Con razón la liturgia dispone que sea celebrada la Octava de Navidad.
La celebración de las octavas siempre ha tenido una referencia escatológica: el octavo día introduce en la eternidad.
La liturgia vespertina es siempre de la Navidad.
En la liturgia de la mañana y en la Eucaristía, sin embargo, desde antiguo, se celebra la tríada de fiestas: las primicias del martirio (San Esteban), de la castidad consagrada (San Juan, apóstol y evangelista), y la inocencia los mártires de la historia (Santos Inocentes).
Son las tres coronas, según la predicación antigua, que la Iglesia ofrece al Señor que ha nacido por nosotros.
El último día, el día octavo, está dedicado a Santa María, Madre de Dios, como una profesión solemne de la divinidad de Aquél que por nosotros ha nacido.
La Liturgia de las Horas este día tiene un estilo litúrgico bizantino y las antífonas cantan el gran intercambio: Dios se ha hecho hombre para que el hombre participe de la vida de Dios, y la himnodia latina es realmente admirable. Se canta el célebre himno: “Corde natus ex Parentis“.
Epifanía del Señor
6 de enero
LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS
— Alegría de encontrar a Jesús. Adoración en la Sagrada Eucaristía.
— Los dones de los Magos. Nuestras ofrendas.
— Manifestación del Señor a todos los hombres. Apostolado.
I. Mirad que llega el Señor del señorío: en la mano tiene el reino, y la potestad y el imperio.
Hoy celebra la Iglesia la manifestación de Jesús al mundo entero. Epifanía significa «manifestación»; y en los Magos están representadas las gentes de toda lengua y nación que se ponen en camino, llamadas por Dios, para adorar a Jesús. Los reyes de Tarsis y las islas le ofrecen dones, los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes y le adorarán todos los reyes de la tierra; todas las naciones le servirán.
Al salir los Magos de Jerusalén he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría.
No se extrañan por haber sido conducidos a una aldea, ni porque la estrella se detenga ante una casita sencilla. Ellos se alegran. Se alegran con un gozo incontenible. ¡Qué grande es la alegría de estos sabios que vienen desde tan lejos para ver a un rey, y son conducidos a una casa pequeña de una aldea! ¡Cuántas enseñanzas tiene para nosotros! En primer lugar, aprenderemos que todo reencuentro con el camino que nos conduce a Jesús está lleno de alegría.
Nosotros tenemos, quizá, el peligro de no darnos cuenta cabal de lo cerca de nuestras vidas que está el Señor, «porque Dios se nos presenta bajo la insignificante apariencia de un trozo de pan, porque no se revela en su gloria, porque no se impone irresistiblemente, porque, en fin, se desliza en nuestra vida como una sombra, en vez de hacer retumbar su poder en la cima de las cosas...
»¡Cuántas almas a quienes oprime la duda, porque Dios no se muestra de un modo conforme al que ellos esperan!...».
Muchos de los habitantes de Belén vieron en Jesús a un niño semejante a los demás. Los Magos supieron ver en Él al Niño al que desde entonces todos los siglos adoran. Y su fe les valió un privilegio singular: ser los primeros entre los gentiles en adorarle cuando el mundo le desconocía. ¡Qué alegría tan grande debieron tener estos hombres venidos de lejos por haber podido contemplar al Mesías al poco tiempo de haber llegado al mundo!
Nosotros hemos de estar atentos porque el Señor se nos manifiesta también en lo habitual de cada día. Que sepamos recuperar esa luz interior que permite romper la monotonía de los días iguales y encontrar a Jesús en nuestra vida corriente.
Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y postrándose le adoraron.
«Nos arrodillamos también nosotros delante de Jesús, del Dios escondido en la humanidad: le repetimos que no queremos volver la espalda a su divina llamada, que no nos apartaremos nunca de Él; que quitaremos de nuestro camino todo lo que sea un estorbo para la fidelidad; que deseamos sinceramente ser dóciles a sus inspiraciones».
Le adoraron. Saben que es el Mesías, Dios hecho hombre. El Concilio de Trento cita expresamente este pasaje de la adoración de los Magos al enseñar el culto que se debe a Cristo en la Eucaristía. Jesús presente en el Sagrario es el mismo a quien encontraron estos hombres sabios en brazos de María. Quizá debamos examinar nosotros cómo le adoramos cuando está expuesto en la custodia o escondido en el Sagrario, con qué adoración y reverencia nos arrodillamos en los momentos indicados en la Santa Misa, o cada vez que pasamos por aquellos lugares donde está reservado el Santísimo Sacramento.
II. Los Magos abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Los dones más preciosos del Oriente; lo mejor, para Dios. Le ofrecen oro, símbolo de la realeza. Nosotros los cristianos también queremos tener a Jesús en todas las actividades humanas, para que ejerza su reino de justicia, de santidad y de paz sobre todas las almas. También le ofrecemos «el oro fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales. No olvidemos que son cosas buenas, que vienen de Dios. Pero el Señor ha dispuesto que los utilicemos, sin dejar en ellos el corazón, haciéndolos rendir en provecho de la humanidad».
Le ofrecemos incienso, el perfume que, quemado cada tarde en el altar, era símbolo de la esperanza puesta en el Mesías. Son incienso «los deseos, que suben hasta el Señor, de llevar una vida noble, de la que se desprende el bonus odor Christi (2 Cor 2, 15), el perfume de Cristo. Impregnar nuestras palabras y acciones en el bonus odor, es sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres para que nadie se encuentre o se sienta solo (...).
»El buen olor del incienso es el resultado de una brasa, que quema sin ostentación una multitud de granos; el bonus odor Christi se advierte entre los hombres no por la llamarada de un fuego de ocasión, sino por la eficacia de un rescoldo de virtudes: la justicia, la lealtad, la fidelidad, la comprensión, la generosidad, la alegría».
Y, con los Reyes Magos, ofrecemos también mirra, porque Dios encarnado tomará sobre sí nuestras enfermedades y cargará con nuestros dolores. La mirra es «el sacrificio que no debe faltar en la vida cristiana. La mirra nos trae al recuerdo la Pasión del Señor: en la cruz le dan a beber mirra mezclada con vino (Cfr. Mc 15, 23), y con mirra ungieron su cuerpo para la sepultura (Cfr. Jn 19, 39). Pero no penséis que, reflexionar sobre la necesidad del sacrificio y de la mortificación, signifique añadir una nota de tristeza a esta fiesta alegre que celebramos hoy.
»Mortificación no es pesimismo, ni espíritu agrio». La mortificación, por el contrario, está muy relacionada con la alegría, con la claridad, con hacer la vida agradable a los demás. La mortificación «no consistirá de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son frecuentes. Estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición... Y tantos detalles más, insignificantes en apariencia, que surgen sin que los busquemos –contrariedades, dificultades, sinsabores–, a lo largo de cada día».
Diariamente hacemos nuestra ofrenda al Señor, porque cada día podemos tener un encuentro con Él en la Santa Misa y en la Comunión. En la patena que el sacerdote ofrece, podemos poner también nuestra ofrenda, hecha de cosas pequeñas, y que Jesús aceptará. Si las hacemos con rectitud de intención, esas cosas pequeñas que ofrecemos obtienen mucho más valor que el oro, el incienso y la mirra, pues se unen al sacrificio de Cristo, Hijo de Dios, que allí se ofrece.
III. Después, obedeciendo a la voz de un ángel, los Magos regresaron a su país por otro camino, nos dice el Evangelista. ¡Qué transparente han debido tener el alma estos hombres hasta el fin de sus días por haber visto al Niño y a su Madre!
Nosotros vemos en estos singulares personajes a miles de almas de toda la tierra que se ponen en camino para adorar al Señor. Han pasado veinte siglos desde aquella primera adoración y ese largo desfile del mundo gentil sigue llegando a Cristo.
Mediante esta fiesta, la Iglesia proclama la manifestación de Jesús a todos los hombres, de todos los tiempos, sin distinción de raza o nación. Él «instituyó la nueva alianza en su sangre, convocando un pueblo entre los judíos y los gentiles que se congregará en unidad... y constituirá el nuevo Pueblo de Dios».
La fiesta de la Epifanía nos mueve a todos los fieles a compartir las ansias y las fatigas de la Iglesia, que «ora y trabaja a un tiempo, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo».
Nosotros podemos ser de aquellos que, estando en el mundo, en medio de las realidades temporales hemos visto la estrella de una llamada de Dios, y llevamos esa luz interior, consecuencia de tratar cada día a Jesús; y sentimos por eso la necesidad de hacer que muchos indecisos o ignorantes se acerquen al Señor y purifiquen su vida. La Epifanía es la fiesta de la fe y del apostolado de la fe. «Participan en esta fiesta tanto quienes han llegado ya a la fe como los que se encuentran en el camino para alcanzarla. Participan, agradeciendo el don de la fe, al igual que los Magos, que, llenos de gratitud, se arrodillaron ante el Niño. En esta fiesta participa la Iglesia, que cada año se hace más consciente de la amplitud de su misión. ¡A cuántos hombres es preciso llevar todavía a la fe! Cuántos hombres es preciso reconquistar para la fe que han perdido, siendo a veces esto más difícil que la primera conversión a la fe. Sin embargo, la Iglesia, consciente de aquel gran don, el don de la Encarnación de Dios, no puede detenerse, no puede pararse jamás. Continuamente debe buscar el acceso a Belén para todos los hombres y para todas las épocas. La Epifanía es la fiesta del desafío de Dios».
La Epifanía nos recuerda que debemos poner todos los medios para que nuestros amigos, familiares y colegas se acerquen a Jesús: a unos será facilitarles un libro de buena doctrina, a otros unas palabras vibrantes para que se decidan a ponerse en camino, a aquella otra persona hablándole de la necesidad de formación espiritual.
Al terminar hoy nuestra oración, no pedimos a estos santos Reyes que nos den oro, incienso y mirra; parece más natural pedirles que nos enseñen el camino que lleva a Cristo para que cada día le llevemos nuestro oro, nuestro incienso y nuestra mirra. Pidámosle también «a la Madre de Dios, que es nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo.
»Los Reyes Magos tuvieron una estrella; nosotros tenemos a María Stella maris, Stella orientis»
6 de enero
EPIFANÍA DEL SEÑOR*
Solemnidad
— Correspondencia a la gracia.
— Los caminos que conducen a Cristo.
— Renovar el espíritu apostólico.
I. Hemos visto salir la estrella del Señor y venimos con regalos a adorarlo.
La luz de Belén brilla para todos los hombres y su fulgor se divisa en toda la tierra. Jesús, apenas nacido, «comenzó a comunicar su luz y sus riquezas al mundo, trayendo tras sí con su estrella a hombres de tan lejanas tierras». Epifanía significa precisamente manifestación. En esta fiesta –una de las más antiguas– celebramos la universalidad de la Redención, Los habitantes de Jerusalén que aquel día vieron llegar a estos personajes por la ruta del Oriente bien podrían haber entendido el anuncio del Profeta Isaías, que hoy leemos en la Primera lectura de la Misa: Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz, la gloria del Señor amanece sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes, al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno, mira: todos esos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos....
Los Magos, en quienes están representadas todas las razas y naciones, han llegado al final de su largo camino. Son hombres con sed de Dios que dejaron a un lado comodidad, bienes terrenos y satisfacciones personales para adorar al Señor Dios. Se dejaron guiar por un signo externo, una estrella que quizá brillaba con distinto fulgor, «más clara y más brillante que las demás, y tal, que atraía los ojos y los corazones de cuantos la contemplaban, para mostrar que no podía carecer de significado una cosa tan maravillosa»
. Eran hombres dedicados al estudio del cielo, acostumbrados a buscar en él signos. Hemos visto su estrella, dicen, y venimos a buscar al rey de los judíos. Quizá había llegado hasta ellos la esperanza mesiánica de los judíos de la diáspora, pero debemos pensar que fueron iluminados a la vez por una gracia interior que les puso en camino. El que los guió -comenta San Bernardo también los ha instruido, y el mismo que les advirtió externamente mediante una estrella, los iluminó en lo íntimo del corazón. La fiesta de estos Santos, que correspondieron a las gracias que el Señor les otorgó, es una buena oportunidad para que consideremos si realmente la vida es para nosotros un camino que se dirige derechamente hacia Jesús, y para que examinemos si correspondemos a las gracias que en cada situación recibimos del Espíritu Santo, de modo particular al don inmenso de la vocación cristiana.
Miramos al Niño en brazos de María y le decimos: «Señor mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo tu gracia, que vacíe mi corazón... para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi Amor!».
II. Llegaron estos hombres sabios a Jerusalén; tal vez pensaban que aquel era el término de su viaje, pero allí, en la gran ciudad, no encuentran al nacido rey de los judíos. Quizá –parece humanamente lo más lógico, si se trata de buscar a un rey– se dirigieron directamente al palacio de Herodes; pero los caminos de los hombres no son, frecuentemente, los caminos de Dios. Indagan, ponen los medios a su alcance: ¿dónde está?, preguntan. Y Dios, cuando de verdad se le quiere encontrar, sale al paso, nos señala la ruta, incluso a través de los medios que podrían parecer menos aptos.
«¿Dónde está el nacido rey de los judíos? (Mt 2, 2).
»Yo también, urgido por esa pregunta, contemplo ahora a Jesús, reclinado en un pesebre (Lc 2, 12), en un lugar que es sitio adecuado solo para las bestias. ¿Dónde está, Señor, tu realeza: la diadema, la espada, el cetro? Le pertenecen, y no los quiere; reina envuelto en pañales. Es un Rey inerme, que se nos muestra indefenso: es un niño pequeño (...).
»¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma?».
Y nosotros, que, como los Magos, nos hemos puesto en camino muchas veces en busca de Cristo, al preguntarnos dónde está, nos damos cuenta de que «no puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo».
Hemos de encontrar las verdaderas señales que llevan hasta el Niño-Dios. En estos hombres llamados a adorar a Dios reconocemos a toda la humanidad: la del pasado, la de nuestros días y la que vendrá. En estos Magos nos reconocemos a nosotros mismos, que nos encaminamos a Cristo a través de nuestros quehaceres familiares, sociales y profesionales, de la fidelidad en lo pequeño de cada día... Comenta San Buenaventura que la estrella que nos guía es triple: la Sagrada Escritura, que hemos de conocer bien; una estrella, que está siempre arriba para que la miremos y encontremos la justa dirección, que es María Madre; y una estrella interior, personal, que son las gracias del Espíritu Santo. Con estas ayudas encontraremos en todo momento el sendero que conduce a Belén, hasta Jesús.
Es el Señor el que ha puesto en nuestro corazón el deseo de buscarlo: No sois vosotros quienes me habéis elegido, sino que Yo os elegí a vosotros. Su llamada continua es la que nos hace encontrarlo en el Santo Evangelio, en el recurso filial a Santa María, en la oración, en los sacramentos, y de modo muy particular en la Sagrada Eucaristía, donde nos espera siempre. Nuestra Madre del Cielo nos anima a apresurar el paso, porque su Hijo nos aguarda.
Dentro de un tiempo, quizá no mucho, la estrella que hemos ido siguiendo a lo largo de esta vida terrena brillará perpetuamente sobre nuestras cabezas; y volveremos a encontrar a Jesús sentado en un trono, a la diestra de Dios Padre y envuelto en la plenitud de su poder y de su gloria, y, muy cerca, su Madre. Entonces será la perfecta epifanía, la radiante manifestación del Hijo de Dios.
III. La Solemnidad de la Epifanía nos mueve a renovar el espíritu apostólico que el Señor ha puesto en nuestro corazón. Desde los comienzos fue considerada esta fiesta como la primera manifestación de Cristo a todos los pueblos. «Con el nacimiento de Jesús se ha encendido una estrella en el mundo, se ha encendido una vocación luminosa; caravanas de pueblos se ponen en camino (cfr. Is 60, 1 ss.); se abren nuevos senderos sobre la tierra; caminos que llegan, y, por lo mismo, caminos que parten. Cristo es el centro. Más aún, Cristo es el corazón: ha comenzado una nueva circulación que ya no terminará nunca. Está destinada a constituir un programa, una necesidad, una urgencia, un esfuerzo continuo, que tiene su razón de ser en el hecho de que Cristo es el Salvador. Cristo es necesario (...). Cristo quiere ser anunciado, predicado, difundido...». La fiesta de hoy nos recuerda una vez más que hemos de llevar a Cristo y darlo a conocer en la entraña de la sociedad, a través del ejemplo y de la palabra: en la familia, en los hospitales, en la Universidad, en la oficina donde trabajamos...
Levanta la vista en torno a ti, mira: tus hijos llegan de lejos... De lejos, de todos los lugares y de todas las situaciones en las que se puedan encontrar, por muy distantes que parezcan estar de Dios. En nuestro corazón resuena la invitación que años más tarde dirigirá el Señor a quienes le siguen: Id, pues, enseñad a todas las gentes.... No importa que nuestros familiares, amigos o compañeros se encuentren lejos. La gracia de Dios es más poderosa y, con su ayuda, podemos lograr que se unan a nosotros para adorar a Jesús.
No nos acerquemos hoy a Jesús con las manos vacías. Él no tiene necesidad de nuestros dones, pues es el Dueño de todo cuanto existe, pero desea la generosidad de nuestro corazón para que así se agrande y pueda recibir más gracias y bienes. Hoy ponemos a su disposición el oro puro de la caridad: al menos, el deseo de quererle más, de tratar mejor a todos; el incienso de las oraciones y de las buenas obras convertidas en oración; la mirra de nuestros sacrificios que, unidos al Sacrificio de la Cruz, renovado en la Santa Misa, nos convierte en corredentores con Él.
Y a la hora de pedir algo a los Reyes –porque son santos, que pueden interceder por nosotros en el Cielo– no les pediremos oro, incienso y mirra para nosotros; pidámosles más bien que nos enseñen el camino para encontrar a Jesús, cerca de su Madre, y fuerzas y humildad para no desfallecer en esta empresa, que es la que más importa.
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en marcha. Y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el Niño. Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. Es la alegría incomparable de encontrar a Dios, al que se ha buscado por todos los medios, con todas las fuerzas del alma.
Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose le adoraron; luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Eran dones muy apreciados en Oriente. «Y ese mismo Niño que ha aceptado los regalos de los Magos sigue siendo siempre Aquel ante el cual todos los hombres y pueblos “abren sus cofres”, es decir, sus tesoros.
»En este acto de apertura ante el Dios encarnado, los dones del espíritu humano adquieren un valor especial». Todo adquiere un valor nuevo cuando se ofrece a Dios.