Hoy martes, y mañana miércoles, se trata de espabilar el oído para no perderse ninguna palabra. El
profeta Isaías comienza con una exhortación a escuchar: "Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos". La escena que Juan describe está llena de confidencias que sólo pueden percibirse con un
oído fino: la pregunta del discípulo amado, la respuesta de Jesús, la admonición a Judas, el diálogo entre Jesús y Pedro.
Me parece que el martes santo es un día ideal para el silencio y la escucha, para caer en la cuenta de un
par de verdades que sostienen nuestra vida.
Primera: existimos porque el Señor nos ha llamado en las entrañas maternas, porque ha pronunciado nuestro
nombre. ¿Te sientes un don nadie, producto del azar, poco querido por tus padres o por las personas que te rodean? ¡El Señor sigue pronunciando tu nombre! ¿Te parece que tu vida es una sucesión
de acontecimientos sin sentido? ¡El Señor sigue pronunciando tu nombre! ¿Crees que no merece la pena confiar en el futuro? ¡El Señor sigue pronunciando tu nombre!
Segunda: el Señor quiere hacer de nosotros una luz para que su salvación llegue a todos. ¿Te parece que
tu vida no sirve para nada? ¡Tú eres luz! ¿Tienes la impresión de que nunca cuentan contigo para lo que merece la pena? ¡Tú eres luz! ¿Atraviesas un período de oscuridad, de desaliento, de
prueba? ¡Tú eres luz!
No quisiera olvidar ese ejercicio de diálogo a cuatro bandas que se da entre Jesús, el discípulo amado,
Simón Pedro y Judas, en una cena trascendental en la que Jesús se encuentra "profundamente conmovido".
El discípulo amado y Pedro formulan preguntas: "Señor, ¿quién es?", "Señor, ¿adónde vas?", "Señor, ¿por
qué no puedo acompañarte ahora?". Quién, adónde, por qué. En sus preguntas reconocemos las nuestras. Por boca del discípulo amado y de Pedro formulamos nuestras zozobras, nuestras
incertidumbres.
Judas interviene de modo no verbal. Primero toma el pan untado por Jesús y luego se va. Participa del
alimento del Maestro, pero no comparte su vida, no resiste la fuerza de su mirada. Por eso "sale inmediatamente". No sabe/no puede responder al amor que recibe.
Jesús observa, escucha y responde a cada uno: al discípulo amado, a Judas y a Simón Pedro. La intimidad,
la traición instantánea y la traición diferida se dan cita en una cena que resume toda una vida y que anticipa su final. Lo que sucede en esta cena es una historia de entrega y de traición. Como
la vida misma.
El arrepentimiento de María Magdalena
Juan 12, 1-11
Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre tendréis». Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús.
Martes Santo
Jesucristo Rey
Jesucristo es rey de todos los seres, pues todas las cosas han sido hechas por Él (Juan 1, 3), y de los hombres en particular, que hemos sido comprados a gran precio (1 Corintios 6, 20). En el madero de la Cruz estará para siempre escrito: Jesús Nazareno, Rey de los judíos
I. El Señor es conducido a la residencia del Procurador Poncio Pilato. “Era ya de día. El Señor iba con las manos atadas, y la cuerda que ataba sus manos se unía al cuello... Tendría frío en aquella madrugada, y sueño; la cara, desfigurada de golpes y salivazos; despeinado de los últimos tirones que le dieron; cardenales en las mejillas, y la sangre coagulada y seca... Todos le miraban espantados y sobrecogidos” (LUIS DE LA PALMA, La Pasión del Señor). El que había entrado en Jerusalén aclamado por todo el pueblo, iba ahora preso y maltratado como un malhechor. El Maestro se encuentra solo; sus discípulos ya no oyen sus lecciones: le han abandonado ahora que tanto podían aprender. Nosotros queremos acompañarle en su dolor y aprender de Él a tener paciencia ante las pequeñas contrariedades de cada día, a ofrecerlas con amor.
II. El Señor, vestido en son de burla con las insignias reales, oculta y hace vislumbrar al mismo tiempo, bajo aquella trágica apariencia, la grandeza del Rey de reyes. La creación entera depende de un gesto de sus manos. Cuando más débil se le ve, no duda en afirmar ese título que tiene por derecho propio: es Rey; su reino es el reino de la Verdad y la Vida, el reino de la Santidad y la Gracia, el reino de la Justicia, el Amor y la Paz (Prefacio de la Misa de Cristo Rey). Al contemplar al Rey con corona de espinas, maltratado y olvidado por los hombres, le decimos que queremos que reine en nuestra vida, en nuestros corazones, en nuestras obras, en nuestros pensamientos, en nuestras palabras, en todo lo nuestro.
III. Jesucristo es rey de todos los seres, pues todas las cosas han sido hechas por Él (Juan 1, 3), y de los hombres en particular, que hemos sido comprados a gran precio (1 Corintios 6, 20). En el madero de la Cruz estará para siempre escrito: Jesús Nazareno, Rey de los judíos. Ahora como entonces, son muchos los que lo rechazan. Parece oírse en muchos ambientes aquel grito pavoroso: no queremos que reine sobre nosotros. ¡Qué misterio de iniquidad tan grande es el pecado! ¡Rechazar a Jesús! Todas las tragedias y calamidades del mundo, y nuestras miserias, tienen su origen en estas palabras: Nolumus hunc regnare super nos, No queremos que éste (Cristo) reine sobre nosotros. Nosotros acabamos nuestra oración diciéndole a Jesús: ¡Señor, Tú eres Rey de mi corazón. Tú lo sabes bien, Señor!
Martes Santo
Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.
Getsemaní es el momento de la obscuridad de la voluntad de Dios; momentos en los cuales el mismo Cristo pide que se le aparte el cáliz: “¡Abba, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.”
San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del alma de Cristo. Los comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un momento en el cual como que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a hacer, ¿merecerá la pena?
No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para Cristo la encarnación, y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni siquiera esas obscuridades interiores de saber si verdaderamente merecería la pena todo el esfuerzo que Él iba a hacer.
Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad en el camino de Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre elige ese camino? ¿Por qué no eligió otro? La elección del camino por parte del Padre es una elección que entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por qué tanto sufrimiento, por qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante el camino particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un aspecto muy preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en Él el abandono total sin condiciones.
Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el Padre, a pesar del dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre que pueda brotar de la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que el Padre le exige un abandono total, sin condiciones.
“Si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Cristo es consciente de que su amor por el Padre no puede tener otra opción sino la renuncia de sí mismo. ¿Qué amor sería el que desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la renuncia total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la eternidad, pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.
El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta obscuridad y soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre. Entremos en la obscuridad en el alma de Cristo.
Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.
Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre cuando quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad; una profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar hacia adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía, porque sabe que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.
Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los hombres que se sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se les confía. Y el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive por su libre oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo busca la oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con su Padre para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay que olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente se soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede arrancar del alma por mucho que se quiera.
En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene del dolor interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se abraza a este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su Padre abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que tienes que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que seguir adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. “Si es posible que pase, pero no lo que yo quiera sino lo que quieras tú”. Como dirá la carta a los Hebreos: “Aprendió con gritos y con lágrimas la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación para todos los que le obedecen.”
¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no entiendo qué quieren de mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que yo no habría escogido para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo de la misión supone dar más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el borde y más no se podía dar?
No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el homenaje de la libertad, en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a Dios en medio de la obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza de mi alma. Cristo me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su identidad, fiel a su Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la obscuridad de una muerte ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo espera es la noche, el tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la fuerza, es misteriosamente entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca abandona a sus hijos. Cristo es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque no entienda, aunque a mis ojos el panorama sea sólo la obscuridad, porque la fidelidad en la obscuridad es otro nombre del amor.
Hoy es Martes Santo. Un día «santo» porque en él se trasluce el misterio último de la libertad de Cristo. No se trata de una libertad cualquiera: es la libertad de un hombre que ha querido llevar a término humanamente el
amor que Dios tiene por el hombre.
A lo largo de toda su existencia, Jesús había ido creciendo como lo que Él ya era desde siempre: el Hijo de Dios, el Salvador. La voz de Dios sobre las aguas del Jordán y en medio de la
luz del Tabor, habían confirmado, como dice Isaías, que el Señor «defendía la causa» de Jesucristo, que su recompensa «la custodiaba Dios». Pero no bastaba con que Cristo supiera que Él había
venido al mundo para traer la salvación divina a los hombres; era necesario que Jesús lo quisiera y lo realizara humanamente. La historia del Hijo encarnado no es la de los héroes griegos,
abocados a un destino fatal, sino la de un hombre radicalmente libre, que «aprendió, sufriendo, a obedecer», para conformar su vida con el plan de Dios. De hecho, sin el concurso de su doble
voluntad divina y humana, la muerte de Cristo hubiera sido muy otra, pues no habría podido convertirse en fuente de salvación para nosotros.
En este sentido, la escena que el evangelio de Juan pone hoy delante de nuestros ojos puede resultar engañosa porque, en contra de lo que pudiera parecer, el foco no está puesto sobre la vergonzante traición de Judas o la torpe temeridad de Pedro, sino sobre la libertad suprema de Jesús. La clave está en el comienzo del texto, allí donde dice que Jesús «se turbó en su espíritu y dio testimonio». En estas dos mociones de Cristo -una pasiva, interior y poco frecuente en Jesús: la turbación; y otra activa, exterior y más común en Él: el testimonio-, queda sintetizado cómo el Hijo asumió libre y humanamente el proyecto de Dios. Jesús se turba, se inquieta, padece el dolor humano ante lo que se avecina -Él sintió con corazón de hombre-, pero no rechaza las circunstancias adversas, sino que opta por vivirlas hasta el final para dar testimonio del rostro amoroso de Dios -Él eligió con corazón de hombre-. El sentir y la libertad de Jesucristo dan la talla de su entrega, que es única e irrepetible. Por eso Pedro no le podía acompañar aún: porque desconocía que la libertad humana debe elegir la cruz para dar cuenta del amor divino.
Dejemos hoy que la libertad de Cristo llegue hasta nosotros en todo su misterio, que Él nos diga a cada uno: «Adonde yo voy no me puedes seguir ahora, me seguirás más tarde». Y al escucharlo, ¿sabremos esperar para escoger con Él la puerta estrecha o saldremos inmediatamente a cerrar un trato con la muerte?
Continuando el camino hacia la Pasión, la Liturgia nos presenta hoy una lectura evangélica que abarca dos pasajes, el anuncio de la traición de Judas y el comienzo de la despedida de Jesús de sus apóstoles (Jn 13,21-33.36-38).
Comienza la lectura con una mención del estado emocional de Jesús: “Jesús a la mesa con sus discípulos, se turbó en su espíritu y dio testimonio diciendo: ‘En verdad, en verdad os digo: uno de vosotros me va a entregar’.” Según se va acercando la hora, la naturaleza humana de Jesús comienza a rebelarse. Nadie quiere morir. Jesús no es la excepción. Siente temor ante lo que le espera. Y ese miedo natural se ve agravado por la traición de un amigo. Sabe que uno de los suyos lo va a entregar; peor aún, lo va a vender. En los momentos de crisis, buscamos el apoyo de los amigos, y si esos amigos nos traicionan, ¿de dónde vendrá el consuelo humano? Trato de imaginar cómo se sentiría Jesús en esos momentos, y se me forma un nudo en el pecho.
A pesar de su temor y el dolor de la traición, Jesús sabe que está aquí para cumplir la voluntad del Padre. “Lo que vas hacer, hazlo pronto”. El tiempo apremia, la hora está cerca: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará”.
El dolor de la traición se ve agudizado por el conocimiento por parte de Jesús de la deslealtad y falta de valentía que mostrará aquél a quien había instituido cabeza de Su Iglesia (Cfr. Mt 16,18). “Pedro replicó: ‘Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti’. Jesús le contestó: ‘¿Con que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces’.”
Vemos a un Jesús plenamente humano. Negarlo sería negar el carácter totalizante de la encarnación. Vemos cómo, especialmente en el Evangelio de Juan, aunque Jesús a veces parece saber por adelantado lo que va a ocurrir, Él no controla los eventos. Él confía plenamente en el Padre, en quien pone toda su confianza. Acepta la voluntad del Padre y sigue adelante, con la certeza de que no lo abandonará en la hora del sacrificio. El Padre lo envió a cumplir una misión, anunciar la Buena Noticia del Reino, y Él la ha cumplido a cabalidad. Por eso con su último suspiro antes de expirar en la cruz podrá decir: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).
En esta Semana Santa, meditemos esta lectura y preguntémonos: ¿Cuántas veces he traicionado a Jesús después que Él depositó su confianza en mí? ¿Cuántas veces le he negado, o me he sentido cohibido o avergonzado de profesar mi amistad con Él? Tratemos de imaginar por un momento cómo se siente Él cada vez que yo le fallo…
Poniéndonos ahora en Su lugar, cuando estoy en medio de la prueba, cuando el dolor de la traición y la incertidumbre me arropan, ¿confío plenamente en el Padre y me someto a Su voluntad después de haber hecho todo lo que está a mi alcance, o me rebelo y pretendo buscar soluciones humanas más compatibles con mis deseos?
La voluntad del Padre es solo una: nuestra salvación. Si nos sometemos a ella, Él nunca nos va a complacer en algo que pueda convertirse en un obstáculo para nuestra salvación.
Martes Santo
Pasión de Nuestro Señor
ANTE PILATO: JESUCRISTO REY
— Jesús condenado a muerte.
— El Rey de los judíos. Un reino de santidad y de gracia.
— El Señor quiere reinar en nuestras almas.
I. El Señor, atado, es conducido a la residencia del Procurador Poncio Pilato. Tienen prisa por acabar. Jesús, en silencio, y con esa dignidad suya que se refleja en su porte, pasa por algunas callejuelas camino de la residencia de Pilato. «Era ya de día, los habitantes de la ciudad se habían despertado y salían a sus puertas y ventanas para ver a un preso tan conocido y admirado por su santidad y sus obras. El Señor iba con la manos atadas, y la cuerda que ataba sus manos se unía al cuello: esta es la pena que se daba a quienes habían usado mal de su libertad en contra de su pueblo. Tendría frío en aquella madrugada, y sueño; la cara, desfigurada de golpes y salivazos; despeinado de los últimos tirones que le dieron; cardenales en la mejillas, y la sangre coagulada y seca. Así apareció en público el Señor por las calles, y todos le miraban espantados y sobrecogidos. Estaba claro para todos que, tal como le habían tratado y le llevaban, no era sino para condenarle».
Jesús pasa de la jurisdicción del Sanedrín a la romana, porque las autoridades judías podían condenar a muerte, pero no ejecutar la sentencia. Por eso acuden cuanto antes –a primeras horas de la mañana– a la autoridad romana, con el fin de obtener, por todos los medios, que dé muerte a Jesús. Quieren acabar con Él antes de las fiestas. Se empieza a cumplir al pie de la letra lo que Él ya había anunciado: el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará.
Se está produciendo una situación insólita. El que días antes hablaba libremente en el Templo con tanta majestad –nadie ha hablado jamás como este hombre–, el que había entrado en Jerusalén aclamado por todo el pueblo, iba ahora preso y maltratado por las autoridades judías. Quien había realizado tantos milagros y era seguido por una muchedumbre de discípulos, es tratado como un malhechor. La gente estaría admirada y no se hablaría de otra cosa en la ciudad. Se llamarían unos a otros para ver un acontecimiento tan sorprendente: ¡Jesús de Nazaret había sido apresado!
Condujeron a Jesús a la plaza del pretorio. Pero los que le acusaban no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua, pues los judíos quedaban legalmente impuros si entraban en casa de extranjeros. «¡Oh ceguera impía! –exclama San Agustín–. Les parece que van a contaminarse con una casa extraña, y no temen quedar impuros con un crimen propio». Se cumplen, una vez más, las palabras fortísimas que el Señor les había dicho tiempo atrás: ¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello.
Pilato salió fuera donde estaban ellos, Jesús se encuentra de pie ante Pilato; este puede comprobar la paz y serenidad del acusado, en contraste con la agitación y la prisa de los que querían su muerte.
Pilato le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos?. Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Pilato le dijo: ¿Luego, tú eres rey? Jesús contestó: Tú lo dices: yo soy Rey. Esta será la última declaración ante sus acusadores que haga el Señor; después callará como oveja muda ante el que la esquila.
El Maestro se encuentra solo; sus discípulos ya no oyen sus lecciones: le han abandonado ahora que tanto podían aprender. Nosotros queremos acompañarle en su dolor y aprender de Él a tener paciencia ante las pequeñas contrariedades de cada día, a ofrecerlas con amor.
II. Pilato, pensando quizá que con esto se aplacaría el odio de los judíos, tomó a Jesús y mandó que lo azotaran. Es la escena que contemplamos en el segundo misterio doloroso del Rosario: «Atado a la columna. Lleno de llagas.
»Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. —Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad.
»Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. —Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.
»Tú y yo no podemos hablar. —No hacen falta palabras. —Míralo, míralo... despacio.
»Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?».
Y a continuación, los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto de púrpura. Y se acercaban a él y le decían: Salve, Rey de los judíos. Y le daban bofetadas. Hoy, al contemplar a Jesús que proclama su realeza ante Pilato, conviene que meditemos también esta escena recogida en el tercer misterio doloroso del Rosario: «La corona de espinas, hincada a martillazos, le hace Rey de burlas... (...). Y, a golpes, hieren su cabeza. Y le abofetean... y le escupen (...).
»—Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?
»Ya no más, Jesús, ya no más...».
Pilato salió de nuevo fuera y les dijo: He aquí que os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él culpa alguna. Jesús, pues, salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: «Ecce homo». He aquí al hombre.
El Señor, vestido en son de burla con las insignias reales, oculta y hace vislumbrar al mismo tiempo, bajo aquella trágica apariencia, la grandeza del Rey de reyes. La creación entera depende de un gesto de sus manos. Cuando más débil se le ve, no duda en afirmar ese título que tiene por derecho propio. Su reino es el reino de la Verdad y la Vida, el reino de la Santidad y la Gracia, el reino de la Justicia, el Amor y la Paz. Mientras contemplamos estas escenas de la Pasión, los cristianos no podemos olvidar que Jesucristo es «un Rey con corazón de carne, como el nuestro». Tampoco podemos olvidar que son muchos los que lo ignoran y rechazan.
«Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1 Cor 15, 25), conviene que Él reine».
Muchos ignoran que Cristo es el único Salvador, el que da sentido a los acontecimientos humanos, a nuestra vida; Aquel que constituye la alegría y la plenitud de los deseos de todos los corazones, el verdadero modelo, el hermano de todos, el Amigo insustituible, el único digno de toda confianza.
Al contemplar al Rey con corona de espinas le decimos que queremos que Cristo reine en nuestra vida; en nuestros corazones, en nuestras obras, en nuestros pensamientos, en nuestras palabras, en todo lo nuestro.
III. Jesucristo es rey de todos los seres, pues todas las cosas han sido hechas por Él, y de los hombres en particular, que hemos sido comprados a gran precio. A María ya le dijo el Ángel: Darás a luz un hijo... al cual dará Dios el trono de David... y su reino no tendrá fin. Pero su reino no es como los de la tierra. Durante su ministerio público no cede nunca al entusiasmo de las multitudes, demasiado humano y mezclado con esperanzas meramente temporales: sabiendo que le buscaban para proclamarlo rey, huyó. Sin embargo, acepta el acto de fe mesiánica de Natanael: tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Es más, el Señor evoca una antigua profecía para confirmar y dar profundidad a sus palabras: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en torno al Hijo del Hombre.
Jesús afirmó su condición de Mesías y de Hijo de Dios. Las autoridades judías, en la ceguera de su incredulidad, llegan a reconocer al César romano un poder político exclusivo con tal de rechazar la realeza de Jesús y acabar con Él. A pesar de todo, en el madero de la Cruz estará para siempre escrito: Jesús nazareno, Rey de los judíos.
A Pilato le ha dicho que su Reino no es de este mundo. A nosotros nos dice que su reinado es de paz, de justicia, de amor; Dios Padre ha arrancado (a los hombres) del dominio de las tinieblas para trasladarlos al Reino de su Hijo, en quien tienen la redención.
Sin embargo, ahora son también muchos quienes lo rechazan. Parece oírse en muchos ambientes aquel grito pavoroso: no queremos que reine sobre nosotros. Con gran pena debió el Señor comentar aquella parábola que refleja la actitud de muchos hombres: Sus ciudadanos le odiaban –dice Jesús en la parábola– y enviaron una embajada tras él para decirle: no queremos que éste reine sobre nosotros. ¡Qué misterio de iniquidad tan grande es el pecado! ¡Rechazar a Jesús!
El reino del pecado –donde el pecado habita– es un reino de tinieblas, de tristeza, de soledad, de engaño, de mentira. Todas las tragedias y calamidades del mundo, y nuestras miserias, tienen su origen en estas palabras: Nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste (Cristo) reine sobre nosotros. Nosotros, ahora, acabamos nuestra oración diciéndole a Jesús otra vez que: «Él es Rey de mi corazón. Rey de ese mundo íntimo dentro de mí mismo donde nadie penetra y donde únicamente yo soy señor. Jesús es Rey ahí en mi corazón. Tú lo sabes bien, Señor»