Comento el Evangelio de Juan, capítulo 8, versículos 12 al 20. Porque ayer escuchamos el evangelio de la mujer adúltera.
Ésta es la segunda semana con el Evangelio de Juan. Y son muchos los personajes que van apareciendo. Unos, a favor de Jesús, sobre todo los que se han visto beneficiados por la acción benéfica del Salvador. Otros, en contra. Los que se apegaban a la ley, a la norma, hasta ser casi inmisericordes.
“Yo soy la Luz”. Durante toda la semana, veremos a Jesús discutiendo con los judíos, sobre su autoridad, su procedencia y, de alguna manera, anticipando el fin que le espera.
A los que vivimos en el norte, sufriendo la noche polar, hablar de luz es siempre motivo de alegría. Y tener luz en nuestra vida es muy, pero que muy necesario. Y no solo físicamente, es decir, para ver por dónde andas, sino también espiritualmente, para no perdernos en el mundo que nos rodea.
A menudo nos sentimos débiles, perdidos en un mundo en el que predominan las malas noticias. Y nosotros mismos vemos que no podemos cambiar mucho. Que nos pueden las tinieblas. Y le ponemos ganas, pero no basta. Caemos una y otra vez en los mismos errores.
Entonces aparece la Luz, y nos ofrece su brillo, para que sepamos hacia dónde ir. Y nos invita a seguirle. Particularmente, como personas, y juntos, como Iglesia.
Cada uno de nosotros tiene la invitación para aceptar a Cristo como la Luz verdadera. Y no solo. Eso no es todo. No podemos ser egoístas. Si hemos encontrado la luz, tenemos que compartirla con todos. Tenemos que ser luz. “Tú eres del mundo la luz”, decía hace años la letra de un musical cristiano. ¡Es una tarea que te está esperando! ¡Sé un buen Juan el Bautista para otros”! Y, si te ves sin fuerzas, repite el estribillo del salmo: “El Señor es mi Pastor, nada me falta”. Y créelo.
«Vete, y en adelante no peques más»
Hoy contemplamos en el Evangelio el rostro misericordioso de Jesús. Dios es Amor, y Amor que perdona, Amor que se compadece de nuestras flaquezas, Amor que salva. Los maestros de la
Ley de Moisés y los fariseos «le llevan una mujer sorprendida en adulterio» (Jn 8,4) y piden al Señor: «¿Tú qué dices?» (Jn 8,5). No les interesa tanto seguir una enseñanza de Jesús como
poderlo acusar de que va contra de la Ley de Moisés. Pero el Maestro aprovecha esta ocasión para manifestar que Él ha venido a buscar a los pecadores, a enderezar a los caídos, a llamarlos a
la conversión y a la penitencia. Y éste es el mensaje de la Cuaresma para nosotros, ya que todos somos pecadores y todos necesitamos de la gracia salvadora de Dios.
Se dice que hoy día se ha perdido el sentido del pecado. Muchos no saben lo que está bien o mal, ni por qué. Es lo mismo que decir —en forma positiva— que se ha perdido el sentido del Amor a
Dios: del Amor que Dios nos tiene, y —por nuestra parte— la correspondencia que este Amor pide. Quien ama no ofende. Quien se sabe amado y perdonado, vuelve amor por Amor: «Preguntaron al
Amigo cuál era la fuente del amor. Respondió que aquella donde el Amado nos ha lavado nuestras culpas» (Ramon Llull).
Por esto, el sentido de la conversión y de la penitencia propias de la Cuaresma es ponernos cara a cara ante Dios, mirar a los ojos del Señor en la Cruz, acudir a manifestarle personalmente
nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia. Y como a la mujer del Evangelio, Jesús nos dirá: «Tampoco yo te condeno... En adelante no peques más» (Jn 8,11). Dios perdona, y esto
conlleva por nuestra parte una exigencia, un compromiso: ¡No peques más!
Nada temo, Señor,
porque Tú estás conmigo
Lunes quinta semana
de Cuaresma. Cristo nos ha llamado a tenerle en lo profundo de nosotros mismos.
El camino de conversión, que es la Cuaresma, tiene como todo camino,
un inicio; y como todo camino, tiene también un final. La Cuaresma se enfrenta en esta semana con su última semana. El Domingo de Ramos, que es cuando celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén,
estaremos celebrando también el momento en el cual termina la Cuaresma para dar inicio a la Semana Santa. En ese momento podríamos simplemente quedarnos con la idea de haber dicho: una Cuaresma
más que pasó por nuestra vida, cuarenta días más. O preguntarnos: ¿Cómo aproveché este camino? ¿Realmente le saqué fruto a toda esta Cuaresma, o la Cuaresma se me fue, como se me van tantas otras
cosas?
La liturgia, en el salmo responsorial, nos habla de un sentimiento que
tendría que estar presente en nuestro corazón: “Nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo”. Todos sabemos que la Cuaresma es un llamamiento muy serio a la conversión, es una llamada muy exigente
a transformar la vida; no la podemos dejar igual después de la Cuaresma. Nosotros podríamos asustarnos al ver el programa de conversión que se nos propone y al darnos cuenta de lo que significa
convertir la propia personalidad, convertir los propios sentimientos, convertir la propia inteligencia, convertir la propia voluntad, cambiar totalmente la propia
existencia.
Esta conversión se nos podría hacer un camino tan impracticable, una
cumbre tan elevada, que en el corazón puede llegar a aparecer el miedo. Un miedo que nos hace incapaces de poder transformar nuestra vida, un miedo que, incluso, nos puede hacer rebeldes contra
las mismas necesidades de transformación, y entonces quedarnos, a la hora de la hora, con el miedo, con la rebeldía y sin la transformación.
¡Qué serio es esto!, porque puede ser que nuestra vida se nos esté
yendo como agua entre los dedos y no terminar de afianzar la transformación que nosotros necesitamos llevar a cabo en nuestra alma, y no terminar de consolidar en nuestra alma la exigencia de una
auténtica transformación cristiana.
¡Cuántas Cuaresmas hemos vivido! ¡Cuántos llamados a la conversión!
Cuántas veces hemos escuchado el “arrepiéntete” y, sin embargo, ¿dónde estamos en este camino? Creo que el Evangelio de hoy podría ser para todos nosotros algo muy significativo, porque
Jesucristo nos habla de cómo todos tenemos esa presencia, de una forma o de otra, del alejamiento de Dios: el pecado en nuestro corazón.
El episodio de la mujer adúltera es un episodio en el cual Jesucristo
se encuentra no tanto con la realidad del pecado, cuanto con la visión que el hombre tiene del propio pecado. Por una parte están los acusadores, los hombres que dicen: “Esta mujer es adúltera y
por lo tanto debe ser condenada a muerte por lapidación”. Por otra parte está la mujer que, evidentemente, también está en pecado.
Qué fuerte es el hecho de que Jesús se atreva a cuestionar la
legitimidad que tienen todos esos hombres de castigar a esa mujer, cuando ellos mismos están en pecado. Sin embargo, todos ellos iban a convertirse en jueces y en ejecutores de una ley, pensando
que actuaban con plena justicia, como si el pecado no estuviese en ellos. Y Jesús desenmascara, con la habilidad y sencillez que a Él le caracteriza, la capacidad que tenemos los hombres en
nuestro interior de torcer las cosas para creernos justos cuando no lo somos, cuando ni siquiera hemos rozado la capacidad de conversión que tenemos. De creernos limpios cuando, a lo mejor, ni
siquiera hemos tocado un poco el misterio de nuestra auténtica conversión interior.
Este relato del Evangelio del domingo nos habla de un Jesús que nos
llama, que nos invita a atrevernos a sumergirnos en la realidad de nuestra conversión: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”. No dice que la mujer ha hecho bien, simplemente les
pregunta si se han dado cuenta de cuál es la justicia, la santidad que hay en cada una de sus almas: primero dense cuenta de esto y luego pónganse a pensar si pueden tirarle piedras a alguien que
está en pecado. “Antes de ver la paja del ojo ajeno, quita la viga que hay en el tuyo”.
La conversión supone la valentía de profundizar dentro de la propia
alma. La conversión supone la valentía de entrar al propio corazón, como Jesús entra dentro del alma de estos hombres para que se den cuenta que todos tienen pecado, que ninguno de ellos puede
llegar a tirar ni siquiera una piedra. Pero, muchas veces, lo que nos acaba pasando cuando rozamos el misterio de la conversión de nuestra alma, cuando tocamos el misterio de que tenemos que
transformar comportamientos, afectos, actitudes, criterios, pensamientos, juicios, es que nos da miedo y nos echamos para atrás y preferimos no tenerlo delante de los
ojos.
¿Quién se atrevería a bajar hasta lo más profundo del propio corazón
si no es acompañado de Dios nuestro Señor? ¿Quién se atrevería a tocar lo tremendo de las propias infidelidades, de los propios egoísmos, de todo lo que uno es en su vida, si no es acompañado por
Dios? La pregunta más importante sería: ¿Ya has sido capaz de bajar, acompañado de Dios nuestro Señor, a lo profundo de tu corazón? ¿Ya has sido capaz de tocar el fondo de tu vida para
verdaderamente poder convertirte?
¡Cuántos esfuerzos de conversión hemos hecho a lo largo de nuestra
vida! Cuántas veces hemos intentado transformarnos, y no lo hemos logrado, porque nunca hemos bajado hasta el fondo de nuestra alma, porque nunca nos hemos atrevido a tomar a Jesús de la mano y
permitirle que nos cure. Como el médico que, para poder curar nuestra enfermedad, tiene que llegar a la raíz de la misma, no puede conformarse simplemente con aplicar una cura
superficial.
Ojalá que si en esta Cuaresma no hemos todavía transformado muchas
cosas y seguimos teniendo egoísmos, perezas, flojeras, miedos y tantas otras cosas, por lo menos hayamos conseguido la gracia, el don de Dios, de permitirle bajar con nosotros hasta el fondo de
nuestro corazón, para que desde ahí, Él empiece a sanarnos, Él empiece a transformarnos, Él empiece a cambiarnos. “Aunque atraviese por cañadas oscuras nada temo, Señor, porque Tú estás
conmigo”.
¡Cuántas veces lo más oscuro de nuestras vidas es nuestro corazón! No
oscuro porque esté muy manchado, sino oscuro porque ha sido poco iluminado; porque preferimos dejar las cosas como están para no tener que cambiar algunas actitudes. Hemos de entrar y tocar con
sinceridad el fondo de nuestro corazón para que Cristo nos quite los miedos que nos impiden llegar hasta el fondo, para así poder transformar verdadera y cristianamente toda nuestra
vida.
Cuaresma. 5ª semana. Lunes
VETE Y NO PEQUES MÁS
— Es Cristo quien perdona en el sacramento de la Penitencia.
— Gratitud por la absolución: el apostolado de la Confesión.
— Necesidad de la satisfacción que impone el confesor. Ser generosos en la reparación.
I. Mujer, ¿ninguno te ha condenado? —Ninguno, Señor. —Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más. Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. La pusieron en medio, dice el Evangelio. La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor consideración. Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la lapidación: ¿Tú qué dices?, le preguntan con mala fe, para tener de qué acusarle. Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada: inclinándose, escribía con el dedo en tierra.
La mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas y fariseos insistían con sus preguntas. Entonces, Jesús se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. E inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la tierra.
Se marcharon todos, uno tras otro, comenzando por los más viejos. No tenían la conciencia limpia, y lo que buscaban era tender una trampa al Señor. Todos se fueron: y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?
Las palabras de Jesús están llenas de ternura y de indulgencia, manifestación del perdón y la misericordia infinita del Señor. Y contestó enseguida: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más. Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo.
En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que solo podemos entreverlo a la luz de la fe. Se cumplen las palabras del profeta Isaías: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo, mirad que realizo algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo...; para apagar la sed de mi pueblo escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza.
Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: «Yo te absuelvo de tus pecados...», vete y no peques más. Es el mismo Cristo quien perdona. «La fórmula sacramental “Yo te absuelvo...”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al penitente (...). Dios es siempre el principal ofendido por el pecado –tibi soli peccavi–, y solo Dios puede perdonar».
Las palabras que pronuncia el sacerdote no son solo una oración de súplica para pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni una mera certificación de que Dios se ha dignado concedernos su perdón, sino que, en ese mismo instante, causan y comunican verdaderamente el perdón: «en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa intervención del Salvador».
Pocas palabras han producido más alegría en el mundo que estas de la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados...». San Agustín afirma que el prodigio que obran supera a la misma creación del mundo. ¿Con qué alegría las recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del Perdón? ¿Con qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por tener tan a mano este sacramento? En nuestra oración de hoy podemos mostrar nuestra gratitud al Señor por este don tan grande.
II. Por la absolución, el hombre se une a Cristo Redentor, que quiso cargar con nuestros pecados. Por esta unión, el pecador participa de nuevo de esa fuente de gracias que mana sin cesar del costado abierto de Jesús.
En el momento de la absolución intensificaremos el dolor de nuestros pecados, diciendo quizá alguna de las oraciones previstas en el ritual, como las palabras de San Pedro: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo»; renovaremos el propósito de la enmienda, y escucharemos con atención las palabras del sacerdote que nos conceden el perdón de Dios.
Es el momento de traer a la memoria la alegría que supone recuperar la gracia (si la hubiésemos perdido) o su aumento y nuestra mayor unión con el Señor. Dice San Ambrosio: «He aquí que (el Padre) viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu hombro, te dará un beso, prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, calzado... Tú temes todavía una reprensión...; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete». Nuestro Amén se convierte entonces en un deseo grande de recomenzar de nuevo, aunque solo nos hayamos confesado de faltas veniales.
Después de cada Confesión debemos dar gracias a Dios por la misericordia que ha tenido con nosotros y detenernos, aunque sea brevemente, para concretar cómo poner en práctica los consejos o indicaciones recibidas o cómo hacer más eficaz nuestro propósito de enmienda y de mejora. También una manifestación de esa gratitud es procurar que nuestros amigos acudan a esa fuente de gracias, acercarlos a Cristo, como hizo la samaritana: transformada por la gracia, corrió a anunciarlo a sus paisanos para que también ellos se beneficiaran de la singular oportunidad que suponía el paso de Jesús por su ciudad.
Difícilmente encontraremos una obra de caridad mejor que la de anunciar a aquellos que están cubiertos de barro y sin fuerzas, la fuente de salvación que hemos encontrado, y donde somos purificados y reconciliados con Dios.
¿Ponemos los medios para hacer un apostolado eficaz de la confesión sacramental? ¿Acercamos a nuestros amigos a ese Tribunal de la misericordia divina? ¿Fomentamos el deseo de purificarnos acudiendo con frecuencia al sacramento de la Penitencia? ¿Retrasamos ese encuentro con la Misericordia de Dios?
III. «La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia».
Nuestros pecados, aun después de ser perdonados, merecen una pena temporal que se ha de satisfacer en esta vida o, después de la muerte, en el Purgatorio, al que van las almas de los que mueren en gracia, pero sin haber satisfecho por sus pecados plenamente.
Además, después de la reconciliación con Dios quedan todavía en el alma las reliquias del pecado: debilidad de la voluntad para adherirse al bien, cierta facilidad para equivocarse en el juicio, desorden en el apetito sensible... Son las heridas del pecado y las tendencias desordenadas que dejó en el hombre el pecado de origen, que se enconan con los pecados personales. «No basta sacar la saeta del cuerpo –dice San Juan Crisóstomo–, sino que también es preciso curar la llaga producida por la saeta; del mismo modo en el alma, después de haber recibido el perdón del pecado, hay que curar, por medio de la penitencia, la llaga que quedó».
Después de recibida la absolución –enseña Juan Pablo II–, «queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción».
Por todos estos motivos, debemos poner mucho amor en el cumplimiento de la penitencia que el sacerdote nos impone antes de impartir la absolución. Suele ser fácil de cumplir y, si amamos mucho al Señor, nos daremos cuenta de la gran desproporción entre nuestros pecados y la satisfacción. Es un motivo más para aumentar nuestro espíritu de penitencia en este tiempo de Cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a ello de una manera particular.
«“Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!” —invoca al corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.
»—Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada»