“Muchos creyeron en Él”. Qué fuerza en la Palabra de Jesús, que cambia la vida de muchas personas, dos mil años después de su presencia entre nosotros. Y no solo la de los santos. También la de muchos que andan en búsqueda de una vida mejor.
Con sus palabras y con sus obras, Jesús va revelando su identidad más profunda. Poco a poco, va diciendo que es el Hijo de Dios. Con sus palabras y con sus obras, los “signos”, como los llama el Evangelio joaneo.
Pero el pueblo hebreo se muestra poco dispuesto a cambiar. Le pasa a Jesús lo que le pasaba a Moisés en la primera lectura. A pesar de todo lo que ha hecho Dios por su pueblo, siempre hay descontentos, que arrastran a muchos detrás de ellos. Y se produjo el castigo divino, con las serpientes.
Moisés tiene que salir en defensa del pueblo, para evitar su extinción. Y levantar una serpiente de bronce, para que no murieran muchos en el camino. El nuevo Moisés, Jesús, también será levantado. Y, desde lo alto de la cruz, con su sufrimiento y su muerte, nos da la salvación.
Muy pronto vamos a contemplar la cruz, el Viernes Santo. Mirándola, adorándola, podemos recordar que sus heridas nos han curado. Y que hasta ese punto amó Dios al mundo, hasta entregarnos a su Hijo. Contempla la cruz, cuando te sientas cansado. Cristo te mira desde lo alto, para mostrarte el camino.
No te
acostumbres al milagro que es Dios
Martes quinta semana
de Cuaresma. No pierdas la capacidad de apreciar lo que significa la presencia de Dios en tu vida.
La Cuaresma, como camino de conversión y de transformación, es al mismo tiempo, una exigencia de una firme decisión de frente a Dios nuestro Señor. La Cuaresma nos pone delante
lo que nosotros tenemos o podríamos elegir: con Dios o contra Él; junto a Él o separados de Él. Esta decisión no simplemente se convierte en una elección que hacemos, sino es una decisión que
tiene una serie de repercusiones en nuestra vida.
El ejemplo de la Serpiente de Bronce que nos pone el Libro de los Números, no es otra cosa sino una llamada de atención al hombre respecto a lo que significa
alejarse de Dios. Cuando el pueblo se aleja de Dios aparece el castigo de las serpientes venenosas. Dios, al mismo tiempo, les envía un remedio: la Serpiente de Bronce.
En ese mirar a la Serpiente de Bronce está encerrado el misterio de todo hombre, que tiene que terminar por elegir a Dios o por apartarse de Él. Está en nuestras
manos, es nuestra opción el hacer o no lo que Dios pide.
Esta misma situación es la que vivían los hebreos de cara a Dios en medio de las adversidades, en medio de las dificultades: los hebreos se encontraban en el
desierto y estaban hartos del milagro cotidiano del maná y de las dificultades que tenían, lo que hace que el pueblo murmure contra Dios. Algo semejante nos podría pasar también a nosotros: ser
un pueblo que se acostumbra al milagro cotidiano y acaba murmurando contra Dios, como les pasó a los judíos de la época de nuestro Señor: acostumbrados, se cegaron al milagro que era tener frente
a ellos, ni más ni menos, que a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
También nosotros podemos ser personas que acaban por acostumbrarse al milagro: El milagro «tan normal» de la vida de Dios en nosotros a través del Bautismo y a
través de la Eucaristía. El milagro «tan normal» del constante perdón de nuestro Señor a través de la confesión, a través de nuestro encuentro con Él. El milagro «tan normal» de la Providencia de
nuestro Señor que está constantemente ayudándonos, sosteniéndonos, robusteciendo nuestro corazón.
Y cuando uno se acostumbra al milagro, acaba murmurando, acaba quejándose, porque ha perdido ya la capacidad de apreciar lo que significa la presencia de Dios en su
vida. Ha perdido ya la capacidad de apreciar lo que puede llegar a indicar la transformación que Dios quiere para su vida.
La Cuaresma son cuarenta días en los cuales Dios nos llama a la conversión, a la transformación. Cada Evangelio, cada oración, cada Misa durante la Cuaresma no es
otra cosa sino un constante insistir de Dios en la necesidad que todos tenemos de convertirnos y de volvernos a Él. Sin embargo, pudiera ser que nos hubiésemos acostumbrado incluso a eso; como
quien se acostumbra a ser amado, como quien se acostumbra a ser consentido y se transforma en caprichoso en vez de agradecido, porque así es el corazón humano.
La constante llamada a la conversión, la constante invitación a la transformación interior —que es la Cuaresma—, nos puede hacer caprichosos, superficiales e
indiferentes con Dios, en lugar de hacernos agradecidos. Y, cuando se presenta el capricho, aparece la queja y la rebelión en contra de Dios, y aparece también la ceguera de la mente y la dureza
de la voluntad: “Ellos no comprendieron que les hablaba el Padre”. Los judíos habían llegado a cerrar su mente y endurecer su voluntad de tal manera que ya ni siquiera comprendían lo que
Jesucristo les estaba queriendo transmitir. ¡Qué tremendo es esto en el alma del hombre! ¡Qué efectos tan graves tiene!
Jesús, en el Evangelio de hoy, nos dice: “Si no creen que Yo soy, morirán en sus pecados”. En la vida no tenemos más que dos opciones: abrirnos a Dios en el modo en
el cual Él vaya llegando a nuestra vida, o morir en nuestros pecados. Es la diferencia que hay entre levantarse o quedarse tirado; entre estar constantemente superándose, siguiendo la llamada que
Dios nuestro Señor nos va haciendo de transformación personal, de cambio, de conversión, o vernos encerrados, encadenados cada vez más por nuestros pecados, debilidades y
miserias.
Preguntémonos: ¿Dónde encuentro dificultades para superarme? ¿En mi psicología, en mi afectividad, en mi temperamento, en mi amor, en mi vida de fe, en mi oración?
Muy posiblemente lo que me falta en esa situación no sea otra cosa sino la capacidad de poner a Dios nuestro Señor como centro de mi existencia. Creer que Cristo verdaderamente es Dios, creer que
Cristo verdaderamente va a romper esa cadena. Recordemos que Cristo necesita de nuestra fe para poder romper nuestras cadenas; Cristo necesita de nuestra voluntad abierta y de nuestra
inteligencia dispuesta a escuchar, para poder redimir nuestra alma; Cristo necesita nuestra libertad.
Quizá en esta Cuaresma podríamos haber seguido muchas tradiciones, hecho ayuno, vigilias, sacrificios y oraciones, pero a lo mejor, podríamos habernos olvidado de
abrir nuestra libertad plenamente a Dios. Podríamos habernos olvidado de abrir de par en par nuestro corazón a Dios para dejar que Él sea el que va guiándonos, el que nos va llevando y el que nos
libra —como dice el Evangelio— de morir en nuestros pecados. Es decir, el que nos libra de la muerte del alma, que es la peor de todas las muertes, producida no por otra cosa, sino por el
encadenarse sobre nosotros nuestras debilidades, miserias y carencias.
No hay otro camino, no hay otra opción: o rompemos con esas cadenas, creyendo en Cristo, o nuestra vida se ve cada vez más encerrada y enterrada. A veces podríamos
pensar que el egoísmo, el centrarnos en nosotros, el intentar conservarnos a nosotros mismos es una especie de liberación y de realización personal y la única salida de nuestros problemas; pero
nos damos cuenta que cuanto más se encierra uno en uno mismo, más se entierra y menos capacidad tiene de salir de uno mismo.
El Evangelio de hoy nos dice al final: “Después de decir estas palabras, muchos creyeron en Cristo”. Después de que Cristo habla de la presencia de Dios en su alma y
en su vida, la fe en los discípulos hace que ellos se adhieran a nuestro Señor. Vamos a preguntarnos también nosotros: ¿Cómo es mi fe de cara a Jesucristo? ¿Cómo es mi apertura de corazón de cara
a Jesucristo? ¿Cuál es auténticamente mi disponibilidad? ¿Soy alguien que busca echarse cadenas todos los días, que busca encerrarse en sí mismo, que no permite que Dios nuestro Señor toque
ciertas puertas de su vida?
No olvidemos que donde la puerta de nuestra vida se cierra a Dios, ahí quien reina es la muerte, no la superación; ahí quien reina es la oscuridad, no la luz. A cada
uno de nosotros nos corresponde el estar dispuestos a abrir cada una de las puertas que Dios nuestro Señor vaya tocando en nuestra existencia. Estamos terminando la Cuaresma, preguntémonos: ¿Qué
puertas tengo cerradas? ¿Qué puertas todavía no he abierto al Señor? ¿En qué aspectos de mi personalidad no he permitido al Señor entrar?
Ojalá que nuestro Señor, que viene a nuestro corazón en cada Eucaristía, sea la llave que abre algunas de esas puertas que podrían todavía estar cerradas. Es
cuestión de que nuestra libertad se abra y de que nuestra inteligencia nos ilumine para poder encontrar a Dios nuestro Señor; para poder librarnos de esa cadena que a veces somos nosotros mismos
y que impide el paso pleno de Dios por nuestra vida.
Se acerca la Pascua, que es el paso de Señor, el momento en el cual Dios pasa entre su pueblo para liberarlo de sus pecados, nuestras puertas deben estar abiertas.
Ojalá que el fruto de esta Cuaresma sea abrirnos verdaderamente a nuestro Señor con generosidad, con libertad, con la inteligencia que nos es necesaria para seguirlo sin ninguna duda y sin ningún
miedo, para que Él nos entregue la vida eterna que Él da a los que creen en Él.
P. Cipriano Sánchez LC
Muchas veces el Señor se retira a orar, quizá durante horas: por la mañana, muy de madrugada, salió fuera, a un lugar solitario, y allí hacía oración; pero otras veces se dirigía a su Padre Dios con la oración corta, amorosa, como una jaculatoria: Yo te glorifico Padre, Señor del cielo y de la tierra...; Padre, gracias te doy porque me has oído....
En otros momentos, el Evangelista nos muestra cómo Jesús se conmueve ante las peticiones de los que se le acercan. Son oraciones que también nos pueden servir a nosotros como jaculatorias: el leproso que dice: Señor, si quieres, puedes limpiarme...; y el ciego de Jericó: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí...; y el buen ladrón: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.... Jesús, conmovido por estas oraciones llenas de fe, no hace esperar.
En alguna ocasión, estas expresiones nos servirán para pedir perdón, como hizo el publicano que se marchó a su casa justificado: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador; o repetiremos con San Pedro, después de las negaciones: Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, a pesar de mis fallos. Otras, nos ayudarán a pedir más fe: Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; ¡Señor mío y Dios mío!, le dice Tomás, cuando Jesús se le aparece resucitado: es un acto formidable de fe y de entrega, que quizá nos enseñaron a repetir en el momento de hacer la genuflexión ante el Sagrario. Existen muchas jaculatorias y oraciones breves que podemos decir desde el fondo de nuestra alma, y que responden a necesidades o situaciones concretas por las que estamos pasando.
En muchos momentos, ni siquiera hace falta pronunciarlas. A veces basta una mirada, o una sola palabra, o un pensamiento un tanto deshilvanado, pero lleno de amor o de desagravio..., una petición que no aflora, pero que el Señor capta enseguida. Para un alma muy unida a Dios, las jaculatorias, los actos de amor, brotan, naturales, casi espontáneos, como un respirar sobrenatural que alimenta su unión con Dios. Y esto en medio de las ocupaciones más absorbentes, porque de todos espera esta vida de oración y de unión con Él.
Santa Teresa recuerda la huella que dejó en su vida una jaculatoria: «Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡Para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase, en esta niñez, impreso el camino de la verdad».
Siempre hay ocasión para decir una jaculatoria. La lectura del santo Evangelio, la oración misma, será en muchas ocasiones una fuente de jaculatorias que servirán de cauce para mostrar nuestro amor por Jesús y su Madre Santísima.
Al terminar nuestra oración le decimos, como los discípulos de Emaús: Mane nobiscum, Domine, quoniam advesperascit. Quédate con nosotros, Señor, porque cuando Tú no estás presente se nos hace de noche. Todo es oscuridad cuando Tú no estás. Y acudimos a la Virgen, a quien también sabemos dirigir esas jaculatorias y actos de amor: Dios te salve, María... bendita tú entre todas las mujeres.
Hoy es día propicio para mirar a Cristo crucificado. Jesús dialoga a fondo con los judíos, antes de padecer: se identifica con el Padre; eso escandaliza a los judíos porque son de
aquí abajo. "Si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados".
Jesús muestra el misterio de Dios en lo que enseña, en cómo vive, también en la cruz: "Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, reconoceréis que yo soy y que no hago nada por mi
propia cuenta" (Evangelio). Consecuencias:
Y en el horizonte tu Pascua, Señor, tu Victoria sobre el pecado y la muerte...todos los bautizados resucitaremos contigo en la Noche Santa.
En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este martes de la quinta semana de cuaresma (Jn 8,21-30), san Juan vuelve a poner en boca de Jesús la frase “yo soy”; el nombre que Dios le revela a Moisés en el pasaje de la zarza ardiendo, cuando al preguntarle su nombre Él le responde: “Así dirás a los Israelitas: Yo soy (יהוה – Yahvé) me ha enviado a vosotros” (Ex 3,14).
En el pasaje que contemplamos hoy, Jesús primeramente nos remite a la necesidad de creer en Él para salvarnos (Cfr. Mc 16,16): “…si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados”. Luego repite la frase para significar cómo en su “levantamiento” (su muerte y exaltación en la Cruz) es que se ha de revelar quién es Él y cuál es su verdadera misión: “Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy”. Este versículo guarda un paralelismo con la primera lectura (Núm 21,4-9), en la que muchos ven una prefiguración de la cruz y cómo por ella nos vendría la salvación.
La primera lectura nos relata cómo durante su camino a través del desierto (en la Biblia el desierto es siempre lugar de tentación y de prueba), el pueblo de Israel había comenzado a dudar de la Providencia de Dios, y a murmurar contra Él y contra Moisés: “¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo (refiriéndose al maná)”. Entonces aparecieron unas serpientes venenosas que ellos interpretaron como un castigo de Dios.
Tal como nos sucede a nosotros cuando nos hemos alejado de Dios y nos sentimos acosados por diversas circunstancias, los israelitas, al verse acosados por las serpientes venenosas, reconocieron su culpa y recurrieron a Moisés para que intercediera por ellos ante Yahvé. Como dice el refrán popular: “Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”.
Entonces Yahvé instruyó a Moisés construir una imagen de una serpiente venenosa y colocarla en un estandarte (la figura resultante sería similar a una cruz), para que todo el que hubiese sido mordido por una serpiente venenosa quedara sano al mirarla. ¿Quién curaba a los Israelitas, el poder de aquella serpiente de bronce? ¡Por supuesto que no! Los curaba el poder de Dios, cuya promesa ellos recordaban, y a quien invocaban al mirar la imagen. Recuerden este pasaje cuando alguien les acuse de “adorar imágenes”…
Del mismo modo, con el Yo soy de Jesús en el Evangelio de hoy, unido a la alusión a su “levantamiento”, Jesús nos exhorta a buscar la presencia salvadora de Dios en su persona, unida al sacrificio de la Cruz. En Jesús tenemos a Dios mismo que puede decir: “Yo soy entre ustedes”. De ese modo el nombre de Dios se convierte en una realidad. Ya no se trata de un Dios distante, terrible, cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar. Ahora Dios “es” entre nosotros (Cfr. Jn 1,14; Mt 28,20).
Al igual que los israelitas en el desierto eran sanados al mirar el estandarte con la serpiente, nosotros, los cristianos, somos sanados de nuestros pecados cuando fijamos nuestra vista en la Cruz, que nos remite al Crucificado, y al único y eterno sacrificio ofrecido de una vez y por todas para nuestra salvación. Si no lo has hecho aún, todavía estás a tiempo. ¡Reconcíliate! Para eso Jesús nos dejó el Sacramento
Cuaresma. 5ª semana. Martes
MIRAR A CRISTO. VIDA DE PIEDAD
— Los enemigos de la gracia. El remedio: mirar a Cristo.
— Tener presente al Señor en la entraña del mundo. «Industrias humanas».
— Vida de piedad. Jaculatorias.
I. Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí –dice el Señor–.
La Primera lectura de la Misa nos trae un pasaje del Libro de los Números en el que se narra cómo el pueblo de Israel comenzó a murmurar contra el Señor y contra Moisés, porque, aunque habían sido liberados y sacados de Egipto, estaban cansados de caminar hacia la tierra prometida. El Señor, como castigo, envió serpientes venenosas que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces, el pueblo acudió a Moisés reconociendo su pecado, y Moisés intercedió ante Dios para que les librara de las serpientes. El Señor le dijo: Haz una serpiente y colócala en un estandarte: los mordidos de serpiente quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un palo; cuando una serpiente mordía a uno, miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado.
Este pasaje del Antiguo Testamento, además de ser un relato histórico, es figura e imagen de lo que había de tener lugar más tarde con la llegada del Hijo de Dios. En la íntima conversación de Jesús con Nicodemo, hace el Señor una referencia directa a ese relato: Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él. Cristo en la Cruz es la salvación del género humano, el remedio para nuestros males. Fue voluntariamente al Calvario para que el que crea tenga vida eterna, para atraer todo hacia Él.
Las serpientes y el veneno que atacan en todas las épocas al pueblo de Dios, peregrino hacia la Tierra Prometida, el Cielo, son muy parecidos: egoísmo, sensualidad, confusión y errores en la doctrina, pereza, envidias, murmuraciones, calumnias... La gracia recibida en el Bautismo, llamada a su pleno desarrollo, está amenazada por los mismos enemigos de siempre. En todas las épocas se dejan notar las heridas del pecado de origen y de los pecados personales.
Los cristianos debemos buscar el remedio y el antídoto –como los israelitas mordidos por las serpientes del desierto– en el único lugar donde se encuentra: en Jesucristo y en su doctrina salvadora. No podemos dejar de mirarlo elevado sobre la tierra en la Cruz, si deseamos de verdad llegar a la Tierra Prometida, que está al final de este corto camino que es la vida. Y como no queremos llegar solos, procuraremos que otros muchos miren a Jesús, en quien está la salvación. Mirar a Jesús: poniendo ante nuestros ojos su Humanidad Santísima, contemplándole en los Misterios del Santo Rosario, en el Vía Crucis, en las escenas que nos narra el Evangelio, o en el Sagrario. Solo con una gran piedad seremos fuertes ante el acoso de un mundo que parece querer separarse más y más de Dios, arrastrando consigo a quien no se encuentre en tierra firme y segura.
No podemos apartar la vista del Señor, porque vemos los estragos que cada día hace el enemigo a nuestro alrededor. Y nadie está inmune por sí mismo. Vultum tuum, Domine, requiram: Buscaré tu rostro, Señor, deseo verte. Debemos buscar la fortaleza en el trato de amistad con Jesús, a través de la oración, de la presencia de Dios a lo largo de nuestra jornada y en la visita al Santísimo Sacramento. Además el Señor, Jesús, no es solo el remedio ante nuestra debilidad, sino que es también nuestro Amor.
II. El Señor quiere a los cristianos corrientes metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche. Jesús espera de nosotros que, además de mirarle y tratarle en los ratos dedicados expresamente a la oración, no nos olvidemos de Él mientras trabajamos, de la misma manera que no nos olvidamos de las personas que queremos ni de las cosas importantes de nuestra vida. Jesucristo es lo más importante de nuestro día. Por eso, cada uno de nosotros debe ser «alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios».
Con frecuencia, para tener a Jesús presente durante el día necesitaremos echar mano de esas «“industrias humanas”: jaculatorias, actos de amor y desagravio, comuniones espirituales, “miradas” a la imagen de Nuestra Señora», y algunos medios humanos que nos recuerden que ya ha pasado un tiempo (demasiado para el amor) en el que no hemos acudido a Nuestro Señor, a la Virgen, al Ángel Custodio...: siempre son cosas sencillas, pero de una eficacia grande. A todos no ocurre que cuando queremos acordarnos de algo durante el día ponemos los medios para que aquello no se nos olvide. Si ponemos el mismo interés en acordarnos del Señor, nuestro día se llenará de pequeños recordatorios, de pequeñas ideas que nos llevarán a tenerle presente.
El padre o la madre de familia lleva en el coche una fotografía de la familia para acordarse de ella mientras viaja. ¿Cómo no vamos a llevar una imagen de Nuestra Señora en la cartera o en el bolso, para que al mirarla le digamos: ¡Madre!, ¡Madre mía!? ¿Por qué no tener muy a mano un crucifijo que nos ayude a reparar, a besarlo discretamente, a mirarlo cuando el estudio o el trabajo se haga más costoso?
Esos recordatorios, los recursos para tener presencia de Dios, son innumerables, porque el amor es ingenioso; serán diversos para el médico que va a comenzar una operación, que para la madre de familia que a la misma hora, quizá, comienza a poner en orden la casa. Un día en el Cielo cada uno verá cómo el haber acudido al Ángel Custodio fue una gran ayuda en sus tareas. El conductor de un autobús tendrá sus «industrias humanas» (sabrá muy bien cuándo está más próximo a Jesús porque divisa ya los muros de aquella iglesia), y la costurera, prácticamente en el mismo sitio durante todo el día, tendrá las suyas. Todo hecho con espíritu deportivo y alegre, sin agobios, pero con amor: «Las jaculatorias no entorpecen la labor, como el latir del corazón no estorba el movimiento del cuerpo».
Poco a poco, si perseveramos, llegaremos a estar en la presencia de Dios como algo normal y natural. Aunque siempre tendremos que poner lucha y empeño.
III. Muchas veces el Señor se retira a orar, quizá durante horas: por la mañana, muy de madrugada, salió fuera, a un lugar solitario, y allí hacía oración; pero otras veces se dirigía a su Padre Dios con la oración corta, amorosa, como una jaculatoria: Yo te glorifico Padre, Señor del cielo y de la tierra...; Padre, gracias te doy porque me has oído....
En otros momentos, el Evangelista nos muestra cómo Jesús se conmueve ante las peticiones de los que se le acercan. Son oraciones que también nos pueden servir a nosotros como jaculatorias: el leproso que dice: Señor, si quieres, puedes limpiarme...; y el ciego de Jericó: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí...; y el buen ladrón: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.... Jesús, conmovido por estas oraciones llenas de fe, no hace esperar.
En alguna ocasión, estas expresiones nos servirán para pedir perdón, como hizo el publicano que se marchó a su casa justificado: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador; o repetiremos con San Pedro, después de las negaciones: Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, a pesar de mis fallos. Otras, nos ayudarán a pedir más fe: Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; ¡Señor mío y Dios mío!, le dice Tomás, cuando Jesús se le aparece resucitado: es un acto formidable de fe y de entrega, que quizá nos enseñaron a repetir en el momento de hacer la genuflexión ante el Sagrario. Existen muchas jaculatorias y oraciones breves que podemos decir desde el fondo de nuestra alma, y que responden a necesidades o situaciones concretas por las que estamos pasando.
En muchos momentos, ni siquiera hace falta pronunciarlas. A veces basta una mirada, o una sola palabra, o un pensamiento un tanto deshilvanado, pero lleno de amor o de desagravio..., una petición que no aflora, pero que el Señor capta enseguida. Para un alma muy unida a Dios, las jaculatorias, los actos de amor, brotan, naturales, casi espontáneos, como un respirar sobrenatural que alimenta su unión con Dios. Y esto en medio de las ocupaciones más absorbentes, porque de todos espera esta vida de oración y de unión con Él.
Santa Teresa recuerda la huella que dejó en su vida una jaculatoria: «Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡Para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase, en esta niñez, impreso el camino de la verdad».
Siempre hay ocasión para decir una jaculatoria. La lectura del santo Evangelio, la oración misma, será en muchas ocasiones una fuente de jaculatorias que servirán de cauce para mostrar nuestro amor por Jesús y su Madre Santísima.
Al terminar nuestra oración le decimos, como los discípulos de Emaús: Mane nobiscum, Domine, quoniam advesperascit. Quédate con nosotros, Señor, porque cuando Tú no estás presente se nos hace de noche. Todo es oscuridad cuando Tú no estás. Y acudimos a la Virgen, a quien también sabemos dirigir esas jaculatorias y actos de amor: Dios te salve, María... bendita tú entre todas las mujeres.