“Él te condujo por el desierto, y en esa tierra seca y sin agua ha hecho brotar para ti un manantial de agua de la roca dura” (Dt 8,15).
Te invito a entrar en una experiencia de Jesús en el desierto: en soledad de comunión, en el silencio del encuentro, en la presencia amorosa de Dios en ti, y la tuya en Él.
El desierto te expone, en desnudez total, ante el misterio de Dios que envuelve. Nada ni nadie podrá interferir tu encuentro, “lo verás cara a cara, y llevarás su nombre en tu frente” (Ap 22,4). Sé consciente de que el lenguaje del Amor te es revelado como don del Espíritu que te capacita para entenderlo y vivirlo.
El desierto es el lugar del despojo del propio yo. La inmensa aridez que te rodeará, hará desaparecer de ti todas aquellas cosas que no son imprescindibles en tu vida. Desnudará tu alma, y te despojará de todo, incluso de lo que consideras como más amado.
Te acercará al encuentro con Dios, porque la vaciedad en la que vivirás, te hará plenamente disponible para Él, postrado ante el misterio insondable de su voluntad.
El desierto es indispensable para todo aquel que busca a Dios, fijos los ojos en Jesús, alentado por la nostalgia que el Espíritu hizo nace en ti gracias al don del agua que te dio vida.
El desierto te libera, te deja desnudo delante de Él, te ayuda a comprender las cosas desde dentro, desde otra perspectiva que todo tiene en Dios.
En el desierto la oración se simplifica mucho: descubres que orar es ser simplemente tú, ante Él. Porque nada ni nadie te condiciona, te limitarás a estar, en la transparencia de tu realidad ante Dios, al que buscas porque lo añoras, con un amor cada vez más fuerte. Y aprendes a vivir con un amor confiado, abandonado, en medio del desierto, y sumergido en el mar del Amor… consumido por su agua.
El Pueblo de Israel caminó por el desierto durante cuarenta años. Moisés vivió en él antes de acoger la misión que Dios le quería confiar.
Jesús fue al desierto para enfrentarse a los cuarenta días de tentación y de prueba, en los que se preparó para la predicación del Reino, después de haber vivido en la plena voluntad del Padre que lo había enviado al mundo, para ser Palabra visible y cercana del Amor Salvador de Dios.
María vive sus años de Nazaret, en el silencio de una vida oculta en la sencillez de lo cotidiano, como un tiempo largo de desierto en el que se prepara para acoger el misterio del proyecto de amor del Padre para ella, en el Espíritu.
Pablo cruza el desierto en el camino de conversión a Damasco. Allí experimenta la fuerza de la luz que, deslumbrándole, le hace caer del caballo e iniciar un intenso proceso de conversión.
El desierto también es indispensable para ti. Será un tiempo de gracia, ya que es una etapa por la cual ha de pasar todo aquel que quiera dar fruto en Dios. Descubrirás la necesidad del silencio, de la interiorización y de la renuncia a todo lo superfluo, para que Dios pueda construir en ti su Reino y hacer crecer, en cada uno, el espíritu interior, la vida de intimidad con Dios, en el diálogo directo con Él.
El Espíritu que te ha conducido al desierto, te llevará a mantenerte en una comunión interior en la fe, la esperanza y la caridad.
Después, purificado por la fe, alentado por la esperanza confiada, y transformado por el Amor que te invade, podrás dar fruto, en la medida en la que tu ser interior se ha dejado convertir al Amor.
En el silencio de María, en el abandono confiado en las manos del Padre, en la comunión sincera y cordial con los hermanos, “manteniendo tu mirada en Jesús”, entra en el camino interior del desierto, porque necesitas andar por sendas de paz y de encuentro hacia el océano de Amor que es Dios.
Senderos de silencio
El objetivo de tus primeros pasos, en esta experiencia espiritual que estás iniciando, es sencillo y claro: En la serenidad y en la paz, busca el silencio. Reencuéntrate con la unificación interior en Él.
Tu camino se desenvuelve habitualmente en un entorno de actividad, más o menos intensa. Desde tu opción por Jesús se supone que lo vives todo en una perspectiva de fe. Ahora, se te va a pedir que te reencuentres con el núcleo central de tu opción de vida, que es Él, y en una actitud de amor, vives en disponibilidad tu relación fraterna, y el don que haces de ti mismo en la cotidianeidad de tu tierra. Todo ha de ser expresión de un mismo y único amor que se vive en ti.
En él vives en la armonía y el equilibrio interior, en la paz y la serenidad del alma. No olvides el objetivo final: ser coherente con tu opción de vida y las exigencias que comporta. Tu coherencia tendrá su raíz en el amor, y su fruto será también la ofrenda que haces de ti mismo.
Podrás afirmar: Amor… Amor… Amor… sólo quiero dar amor, comunicarlo. Sólo quiero amar… entrar a descubrir el misterio que encierra el Amor.
Es el corazón de la vida, es el alma del silencio: abres tu vida al Misterio del proyecto de Dios para ti. En el silencio, el Espíritu correrá el velo que lo cubre.
Déjate guiar por Él. Porque el encuentro con el amor, muchas veces, se hace en una ruta de pura fe, en el que, aunque no lo sientas, estás viviendo en la ruta del amor.
De este amor que vives y experimentas en tu encuentro “cara a cara” con el Señor Jesús, nacerá como un manantial de agua que, después, revertirá en bondad, comprensión, compasión y ternura en tu relación con los demás.
En el itinerario de tu corazón hacia Dios, el desierto será indispensable para ti.
Entra en él, a pie descalzo, disponible para encontrar la voluntad de Dios para ti, en el misterio del Reino.
“No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor” (Rm 13,8)
Fuente: www.dominicosaragon.org
Quiero, Señor, perder el brillo,
quiero quedar opaco,
desgastado por el uso del amor.
Quiero ser como Teresa,
una rosa deshojada,
cuyos pétalos se lanzan a tu paso.
Y en ese vuelo efímero
cantar tus alabanzas
y después deshecho y olvidado,
no ser nada,
tan sólo para ti tener sentido.
Quiero, Señor, lanzar cada mañana un fíat generoso
y luego a cada tarde postrarme en tu presencia,
y humilde y confiado disculparme
de todas mis flaquezas, mis ausencias.
Quiero, Señor, quemar cada minuto de mi vida
menguando en tu servicio, de modo que tu crezcas.
Quiero, Señor, amar sencillamente,
amar como has amado,
sin nada que esperar a cambio de ese amor.
He revivido en estas “Horas-Santas” desde el Huerto de los Olivos de Getsemaní, más allá del torrente Cedrón, lo insólito de la siguiente escena, el Ángel de Dios consolando a nuestro Maestro “Jesús- el Hijo de Dios”. A mí se me presenta mi realidad al contemplar la impresionante escena. El Ángel hubo de venir porque a Jesús le hemos fallado nosotros, los hombres. Le han fallado sus discípulos, después de lo que nos había revelado en la mismísima “Última-Cena” y como después nos revelo la forma de orar y de pedir lo importante para no caer en la tentación, El nos ha buscado como apoyo en esta última noche para estar cercanos a El, estar a su lado, que estuviéramos despiertos ante este tiempo para acompañar su Oración con nuestras oraciones. “Velad y orad”. Pero me he visto durmiendo, como también todos sus apóstoles, tres veces ha venido El para llamarme a la oración y en las tres hemos terminado vencidos por el sueño, y me han dolido profundamente sus palabras “¿no habéis podido velar una hora conmigo?” y al final “Ahora ya podéis dormir y descansar”, ha sido para mí la frase más triste que he podido escuchar en toda mi vida. Le he fallado, como ellos le habían fallado; cuando más nos necesitaba como apoyo de nosotros, sus amigos, cuando nos lo había pedido y además lo esperaba… nos hemos quedado durmiendo. Es por esto que los ángeles, alerta a los sentimientos de Jesús, y sobre todo en sus últimas horas antes de su Pasión y muerte, han escuchado su petición, su ruego, y han visto como hemos desatendido su solicitud y petición de acompañarlo, y se han apresurado a llenar con su presencia solícita el vacío de nosotros, dormidos en este tiempo. El Ángel de Getsemaní ha venido porque nosotros le fallamos.
Esto me llama a sacar esta lección para mí, (…y para todos los que al leer esto, “escuchen” desde su interior) mientras que no llegue el final de los días que Dios tiene para cada uno, intentar no fallarle a quien necesite mi apoyo, mi presencia o mi consuelo, aunque sea en silencio. Nunca hacer oídos sordos cuando algún hermano me llame, a no disimular ni salir huyendo ante el dolor ajeno, a no dormirme cuando mis amigos sufren. Aquí y ahora oímos todos días eso de –persona de apoyo-, todos podríamos serlo, todos necesitamos apoyo y todos podemos darlo; creo que para ello, Jesús, me ha llamado a sacudir este tipo de sueño, a alejar la tentación de mí comodidad, a dominar el miedo…, … Él dice en un riguroso y alentador presente “¡Ánimo!: Yo he vencido al mundo”. En esta instantánea del “huerto de Getsemaní”, Jesús y su Ángel me llaman a acompañar cuando el mayor consuelo es la presencia, aunque sea en silencio, ya sea en el dolor constante y tedioso o ante una próxima agonía. Tal vez parezca un disparate pero ¿por qué dejar que otros hagan lo que Jesús puede estar manifestando como la voluntad del Padre sobre nuestra vida en un momento concreto de nuestra historia?, el mejor apoyo creo que puede ser un gesto, una llamada, o en persona, un silencio en los labios y una muestra de cariño mirando a los ojos del que puede estar representando al siervo doliente de YAHVÉ (YHWH).
Quiero terminar esta crónica, del ángel-fraterno, agradeciendo precisamente al Ángel de Getsemaní su gesto tan humanitario con Jesús; que cuando los hombres le fallamos al “Hijo del DIOS-Supremo”, Él, el Ángel de los Olivos, se apresuró a tomar nuestro sitio y acompañando a Jesús, supliera mi descuido, nuestros descuidos y lo acompañara y animara. El ángel hizo bien su santo trabajo, creo que tomó nuestro Santo-oficio-fraterno y lo hizo suyo. Ahora al tener la oportunidad de recuperarlo nosotros, podremos decir que al acompañar o consolar a otros fraternalmente estamos haciendo Oficio de Ángeles.
Creo firmemente que podemos ser ángeles de Getsemaní, o ángeles de Paz (olivo) en los huertos de esta vida, en medio de todos los tipos de sufrimientos, luchas y agonías silenciosas, que vive nuestra generación.
Boanerges
Si guardas en tu puesto la cabeza tranquila
cuando todo a tu lado es cabeza perdida.
Si tienes en ti mismo una fe que te niegan
y no desprecias nunca las dudas que ellos tengan.
Si esperas en tu puesto sin fatiga en la espera;
Si engañado no engañas.
Si no buscas más odio que el odio que te tengan.
Si eres bueno y no finges ser mejor de lo que eres.
Si, al hablar, no exageras lo que sabes y quieres.
Si sueñas y los sueños no te hacen su esclavo.
Si piensas y rechazas lo que piensas en vano.
Si tropiezas al Triunfo, si llega tu Derrota
y a los dos impostores los tratas de igual forma.
Si logras que se sepa la verdad que has hablado
a pesar del sofisma del Orbe encanallado.
Si vuelves al comienzo de la obra perdida,
aunque esta obra sea la de toda tu vida.
Si arriesgas en un golpe y lleno de alegría
tus ganancias de siempre a la suerte de un día,
y pierdes, y te lanzas de nuevo a la pelea
si decir nada a nadie de lo que es y lo que era.
Si logras que tus nervios y el corazón te asistan
aún después de su fuga de tu cuerpo en fatiga
y se agarren contigo cuando no quede nada,
porque tú lo deseas, y lo quieres y mandas.
Si hablas con el pueblo y guardas su virtud.
Si marchas junto a reyes con tu paso y tu luz.
Si nadie que te hiera llega a hacerte la herida.
Si todos te reclaman y ninguno te precisa.
Si llenas el minuto inolvidable y cierto
de sesenta segundos que te lleven al cielo…
Todo lo de esta tierra será de tu dominio,
y mucho más aún: serás Hombre, hijo mío.
A mi Cristo roto, lo encontré en Sevilla. Dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos españoles. La última vez, fui en compañía de un buen amigo mío. Al Cristo, ¡Qué elección! Se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas. La cosa, es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e inverosímil rastro que es la Vida.
Pero aquella mañana nos aventuramos por la casa del artista, es más fácil encontrar ahí al Cristo, ¡Pero mucho más caro!, es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han enriquecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro.
Visitamos únicamente dos o tres tiendas y andábamos por la tercera o cuarta.
– Ehhmm ¿Quiere algo padre?
– Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.
De pronto… frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz, iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma circunstancia, me encadenó a Él, no sé por qué. Fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del Cristo, ¡Dominé mis dedos para no acariciarlo! No me habían engañado los ojos… no. Debió ser un Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.
Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y…
– Ohhh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto padre, fíjese que espléndida talla, qué buena factura…
– ¡Pero… está tan rota, tan mutilada!
– No tiene importancia padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador, amigo mío y se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo! Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos, pero… no acariciaba al Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero.
Insistí, dudó, hizo una pausa, miró por última vez al Cristo fingiendo que le costaba separarse de Él y me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido:
– Tenga padre, lléveselo, por ser para usted y conste que no gano nada, 3.000 pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya! El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, le mermaba méritos para rebajarlo…
Me estremecí de pronto. ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía! Y me acordé de Judas… ¿No era aquella también una compraventa de Cristo? ¡Pero cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en él y en nuestros prójimos! Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.
Bien… cedimos los dos… lo rebajó a 800 pesetas. Antes de despedirme, le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En información vaga e incompleta me dijo que creía procedía de la sierra de Aracena, y que las mutilaciones se debían a una profanación en tiempo de guerra.
Apreté a mi Cristo con cariño… y salí con Él a la calle.
Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré solo, cara a cara con mi Cristo. Qué ensangrentado despojo mutilado, viéndolo así me decidí a preguntarle:
– Cristo, ¡¿Quién fue el que se atrevió contigo?! ¡¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿Qué haría hoy si te viera en mis manos?… ¿Se arrepintió?
– ¡CÁLLATE!
Me cortó una voz tajante.
– ¡CÁLLATE, preguntas demasiado! ¡¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo?! ¡CÁLLATE! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo!, Yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate! ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te ocurre recordar a seres que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos los hombres. ¿Qué es mayor pecado? Mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito Yo por la gracia del bautismo. ¡Ohh hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.
Yo contesté:
– No puedo verte así, destrozado, aunque el restaurador me cobre lo que quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?
– ¡NO, NO ME GUSTA!
Contestó el Cristo, seca y duramente.
– ¡ERES IGUAL QUE TODOS Y HABLAS DEMASIADO!
Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el silencio angustioso.
– ¡NO ME RESTAURES, TE LO PROHÍBO! ¡¿LO OYES?!
– Si Señor, te lo prometo, no te restauraré.
– Gracias.
Me contestó el Cristo. Su tono volvió a darme confianza.
– ¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me duele?
– Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así, te acuerdas de ellos y te duele, a ver si así, roto y mutilado te sirvo de clave para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes. Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. ¡Esos besos me repugnan, me dan asco!, Los tolero forzado en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. ¡Tenéis demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada. Y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte. Un Cristo bello, puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la conciencia, en un falso cristianismo. Por eso ¡Debieran tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada iglesia, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos los hombres! Por eso te lo suplico, no me restaures, déjame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.
– Sí señor, te lo prometo. (Contesté)
Y un beso sobre su único pie astillado, fue la firma de mi promesa.
Desde hoy… viviré con un Cristo roto.
ORAR CON EL SALMO 23
P. Eduardo Sanz de Miguel, o. c. d.
El Señor es mi pastor, nada me falta.
En prados de hierba fresca me hace reposar,
me conduce junto a fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el camino justo,
haciendo honor a su Nombre.
Aunque pase por un valle tenebroso,
ningún mal temeré,
porque Tú estás conmigo.
Tu vara y tu cayado me dan seguridad.
Me preparas un banquete
en frente de mis enemigos,
perfumas con ungüento mi cabeza
y mi copa rebosa.
Tu amor y tu bondad me acompañan
todos los días de mi vida;
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.
El Salmo 23 es uno de los más comentados y orados a lo largo de los siglos, tanto por la tradición judía como por la cristiana. También es uno de los más usados en el arte. Basta recordar las numerosas pinturas de las catacumbas. En ellas se suele representar a Jesús como un joven sin barba, de pie, con vestido corto y zurrón, con una oveja sobre sus hombros y la cabeza suavemente apoyada sobre la oveja. En la Liturgia cristiana se lee como salmo responsorial en distintas fiestas del Señor y se propone para todo tipo de celebraciones (bautizos, matrimonios, funerales, etc). Es un texto hermoso y poético, que nos habla de la ternura de Dios y de los sentimientos que experimenta quien se encuentra con Él: alegría, paz, seguridad, confianza, plenitud de vida.
El Salmo desarrolla dos imágenes distintas: en la primera parte, la del pastor que cuida de sus ovejas (versículos 1-4) y en la segunda, la del señor de la casaque acoge a un huésped (versículos 5-6). Sin embargo, nos solemos fijar principalmente en la primera y, normalmente, es conocido como el Salmo del Buen Pastor. La primera parte está escrita en tercera persona del singular (el Señor es mi Pastor, me hace reposar, me conduce, repara, me guía, hace honor), mientras que la segunda está escrita en segunda persona del singular (tú me preparas, perfumas, tu amor y tu bondad me acompañan). El último versículo está en primera persona del singular (yo habitaré). El verso central (Tú estás conmigo) es el punto de unión entre las dos partes, ya que pertenece al primer bloque, pero está en segunda persona, como el segundo. Los símbolos que desarrolla son universales: el camino, el agua, la oscuridad de la noche, el banquete, los perfumes... y pueden interpelar por igual a los hombres de antiguas culturas rurales como a los de las modernas civilizaciones urbanas. De todas formas, como mucha gente está poco acostumbrada a la poesía, haremos una traducción del salmo en prosa, antes de continuar.
«En medio del desierto hay un oasis con una gran fuente de agua. Fuera, la arena abrasa, pero a la sombra de las palmeras crece la hierba. Las ovejas comen alimento tierno, beben agua en abundancia y sestean al fresco. Más tarde se ponen en camino por las sendas que el pastor conoce bien, porque las ha recorrido muchas veces. Así, hace honor a su nombre de pastor. Tienen que atravesar un desfiladero entre las montañas y se hace de noche. Las ovejas avanzan seguras, porque pueden escuchar el sonido del bastón del pastor, que golpea rítmicamente el suelo al andar. Si una de ellas se desvía, el pastor acude solícito en su búsqueda, y con unos toques del cayado sobre los lomos, la devuelve al camino justo. Si acuden lobos u otras alimañas para atacar el ganado, el pastor defiende su rebaño a bastonazos.
Por el mismo desierto, una persona intenta huir de sus enemigos, sin ninguna posibilidad de sobrevivir. De repente, divisa a lo lejos el campamento de unos beduinos. Lo alcanza y, poco tiempo después, llegan también sus perseguidores. No pueden hacerle nada, porque la ley de la hospitalidad considera sagradas a las personas acogidas bajo una tienda. El jefe del campamento, no sólo le acoge en la suya, sino que, además, le ofrece agua abundante para calmar su sed, le prepara un banquete para que tome fuerzas y le unge con aceites perfumados para sanar las quemaduras del sol y refrescarle. Estas imágenes sirven para hablar de nuestra relación con Dios: Nos guía, nos protege, nos alimenta... Si ya en esta vida podemos hacer unas experiencias tan fuertes del amor de Dios, el orante confía en que su salvación no tendrá fin, y podrá habitar en la Casa de Dios por toda la eternidad». Analicemos, ahora, cada una de las palabras del salmo.
«El Señor es mi Pastor». El primer verso ya nos dice que hay que leer todo el poema como una imagen para hablar de la relación entre el orante y Dios. El título de «pastor» para nombrar a los reyes y guías del pueblo es habitual en el Oriente antiguo, así como en Grecia y en otros pueblos. La Biblia lo utiliza varias veces para hablar de Dios, tanto en los libros históricos como en los proféticos, en los poéticos y en los sapienciales (Génesis 49, 24; Isaías 40, 11; Salmo 80, 2; Eclesiástico 18, 13; etc.). Dios mismo, en el capítulo 34 del profeta Ezequiel, se compara a sí mismo con un Pastor que quiere cuidar, proteger y alimentar a sus fieles. Como los jefes del Pueblo han sido malos pastores, porque han utilizado a las ovejas en su propio provecho, Dios se ocupará personalmente de cada una, cubriendo todas sus necesidades: «Vosotros os bebéis su leche, os vestís con su lana, matáis las ovejas gordas, pero no apacentáis el rebaño, ni robustecéis a las flacas, ni vendáis a las heridas, ni buscáis las perdidas... Yo mismo buscaré a mis ovejas y las apacentaré... Buscaré a la oveja perdida y traeré a la descarriada, vendaré a la herida, robusteceré a la flaca, cuidaré a la gorda. Las apacentaré como se debe». Son imágenes tiernas, que nos hablan de un amor personal de Dios por su rebaño, que no nos trata a todos por igual, sino que sale a nuestro encuentro, respondiendo a las necesidades y esperanzas concretas de cada uno.
En la antigüedad, los israelitas eran pastores seminómadas con un número pequeño de animales: camellos, burros, gallinas y ovejas. No vivían en casas, sino en tiendas realizadas con pieles de animales. Hombres y animales dormían bajo el mismo techo. Hoy los beduinos siguen haciendo lo mismo. No es extraño que conocieran a cada una de sus ovejas, incluso por su nombre. También las ovejas reconocían la voz y el olor de su pastor. La parábola que Natán cuenta a David en el segundo libro de Samuel, capítulo 12, nos puede ayudar a comprender lo que estamos diciendo: «Había en una ciudad dos hombres, uno rico y otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y vacas. El pobre no tenía más que una corderilla que había comprado. La había criado y había crecido con él y con sus hijos, comía de su bocado, bebía de su vaso, dormía en su regazo...». El salmo quiere evocar esa atmósfera de afecto, esa experiencia de confianza, de tranquilidad, porque se sabe que hay alguien que se interesa por ti, que se preocupa por tu vida.
«Nada me falta». Tanto en Israel como en todo el Medio Oriente no abundan ni el agua ni los pastos. Pasar hambre y sed es una experiencia ordinaria cuando se atraviesan los amplios espacios desérticos. Quien ve los rebaños de los beduinos se extraña de lo extremadamente flacos que están los animales. En este contexto se comprende lo grande que es poder hablar de abundancia, afirmar que no se carece de nada. Ciertamente, como escribió Santa Teresa de Jesús, «Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta».
«En prados de hierba fresca me hace reposar». Conseguir hierba en el desierto es ya suficiente para sobrevivir, pero si, además, la hierba es fresca, el hallazgo se convierte en una fiesta. Después de un camino árido y polvoriento, la sola vista de un prado invita al descanso. Las ovejas pueden reposar después de haber comido, en las horas en que el excesivo calor no permite desplazarse: «Dime dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas sestear al mediodía»(Cantar de los Cantares 1, 7).
«Me conduce junto a fuentes tranquilas». El agua no sólo quita la sed, también limpia del polvo del camino y refresca. El mismo sonido de la fuente relaja y hace olvidar las fatigas. Pero las fuentes son los lugares más peligrosos para los rebaños. Tanto los lobos como los salteadores saben que allí terminan acudiendo a beber y se esconden esperando a sus presas. El salmo subraya que las fuentes a las que nos conduce nuestro pastor son «tranquilas», seguras. La Sagrada Escritura usa muchas veces el símbolo de la sed para hablar del deseo de Dios y del agua para hablar del don del Espíritu Santo. «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma tiene sed de Dios...» (Salmo 42, 2-3). «Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas. Os daré un corazón nuevo y os infundiré mi Espíritu...» (Ezequiel 36, 25ss).
«Y repara mis fuerzas». Después del cansancio del camino, el alimento, la bebida y el descanso nos hacen tomar fuerzas para poder seguir caminando. Literalmente dice: «repara mi aliento», mi alma, entendido como mi vigor y mi vida también. En algunas ocasiones nos sentimos agotados y nos parece que ya no podemos más. Es el momento de escuchar las palabras del Salmo 27: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es mi fuerza y mi energía, ¿quién me hará temblar? Aunque los malvados se levanten contra mí... Él me recogerá en su tienda... Aunque mi padre y mi madre me abandonen, Él me acogerá».
«Me guía por el camino justo». La experiencia de caminar acompaña a todo hombre. Nos desplazamos de un sitio a otro y toda nuestra vida es un camino. A veces equivocamos la senda, porque, como nos recuerda Antonio Machado: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar». El pastor adapta su paso a la necesidad de las ovejas, va en busca de un lugar bueno para ellas. Para los hombres, decir esto es confesar que el Señor nos guía por el camino justo, el único bueno, aunque no lo entendamos inmediatamente. Él nos lleva al mejor lugar, que nosotros solos no podríamos encontrar: las fuentes tranquilas, el agua que produce paz y calma la sed más profunda del que la bebe: «Te guiaré por el camino de la sabiduría, te conduciré por sendas justas» (Proverbios 4, 11). «Peregrino soy en esta tierra, no me ocultes tus mandatos... Enséñame, Señor, tu camino para que lo siga». (Salmo 119, 19. 33).
«Haciendo honor a su Nombre». El pastor que cumple bien su trabajo, que cuida de su rebaño, lo alimenta, lo proteje y lo guía por los caminos acertados, hace honor a su nombre. «El asalariado, que no es verdadero pastor ni propietario de las ovejas, cuando ve venir al lobo, las abandona y huye; y el lobo hace presa de ellas. Se porta así porque trabaja únicamente por la paga y no le importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor que conozco a mis ovejas y cada una de ellas es importante para mí» (Juan 10, 12ss).
«Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré». El pastor nos da tanta seguridad, que hasta podríamos atravesar con él el valle tenebroso. La oscuridad del valle da miedo por los peligros que puede esconder, porque no se ve el camino, por la semejanza entre las tinieblas y la muerte. Este salmo, para decir «tinieblas», utiliza una palabra rara, que no se usa casi nunca: «salmawet» y que podríamos traducir por «oscuro como la muerte». En hebreo, «mawet» significa «muerte». La muerte es evocada para el lector por la oscuridad del valle y por la palabra con la que se habla de esta oscuridad. De hecho, la Biblia griega traduce «aún si camino por el valle de la muerte, no temo, porque Tú me acompañas». Una imagen de gran fuerza para recordarnos nuestra condición de mortales en un contexto de gran dulzura (grandezas de la poesía).
«Porque Tú estás conmigo». Hemos llegado al centro del salmo y a su momento más intenso. La verdadera razón de que yo me sienta seguro, de que no tenga miedo, de que me atreva a pasar el valle de la oscuridad y de la muerte es que «Tú estás conmigo». Los prados frescos, el agua abundante, la protección frente a los enemigos... todo es bueno, pero saber que Tú caminas a mi lado es lo más importante. «Si te tengo a Ti, ya no necesito nada de la tierra » (Salmo 73, 25). «Si el Señor está conmigo, no tengo miedo. ¿Qué podrá hacerme el hombre?» (Salmo 118, 6).
«Tu vara y tu cayado me dan seguridad». Palestina es una tierra cálida. Los viajes con el ganado se hacen temprano, antes de que caliente el sol, o al atardecer, cuando se oculta. Las ovejas no tienen miedo de extraviarse en la oscuridad, porque se siguen unas a otras y, a lo largo del camino, oyen el sonido de la vara del pastor que camina con ellas. El cayado, arma con la que defender a las ovejas de las alimañas, es al mismo tiempo el signo tierno de la presencia del pastor junto al rebaño, que toca con su punta los lomos de la que se desvía para reconducirla al redil y, con el ruido que hace al apoyarlo en el suelo, guía su caminar. Con el sonido del bastón de Dios en nuestras vidas, no tenemos miedo ni de la muerte. La imagen hace también referencia al bastón de mando, al cetro de Dios, con el que gobierna todas las cosas para el bien de su pueblo. El salmo siguiente, el 24, habla del Señor «Rey de la gloria», y comienza así: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el mundo y todos sus habitantes». El mismo David era rey y pastor. La referencia al cayado de pastor y al bastón de mando es riquísima de evocaciones: Dios salvador, liberador, guía del pueblo, en relación con la salida de Egipto y la Monarquía.
La sensación de seguridad y de protección prosigue con la segunda imagen del salmo: la del señor que acoge un huésped en su casa.
«Me preparas un banquete frente a mis enemigos». La palabra usada en hebreo significa «desenrollar», con el sentido de extender unas pieles de cabra a la puerta de la tienda, para colocar sobre ellas la comida. Podemos reconstruir la escena: un hombre huye de sus enemigos por el desierto. Casi imposible salvarse. Improvisadamente, encuentra un beduino que lo acoge en su tienda. La ley de la hospitalidad era sagrada para los semitas. Cuando alguien es acogido, invitado a comer, se convierte en intocable. Los enemigos no se pueden acercar a él. «El Señor hace justicia al huérfano, a la viuda y ama al emigrante suministrándole pan y vestido. Amad vosotros también al emigrante, ya que emigrantes fuisteis...» (Deuteronomio 10, 18-19). Abrahán recibió la promesa definitiva cuando acogió en su casa a unos peregrinos que resultaron ser enviados de Dios (Génesis 18). «No olvidéis la hospitalidad, pues gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles» (Hebreos 13, 2). Lot prefiere entregar a sus dos hijas antes que a unos desconocidos acogidos en su casa (Génesis 19).
«Perfumas con ungüento mi cabeza». El ungir a un huésped era la mayor manifestación de veneración que se podía tener con él. El aceite enriquecido de esencias perfumadas da frescor, suaviza la piel. Es éste un gesto de extremo afecto y consideración para el que llega cansado por el calor del desierto y las penalidades de la huida. «¡Qué hermoso es que los hermanos vivan unidos! Es como ungüento perfumado derramado en la cabeza.» (Salmo 133 1-2). Una mujer de Betania tendrá este gesto con Jesús y él lo agradecerá a pesar de la incomprensión de los discípulos, llegando a afirmar que esa mujer sería recordada en todos los lugares donde se predique el Evangelio (Mateo 26, 6ss).
«Y mi copa rebosa». La copa que rebosa es, igualmente, signo de la generosidad con que el huésped es acogido. No recibe sólo lo necesario. Hay algo de superfluo, de añadido, de generosidad total, en los actos de Dios. Recordemos, por ejemplo, la narración de la creación. Dios no hace sólo lo necesario, sino que, además, entrega al hombre ríos con agua abundante, con oro fino, con piedras preciosas y perfumes (Génesis 2, 10ss). Lo mismo sucede cuando los israelitas salen de Egipto. Dios no sólo les da la libertad. Les enriquece también con los bienes y el oro de los egipcios (Éxodo 12, 36).
«Tu amor y tu bondad me acompañan». Ésta es la imagen más extraña para los occidentales. Es como si el beduino que me ha acogido en su tienda y me ha defendido de mis enemigos, me pusiera ahora dos guardaespaldas que me acompañen de regreso a mi casa. Aquí, los dos acompañantes son una personificación del Amor y la Bondad de Dios, última referencia del salmo. Aunque a nosotros pueda resultarnos rara la personificación de cualidades divinas, en la Biblia es bastante común: «La Salvación está cerca de los que le honran y la Justicia habitará en nuestra tierra. El Amor y la Fidelidad se encuentran, la Justicia y la Paz se besan... La Justicia marchará delante de él y la Rectitud seguirá sus pasos» (Salmo 85, 10ss).
«Todos los días de mi vida». No hablamos de un acompañamiento pasajero, sino de la certeza de una protección continua, como si se respondiera a la petición con que concluye el salmo 28: «Salva a tu pueblo, bendice tu heredad, apaciéntanos y guíanos por siempre».
Las dos partes del salmo (el pastor que cuida de las ovejas y el señor de la casa que acoge un huésped bajo su techo) comienzan con una situación de descanso y terminan con los protagonistas en actitud de caminar. Las ovejas comen, beben y sestean en el oasis. Después emprenden la marcha, guiadas por el pastor. El que huía del desierto encuentra la salvación en la tienda del beduino. Allí sacia su hambre y su sed, se perfuma y, posteriormente, emprende la marcha custodiado por dos escoltas. Las dos partes del salmo parecen insinuar que nuestra vida es un continuo andar de la mano del Señor. Cuando lo necesitamos, él nos ofrece momentos de descanso para restaurar nuestras fuerzas. Cuando nos hemos recuperado, hay que volver a caminar. Como los discípulos que acompañaron a Jesús en el Tabor: Después de la Transfiguración tuvieron que regresar al valle. El Salmo 122, como los otros llamados «salmos de ascensión a Jerusalén», nos recuerda que siempre somos peregrinos: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!».
El libro del Éxodo, que nos narra el camino de Israel por el desierto hacia la Tierra Prometida, se convierte en imagen de nuestra vida: El Señor nos guía y nos acompaña, nos instruye y nos corrige todas las jornadas de nuestra existencia, hasta el día en que entremos en el descanso definitivo. El salmo 95 insiste en esta idea, invitándonos a aprender de los errores cometidos por los israelitas en su caminar por el desierto, para no repetirlos: «Ojalá escuchéis hoy su voz. No endurezcáis vuestro corazón... como en el desierto, cuando me tentaron vuestros antepasados... Son un pueblo que no conoce mis caminos, por eso juré airado que no entrarían en mi descanso». El Antiguo y en Nuevo Testamento son un testimonio continuo de las ansias que arden en nuestros corazones de alcanzar la patria verdadera, la definitiva: «Si Josué les hubiera proporcionado un descanso definitivo, David no hablaría de un posterior día de descanso. Hay, pues, un descanso definitivo reservado al pueblo de Dios... Apresurémonos, pues» (Hebreos 4, 8ss).
«Y habitaré en la casa del Señor por años sin término». Después de hablar de descansos pasajeros y de caminos largos, se evoca el reposo definitivo en la casa del Señor, la entrada en el «Sabat» último y eterno, en la Nueva Jerusalén, tal como canta el Apocalipsis: «Ésta es la Morada de Dios con los hombres. Habitará entre ellos... Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor» (21, 3ss).
El desierto es el contexto común a las dos imágenes (el pastor y el beduino). El que ora este salmo sabe que nada le falta, aún encontrándose en el desierto. Allí, el creyente redescubre las raíces de toda la historia de Israel: Abrahán y los demás patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y volvió al desierto para acompañar al pueblo a la libertad. Allí se manifestó el poder de Dios, que «hirió a los primogénitos de Egipto, sacó a su pueblo como a un rebaño y lo condujo por el desierto. Los llevó con seguridad hasta la tierra sagrada» (Salmo 78, 51ss). Por lo tanto, después que el Señor liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto, lo guió por el desierto, como un pastor conduce a su rebaño. Les ofreció agua que manaba de la roca y alimento abundante (maná y codornices), los defendió de las serpientes que los mordían y de los enemigos que los atacaban, los introdujo en la Tierra Prometida y los acogió como Señor del territorio, ofreciéndoles descanso en su casa. Esta idea queda recogida en muchos textos de la Escritura: «Saliste, oh Dios, al frente de tu pueblo, los guiaste por el desierto... reanimaste tu heredad extenuada y tu rebaño habitó la tierra que tu bondad les había preparado» (Salmo 68, 8ss). «Te abriste un sendero por el mar... y guiaste a tu pueblo como a un rebaño» (Salmo 77, 20-21).
El desierto significa también, para el pueblo, el lugar de la tentación, la prueba, la murmuración, el pecado, la idolatría y la conversión. El lugar donde se descubre que Dios perdona siempre y continúa a dar vida, alimento, salud, victoria. Que da con generosidad porque perdona con magnanimidad. El lugar donde se puede hacer la verdadera experiencia del encuentro personal con Dios: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón... Ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que salió de Egipto... Y te desposaré conmigo en fidelidad» (Oseas 2, 16).
La experiencia del Éxodo es revivida siglos después, al retorno del Exilio. El salmo termina afirmando: «Habitaré en la casa del Señor». Aunque la tradición lee «habitaré», las consonantes hebreas dicen «volveré», el verbo usado para la experiencia que sigue a la deportación: «Los haré volver de las naciones por donde están dispersados» (Zacarías 10, 10. Ver Ezequiel 36, 24ss). La vuelta de la conversión a la comunión. Camino por el desierto, tentación, pecado, perdón, crisis de fe en el Exilio, retorno a la tierra y conversión del corazón. Todo este camino evoca el salmo a quien lo lee con una mentalidad bíblica, a sus destinatarios.
Como hemos visto, las imágenes del salmo hablan de:
* Seguridad ante los enemigos y peligros de todo tipo: oscuridad, hambre y sed, muerte.
* Con una connotación de máxima abundancia. Los dones de Dios son siempre a la medida de Dios.
* Para aquél que ya se sentía dentro de la muerte. Descubrimos la sobreabundancia del don de Dios cuando ya parecía todo perdido.
El significado último del salmo sólo lo podemos entender a la luz del Nuevo Testamento: Jesús es la persona que confía en Dios y camina por sus sendas, aún en medio de las dificultades, hasta entregarse en la cruz. Por eso, el Padre se apiada de Él y le devuelve a la vida, sentándole a su mesa, introduciéndole en su Casa. Al mismo tiempo, Jesús es «el gran Pastor de las ovejas» (Hebreos 13, 20), «el Supremo Pastor» (1 Pedro 5, 4). «Nosotros éramos como ovejas descarriadas, pero ahora hemos vuelto a nuestro Pastor y Guardián» (1 Pedro 2, 25). Él es el Pontífice de la Nueva Alianza, el Camino que nos lleva al Padre, la Puerta de acceso a la Casa de Dios. Él prepara para nosotros el banquete de su Cuerpo y de su Sangre, verdadero alimento de inmortalidad. Su amor es tan grande, que llega a dar la vida por sus ovejas. Con él podemos atravesar sin miedo el valle de la muerte, porque Él es la Resurrección y la Vida, Luz que brilla en las tinieblas, Roca que se abre en el desierto para calmar la sed, Maná que nos alimenta, verdadero Pastor y Rey, que «nos apacienta y nos conduce a fuentes de aguas vivas» (Apocalipsis 7, 17) y que nos permite habitar en su casa «por años sin término». El cristiano que ora con el Salmo 23, está llamado a hacer este camino espiritual, verdadera síntesis del Antiguo y del Nuevo testamento: dejarse guiar por Dios «en medio de la noche» y vivir en intimidad con Él, hasta participar en su banquete, «la cena que recrea y enamora», en palabras de S. Juan de la Cruz.
«¿Dónde pastoreas, Pastor bueno, tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? Muéstrame el lugar de tu reposo, guíame hasta el pasto nutritivo; llámame por mi nombre, para que yo escuche tu voz, y tu voz me dé la vida eterna. "Muéstrame, amor de mi alma, dónde pastoreas". Te nombro de este modo porque tu nombre supera cualquier otro nombre y cualquier inteligencia; de tal manera que ningún ser racional es capaz de pronunciarlo o de comprenderlo. Este nombre, expresión de tu bondad, expresa el amor de mi alma hacia ti. ¿Cómo puedo dejar de amarte a ti, que de tal manera me has amado que has entregado tu vida por mí? No puede imaginarse un amor superior a este: el de dar la vida para mi salvación».
(S. Gregorio de Nisa. Homilía 2 sobre el Cantar de los Cantares)
Frases de San Bernardo de Claraval
“Debemos amar a Dios porque Él es Dios, y la medida de nuestro amor debe ser amarlo sin medida.”
“Al conocer lo que Dios nos ha dado, encontraremos muchísimas cosas por las que dar gracias continuamente”. San Bernardo
…sobre la necesidad de acudir a la Stma. Virgen:
-Si se levanta la tempestad de las tentaciones, si caes en el escollo de las tristezas, eleva tus ojos a la Estrella del Mar: invoca a María!.
Si te golpean las olas de la soberbia, de la maledicencia, de la envidia, mira a la estella, invoca a María!
Si la cólera, la avaricia, la sensualidad de tus sentidos quieren hundir la barca de tu espíritu, que tus ojos vayan a esa estrella: invoca a María!
Si ante el recuerdo desconsolador de tus muchos pecados y de la severidad de Dios, te sientes ir hacia el abismo del desaliento o de la desesperación, lánzale una mirada a la estrella, e invoca a la Madre de Dios.
En medio de tus peligros, de tus angustia, de tus dudas, piensa en María, invoca a María!
El pensar en Ella y el invocarla, sean dos cosas que no se parten nunca ni de tu corazón ni de tus labios. Y para estar más seguro de su protección no te olvides de imitar sus ejemplos. Siguiéndola no te pierdes en el camino!
¡Implorándola no te desesperarás! ¡Pensando en Ella no te descarriarás!
Si Ella te tiene de la mano no te puedes hundir. Bajo su manto nada hay que temer.
¡Bajo su guía no habrá cansancio, y con su favor llegarás felizmente al Puerto de la Patria Celestial!
Oración en demanda del socorro de María:
¡Madre de Dios y reina de los ángeles! ¡Esperanza de los hombres! ¡Mira al que te llama y a Ti recurre! Me postro ante Ti, yo, pobre esclavo, me consagro por tu siervo para siempre y me ofrezco a servirte y honrarte cuanto pueda, toda la vida. Poco puede honrarte un esclavo tan ruin y rebelde que tanto ha ofendido a mi Dios y Redentor. Pero si me aceptas, aunque sin merecerlo, y con tu intercesión me haces digno, tu misma misericordia me hará santo y te daré el honor que yo sólo no puedo.
Acéptame y no me rechaces, Madre mía.
Estas ovejas perdidas vino a rescatar el Verbo eterno, y por salvarlas se hizo Hijo tuyo. ¿Despreciarás a esta oveja extraviada que a Ti recurre para encontrar a Jesús? Ya está entregado el rescate que me salva; mi Salvador ya derramó Su Sangre preciosa, la que basta para salvar mil mundos. Basta que esa Sangre se me aplique, y ésto en tus manos está, Virgen bendita. En tus manos está salvar al que quieres. Ayúdame, mi Reina, y sálvame. En Ti confío a tu intercesión me entrego. Salud de los que te invocan, sálvame. -
Cuando meditas las penas de María y la dulzura de su corazón que manifiesta a Jesús su amor más puro, comprendes que el amor perfecto
es consolar a Jesús participando en sus sufrimientos para la redención de las almas y las del mundo entero.
La Virgen María no estaba en el huerto de la agonía pero, en la lejanía, su corazón se encontraba en extremo tormento, después de
haber comprendido en el cenáculo los acontecimientos que se avecinaban. Comprendió que Judas iba a traicionarle, que los apóstoles iban a abandonarle y su corazón sentía en ese momento las mismas
ansiedades que su Hijo; sintió una profunda unión con el alma de Cristo y, desde la oración, le ayudó como una madre puede consolar a un hijo que está triste.
Siguió María a Jesús cuando fue conducido por los guardias de un palacio a otro, humillado, ridiculizado, golpeado… María no durmió
durante esa noche cuando Jesús sufrió su cruel Pasión ofreciendo los sufrimientos de esas terribles horas por la redención del mundo.
María fue testigo de la flagelación: ¡qué dolor para una madre contemplar semejante tortura! ¡Por mis pecados y los del mundo entero!
¡Qué poder te da sus penas para reclamar de Jesús la salvación inmerecida de la humanidad! Reconoces aquí su grandeza como ninguna otra a causa de estos terribles sufrimientos de
compasión.
Doloroso para ella fue contemplar la coronación de espinas: esa cabeza convertida en cabeza de dolor por la fuerza del amor y la
compasión. Y no pudo María sentir dolor por si misma sino por esa unión tan íntima con Jesús para convertirse en copartícipe en la Pasión de su Hijo.
Y en el camino hacia el Calvario, María contempla a Jesús por las calles portando su cruz, y con valentía se apresuró a encontrarse
con Él y contemplar ese rostro cubierto de sangre, golpeado, insultado, ridiculizado, vilipendiado, odiado por la gente que le había aclamado en su entrada en Jerusalén. ¡Qué honor para una mujer
ser llamada a convertirse en participe en esta obra de redención, para ser hija, madre y esposa al mismo tiempo!
Y llega el Stabat Mater. Allí está Ella, postrada al pie de la Cruz, para compartir todos los sufrimientos de Jesús pero también todas las oraciones, todos los
sentimientos, todos los pensamientos. ¡Esta escena es digna de adoración, de adoración a Jesús y a María, unidos en el Corazón, Víctimas en la Cruz!
Mi corazón se une a María. Y me hace comprender que, en el drama del Calvario, la presencia de María junto a la cruz de Jesús con esa
inquebrantable firmeza y esa extraordinaria valentía me tiene que llevar a afrontar mi vida, mis sufrimientos, mis padecimientos y mis incertidumbres cogido de la mano de María. Hacer como María,
sostenerme por la fe, don de Dios, y ser siempre fiel a Cristo sabiendo llegar, incluso, hasta la cruz.
Hoy más que nunca quiero acoger en mi corazón a María y dejarle un espacio para que me acompañe siempre en mi vida cotidiana con el
fin de que me guié como nadie en mi camino hacia la salvación.
¡Corazón de Jesús devastado por la angustia porque cargas con mis pecados; Corazón de María, dolorida por mis faltas, dadme contrición, arrepentimiento por ofenderos por mis comportamientos egoístas y soberbios y ayudadme a no ofenderos más!
¡Te pido, María, que intercedes por mí y por el mundo entero, para que por tu misericordia y ternura obtengas del Corazón de Jesús mi conversión interior!
¡María, Madre del Redentor, que colaboras singularmente en la obra del Salvador con tu obediencia, fe, esperanza y amor concédeme estas mismas gracias para unirme a Jesús!
¡María, quiero acompañarte con el corazón roto en este día! ¡Quiero acompañarte en tu soledad, en tu dolor y en tu pena pero sabiendo que Cristo resucitará y que podremos seguir juntos el camino! ¡Te contemplo María, te amo y quiero imitarte en todo: en tu valentía, en tu coraje, en tu fe, en tu fortaleza, en tu esperanza!
¡Quiero que así sea mi vida! ¡Anhelo ir ataviado de adoración como estás Tú ante el cuerpo de Cristo! ¡Quiero despojarme de mis yoes, de mis bajezas, de mis miserias y entregarme a Tu Hijo de verdad! ¡Quiero serle fiel como lo eres Tú en este día! ¡Quiero tener la misma serenidad que presentas Tu ante el dolor y el sufrimiento! ¡Quiero tener la misma elegancia y altura espiritual que tienes Tú, Madre de la Soledad!
¡Gracias, María, porque en este Sábado Santo tu me demuestras quien eres de verdad: la Reina del Universo, la Reina de los corazones, la Reina de las certezas, la Reina de la esperanza, la Reina de los afligidos, la Reina del Amor Hermoso! ¡Ayúdame a ser humilde como eres Tú! ¡Ayúdame a ser consciente de que soy un pecador y tengo mucho que purificar!
¡Ayúdame a reconciliarme con Tu Hijo, hoy y siempre! ¡Ayúdame a abrirme a los demás! ¡Ayúdame a ser más sencillo y misericordioso! ¡Ayúdame a ser más entregado! ¡Hoy y siempre, totus tuus María!
Creo en ti, Señor, pero ayúdame a creer con
firmeza; espero en ti, pero ayúdame a esperar
sin desconfianza; te amo, Señor, pero ayúdame
a demostrarte que te quiero; estoy arrepentido,
pero ayúdame a no volver a ofenderte.
Te adoro, Señor, porque eres mi creador y te
anhelo porque eres mi fin; te alabo, porque
no te cansas de hacerme el bien y me refugio
en ti, porque eres mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia
me reprima; que tu misericordia me consuele
y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame
a pensar en ti; te ofrezco mis palabras,
ayúdame a hablar de ti; te ofrezco mis
obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te
ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por ti.
Todo aquello que quieres tú, Señor, lo quiero
yo, precisamente porque lo quieres tú,
como tú lo quieras y durante todo el tiempo
que lo quieras.
Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento,
que fortalezcas mi voluntad, que purifiques
mi corazón y santifiques mi espíritu.
Hazme llorar, Señor, mis pecados, rechazar
las tentaciones, vencer mis inclinaciones al
mal y cultivar las virtudes.
Dame tu gracia, Señor, para amarte y olvidarme
de mí, para buscar el bien de mi prójimo
sin tenerle miedo al mundo.
Dame tu gracia para ser obediente con mis
superiores, comprensivo con mis inferiores,
solícito con mis amigos y generoso con mis
enemigos.
Ayúdame, Señor, a superar con austeridad
el placer, con generosidad la avaricia, con
amabilidad la ira, con fervor la tibieza.
Que sepa yo tener prudencia, Señor, al aconsejar,
valor en los peligros, paciencia en las
dificultades, sencillez en los éxitos.
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad
al comer, responsabilidad en mi trabajo
y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza de alma, a
ser modesto en mis actitudes, ejemplar en
mi trato con el prójimo y verdaderamente
cristiano en mi conducta.
Concédeme tu ayuda para dominar mis
instintos, para fomentar en mí tu vida de
gracia, para cumplir tus mandamientos y
obtener mi salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez
de lo terreno, la grandeza de lo divino, la
brevedad de esta vida y la eternidad futura.
Concédeme, Señor, una buena preparación para
la muerte y un santo temor al juicio, para
librarme del infierno y obtener tu gloria.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Padre Celestial; en el santo nombre de tu Hijo Jesús, crucificado por mis pecados, y en el Amor del Espíritu Santo, vengo muy humildemente ante ti, con dolor por mis pecados. A través de la intercesión del Inmaculado Corazón de María, te ofrezco el sacrificio de Jesús en la cruz, el cual vivo cuando lo recibo en la Santa Eucaristía.
Señor Jesús crucificado; te hablo humildemente, en la presencia de Nuestra Bendita Madre María. Reconozco que tu sufriste mucho por mí y por todos, y que estamos endeudados contigo para siempre. Señor; aprecio mucho tus sufrimientos por mí y por el resto de la humanidad.
Te agradezco el haberme salvado a través de tu dolor aplastante, a través de tus tantas heridas, a través de tu extremo cansancio y agonía y a través de tu Preciosa Sangre derramada con tanto dolor y amor por nosotros; a través de tu dificultad para respirar, a través de tu sudor y lagrimas, a través de tu paciencia misericordiosa, a través de cada esfuerzo que tu hiciste y a través de tu ofrecimiento total por mis pecados y por los pecados del mundo entero.
Señor a veces me quejo cuando tengo un pequeño infortunio, o una herida o cuando estoy enfermo o cansado, o rechazado, o despreciado o condenado. Pero tu cuerpo entero fue cubierto con heridas dolorosas; fuiste perforado con dolor por la corona de espinas, tu fuiste despojado de tu carne con la flagelación, fuiste insultado con terribles blasfemias, fuiste escupido, fuiste humillado, fuiste infligido nuevamente con heridas sobre tu herido hombro por el peso aplastante de la cruz, tu fuiste herido nuevamente sobre tus heridas por el despojo brutal de tus vestiduras, fuiste perforado dolorosamente por lo clavos en la cruz, fuiste colgado sobre la cruz para sangrar dolorosamente hasta tu muerte, sufriste asfixia a medida que te resultaba mas doloroso respirar, pero tu agonía física no se comparaba con tu agonía espiritual porque Tu eres Dios, y tu alma santa sufrió con pena mientras tu entregabas tu vida a cambio de nuestra vida eterna.
Tu viste la ingratitud de los hombres por tu gran sacrificio, y sufriste por el orgullo de nuestros pecados, por la agresividad de los que tu creaste con tanto amor, por el odio de los hombres que reciben siempre todo tu amor si tan solo vienen a ti.
Mi Señor Jesús crucificado, vengo humildemente ante ti, eterna fuente de sanación y de vida, Poderosa fuente de nuestra Resurrección, alimento para nuestras almas en la Sagrada Eucaristía, refugio eterno de la Luz Divina, puerta a la Majestad y Gloria del Padre y de nuestra única esperanza y salvación.
Divino Señor Misericordioso, ruego y suplico a nombre de toda la humanidad por tu misericordia y compasión, por tu sanación y bendiciones y por tu Salvación.
Oh, Precioso tesoro del Cielo, Tu que te ocultas al orgulloso, llena mi corazón de humildad y de pureza para poder ser digno de recibir las promesas de la vida eterna en Tu Gloria con el Padre y el Espíritu Santo. Amen.
Señor en tu Sagrado Corazón coloco mi corazón unido a todas mis necesidades y mis deseos, te presento humildemente mis peticiones, por favor dígnate a escuchar mi súplica, abrázame con tu amor, responde a mi alma, mírame como tu hijito que viene atraído por tu amor.
Mi Señor Jesús; en tu cuerpo crucificado yo coloco reverentemente mis pecados, mis enfermedades y las de la gente por quien ruego; puesto que tu sufriste por nuestros sufrimientos y pagaste por nuestros pecados. Disuélvelos por favor en tu misericordia; concédeme estas peticiones en tu nombre santo y en el nombre de tu dolorosa madre, mi madre. Amén.
SALMO 23
El Señor es mi
pastor, nada me falta;
en verdes pastos me hace descansar.
Junto a tranquilas aguas me conduce;
me infunde nuevas fuerzas.
Me guía por sendas de justicia
por amor a su nombre.
Aun si voy por valles tenebrosos,
no temo peligro alguno
porque tú estás a mi lado;
tu vara de pastor me reconforta.
Dispones ante mí un banquete
en presencia de mis enemigos.
Has ungido con perfume mi cabeza;
has llenado mi copa a rebosar.
La bondad y el amor me seguirán
todos los días de mi vida;
y en la casa del
habitaré para siempre.
SALMO
91
El que habita al abrigo del Altísimo
se acoge a la sombra del Todopoderoso.
Yo le digo al Señor: «Tú eres mi refugio,
mi fortaleza, el Dios en quien confío.»
Sólo él puede librarte de las trampas del cazador
y de mortíferas plagas,
pues te cubrirá con sus plumas
y bajo sus alas hallarás refugio.
¡Su verdad será tu escudo y tu baluarte!
No temerás el terror de la noche,
ni la flecha que vuela de día,
ni la peste que acecha en las sombras
ni la plaga que destruye a mediodía.
Podrán caer mil a tu izquierda,
y diez mil a tu derecha,
pero a ti no te afectará.
No tendrás más que abrir bien los ojos,
para ver a los impíos recibir su merecido.
Ya que has puesto al Señor por tu refugio,
al Altísimo por tu protección,
ningún mal habrá de sobrevenirte,
ninguna calamidad llegará a tu hogar.
Porque él ordenará que sus ángeles
te cuiden en todos tus caminos.
Con sus propias manos te levantarán
para que no tropieces con piedra alguna.
Aplastarás al león y a la víbora;
¡hollarás fieras y serpientes!
«Yo lo libraré, porque él se acoge a mí;
lo protegeré, porque reconoce mi nombre.
Él me invocará, y yo le responderé;
estaré con él en momentos de angustia;
lo libraré y lo llenaré de honores.
Lo colmaré con muchos años de vida
y le haré gozar de mi salvación.»
El 5 de Julio de 1883 Papa León XIII aprueba el miércoles como el día consagrado a San José en toda la Iglesia Universal.
En cada miércoles del mes, mi corazón castísimo brinda innumerables gracias a todos aquellos que recurren a mi intercesión.
Este día las almas recibirán una lluvia de gracias extraordinarias.
Comparto con todos los que me honran y recurren a mí, todas las gracias, todas las bendiciones, todas las virtudes y todo el amor que he recibido de mi Divino Hijo Jesús y de mi esposa María Santísima cuando yo vivía en este mundo y las que ahora recibo en la Gloria del Paraíso.
Hijo mío! No sabes cúal grande honor y dignidad he recibido de Nuestro Padre del Cielo.
Él ha hecho estallar de alegría mi corazón.
El Padre del Cielo me ha concedido el honor de poder representarlo en este mundo, dándone la responsabilidad de proteger a su Divino y amado Hijo Jesús.
He puesto todo en las manos del Señor y como su siervo he estado siempre dispuesto a hacer su santísima voluntad.
Interceder delante de Dios por todos los que honoren mi corazón recurriendo a mí.
Daré la gracia de poder resolver los problemas más difíciles, socorrer en las necesidades más urgentes que a los ojos de los hmbtes parecen imposibles.
La oración de cada Miércoles a San José, Custodio de Nuestro Señor Jesús:
San José, ruega a Jesús que venga a mi corazón y lo inflame de caridad.
San José, ruega a Jesús que venga a mi inteligencia y la ilumine.
San José, ruega a Jesús que venga a mi voluntad y la fortalezca.
San José, ruega a Jesús que venga a mis pensamientos y los purifique.
San José, ruega a Jesús que venga a mis afectos y los ordene.
San José, ruega a Jesús que venga a mis deseos y los dirija.
San José, ruega a Jesús que venga a mis acciones y las bendiga.
San José haz que Jesús me done su Santo Amor.
San José haz que Jesús me done la imitación de sus virtudes.
San José haz que Jesús me done la verdadera humildad de espíritu.
San José haz que Jesús me done la paz del alma.
San José que Jesús me done el santo temor de Dios.
San José que Jesús me done el deseo de la perfección.
San José haz que Jesús me done la dulzura de carácter.
San José que Jesús me done un corazón puro y caritativo.
San José haz que Jesús me done la gracia de soportar con paciencia los sufrimientos de la vida.
San José, por el amor que le diste a Jesús ayúdame a amarlo de verdad.
San José, recíbeme y protégeme como tu fiel devoto.
San José, yo me pongo en tus manos, acéptame y socórreme.
San José, no me abandones en la hora de mi muerte.Amén
A cada invocación respondemos: “OYENOS, MADRE”
Ø AURORA DE PAZ, aparta la enemistad entre las naciones, la discordia entre los pueblos, y las ofensas entre los miembros de la familia. Oremos.
Ø NUESTRA ALEGRÍA, concédenos la disponibilidad y el empeño de cambiar la tristeza por el gozo. Oremos.
Ø NUESTRA ESPERANZA, haz que mantengamos firme esa virtud teologal para no perder la ilusión de ser felices. Oremos.
Ø MADRE TIERNA, reviste de amor y delicadeza a cada mamá que acuna una vida nueva debajo de su corazón. Oremos.
Ø MADRE DE PIEDAD Y DEL SOCORRO, compadécete de quienes sufren diversidad de situaciones, materiales, físicas o espirituales.
Ø LUZ DE NUESTRO CAMINO, ilumina tantas situaciones de confusión tanto en jóvenes como en adultos. Oremos.
Ø ESTRELLA DEL MAR, orienta nuestra vida por el sendero del bien que nos conduce a ser felices y brindar felicidad a quienes nos rodean. Oremos.
Ø SALVE ¡OH REINA DEL CIELO!, acoge en la patria celeste a tantas personas que han concluido su labor en la tierra. Oremos.
Ø MUJER ADMIRABLE, ayúdanos a ser instrumentos de todo bien mediante el buen ejemplo y las palabras que construyen. Oremos.
Ø TODA SUAVIDAD Y DULZURA, tómanos con tu mano amorosa para obrar con rectitud y sinceridad. Oremos.
Ø PODEROSA AUXILIADORA DE LA IGLESIA, concédenos la gracia de cambiar la mentira por la verdad, el odio por el amor y la discordia por la unión. Oremos.
Ø REFUGIO DE LOS PECADORES, atiende con solicitud materna la desorientación de tantos hermanos necesitados de luz y apoyo. Oremos.
Ø VERDADERO MANANTIAL DE GRACIA, continúa asistiendo a tus hijos, sedientos de todo bien en un ambiente de tanta confusión. Oremos.