Mater Ecclesiae: «Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,26-27)
Queridos hermanos y hermanas:
La Iglesia debe servir siempre a los enfermos y a los que cuidan de ellos con renovado vigor, en fidelidad al mandato del Señor (cf. Lc 9,2-6; Mt 10,1-8; Mc 6,7-13), siguiendo el ejemplo muy elocuente de su Fundador y Maestro.
Este año, el tema de la Jornada del Enfermo se inspira en las palabras que Jesús, desde la cruz, dirige a su madre María y a Juan: «Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,26-27).
1. Estas palabras del Señor iluminan profundamente el misterio de la Cruz. Esta no representa una tragedia sin esperanza, sino que es el lugar donde Jesús muestra su gloria y deja sus últimas voluntades de amor, que se convierten en las reglas constitutivas de la comunidad cristiana y de la vida de todo discípulo.
En primer lugar, las palabras de Jesús son el origen de la vocación materna de María hacia la humanidad entera. Ella será la madre de los discípulos de su Hijo y cuidará de ellos y de su camino. Y sabemos que el cuidado materno de un hijo o de una hija incluye todos los aspectos de su educación, tanto los materiales como los espirituales.
El dolor indescriptible de la cruz traspasa el alma de María (cf. Lc 2,35), pero no la paraliza. Al contrario, como Madre del Señor comienza para ella un nuevo camino de entrega. En la cruz, Jesús se preocupa por la Iglesia y por la humanidad entera, y María está llamada a compartir esa misma preocupación. Los Hechos de los Apóstoles, al describir la gran efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, nos muestran que María comenzó su misión en la primera comunidad de la Iglesia. Una tarea que no se acaba nunca.
2. El discípulo Juan, el discípulo amado, representa a la Iglesia, pueblo mesiánico. Él debe reconocer a María como su propia madre. Y al reconocerla, está llamado a acogerla, a contemplar en ella el modelo del discipulado y también la vocación materna que Jesús le ha confiado, con las inquietudes y los planes que conlleva: la Madre que ama y genera a hijos capaces de amar según el mandato de Jesús. Por lo tanto, la vocación materna de María, la vocación de cuidar a sus hijos, se transmite a Juan y a toda la Iglesia. Toda la comunidad de los discípulos está involucrada en la vocación materna de María.
3. Juan, como discípulo que lo compartió todo con Jesús, sabe que el Maestro quiere conducir a todos los hombres al encuentro con el Padre. Nos enseña cómo Jesús encontró a muchas personas enfermas en el espíritu, porque estaban llenas de orgullo (cf. Jn8,31-39) y enfermas en el cuerpo (cf. Jn 5,6). A todas les dio misericordia y perdón, y a los enfermos también curación física, un signo de la vida abundante del Reino, donde se enjuga cada lágrima. Al igual que María, los discípulos están llamados a cuidar unos de otros, pero no exclusivamente. Saben que el corazón de Jesús está abierto a todos, sin excepción. Hay que proclamar el Evangelio del Reino a todos, y la caridad de los cristianos se ha de dirigir a todos los necesitados, simplemente porque son personas, hijos de Dios.
4. Esta vocación materna de la Iglesia hacia los necesitados y los enfermos se ha concretado, en su historia bimilenaria, en una rica serie de iniciativas en favor de los enfermos. Esta historia de dedicación no se debe olvidar. Continúa hoy en todo el mundo. En los países donde existen sistemas sanitarios públicos y adecuados, el trabajo de las congregaciones católicas, de las diócesis y de sus hospitales, además de proporcionar una atención médica de calidad, trata de poner a la persona humana en el centro del proceso terapéutico y de realizar la investigación científica en el respeto de la vida y de los valores morales cristianos. En los países donde los sistemas sanitarios son inadecuados o inexistentes, la Iglesia trabaja para ofrecer a la gente la mejor atención sanitaria posible, para eliminar la mortalidad infantil y erradicar algunas enfermedades generalizadas. En todas partes trata de cuidar, incluso cuando no puede sanar. La imagen de la Iglesia como un «hospital de campaña», que acoge a todos los heridos por la vida, es una realidad muy concreta, porque en algunas partes del mundo, sólo los hospitales de los misioneros y las diócesis brindan la atención necesaria a la población.
5. La memoria de la larga historia de servicio a los enfermos es motivo de alegría para la comunidad cristiana y especialmente para aquellos que realizan ese servicio en la actualidad. Sin embargo, hace falta mirar al pasado sobre todo para dejarse enriquecer por el mismo. De él debemos aprender: la generosidad hasta el sacrificio total de muchos fundadores de institutos al servicio de los enfermos; la creatividad, impulsada por la caridad, de muchas iniciativas emprendidas a lo largo de los siglos; el compromiso en la investigación científica, para proporcionar a los enfermos una atención innovadora y fiable. Este legado del pasado ayuda a proyectar bien el futuro. Por ejemplo, ayuda a preservar los hospitales católicos del riesgo del «empresarialismo», que en todo el mundo intenta que la atención médica caiga en el ámbito del mercado y termine descartando a los pobres.
La inteligencia organizacional y la caridad requieren más bien que se respete a la persona enferma en su dignidad y se la ponga siempre en el centro del proceso de la curación. Estas deben ser las orientaciones también de los cristianos que trabajan en las estructuras públicas y que, por su servicio, están llamados a dar un buen testimonio del Evangelio.
6. Jesús entregó a la Iglesia su poder de curar: «A los que crean, les acompañarán estos signos: […] impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos» (Mc 16,17-18). En los Hechos de los Apóstoles, leemos la descripción de las curaciones realizadas por Pedro (cf. Hch 3,4-8)y Pablo (cf. Hch 14,8-11). La tarea de la Iglesia, que sabe que debe mirar a los enfermos con la misma mirada llena de ternura y compasión que su Señor, responde a este don de Jesús. La pastoral de la salud sigue siendo, y siempre será, una misión necesaria y esencial que hay que vivir con renovado ímpetu tanto en las comunidades parroquiales como en los centros de atención más excelentes. No podemos olvidar la ternura y la perseverancia con las que muchas familias acompañan a sus hijos, padres y familiares, enfermos crónicos o discapacitados graves. La atención brindada en la familia es un testimonio extraordinario de amor por la persona humana que hay que respaldar con un reconocimiento adecuado y con unas políticas apropiadas. Por lo tanto, médicos y enfermeros, sacerdotes, consagrados y voluntarios, familiares y todos aquellos que se comprometen en el cuidado de los enfermos, participan en esta misión eclesial. Se trata de una responsabilidad compartida que enriquece el valor del servicio diario de cada uno.
7. A María, Madre de la ternura, queremos confiarle todos los enfermos en el cuerpo y en el espíritu, para que los sostenga en la esperanza. Le pedimos también que nos ayude a acoger a nuestros hermanos enfermos. La Iglesia sabe que necesita una gracia especial para estar a la altura de su servicio evangélico de atención a los enfermos. Por lo tanto, la oración a la Madre del Señor nos ve unidos en una súplica insistente, para que cada miembro de la Iglesia viva con amor la vocación al servicio de la vida y de la salud. La Virgen María interceda por esta XXVI Jornada Mundial del Enfermo, ayude a las personas enfermas a vivir su sufrimiento en comunión con el Señor Jesús y apoye a quienes cuidan de ellas. A todos, enfermos, agentes sanitarios y voluntarios, imparto de corazón la Bendición Apostólica.
Vaticano, 26 de noviembre de 2017.
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.
Francisco
El próximo 11 de febrero la Iglesia celebra la Jornada mundial del enfermo, en la Fiesta litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, por indicación de San Juan Pablo II hace ya 26 años. El tema central de la Campaña de este año: “Acompañar a la familia en la enfermedad”, con el lema bíblico «“Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 21).
Este lema nos acerca claramente a una realidad: Toda persona normalmente vive en una familia y, cuando cae enferma, es toda la familia la que se ve afectada profundamente, ve alterado el ritmo de su vida, con lo que unas optan por sacrificar parte de su vida social y profesional para acompañar al familiar enfermo; otras lo abandonan o soportan como una carga. En toda esta situación también ella necesita, por tanto, atención y apoyo. Descubrimos que la familia tiene un papel insustituible en la atención integral al enfermo que conviene conocer, valorar y fomentar. Porque la familia cristiana ha de ser, también en esta situación, la Iglesia doméstica que acoge, consuela y alivia al enfermo en el nombre del Señor.
Queremos ampliar nuestra mirada más allá del enfermo, a su entorno familiar, con sus necesidades y como recurso fundamental para cada enfermo. ¡Qué gran papel el de la familia! ¡Qué difícil a veces! Debemos reconocer y valorar siempre su entrega, su testimonio, pero también cuidarles pues muchas veces necesitan apoyo, cercanía, escucha y ayuda para vivir de manera más sana, humana y cristiana la enfermedad de su ser querido. Ellos son el rostro diario de la misericordia junto al enfermo. Así, el Papa, en su Mensaje para esta Jornada, nos pide que no nos olvidemos nunca del papel de la familia: “No podemos olvidar la ternura y la perseverancia con las que muchas familias acompañan a sus hijos, padres y familiares, enfermos crónicos o discapacitados graves. La atención brindada en la familia es un testimonio extraordinario de amor por la persona humana que hay que respaldar con un reconocimiento adecuado y con unas políticas apropiadas”.
A los agentes de pastoral de la salud (Obispos, sacerdotes, laicos, profesionales sanitarios o voluntarios) se nos dice también en el Mensaje de este año: “Por lo tanto, médicos y enfermeros, sacerdotes, consagrados y voluntarios, familiares y todos aquellos que se comprometen en el cuidado de los enfermos participan en esta misión eclesial. Se trata de una responsabilidad compartida que enriquece el valor del servicio diario de cada uno”. Sobre la Iglesia se afirma: “La Iglesia debe servir siempre a los enfermos y a los que cuidan de ellos con renovado vigor […] Jesús entregó a la Iglesia su poder de curar. La tarea de la Iglesia, que sabe que debe mirar a los enfermos con la misma mirada llena de ternura y compasión que su Señor, responde a este don de Jesús”. Y a las comunidades el Papa nos anima: “La pastoral de la salud sigue siendo, y siempre será, una misión necesaria y esencial que hay que vivir con renovado ímpetu tanto en las comunidades parroquiales como en los centros de atención más excelentes”.
Que acertemos entre todos, sacerdotes y laicos, profesionales sanitarios y voluntarios, hospitales y comunidades religiosas, residencias de ancianos y parroquias de nuestra Iglesia diocesana, a acompañar y escuchar, atender y apoyar, conocer y fomentar la pastoral de la salud en medio de nuestros ancianos, enfermos y sus familias.
Que esta celebración llegue a todos los hospitales, al corazón de todos los enfermos, a las residencias de ancianos y a todos los hogares donde hay personas encamadas, personas con enfermedades crónicas, en quienes se hace presente la carne doliente de Cristo. Me gustaría que esta celebración, como pueblo que somos, como Iglesia de Bizkaia tuviera como hermanos predilectos a los que sufren, de modo particular a nuestros hermanos enfermos. Me gustaría traer a esta celebración a los profesionales de la salud, a tantos voluntarios y a tantas personas que con sacrificio arropan con su corazón y su cariño a los enfermos, a quienes atienden con dulzura y ternura. Que no se diga de nosotros esa triple denuncia que en el Evangelio de hoy hace Jesús a los fariseos: ?Vosotros me honráis con los labios pero no con vuestras acciones?. Nosotros queremos honrar al Señor con la vida, sirviéndole en los más pobres, en los enfermos, en los necesitados. Jesús continúa diciendo a los fariseos: ?El culto que dais es un culto vacío?; formalismos que han perdido el alma y el corazón. Y hace una tercera denuncia: ?Habéis sustituido los preceptos de Dios por los preceptos humanos?. Habéis olvidado la ley de Dios que es amar a Dios y al prójimo; prójimo no es el que está al lado simplemente sino, como nos explica el Señor en la parábola del buen samaritano: ¿quién se hizo prójimo del hombre caído? Aquél que se acercó, se inclinó, se interesó, abrazó y acogió en su cabalgadura al enfermo. Por eso esta tarde tenemos que pedir al Señor que aleje de nosotros esa tentación de adorarle sólo con los labios, de tener un culto vacío, de cumplir únicamente preceptos humanos que no llegan a ningún sitio. Ojalá honremos al Señor con nuestra vida. Que nuestro culto sea expresión de amor, donde se haga presente el amor de Dios que se manifiesta en la Eucaristía y en su Palabra que nos hace hermanos, servidores los unos de los otros y que nuestra ley, nuestro precepto, sea el de la caridad, el del amor.
Celebramos este día del enfermo donde el Santo Padre nos ha ofrecido un lema tomado del libro de Job: ?Era yo los ojos del ciego, era yo del cojo los pies?. Es decir, me presento ante el otro como aquél que de algún modo me pertenece, con quien me une una fraternidad, una común filiación, de quien estoy llamado a hacerme cargo. El Papa comenta este texto desde la perspectiva que él llama "sabiduría del corazón". Un corazón que ve, que es capaz de ponerse en la piel del otro. Esto le lleva a compartir esta situación, a remediar. Como dice el Papa, tenemos que primerear, tenemos que hacernos cargo del otro, tenemos que involucrarnos, fructificar y festejar. Esta sabiduría del corazón no es un conocimiento teórico si no una actitud infundida por el Espíritu Santo en la mente y en el corazón de aquellos que se hacen sensibles al sufrimiento del otro y reconocen en el sufriente el rostro de Cristo: ?Tengo sed, dame de beber". La sabiduría del corazón nos lleva a servir al hermano. Las palabras de Job ponen en evidencia la dimensión de servicio a los necesitados de parte del hombre justo. Precisamente la talla moral, la anchura y profundidad de nuestro ser no se manifiesta tanto en los títulos, de lo que digan de nosotros, sino que se manifiesta en esta actitud de servicio. Acordémonos de esas palabras de San Juan de la Cruz: ?Al atardecer de la vida te examinarán del amor?. Lo que pesas, lo que vales, lo que eres es lo que has amado, por tanto, lo que ha servido. También lo dirá San Pablo: cuando estemos delante del Señor la fe habrá cesado, también la esperanza. Solo queda el amor. Todo lo demás, todos los títulos y honores se quedan en este lado. Ante Dios somos lo que amamos.
Por ello queremos dar testimonio no solamente con los labios sino con el servicio a los enfermos. ¡Cuántos de vosotros estáis junto a esa cruz que es la cama del enfermo! ¡Cuántos testimoniáis el servicio de amor dando de beber al Señor que nos pide nuestro corazón, nuestra mirada, nuestro tiempo, nuestro cariño! Es verdad que este servicio puede ser fatigoso, pesado. Pero Él viene en nuestra ayuda; Él nos sostiene con su gracia; Como Moisés que era sostenido con los brazos en cruz para ganar en la batalla, la batalla de la fatiga y del cansancio.
Es relativamente fácil servir por algunos días, hacer un periodo pequeño de voluntariado, pero no cabe duda que es heroico cuidar a un enfermo continuamente durante años; incluso cuando esa persona no es capaz de darse cuenta. Conoceréis y conozco muchos testimonios de personas que cuidan a enfermos encamados, muchas veces con la conciencia disminuida; con cuanto cariño y fidelidad al amor día tras día. Este es un camino precioso de santidad, de configurarse al Señor que es amor y servicio. La sabiduría del corazón que habla el Santo Padre es saber estar con el hermano que sufre.
Quizá nuestra sociedad concede poca importancia a lo más valioso. Lo más valioso que podemos ofrecer es el tiempo ¡Cuánto vale el tiempo! Y que poco lo damos. ¡Qué poca limosna de tiempo hacemos, de gratuidad! A veces andamos con prisas, con el tiempo tasado. Estar junto al enfermo es un tiempo justo, de eternidad. Es un tiempo de Dios porque es alabanza suya que nos conforma a su imagen que ha venido a dar su vida, su tiempo para nosotros. Un tiempo que traspasa toda la historia. No hay un tiempo que esté abstraído al amor de Dios, al amor de Cristo. Él se hace contemporáneo de todo hombre y mujer en todo el arco del tiempo y de la historia. La sabiduría del corazón es salir al encuentro, salir de nosotros, de nuestra comodidad. Muchas veces estamos apremiados por la prisa, por el hacer, el producir, y nos olvidamos de lo más precioso que es la gratuidad; hacernos cargo del otro. Es un tiempo que no tiene precio.
El Papa nos recuerda en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium la absoluta prioridad de salir hacia el otro como uno de los mandamientos principales, como una de las necesidades más importantes de los hombres y mujeres de hoy, que alguien les salga al encuentro. No creo que hay un lamento más penoso en el evangelio que aquel hombre que está junto a la piscina probática de Bethesda. Llevaba muchos años junto a la piscina y Jesús le pregunta: ¿Cómo es que no entras a la piscina? El hombre responde: -No tengo a nadie que me introduzca en ella... No tengo a nadie. Quizá puede ser ésta la queja de muchas personas hoy. Quizá con hijos, amigos... Pero en esa constancia diaria, en esa fidelidad diaria, muchas personas dicen en el fondo "no tengo a nadie". Ojalá no sea eso una queja para con nosotros si realmente queremos ser discípulos del Señor. Tenemos que decir: -Aquí estamos nosotros. Nadie debe sentirse solo.
Tienes a alguien que te acompaña a introducirte en esa piscina probática para que el Señor manifieste su misericordia contigo. Como nos dice el Santo Padre: ?La caridad necesita de tiempo para curar las heridas interiores, tiempo para abrazar soledades. La caridad verdadera es participación que no juzga, libre de aquella falsa humildad que busca aprobación y se complace del bien hecho. Cuando la enfermedad y la soledad predominan sobre nuestra vida de donación, la experiencia de dolor puede ser lugar privilegiado de transmisión de la gracia y fuente para lograr esta sabiduría del corazón?.
Pidamos hoy al Señor que nos haga servidores humildes y fieles de los enfermos, de las personas que están solas. Que sepan que no se les abandona, que no están solas abandonadas a su suerte. Concluyamos invocando a la Virgen María esta tarde, Virgen de Lourdes, con la oración que nos ofrece el papa Francisco. Nos unimos a él con toda la Iglesia invocando a María:
Oh María, sede de la sabiduría, intercede como Madre nuestra por todos los enfermos y los que se ocupan de ellos. Haz que desde el servicio al prójimo que sufre y a través de la misma experiencia del dolor podamos acoger y hacer crecer en nosotros la verdadera sabiduría del corazón. Amén.
Enséñame, ¡oh Madre del Señor!
* A callar si la caridad va a quedar dañada si hablo.
* A no hablar mal de nadie,
* A callar siempre que el hablar sólo traiga crítica destructiva, vergüenza o difamación del hermano.
* A llevarme unos cuantos secretos a la tumba.
* A callar cuando mi silencio sea una fraternal reprensión, una disconformidad con lo incorrecto, lo deshonesto o difamatorio que se está diciendo.
Enséñame:
* A callar lo negativo, lo malo, lo que avergüenza al hermano si hablando falto a la caridad y no defiendo la justicia o al inocente.
* El silencio de la aceptación interior sin rebelión interior y en la paz del corazón.
A callar, a sufrir, a amar y aceptar en el silencio que se confía en Dios.
Enséñame:
* A orar en lo escondido, a dar limosna en lo oculto, a vivir santamente en el decoro del silencio del corazón.
* A caminar entre silencios, aunque no a solas, sino acompañado del Señor y de los hermanos.
Que no olvide nunca que a Dios se va por el hermano. Enséñame a hacer silencio exterior, pero sobre todo, el silencio interior de pensamientos inútiles, ilusiones imaginarias, deseos irrealizables, preocupaciones y agobios excesivos.
Enséñame:
* A cultivar el silencio, fuente de inmensas energías y ambiente necesario para las más arriesgadas decisiones.
* El silencio para entenderme a mi.
* El silencio para poder escuchar y entender al hermano.
* El silencio, los desiertos, las pobladas soledades donde únicamente me puedo encontrar con Dios y “conocer a Dios”.
Enséñame, oh María, nuestra Señora de los silencios fecundos, un clima de silencio permanente, un silencio tal que me conduzca al monte santo de la contemplación.
Amén.
La voluntad de Dios es, con frecuencia, incomprensible para nosotros. Nosotros quisiéramos que el amor de Dios se manifestara en nuestra vida de una manera suave y pacífica. Deseamos que todo
nos salga bien y así se lo pedimos en nuestras oraciones. Pero… Dios ve las cosas desde una perspectiva de eternidad. Él ve lo que más nos conviene espiritualmente y no sólo materialmente.
Para Él lo más importante no es la salud física, sino nuestra santificación. Por eso, muchas veces, no podemos comprender que rompa nuestros planes humanos y se lleve a un ser querido, cuando
todavía es joven y lo necesitamos junto a nosotros; o que permita que nos roben todos nuestros ahorros, acumulados en toda una vida; o que nos muerda un perro o que tengamos que sufrir una
enfermedad muy dolorosa.
¿Por qué, preguntamos, si yo soy bueno? ¿Por qué Dios permite todo eso? Y podemos llegar a dudar de su bondad y de su cuidado vigilante sobre nosotros. En esos momentos difíciles, no faltan
quienes rechazan a Dios y dicen que Él no existe o no oye nuestra oración o simplemente que no se preocupa de nosotros. Y, entonces, buscamos al culpable de nuestras desgracias y sobre él
descargamos toda nuestra cólera y le guardamos rencor. De esta manera, nuestra existencia se vuelve triste y amargada, porque todos nuestros ideales se evaporaron y porque fracasamos en
nuestros proyectos humanos.
Dime, ¿crees que Dios existe? ¿Crees que Dios es bueno y te ama? ¿Por qué crees que eres tan poca cosa como para que no se cuide de ti? ¿Acaso crees que no tiene tiempo para ti? ¿Qué clase de
Dios crees que es? Él es un Dios omnipotente y omnipresente y Él vela sobre ti, porque eres su hijo querido.
Si crees realmente que es bueno y te ama, levanta tu cabeza y observa el mundo que te rodea. Todo lo que sucede es por tu bien. Disfruta de las pequeñas cosas de cada día: una mañana
tranquila, el sol, las nubes, los árboles, las flores, los pájaros. Ninguna de estas pequeñas cosas deben escapar de tu vista. Y, cuando acabe el día y vayas a dormir, observa la noche, eleva
los ojos al cielo, admira las estrellas y eleva una oración de agradecimiento por esos magníficos tesoros que ha derramado a lo largo del día para ti.
Dios es como el alfarero que va modelando el barro informe de tu vida y le da forma, de acuerdo a un plan previamente fijado. Déjate llevar por Él. No digas, como alguno, que tu vida está ya
escrita en las estrellas, como si no tuvieras ya nada que hacer. Dios tiene su plan para ti, pero para realizarlo, necesita de tu colaboración libre y consciente. Dios va construyendo tu
historia, a veces, con los trozos rotos de tus errores, pero todo lo reconduce hacia el bien. Agradece su amor por ti y su providencia amorosa sobre ti. Él nunca se cansa de amarte. ¿Te
cansarás tú de Él?
Si las cosas no te salen bien, a tu gusto, dite a ti mismo: Dios es mi Padre y tiene un plan mejor para mí. Yo no lo comprendo, pero lo comprenderé en la eternidad. Por eso, confiando en mi
Padre Dios, acepto su voluntad sobre mí.
Dios, como un Padre amoroso, no te pierde de vista y está siempre pendiente de ti y cuida de ti como una madre de su hijo pequeño. Por eso, debes vivir cada día bajo la mirada amorosa de tu
Padre Dios. Hacerlo todo bien, con alma, vida y corazón por amor a Él. Soportar con paciencia las dificultades de cada momento, como venidas de sus manos. No busques tanto quién es el
culpable de tus problemas o sufrimientos para echarle la culpa, rechazarlo de mala manera o gritarle sin compasión. Debes aceptar con calma lo que se presente en cada momento, aunque sea de
modo intempestivo y, por tanto, fastidioso, porque rompe tus planes. Busca, en cada momento, cómo puedes hacer el bien a todos los que se acerquen a ti. Y Dios estará contento de ver que,
permaneciendo atento a su mirada y sonriéndole, de vez en cuando, eres cómplice de su bondad para llevar alegría a todos los que te rodean.
Y ahora dile con amor:
Señor, haz de mí lo que creas mejor para mí. Si quieres que esté en tinieblas, bendito seas; y si quieres que esté en la luz, también bendito seas. Si te dignas consolarme, bendito seas; y si
me quieres dar tribulaciones, también seas bendito… Señor, de buena gana padeceré por Ti todo lo que desees para mí. Quiero recibir de tu mano, lo bueno y lo malo, lo dulce y lo amargo, lo
alegre y lo triste, y darte siempre gracias por todo. Porque con tal de no apartarme de Ti, nada podrá hacerme daño (Kempis, libro 3, 17).
Oración a la Divina Providencia
¿Qué me sucederá hoy, Dios mío? Lo ignoro. Lo único que sé es que nada me sucederá que no lo hayáis previsto, regulado y ordenado desde la eternidad. ¡Me basta esto, Dios mío, me basta esto!
Adoro vuestros eternos e imperecederos designios; me someto a ellos con toda mi alma por amor vuestro. Lo quiero todo, lo acepto todo, quiero haceros de todo un sacrificio. Uno este
sacrificio al de Jesús, mi Salvador, y os pido en su nombre y por sus méritos infinitos, la paciencia en mis penas y una perfecta resignación en todo lo que os plazca que suceda. Amén. (Beata
Isabel de Francia, siglo XIII).
Dios conoce tu AYER.
Confíale tu HOY.
Él cuidará de tu MAÑANA.
Oh divina providencia, Oh Dios del amor y de la misericordia, que recompensas a cuantos hacen de padre, de madre o de hermanos para los más necesitados, Oh Dios providente, Oh amor
providencial, que cuidas de cada uno de tus hijos con amor de Padre, dame la gracia de vivir siempre abandonado en los brazos de tu providencia amorosa, sabiendo que Tú cuidas de mí en cada
momento y que Tú velas por mí. Gracias, Dios amoroso y providente, porque en Cristo, tu Hijo, me has dado un ejemplo para que pueda confiar en Ti y dormir tranquilo en tus brazos divinos,
sabiendo que Tú cuidas de mi futuro y te preocupas de todos mis asuntos. Pongo en tus manos mi salud y mi trabajo, mi familia y mi futuro. Todo lo pongo en tus manos. Guíame como buen Padre y
dame paz y tranquilidad en todo momento. Amén.
Acto de confianza en Dios
Dios mío, estoy tan persuadido de que velas sobre todos los que en Ti esperan y de que nada puede faltar a quien de Ti aguarda toda las cosas, que he resuelto vivir en adelante sin cuidado
alguno, descargando sobre Ti todas mis inquietudes. Mas yo dormiré en paz y descansaré, porque Tú ¡Oh Señor! y sólo Tú, has asegurado mi esperanza.
Los hombres pueden despojarme de los bienes y de la reputación; las enfermedades pueden quitarme las fuerzas y los medios de servirte; yo mismo puedo perder tu gracia por el pecado; pero no
perderé mi confianza; la conservaré hasta el último instante de mi vida y serán inútiles todos los esfuerzos de los demonios del infierno para arrancármela. Dormiré y descansaré en paz.
Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de su vida, o sobre el rigor de su penitencia, o sobre el número de sus buenas obras, o sobre
el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor, sólo Tú, eres mi confianza. En Ti, Señor, he confiado y no seré defraudado para siempre. (San Claudio de la Colombière).
AMA, ADORA Y CONFÍA
No te inquietes por las dificultades de la vida,
por sus altibajos, por sus decepciones,
por su porvenir más o menos sombrío.
Quiere lo que Dios quiere.
Ofrécele, en medio de las inquietudes y dificultades,
el sacrificio de tu alma sencilla que, a pesar de todo,
acepta los designios de su providencia.
Piérdete confiado ciegamente en ese Dios,
que te quiere para sí.
Y que llega hasta ti, aunque jamás lo veas.
Piensa que estás en sus brazos, tanto más fuertemente abrazado,
cuanto más decaído y triste te encuentres.
Haz que brote, y conserva siempre en tu rostro,
una dulce sonrisa, para todos sin excepción,
y recuerda, cuando estés triste:
Ama, adora y confía.
Dios vela por ti y su Amor empapa tu vida.
Métete en el océano infinito de su divino amor.
Vuela como un pájaro por el cielo de su luz
y sonríe a la vida, porque Dios es tu Padre
y te AMA.
Fuente: Catholic.net
Si creemos que Dios es amor y nos ama con todo su infinito amor, la conclusión lógica es que podemos abandonarnos tranquilamente en sus manos, sabiendo que Él piensa en nosotros y nos cuida y
quiere lo mejor para nosotros. Abandonarse es fiarse de Dios. Es aceptar su voluntad en cada instante. Es no rebelarse contra sus planes sobre nosotros. Es dejarse llevar sin preguntar a
dónde ni porqué. Es entregarle la responsabilidad de la vida. Algo así como firmarle un cheque en blanco. Abandonarse significa estar en permanente actitud de escucha y de apertura a su
voluntad en cada momento. Es estar totalmente disponible a sus planes. Es dejarse perder en su Amor como una gotita de agua en el mar. Es creer hasta la audacia en su providencia amorosa. Por
eso, te pregunto: ¿Estás dispuesto a aceptar una enfermedad o cualquier otra desgracia humana sin rebelarte contra Él? Entonces, ¿por qué tienes miedo de abandonarte? ¿No te fías? ¿No estás
dispuesto a aceptar el sufrimiento? ¿Solamente quieres recibir bienes y alegrías?
Deja que Él piense por ti en lo que más te conviene. Déjalo actuar y confía en Él. Puedes estar seguro que será la mejor decisión de tu vida, porque Dios necesita tener las manos libres para
hacer de tu vida una obra de arte espiritual. Él te dice: Yo nunca te dejaré ni te abandonaré (Jos 1,5; Heb 13,5). Puedes estar seguro que Él nunca te va a fallar ni te va a engañar. Por eso,
acepta sus planes sobre ti. Entrégale la responsabilidad de tu vida. Vale la pena abandonarse en los brazos de un Dios tan bueno y misericordioso. Si así lo haces, verás maravillas en tu
vida.
Acuérdate de Abraham. Dios le dijo: Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te mostraré (Gén 12,1). Y Abraham dejó todas sus seguridades humanas
y se lanzó a una aventura desconocida, solamente confiando en Dios. Y Dios lo bendijo, dándole una descendencia numerosa. También bendijo a Moisés que aceptó ir a hablar con el faraón, a
pesar de ser tartamudo (Ex 4); y bendijo a Noé que obedeció a Dios al hacer el arca. Y Noé hizo en todo como Dios se lo mandó (Gén 6,22). Y Dios lo salvó a él y a su familia.
Abandónate en sus brazos como la hija de aquel cirujano que tenía miedo a operarse, pero confiando en su padre, se dejo operar. Vale la pena abandonarse sin condiciones. Y, en los momentos
difíciles, cuando todo parezca oscuro y no sientas la mano de Dios en tu vida, cuando parezca que se ha olvidado de ti, dite a ti mismo:
Mi Padre Dios me ama y cuida de mí. Él sabe todo lo que me pasa y conoce mis necesidades. Confío en Él, y sé que ya está tomando las medidas necesarias para ayudarme y solucionar mis
problemas.
La confianza es esencial en la vida humana. Si un hijo no tuviera confianza en su madre o una esposa en su esposo…, ¿cómo podrían vivir? Lo mismo pasa en la vida espiritual, si desconfiamos
de Dios, si le tenemos miedo, si creemos que si seguimos su voluntad nos va a llevar por caminos de sufrimiento, como si se gozara de hacernos sufrir…, nuestra vida espiritual será un ir
tirando. Nos faltarán las alas de la confianza para correr y volar por los caminos del espíritu.
Por ello, no te confundas ni te agites, pensando en tus problemas. Esfuérzate, pon de tu parte lo que puedas y después…, confía en Dios. Cierra los ojos y dile repetidamente: Jesús, yo te amo
y yo confío en Ti. Repítelo hasta el cansancio cuantas veces puedas, día y noche, mañana y tarde, y verás la diferencia.
Recuerda lo que Jesús le decía a la venerable Consolata Betrone: Tú piensa sólo en amarme. Yo pensaré en ti y en todas tus cosas hasta en los más mínimos detalles (31 de julio de 1936). La
confianza es la flor más hermosa del amor. Por eso, decía Jesús a una santa religiosa: Si me amas, confía en Mí; si quieres amarme más, confía más en Mí; si quieres amarme inmensamente,
confía inmensamente en Mí.
La beata Teresa de Calcuta decía: Jesús desea que pongamos toda nuestra confianza en Él. Yo le pido que haga de mí una santa, dejando en sus manos la elección de los medios que pueden
llevarme a ella.
Santa Faustina Kowalska dice sobre las grandes tinieblas espirituales que padecía: El pensamiento que más me atormentaba era el ser rechazada por Dios. Tenía estos pensamientos: ¿A qué
empeñarse en la virtud y en las buenas acciones? ¿Para qué, si soy rechazada por Dios? Y sólo Dios sabe lo que ocurría en mi corazón. En un momento, en que estaba terriblemente oprimida por
estos sufrimientos, entré en la capilla y dije, desde lo profundo de mi alma:
Jesús, haz de mí lo que Tú quieras. Te adoraré de todas maneras. Que se haga tu santa voluntad. Yo glorificaré tu infinita misericordia. Y, repentinamente, cesaron mis terribles tormentos y
vi a Jesús y me dijo: Yo estoy siempre en tu corazón.
Un gozo indecible inundó mi alma y la llenó de tanto amor de Dios que inflamó mi pobre corazón. Veo que Dios no permite nunca pruebas más allá de lo que podemos soportar… Un solo acto de
confianza, en esos momentos, da más gloria a Dios que muchas horas transcurridas en el gozo de las consolaciones .
Ciertamente, en los momentos de oscuridad, el sentir el rechazo de Dios turba al alma y el diablo aprovecha la oportunidad para inculcarle pensamientos de desaliento; pero, si el alma sigue
confiando, aunque se sienta condenada, está salvada. Lo único que la apartará de Dios será la desconfianza, la desesperación y la falta de fe. Como dice la Escritura en Prov 28,1: El que
confía en Dios es fuerte como un león .
La confianza en Dios es como una mina de oro de la que podemos sacar inmensas bendiciones para nuestra alma. Santa Teresita del Niño Jesús decía: ¡Qué dulce es el camino del amor! ¡Cómo deseo
guiarme con el más absoluto abandono a cumplir la voluntad de Dios! (MA f. 84) Mi camino es todo de confianza y de amor… Veo que basta reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en
los brazos de Dios (Carta 203). Este camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en los brazos de su padre (MB 1). El abandono es el fruto delicioso del amor (poesía 42).
¡Oh Jesús, cómo se alegra tu pajarillo de ser débil y pequeño! ¿Qué sería de él, si fuera grande? Nunca tendría la audacia de comparecer en tu presencia, de dormitar delante de ti... Oh
Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame que te diga que tu amor llega hasta la locura. ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia Ti? ¿Cómo habría
de tener límites mi confianza?... Si por un imposible, encontrases a un alma más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de favores mayores todavía, con tal que ella se
abandonara con entera confianza a tu misericordia infinita (MB f. 5).
Abandónate en Dios. No temas. Confía. Respira hondo. Respira su amor a través del aire que entra en tus pulmones, mira su bondad, reflejada en las bellezas de la naturaleza, en la sonrisa de
los niños o en las flores de los campos. Reacciona, piensa, confía y déjate llevar por Él sin condiciones. Él te dice: No tengas miedo, solamente confía en Mí (Mc 5,36). No tengas miedo,
porque yo estoy contigo (Is 41,10).
Y ahora dile con total confianza la oración de Charles de Foucauld:
Padre mío, me pongo en tus manos.
Haz de mí lo que Tú quieras
sea lo que sea te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo,
con tal de que tu voluntad se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma, te la doy
con todo el amor de que soy capaz.
Porque te amo y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una confianza infinita,
porque Tú eres mi Padre.
Ojalá que confíes en tu Padre Dios como aquella niñita que, antes de ser operada, hizo esta oración en el mismo quirófano: Jesús, mi querido pastor, bendice a tu corderita en este día y
guárdame sana hasta el día de mañana. Entonces, aquella niñita de siete años, sonrió y le dijo al cirujano: Estoy lista. Ahora no tengo miedo, porque Jesús cuidará de mí.
Fuente: Catholic.net
PERDER LA VIDA, TOMAR LA CRUZ,
SEGUIR LOS PASOS DE JESÚS,
AMAR CON SU FORMA DE AMAR,
PERDER LA VIDA PARA SER LUZ.
Darse por el que nadie amó, darse por el abandonado
que espera ver amanecer.
Prestar oído a su clamor, amar como un enamorado
a aquel que nadie quiere ver.
PERDER LA VIDA, TOMAR LA CRUZ,
SEGUIR LOS PASOS DE JESÚS,
AMAR CON SU FORMA DE AMAR,
PERDER LA VIDA PARA SER LUZ.
Gritar que Dios no está dormido y que está dándonos su fuerza,
que va sembrando libertad.
Gritar que el odio no ha vencido y la esperanza no está muerta,
y Dios invita a caminar.
PERDER LA VIDA, TOMAR LA CRUZ,
SEGUIR LOS PASOS DE JESÚS,
AMAR CON SU FORMA DE AMAR,
PERDER LA VIDA PARA SER LUZ.
Andar caminos aún no andados, saltar abismos y fronteras,
ir donde nadie quiere ir.
Darle la mano al que está solo y que ya todo lo ha perdido,
darle la fuerza de vivir.
PERDER LA VIDA, TOMAR LA CRUZ,
SEGUIR LOS PASOS DE JESÚS,
AMAR CON SU FORMA DE AMAR,
PERDER LA VIDA PARA SER LUZ.
Texto y Música: Teo Mertens
Adaptación: P. Alex Vigueras
Discos: Jubileo 2000, Canto y oración Vol. 1