Sin agua no hay vida. Este preciado elemento de la naturaleza está empezando a ser un grave problema, pues lo necesitamos para vivir. Las políticas de producción y consumo todavía no se han decidido con determinación a llevar a cabo un crecimiento sostenible para cuidar y preservar el agua. El número seis de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, habla de ello: “El agua potable y limpia representa una cuestión de primera importancia, porque es indispensable para la vida humana y para sustentar los ecosistemas terrestres y acuáticos. Las fuentes de agua dulce abastecen a sectores sanitarios, agropecuarios e industriales. La provisión de agua permaneció? relativamente constante durante mucho tiempo, pero ahora en muchos lugares la demanda supera a la oferta sostenible, con graves consecuencias a corto y largo término. Grandes ciudades que dependen de un importante nivel de almacenamiento de agua sufren periodos de disminución del recurso, que en los momentos críticos no se administra siempre con una adecuada gobernanza y con imparcialidad. […] En algunos países hay regiones con abundante agua y al mismo tiempo otras que padecen grave escasez.”
La Palabra de Dios hoy nos habla del agua. El agua que brota del Templo descrita por el profeta Ezequiel y que va purificando y curando todo lo que encuentra a su paso. Representa la vida en Dios, cono el agua que recibimos en el bautismo, el agua que se asperja sobre nosotros en el acto penitencial de la pascua, en las bendiciones de los Ramos, al despedir los restos mortales de un ser querido… Agua bendita de la vida, utilizada en los sacramentos y celebraciones.
La misma en la que deseaba sumergirse aquel enfermo que llevaba treinta y ocho años padeciendo su postración sin poder llegar a tiempo a la piscina de Betesda, junto a la Puerta de las Ovejas en Jerusalén. No necesitó llegar a tiempo a la piscina, pues el mismo Jesús le curó con su Palabra de autoridad. El agua del Señor sanó su enfermedad.
Hoy te pedimos Señor que no nos falte el agua que Tú nos das, el agua de la Vida, el agua que sacia de verdad nuestra sed y que ofreciste a la mujer samaritana junto al pozo. Esta agua también es un bien escaso, pues no todos conocen de su existencia ni saben dónde ir a buscarla. Danos de beber de esta agua, Jesús.
Curación de un paralítico
Jn 5, 1-3.5-16
Después de esto, hubo una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la Probática, una piscina que se llama en hebreo Betesda, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, esperando la agitación del agua. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dice:«¿Quieres curarte?» Le respondió el enfermo: «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que yo». Jesús le dice: «Levántate, toma tu camilla y anda». Y al instante el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar. Pero era sábado aquel día. Por eso los judíos decían al que había sido curado: «Es sábado y no te está permitido llevar la camilla». El le respondió: «El que me ha curado me ha dicho: Toma tu camilla y anda». Ellos le preguntaron: «¿Quién es el hombre que te ha dicho: Tómala y anda?» Pero el curado no sabía quién era, pues Jesús había desaparecido porque había mucha gente en aquel lugar. Más tarde Jesús le encuentra en el Templo y le dice: «Mira, estás curado; no peques más, para que no te suceda algo peor». El hombre se fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado.
Martes de Cuarta Semana de Cuaresma
Lucha paciente contra los defectos
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. La adquisición de una virtud no se logra con esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad en la lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la gracia
I. No podemos nunca “conformarnos” con deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados positivos. La Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en nuestras disposiciones interiores mediante la conversión del corazón a Dios y las obras de penitencia que preparan nuestra alma para recibir las gracias que el Señor quiere darnos. El Señor siempre está dispuesto a ayudarnos, sólo nos pide nuestra perseverancia para luchar y recomenzar cuantas veces sea necesario, sabiendo que en la lucha está el amor. Nuestro amor a Cristo se manifestará en el esfuerzo por arrancar el defecto dominante o alcanzar aquella virtud que se presenta difícil adquirir, y en la paciencia que hemos de tener en la lucha interior.
II. Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. La adquisición de una virtud no se logra con esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad en la lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la gracia. El alma de la constancia es el amor; sólo por amor se puede ser paciente (SANTO TOMÁS, Suma Teológica) y luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable. En nuestro caminar hacia el Señor sufriremos derrotas; muchas de ellas no tendrán importancia; otras sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía más a Dios. Este dolor es el pesar de no estar devolviendo tanto amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo mal por bien a quien tanto nos quiere.
III. Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de serlo con quienes tratamos con más frecuencia, sobre todo si tenemos obligación de ayudarles en su formación, o una enfermedad. Hemos de contar con los defectos de quienes nos rodean. La comprensión y fortaleza nos ayudarán a tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento indicado. La impaciencia hace difícil la convivencia, y también vuelve ineficaz la posible ayuda y la corrección. Debemos ser especialmente constantes y pacientes en el apostolado. Las personas necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo momento da su gracia, perdona y anima a seguir adelante. Con nosotros ha tenido esta paciencia sin límites. Pidamos a Nuestra Madre paciencia para nosotros mismos y para los que nos rodean.
Martes de la cuarta semana de Cuaresma
No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón.
Es demasiado fácil dejar pasar el tiempo sin profundizar, sin volver al corazón. Pero cuando el tiempo pasa sobre nosotros sin profundizar en la propia vocación, sin descubrir y aceptar todas sus dimensiones, estamos quedándonos sin lo que realmente importa en la existencia: el corazón (entendido como nuestra facultad espiritual en la que se manejan todas las decisiones más importantes del hombre). El corazón es el encuentro del hombre consigo mismo.
“Volved a mí de todo corazón”. Son palabras de Dios en la Escritura. No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón, y tampoco podemos vivir si no es desde el corazón. Dios llama en el corazón, pero, en un mundo como el nuestro, en el cual tan fácilmente nos hemos olvidado de Dios, en un mundo sin corazón, a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, nos cuesta llegar al corazón. Dios llama al corazón del hombre, a su parte más interior, a ese yo, único e irrepetible; ahí me llama Dios.
Yo puedo estar viviendo con un corazón alejado, con un corazón distraído en el más pleno sentido de la palabra. Y cuánto nos cuesta volver. Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los eventos que suceden la mano de Dios. Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los momentos de nuestra existencia la presencia reclamadora de Dios para que yo vuelva al corazón. El camino de vuelta es una ley de vida, es la lógica por la que todos pasamos. Y mientras no aprendamos a volver a la dimensión interior de nosotros mismos, no estaremos siendo las personas auténticas que debemos de ser.
Podría ser que estuviésemos a gusto en el torbellino que es la sociedad y que nuestro corazón se derramase en la vida de apariencia que es la vida social. Pero es bueno examinarse de vez en cuando para ver si realmente ya he aprendido a medir y a pesar las cosas según su dimensión interior, o si todavía el peso de la existencia está en las conveniencias o en las sonrisas plásticas.
¿Pertenezco yo a ese mundo sin corazón? ¿Pertenezco yo a ese mundo que no sabe encontrarse consigo mismo? Dios llama al corazón para que yo vuelva, para que yo aprenda a descubrir la importancia, la trascendencia que tiene en mi existencia esa dimensión interior. Estamos terminando la Cuaresma, se nos ha ido un año más de las manos, recordemos que es una ocasión especial para que el hombre se encuentre consigo mismo.
Curiosamente la Cuaresma no es muy reciente en la historia de la Iglesia, los apóstoles no la hacían. La Cuaresma viene del inicio de la vida monacal en la Iglesia, cuando los monjes empiezan a darse cuenta de que hay que prepararse para la llegada de Cristo. Todavía hoy día hay congregaciones que tienen dos Cuaresmas. Los carmelitas tienen una en Adviento, cuarenta días antes de Navidad, y tienen cuarenta días antes de Pascua, de alguna manera significando que a través de la Cuaresma el espíritu humano busca encontrarse con su Señor. Las dos Cuaresmas terminan en un particular encuentro con el Señor: la primera en el Nacimiento, en la Natividad, en la Epifanía, como dicen estrictamente hablando los griegos; y la segunda, en la Resurrección. Si en la primera manifestación vemos a Cristo según la carne; en la segunda manifestación vemos a Cristo resucitado, glorioso, en su divinidad.
De alguna manera, lo que nos está indicando este camino cuaresmal es que el hombre que quiera encontrarse con Dios tiene que encontrarse primero consigo mismo. No tiene que tener miedo a romper las caretas con las que hábilmente ha ido maquillando su existencia. El hombre tiene que aprender a descubrir dentro de su corazón la mirada de Dios.
Para este retorno es necesario crear una serie de condiciones. La primera de todas es ese aprender a ensanchar el espacio de nuestro espíritu para que pueda obrar en nuestro corazón el Espíritu Santo. Ensanchar nuestro espíritu a veces nos puede dar miedo. Ensanchar el corazón para que Dios entre en él con toda tranquilidad, no significa otra cosa sino aprender a romper todos los muros que en nosotros no dejan entrar a Dios.
¿Realmente nuestro espíritu está ensanchado? ¿Mi vida de oración realmente es vida y es oración? ¿Realmente en la oración soy una persona que se esfuerza? ¿Consigo yo que mi oración sea un momento en el que Dios llena mi alma con su presencia o a veces con su ausencia? Dios puede llenar el corazón con su presencia y hacernos sentir que estamos en el noveno cielo; pero también puede llenarlo con su ausencia, aplicando purificación y exigencia a nuestro corazón.
Cuando Dios llega con su ausencia a mi corazón, cuando me deja totalmente desbaratado, ¿qué pasa?, ¿Ensancho el corazón o lo cierro? Cuando la ausencia de Dios en mi corazón es una constante —no me refiero a la ausencia que viene del sueño, de la distracción, de la pereza, de la inconstancia, sino a la auténtica ausencia de Dios: cuando el hombre no encuentra, no sabe por dónde está Dios en su alma, no sabe por dónde está llegando Dios, no lo ve, no lo siente, no lo palpa—, ¿abrimos el espíritu?, ¿Seguimos ensanchando el corazón sabiendo que ahí está Dios ausente, purificando mi alma? O cuando por el contrario, en la oración me encuentro lleno de gozo espiritual, ¿me quedo en el medio, en el instrumento, o aprendo a llegar a Dios?
Cuando nuestra vida es tribulación o es alegría, cuando nuestra vida es gozo o es pena, cuando nuestra vida está llena de problemas o es de lo más sencilla, ¿sé encontrar a Dios, sé seguirle la pista a ese Dios que va abriendo espacio en el corazón y por eso me preocupo de interiorizar en mi vida? Uno podría pensar: ¿Cuál es mi problema hoy? ¿Hasta qué punto en este problema —un hijo enfermo, una dificultad con mi pareja, algún problema de mi hijo—, he visto el plan de Dios sobre mi vida?
Tenemos que experimentar la gracia de esta convicción, hay que ensanchar el corazón abriéndolo totalmente a la acción transformadora del Señor. Sin embargo, nunca tenemos que olvidar, que contra esta acción transformadora de Dios nuestro Señor hay un enemigo: el pecado. El pecado que es lo contrario a la Santidad de Dios. Y para que nos demos cuenta de esta gravedad, San Pablo nos dice: “Dios mismo, a quien no conoció el pecado, lo hizo pecado por nosotros”. Pero, mientras no entremos en nuestro corazón, no nos daremos cuenta de lo grave que es el pecado.
Cuando yo miro un crucifijo, ¿me inquieta el hecho de que Cristo en la cruz ha sido hecho pecado por mí, de que la mayor consecuencia del pecado es Cristo en la cruz? ¿Me ha dicho Dios: quieres ver qué es el pecado? Mira a mi Hijo clavado en la Cruz.
Cuando uno piensa en el hambre en el mundo; o cuando uno piensa que en cada equis tiempo muere un niño en el mundo por falta de alimento y por otro lado estamos viendo la cantidad de alimento que se tira, preguntémonos: ¿No es un pecado contra la humanidad nuestro despilfarro? No el vivir bien, no el tener comodidades, sino la inconsciencia con la que manejamos los bienes materiales. ¿Nos damos cuenta de lo grave que es y lo culpable que podemos llegar a ser por la muerte de estos hermanos?
¿Me doy cuenta de que cada persona que no vive en gracia de Dios es un muerto moral? ¿No nos apuran la cantidad de muertos que caminan por las calles de nuestras ciudades? Tengo que preguntarme: ¿Me preocupa la condición moral de la gente que está a mi cargo? No es cuestión de meterse en la vida de los demás, pero sí preguntarme: ¿Soy justo a nivel justicia social? ¿Me permito todavía el crimen tan grave que es la crítica? ¿Me doy cuenta de que una crítica mía puede ser motivo de un gravísimo pecado de caridad por parte de otra persona?
Siempre que pensemos en el pecado, no olvidemos que la auténtica imagen, el auténtico rostro donde se condensa toda la justicia, todo desamor, todo odio, todo rencor, toda despreocupación por el hombre, es la cruz de nuestro Señor.
El abandono que Cristo quiere sufrir, el grito del Gólgota: “¿Por qué me has abandonado?” pone ante nuestros ojos la verdadera medida del pecado. En Cristo esta medida es evidente por la desmesurada inmensidad de su amor. El grito: “¿Por qué me has abandonado?” es la expresión definitiva de esta medida. El amor con el que me ha amado, el amor que ama hasta el fin. ¿He descubierto esto y lo he hecho motivo de vida; o sólo motivo de lágrimas el Viernes Santo? ¿Lo he hecho motivo de compromiso, o sólo motivo de reflexión de un encuentro con Cristo? ¿Mi vida en el amor de Dios se encierra en ese grito: ¿“Por qué me has abandonado”?, que es el amor que ama hasta el último despojamiento que puede tener un alma?
En esta Cuaresma es necesario volver al interior, descubrir la llamada de Dios a la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación cristiana en todas sus dimensiones. Y para lograrlo es necesario abrir primero nuestro espíritu a Dios y comprender la gravedad del pecado: del pecado de omisión, de indiferencia, de superficialidad, de ligereza. Es ineludible volver a la dimensión interior de nuestro espíritu, en definitiva, no ir caminando por la vida sin darnos cuenta que en nosotros hay un corazón que está esperando ensancharse con el amor de Dios.
El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.
El las Sagradas Escrituras el agua siempre ha sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia. Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación instituido por Cristo.
En el capítulo siete de Juan el agua se nos presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).
El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre llevaba allí treinta y ocho años.
Dos cosas nos llaman la atención sobre este pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4 se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).
Segundo, la respuesta del hombre ante esa pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era “sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no tengo a nadie…”
Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría. Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.
Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanados de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?
Cristo es un médico que hace las cosas al revés. Normalmente, cuando alguien está enfermo va en busca de un médico o de una cura. Si nos duele la cabeza vamos por una aspirina; si nos caemos, vamos a que nos enyesen la mano o el pie. Pero nunca viene la medicina ni el médico hacia nosotros.
Cristo le dijo al hombre del evangelio: ¿Quieres curarte? En esta Semana Santa Cristo, una vez más, sale a nuestro encuentro. Él sabe más que nosotros mismos de qué estamos enfermos, pero debemos aceptar nuestras enfermedades.
Dejarnos sumergir en el océano de la misericordia de Dios es la cura de nuestros males.
Pidámosle a María que nos siga acompañando en estos días previos a la Semana Santa.
«Jesús tenía autoridad porque se acercaba a la gente. Él “entendía” los problemas de la gente, entendía los dolores de la gente, entendía los pecados de la gente. Por ejemplo, Jesús
entendió bien que aquel paralítico en la piscina de Betsaida era un pecador y después de haberlo sanado, ¿qué le dijo? “No peques más”. Lo mismo dijo a la adúltera. El Señor podía decir estas
palabras porque era cercano, entendía, acogía, curaba y enseñaba con cercanía».
(Homilía del Papa Francisco, 9 de enero de 2018, en santa
Marta)
Cuaresma. 4ª semana. Martes
LUCHA PACIENTE CONTRA LOS DEFECTOS
— El paralítico de Betzatá. Constancia en la lucha y en los deseos de mejorar.
— Ser pacientes en la lucha interior. Volver al Señor cuantas veces sea necesario.
— Pacientes también con los demás. Contar con sus defectos. Pacientes y constantes en el apostolado.
I. El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta a un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo, y que espera su curación milagrosa de las aguas de la piscina de Betzatá. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano? El enfermo le habló con toda sencillez: Señor –le dice–, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado. Jesús le dice: levántate, toma tu camilla y echa a andar. El paralítico obedeció: Y al momento el hombre quedó sanado, tomó su camilla y echó a andar.
El Señor está siempre dispuesto a escucharnos y a darnos en cada situación aquello que necesitamos. Su bondad supera siempre nuestros cálculos; pero quiere nuestra correspondencia personal, nuestro deseo de salir de aquella situación, que no pactemos con los defectos o los errores, y que pongamos esfuerzo para superarlos. No podemos «conformarnos» nunca con deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados positivos.
La Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en nuestras disposiciones interiores mediante la conversión del corazón a Dios y las obras de penitencia, que preparan nuestra alma para recibir las gracias que el Señor quiere darnos.
Jesús nos pide perseverancia para luchar y recomenzar cuantas veces sea necesario, sabiendo que en la lucha está el amor. «No le pregunta el Señor al paralítico para saber –era superfluo–, sino para poner de manifiesto la paciencia de aquel hombre que, durante treinta y ocho años, sin cejar, insistió, esperando verse libre de su enfermedad».
Nuestro amor a Cristo se manifestará en la decisión y en el esfuerzo por arrancar lo antes posible el defecto dominante o por alcanzar aquella virtud que se presenta difícil de conseguir. Pero también se manifiesta en la paciencia que hemos de tener en la lucha interior: es posible que nos pida el Señor un período largo de lucha, quizá treinta y ocho años, para crecer en determinada virtud o para superar aquel aspecto negativo de nuestra vida anterior.
Un conocido autor espiritual señalaba la importancia de saber tener paciencia con los propios defectos: tener el arte de aprovechar nuestras faltas. No debemos sorprendernos –ni desconcertarnos– cuando, habiendo puesto todos los medios que razonablemente están a nuestro alcance, no terminamos de superar esa meta espiritual que nos habíamos propuesto. No debemos «acostumbrarnos», pero podemos aprovechar las faltas para crecer en humildad verdadera, en experiencia, en madurez de juicio...
Este hombre que nos presenta el Evangelio de la Misa fue constante durante treinta y ocho años, y podemos suponer que lo hubiera sido hasta el final de sus días. El premio a su constancia fue, ante todo, el encuentro con Jesús.
II. Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los preciosos frutos de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. «Hay que sufrir con paciencia –decía San Francisco de Sales– los retrasos en nuestra perfección, haciendo siempre lo que podamos por adelantar y con buen ánimo. Esperemos con paciencia, y en vez de inquietarnos por haber hecho tan poco en el pasado, procuremos con diligencia hacer más en lo porvenir».
Además, la adquisición de una virtud no se logra, de ordinario, con violentos esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad de la lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la gracia. «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos (...) con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso».
El alma de la constancia es el amor; solo por amor se puede ser paciente y luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable y sin remedio. No podemos ser como aquellos cristianos que, después de muchas batallas y peleas, «acabóseles el esfuerzo, faltóles el ánimo» cuando estaban ya «a dos pasos de la fuente del agua viva».
Ser paciente con uno mismo al desarraigar las malas tendencias y los defectos del carácter, significa a la vez huir del conformismo y aceptar el presentarse muchas veces delante del Señor como aquel siervo que no tenía con qué pagar, con humildad, pidiendo nuevas gracias. En nuestro caminar hacia el Señor, sufriremos abundantes derrotas; muchas de ellas no tendrán importancia; otras sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía más a Dios. Este dolor y arrepentimiento por nuestros pecados y deficiencias no son tristes, porque son dolor y lágrimas de amor. Es el pesar de no estar devolviendo tanto amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo mal por bien a quien tanto nos quiere.
III. Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de ejercitar esta virtud con quienes tratamos con mayor frecuencia, sobre todo si tenemos más obligación de ayudarles en su formación, en una enfermedad, etcétera. Hemos de contar con los defectos de quienes nos rodean. La comprensión y la fortaleza nos ayudarán a tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento más indicado. El esperar un poco de tiempo para corregir, dar una buena contestación, sonreír..., puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, que de otra forma permanecería cerrado, y les podremos ayudar mucho más, con mayor eficacia.
La impaciencia hace difícil la convivencia y también vuelve ineficaz la posible ayuda y la corrección. «Sigue sacando las mismas exhortaciones –nos recomienda San Juan Crisóstomo–, y nunca con pereza; actúa siempre con amabilidad y gracia. ¿No ves con qué cuidado los pintores unas veces borran sus trazos, otras los retocan, cuando tratan de reproducir un bello rostro? No te dejes ganar por los pintores. Porque si tanto cuidado ponen ellos en la pintura de una imagen corporal, con mayor razón nosotros, que tratamos de formar la imagen de un alma, no dejaremos piedra por mover a fin de sacarla perfecta».
Debemos ser particularmente constantes y pacientes en el apostolado. Las personas necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo momento da su gracia, perdona y anima a seguir adelante. Con nosotros tuvo y tiene esta paciencia sin límites, y nosotros debemos tenerla con los amigos que queremos llevar hasta el Señor, aunque en ocasiones parezca que no escuchan, que no se interesan por las cosas de Dios. No les abandonemos por eso. En estas ocasiones será necesario intensificar la oración y la mortificación, y también nuestra caridad y nuestra amistad sincera.
Ninguno de nuestros amigos, en ningún momento de su vida, debería dar al Señor la contestación de este hombre paralítico: «no tengo a nadie que me ayude». Porque «esto podrían asegurar, ¡desdichadamente!, muchos enfermos y paralíticos del espíritu, que pueden servir... y deben servir.
»Señor: que nunca me quede indiferente ante las almas», le pedimos nosotros.
Examinemos hoy en nuestra oración si nos preocupan las personas que nos acompañan en el camino de la vida; si nos preocupa su formación, o si, por el contrario, nos hemos ido acostumbrando a sus defectos como si fueran algo irremediable, y al mismo tiempo si somos pacientes.
Además, en esta Cuaresma nos viene bien recordar que con la mortificación podemos expiar también por los pecados de los demás y merecer de algún modo, para ellos, la gracia de la fe, de la conversión, de una mayor entrega a Dios.
En Jesucristo está el remedio de todos los males que aquejan a la humanidad. En Él todos pueden encontrar la salud y la vida. Es la fuente de las aguas que todo lo vivifican. Así nos lo dice el profeta Ezequiel en la lectura de la Misa: Estas aguas corren a la comarca de Levante, bajarán hasta el Arabá y desembocarán en el mar, el de las aguas pútridas, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida, y habrá peces en abundancia; al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente. Cristo convierte en vida lo que antes era muerte, y en virtud, la deficiencia y el error.