Un liberador para el pueblo
La primera de las lecturas de este domingo nos trae a la memoria el gran relato de la liberación de Egipto. Allí los israelitas vivían en la esclavitud. Pero llega un momento en que el Señor ve la opresión del pueblo, escucha sus quejas y los libra de esa situación para llevarlos a la tierra prometida, una tierra que mana leche y miel. ¿Quién es ese liberador? ¿Cómo tiene que responder Moisés cuando su pueblo le pregunta quién lo envía? “Yo soy el que soy”. Dios es el que es y en su ser es el fundamento de nuestro propio ser, de nuestra libertad, de nuestra vida. Somos sus criaturas. Y él quiere la vida para nosotros, la vida en plenitud, la vida en libertad. Para el pueblo oprimido por la esclavitud se abrió un horizonte de esperanza. Dios, el Dios de sus padres, el Dios de la vida, se acercaba a ellos. Moisés era su profeta. Les ofrecía la libertad y un futuro nuevo en una tierra nueva.
Pero, ¿qué hacemos con esa liberación que Dios nos ofrece? El hecho de que Dios nos libere no quiere decir que automáticamente alcancemos la libertad. Al preso no basta con abrirle la puerta de la cárcel. Tiene que levantarse y salir por su propio pie. Tiene que asumir su parte en su propia liberación. O dicho con las palabras de Jesús: “Si no os convertís, todos pereceréis”. Pero hay que poner esta palabra en conexión con la parábola final. En ella podemos comprender la inmensa misericordia de Dios que una y otra vez sigue tendiendo su mano salvadora, liberadora, hacia nosotros. El dueño llevaba ya tres años gastando tiempo y dinero en una viña que no daba fruto. Quiere cortarla, arrancarla y ocupar el terreno en otra cosa. Pero el viñador quiere seguir probando. Piensa que todavía es posible que dé fruto. Es cuestión de paciencia y trabajo. La misma paciencia que Dios sigue teniendo con nosotros. Hasta que seamos capaces de vivir como hombres y mujeres libres y responsables.
Cuaresma no es tiempo para sentirnos desesperanzados o desanimados. Es cierto que al mirar a nuestras vidas descubrimos que hemos desperdiciado la herencia preciosa que recibimos de nuestros padres, que no vivimos como debiéramos la fe cristiana que nos transmitieron. Quizá me dé cuenta de que en muchos aspectos mi vida deja mucho que desear. Pero no es menos cierto que tenemos un liberador que una y otra vez nos sigue tendiendo su mano. Para que salgamos de nuestra cárcel. Para que caminemos en libertad. Para que vivamos en plenitud. Las lecturas de este domingo son causa de esperanza. Nos confirman, una vez más, que Dios no abandona a su pueblo. Aunque a veces la vida se nos haga tan dura que así nos lo llegue a parecer.
UN TEMPLO NUEVO
Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado.» Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará. Los judíos entonces le replicaron diciéndole: «Qué señal nos muestras para obrar así?» Jesús les respondió: «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré.» Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús. Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos. y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre.
Tercer Domingo de Cuaresma
El sentido de la mortificación
Con la mortificación, además de seguir a Cristo en su afán de redimirnos en la Cruz, es también medio para progresar en las virtudes, pues mantiene nuestro corazón permanentemente dirigido a Dios.
I. La salvación del género humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia. Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo: el que quiera venir en pos de Mí niéguese a sí mismo, tome su cruz y sí . No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la Redención. La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, y también puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos olvidados de Dios. Pero no nos debe extrañar, pues ni los mismos Apóstoles no siguen a Cristo hasta el Calvario, pues aún, por no haber recibido al Espíritu Santo, eran débiles.
II. Para dar frutos, amando a Dios, ayudando a una manera efectiva a los demás, es necesario el sacrificio. Para ser sobrenaturalmente eficaces debe morir uno a sí mismo mediante la continua mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su egoísmo. Debemos perder el medio al sacrificio, pues la Cruz la quiere para nosotros un Padre que nos ama y sabe bien lo que nos conviene. Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin ella quedamos a ras de tierra. Con el sacrificio voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con paciencia y amor nos unimos firmemente al Señor. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestra alma, pues mi yugo es suave, y mi carga, ligera. (Mateo 11, 28-30).
III. Con la mortificación, además de seguir a Cristo en su afán de redimirnos en la Cruz, es también medio para progresar en las virtudes, pues mantiene nuestro corazón permanentemente dirigido a Dios. La mortificación es también medio indispensable para hacer apostolado. Además no olvidemos que la mortificación nos sirve como reparación de nuestras faltas pasadas, hayan sido pequeñas o grandes. Le pedimos al Señor que sepamos aprovechar nuestra vida, a partir de ahora del mejor de los modos, y nos preguntamos: “¿Motivos para la penitencia?: Desagravio, reparación, petición, hacimiento de gracias: medio para ir adelante...: por ti, por mí, por los demás, por tu familia, por tu país, por la Iglesia... Y mil motivos más” (SAN JOSEMARÍA. ESCRIVÁ, Camino)
Tercer Domingo de Cuaresma
¿Hay en mi alma ese anhelo de Dios nuestro Señor? ¿Hay en mi alma ese ardiente fuego por amar a Dios, por hacer que Dios realmente sea lo primero en mi vida? Éste es el camino de conversión, es la forma de ver el camino de la salvación. No nos quedemos simplemente en los comportamientos externos.
Creo que muchas veces nuestro problema de conversión del corazón, que nos lleva a una falta de identidad, no es otro sino esa especie como de ligereza, de superficialidad con la que, al ver las situaciones que estamos viviendo, pensamos que al fin y al cabo no pasa nada. Sin embargo, puediera ser que, cuando quisiéramos arreglar las cosas, ya no haya posibilidades de hacerlo.
Cuántas veces vivimos con una superficialidad que nos impide entrar en nuestro interior y darnos cuenta de la gravedad de algunos comportamientos, de algunas actitudes que estamos tomando, o darnos cuenta de la seriedad de algunos movimientos interiores que estamos consintiendo; con lo que nosotros estamos aceptando una forma de vida que puede llegar a apartarnos realmente de Dios, que pueden llegar a endurecer nuestro corazón e impedir que el corazón se convierta y llegue a darse a Dios nuestro Señor.
Cuántas veces este problema sucede en las almas, y cómo, cuando nosotros lo captamos, podríamos decir simplemente: “total es sin importancia, no pasa nada”. Sin embargo, es como si el soldado que estuviese vigilando en su puesto de guardia oyese un ruido y dijese: “no es nada.” Pero, ¿qué pasaría si detrás de ese ruido estuviese alguien?
Ahora bien, para vigilar, no basta no ser indiferentes. Para vigilar auténticamente, es muy importante que nos demos cuenta tanto de la profundidad como de la debilidad del alma. Tenemos que darnos cuenta de que no tenemos garantizada la vida. ¿Quién de nosotros puede poner una mano en el fuego por la propia seguridad, o por la propia salvación? San Pablo dice: “Quién está de pie, tenga cuidado, no sea que caiga”.
Tenemos que ser conscientes de que solamente un alma que se sabe herida, es un alma capaz verdaderamente de vigilar, porque entonces va a tener una especie como de instinto interior que le va a ir llevando a no dejar pasar las cosas sin revisarlas antes. Es como cuando estamos enfermos y no podemos tomar algún tipo de comida, antes de comer algo nos fijamos qué ingredientes tiene esa comida, no vaya a hacer que nos haga daño. ¿Por qué en el espíritu a veces nos sentimos tan fuertes, cuando realmente somos tan débiles?
Sin embargo, esa debilidad no nos debe llevar a una actitud de temor ante la vida, a una angustia interior insoportable. Porque si nos damos cuenta de que lo único que puede sostener nuestra vida, lo único que puede hacernos profundizar realmente en nuestra existencia no es otra cosa sino el amor de Dios, el anhelo de Dios, el deseo de Dios, eso mismo nos llevaría a una auténtica conversión del corazón, a un grandísimo amor a Él.
¿Hay en mi alma ese anhelo de Dios nuestro Señor? ¿Hay en mi alma ese ardiente fuego por amar a Dios, por hacer que Dios realmente sea lo primero en mi vida? Éste es el camino de conversión, es la forma de ver el camino de la salvación. No nos quedemos simplemente en los comportamientos externos.
La Cuaresma, más que un comportamiento externo, tiene que ser un llegar al fondo de nosotros mismos; la mortificación corporal debe dar frutos espirituales.
Vamos a pedirle a Jesucristo en la Eucaristía, que así como Él se nos da en ese don, nos conceda poseer una gran profundidad en nuestra vida para poder tener conciencia de nuestra debilidad, y, sobre todo, nos conceda un gran anhelo de vivir a su lado, porque si algún día en ese camino de conversión del corazón, por ligereza o por superficialidad, caemos, si tenemos el anhelo de amar a Dios, tenemos la certeza de que tarde o temprano, de una forma u otra, acabaremos amando.
Estamos viviendo el tercer domingo de la cuaresma, tiempo fuerte de conversión y de cambios. La Iglesia nos ofrece hoy este significativo pasaje de la purificación del Templo.
A veces, parece difícil de conciliar la violencia de este texto con la dulzura de Jesús, con su bondad y su amor. De hecho, Jesús hizo un látigo con cuerdas y los echó a todos fuera del Templo... Pero, debemos entender bien esto. No podemos utilizarlo para justificar nuestras iras y violencias.
Jesús jamás despreció o maltrató a una persona que con el corazón sincero le haya buscado, aunque fuera el peor pecador. Para Él no era importante el tamaño o la gravedad del pecado, pero sí el deseo de conversión, las ganas de empezar de nuevo. Jesús acogió el perfume de la pecadora que lavó sus pies con lágrimas, perdonó la adultera, confió en Pedro aun después de negarlo tres veces, perdonó a los que le crucificaron... pero no soportó a estos hombres que se aprovechaban del Templo y de la fe de las personas para explotarlas. Les expulsó del Templo.
Los judíos debían todos los años hacer una peregrinación al Templo de Jerusalén. Debían ofrecer dinero y también animales para el sacrificio. Sin embargo, el dinero que ellos traían de sus casas no podía ser colocado en las canastas del Templo porque era considerado impuro y entre todos debían hacer el cambio para la ofrenda. Lo mismo sucedía con los animales, solamente aquellos aprobados por los sacerdotes podían ser sacrificados, por eso las personas traían su animal, pero debían venderlo y comprar uno allí en el Templo. Con estos cambios, con las compras y ventas, eran las personas más humildes quienes perdían mucho. Eran explotadas por los “expertos” de los negocios. Estos negociantes abusaban de la fe de estas personas y no respetaban el lugar de Dios. Ante esta situación Jesús actuó con mucha firmeza y les echó afuera.
Debemos entender que significa este “echar fuera”. Muchas veces en sus parábolas Jesús habla de “echar fuera” como por ejemplo al invitado al banquete que no tenía el vestido de fiesta, la cizaña al final de la cosecha, los pescados malos al final de la pesca... Por eso no es verdad de que Dios acepta todo así no más; de que en la casa de Dios hay lugar para todos sin importar nada; de que Dios no rechaza a nadie. Dios quiere sí salvar a todos, pero de nuestra parte tenemos que estar abiertos a esta salvación. Nosotros tenemos que colocarnos en su camino. Debemos buscar la conversión.
Insisto de que para Dios no es importante la grandeza de mi pecado, pero sí mi deseo y esfuerzo concreto de cambiar mi vida. Quien solo piensa: «al final Dios perdona todo» y no hace ningún esfuerzo para ser mejores, es igual a estos vendedores que se sientan dentro del templo, cerrados en su egoísmo y sin importarles nada de Dios. Y estos fueron y serán expulsos con violencia por Jesús.
Ciertamente este evangelio no quiere despertar en nosotros el miedo, pero sí quiere decirnos que la vida de fe es una cosa seria. A Dios no podemos engañar. Para Él no sirven nuestras mascaras.
Cuaresma es el tiempo de ir al Templo, pero no como los vendedores para explotar a los demás, no para hacerlos sufrir, no para quitar ventajas personales, sino para encontrarse con nuestro Salvador, con su misericordia y renacer en su amor.
Cuaresma es tiempo de meditar, de discernir, de separar y de echar fuera lo que no sirve, lo que no nos corresponde. Esto es conversión. Solo se convierte quien empieza a caminar en otra dirección.
Esto es purificación. Solo se purifica quien quita de si lo que es impuro.
Señor Jesús, en primer lugar, en este domingo ayúdanos a descubrir si nosotros estamos entre aquellos a quien tú quieres abrirle tus brazos y acogerle en tu casa, pues reconoces la sinceridad de nuestros corazones, aun con nuestras debilidades y pecados y nuestro esfuerzo en vivir tu propuesta, o si nosotros estamos entre aquellos que tú quieres expulsar de tu casa, porque igual estando allí, estamos encerrados en nuestro egoísmo y acomodados con nuestros pecados. En segundo lugar, entra en nuestros corazones, y expulsa de allí todo lo que encuentres fuera de lugar, por ejemplo: la rabia, el odio, la envidia, el orgullo, la soberbia, los celos, la lujuria, la avaricia...
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.
Hno. Mariosvaldo Florentino, capuchino.
Continuamos adentrándonos en el tiempo de Cuaresma. El Evangelio de hoy (Jn 2,13-25) resalta la sacralidad del Templo. Ya desde el Antiguo Testamento Dios había enseñado a su pueblo la importancia de separar una estructura sagrada para congregarnos con el propósito de rendirle el culto de adoración que solo Él merece (la palabra “sagrado” quiere decir “separado”). El mismo Jesús fue presentado en el Templo (Lc 2,22-40), y acudía al Templo para observar las fiestas religiosas (Lc 2,41-42; Jn 2,13). Recordemos que para los judíos (a veces olvidamos que Jesús nació y murió siendo judío) el Templo era sinónimo de la presencia de Dios; era el lugar donde Dios habitaba, Su “casa”, a diferencia de la sinagoga, que era tan solo un lugar donde se congregaban para orar, y escuchar la Palabra y las enseñanzas de los maestros (“rabinos”).
La lectura evangélica de hoy hace patente la importancia que el mismo Jesús le reconoce al Templo, y el respeto que le merece, cuando cita el Salmo 69,10: “El celo de tu casa me devora”. Este es el pasaje en que Jesús expulsa por la fuerza a los mercaderes del templo, increpándolos por haber convertido “en un mercado la casa de [su] Padre”. Pero al mismo tiempo reconoce que su cuerpo (del cual todos formamos parte – Cfr. 1 Cor 10,17; 12,12-27; Ef 1,13; 2,16; 3,6; 4, 4.12-16; Col 1,18.24; 2,19; 3,15) es también un templo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Esa afirmación de Jesús, que la lectura nos aclara se refería al “templo de su cuerpo”, nos va preparando para el drama de la Pasión y subsiguiente Resurrección de Jesús que culmina este tiempo especial de la Cuaresma,
Años más tarde san Pablo nos recordará que nosotros, al convertirnos en otros “cristos”, somos el verdadero templo de Dios: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1 Cor 3,16-17). “Vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
“El celo de tu casa me devora”… Esa frase retumba en mi mente cada vez que entro en un templo y encuentro a la mayoría de los feligreses “socializando” y hablando nimiedades, en voz alta, en presencia de Jesús sacramentado, cuya presencia es reconocida por apenas dos o tres personas. En esos momentos entiendo lo que Jesús sintió cuando volcó las mesas de los cambistas y expulsó a los mercaderes. Entonces voy y me postro ante Él y pido por ellos, y ruego al Señor que al verme, descubran Su presencia en el sagrario y cesen de convertir su Casa en un mercado, que es precisamente lo que el nivel de ruido que se percibe nos evoca.
Hoy, pidamos al Señor que nos permita reconocer nuestros cuerpos como templos suyos, respetándolos como tal, y los templos de nuestra Iglesia como lugares sagrados en los que Él habita también (en las hostias consagradas que resguardan nuestros sagrarios), comportándonos con el respeto y decoro que merecen.
Cuaresma. Tercer domingo
EL SENTIDO DE LA MORTIFICACIÓN
— Para seguir de verdad a Cristo es necesario llevar una vida mortificada y estar cerca de la Cruz. Quien rehúye el sacrificio, se aleja de la santidad.
— Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor. Perder el miedo al sacrificio.
— Otros motivos de la mortificación.
I. Si todos los actos de la vida de Cristo son redentores, la salvación del género humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!, dirá a sus discípulos camino de Jerusalén. Les revela las ansias incontenibles de dar su vida por nosotros, y nos da ejemplo de su amor a la Voluntad del Padre muriendo en la Cruz. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia.
Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo: el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Las palabras de Jesús tienen vigencia en todos los tiempos, ya que fueron dirigidas a todos los hombres pues el que no toma su cruz y me sigue –nos dice a cada uno– no puede ser mi discípulo. Tomar la cruz –la aceptación del dolor y de las contrariedades que Dios permite para nuestra purificación, el cumplimiento costoso de los propios deberes, la mortificación cristiana asumida voluntariamente– es condición indispensable para seguir al Maestro.
«¿Qué sería un Evangelio, un cristianismo sin Cruz, sin dolor, sin el sacrificio del dolor? –se preguntaba Pablo VI–. Sería un Evangelio, un Cristianismo sin Redención, sin Salvación, de la cual –debemos reconocerlo aquí con sinceridad despiadada– tenemos necesidad absoluta. El Señor nos ha salvado con la Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho a la Vida...». Sería un cristianismo desvirtuado que no serviría para alcanzar el Cielo, pues «el mundo no puede salvarse sino con la Cruz de Cristo».
Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido primariamente a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la Redención.
La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, residuo de otras épocas que no engarzan bien con los adelantos y el nivel cultural de nuestro tiempo. También puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos que viven olvidados de Dios. Pero todo esto no debe sorprender: ya San Pablo escribía que la Cruz era escándalo para los judíos, locura para los gentiles y en la medida en que los mismos cristianos pierden el sentido sobrenatural de sus vidas se resisten a entender que a Cristo solo le podemos seguir a través de una vida de sacrificio, cerca de la Cruz. «Si no eres mortificado nunca serás alma de oración». Y Santa Teresa señala: «Creer que (el Señor) admite a Su amistad a gente regalada y sin trabajos es disparate».
Los mismos Apóstoles que siguen a Cristo cuando es aclamado por multitudes, aunque le amaban profundamente e incluso estaban dispuestos a dar su vida por Él, no le siguen hasta el Calvario, pues aún –por no haber recibido al Espíritu Santo– eran débiles. Existe un largo camino entre ir en pos de Cristo cuando este seguimiento no exige mucho, y el identificarse plenamente con Él, a través de las tribulaciones, pequeñas y grandes, de una vida mortificada.
El cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio, que se rebela ante el dolor, se aleja también de la santidad y de la felicidad, que está muy cerca de la Cruz, muy cerca de Cristo Redentor.
II. El Señor pide a cada cristiano que le siga de cerca, y para esto es necesario acompañarle hasta el Calvario. Nunca deberíamos olvidar estas palabras: el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. Mucho antes de padecer en la Cruz, ya Jesús hablaba a sus seguidores de que habrían de cargar con ella.
Hay en la mortificación una paradoja, un misterio, que solo puede comprenderse cuando hay amor: detrás de la aparente muerte está la Vida; y el que con egoísmo trata de conservar la vida para sí, la pierde: el que quiera salvar su vida la perderá: y el que la pierda por mí la hallará. Para dar frutos, amando a Dios, ayudando de una manera efectiva a los demás, es necesario el sacrificio. No hay cosecha sin sementera: si el grano de trigo no muere al caer en la tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. Para ser sobrenaturalmente eficaces debe uno morir a sí mismo mediante la continua mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su egoísmo. «—¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? —¡Que Jesús bendiga tu trigal!».
Debemos perder el miedo al sacrificio, a la voluntaria mortificación, pues la Cruz la quiere para nosotros un Padre que nos ama y sabe bien lo que más nos conviene. Él quiere siempre lo mejor para nosotros: Venid a mí los que estáis fatigados y cargados, nos dice, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave, y mi carga, ligera. Junto a Cristo, las tribulaciones y penas no oprimen, no pesan, y por el contrario disponen al alma para la oración, para ver a Dios en los sucesos de la vida.
Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin ella quedamos a ras de tierra. Con el sacrificio voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con paciencia y amor nos unimos firmemente al Señor. «Como si dijera: todos los que ardáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos».
III. Para decidirnos a vivir con generosidad la mortificación, interesa comprender bien las razones que le dan sentido. A algunos les puede costar ser más mortificados porque no han entendido o descubierto ese sentido. Son varios los motivos que impulsan al cristiano hacia la mortificación. El primero es el que hemos considerado anteriormente: desear identificarse con el Señor y seguirle en su afán de redimir en la Cruz, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio al Padre. Nuestra mortificación tiene así los mismos fines de la Pasión de Cristo y de la Santa Misa, y se traduce en una unión cada vez más plena a la Voluntad del Padre.
Pero la mortificación es también medio para progresar en las virtudes. El sacerdote, en el diálogo que precede al Prefacio de la Misa, alza sus manos al cielo mientras dice: —Levantemos el corazón, y se oye al pueblo fiel: —¡Lo tenemos levantado hacia el Señor! Nuestro corazón debe estar permanentemente dirigido hacia Dios. El corazón del cristiano debe estar lleno de amor, con la esperanza siempre puesta en su Señor. Para eso es preciso que no esté atrapado y prisionero de las cosas de la tierra, que vaya quedando más purificado. Y esto no es posible sin la penitencia, sin la continua mortificación, que es «medio para ir adelante». Sin ella, el alma queda sujeta por las mil cosas en que tienden a desparramarse los sentidos: apegamientos, impurezas, aburguesamiento, deseos de inmoderada comodidad... La mortificación nos libera de muchos lazos y nos capacita para amar.
La mortificación es medio indispensable para hacer apostolado, extendiendo el Reino de Cristo: «La acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio». Muy equivocados andaríamos si quisiéramos atraer a otros hacia Dios sin apoyar esa acción con una oración intensa, y si esa oración no fuese reforzada con la mortificación gustosamente ofrecida. Por eso se ha dicho, de mil modos diferentes, que la vida interior, manifestada especialmente en la oración y la mortificación, es el alma de todo apostolado.
No olvidemos, por último, que la mortificación sirve también como reparación por nuestras faltas pasadas, hayan sido pequeñas o grandes. De ahí que en muchas ocasiones le pidamos al Señor que nos ayude a enmendar la vida pasada: «emendationem vitae, spatium verae paenitentiae... tribuat nobis omnipotens et misericors Dominus»: Que el Señor omnipotente y misericordioso nos conceda la enmienda de nuestra vida y un tiempo de verdadera penitencia. De este modo, por la mortificación, hasta las mismas faltas pasadas se convierten en fuente de nueva vida. «Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. —Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. —Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.
»Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida».
Le pedimos al Señor que sepamos aprovechar nuestra vida, a partir de ahora, del mejor de los modos: «Cuando recuerdes tu vida pasada, pasada sin pena ni gloria, considera cuánto tiempo has perdido y cómo lo puedes recuperar: con penitencia y con mayor entrega». Y, cuando algo nos cueste, vendrá a nuestra mente alguno de estos pensamientos que nos mueva a la mortificación generosa: «¿Motivos para la penitencia?: Desagravio, reparación, petición, hacimiento de gracias: medio para ir adelante...: por ti, por mí, por los demás, por tu familia, por tu país, por la Iglesia... Y mil motivos más»