación es siempre, y en primer lugar, una elección divina, cualesquiera que fueran las circunstancias que acompañaron el momento en que se aceptó esa elección. Por eso, una vez recibida no se debe someter a revisión, no cabe discutirla con razonamientos humanos, que siempre son pobres y cortos. Dios da siempre las gracias necesarias para perseverar, pues, como enseña Santo Tomás, a quienes Dios elige para una misión los prepara y dispone de suerte que sean idóneos para desempeñar aquello para lo que fueron elegidos. En el cumplimiento de esta misión, el hombre descubre la grandeza de su vida, «porque la llamada divina y, en última instancia, la revelación que Dios hace del misterio de su ser es, simultáneamente, una palabra que desvela el sentido y el ser de la vida del hombre. Es en la audición y en la aceptación de la palabra divina como el hombre llega a comprenderse a sí mismo y a adquirir, por tanto, una coherencia en su ser (...). De ahí que el comportamiento más fuerte ante mí mismo, la más completa honradez y coherencia en mi propio ser acontecen en mi compromiso ante el Dios que llama». La fidelidad a la vocación es fidelidad a Dios, a la misión que nos encarga, para lo que hemos sido creados: el modo concreto y personal de dar gloria a Dios.
Para aquellos Doce comenzó aquel día una vida nueva junto a Cristo. Uno de ellos, Judas, no fue fiel, a pesar de haber sido expresamente elegido. Los demás, al pasar los años, recordarían aquel momento de su elección como el más trascendental de su vida. De estos hombres quiso servirse el Señor, a pesar de que ninguno de ellos, desde un punto de vista humano, tenía las condiciones requeridas para una tarea de tanta envergadura. Sin embargo, fueron dóciles y recibieron las gracias oportunas, y también cuidados divinos muy particulares. Por eso llevarían a cabo la misión encomendada por el Señor hasta los confines de la tierra.
El Señor también llama hoy a sus apóstoles para que estén con Él (recepción de los sacramentos y vida de oración, trato íntimo y profundo con el Maestro, santidad personal) y enviarlos a predicar (apostolado en todos los ambientes). Y, aunque el Maestro hace algunos llamamientos específicos, la vida cristiana de todo fiel, hasta la más común y corriente, comporta una vocación singular: una invitación a seguir a Cristo con una vida nueva cuya clave Él posee: si alguno quiere venir en pos de mí.... Los primeros cristianos siempre consideraron su condición como fruto de una vocación divina: los bautizados de Roma o de Corinto serán los santos por vocación.
A todos –de una forma u otra– nos ha llamado Cristo para que le sigamos de cerca, le imitemos y le demos a conocer, haciendo presente en el mundo la obra de la Redención hasta que Él venga: «todos los fieles de cualquier estado y condición de vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aun en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir». Esta plenitud de la vida cristiana pide la heroicidad de las virtudes, y se pondrá particularmente de manifiesto en circunstancias en las que el estilo de vida o los fines que muchos se han propuesto en su vida están lejos del ideal cristiano. El Señor nos quiere santos, en el sentido estricto de esta palabra, en medio de nuestras ocupaciones, con una santidad alegre, atractiva, que arrastra a otros al encuentro con Cristo. Él nos da las fuerzas y las ayudas necesarias. Estos medios que el Señor concede a todos para seguirle y serle fieles, de los que será temerario prescindir, son especialmente necesarios cuando Dios llama a un celibato apostólico en medio de esas tareas seculares.
Que sepamos decirle muchas veces a Jesús que cuenta con nosotros, con nuestra buena voluntad de seguirle, allí donde nos encontramos; sin límite, ni condiciones.
III. El descubrimiento de la personal vocación es el momento más importante de toda la existencia. De la respuesta fiel a esta llamada depende la propia felicidad y la de otros muchos. Dios nos crea, nos prepara y nos llama en función de un designio divino. «Si hoy tantos cristianos viven a la deriva, con escasa profundidad y limitados por estrechos horizontes, se debe, sobre todo, a la falta de una clara conciencia de su peculiar razón de ser y de existir (...). Lo que eleva al hombre, lo que le da realmente una personalidad, es la conciencia de su vocación, la conciencia de su tarea concreta. Eso es lo que llena una vida y le da contenido».
La primera decisión en el seguimiento de Cristo constituye el fundamento de otras muchas respuestas a lo largo de la vida. La fidelidad se hace día a día, ordinariamente en cosas que parecen de poca trascendencia, en los pequeños deberes de la jornada, rechazando todo aquello que pueda dañar lo que es la esencia de nuestro vivir.
No basta con mantener la vocación, es preciso renovarla, reafirmarla constantemente: cuando parece fácil, y en los momentos en que todo cuesta, cuando los ataques del mundo, del demonio o de la carne se manifiestan con todo su poder. Siempre tendremos las ayudas necesarias para ser fieles. Cuantas más dificultades, más gracias. Y con la lucha ascética bien determinada –con un examen particular bien concreto– el amor crece y se enrecia con el paso del tiempo, y la entrega, lejos de toda rutina, se hace más consciente, más madura. «No se trata de un crecimiento de orden cuantitativo, como el de un montón de trigo, sino cualitativo, como cuando el calor se hace más intenso, o como cuando la ciencia, sin llegar a conclusiones nuevas, se hace más penetrante, más profunda, más unificada, más cierta. Así, la caridad tiende a amar más perfectamente, de modo más puro, más estrechamente, a Dios por encima de todo, y al prójimo y a nosotros mismos, para que glorifiquemos a Dios en el tiempo y en la eternidad». Ese es el crecimiento que el Señor nos pide.
Esforzarse para crecer en la santidad, en el amor a Cristo y a todos los hombres por Cristo es asegurar la fidelidad y, por tanto, la alegría, el amor, una vida llena de sentido.
San Pablo se servía de una comparación tomada de las carreras en el estadio para explicar que la lucha ascética del cristiano ha de ser alegre, verdadero deporte sobrenatural. Y al considerar el Apóstol que no ha llegado a la perfección, lucha por alcanzar lo prometido: una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto. Desde que Cristo se metió en su vida en el camino de Damasco, se entregó con todas sus fuerzas a buscarle, a amarle y a servirle. Eso hicieron los Apóstoles desde aquel día en que Jesús pasó a su lado y los llamó. No desaparecieron en aquel instante sus defectos, pero día a día siguieron al Maestro en una amistad creciente, y fueron fieles. Eso hemos de hacer nosotros: corresponder diariamente a las gracias que recibimos, ser fieles cada jornada. Así llegaremos hasta la meta, donde Cristo nos espera.
2ª semana. Sábado
LA ALEGRÍA
— Tiene su fundamento en la filiación divina.
— Cruz y alegría. Causas de la tristeza. Remedios.
— El apostolado de la alegría.
I. Cuando el mundo surgió de las manos de Dios, todo desbordaba bondad, y esta tuvo su punto culminante con la creación del hombre. Pero con el pecado llegó al mundo el mal, y como hierba mala arraigó en la naturaleza humana. Unida siempre al bien, la alegría verdadera vino plenamente a la tierra aquel día en que Nuestra Señora dio su consentimiento y en su seno se encarnó el Hijo de Dios. En Ella ya reinaba un profundo gozo, porque había sido concebida sin el pecado de origen y su unión con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo era plena. Con su respuesta amorosa a los designios divinos se convierte en causa, en todo el sentido de la palabra, de la nueva alegría del mundo, pues en Ella nos llegó Jesucristo, que es el júbilo pleno del Padre, de los ángeles y de los hombres: en quien Dios Padre tiene puestas todas sus complacencias, y la misión de Santa María, entonces y ahora, es darnos a Jesús, su Hijo. Por eso llamamos a Nuestra Señora Causa de nuestra alegría.
Hace pocas semanas contemplábamos el anuncio del Ángel a los pastores: No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David.... La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más diversas y supieron seguirle: es la alegría colmada del anciano Simeón al tener en sus brazos al Niño Jesús; o el inmenso gozo –gaudio magno valde– de los Magos al encontrar de nuevo la estrella que les conducía hasta Jesús, María y José; y la de todos aquellos que un día inesperado descubrieron a Cristo: ¿Por qué no le habéis prendido?, preguntarán más tarde los príncipes de los sacerdotes y los fariseos a los servidores, que posiblemente se ganaron un arresto o un despido al desobedecer: Es que jamás hombre alguno -dijeron- habló nunca como este hombre; es la dicha de Pedro en el Tabor: Señor, bueno es quedarnos aquí; o el júbilo que recuperan, al reconocer a Jesús, dos discípulos que caminaban hacia Emaús con profundo desaliento...; y el alborozo de los Apóstoles cada vez que ven a Cristo Resucitado.... Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de alegría en Dios, salvador mío. Ella posee a Jesús plenamente, y su alegría es la mayor que puede contener un corazón humano.
La alegría es la consecuencia inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en la sabiduría y en el amor. Por su misericordia infinita, Dios nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y partícipes de su naturaleza, que es precisamente plenitud de Vida, Sabiduría infinita, Amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que la que se funda en ser hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de subsistir en la enfermedad y en el fracaso: Yo os daré una alegría -había prometido el Señor en la Última Cena- que nadie os podrá quitar. Cuanto más cerca estamos de Dios, mayor es la participación en su Amor y en su Vida; cuanto más crezcamos en la filiación divina, mayor y más tangible será nuestra alegría. ¿Es alegre, positivo, optimista, mi modo habitual de ser y de comportarme? ¿Pierdo fácilmente la alegría por una contradicción, por un contratiempo? ¿Me dejo llevar con frecuencia por los estados de ánimo?
II. ¡Qué distinta es esta felicidad de aquella que depende del bienestar material, de la salud ¡tan frágil!, de los estados de ánimo ¡tan cambiantes!, de la ausencia de dificultades, del no padecer necesidad...! Somos hijos de Dios y nada nos debe turbar; ni la misma muerte.
San Pablo recordaba a los primeros cristianos de Filipos: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Y les señalaba enseguida la razón: El Señor está cerca. En medio del ambiente difícil, a veces duro y agresivo, en el que se movían, el Apóstol les indica la mejor medicina: estad alegres. Y es admirable este mandato del Apóstol, pues cuando él escribe esa Carta está encadenado en la cárcel. Y en otra ocasión, en circunstancias extraordinariamente difíciles, escribirá: abundo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones. Para la verdadera alegría nunca son definitivas ni determinantes las circunstancias que nos rodeen, porque está fundamentada en la fidelidad a Dios, en el cumplimiento del deber, en abrazar la Cruz. «¿Cómo es posible estar alegres ante la enfermedad y en la enfermedad, ante la injusticia y sufriendo la injusticia? ¿No será esa alegría una falsa ilusión o una escapatoria irresponsable?: ¡no! La respuesta nos la da Cristo: ¡solo Cristo! Solo en Él se encuentra el verdadero sentido de la vida personal y la clave de la historia humana. Solo en Él –en su doctrina, en su Cruz Redentora, cuya fuerza de salvación se hace presente en los Sacramentos de la Iglesia– encontraréis siempre la energía para mejorar el mundo, para hacerlo más digno del hombre, imagen de Dios, para hacerlo más alegre.
«Cristo en la Cruz: esta es la única clave auténtica. En la Cruz, Él acepta el sufrimiento para hacernos felices; y nos enseña que, unidos a Él, también nosotros podemos dar un valor de salvación a nuestro sufrimiento, que así se transforma en gozo: en la alegría profunda del sacrificio por el bien de los demás y en la alegría de la penitencia por los pecados personales y los pecados del mundo.
»A la luz de la Cruz de Cristo, por tanto, no hay lugar para el temor al dolor, porque entendemos que en el dolor se manifiesta el amor: la verdad del amor, de nuestro amor a Dios y a todos los hombres».
En el Antiguo Testamento ya había dicho el Señor por boca de Nehemías: No os entristezcáis, porque la alegría de Yahvé es vuestra fortaleza. En efecto, la alegría es uno de los más poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria, un admirable remedio para todos los males. Este gran bien solo lo perdemos por el alejamiento de Dios (el pecado, la tibieza, la desgana en el trato con Dios, el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que nos llega de formas tan diversas: dolor, enfermedad, fracaso, contradicción, cambio de planes, humillaciones... La tristeza hace mucho daño en nosotros y a nuestro alrededor. Es una planta dañina que debemos arrancar en cuanto aparece: Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa lejos de ti la congoja; porque a muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad alguna en ella.
En cualquier circunstancia que tienda a abatirnos podemos recuperar la alegría si sabemos abrir el corazón: hablar, airear el alma. Cuando acudimos a la oración o vamos con corazón contrito a la Confesión tomamos una actitud eficaz para encontrar el camino de la alegría, sobre todo cuando se perdió a causa del pecado o de descuidos culpables en el trato con el Señor. El olvido de sí mismo, el no andar excesivamente preocupados de las propias cosas, la humildad, en definitiva, es condición imprescindible para abrirnos a Dios como buenos hijos, fundamento de toda alegría verdadera. En la oración confiada –que es hablar con Dios– surgirá la aceptación de una contrariedad (quizá la causa oculta de ese estado triste), o la decisión de abrir el alma en la dirección espiritual –para decir aquello que nos preocupa–, o de ser generosos en eso que Dios nos pide y que quizá –por nuestras escasas luces– nos cuesta darle.
III. El apostolado que nos pide el Señor es, en buena parte, sobreabundancia de alegría sobrenatural y humana, transmitir la alegría de estar cerca de Dios. Cuando esta «se derrama en los demás hombres, allí engendra esperanza, optimismo, impulsos de generosidad en la fatiga cotidiana, contagiando a toda la sociedad.
»Hijos míos –decía el Papa Juan Pablo II–, solo si tenéis en vosotros esta gracia divina, que es alegría y paz, podréis construir algo válido para los hombres».
Un campo importante, donde debemos sembrar mucha alegría, es en la familia. La nota dominante en el propio hogar ha de ser la sonrisa habitual –aunque estemos cansados, aunque tengamos asuntos que nos preocupen–, y entonces esta manera optimista, cordial, afable, de comportarnos es también «la piedra caída en el lago», que provoca una onda más amplia, y esta otra más: acaba creando un clima grato en el que es posible convivir y en el que, con naturalidad, se desarrolla un apostolado fecundo con los hijos, con los padres, con los hermanos... Por el contrario, un gesto adusto, intolerante, pesimista, reiterativo.... aleja a los demás de uno mismo y de Dios, crea nuevas tensiones y con facilidad se falta a la caridad. Dice Santo Tomás que nadie puede aguantar ni un solo día a una persona triste y desagradable; y, por tanto, todo hombre está obligado, por un cierto deber de honestidad, a convivir amablemente (con alegría) con los demás. Vencer los estados de ánimo, el cansancio, las preocupaciones personales, será siempre una mortificación muy grata al Señor.
Este espíritu alegre, optimista, sonriente, que tiene como fundamento hondo la filiación divina, hemos de extenderlo al trabajo, a los amigos, a los vecinos, a esas personas con las que quizá solo vamos a tener un breve encuentro en la vida: al cliente que ya no veremos más, al enfermo que una vez sano ya no deseará ver al médico, a esa persona que nos ha preguntado la dirección de una calle... Se llevarán de nosotros un gesto cordial, y el haberles encomendado a su Ángel Custodio... Y muchos encontrarán en la alegría del cristiano el camino que conduce al Señor, que quizá de otra manera no hallarían.
«¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría —“Magnificat anima mea Dominum!” —y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.
»¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo». Junto a Ella hacemos hoy un «propósito sincero: hacer amable y fácil el camino a los demás, que bastantes amarguras trae consigo la vida»
Tercer Domingo
ciclo A
LA LUZ EN LAS TINIEBLAS
— Jesús trae la luz al mundo sumido en la oscuridad. La fe ilumina toda la vida.
— Los cristianos somos luz del mundo. Ejemplaridad en las tareas profesionales. Competencia profesional.
— Eficacia del buen ejemplo. Formación doctrinal y vida interior para santificar las realidades terrenas.
I. Dominus illuminatio mea et salus mea: quem timebo? El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?. Estas palabras del Salmo responsorial son una confesión de fe y una manifestación de nuestra seguridad: fe en el Señor, que es la Luz de nuestras vidas; seguridad, porque en Cristo encontramos las fuerzas necesarias para andar por nuestra senda cotidiana. Luz de luz, decimos en el Credo de la Misa, referido al Hijo de Dios.
La humanidad caminó en tinieblas hasta que la luz brilló en la tierra cuando Jesús nació en Belén, como hemos considerado en las pasadas semanas. Envolvió con su claridad a María y a José, y a los pastores, y a los Magos. Luego, ese lucero brillante de la mañana se ocultó durante años en la pequeña ciudad de Nazaret y llevó la vida normal de sus paisanos. En realidad seguía iluminando la vida de los hombres, pues en los años de Nazaret nos mostraba con ese ocultamiento que la vida corriente puede y debe santificarse. Ahora, después de haber dejado Nazaret y del Bautismo en el Jordán, va a Cafarnaún para dar comienzo a su ministerio público.
San Mateo recoge en el Evangelio de la Misa la profecía de Isaías en la que se dice que el Mesías iluminaría toda la tierra. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló. Como sol apenas amanecido, trae Jesús el resplandor de la verdad al mundo, y una claridad sobrenatural a las inteligencias que no quieren permanecer más en la oscuridad de la ignorancia y del error.
San Mateo narra también que los primeros que, ya en la vida pública del Señor, recibieron eficazmente el influjo de esta luz fueron aquellos discípulos a quienes llamó mientras caminaba junto al lago de Galilea. Primero fueron Simón y Andrés, que eran pescadores. Jesús los llamó y ellos inmediatamente dejaron las redes y le siguieron; y luego a los otros dos hermanos, Santiago y Juan, quienes también lo dejaron todo enseguida y siguieron a Jesús. Estos hombres «experimentaron la fascinación de la luz secreta que emanaba de Él, y sin demora la siguieron para iluminar con su fulgor el camino de su vida. Pero esa luz de Jesús resplandece para todos». Él se acerca a nuestra oscuridad para darle sentido a nuestro vivir: al trabajo diario, al cansancio, a las penas y a las alegrías...
Para muchos personajes que nos muestra el Evangelio, para muchedumbres enteras, la vida de Jesús parece como el relato de un encuentro; estamos a veces en la oscuridad, y la luz está deseando traspasarla. Ahora se está cumpliendo también aquella profecía de Isaías, que recoge la Primera lectura de la Misa: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Es la alegría de la fe, que ilumina todos nuestros quehaceres; es la maravilla de Jesús que da sentido a todo lo nuestro.
II. Jesucristo, luz del mundo, llamó en primer lugar a unos hombres sencillos de Galilea, iluminó sus vidas, los ganó para su causa y les pidió una entrega sin condiciones. Aquellos pescadores de Galilea salieron de la penumbra de una existencia sin relieve ni horizonte y siguieron al Maestro, como lo harían más tarde otros, y después no han cesado de seguirle a lo largo de los siglos. Le siguen hasta dar la vida por Él. Le seguimos nosotros.
El Señor nos llama ahora para que vayamos en pos de Él y para que iluminemos la vida de los hombres y sus actividades nobles con la luz de la fe: bien sabemos que el remedio a tantos males que aquejan a la humanidad es la fe en Jesucristo, nuestro Maestro y Señor. Sin Él los hombres caminan a oscuras, y por eso tropiezan y caen. La fe que debemos comunicar es luz en la inteligencia, una luz incomparable: «fuera de la fe están las tinieblas, la oscuridad natural ante la verdad sobrenatural y la oscuridad infranatural, que es consecuencia del pecado».
Las palabras llegarán al corazón de nuestros amigos si antes ha llegado el ejemplo de nuestro actuar: la puntualidad a la hora de comenzar la tarea; el aprovechamiento del tiempo en ese trabajo o en el estudio; la fortaleza para no perder la serenidad en medio de las dificultades; las ayudas, muchas veces pequeñas, a los compañeros de trabajo; el ejercicio de las virtudes humanas propias del cristiano: optimismo, cordialidad, reciedumbre, lealtad a la empresa, a los amigos –sin ceder nunca a la crítica, a la murmuración–... No sería coherente con su fe el cristiano que no pone todo su empeño por ser competente en su trabajo y, mucho menos, el que lesiona algún aspecto de la justicia en sus relaciones laborales, con otras personas o con la sociedad.
Para llevar la luz de la fe al ambiente en el que nos movemos, necesitamos una buena formación, el conocimiento del Magisterio de la Iglesia acerca de las cuestiones más actuales que a cada uno atañen según su profesión, para crear un orden social justo, que fomente la dignidad y las libertades de la persona humana. Y puede ocurrir que la generosidad y la justicia en el comportamiento profesional al llevar a la práctica la doctrina de Jesucristo, que tiene consecuencias concretas en la vida de los que quieren ser buenos cristianos, choquen más o menos abiertamente con los usos corrientes entre los colegas, o simplemente con el egoísmo y el aburguesamiento del momento. El Señor espera de cada discípulo suyo que sea realmente fiel a la verdad, con fortaleza y valentía, porque así ayudará a muchos a que se replanteen su modo de actuar, su sentido de la vida. Alguna vez tendremos que recordar aquella advertencia de San Pablo a los cristianos de Corinto: nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles. Siempre chocará el mensaje de Cristo con una sociedad enferma por el materialismo y con una actitud ante la vida conformista y aburguesada.
Viriliter age: pórtate con fortaleza: podemos preguntarnos hoy si en nuestro ambiente se nos conoce por esa coherencia de vida, por la ejemplaridad en el quehacer profesional –con la valentía a la que nos impulsa el Espíritu Santo–, en nuestro estudio si somos estudiantes, en el ejercicio diario de las virtudes humanas y de las sobrenaturales, en la práctica de las obras de misericordia, espirituales y corporales.
III. A todos nos llama el Señor para ser luz del mundo, y esa luz no puede quedar escondida: «somos lámparas que han sido encendidas con la luz de la verdad». Para dar a conocer la doctrina de Jesucristo, para que ilumine también toda nuestra vida, debemos poner los medios para conocerla con profundidad, con la hondura que pide nuestra formación humana, la edad, la responsabilidad de cara a los hijos, al ambiente que nos circunda, a la sociedad. Debemos conocer con precisión los deberes de justicia de nuestro trabajo y las exigencias de la caridad, que va más allá; el bien que tenemos oportunidad de realizar, y hacerlo; el mal que podría derivar de una determinada actuación, y evitarlo; admitir que, en ocasiones quizá no infrecuentes, tendremos necesidad de pedir consejo y movernos luego con la responsabilidad personal de un buen cristiano que es a la vez un buen ciudadano, un hombre fiel y responsable con su familia, en su trabajo, en sus estudios.
En la Iglesia ha depositado el Señor el tesoro de su doctrina. A su Magisterio acudiremos, como los barcos acuden al faro, para encontrar orientación y luz en muchos problemas que afectan a la salvación e incluso a la misma dignidad de la persona humana.
Si como cristianos que viven en el entramado de la sociedad hemos de santificarnos en y a través del trabajo, debemos conocer muy bien los principios de la ética profesional, y aplicarlos luego en el ejercicio de la profesión, aunque estos criterios resulten exigentes y costosos a la hora de llevarlos a la práctica. Para esto es indispensable «vida interior y formación doctrinal. ¡Exígete! —Tú –caballero cristiano, mujer cristiana– has de ser sal de la tierra y luz del mundo, porque estás obligado a dar ejemplo con una santa desvergüenza.
»Te ha de urgir la caridad de Cristo y, al sentirte y saberte otro Cristo desde el momento en que le has dicho que le sigues, no te separarás de tus iguales –tus parientes, tus amigos, tus colegas–, lo mismo que no se separa la sal del alimento que condimenta.
»Tu vida interior y tu formación comprenden la piedad y el criterio que ha de tener un hijo de Dios, para sazonarlo todo, con su presencia activa.
»Pide al Señor que siempre seas un buen condimento en la vida de los demás».
También acudimos a la Virgen; le pedimos fortaleza y sencillez para vivir como los primeros cristianos en medio del mundo sin ser mundanos, para ser luz de Cristo en nuestra profesión y ambiente.
Tercer Domingo
ciclo b
DESPRENDIMIENTO PARA SEGUIR A CRISTO
— Los discípulos, dejadas todas las cosas, siguen a Jesús. Necesidad de un desprendimiento completo para responder a las llamadas que nos dirige el Señor.
— Algunos detalles de pobreza cristiana y de desprendimiento.
— La limosna y el desprendimiento de los bienes materiales.
I. El Evangelio de la Misa nos narra la llamada de Cristo a cuatro de sus discípulos: Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Los cuatro eran pescadores y se encuentran trabajando, echando las redes o arreglándolas, cuando Jesús pasa y les llama. Estos Apóstoles ya conocían al Señor y se habían sentido profundamente atraídos por su Persona y por su doctrina. El llamamiento que ahora reciben es el definitivo: Seguidme y os haré pescadores de hombres. Jesús, que les ha buscado en medio de su trabajo, emplea un símil sacado de su profesión, la pesca, para señalarles su nueva misión.
Estos pescadores, al instante, lo dejaron todo para seguir al Maestro. También de San Mateo se nos dice que, relictis omnibus, dejadas todas las cosas, se levantó de la mesa donde cobraba los tributos y se fue con Cristo. Y el resto de los Apóstoles, cada uno en las peculiares circunstancias en que los encontró Jesús, debieron de hacer lo mismo.
Para seguir a Cristo es necesario tener el alma libre de todo apegamiento: del amor a sí mismo en primer lugar, de la excesiva preocupación por la salud, del futuro..., de las riquezas y bienes materiales. Porque cuando el corazón se llena de los bienes de la tierra, ya no queda lugar para Dios. A unos les pedirá el Señor la renuncia absoluta para disponer de ellos con más plenitud, como hizo con los Apóstoles, con el joven rico, con tantos, a lo largo de los siglos, que han encontrado en Él su tesoro y su riqueza. Y a todo el que pretenda seguirle, le exige Cristo un desprendimiento efectivo de sí mismo y de lo que tiene y usa. Si este desasimiento es real, se manifestará en muchos hechos de la vida ordinaria, pues siendo bueno el mundo creado, el corazón tiende a apegarse desordenadamente a las criaturas y a las cosas. Por eso necesita el cristiano una vigilancia continua y un examen frecuente, para que los bienes creados no impidan la unión con Dios, sino que sean un medio para amarle y servirle. «Vigilen, pues, todos para ordenar rectamente sus afectos –advierte el Concilio Vaticano II–, no sea que, en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan (Cfr. 1 Cor 7, 31)». Estas palabras de San Pablo a los cristianos de Corinto, que recoge la Segunda lectura de la Misa, son una invitación a poner nuestro corazón en lo eterno, en Dios.
La renuncia que pide el Señor ha de ser efectiva y concreta. Como dirá más tarde el mismo Jesús, es imposible servir a Dios y a las riquezas. Si renunciamos a la propia vida por Cristo, con más motivo hemos de hacerlo con los bienes pasajeros que, en definitiva, duran poco y valen poco.
II. El desasimiento cristiano no es desprecio de los bienes materiales, si se adquieren y se utilizan conforme a la voluntad de Dios, sino hacer realidad en la propia vida aquel consejo del Señor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. Cuanto mayor es el desprendimiento, se descubre que mayor es la capacidad de querer a los demás y de apreciar la bondad y belleza de la creación.
Pero un corazón tibio y dividido, dado a compaginar el amor a Dios con el amor a los bienes, a la comodidad y al aburguesamiento, muy pronto desalojará a Cristo de su corazón y se encontrará prisionero de los bienes, que entonces se han convertido para él en males. No debemos olvidar que todos arrastramos como secuela del pecado original la tendencia a una vida más fácil, al aburguesamiento, al afán de dominio, a la preocupación por el futuro. A esta tendencia, que existe en todo corazón, se une la carrera desenfrenada por la posesión y el disfrute de medios materiales, como si fuera lo más importante de la vida, que parece extenderse cada vez más en la sociedad en que vivimos. En todas partes se observa una clara tendencia, no al legítimo confort, sino al lujo, a no privarse de nada placentero. Es una gran presión que se hace sentir por todas partes y que no debemos olvidar, si queremos de verdad mantenernos libres de estas ataduras para seguir a Cristo y ser ejemplos vivos de templanza, en medio de esa sociedad que debemos conducir hasta el Señor. La abundancia y el disfrute de bienes materiales nunca darán la felicidad al mundo; el corazón humano solo encontrará en su Dios y Señor la plenitud para la que fue creado. Cuando no se actúa con la necesaria fortaleza para vivir ese desprendimiento, «el corazón queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento».
La pobreza y el desasimiento cristianos no tienen nada que ver con la suciedad y dejadez, con el desaliño o la falta de educación. Jesús va bien vestido. Su túnica, confeccionada seguramente por su Madre, es en el Calvario objeto de sorteo, porque era sin costura y de un solo tejido de arriba abajo; era una vestidura orlada. También observamos cómo en casa de Simón nota la falta de las normas usuales de educación y le echa en cara que no le haya ofrecido agua para lavarse los pies ni le haya saludado con el beso de la paz y que no unja su cabeza con óleo.... La casa de la Sagrada Familia en Nazaret era modesta, limpia, sencilla, ordenada, alegre, sin desperfectos no recompuestos por dejadez o desidia, agradable, donde daba gusto estar. Frecuentemente no faltarían unas flores o algún pequeño detalle de adorno colocado con gusto.
La pobreza del cristiano que se ha de santificar en medio del mundo está muy ligada al trabajo del que vive y sostiene a su familia; en el estudiante su pobreza se relaciona con un estudio serio y un tiempo bien aprovechado, con la clara conciencia de que contrae con su formación una deuda con la sociedad y con los suyos, y que debe prepararse con competencia para ser útil; la pobreza de la madre de familia estará íntimamente unida al cuidado de su hogar, de la ropa, de los muebles..., para que duren, al prudente ahorro, que la llevará a evitar los caprichos personales, al examen de calidades en lo que compra, lo que supondrá en ocasiones recorrer más de una tienda, comparar precios... Y en relación a los hijos, ¡cómo agradecen luego el haber sido educados con esa cierta austeridad, que entra por los sentidos y que no necesita demasiadas explicaciones cuando se ve hecha vida en los padres! Y esto aunque se trate de una familia de posición desahogada. Los padres les dejan una gran herencia cuando descubren que el trabajo es el mejor y más sólido capital, cuando muestran el valor de las cosas y enseñan a gastar teniendo en cuenta las necesidades que padecen muchos en la tierra, cuando les educan para ser generosos.
III. El desprendimiento efectivo de los bienes supone sacrificio. Un desprendimiento que no cuesta es poco real. El estilo de vida cristiana supone un cambio radical de actitud frente a los bienes terrenos: se procuran y se usan no como si fueran un fin, sino como medio para servir a Dios, a la familia, a la sociedad. El fin de un cristiano no es tener cada vez más, sino amar más y más a Cristo, a través de su trabajo, de su familia, también a través de los bienes. La generosa preocupación por las necesidades ajenas que vivían los primeros cristianos y que San Pablo enseñó a vivir también a los fieles de las comunidades que iba fundando, será siempre un ejemplo de permanente vigencia: un cristiano jamás podrá contemplar con indiferencia las necesidades espirituales o materiales de los demás, y debe poner los medios para contribuir generosamente a solucionar esas necesidades. Unas veces con su aportación económica, otras cediendo su tiempo para obras buenas, sabiendo que entonces no solo se remedian las necesidades de los santos (de otros hermanos en la fe), sino que también se contribuye mucho a la gloria del Señor.
La generosidad en la limosna a personas necesitadas o a obras buenas ha sido siempre una manifestación, no única, del desprendimiento real de los bienes y del espíritu de pobreza evangélica. Limosna, no solo de lo superfluo, sino aquella que se compone principalmente a base de sacrificios personales, de pasar necesidad en algún campo. Esta ofrenda, hecha con sacrificio de aquello que nos parecía quizá necesario, es gratísima al Señor. La limosna brota de un corazón misericordioso, y «es más útil para quien la ejerce que para aquel que la recibe. Porque quien la ejerce saca de allí un provecho espiritual, mientras quien la recibe solo temporal».
El Señor, como a los Apóstoles, nos ha invitado a seguirle, cada uno en unas peculiares condiciones, y para responder a esa llamada debemos vigilar si también nosotros hemos dejado todas las cosas, aunque de hecho tengamos que usar de ellas. Examinemos si somos generosos con lo que tenemos y usamos, si estamos desprendidos del tiempo, de la salud, si nuestros amigos nos conocen por ser personas que habitualmente viven con sobriedad, si somos generosos en la limosna, si evitamos gastos que son en el fondo capricho, vanidad, aburguesamiento, si cuidamos aquello que usamos: libros, instrumentos de trabajo, ropa; veamos, en definitiva, si nuestro deseo de seguir al Señor va acompañado del necesario desprendimiento de las cosas, y si este desprendimiento es real, si se expresa en hechos concretos. También Jesús pasa a nuestro lado; no dejemos que por cuatro cosas –basura las llama San Pablo–, estemos retrasando esa unión más honda con Cristo.
Tercer Domingo
ciclo c
FORMACIÓN DOCTRINAL
— Oír con fe y devoción la Palabra de Dios. La lectura del Evangelio. La ignorancia, «el mayor enemigo de Dios en el mundo».
— La formación del cristiano continúa durante toda su vida. Necesidad de una buena formación.
— Tiempo y constancia para adquirir la buena doctrina. La lectura espiritual.
I. La Primera lectura de la Misa nos narra con gran emotividad la vuelta a Judea del pueblo elegido, después de tantos años de destierro en Babilonia. En suelo judío, un sacerdote, Esdras, explica al pueblo el contenido de la Ley que habían olvidado en aquellos años pasados en «tierra extraña». Leyó el libro sagrado desde el amanecer hasta el medio día, y todos, de pie, seguían atentamente las enseñanzas, y el pueblo entero lloraba. Es un llanto en el que se mezclan la alegría por reconocer de nuevo la Ley de Dios, y la tristeza porque su anterior olvido de la Ley les acarreó el destierro.
Cuando nos congregamos para participar en la Santa Misa escuchamos de pie, en actitud de vigilia, la Buena Nueva que siempre nos trae el Evangelio. Hemos de oírlo con una disposición atenta, humilde y agradecida, porque sabemos que el Señor se dirige a cada uno en particular. «Nosotros –escribía San Agustín– debemos oír el Evangelio como si el Señor estuviera presente y nos hablase. No debemos decir: “felices aquellos que pudieron verle”. Porque muchos de los que le vieron le crucificaron; y muchos de los que no le vieron creyeron en Él. Las mismas palabras que salían de la boca del Señor se escribieron y se guardaron y conservaron para nosotros».
Solo se ama a quien se conoce; por eso, muchos cristianos dedican además, cada día, unos minutos a leer y meditar el Santo Evangelio, que nos conduce como de la mano al conocimiento y a la contemplación de Jesucristo. Nos enseña a verlo como lo vieron los Apóstoles, a observar sus reacciones, su modo de comportarse, sus palabras llenas siempre de sabiduría y autoridad; nos lo muestra compasivo ante la desgracia en unas ocasiones, santamente enfadado en otras, comprensivo con los pecadores, firme ante los fariseos falsificadores de la religión, lleno de paciencia con aquellos discípulos que no entienden muchas veces el sentido de sus palabras...
Nos sería muy difícil amar a Jesucristo, conocerle de verdad, si no escucháramos frecuentemente la Palabra de Dios, si no leyéramos con atención, cada día, el Santo Evangelio. Esa lectura –quizá unos pocos minutos– alimenta nuestra piedad.
Al terminar el sacerdote cada una de las lecturas de la Sagrada Escritura, dice: Palabra de Dios. Y todos los fieles contestan: ¡Te alabamos, Señor! Y ¿cómo le alabamos? El Señor no se contenta con nuestras palabras: quiere también una alabanza con obras. No podemos arriesgarnos a olvidar la ley de Dios, a que las enseñanzas de la Iglesia queden en nosotros como verdades difusas e inoperantes, o conocidas solo superficialmente; eso supondría para nuestra vida un destierro mucho más amargo que el de Babilonia. El gran enemigo de Dios en el mundo es la ignorancia, «que es causa y como raíz de todos los males que envenenan los pueblos y perturban a muchas almas»3.
Y sabemos bien que el mal que afecta a gran número de cristianos es la falta de formación doctrinal. Es más, muchos están inficcionados del error, enfermedad más grave que la misma ignorancia. ¡Qué pena si nosotros, por falta de la necesaria doctrina, no supiéramos darles a conocer a Cristo y la luz necesaria para que comprendan sus enseñanzas!
II. En la Misa de hoy leemos el comienzo del Evangelio de San Lucas4, quien nos dice que ha resuelto poner por escrito la vida de Cristo para que conozcamos la solidez de las enseñanzas que hemos recibido. La obligación de conocer con profundidad la doctrina de Jesús, cada uno según las circunstancias de su vida, atañe a todos y dura mientras continúe nuestro caminar sobre la tierra. «El crecimiento de la fe y de la vida cristiana, y más en el contexto adverso en que vivimos, necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio permanente de la libertad personal. Este esfuerzo comienza por la estima de la propia fe como lo más importante de nuestra vida. A partir de esta estima nace el interés por conocer y practicar cuanto está contenido en la fe en Dios y el seguimiento de Cristo en el contexto complejo y variante de la vida real de cada día». Nunca hemos de considerarnos con la suficiente formación, nunca deberemos conformarnos con el conocimiento de Jesucristo y de sus enseñanzas que hayamos adquirido. El amor pide siempre conocer más de la persona amada. En la vida profesional, un médico, un arquitecto o un abogado, si son buenos profesionales, no dan por terminado su estudio al acabar la carrera: siempre están en continua formación. Lo mismo ocurre con el cristiano. También a la formación doctrinal se le puede aplicar aquella sentencia de San Agustín: «¿Dijiste basta? Pereciste».
La calidad del instrumento –eso somos todos: instrumentos en manos de Dios– puede mejorar, desarrollar nuevas posibilidades. Cada día podemos amar un poco más y ser más ejemplares. Esto no lo conseguiremos si nuestro entendimiento no recibe continuamente el alimento de la sana doctrina. «No sé cuántas veces me han dicho –comenta un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que no sepa más que rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que así sea; y, por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (...) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba de amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor hubiera sido mayor».
La llamada «fe del carbonero» (lo creo todo, aunque no sepa qué es) no es suficiente para el cristiano que, en medio del mundo, encuentra cada día confusión y falta de luz en cuanto a la doctrina de Jesucristo –la única salvadora– y a los problemas éticos, nuevos y antiguos, con que se tropieza en el ejercicio de su profesión, en la vida familiar, en el ambiente en que se desarrolla su vida.
El cristiano debe conocer bien los argumentos que le permitan contrarrestar los ataques de los enemigos de la fe y saber presentarlos de forma atrayente (no se gana nada con la intemperancia, la discusión y el malhumor), con claridad (sin poner matices donde no los puede haber) y con precisión (sin dudas ni titubeos).
La «fe del carbonero» puede salvar quizá al carbonero, pero en otros cristianos la ignorancia del contenido de la fe significa generalmente falta de fe, desidia, desamor: «frecuentemente la ignorancia es hija de la pereza», repetía San Juan Crisóstomo. Es de gran importancia en la lucha contra la incredulidad poseer un conocimiento preciso y completo de la teología católica. Por eso «cualquier chico bien instruido en el Catecismo es, sin él sospecharlo, un auténtico misionero». Con el estudio del Catecismo, verdadero compendio de la fe, y de las lecturas que nos aconsejen en la dirección espiritual, combatiremos la ignorancia y el error en muchos lugares y en muchas personas, que podrán hacer frente a tantas doctrinas falsas y a tantos maestros del error.
III. La buena formación requiere tiempo y constancia. La continuidad ayuda a comprender y a incorporar, a hacer vida propia la doctrina que llega a nuestro entendimiento. Para eso, debemos procurar, en primer lugar, que los canales estén expeditos y circule por ellos la sana doctrina: dedicar el interés necesario a nuestra formación, convencidos de la trascendental importancia que tiene para nosotros cuidar con esmero la práctica de la lectura espiritual, de acuerdo a un plan bien orientado, de modo que su contenido deje continuo poso en nuestra alma.
Se ha dicho que para curar a un enfermo basta ser médico; no es preciso contraer la misma enfermedad. Nadie debe ser «tan ingenuo como para pensar que, si se quiere tener formación teológica, es necesario tomarse todo tipo de brebajes..., aunque sean emponzoñados. Esto es de sentido común, no solo de sentido sobrenatural, y la experiencia de cada uno podría corroborarlo con muchos ejemplos». Por este motivo, pedir consejo en las lecturas de libros es parte importante de la virtud de la prudencia, de modo muy particular si se trata de libros teológicos o filosóficos, que pueden afectar esencialmente a nuestra formación y a la misma fe. ¡Qué importante es acertar en la lectura de un libro! Pero esta importancia se acrecienta en aquellos libros que específicamente deben estar destinados a la formación de nuestra alma.
Si somos constantes, si cuidamos aquellos medios por los que nos llega la buena doctrina (lectura espiritual, retiros, círculos de estudio, charlas de formación, dirección espiritual...), nos encontraremos, casi sin darnos cuenta, con una gran riqueza interior que incorporaremos poco a poco a nuestra vida. Por otra parte, cara a los demás nos hallaremos, como el labriego, con el cesto de la siembra repleto ante el campo en barbecho dispuesto a recibir la buena semilla, pues aquello que recibimos es útil para nuestra alma y para transmitirlo a otros. La semilla se pierde cuando no se hace fructificar, y el mundo es un inmenso surco en el que Cristo quiere que sembremos su doctrina.
24 de enero
SAN FRANCISCO DE SALES*
Obispo y Doctor de la Iglesia
Memoria
— La afabilidad.
— Las virtudes de convivencia, esenciales para el apostolado.
— El respeto hacia las personas y el cuidado de las cosas.
I. San Francisco de Sales trabajó intensamente, primero como presbítero, por la fidelidad a la Sede Romana de todos los cristianos de su patria; luego, como Obispo, fue un ejemplo de Buen Pastor con los sacerdotes y los demás fieles, adoctrinándolos incesantemente con su palabra y con sus escritos.
La liturgia de la Misa nos mueve a pedir al Señor imitar la mansedumbre y el amor de San Francisco de Sales para que también podamos alcanzar la gloria del Cielo. Por esta razón, vamos a meditar sobre las virtudes de la afabilidad y de la mansedumbre, en las que, permaneciendo firme en la verdad, sobresalió el santo Obispo de Ginebra, de manera particular en el trato con todas las personas, también con quienes pensaban y actuaban de modo bien diverso al suyo.
De estas virtudes que hacen posible o facilitan la convivencia, y que tan necesarias nos son a todos, decía el Santo que «es preciso tener gran provisión y muy a mano, pues se han de estar usando casi de continuo». Para el apostolado, la vida en familia, la amistad..., son indispensables.
Todos los días nos encontramos con personas muy diferentes en el trabajo, en la calle, entre los mismos parientes más próximos..., con caracteres y modos de ser muy diversos, y es muy grato al Señor que nos ejercitemos en la convivencia con todos. Santo Tomás de Aquino señala que se requiere una virtud particular -que encierra en sí otras muchas que parecen pequeñas que «cuide de ordenar las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en los hechos como en las palabras». Estas virtudes nos llevan a esforzarnos en toda situación para hacer la vida más grata a quienes nos rodean. Ellas hacen amables las relaciones entre los hombres, y son una verdadera ayuda mutua en nuestro camino hacia el Cielo, que es a donde queremos ir; no causan quizá una gran admiración, pero cuando faltan se echan mucho de menos y las relaciones entre los hombres se vuelven tirantes y difíciles. Son virtudes opuestas, por su misma naturaleza, al egoísmo, al gesto destemplado, al malhumor, a las faltas de educación, al desorden, a los gritos e impaciencias, a vivir sin tener en cuenta a quienes están cerca. La conversación agradable, el trato lleno siempre de respeto, se ha de ejercitar en el trabajo, en el tráfico..., y de un modo particular con los que habitualmente convivimos, «a lo cual faltan grandemente los que en la calle parecen ángeles, y en la propia casa, diablos», señalaba el Santo. Examinemos hoy nosotros cómo es el trato, la conversación..., principalmente con aquellos que el Señor ha puesto a nuestro lado, con quienes convivimos o trabajamos codo a codo. La afabilidad abre las puertas de la amistad y, por tanto, del apostolado.
II. Formando parte de la virtud de la afabilidad, de la que nos ha dejado tantos ejemplos y consejos San Francisco de Sales, se encuentran muchas virtudes que quizá no son muy llamativas, pero que constituyen el entramado de la caridad y del trato apostólico: la benignidad, por la que se trata y juzga a los demás y a sus actuaciones con delicadeza; la indulgencia ante los defectos y errores de los demás; la educación y la urbanidad en palabras y modales; la simpatía, que en determinadas ocasiones será necesario cultivar con particular esmero; la cordialidad; la gratitud; el respeto; el elogio oportuno ante las cosas buenas que hacen los demás... El cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de estas virtudes humanas en otros actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios. La caridad hace de estas mismas virtudes hábitos más firmes, más ricos en posibilidades, y les da un horizonte más elevado. Además, el cristiano sabrá ver en sus hermanos, con la ayuda de la gracia, a hijos de Dios, que siempre merecen las mejores muestras de consideración.
Para estar abiertos a todos, para convivir con personas tan diferentes (por la edad, religión, formación cultural, temperamento...), nos enseña San Francisco que en primer lugar hemos de ser humildes, pues «la humildad no es solamente caritativa, sino también dulce. La caridad es la humildad que aparece al exterior y la humildad es la caridad escondida»; ambas virtudes están estrechísimamente unidas. Si luchamos por ser humildes, sabremos «venerar la imagen de Dios que hay en cada hombre», mirándolo con hondo respeto.
Respetar es valorar, mirar a los demás descubriendo lo que valen. La palabra respeto viene del latín respectus, consideración, miramiento. Saber convivir exige respetar a las personas, y también a las cosas, porque son bienes de Dios y están al servicio del hombre. Se ha dicho con verdad que las cosas muestran su secreto solo al que las respeta y ama. Respetar la naturaleza tiene su más hondo sentido en que forma parte de la creación y, a través de ella, se da gloria a Dios. El respeto es condición para contribuir a la mejora de los demás. Cuando se avasalla a otro, se hace ineficaz el consejo, la corrección o la advertencia.
En el Evangelio sorprende gozosamente comprobar cómo los Evangelistas se refieren con cierta frecuencia a las miradas del Señor, como si tuviesen algo muy particular. Nos dicen que Jesús miró con cariño a aquel muchacho que se le acercó con deseos de ser mejor; miró con ternura a la viuda pobre que tan generosa se mostró con las cosas de Dios, echando en el cepillo del Templo lo poco que tenía para su sustento; y miró con simpatía a Zaqueo, subido en el árbol... Jesús miraba a todos con un inmenso respeto: a los sanos y a los enfermos, a niños y mayores, a mendigos, a pecadores... Es siempre el ejemplo que hemos de imitar en nuestra convivencia diaria. Ver a las gentes, a todos, con simpatía, con aprecio y cordialidad. Si mirásemos a las gentes como las ve el Señor, no nos atreveríamos a juzgarlas negativamente. «En aquellos que naturalmente no nos resultan simpáticos veríamos almas rescatadas por la Sangre de Cristo, que forman parte de su Cuerpo Místico y que quizá estén más cerca que la nuestra de su divino Corazón. No pocas veces nos acaece pasar largos años al lado de almas bellísimas sin que echemos de ver su hermosura». Miremos a nuestro alrededor y tratemos de ver a quienes cada día encontramos en la propia casa, en la oficina, en medio del tráfico de la ciudad, a quienes esperan su turno junto a nosotros en el dentista o en la farmacia. Examinemos junto a Jesús si los vemos con ojos amables y misericordiosos, como los mira Él.
III. Enseñaba San Francisco que «hay que sentir indignación contra el mal y estar resuelto a no transigir con él; sin embargo, hay que convivir dulcemente con el prójimo». El Santo hubo de llevar muchas veces a la práctica este espíritu de comprensión con las personas que estaban en el error y de firmeza ante el error mismo, pues una buena parte de su vida estuvo dedicada a procurar que muchos calvinistas volvieran al catolicismo. Y esto en unos momentos en que las heridas de la separación eran particularmente profundas. Cuando, por indicación del Papa, fue a visitar a un famoso pensador calvinista ya octogenario, el Santo comenzó el coloquio con amabilidad y cordialidad, preguntando: «¿Se puede uno salvar en la Iglesia católica?». Después de un tiempo de reflexión, el calvinista respondió afirmativamente. Aquello abrió una puerta que parecía definitivamente cerrada.
La comprensión, virtud fundamental de la convivencia y del apostolado, nos inclina a vivir amablemente abiertos a los demás; a mirarlos con una mirada de simpatía que nos lleva a aceptar con optimismo la trama de virtudes y defectos que existen en la vida de todo hombre y de toda mujer. Es una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe siempre en él. De la comprensión nace una comunidad de sentimientos y de vida. Por el contrario, de los juicios negativos, frecuentemente precipitados e injustos, se origina siempre la distancia y la separación.
El Señor, que conoce las raíces más profundas del actuar humano, comprende y perdona. Cuando se comprende a los demás es posible ayudarlos. La samaritana, el buen ladrón, la mujer adúltera, Pedro que reniega, Tomás Apóstol que no cree..., y tantos otros en aquellos tres años de vida pública y a lo largo de los siglos se sintieron comprendidos por el Señor y dejaron que la gracia de Dios les penetrara el alma. Una persona comprendida abre su corazón y se deja ayudar.
Casi al final de su vida, San Francisco escribía al Papa acerca de la misión que se le había encomendado: «Cuando llegamos a esta región, apenas si se podía encontrar un centenar de católicos. Hoy, apenas quedan un centenar de herejes». Nosotros le pedimos, en su festividad, que nos enseñe a vivir ese entramado de las virtudes de la convivencia, que sepamos ejercitarlas diariamente en las situaciones más comunes, y que sean una firme ayuda para el apostolado que, con la gracia de Dios, debemos llevar a cabo. Señor, Dios nuestro, Tú has querido que el Santo obispo Francisco de Sales se entregara a todos generosamente para la salvación de los hombres; concédenos, a ejemplo suyo, manifestar la dulzura de tu amor en el servicio a nuestros hermanos
3ª semana. Lunes
JUSTICIA EN LAS PALABRAS Y EN LOS JUICIOS
— Los «pecados de la lengua». Callar cuando no se puede alabar.
— No formar juicios precipitados. El amor a la verdad nos llevará a buscar una información veraz y a contribuir con los medios a nuestro alcance a la veracidad en los medios de comunicación.
— El respeto a la intimidad.
I. Las gentes de corazón sencillo se quedan pasmadas ante los milagros y la predicación del Señor. Otros, ante los hechos más prodigiosos, no quieren creer en la divinidad de Jesús. El Señor acaba de arrojar un demonio –nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa– y, mientras que la gente se quedó admirada, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: Tiene a Beelzebul y en virtud del príncipe de los demonios arroja a los demonios. Por falta de buenas disposiciones las obras del Señor son interpretadas como obras del demonio. ¡Todo puede ser confundido si falta rectitud en la conciencia! En el colmo de su obcecación, llegan a decir de Jesús que tenía un espíritu inmundo. ¡Él que era la misma santidad!
Por amor a Dios y al prójimo, por amor a la justicia, el cristiano debe ser justo también en el decir, en un mundo en que tanto se maltrata con las palabras. «Al hombre se le debe el buen nombre, el respeto, la consideración, la fama que ha merecido. Cuanto más conocemos al hombre, tanto más se nos revela su personalidad, su carácter, su inteligencia y su corazón. Y tanto más nos damos cuenta (...) del criterio con que debemos “medirlo”, y qué quiere decir ser justos con él». Con frecuencia, el poco dominio de la lengua, «la ligereza en el obrar y en el decir», son manifestaciones de «atolondramiento y de frivolidad», de falta de contenido interior y de presencia de Dios. ¡Y cuántas injusticias se pueden cometer al emitir juicios irresponsables sobre el comportamiento de quienes conviven, trabajan o se relacionan con nosotros! El Apóstol Santiago nos dejó escrito que la lengua puede llegar a ser un mundo de iniquidad.
Toda persona tiene derecho a conservar su buen nombre, mientras no haya demostrado con hechos indignos, públicos y notorios, que no le corresponde. La calumnia, la maledicencia, la murmuración... constituyen grandes faltas de justicia con el prójimo, pues el buen nombre es preferible a las grandes riquezas, ya que, con su pérdida, el hombre queda incapacitado para realizar una buena parte del bien que podía haber llevado a cabo. El origen más frecuente de la difamación, de la crítica negativa, de la murmuración, es la envidia, que no sufre las buenas cualidades del prójimo, el prestigio o el éxito de una persona o de una institución.
Murmuran también quienes cooperan a su propagación de palabra, a través de la prensa o de cualquier medio de comunicación, haciendo eco y dando publicidad a hechos o dichos calumniosos comentados al oído; o bien mediante el silencio, por ejemplo cuando se omite la defensa de la persona injuriada, pues el silencio –muchas veces– equivale a una aprobación de lo que se oye; también se puede difamar «alabando», si se rebaja injustamente el bien realizado. En otras ocasiones, comentar rumores infundados es una verdadera injusticia contra la buena fama del prójimo. Cuando la difamación se realiza a través de revistas, periódicos, radio, televisión, etc., aumenta la difusión y, por tanto, la gravedad. Y no solo las personas tienen derecho a su honor y a su fama, sino también las instituciones. La difamación contra estas tiene la misma gravedad que la que se comete contra las personas, y a veces aumenta esta gravedad por las consecuencias que puede tener el desprestigio público de las instituciones desacreditadas.
Podemos preguntarnos hoy en nuestra oración si en los ambientes en los que se desarrolla nuestra vida (familia, trabajo, amigos...) se nos conoce por ser personas que jamás hablan mal del prójimo, si realmente vivimos en toda ocasión aquel sabio consejo: «cuando no puedas alabar, cállate».
II. Debemos pedirle al Señor que nos enseñe a decir lo que conviene, a no pronunciar palabras vanas, a conocer el momento y la medida en el hablar, y saber decir lo necesario y dar la respuesta oportuna; «a no conversar tumultuosamente y a no dejar caer como una granizada, por la impetuosidad en el hablar, las palabras que nos salen al paso». Cosa por desgracia frecuente en muchos ambientes.
Nosotros viviremos ejemplarmente este aspecto de la caridad y de la justicia si, con la ayuda de la gracia, mantenemos un clima interior de presencia de Dios a lo largo de nuestra jornada, si evitamos con prontitud los juicios negativos. La justicia y la caridad son virtudes que hemos de vivir, en primer lugar, en nuestro corazón, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Ahí, en nuestro interior, es donde habitualmente debemos tener un clima de comprensión hacia el prójimo, evitando el juicio estrecho y la medida pequeña, pues «muchos, también gentes que se tienen por cristianas (...), imaginan, antes que nada, el mal. Sin prueba alguna, lo presuponen; y no solo lo piensan, sino que se atreven a expresarlo en un juicio aventurado, delante de la muchedumbre».
El amor a la justicia ha de llevarnos a no formar juicios precipitados sobre personas y acontecimientos, basados en una información superficial. Es necesario mantener un sano espíritu crítico ante informaciones que pueden ser tendenciosas o simplemente incompletas. Con frecuencia, los hechos objetivos vienen envueltos en opiniones personales; y cuando se trata de noticias sobre la Fe, la Iglesia, el Papa, los Obispos, etcétera, estas noticias, si están dadas por personas sin fe o sectarias, con gran facilidad llegan deformadas en su más íntima realidad.
El amor a la verdad debe defendernos de un cómodo conformismo, y nos llevará a discernir, a huir de las simplificaciones parciales, a dejar a un lado los canales informativos sectarios, a desechar el «se dice», a buscar siempre la verdad y a contribuir positivamente a la buena información de los demás: enviando cartas aclaratorias a la prensa, aprovechando una información parcial o sectaria para hablar con veracidad y sentido positivo de ese tema dentro del círculo de personas en el que se desenvuelve nuestro vivir diario..., y, por supuesto, no colaborando –ni con una sola moneda– al sostenimiento de ese periódico, de esa revista, de ese boletín. Si todos los cristianos actuásemos así, cambiaríamos muy pronto la confusa situación de atropello a la dignidad de las personas que se produce en muchos países.
Comencemos nosotros por ser justos en nuestros juicios, en nuestras palabras, y procuremos que esa virtud se viva a nuestro alrededor, sin permitir la calumnia, la difamación, la maledicencia, por ningún motivo. Una manifestación clara de ser justos y de amor a la verdad es rectificar la opinión –si es necesario, también públicamente– cuando advertimos que, a pesar de nuestra buena intención, nos hemos equivocado o tenemos un nuevo dato que obliga a replantear un juicio anterior.
III. Es un hecho que quien tiene deformada la vista ve deformados los objetos; y quien tiene enfermos los ojos del alma verá intenciones torcidas y oscuras donde solo hay deseos de servir a Dios, o bien verá defectos que en realidad son propios. Ya aconsejaba San Agustín: «procurad adquirir las virtudes que creáis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros». Pidamos mucho al Señor ver siempre, y en primer lugar, lo bueno, que es mucho, de quienes están con nosotros. Así sabremos disculpar sus errores y ayudarles a superarlos.
Vivir la justicia en las palabras y en los juicios es, también, respetar la intimidad de las personas, protegerla de curiosidades extrañas, no exponer en público lo que debe permanecer en privado, en el ámbito de la familia o de la amistad. Es un derecho elemental que vemos frecuentemente dañado y maltratado. «No costaría trabajo alguno señalar, en esta época, casos de esa curiosidad agresiva que conduce a indagar morbosamente en la vida privada de los demás. Un mínimo sentido de la justicia exige que, incluso en la investigación de un presunto delito, se proceda con cautela y moderación, sin tomar por cierto lo que solo es una posibilidad. Se comprende claramente hasta qué punto la curiosidad malsana por destripar lo que no solo no es un delito, sino que puede ser una acción honrosa, deba calificarse como perversión.
»Frente a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una trata de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su derecho al silencio. En esta defensa suelen coincidir todos los hombres honrados, sean o no cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías, sus penas y dolores de familia».
«“Sancta Maria, Sedes Sapientiae” —Santa María, Asiento de la Sabiduría. —Invoca con frecuencia de este modo a Nuestra Madre, para que Ella llene a sus hijos, en su estudio, en su trabajo, en su convivencia, de la Verdad que Cristo nos ha traído»
25 de enero
LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO*
Fiesta
— En el camino de Damasco.
— La figura de San Pablo, ejemplo de esperanza. Correspondencia a la gracia.
— Afán de almas.
I. Sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día, en que vendrá como juez justo, el encargo que me dio.
Pablo, gran defensor de la Ley de Moisés, consideraba a los cristianos como el mayor peligro para el judaísmo; por eso, dedicaba todas sus energías al exterminio de la naciente Iglesia. La primera vez que aparece en los Hechos de los Apóstoles, verdadera historia de la primitiva cristiandad, lo vemos presenciando el martirio de San Esteban, el protomártir cristiano. San Agustín hace notar la eficacia de la oración de Esteban sobre el joven perseguidor. Más tarde, Pablo se dirige hacia Damasco, con poderes para llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino. El cristianismo se había extendido rápidamente, gracias a la acción fecunda del Espíritu Santo y al intenso proselitismo que ejercían los nuevos fieles, aun en las condiciones más adversas: los que se habían dispersado iban de un lugar a otro anunciando la palabra del Evangelio.
Pablo iba camino de Damasco, respirando amenazas y muerte contra los discípulos del Señor; pero Dios tenía otros planes para aquel hombre de gran corazón. Y estando ya cerca de la ciudad, hacia el mediodía, de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Y enseguida la pregunta fundamental de Saulo, que es ya fruto de su conversión, de su fe, y que marca el camino de la entrega: ¿Señor, qué quieres que haga?. Pablo ya es otro hombre. En un momento lo ha visto todo claro, y la fe, la conversión, le lleva a la entrega, a la disponibilidad absoluta en las manos de Dios. ¿Qué tengo que hacer de ahora en adelante?, ¿qué esperas de mí?
Muchas veces, quizá cuando más lejos estábamos, el Señor ha querido meterse de nuevo hondamente en nuestra vida y nos ha manifestado esos planes grandes y maravillosos que tiene sobre cada hombre, sobre cada mujer. «¡Dios sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas: es como si volviera a nacer.
»Luego, proseguiste con serenidad: “Domine, quid me vis facere?” -Señor, ¿qué quieres que haga?
»-Y tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por encima de todo y de todos, cumpliré tu Santísima Voluntad: “serviam!” -¡te serviré sin condiciones!». También ahora se lo repetimos una vez más. ¡Tantas veces se lo hemos dicho ya, en tonos tan diversos! Serviam! Con tu ayuda, te serviré siempre, Señor.
II. Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí.
Siempre recordaremos esos instantes en que Jesús, quizá inesperadamente, nos detuvo en nuestro camino para decirnos que se quiere meter de lleno en nuestro corazón. Nunca olvidó San Pablo aquel momento único, cuando tuvo lugar el encuentro personal con Cristo resucitado: en el camino de Damasco..., indica a veces, como si dijera: allí comenzó todo. En otras ocasiones señala que aquel fue el instante decisivo de su existencia. Y en último lugar, como a un abortivo, se me apareció a mí también....
La vida de San Pablo es una llamada a la esperanza, pues «¿quién dirá, cargado con el peso de sus faltas, “Yo no puedo superarme”, cuando (...) el perseguidor de los creyentes se transforma en propagador de su doctrina?». Esta misma eficacia sigue operando hoy en los corazones. Pero la voluntad del Señor de sanarnos y convertirnos en apóstoles en el lugar donde trabajamos y donde vivimos necesita nuestra correspondencia; la gracia de Dios es suficiente, pero es necesaria la colaboración del hombre, como en el caso de Pablo, porque el Señor quiere contar con nuestra libertad. Comentando las palabras del Apóstol -no yo, sino la gracia de Dios en mí señala San Agustín: «Es decir, no solo yo, sino Dios conmigo; y por ello, ni la gracia de Dios sola, ni él solo, sino la gracia de Dios con él».
Contar siempre con la gracia nos llevará a no desanimarnos jamás, a pesar de que una y otra vez experimentemos la inclinación al pecado, los defectos que no acaban de desaparecer, las flaquezas e incluso las caídas. El Señor nos llama continuamente a una nueva conversión y hemos de pedir con constancia la gracia de estar siempre comenzando, actitud que lleva a recorrer con paz y alegría el camino que conduce a Dios –afianzados en la filiación divina y que mantiene siempre la juventud del corazón. Pero es necesario corresponder en esos momentos bien precisos en los que, como San Pablo, le diremos a Jesús: Señor, ¿qué quieres que haga?, ¿en qué debo luchar más?, ¿qué cosas debo cambiar? Jesús se nos hace encontradizo muchas veces; entonces, «es menester sacar fuerzas de nuevo para servir –escribe Santa Teresa y procurar no ser ingratos, porque en esa condición las da el Señor; que si no usamos bien del tesoro y del gran estado en que nos pone, nos los tornará a tomar y quedarnos hemos muy más pobres, y dará su Majestad las joyas a quien luzca y aproveche con ellas a sí y a otros».
Señor, ¿qué quieres que haga? Si se lo decimos de corazón -como una jaculatoria muchas veces a lo largo del día, Jesús nos dará luces y nos manifestará esos puntos en los que nuestro amor se ha detenido o no avanza como Dios desea.
III. Sé en quién he creído...
Estas palabras explican toda la vida posterior de Pablo. Ha conocido a Cristo, y desde ese momento todo lo demás es como una sombra, en comparación a esta inefable realidad. Nada tiene ya valor si no es en Cristo y por Cristo. «La única cosa que él temía era ofender a Dios; lo demás le tenía sin cuidado. Por esto mismo, lo único que deseaba era ser fiel a su Señor y darlo a conocer a todas las gentes». Lo que deseamos nosotros; lo único que queremos.
Desde el momento de su encuentro con Jesús, Pablo se convirtió a Dios de todo corazón. El mismo afán que le llevaba antes a perseguir a los cristianos lo pone ahora, aumentado y fortalecido por la gracia, en el servicio del ideal grandioso que acaba de descubrir. Hará suyo el mensaje que recibieron los demás Apóstoles y que recoge el Evangelio de la Misa: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. Pablo aceptó este compromiso e hizo de él, desde ese momento, la razón de su vida. «Su conversión consiste precisamente en esto: en haber aceptado que Cristo, al que encontró por el camino de Damasco, entrará en su existencia y la orientará hacia un único fin: el anuncio del Evangelio. Me debo tanto a los griegos como a los bárbaros, tanto a los sabios como a los ignorantes... Yo no me avergüenzo del Evangelio: es fuerza de salvación para todos los que creen en él (Rom 1, 13-16)».
Sé en quién he creído... Por Cristo afrontará riesgos y peligros sin cuento, se sobrepondrá continuamente a la fatiga, al cansancio, a los aparentes fracasos de su misión, a los miedos, con tal de ganar almas para Dios. Cinco veces recibí cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudades, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez; y además de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la solicitud por todas las iglesias. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?.
Pablo centró su vida en el Señor. Por eso, a pesar de todo lo que padeció por Cristo, podrá decir al final de su vida, cuando se encuentra casi solo y un tanto abandonado: Abundo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones... La felicidad de Pablo, como la nuestra, no estuvo en la ausencia de dificultades sino en haber encontrado a Jesús y en haberle servido con todo el corazón y todas las fuerzas.
Terminamos esta meditación con una oración de la liturgia de la Misa: Señor, Dios nuestro, Tú que has instruido a todos los pueblos con la predicación del apóstol San Pablo, concédenos a cuantos celebramos su conversión caminar hacia Ti, siguiendo su ejemplo, y ser ante el mundo testigos de tu verdad. A nuestra Madre Santa María le pedimos que no dejemos pasar esas gracias bien concretas que nos da el Señor para que, a lo largo de la vida, volvamos una y otra vez a recomenzar.
3ª semana. Martes
LA VOLUNTAD DE DIOS
— Santa María y el cumplimiento de la voluntad de Dios. La «nueva familia» de Jesús.
— Manifestaciones del querer de Dios. El cumplimiento de los propios deberes.
— Buscar en la oración los planes de Dios sobre nosotros.
I. San Marcos nos dice en el Evangelio de la Misa que se presentó la Madre de Jesús con algunos parientes preguntando por Él, mientras hablaba a un gran número de personas. María, quizá a causa de la multitud que debía de abarrotar la casa, se quedó fuera, y pasó aviso a su Hijo. Entonces, Jesús respondió al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. Es la nueva familia de Cristo, con lazos más fuertes que los de la sangre, y a la que pertenece María en primer término, pues nadie cumplió jamás la voluntad divina con más amor y más hondura que Ella.
Santa María está unida a Jesús por un doble vínculo. En primer lugar porque, al aceptar el mensaje del Ángel, se unió íntimamente, de un modo que nosotros apenas podemos comprender, a la voluntad de Dios, adquiriendo una maternidad espiritual sobre el Hijo que concibe, perteneciendo ya a esta familia, de vínculos más fuertes, que Jesucristo proclama ahora delante de sus discípulos. «De poco hubiera servido a María la maternidad corporal –señala San Agustín–, si no hubiese concebido primero a Cristo, de manera más dichosa, en su corazón, y solo después en su cuerpo». María es Madre de Jesús al concebirlo en su seno, al cuidarlo, alimentarlo y protegerlo, como toda madre con su hijo. Pero Jesús vino a formar la gran familia de los hijos de Dios, y «con benignidad incluyó en ella a la misma María, pues ella hacía la voluntad del Padre (...), y al aludir ante sus discípulos a esa parentela celestial, mostró que la Virgen María estaba unida a Él en un nuevo linaje de familia»; María es Madre de Jesús según la carne, y es también la «primera» entre todos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen con plenitud.
Nosotros tenemos la inmensa alegría de poder pertenecer, con lazos más fuertes que los de la sangre, a la familia de Jesús en la medida en que cumplimos la voluntad divina. Por eso el discípulo de Cristo debe decir, como su Maestro: mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado, aun cuando para ello tenga que sacrificar –poner en su sitio– los sentimientos naturales de la familia. Santo Tomás explica, a su vez, esta declaración de Jesús en la que antepone el vínculo de la gracia al del orden familiar, diciendo que Él tenía una generación eterna y otra temporal, y antepone la eterna a la temporal. Y todo fiel que hace la voluntad divina es hermano de Cristo, porque se hace semejante a Él, que hizo siempre la voluntad del Padre.
En la oración de hoy podemos examinar si deseamos cumplir siempre lo que Dios quiere de nosotros, en lo grande y en lo pequeño, en lo que es grato y en lo que nos desagrada, y pedir a Nuestra Madre Santa María que nos enseñe a amar esta santa voluntad en todos los acontecimientos, también en aquellos que nos cuesta entender o interpretar adecuadamente. Así somos de la familia de Jesús.
II. He aquí una consecuencia de la vocación cristiana: pertenecer a la misma familia de Dios, estar unidos a Él mediante unos lazos fuertes que nacen del cumplimiento de la voluntad divina en todas las cosas. En esto consiste la santidad a la que debemos aspirar, en identificar nuestro querer con el de Cristo: «esta es la llave para abrir la puerta y entrar en el Reino de los Cielos: “qui facit voluntatem Patris mei qui in coelis est, ipse intrabit in regnum coelorum” —el que hace la voluntad de mi Padre..., ¡ese entrará!».
En contraste con la actitud de quienes a veces miran con triste resignación el cumplimiento de la tarea redentora del Maestro, Él ama ardientemente la voluntad de su Padre Dios, y así lo manifiesta en muchas ocasiones. Y si nosotros queremos imitar a Cristo, esa ha de ser nuestra actitud: amar lo que Dios quiere, que, entendámoslo o no, es siempre el camino que conduce al Cielo, el fin de nuestra vida. Santa Catalina de Siena pone en labios del Señor estas palabras consoladoras: «Mi voluntad no quiere más que vuestro bien, y cuanto doy o permito, lo permito o lo doy para que consigáis vuestro fin, para el cual os crié». Él solo desea nuestro bien.
Dios nos manifiesta su voluntad a través de los Mandamientos, que son la expresión de todas las obligaciones y la norma práctica para que nuestra conducta esté dirigida a Dios. Cuanto más fielmente los cumplamos, tanto mejor amaremos lo que Él quiere. Dios se nos manifiesta también a través de las indicaciones, consejos y Mandamientos de nuestra Madre la Iglesia, «que nos ayudan a guardar los Mandamientos de la ley de Dios», y de los consejos recibidos en la dirección espiritual. Las obligaciones del propio estado determinan lo que Dios quiere de nosotros según las propias circunstancias en las que se desenvuelve la vida de cada uno. Nunca amaremos a Dios, nunca podremos santificarnos, si no cumplimos con fidelidad estas obligaciones: atención y cuidado de la familia, afán por mejorar en el estudio o en el ejercicio de la profesión... En estas obligaciones del propio estado que llenan el día, el cristiano distingue en cada instante lo que Dios quiere personalmente de él. Reconocer y amar la voluntad del Señor en esos deberes nos dará la fuerza necesaria para hacerlos con perfección, y en ellos encontraremos el campo para ejercitar las virtudes humanas y las sobrenaturales.
También se nos manifiesta la voluntad de Dios en aquellos sucesos que Él permite, y que siempre están dirigidos a un mayor bien si permanecemos junto a nuestro Padre Dios con más confianza, con más amor. Hay una providencia oculta detrás de cada acontecimiento: todo está ordenado y dispuesto –también lo que no entendemos, aquello que nuestra voluntad se resiste en un principio a admitir– para que sirva al bien de todos. En esta vida no comprenderemos del todo cada uno de los sucesos que el Señor permite.
Producirá abundantes frutos en nuestra alma acostumbrarnos a realizar actos de identificación con la voluntad de Dios en las circunstancias importantes y en lo pequeño de la vida diaria: «Jesús, lo que Tú “quieras”... yo lo amo». Y solo deseo amar lo que Tú quieres que ame.
III. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. El cumplimiento de la voluntad de Dios debe ser el único afán del cristiano. Por eso ha de preguntarse con frecuencia ante los acontecimientos diarios: ¿qué quiere Dios de mí en este asunto, en el trato con aquella persona?, ¿qué es más grato al Señor?..., y hacerlo. La oración personal sobre nuestro actuar diario, sobre el comportamiento en la vida familiar, con los amigos, en el trabajo, nos da una gran luz para acertar en el cumplimiento de la voluntad divina. La oración personal nos moverá muchas veces a actuar de una determinada manera, a cambiar o a rectificar nuestra vida o nuestro comportamiento para que se realice más de acuerdo con el querer divino. En otros asuntos, el Señor nos dará luz sobre su voluntad en la dirección espiritual personal.
Cuando veamos que Dios quiere algo de nosotros, debemos hacerlo con prontitud y alegría. Porque muchos se rebelan cuando los proyectos del Señor no coinciden con los suyos; otros aceptan la voluntad de Dios con resignación, como un mero doblegarse a los planes divinos porque no hay otro remedio; otros se conforman simplemente, pero sin amor. El Señor, sin embargo, quiere que amemos con santo abandono el querer divino, confiando plenamente en nuestro Padre Dios, sin dejar de poner, por otra parte, los medios que el caso requiera. ¿Qué quieres que haga? ¡Qué pocas personas se encuentran en esta disposición de obediencia plena, que hayan renunciado a su voluntad hasta el punto de no pertenecerles los deseos de su propio corazón!.
Para tener esos vínculos tan estrechos –más que los de la sangre– de los que Cristo nos habla en el Evangelio, debemos procurar, cada día, entregarnos, abandonarnos sin reservas y aun sin entender todo lo que Dios permite; ser incondicionalmente dóciles a su acción, manifestada en las pruebas internas y externas con las que quiere purificar el alma; aceptar y acoger las innumerables alegrías de la vida familiar, del trabajo, del descanso...; aceptar y acoger las dificultades, obstáculos y penas que la vida lleva también consigo, las tentaciones, la sequedad en la vida de piedad cuando no se debe a la tibieza, al poco amor... «Debemos aceptar esta acción de Dios y estas permisiones de su providencia sin reserva alguna, sin curiosidad, inquietud o desconfianza, porque sabemos que Dios quiere siempre nuestro bien; aceptarlas con agradecimiento, confiando en su proximidad y en la asistencia de su gracia. Nuestra única respuesta a esta acción de Dios en nosotros sea siempre: “Sea como tú, Señor, lo quieres, hágase tu voluntad”». Y esto ante el dolor y la enfermedad, el fracaso, un desastre que parece irreparable... Y, enseguida, pedir fuerzas a nuestro Padre Dios y poner los medios humanos que razonablemente se deban poner; pedir que aquellas contrariedades pasen, si es su voluntad, y gracias para sacar el mayor fruto sobrenatural y humano de aquello que al principio solo se veía bajo el aspecto de mal irreparable.
Lo que ocurre cada día en el pequeño universo de nuestra profesión y familia, en el círculo de nuestros amigos y conocidos, puede y debe ayudarnos a encontrar a Dios providente. El cumplimiento del querer divino es fuente de serenidad y de agradecimiento. En muchas ocasiones terminaremos dando gracias por aquello que en un principio nos pareció un desastre sin arreglo posible.
«La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin límites. —¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: “¡el que cumple la Voluntad de mi Padre, ese –esa– es mi madre!...”»
26 de enero
SANTOS TITO Y TIMOTEO*
Obispos
Memoria
— Conservar la buena doctrina.
— Conocer con profundidad las verdades de la fe.
— Difundir la Buena Nueva custodiada por la Iglesia.
I. Tito y Timoteo fueron discípulos y colaboradores de San Pablo. Timoteo acompañó al Apóstol en muchas de sus tareas misionales como un hijo a su padre. San Pablo le tuvo siempre un especial afecto. En su último viaje por Asia Menor le encargó el gobierno de la Iglesia de Éfeso, mientras que a Tito le confió la de Creta. Desde la prisión de Roma les escribe a ambos encareciéndoles el cuidado de la grey a ellos confiada, el encargo de mantener la doctrina recibida y de estimular la vida cristiana de los fieles, amenazada por el ambiente pagano que les rodeaba y por las doctrinas heréticas de algunos falsos maestros. En primer lugar, han de conservar intacto el depósito de la fe que les ha sido confiado y dedicarse con esmero a la enseñanza de la doctrina, conscientes de que la Iglesia es columna y fundamento de la verdad; por esto, deben rechazar con firmeza los errores y refutar a quienes los propagan.
Desde los comienzos, la Iglesia ha procurado que la formación doctrinal de sus hijos se dirija a los contenidos fundamentales, expuestos con claridad, evitando pérdidas de tiempo y posibles confusiones que podrían seguirse de enseñar teorías poco probadas o marginales a la fe. Ya te encarecí –escribe el Apóstol a Timoteo– al marcharme a Macedonia, que permanecieras en Éfeso para que mandases a algunos que no enseñaran doctrinas diferentes, ni prestaran atención a mitos y genealogías interminables, que más bien fomentan discusiones que de nada sirven al plan salvífico de Dios en la fe. El Papa Juan Pablo II, comentando este pasaje de la Escritura, indica a todos aquellos que se dedican a la formación de otros que «se abstengan de turbar el espíritu de los niños y de los jóvenes en esta etapa de su catequesis, con teorías extrañas, problemas inútiles o discusiones estériles...».
Quienes se presentan como maestros, pero no enseñan las verdades de la fe sino sus teorías personales, que siembran dudas o confusión, son un peligro grande para los fieles. A veces, con la intención de adaptar los contenidos de la fe al «mundo moderno» para hacerla más comprensible, no solo cambian el modo de explicarla sino su esencia misma, de tal manera que ya no enseñan la verdad revelada.
Hoy, también hay en medio del trigo una abundante siembra de cizaña, de mala doctrina. La radio, televisión, literatura, conferencias..., son medios poderosos de difusión y comunicación social, para el bien y el mal: junto con mensajes buenos, difunden errores que afectan de modo más o menos directo a la doctrina católica sobre la fe y las costumbres. Los cristianos no nos podemos considerar inmunes al contagio de esta enorme epidemia que sufrimos. Los maestros del error han aumentado en relación a aquella primera época en la que San Pablo escribe estas fuertes recomendaciones. Y sus advertencias, a pesar del tiempo transcurrido, son de plena actualidad. Pablo VI hablaba de «un terremoto brutal y universal»: terremoto, porque subvierte; brutal, porque va a los fundamentos; universal, porque lo encontramos por todas partes.
Conocedores de que la fe es un inmenso tesoro, hemos de poner los medios necesarios para conservarla en nosotros y en los demás, y para enseñarla con especial responsabilidad a aquellos que de alguna manera tenemos a nuestro cargo. La humildad de saber que también podemos sufrir el contagio nos moverá a ser prudentes, a no comprar o leer un libro de moda por el solo hecho de estar de moda, a pedir información y consejo sobre espectáculos, programas de televisión, lecturas, etc. La fe vale más que todo.
II. Guarda el precioso depósito por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros.
En el Derecho romano el depósito eran aquellos bienes que se entregaban a una persona con la obligación de custodiarlos para devolverlos íntegros cuando el que los había depositado lo requería. San Pablo aplica el mismo término al contenido de la Revelación, y así ha pasado a la tradición católica. Este conjunto de verdades que es entregado a cada generación, que a su vez los transmite a la siguiente, no es fruto –como hemos meditado muchas veces del ingenio y de la reflexión humanos, sino que procede de Dios. Por eso, a quienes no son fieles a su enseñanza se podrían dirigir las palabras que el Profeta Jeremías pone en labios de Yahvé: Dos pecados ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a Mí, fuente de las aguas vivas, para excavarse aljibes agrietados que no pueden retener las aguas. Quienes dejan a un lado el Magisterio de la Iglesia, solo pueden enseñar doctrinas de hombres, que resultan no solo vanas y vacías, sino también dañinas –a veces demoledoras para la fe y la salvación. El verdadero evangelizador es aquel que, «aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar».
Dentro de las verdades que componen el depósito de la fe, la Iglesia ha señalado con todo cuidado las definiciones dogmáticas. Muchas de ellas fueron formuladas y precisadas ante ataques de los enemigos de la fe, en épocas de oscuridad, o para acrecentar la piedad de los fieles. En unas charlas a los universitarios católicos de Oxford, R. Knox explicaba que estas verdades venían a ser para nosotros, que recorremos el camino de la vida, lo que para los navegantes las boyas puestas a la desembocadura de un río. Señalan los límites entre los cuales se puede navegar con seguridad y sin miedo; fuera de ellos, siempre existe el peligro de tropezar con algún banco de arena y encallar. Mientras se discurre dentro del camino señalado, tan cuidadosamente marcado, en aquellas materias que se refieren a la fe y a la moral, se puede avanzar tranquilo y a buena marcha. Salirse de él equivale a naufragar. Cuando nos encontramos con estas verdades, nuestro pensamiento, lejos de sentirse coartado, discurre más seguro, porque la verdad se ha hecho más nítida.
Desde muy antiguo, la Iglesia, maternalmente, ha procurado resumir las verdades de la fe en pequeños Catecismos, en los que de una manera clara y sin ambigüedad ha hecho asequible el tesoro de la Revelación divina –explicado por el Magisterio a lo largo de los siglos–, al alcance de todos. La catequesis, obra de misericordia cada vez más necesaria, es uno de los principales cometidos de la Iglesia, y en ella, en la medida de nuestras posibilidades, hemos de participar todos. A nosotros mismos, cuando ya han pasado los años de la infancia y quizá de la adolescencia, nos puede ser de gran ayuda el repaso de las verdades contenidas y explicitadas de modo sencillo en el Catecismo. Pero no basta con recordar estas ideas fundamentales que un día aprendimos: «poco a poco -señala Juan Pablo II se crece en años y en cultura, se asoman a la conciencia problemas nuevos y exigencias nuevas de claridad y certeza. Es necesario, pues, buscar responsablemente las motivaciones de la propia fe cristiana. Si no se llega a ser personalmente conscientes y no se tiene una comprensión adecuada de lo que se debe creer y de los motivos de la fe, en cualquier momento todo puede hundirse fatalmente...». Sin fidelidad a la doctrina no se puede ser fiel al Maestro, y en la medida en que penetramos más y más en el conocimiento de Dios se hace más fácil la piedad y el trato con Cristo.
III. Attende tibi et doctrinae... Cuida de ti mismo –aconseja San Pablo a Timoteo– y de la enseñanza; persevera en esta disposición, pues actuando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan. Debemos aprovechar con empeño los medios de formación que tenemos a nuestro alcance: estudio de obras de la Sagrada Teología que nos recomiende quien sabe y nos conoce bien, aprovechamiento de los retiros, de la lectura espiritual... Se trata de adquirir una buena formación doctrinal según nuestras peculiares circunstancias, para conocer mejor a Dios, para darlo a conocer, para evitar el contagio de tantas falsas doctrinas como cada día, por un medio u otro, nos llegan.
La doctrina nos da luz para la vida, y la vida cristiana dispone el corazón para penetrar en el conocimiento de Dios. Él nos pide constantemente una respuesta de la inteligencia a todas aquellas verdades que, en su amor eterno, nos ha revelado. Este no es un conocimiento teórico: debe desplegarse en la totalidad de la existencia, para permitirnos actuar, hasta en lo más pequeño, de acuerdo con el querer del Señor. Hemos de vivir con arreglo a la fe que profesamos: sabiéndonos hijos de Dios en todas las situaciones, contando con un Ángel Custodio que el Señor ha querido que nos ampare, animados siempre con la ayuda sobrenatural que nos prestan todos los demás cristianos... Con esta vida de fe, casi sin darnos cuenta, daremos a conocer a otros muchos el espíritu de Cristo.
3ª semana. Miércoles
LA SIEMBRA Y LA COSECHA
— Parábola del sembrador. Nosotros somos colaboradores del Señor. Dar doctrina. Las disposiciones de las almas pueden cambiar.
— Optimismo en el apostolado. El Señor permite que en muchas ocasiones no veamos los frutos. Paciencia y constancia. «Las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo».
— El fruto es siempre superior a la semilla que se pierde. Muchos de nuestros amigos están esperando que les hablemos de Cristo.
I. Salió el sembrador a sembrar su semilla, nos dice el Señor en el Evangelio. El campo, el camino, los espinos y los pedregales recibieron la semilla: el sembrador siembra a voleo y la simiente cae en todas partes. Con esta parábola quiso declarar el señor que Él derrama en todos su gracia con mucha generosidad. Lo mismo que el labrador no distingue la tierra que pisa con sus pies, sino que arroja natural e indistintamente su semilla, así el Señor no distingue al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al valiente del cobarde. Dios siembra en todos; da a cada hombre las ayudas necesarias para su salvación.
En la oficina, en la empresa, en la farmacia, en la consulta, en el taller, en la tienda, en los hospitales, en el campo, en el teatro..., en todas partes, allí donde nos encontremos, podemos dar a conocer el mensaje del Señor. Él mismo es quien esparce la semilla en las almas y quien da a su tiempo el crecimiento. «Nosotros somos simples braceros, porque Dios es quien siembra». Somos colaboradores suyos y en su campo: Jesús, «por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo», con infinita generosidad.
Nos toca preparar la tierra y sembrar en nombre del Señor de la tierra. No deberíamos desaprovechar ninguna ocasión de dar a conocer a nuestro Dios: viajes, descanso, trabajo, enfermedad, encuentros inesperados..., todo puede ser ocasión para sembrar en alguien la semilla que más tarde dará su fruto. El Señor nos envía a sembrar con largueza. No nos corresponde a nosotros hacer crecer la semilla; eso es propio del Señor: que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende solo de Dios, de su gracia que nunca niega. Debemos recordar siempre «que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos estén en buen estado para que Dios pueda utilizarlos». Gran responsabilidad la del que se sabe instrumento: estar en buen estado.
En todas partes cayó la semilla del sembrador: en el campo, en el camino, en los espinos, en los pedregales. «Y ¿qué razón tiene el sembrar sobre espinas, sobre piedras, sobre el camino? Tratándose de semilla y de tierra, ciertamente no tendría razón de ser, pues no es posible que la piedra se convierta en tierra, ni que el camino no sea camino, ni que las espinas dejen de ser tales; mas con las almas no es así. Porque es posible que la piedra se transforme en tierra buena, y que el camino no sea ya pisado ni permanezca abierto a todos los que pasan, sino que se torne campo fértil, y que las espinas desaparezcan y la semilla fructifique en ese terreno». No hay terrenos demasiado duros o baldíos para Dios. Nuestra oración y nuestra mortificación, si somos humildes y pacientes, pueden conseguir del Señor la gracia necesaria que transforme las condiciones interiores de las almas que queremos acercar a Dios.
II. Siempre es eficaz la labor en las almas. El Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestros esfuerzos. Mis elegidos no trabajarán en vano, nos ha prometido.
La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras recolección de lo que otros sembraron con su palabra, o con su dolor desde la cama de un hospital, o con un trabajo escondido y monótono que permaneció inadvertido a los ojos humanos. En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el sembrador y el segador. El apostolado es tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la recolección.
La tarea apostólica es también labor paciente y constante. De la misma manera que el labriego sabe esperar días y más días hasta ver despuntar la simiente, y más aún hasta la recolección, así debemos hacer nosotros en nuestro empeño de acercar almas a Dios. El Evangelio y la propia experiencia nos enseñan que la gracia, de ordinario, necesita tiempo para fructificar en las almas. Sabemos también de la resistencia a la gracia en muchos corazones, como pudo suceder con el nuestro anteriormente. Nuestra ayuda a otros se manifestará entonces en una mayor paciencia –muy relacionada con la virtud de la fortaleza– y en una constancia sin desánimos. No intentemos arrancar el fruto antes de que esté maduro. «Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo».
La espera no se confunde con la dejadez ni con el abandono. Por el contrario, mueve a poner los medios más oportunos para aquella situación concreta en la que se encuentra esa persona a la que queremos ayudar: abundancia de la luz de la doctrina, más oración y alegría, espíritu de sacrificio, profundizar más en la amistad...
Y cuando la semilla parece que cae en terreno pedregoso o con espinos, y que tarda en llegar el fruto deseado, entonces hemos de rechazar cualquier sombra de pesimismo al ver que el trigo no aparece cuando queríamos. «A menudo os equivocáis cuando decís: “me he engañado con la educación de mis hijos”, o “no he sabido hacer el bien a mi alrededor”. Lo que sucede es que aún no habéis conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no veis el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que importa es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios quiera, esas almas volverán a Él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo, pero habrá otros para recoger lo que habéis sembrado». Sobre todo estará Cristo, para quien nos hemos esforzado.
Trabajar cuando no se ven los frutos es un buen síntoma de fe y de rectitud de intención, buena señal de que verdaderamente estamos realizando una tarea solo para la gloria de Dios. «La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.
»Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros –los más flojos– quedarán al menos alertados».
III. Otra semilla, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta.
Aunque una parte de la siembra se perdió porque cayó en mal terreno, la otra parte dio una cosecha imponente. La fertilidad de la buena tierra compensó con creces a la simiente que dejó de dar el fruto debido. No debemos olvidar nunca el optimismo radical que comporta el mensaje cristiano: el apostolado siempre da un fruto desproporcionado a los medios empleados. El Señor, si somos fieles, nos concederá ver, en la otra vida, todo el bien que produjo nuestra oración, las horas de trabajo que ofrecimos por otros, las conversaciones que sostuvimos con nuestros amigos, las horas de enfermedad ofrecidas, el resultado de aquel encuentro del que nunca más tuvimos noticias, los frutos de todo lo que aquí nos pareció un fracaso, a quiénes alcanzó aquella oración del Santo Rosario que rezamos cuando veníamos de la Facultad o de la oficina... Nada quedó sin fruto: una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El gran error del sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en lugar poco propicio para que fructificara: dejar de hablar de Cristo por temor a no saber sembrar bien la semilla, o a que alguno pueda interpretar mal nuestras palabras, o nos diga que no le interesan, o...
En el apostolado hemos de tener presente que Dios ya sabe que unas personas responderán a nuestra llamada, y otras no. Al hacer al hombre criatura libre, el Señor –en su Sabiduría infinita– contó con el riesgo de que usara mal su libertad: aceptó que algunos hombres no quisieran dar fruto; «cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal (...). Siempre nos impresiona esta tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de nuestra nobleza».
Dios se complace en los que corresponden voluntariamente a su gracia. Un alma que se decide libremente a aceptar sus gracias en lugar de rechazarlas, ¡cuánta gloria da a Dios!; una persona que se empeña en dar frutos de santidad con la ayuda divina en lugar de quedarse en la tibieza, ¡cuánto se complace Dios en ella!; pensemos cuánto le han agradado los santos, cuánto le ha glorificado la Santísima Virgen en el tiempo de su estancia en la tierra. Este ha de ser el fundamento de nuestro optimismo en el apostolado.
Dios nos podría haber creado sin libertad, de modo que le diéramos gloria como dan gloria los animales y las plantas, que se mueven por las leyes necesarias de su naturaleza, de sus instintos, sometidos a la servidumbre de unos estímulos externos o internos. Podríamos haber sido como animales más perfeccionados, pero sin libertad. Sin embargo, Dios nos ha querido crear libres para que, por amor, queramos reconocer nuestra dependencia de Él. Sepamos decir libremente, como la Virgen: He aquí la esclava del Señor. Hacernos esclavos de Dios por amor compensa al Señor de todas las ofensas que otros pueden hacerle por utilizar mal la libertad.
Vivamos la alegría de la siembra, «cada uno según su posibilidad, facultad, carisma y ministerio. Todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan, los que plantan y los que riegan, han de ser necesariamente una sola cosa, a fin de que, “buscando unidos el mismo fin, libre y ordenadamente”, dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia»
3ª semana. Jueves
CRECER EN VIDA INTERIOR
— La vida interior está destinada a crecer. Corresponder a las gracias recibidas.
— La fidelidad en lo pequeño y el espíritu de sacrificio.
— La contrición y el crecimiento interior.
I. Jesús llama unas veces la atención de los Apóstoles para que escuchen su doctrina; otras, los convoca para explicarles de nuevo, a solas, una parábola o para que no dejen de observar algún suceso del que deben retener una enseñanza, pues reciben un tesoro para toda la Iglesia del que luego deberán dar cuenta. Prestad atención..., les dice en cierta ocasión. Y les da esta enseñanza: Al que tiene se le dará; y al que no tiene, incluso lo que parece tener se le quitará. Y comenta San Juan Crisóstomo: «Al que es diligente y fervoroso, se le dará toda la ayuda que depende de Dios: pero al que no tiene amor ni fervor ni hace lo que de él depende, tampoco se le dará lo de Dios. Porque aun lo que parece tener -dice el Señor- lo perderá; no porque Dios se lo quite, sino porque se incapacita para nuevas gracias».
Al que tiene se le dará... Es una enseñanza fundamental para la vida interior de cada cristiano. A quien corresponde a la gracia se le dará más gracia todavía y tendrá aún más; pero el que no hace fructificar las inspiraciones, mociones y ayudas del Espíritu Santo, quedará cada vez más empobrecido. Aquellos que negociaron con los talentos en depósito, recibieron una fortuna más cuantiosa; pero el que enterró el suyo, lo perdió. La vida interior, como el amor, está destinada a crecer: «Si dices: basta, ya has muerto»; exige siempre un progreso, corresponder, estar abierto a nuevas gracias. Cuando no se avanza, se retrocede.
El Señor nos ha prometido que tendremos siempre las ayudas necesarias. En cada instante podremos decir con el Salmista: el Señor anda solícito por mí. Las dificultades, las tentaciones, los obstáculos internos o externos son motivo para crecer; cuanto más fuerte es la dificultad, mayor es la gracia; y si fueran muy grandes las tentaciones o las contradicciones, más serían las ayudas del Señor para convertir lo que parecía entorpecer o imposibilitar la santidad en motivo de progreso espiritual y de eficacia en el apostolado. Solo el desamor, la tibieza, hace enfermar o morir la vida del alma. Solo la mala voluntad, la falta de generosidad con Dios, retrasa o impide la unión con Él. «Según la capacidad que el vaso de la fe lleve a la fuente, así es lo que recibe». Jesucristo es una fuente inagotable de ayuda, de amor, de comprensión: ¿con qué capacidad –con qué deseos– nos acercamos a Él? ¡Señor, le decimos en nuestra oración, danos más y más sed de Ti, que te desee con más intensidad que el pobre que anda perdido en el desierto, a punto de morir por falta de agua!
II. Las causas que llevan a no progresar en la vida interior y, por tanto, a retroceder y a dar cabida al desaliento, pueden ser muy diversas, pero en muchas ocasiones se reducen a unas pocas: el descuido, la dejadez en las cosas pequeñas que miran al servicio y amistad con Dios, y el retroceder ante los sacrificios que nos pide. Todo lo que poseemos cada día para ofrecer al Señor son pequeños actos de fe y de amor, peticiones, acciones de gracias en la Santa Misa, la Visita al Santísimo sabiendo que vamos a encontrar al mismo Jesucristo que nos espera..., las oraciones acostumbradas a lo largo de la jornada; y vencimientos en el trabajo, amabilidad en las contestaciones, afabilidad al pedir... Muchas cosas pequeñas hechas con amor y por amor constituyen nuestro tesoro de ese día, que llevaremos a la eternidad. La vida interior se alimenta normalmente de lo pequeño realizado con atención, con amor. Pretender otra cosa sería equivocar el camino, no encontrar nada o muy poco para ofrecer al Señor. «Viene bien recordar –nos señala San Josemaría Escrivá– la historia de aquel personaje imaginado por un escritor francés, que pretendía cazar leones en los pasillos de su casa, y, naturalmente, no los encontraba. Nuestra vida es común y corriente; pretender servir al Señor en cosas grandes sería como intentar ir a la caza de leones en los pasillos. Igual que el cazador del cuento, acabaríamos con las manos vacías», sin nada que ofrecer. Tenemos lo normal de todos los días.
Como las gotas de agua sumadas unas a otras fecundan la tierra sedienta, así nuestras pequeñas obras: una «mirada» a una imagen de la Virgen, una palabra de aliento a un amigo, una genuflexión reverente ante el Sagrario, el rechazo de una distracción en la oración, un vencimiento en el trabajo evitando la pereza... crean los buenos hábitos, las virtudes, que hacen progresar la vida del alma y la conservan. Si somos fieles en estos pequeños actos, si actualizamos muchas veces el deseo de agradar al Señor, cuando llegue algo más importante que ofrecer –una enfermedad costosa de llevar, un fracaso profesional...– entonces también sabremos sacar fruto de eso que el Señor ha querido o permitido. Se cumplirán así las palabras de Jesús: El que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho.
Otra causa de retroceso en la vida del alma es «negarse a aceptar los sacrificios que pide el Señor». Son las negaciones al propio egoísmo que todo amor necesita, el empeño por buscar a Cristo durante el día en lugar de buscarnos a nosotros mismos.
El amor a Dios «se adquiere en la fatiga espiritual», en el empeño, en el interés que nace de lo más profundo del alma, con la ayuda de la gracia. No existe amor, ni humano ni divino, sin este sacrificio gustoso. «El amor crece en nosotros y se desarrolla también entre las contradicciones, entre las resistencias que se le oponen desde el interior de cada uno de nosotros, y a la vez “desde fuera”, esto es, entre las múltiples fuerzas que le son extrañas e incluso hostiles». Como el Señor nos ha prometido que no nos faltará la ayuda de la gracia, solo depende de nuestra correspondencia, de nuestro empeño, del recomenzar una y otra vez, sin desánimos. Cuanto más fieles seamos a la gracia, más ayudas nos da Él, más facilidad para recorrer el camino...; también más exigencia y finura de alma se nos pedirá. El amor reclama siempre más amor.
III. La vida interior tiene una particular oportunidad de crecer cuando se presentan situaciones adversas. Y para el alma no existe obstáculo mayor que el creado por las propias miserias y por las dejaciones y faltas de amor. Pero el Espíritu Santo nos enseña y nos impulsa en esas circunstancias a reaccionar de modo sobrenatural, con un acto de contrición: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador. Enseña San Francisco de Sales que debemos sentirnos fuertes con tales jaculatorias, hechas con actos de amor y de dolor, con deseos de una viva reconciliación a fin de que, por medio de ellas, nos confiemos a su Corazón misericordioso. Los actos de contrición son un medio eficaz de progreso espiritual.
Pedir perdón es amar, es contemplar a Cristo cada vez más dispuesto a la comprensión y a la misericordia. Y como somos pecadores, nuestro camino estará lleno de actos de dolor, de amor, que llenan el alma de esperanza y de nuevos deseos de reemprender el camino de la santidad. Es necesario volver al Señor una y otra vez, sin desánimos y sin angustiarse, aunque hayan sido muchas las veces en que no se ha respondido al Amor. La misericordia divina es infinita, y anima a volver con nuevo empeño, con esperanza renovada. Debemos hacer como el hijo pródigo, que, en lugar de quedarse allí, lejos, en un país extraño, avergonzado, malviviendo, volviendo en sí, dijo: ... Me levantaré e iré a mi padre. «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición (...).
»Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta solo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos». Nunca nos abandona el Señor. Siempre nos acoge, nos reconforta y mueve a comenzar una vez más, con más amor, con más humildad.
Nuestras flaquezas nos ayudan a buscar la misericordia divina, a ser humildes. Y crecer en esta virtud es dar muchos pasos en la vida interior. Todas las virtudes se benefician cuando somos más humildes. Si alguna vez nos encontramos faltos de correspondencia ante tantas gracias recibidas, si no hemos sido tan fieles al Señor como Él esperaba, debemos acudir confiadamente a Él con corazón contrito: crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro; renueva dentro de mí un espíritu recto.
Muchas veces debemos pensar nosotros en aquellas cosas que, aunque sean pequeñas, nos separan de Dios. Y nos moveremos al dolor y a la contrición, que nos acercan más a Él. Así la vida interior sale enriquecida no solo de los obstáculos sino también de las flaquezas, de los errores, de los pecados. Y si nos resultara más costoso el recomenzar, acudiremos a María, que hace fácil el camino que conduce a su Hijo. Pidámosle que nos ayude en el día de hoy a realizar muchos actos de contrición. Quizá nos puede servir la misma oración del publicano: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pobre pecador. O la oración del rey David: Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies: No despreciarás, oh Dios, un corazón contrito y humillado. De modo particular nos ayudará el repetir jaculatorias cuando divisemos los muros de una iglesia, sabiendo que allí, en persona, está Jesús Sacramentado, la Fuente de toda misericordia.
La Virgen, que es Madre de gracia, de misericordia, de perdón, avivará siempre en nosotros la esperanza de alcanzar la ambiciosa meta de ser santos; pongamos en sus manos el fruto de este rato de oración personal, convencidos de que a quien corresponde a la gracia, se le dará más gracia todavía.
28 de enero
SANTO TOMÁS DE AQUINO*
Doctor de la Iglesia
Memoria
— El camino hacia Dios: piedad y doctrina.
— Autoridad de Santo Tomás. Necesidad de formación.
— La doctrina, alimento de la piedad.
I. En la asamblea le da la palabra, el Señor lo llena de espíritu de sabiduría e inteligencia, lo viste con un traje de honor.
Cuando Santo Tomás tenía aún pocos años solía preguntar reiteradamente a su maestro de Montecassino: «¿Quién es Dios?», «explicadme qué cosa es Dios». Y pronto comprendió que para conocer al Señor no bastan los maestros y los libros. Se necesita además que el alma le busque de verdad y se entregue con corazón puro, humilde, y con una intensa oración. En él se dio una gran unión entre doctrina y piedad. Nunca comenzó a escribir o a enseñar sin haberse encomendado antes al Espíritu Santo. Cuando trabajaba en el estudio y exposición del Sacramento de la Eucaristía solía bajar a la capilla y pasar largas horas delante del Sagrario.
Dotado de un talento prodigioso, Santo Tomás llevó a cabo la síntesis teológica más admirable de todos los tiempos. Su vida, relativamente corta, fue una búsqueda profunda y apasionada del conocimiento de Dios, del hombre y del mundo a la luz de la Revelación divina. El saber antiguo de los autores paganos y de los Santos Padres le proporcionó elementos para llevar a cabo una síntesis armoniosa de razón y fe que ha sido propuesta repetidamente por el Magisterio de la Iglesia como modelo de fidelidad a la Iglesia y a las exigencias de un sano razonamiento.
Santo Tomás es ejemplo de humildad y de rectitud de intención en el trabajo. Un día, estando en oración, oyó la voz de Jesús crucificado que le decía: «Has escrito bien de Mí, Tomás: ¿qué recompensa quieres por tu trabajo?». Y él respondió: «Señor, no quiero ninguna cosa, sino a Ti». También en este momento se manifestaron la sabiduría y la santidad de Tomás, y nos enseña lo que hemos de pedir y desear nosotros sobre cualquier otra cosa.
Con su enorme talento y sabiduría, siempre tuvo conciencia de la pequeñez de su obra ante la inmensidad de su Dios. Un día en que había celebrado la Santa Misa con especial recogimiento, decidió no volver a escribir más: dejó inconclusa su obra magna, la Suma Teológica. Y ante las preguntas insistentes de sus colaboradores acerca de la interrupción de su trabajo, contestó el Santo: «Después de lo que Dios se dignó revelarme el día de San Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir más». Dios es siempre más de lo que puede pensar la inteligencia más poderosa, de lo que desea el corazón más sediento.
El Doctor Angélico nos enseña cómo hemos de buscar a Dios: con la inteligencia, con una honda formación, adecuada a las peculiares circunstancias de cada uno, y con una vida de amor y de oración.
II. El Magisterio de la Iglesia ha recomendado frecuentemente a Santo Tomás como guía de los estudios y de la investigación teológica. La Iglesia ha hecho suya esta doctrina, por ser la más conforme con las verdades reveladas, las enseñanzas de los Santos Padres y la razón natural. Y el Concilio Vaticano II recomienda profundizar en los misterios de la fe y descubrir su mutua conexión «bajo el magisterio de Santo Tomás». Los principios de Santo Tomás son faros que arrojan luz sobre los problemas más importantes de la filosofía y hacen posible entender mejor la fe en nuestro tiempo.
La fiesta de Santo Tomás trae a nuestra meditación de hoy la necesidad de una sólida formación doctrinal religiosa, soporte indispensable de nuestra fe y de una vida plenamente cristiana en toda ocasión. Solo así, meditando y estudiando los puntos capitales de la doctrina católica, enriqueceremos nuestro vivir cristiano y podremos contrarrestar mejor esa ola de ignorancia religiosa que, a todos los niveles, recorre el mundo. Si tenemos buena doctrina en nuestra inteligencia no estaremos a merced de los estados de ánimo y del solo sentimiento, que puede ser frágil y cambiante. En ocasiones esta formación comienza por el repaso del Catecismo de la doctrina cristiana y por la constancia en la lectura espiritual que nos indica quién aconseja a nuestra alma.
La formación adecuada, profunda, es imprescindible en una época en que la confusión y los errores doctrinales se multiplican y los medios a través de los cuales pueden difundirse son más abundantes y poderosos (lecturas, televisión, radio, etc.). Es necesario decir «creo todo lo que Dios ha revelado», pero esta fe entraña el compromiso de no desentenderse de lograr una mejor y más profunda comprensión de los misterios de la fe, según las propias circunstancias, pues en caso contrario no daríamos importancia a aquello que Dios, en su infinito amor, ha querido revelarnos para que crecieran la fe, la esperanza y la caridad. Santa Teresa de Jesús decía que «quien más conoce a Dios, más fácil se le hacen las obras», interpreta con una visión más aguda los acontecimientos, santifica mejor su quehacer y encuentra sentido al dolor que toda vida lleva consigo. «No sé cuántas veces me han dicho –escribe un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que solo sepa rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios.
Es muy posible que así sea; y por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (y muchos de mis antepasados lo han sido) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba del amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor habría sido mayor». Y nosotros sabremos amar más a Jesús si ponemos empeño en conocerle a Él y en conocer su doctrina, que se nos transmite en la Iglesia. Por esto, hoy, que celebramos a este Santo Doctor de la Iglesia, es oportuno que nos preguntemos si ponemos verdadero interés en aprovechar aquellos medios de formación que tenemos a nuestro alcance, y si sentimos la urgencia de una adecuada formación doctrinal que contrarreste esa enorme ola de ignorancia y de error que se abate sobre tantos fieles indefensos.
III. Considerando la vida y la obra de Santo Tomás, advertimos cómo la piedad exige doctrina; por eso, la formación nos lleva a una piedad profunda, manifestada casi siempre de modo sencillo. En el autógrafo de la Suma contra Gentiles se encuentran, por ejemplo, las palabras del Ave María repartidas por los márgenes, como jaculatorias que ayudaban al Santo a mantener el corazón encendido. Y cuando quería probar la pluma, lo hacía escribiendo estas y otras jaculatorias. Todos sus escritos y sus enseñanzas orales llevan a amar más a Dios, con más profundidad, con más ternura. De él es esta sentencia: de la misma manera que quien poseyese un libro en el que estuviera contenida toda la ciencia solo buscaría saber este libro, así nosotros no debemos sino buscar solo a Cristo, porque en Él, como dice San Pablo, están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Toda la doctrina que aprendemos nos ha de llevar a amar a Jesús, a desear servirle con más prontitud y alegría.
«Piedad de niños y doctrina de teólogos», solía inculcar San Josemaría Escrivá, porque la fe firme, cimentada sobre sólidos principios doctrinales, se manifiesta frecuentemente en una vida de infancia en la que nos sentimos pequeños ante Dios y nos atrevemos a manifestarle el amor a través de cosas muy pequeñas, que Él bendice y acoge con una sonrisa, como hace un padre con su hijo. El amor -enseñó Santo Tomás lleva al conocimiento de la verdad, y todo el conocimiento está ordenado a la caridad como a su fin. El conocimiento de Dios debe llevar a realizar frecuentes actos de amor, a una disposición firme de trato amable, sin miedos, con Él. Mientras la mente atiende al pequeño deber de cada momento, el corazón está fijo en Dios, recibiendo el suave impulso de la gracia, que la hace tender hacia el Padre, en el Hijo y por el Espíritu Santo.
Una formación doctrinal más profunda lleva a tratar mejor a la Humanidad Santísima del Señor, a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, a San José, «nuestro Padre y Señor», a los ángeles custodios, a las benditas almas del Purgatorio... Examinemos hoy cómo es nuestro empeño por adquirir esa formación sólida y cómo la difundimos a nuestro alrededor -con naturalidad y como quien da un tesoro en la propia familia, entre los amigos... y siempre que tenemos la menor oportunidad.
3ª semana. Viernes
LA FIDELIDAD A LA GRACIA
— La gracia de Dios da siempre sus frutos si nosotros no le ponemos obstáculos.
— Los frutos de la correspondencia.
— Evitar el desaliento por los defectos que no desaparecen y por las virtudes que no se alcanzan. Recomenzar muchas veces.
I. El Evangelio de la Misa nos presenta una pequeña parábola, que recoge solo San Marcos. Nos habla en ella el Señor del crecimiento de la semilla echada en la tierra; una vez sembrada crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el incremento.
Nos da gran confianza en el apostolado considerar frecuentemente que «la doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo». En la propia vida interior también nos llena de esperanza saber que la gracia de Dios, si nosotros no lo impedimos, realiza silenciosamente en el alma una honda transformación, mientras dormimos o velamos, en todo tiempo, haciendo brotar en nuestro interior –quizá ahora mismo, en la oración– resoluciones de fidelidad, de entrega y de correspondencia.
El Señor nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles, cumpliendo el pequeño deber de cada momento, en el que se nos manifiesta su voluntad y en el que está nuestra santificación. De nuestra parte queda aceptar esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad. Sucede al alma algo parecido a lo que le ocurre al cuerpo: los pulmones necesitan aspirar oxígeno continuamente para renovar la sangre. Quien no respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia que Dios da continuamente, termina por morir de asfixia espiritual.
Recibir la gracia con docilidad es empeñarnos en llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo nos sugiere en la intimidad de nuestro corazón: cumplir cabalmente nuestros deberes –en primer lugar todo lo que se refiere a nuestros compromisos con Dios–; empeñarnos con decisión en alcanzar una meta en una determinada virtud; llevar con garbo sobrenatural y sencillez una contrariedad que quizá se prolonga y nos resulta costosa... Dios nos mueve interiormente, recordándonos a menudo las orientaciones recibidas en la dirección espiritual, y cuanto mayor es la fidelidad a esas gracias, mejor nos disponemos para recibir otras, más facilidad encontramos para realizar obras buenas, mayor alegría hay en nuestra vida, porque la alegría siempre está muy relacionada con la correspondencia a la gracia.
II. La docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar la vida de la gracia y para tener frutos sobrenaturales. Como nos dice el Señor en la parábola que venimos meditando, la semilla en nuestro corazón tiene la fuerza necesaria para germinar, crecer y dar fruto. Pero en primer lugar es necesario dejar que llegue al alma, darle cabida en nuestro interior, acogerla y no dejarla a un lado, pues «las oportunidades de Dios no esperan. Llegan y pasan. La palabra de vida no aguarda; si no nos la apropiamos, se la llevará el demonio. Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar, y llevarse el don que vosotros no usáis»: vivir la pequeña mortificación de dejar ordenados los instrumentos de trabajo, confesar el día que se había previsto, hacer el examen de conciencia con el empeño necesario para darse cuenta de lo que falla y en qué quiere el Señor que se ponga la lucha al día siguiente, vivir el «minuto heroico» al levantarse, desviar o al menos callar en esa conversación en la que no queda bien una persona ausente... La resistencia a la gracia produce sobre el alma el mismo efecto que «el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos; las flores quedan agostadas y el fruto no llega a sazón». La vida interior se empobrece y muere.
El Espíritu Santo nos da innumerables gracias para evitar el pecado venial deliberado y aquellas faltas que, sin ser propiamente un pecado, desagradan a Dios; los santos han sido quienes con mayor delicadeza respondieron a estas ayudas sobrenaturales. También recibimos incontables gracias para santificar las acciones de la vida ordinaria, realizándolas con empeño humano, con perfección, con pureza de intención, por motivos humanos nobles y por motivos sobrenaturales. Si somos fieles, desde por la mañana hasta la noche, a las ayudas que recibimos, nuestros días terminarán llenos de actos de amor a Dios y al prójimo, en los momentos agradables y en los que quizá nos sentimos más cansados, con menos fuerzas y ánimos: todos son buenos para dar fruto. Una gracia lleva consigo otra –al que tiene se le dará, leíamos ayer en el Evangelio de la Misa– y el alma se fortalece en el bien en la medida en que lo practica, cuanto más trecho se recorre. Cada día es un gran regalo que nos hace el Señor para que lo llenemos de amor en una correspondencia alegre, contando con las dificultades y obstáculos y con el impulso divino para superarlos y convertirlos en motivo de santidad y de apostolado. Todo es bien distinto cuando lo realizamos por amor y para el Amor.
III. «El hombre echa la semilla en la tierra cuando forma en su corazón el buen propósito (...); y la semilla germina y crece sin él darse cuenta, porque, aunque todavía no puede advertir su crecimiento, la virtud, una vez concebida, camina a la perfección, y de suyo la tierra fructifica, porque, con la ayuda de la gracia, el alma del hombre se levanta espontáneamente a obrar el bien. Pero la tierra primero produce el trigo en hierba, luego la espiga, y al fin la espiga el trigo». La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo.
La fidelidad a los impulsos que el Señor quiere darnos también se manifiesta en evitar el desaliento por nuestras faltas y la impaciencia al ver que sigue costando, quizá, llevar a término con profundidad la oración, desarraigar un defecto o acordarse más veces del Señor mientras se trabaja. El labriego es paciente: no desentierra la semilla ni abandona el campo por no encontrar el fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente para recogerlo; los labradores conocen bien que deben trabajar y esperar, contar con la escarcha y con los días soleados; saben que la semilla está madurando sin que él sepa cómo, y que llegará el tiempo de la siega. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. —No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede.
»Es menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias.
»Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia», como no la pierde el labriego con una sabiduría de siglos. Aprendamos a «apuntar muy alto» en la santidad y en el apostolado esperando el tiempo oportuno, sin desalentarnos jamás, recomenzando muchas veces en nuestros propósitos audaces.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que la superación de un defecto o la adquisición de una virtud no depende normalmente de violentos esfuerzos esporádicos, sino de la continuidad humilde de la lucha, de la constancia en intentarlo una y otra vez, contando con la misericordia del Señor. No podemos, por impaciencia, dejar de ser fieles a las gracias que recibimos; esa impaciencia hunde sus raíces, casi siempre, en la soberbia. «Hay que tener paciencia con todo el mundo –señala San Francisco de Sales–, pero, en primer lugar, con uno mismo». Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente perdido; siempre hay posibilidad de perdón y de volver a empezar: humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor, que está empeñado en que superemos los obstáculos. Hay una alegría profunda cada vez que recomenzamos de nuevo. Y en nuestro paso por la tierra habremos de hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre, y tendremos deficiencias, fragilidades, pecados. Seamos humildes y pacientes. El Señor cuenta con los fracasos, pero también espera muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros días; victorias que se alcanzan cada vez que somos fieles a una inspiración, a una moción del Espíritu Santo.
3ª semana. Sábado
LA CORRECCIÓN FRATERNA
— El deber de la corrección fraterna. Su eficacia sobrenatural.
— La corrección fraterna se practicaba con frecuencia entre los primeros cristianos. Falsas excusas para no hacerla. Ayuda que prestamos.
— Virtudes que han de vivirse al hacer la corrección. Modo de recibirla.
I. Desde el Antiguo Testamento, nos muestra la Sagrada Escritura cómo Dios se vale frecuentemente de hombres llenos de fortaleza y de caridad para advertir a otros de su alejamiento del camino que conduce al Señor. El Libro de Samuel nos presenta al profeta Natán, enviado por Dios al rey David para que le hable de los pecados gravísimos que había cometido. A pesar de la evidencia de esos pecados tan graves (adulterio con la mujer de su fiel servidor y el procurar la muerte de este) y de ser el rey un buen conocedor de la Ley, «el deseo se había apoderado de todos sus pensamientos y su alma estaba completamente aletargada, como por un sopor. Necesitó de la luz del profeta, que con sus palabras le hiciera caer en la cuenta de lo que había hecho». En aquellas semanas, David vivía con la conciencia adormecida por el pecado.
Natán, para hacerle caer en la cuenta de la gravedad de su delito, le expone una parábola: Había dos hombres en un pueblo: uno rico y pobre el otro. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y de bueyes; el pobre solo tenía una corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico; y, no queriendo perder una oveja o un buey para invitar a su huésped, cogió la cordera del pobre y convidó a su huésped. David se puso furioso contra aquel hombre y dijo a Natán: ¡Vive Dios que el que ha hecho eso es reo de muerte!
Natán respondió entonces al rey: ese hombre eres tú. Y David recapacitó sobre sus pecados, se arrepintió y expresó su dolor en un Salmo que la Iglesia nos propone como modelo de contrición. Comienza así: Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu piedad; según la muchedumbre de tu misericordia, borra mi iniquidad.... David hizo penitencia y fue grato a Dios. Todo, gracias a una corrección fraterna, a una advertencia, oportuna y llena de fortaleza, como fue la de Natán.
Uno de los mayores bienes que podemos prestar a quienes más queremos, y a todos, es la ayuda, en ocasiones heroica, de la corrección fraterna. En la convivencia diaria podemos observar que nuestros parientes, amigos o conocidos –como nosotros mismos– pueden llegar a formar hábitos que desdicen de un buen cristiano y que les separan de Dios (faltas habituales de laboriosidad, chapuzas, impuntualidades, modos de hablar que rozan la murmuración o la difamación, brusquedades, impaciencias...). Pueden ser también faltas contra la justicia en las relaciones laborales, faltas de ejemplaridad en el modo de vivir la sobriedad o la templanza (gastos ostentosos, faltas de gula o de ebriedad, dilapidación de dinero en el juego o loterías), relaciones que ponen en situación arriesgada la fidelidad conyugal o la castidad... Es fácil comprender que una corrección fraterna a tiempo, oportuna, llena de caridad y de comprensión, a solas con el interesado, puede evitar muchos males: un escándalo, el daño a la familia difícilmente reparable...; o, sencillamente, puede ser un eficaz estímulo para que alguno corrija sus defectos o se acerque más a Dios.
Esta ayuda espiritual nace de la caridad, y es una de las principales manifestaciones de esta virtud. En ocasiones, es también una exigencia de la justicia, cuando existen especiales obligaciones de prestar ayuda a la persona que debe ser corregida. Con frecuencia debemos pensar en cómo ayudamos a los que están más cerca. «¿Por qué no te decides a hacer una corrección fraterna? —Se sufre al recibirla, porque cuesta humillarse, por lo menos al principio. Pero, hacerla, cuesta siempre. Bien lo saben todos.
»El ejercicio de la corrección fraterna es la mejor manera de ayudar, después de la oración y del buen ejemplo». ¿La practicamos con frecuencia? ¿Es nuestro amor a los demás un amor con obras?
II. La corrección fraterna tiene entraña evangélica; los primeros cristianos la llevaban a cabo frecuentemente, tal como había establecido el Señor –Ve y corrígele a solas–, y ocupaba en sus vidas un lugar muy importante; sabían bien de su eficacia. San Pablo escribe a los fieles de Tesalónica: si alguno no obedece a lo que decimos en esta carta... no le miréis como enemigo, sino corregidle como a hermano. En la Epístola a los Gálatas dice el Apóstol que esta corrección ha de hacerse con espíritu de mansedumbre. Del mismo modo, el Apóstol Santiago alienta también a los primeros cristianos, recordándoles la recompensa que el Señor les dará: si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro hace que vuelva a ella, debe saber que quien hace que el pecador se convierta de su extravío, salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus propios pecados. No es pequeña recompensa. No podemos excusarnos y repetir otra vez aquellas palabras de Caín: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?.
Entre las excusas que pueden instalarse en nuestro ánimo para no hacer o para retrasar la corrección fraterna está el miedo a entristecer a quien hemos de hacer esa advertencia. Resulta paradójico que el médico no deje de decir al paciente que, si quiere curar, debe sufrir una dolorosa operación, y sin embargo los cristianos tengamos a veces reparos en decir a quienes nos rodean que está en juego la salud, ¡cuánto más valiosa!, de su alma. «Por desgracia, es grande el número de los que, por no desagradar o por no impresionar a alguien que está viviendo sus últimos días y los últimos momentos de su existencia terrena, le callan su estado real, haciéndole así un mal de incalculables dimensiones. Pero todavía es más elevado el número de los que ven a sus amigos en el error o en el pecado, o a punto de caer en uno o en otro, y permanecen mudos, y no mueven un dedo para evitarles estos males. ¿Concederíamos, a quienes de tal modo se portasen con nosotros, el título de amigos? Ciertamente, no. Y, sin embargo, suelen hacerlo para no desagradarnos».
Con la práctica de la corrección fraterna se cumple verdaderamente lo que nos dice la Sagrada Escritura: el hermano ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada. Nada ni nadie puede vencer contra la caridad bien vivida. Con esta muestra de amor cristiano no solo mejoran las personas, sino también la misma sociedad. A la vez, se evitan críticas y murmuraciones que quitan la paz del alma y enturbian las relaciones entre los hombres. La amistad, si es verdadera, se hace más profunda y auténtica con la corrección sincera. La amistad con Cristo crece también cuando ayudamos a un amigo, a un familiar, a un colega, con ese remedio eficaz que es la corrección amable, pero clara y valiente.
III. Al hacer la corrección fraterna se han de vivir una serie de virtudes, sin las cuales no sería una verdadera manifestación de caridad. «Cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar..., y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas». Como Cristo la practicaría si estuviera ocupando nuestro lugar, con la misma delicadeza, con la misma fortaleza.
A veces, una cierta animosidad y falta de paz interior nos puede llevar a ver, en otros, defectos que en realidad son nuestros. «Debemos corregir, pues, por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda (...). ¿Por qué le corriges? ¿Porque te apena haber sido ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras bien».
La humildad nos enseña, quizá más que cualquier otra virtud, a encontrar las palabras justas y el modo que no ofende, al recordarnos que también nosotros necesitamos muchas ayudas parecidas. La prudencia nos lleva a hacer la advertencia con prontitud y en el momento más oportuno; nos es necesaria esta virtud para tener en cuenta el modo de ser de la persona y las circunstancias por las que pasa, «como los buenos médicos, que no curan de un solo modo», no dan la misma receta a todos los pacientes.
Después de avisar a alguien con la corrección, si parece que no reacciona, es preciso ayudarle todavía un poco más con el ejemplo, con la oración y mortificación por él, con una mayor comprensión.
Por nuestra parte, hemos de recibirla con humildad y silencio, sin excusarnos, conociendo la mano del Señor en ese buen amigo, que al menos lo es desde aquel momento; con un sentimiento de viva gratitud, porque alguien se interesa de verdad por nosotros; con la alegría de pensar que no estamos solos para enderezar nuestros caminos, que deben conducir siempre al Señor. «Después que hayas recibido con muestras de alegría y de reconocimiento sus advertencias, imponte como un deber el seguirlas, no solo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para hacerle ver que no han sido vanos sus desvelos y que tienes en mucho su benevolencia. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; quien es verdaderamente humilde tiene a honra someterse a todos por amor a Dios, y observa los sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, cualquiera que sea el instrumento de que Él se haya servido».
Acudamos, al terminar nuestra oración, a la Santísima Virgen, Mater boni consilii, para que nos ayude a vivir siempre que sea necesaria esta muestra de caridad fraterna, de amistad verdadera, de aprecio sincero por aquellos con quienes nos relacionamos más frecuentemente.
Cuarto Domingo
Ciclo A
EL CAMINO DE LAS BIENAVENTURANZAS
— Las bienaventuranzas, camino de santidad y de felicidad.
— Nuestra felicidad viene de Dios.
— No perderemos la alegría si buscamos en todo al Señor.
I. Una inmensa multitud venida de todas partes rodea al Señor. De Él esperan su doctrina salvadora, que dará sentido a sus vidas. Viendo Jesús este gentío subió a un monte, donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca les enseñaba.
Y es esta la ocasión que aprovecha el Señor para dar una imagen profunda del verdadero discípulo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran...
No resulta difícil imaginar la impresión –quizá de desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso de decepción– que estas palabras del Señor debieron de causar en quienes escuchaban. Jesús acababa de formular el espíritu nuevo que había venido a traer a la tierra; un espíritu que constituía un cambio completo de las usuales valoraciones humanas, como la de los fariseos, que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo. En general, «el hombre antiguo, aun en el pueblo de Israel, había buscado la riqueza, el gozo, la estimación, el poder, considerando todo esto como la fuente de toda felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad».
Al volver a meditar ahora, en nuestra oración, estas palabras del Señor, vemos que aún hoy día se insinúa en las personas el desconcierto ante ese contraste: la tribulación que lleva consigo el camino de las Bienaventuranzas y la felicidad que Jesús promete. «El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus oyentes era este: solo el servir a Dios hace al hombre feliz. En medio de la pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios puede decir con San Pablo: Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones. Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de todos los goces de la tierra». No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas, después de las Bienaventuranzas, aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora! (...). ¡Ay de vosotros, todos los que sois aplaudidos por los hombres, porque así hicieron sus padres con los falsos profetas!.
Quienes escuchaban al Señor entendieron bien que aquellas Bienaventuranzas no enumeraban distintas clases de personas, no prometían la salvación a determinados grupos de la sociedad, sino que señalaban inequívocamente las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesús exige a todo el que quiera seguirle. «Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran (...) no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo».
El conjunto de todas las Bienaventuranzas señala el mismo ideal: la santidad. Hoy, al escuchar de nuevo, en toda su radicalidad, las palabras del Señor, reavivamos el afán de santidad como eje de toda nuestra vida. Porque «Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4, 34). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén». Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber excusas, no podemos decirle al Señor: espera a que se solucione este problema, a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser perseguido..., y entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para unirnos más al Señor.
II. No desagrada a Dios que pongamos los medios oportunos para evitar el dolor, la enfermedad, la pobreza, la injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz de llevar al hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su condición de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida. Por el contrario, intentar a toda costa –como si se tratara de un mal absoluto– sacudir el peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un fin en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir, y que no conducen a la felicidad.
«Bienaventurado» significa «feliz», «dichoso», y en cada una de las Bienaventuranzas «comienza Jesús prometiendo la felicidad y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará Nuestro Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres existe una tendencia irresistible a ser felices; este es el fin que todos sus actos se proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde no se encuentra, donde no hallarán sino miseria».
El Señor nos señala aquí los caminos para ser felices sin límite y sin fin en la vida eterna, y también para serlo en esta vida, viviendo con plena dignidad, como conviene a la condición de persona. Son caminos bien diferentes a los que, con frecuencia, suele escoger el hombre.
Buscad al Señor los humildes que cumplís sus mandamientos (...). Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor, se nos dice en la Primera lectura de la Misa.
La pobreza de espíritu, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón y el soportar ser rechazados por causa del Evangelio manifiestan una misma actitud del alma: el abandono en Dios. Y esta es la actitud que nos impulsa a confiar en Dios de un modo absoluto e incondicional. Es la postura de quien no se contenta con los bienes y consuelos de las cosas de este mundo, y tiene puesta su esperanza última más allá de estos bienes, que resultan pobres y pequeños para una capacidad tan grande como es la del corazón humano.
Bienaventurados los pobres de espíritu... Y en el Magnificat de la Virgen escuchamos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada. ¡Cuántos se transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo que ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que nos pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que Él tiene preparados para nosotros.
III. Dice Jesús a quienes le siguen –en aquel tiempo y ahora– que no será obstáculo para ser felices el que los hombres os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo. Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios, puede quitárnosla. Nuestra felicidad y nuestra plenitud vienen de Dios. «¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo».
Pidamos al Señor que transforme nuestras almas, que realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la felicidad y la desgracia. Somos necesariamente felices si estamos abiertos a los caminos de Dios en nuestras vidas, y si aceptamos la buena nueva del Evangelio.
Y esto, también en el caso de que otras gentes parezcan conseguir todos los bienes que se pueden alcanzar en esta corta vida. No se debe tener al rico por dichoso solo por sus riquezas –dice San Basilio–; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por su gran elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad. Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten en males y en desgracia para la persona que los posee y para los demás, cuando no están ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre insatisfecho y desgraciado.
Cuando para encontrar esa felicidad los hombres ensayamos otros caminos que no son los de la voluntad de Dios, que no son los que nos ha trazado el Maestro, al final solo se encuentra soledad y tristeza. La experiencia de todos los que no quisieron entender a Dios, que les hablaba de distintas maneras, ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay felicidad estable y duradera. Lejos del Señor solo se recogen frutos amargos y, de una forma u otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de la casa paterna: comiendo bellotas y apacentando puercos.
Son dichosos quienes buscan a Cristo, quienes piden y fomentan el deseo de santidad. En Cristo están ya presentes todos los bienes que constituyen la verdadera felicidad. «“Laetetur cor quaerentium Dominum” —Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.
»—Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza».
Cuando falta la alegría, ¿no estará la causa en que, en esos momentos, no buscamos de verdad al Señor en el trabajo, en quienes nos rodean, en las contradicciones? ¿No será que no estamos todavía desprendidos del todo? ¡Que se alegren los corazones que buscan al Señor!
Cuarto Domingo
ciclo b
LA ESCLAVITUD DEL PECADO
— Cristo ha venido a librarnos del demonio y del pecado.
— La malicia del pecado.
— El carácter liberador de la Confesión. La lucha para evitar los pecados veniales.
I. El Evangelio de la Misa de este domingo nos habla de la curación de un endemoniado. La victoria sobre el espíritu inmundo –eso significa Belial o Belcebú, nombre que se asigna en la Escritura al demonio– es una señal más de la llegada del Mesías, que viene a liberar a los hombres de su más temible esclavitud: la del demonio y el pecado.
Este hombre atormentado de Cafarnaún decía a gritos: ¿Qué hay entre nosotros y tú, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres tú, el Santo de Dios! Y Jesús le mandó con imperio: Calla, y sal de él. Y se quedaron todos estupefactos.
No se excluye –enseña Juan Pablo II– que en ciertos casos el espíritu maligno llegue incluso a ejercitar su influjo no solo sobre las cosas materiales, sino también sobre el cuerpo del hombre, por lo que se habla de «posesiones diabólicas». No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos o intervenciones directas al demonio; pero en principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás pueda llegar a esta extrema expresión de su superioridad. La posesión diabólica aparece en el Evangelio acompañada ordinariamente de manifestaciones patológicas: epilepsia, mudez, sordera... Los posesos pierden frecuentemente el dominio sobre sí mismos, sobre sus gestos y palabras; en ocasiones son instrumentos del demonio. Por eso, estos milagros que realiza el Señor manifiestan la llegada del reino de Dios y la expulsión del diablo fuera de los dominios del reino: Ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Cuando vuelven los setenta y dos discípulos, llenos de alegría por los resultados de su misión apostólica, le dicen a Jesús: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Y el Maestro les contesta: Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Desde la llegada de Cristo el demonio se bate en retirada, aunque es mucho su poder y «su presencia se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios»; mediante el pecado mortal muchos hombres quedan sujetos a la esclavitud del demonio, se alejan del reino de Dios para penetrar en el reino de las tinieblas, del mal; en un grado u otro, se convierten en instrumento del mal en el mundo, y quedan sometidos a la peor de las esclavitudes. En verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. Y el dominio del diablo puede adoptar otras formas de apariencia más normal, menos llamativa.
Debemos permanecer vigilantes, para discernir y rechazar las insidias del tentador, que no se concede pausa en su afán de dañarnos, ya que, tras el pecado original, hemos quedado sujetos a las pasiones y expuestos al asalto de la concupiscencia y del demonio: fuimos vendidos como esclavos al pecado. «Toda la vida humana, individual y colectiva, se presenta como lucha –lucha dramática– entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Es más: el hombre se siente incapaz de someter con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas». Por eso, hemos de dar todo su sentido a la última de las peticiones que Cristo nos enseñó en el Padrenuestro: líbranos del mal, manteniendo a raya la concupiscencia y combatiendo, con la ayuda de Dios, la influencia del demonio, siempre al acecho, que inclina al pecado.
Además del hecho histórico concreto que nos muestra el Evangelio, con la luz de la fe podemos ver en este poseso a todo pecador que quiere convertirse a Dios, librándose de Satanás y del pecado, pues Jesús no ha venido a liberarnos «de los pueblos dominadores, sino del demonio; no de la cautividad del cuerpo, sino de la malicia del alma».
«Líbranos, oh Señor, del Mal, del Maligno; no nos dejes caer en la tentación. Haz, por tu infinita misericordia, que no cedamos ante la infidelidad a la cual nos seduce aquel que ha sido infiel desde el comienzo».
II. La experiencia de la ofensa a Dios es una realidad. Y con facilidad el cristiano descubre esa huella profunda de mal y ve un mundo esclavizado por el pecado. La Iglesia nos enseña que existen pecados mortales por naturaleza –que causan la muerte espiritual, la pérdida de la vida sobrenatural–, mientras otros son veniales, los cuales, aunque no se oponen radicalmente a Dios, obstaculizan el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y disponen para caer en pecados graves.
San Pablo nos recuerda que fuimos rescatados a un precio muy alto y nos exhorta con firmeza a no volver de nuevo a la esclavitud; hemos de ser sinceros con nosotros mismos, para evitar reincidir, avivando en nuestras almas el afán de santidad. «El primer requisito para desterrar ese mal (...), es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la cabeza– horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega».
El pecado mortal es la peor desgracia que le puede suceder a un cristiano. Cuando este se mueve por el amor, todo sirve a la gloria de Dios y para servicio de sus hermanos los hombres, y las mismas realidades terrenas son santificadas: el hogar, la profesión, el deporte, la política... Por el contrario, cuando se deja seducir por el demonio, su pecado introduce en el mundo un principio de desorden radical, que lo aleja de su Creador y es causa de todos los horrores que en él se encuentran. Pidamos al Señor esa pureza de conciencia que nos lleve a no cohonestar, a no acostumbrarnos, a abominar de toda ofensa a Dios; hemos de hacer nuestro aquel lamento –de fuerte sentido de desagravio– del profeta Jeremías: Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé. Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para excavarse cisternas agrietadas incapaces de retener el agua. Aquí reside la maldad del pecado: en que los hombres, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios, sino que se envanecieron con sus razonamientos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas..., dando culto y sirviendo a las criaturas en lugar de adorar al Creador.
El pecado, un solo pecado, ejerce, de una forma a veces oculta y otras visible y palpable, una misteriosa influencia sobre la familia, los amigos, la Iglesia y sobre la entera humanidad. Si un sarmiento enferma, todo el organismo se resiente; si un sarmiento queda estéril, la vid no produce ya el fruto que de ella se esperaba; es más, otros sarmientos pueden también enfermar y morir.
Renovemos hoy el firme propósito de alejarnos de todo aquello (espectáculos, lecturas inconvenientes, ambientes donde desentona la presencia de un hombre, de una mujer que sigue a Cristo...) que pueda ser ocasión de ofender a Dios. Amemos mucho el sacramento de la Penitencia y enseñemos a amarlo con una profunda catequesis sobre este sacramento, y meditemos con frecuencia la Pasión del Señor para entender más la malicia del pecado. Pidamos al Señor que sea una realidad en nuestras vidas esa sentencia popular llena de sentido: «antes morir que pecar».
III. Si nos percatamos –nunca penetraremos bastante en la realidad del mysterium iniquitatis que es el pecado– de la malicia de la ofensa a Dios, nunca plantearemos la lucha en la frontera de lo grave y lo leve, pues el pecado mayor está en «despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios». Los pecados veniales realizan este funesto efecto en las almas que no luchan con firmeza para evitarlos, y constituyen un excelente aliado del demonio, empeñado en dañar. Sin matar la vida de la gracia, la debilitan, hacen más difícil el ejercicio de las virtudes y apenas se oyen las insinuaciones del Espíritu Santo y, si no se reacciona con energía, disponen para faltas y pecados graves. «¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados veniales! —Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida interior». Pidamos al Señor su luz, su amor, su fuego que nos purifique, para no empequeñecer nunca la grandeza de nuestra vocación, para no quedar atrapados en la mediocridad espiritual a la que lleva la lucha lánguida, floja, ante las faltas veniales.
Para luchar contra los pecados veniales el cristiano ha de darles la importancia que tienen: son los causantes de la mediocridad espiritual, de la tibieza, y los que hacen realmente dificultoso el camino de la vida interior. Los santos han recomendado siempre la Confesión frecuente, sincera y contrita como medio eficaz contra estas faltas y pecados, y camino seguro para ir adelante. «Ten siempre verdadero dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean –aconsejaba San Francisco de Sales–, y haz firme propósito de la enmienda para en adelante. Muchos hay que pierden grandes bienes y mucho aprovechamiento espiritual porque, confesándose de los pecados veniales como por costumbre y cumplimiento, sin pensar enmendarse, permanecen toda la vida cargados de ellos».
Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros corazones, nos exhorta el Salmo responsorial de la Misa. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a tener un corazón cada vez más limpio y más fuerte, capaz de rechazar todo lazo que oprima y de abrirse a Dios, como Él espera de cada cristiano.
Cuarto Domingo
ciclo c
LA VIRTUD DE LA CARIDAD
— La esencia de la caridad.
— Cualidades de esta virtud.
— La caridad perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del Cielo.
I. La Segunda lectura de la Misa nos recuerda el llamado himno de la caridad, una de las páginas más bellas de las Cartas de San Pablo. El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla hoy de unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis. Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero humanitarismo. «Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo».
Nuestro Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo, señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los cristianos. Es el amor divino –como yo os he amado– la medida del amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por la gracia.
La caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.
Sin ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad –nos lo dice el Apóstol–, de poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy. Muchos doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de quienes acompañaban a Jesús –gente que ignora la ley–, pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.
La falta de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta. Solamente la caridad –amor a Dios, y al prójimo por Dios– nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios -enseña San Juan-, porque Dios es amor. También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, «pues es imposible alcanzar aquello que no se ama»; y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios: si repartiere todos los bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha. La caridad por nada puede ser sustituida.
Hoy podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables, si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia, con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de nuestro vivir diario.
II. San Pablo nos señala las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer lugar, que la caridad es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu desabrido.
La paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella imitamos a Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento a la ira; imitamos a Jesús, que, conociendo bien la malicia de los fariseos, «condescendió con ellos para ganarlos, como los buenos médicos, que prodigan mejores remedios a los enfermos más graves».
La caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a todos. La benignidad solo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de nosotros debe ser para los demás.
La caridad no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen multitud de pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia, la envidia es la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia y la paz. Santo Tomás la llama «madre del odio».
La caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia hacia el prójimo, pues solo en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos podemos atender y preocuparnos de los demás. Sin humildad no puede existir ninguna otra virtud, y de modo singular no puede haber amor. En muchas faltas de caridad han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otras muchas maneras se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. «El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos».
La caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide nada para uno mismo; da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y esto le basta. No solo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.
La caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales, todo lo excusa. No solo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios. La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.
Es mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.
III. La caridad no termina jamás. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada (...). Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad.
Estas tres virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana porque tienen a Dios como objeto y fin. La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatífica; la esperanza, por la posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdura eternamente; aquí en la tierra es ya un comienzo del Cielo, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad.
Esforzaos por alcanzar la caridad, nos apremia San Pablo. Es el mayor don y el principal mandamiento del Señor. Será el distintivo por el que conocerán que somos discípulos de Cristo; es una virtud que, para bien o para mal, estamos poniendo a prueba en todo momento. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad, tener una palabra amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento, ceder el paso, interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar un buen consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia o en el lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc. Podemos hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no solo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.
Cuando crecemos en la caridad, todas las virtudes se enriquecen y se hacen más fuertes. Y ninguna de ellas es verdadera virtud si no está penetrada por la caridad: «tanto tienes de virtud cuanto tienes de amor, y no más».
Si acudimos frecuentemente a la Virgen, Ella nos enseñará a querer y a tratar a los demás, pues es Maestra de caridad. «La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)». Nuestra Madre Santa María también se entregó por nosotros.
7 domingos de san José
1er domingo de san José
VOCACIÓN Y SANTIDAD DE SAN JOSÉ*
— El más grande de los santos.
— «A los que Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello».
— Nuestra propia vocación: «porque tenemos la gracia del Señor, podremos superar todas las dificultades».
I. Comenzamos hoy esta antigua costumbre de preparar, con siete semanas de antelación, la festividad del Santo Patriarca, que tuvo a su cargo en la tierra a Jesús y a María. En cada uno de estos domingos, procuraremos meditar la vida de San José, llena de enseñanzas, fomentaremos su devoción y nos acogeremos a su patrocinio.
San José, después de María, es el mayor de los santos en el Cielo, según enseña comúnmente la doctrina católica. El humilde carpintero de Nazareth sobresale en gracia y en bienaventuranza por encima de los patriarcas, de los profetas, de San Juan el Bautista, de San Pedro, de San Pablo, de todos los Apóstoles, santos mártires y doctores de la Iglesia. Ocupa en la Plegaria eucarística I (Canon Romano) del misal el primer lugar, después de Nuestra Señora.
Al Santo Patriarca le han sido encomendados, de un modo real y misterioso, los cristianos de todas las épocas. Así lo expresan las bellísimas Letanías de San José aprobadas por la Iglesia, que resumen todas sus prerrogativas: San José, ilustre descendiente de David, luz de los patriarcas, esposo de la Madre de Dios (...), modelo de los que trabajan, honor de la vida doméstica, guardián de las vírgenes, sostén de las familias, consolación de los afligidos, esperanza de los enfermos, patrono de los moribundos, terror de los demonios, protector de la Iglesia santa... Salvo a María, a ninguna otra criatura podemos dirigir tantas alabanzas. La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. Este patrocinio «es necesario a la Iglesia no solo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos «países y naciones, en los que (...) la religión y la vida cristiana fueron florecientes» y que «están ahora sometidos a dura prueba». Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial poder desde lo alto (cfr. Lc 24, 49; Hech 1, 8), don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos». Muy especialmente del más grande de todos ellos.
A lo largo de estas siete semanas, en las que preparamos su fiesta, podemos renovar y enriquecer esta sólida devoción y obtener muchas gracias y ayudas del Santo Patriarca. Son días para acercarnos más a él, para tratarle y amarle. «Quiere mucho a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado, después de nuestra Madre.
»-Se merece tu cariño, y te conviene tratarle, porque es Maestro de vida interior, y puede mucho ante el Señor y ante la Madre de Dios». Aprovechemos particularmente en estos días este poder de intercesión, encomendándole aquello que más nos preocupa, de lo que tenemos más necesidad.
II. A San José se le puede aplicar el principio formulado por Santo Tomás a propósito de la plenitud de gracia y de la santidad de María: «A los que Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello».
Por esto, la Virgen Santísima, llamada a ser Madre de Dios, recibió, junto con la inmunidad de la culpa original, desde el mismo instante de su Concepción una plenitud de gracia que superaba ya la gracia final de todos los santos juntos. María, la más cercana a la fuente de toda gracia, se benefició de ella más que ninguna otra criatura. Y después de María, nadie estuvo más cerca de Jesús que San José, que hizo las veces de padre suyo aquí en la tierra. Después de María, nadie recibió una misión tan singular como José, nadie le amó más, nadie le prestó más servicios... Ningún otro estuvo más cerca del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. «Precisamente José de Nazareth “participó” en este misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. Él participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el eterno Padre nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo (Ef 1, 5)».
El alma de José debió ser preparada con singulares dones para que llevara a cabo una misión tan extraordinaria, como la de ser custodio fiel de Jesús y de María. ¿Cómo no iba a ser excepcional la criatura a quien Dios encomendó lo que más quería de este mundo? El ministerio de San José fue de tal importancia que todos los ángeles juntos no sirvieron tanto a Dios como José solo.
Un autor antiguo enseña que San José participó de la plenitud de Cristo de un modo incluso más excelente y perfecto que los Apóstoles, pues «participaba de la plenitud divina en Cristo: amándole, viviendo con Él, escuchándole, tocándole. Bebía y se saciaba en la fuente superabundante de Cristo, formándose en su interior un manantial que brotaba hasta la vida eterna.
»Participó de la plenitud de la Santísima Virgen de un modo singular: por su amor conyugal, por su mutua sumisión en las obras y por la comunicación de sus consolaciones interiores. La Santísima Virgen no pudo consentir que San José estuviese privado de su perfección, alegría y consuelos. Era bondadosísima, y por la presencia de Cristo y de los ángeles gozaba de alegrías ocultas a todos los mortales, que solo podía comunicar a su esposo amantísimo, para que en medio de sus trabajos tuviese un consuelo divino; y así, mediante esta comunicación espiritual con su esposo, la Madre intacta cumplía el precepto del Señor de ser dos en una sola carne.
¡Oh José! -le decimos con una oración que sirve para prepararnos a celebrar la Santa Misa o a asistir a ella- varón bienaventurado y feliz, a quien fue concedido ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y oír, y no oyeron ni vieron. Y no solo verle y oírle, sino llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo: ruega por nosotros. Atiéndenos en aquello que en estos días te pedimos, y que dejamos en tus manos para que tú lo presentes ante Jesús, que tanto te amó y a quien tanto amaste en la tierra y ahora amas y adoras en el Cielo. Él no te niega nada.
III. Enseña San Bernardino de Siena, siguiendo a Santo Tomás, que «cuando, por gracia divina, Dios elige a alguno para una misión muy elevada, le otorga todos los dones necesarios para llevar a cabo esta misión, lo que se verifica en grado eminente en San José, padre nutricio de Nuestro Señor Jesucristo y esposo de María». La santidad consiste en cumplir la propia vocación. Y en San José esta consistió, principalmente, en preservar la virginidad de María contrayendo con Ella un verdadero matrimonio, pero santo y virginal. El Ángel del Señor le dijo: José, hijo de David, no temas recibir contigo a María, tu mujer, pues lo que en Ella ha nacido es obra del Espíritu Santo. María es su esposa, y José la amó con el amor más puro y delicado que podamos imaginar.
Con relación a Jesús, José veló sobre Él, le protegió, le enseñó su oficio, contribuyó a su educación... «Se le llama su padre nutricio y también padre adoptivo, pero estos nombres no pueden expresar plenamente esta relación misteriosa y llena de gracia. Un hombre se convierte accidentalmente en padre adoptivo o en padre nutricio de un niño, mientras que José no se convirtió accidentalmente en el padre nutricio del Verbo encarnado; fue creado y puesto en el mundo con ese fin; es el objeto primero de su predestinación y la razón de todas las gracias». Esa fue su vocación: ser padre adoptivo de Jesús y esposo de María; sacar adelante, muchas veces con sacrificio y dificultades, a aquella familia.
San José fue tan santo porque correspondió fidelísimamente a las gracias que recibió para cumplir una misión tan singular. Nosotros podemos meditar hoy junto al Santo Patriarca en la vocación en medio del mundo que también hemos recibido y en las gracias necesarias que continuamente nos da el Señor para vivirla fielmente.
Nunca debemos olvidar que a quienes Dios elige para algo, los prepara y dispone de tal modo que sean idóneos para ello. ¿Dudamos cuando encontramos dificultades para llevar a cabo lo que Dios quiere de nosotros: sostener a la familia, vivir la entrega generosa que el Señor nos pide, vivir el celibato apostólico, si ha sido esa la inmensa gracia que Dios ha querido para nosotros?, ¿seguimos el razonamiento lógico de que «porque tengo la gracia de Dios, porque tengo una vocación, podré superar todos los obstáculos?», ¿me crezco ante las dificultades, apoyándome en Dios?
«Lo has visto con claridad: mientras tanta gente no le conoce, Dios se ha fijado en ti. Quiere que seas fundamento, sillar, en el que se apoye la vida de la Iglesia.
»Medita esta realidad, y sacarás muchas consecuencias prácticas para tu conducta ordinaria: el fundamento, el sillar –quizá sin brillar, oculto– ha de ser sólido, sin fragilidades; tiene que servir de base para el sostenimiento del edificio...; si no, se queda aislado». San José, que fue cimiento seguro en el que descansaron Jesús y María, nos enseña hoy a ser firmes en nuestra peculiar vocación, de la que dependen la fe y la alegría de tantos. Él nos ayudará a ser siempre fieles, si acudimos frecuentemente a su patrocinio. Sancte Ioseph... ora pro nobis... ora pro me, le podemos repetir muchas veces en el día de hoy.
4ª semana. Lunes
DESPRENDIMIENTO Y VIDA CRISTIANA
— La presencia de Jesús en nuestra vida puede significar, alguna vez, perder algo temporal. Jesús vale más.
— Todas las cosas deben ser medios que nos acerquen a Cristo.
— Desprendimiento. Algunos detalles.
I. Nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa que llegó Jesús a la región de los gerasenos, una tierra de gentiles, al otro lado del lago de Genesaret. Allí, nada más dejar la barca, le salió al encuentro un endemoniado que, postrado ante Él, gritaba: ¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, hijo de Dios Altísimo? Te pido por Dios que no me atormentes. Porque Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo, sal de este hombre. Jesús le preguntó por su nombre, y él respondió: Me llamo Legión, porque somos muchos. Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella región. Cerca del lugar donde ellos se encontraban pacía una gran piara de cerdos.
La aparición del Mesías lleva consigo la derrota del reino de Satanás, que por eso muestra su resistencia de modo tan acentuado en numerosos pasajes del Evangelio. Como en los demás milagros, cuando Jesús expulsa a los demonios pone de relieve su poder redentor. El Señor se presenta siempre en la vida de los hombres librándolos de los males que les oprimen: Pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído bajo el poder del diablo, dirá San Pedro en el discurso ante Cornelio y su familia, resumiendo esta y otras muchas expulsiones de demonios que hizo el Señor.
Aquí los demonios hablan por boca de este hombre y se quejan de que Jesús haya venido a destruir su reino en la tierra. Y le piden quedarse en aquel lugar. Por eso quieren entrar en los cerdos. Era también, quizá, una manera de perjudicar y de vengarse de aquellas gentes, y de alborotarlas contra Jesús. El Señor accede, con todo, a la petición de los demonios. Entonces, la piara corrió con ímpetu por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua. Los porqueros huyeron y dieron la noticia en la ciudad y en el campo. Y la gente fue a ver lo que había pasado.
San Marcos nos indica expresamente que eran alrededor de dos mil los cerdos que se ahogaron. Debió de significar una gran pérdida para aquellos gentiles. Quizá sea el rescate pedido a este pueblo por librar a uno de los suyos del poder del demonio: han perdido unos cerdos, pero han recuperado a un hombre. Y este endemoniado, este hombre «rebelde y dividido, con dominio miserable de una multitud de espíritus impuros, ¿no ofrece por ventura algún parecido con un tipo humano que no es ajeno a nuestro tiempo? En todo caso, el alto costo pagado por la liberación de aquel hombre, la hecatombe de la piara de los dos mil cerdos ahogados en las aguas del mar de Galilea, tal vez sea el índice del elevado precio que tiene el rescate del hombre pagano contemporáneo. Un costo valorable también en riquezas que se pierden; un rescate cuyo precio es la pobreza del que generosamente intenta redimirle. La pobreza real de los cristianos quizá sea el valor que Dios haya fijado por el rescate del hombre de hoy. Y vale la pena pagarlo (...); un solo hombre vale mucho más que dos mil cerdos», vale más que todo el mundo creado con sus riquezas y sus maravillas.
Sin embargo, sobre estas gentes pesa más el daño temporal que la liberación del endemoniado. En el cambio de un hombre por unos cerdos se inclinan por estos, por los cerdos. Ellos, al ver lo que había pasado, rogaron a Jesús que se marchara de su país. Cosa que el Señor hizo enseguida.
La presencia de Jesús en nuestras vidas puede significar, alguna vez, perder la ocasión de un buen negocio, porque no era del todo limpio, o por no poder competir con los mismos medios ilícitos que nuestros colegas..., o, sencillamente, porque quiere que ganemos su corazón con nuestra pobreza. Y siempre nos pedirá el Señor, para permanecer junto a Él, un desprendimiento efectivo de los bienes, una pobreza cristiana real, que señale con claridad la primacía de lo espiritual sobre lo material, y del fin último –la salvación, la nuestra y la del prójimo– sobre los fines temporales del bienestar humano.
II. Le pidieron a Jesús que se alejase de su región. No incurramos nosotros jamás en la aberración de decir a Jesús que se aleje de nuestra vida, porque por manifestarnos como cristianos perdamos en alguna circunstancia un cargo público, un puesto de trabajo, o debamos sufrir un perjuicio material de cualquier clase. Al contrario, hemos de decirle muchas veces al Señor, con las palabras que el sacerdote pronuncia en secreto antes de la Comunión en la Santa Misa: fac me tuis semper inhaerere mandatis, et a te numquam separari permittas: haz que cumpla siempre tus mandatos y no permitas que me separe nunca de Ti. Es preferible estar con Cristo sin nada, que estar sin Él y tener todos los tesoros del mundo juntos. «Bien sabe la Iglesia que solo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solo los elementos humanos».
Todas las cosas de la tierra son medios para acercarnos a Dios. Si no sirven para eso, no sirven ya para nada. Más vale Jesús que cualquier negocio, más que la vida misma. «Si destierras de ti a Jesús y lo pierdes, ¿a dónde irás?, ¿a quién buscarás por amigo? Sin amigo no puedes vivir mucho; y si no fuere Jesús tu especialísimo amigo, estarás triste y desconsolado». Perderás mucho en esta vida, y todo en la otra.
Los primeros cristianos, y muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos, han preferido el martirio antes que perder a Cristo. «Durante las persecuciones de los primeros siglos, las penas habituales eran la muerte, la deportación y el exilio.
»Hoy, a la prisión, a los campos de concentración o de trabajos forzados, a la expulsión de la propia patria, se han unido otras penas menos llamativas pero más sutiles: no es ya una muerte sangrienta, sino una especie de muerte civil; no solo la segregación en una prisión o en un campo, sino la restricción permanente de la libertad personal o la discriminación social (...)». ¿Seremos nosotros capaces de perder, si fuera necesario, la honra o la fortuna, a cambio de permanecer con Dios?
Seguir a Jesús no es compatible con todo. Hay que elegir, y renunciar a todo lo que sea un impedimento para estar con Él. Para eso, debemos tener muy enraizada en el alma una clara disposición de horror al pecado, pidiendo al Señor y a su Madre que aparten de nosotros todo lo que nos separe de Él: «Madre, líbranos a tus hijos –a cada una, a cada uno– de toda mancha, de todo lo que nos aparte de Dios, aunque tengamos que sufrir, aunque nos cueste la vida». ¿Para qué queremos el mundo entero si perdiéramos a Jesús?
III. «Y que entre los moradores de aquella región había gentes necias –comenta San Juan Crisóstomo– bien claro se ve por el desenlace de todo este episodio. Porque cuando debían haberse postrado en adoración y admirar su poder, le mandaron recado suplicándole que se marchara de sus términos». Jesús fue a visitarles y no supieron comprender quién estaba allí, a pesar de los prodigios que había hecho. Esta fue la mayor necedad de estas gentes: no reconocer a Jesús.
El Señor pasa cerca de nuestra vida todos los días. Si tenemos el corazón apegado a las cosas materiales no le reconoceremos; y hay muchas formas, algunas muy sutiles, de decirle que se vaya de nuestros dominios, de nuestra vida, ya que nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas.
Conocemos por propia experiencia el peligro que corremos de servir a los bienes terrenos, en sus múltiples manifestaciones de deseo desordenado de mayores bienes, aburguesamiento, comodidad, lujo, caprichos, gastos innecesarios, etc.; y vemos también lo que ocurre a nuestro alrededor: «Muchos hombres parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista». Piensan que su felicidad está en los bienes materiales y se llenan de ansiedad por conseguirlos.
Nosotros debemos estar desprendidos de todo cuanto tenemos. De este modo, sabremos utilizar todos los bienes de la tierra según lo dispuesto por Dios, y tendremos el corazón en Él y en los bienes que nunca se agotan. El desasimiento hace de la vida un sabroso camino de austeridad y eficacia. El cristiano ha de examinar con frecuencia si se mantiene vigilante para no caer en la comodidad, o en un aburguesamiento que no se compagina de ninguna forma con ser discípulo de Cristo; si procura no crearse necesidades superfluas; si las cosas de la tierra le acercan o le separan de Dios. Siempre podemos y debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, venciendo la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo generosos en la limosna.
También podemos considerar hoy en nuestra oración si estamos dispuestos a tirar lejos de nosotros lo que nos estorbe para acercarnos a Cristo, como hizo Bartimeo, aquel ciego que pedía limosna en las afueras de Jericó.
El Señor vale infinitamente más que todos los bienes creados. No ocurrirá en nuestra vida como en la de aquellos gerasenos: toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verle, le rogaron que se alejara de su región. Nosotros, por el contrario, digámosle, con las palabras de la oración de San Buenaventura para después de la Comunión: que Tú seas siempre (...) mi herencia, mi posesión, mi tesoro, en el cual esté siempre fija y firme e inconmoviblemente arraigada mi alma y mi corazón. Señor, ¿a dónde iría yo sin Ti?