Son siete los dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
El don de la Sabiduría nos hace entrar en las profundidades de Dios. Por la naturaleza podemos ver a Dios, nos lleva a conocerlo y que se nos quede en la mente. La palabra sabiduría viene de verbo latino “Sapare”, que quiere decir saborear. Ya el salmista nos habla de ello: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”, nos hace saborearlo, no solo que lo entendamos, sino que lo degustemos.
El don de la inteligencia es la luz intelectual para entender las cosas de Dios, vamos entendiendo con la mente, lo vamos intelectualmente digiriendo. Nos hace entender y experimentar las palabras bonitas del evangelio y las palabras fuertes. Nos aclara que Dios es amor y lo que significa el perdón.
El don de consejo es para saber qué tenemos que hacer en nuestros momentos de miedo. Tenemos que desarrollarlo, pedirle al Espíritu Santo el don de consejo para saber con certeza lo que debemos hacer; sobre todo en circunstancias difíciles, en las que no bastan las luces de nuestra prudencia humana. Este don de consejo permite saber qué quiere Dios de nosotros. Muchas veces es difícil tomar decisiones y siempre andamos con inseguridades al actuar. Escucha el consejo.
El don de fortaleza. Por lo general no es que seamos malos, pero sí muy débiles. Queremos ser pacientes y nos domina la ira, queremos ser constantes, pero abandonamos lo emprendido, queremos ser cumplidos y a todos les fallamos. Queremos ser castos y no siempre lo logramos, queremos ser serviciales y somos egoístas. En fin, ¿quién no ha experimentado sus propias debilidades?
El don de la ciencia es la capacidad de descubrir a Dios a través de las circunstancias y de todo lo creado. Descubre nuestra pequeñez, nuestras limitaciones e inconstancias, nos libera de la fascinación que ejerce sobre nosotros el mundo, la carne y el orgullo, con su sed de poder, de fama y de riqueza. Nos revela que todo es vanidad de vanidades y que nada vale la pena. San Agustín buscó saciar su sed de felicidad en el mundo; pero al fin, iluminado por el don de ciencia, comenzó a buscarla en Dios.
El don de la piedad nos ayuda a intensificar la relación con Dios, hecha de agradecimiento, cariño, ternura, benevolencia y disponibilidad. Nos ayuda a ver con buenos ojos a todos los hijos de Dios.
Temor a Dios, tener miedo de nuestras debilidades y no poder corresponder al que nos ama.
Los siete dones del Espíritu Santo pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David. Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas las cosas, en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones.
Nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe.
Nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria, nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de los demás.
Nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda encontramos en nuestro caminar hacia Dios.
Nos lleva a juzgar con rectitud las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él.
Nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre.
Nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal que pueda contristar al Espíritu Santo, a temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir.
Son siete los dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
El don de la Sabiduría nos hace entrar en las profundidades de Dios. Por la naturaleza podemos ver a Dios, nos lleva a conocerlo y que se nos quede en la mente. La palabra sabiduría viene de verbo latino “Sapare”, que quiere decir saborear. Ya el salmista nos habla de ello: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”, nos hace saborearlo, no solo que lo entendamos, sino que lo degustemos.
El don de la inteligencia es la luz intelectual para entender las cosas de Dios, vamos entendiendo con la mente, lo vamos intelectualmente digiriendo. Nos hace entender y experimentar las palabras bonitas del evangelio y las palabras fuertes. Nos aclara que Dios es amor y lo que significa el perdón.
El don de consejo es para saber qué tenemos que hacer en nuestros momentos de miedo. Tenemos que desarrollarlo, pedirle al Espíritu Santo el don de consejo para saber con certeza lo que debemos hacer; sobre todo en circunstancias difíciles, en las que no bastan las luces de nuestra prudencia humana. Este don de consejo permite saber qué quiere Dios de nosotros. Muchas veces es difícil tomar decisiones y siempre andamos con inseguridades al actuar. Escucha el consejo.
El don de fortaleza. Por lo general no es que seamos malos, pero sí muy débiles. Queremos ser pacientes y nos domina la ira, queremos ser constantes, pero abandonamos lo emprendido, queremos ser cumplidos y a todos les fallamos. Queremos ser castos y no siempre lo logramos, queremos ser serviciales y somos egoístas. En fin, ¿quién no ha experimentado sus propias debilidades?
El don de la ciencia es la capacidad de descubrir a Dios a través de las circunstancias y de todo lo creado. Descubre nuestra pequeñez, nuestras limitaciones e inconstancias, nos libera de la fascinación que ejerce sobre nosotros el mundo, la carne y el orgullo, con su sed de poder, de fama y de riqueza. Nos revela que todo es vanidad de vanidades y que nada vale la pena. San Agustín buscó saciar su sed de felicidad en el mundo; pero al fin, iluminado por el don de ciencia, comenzó a buscarla en Dios.
El don de la piedad nos ayuda a intensificar la relación con Dios, hecha de agradecimiento, cariño, ternura, benevolencia y disponibilidad. Nos ayuda a ver con buenos ojos a todos los hijos de Dios.
Temor a Dios, tener miedo de nuestras debilidades y no poder corresponder al que nos ama.
El Don de Sabiduría
El don de sabiduría es un hábito sobrenatural, inseparable de la caridad, por el cual juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del Espíritu Santo, que nos las hace saborear por cierta connaturalidad y simpatía.
(Fuente: El Gran Desconocido, Royo Marín, B.A.C., P.P. 190)
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 09 de abril de 1989
La sabiduría “es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios… Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. … “Un cierto sabor de Dios” (Sto. Tomás), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive”
Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.
Ejemplo: “Cántico de las criaturas” de San Francisco de Asís… En todas estas almas se repiten las “grandes cosas” realizadas en María por el Espíritu. Ella, a quien la piedad tradicional venera como “Sedes Sapientiae”, nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.
Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz “que viene de lo Alto”; como lo han testificado tantas almas escogidas también en nuestros tiempos.
“La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza” Sb 7, 7-8.
Por la sabiduría juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del Espíritu Santo, que nos las hace saborear por cierta connaturlidad y simpatía. Es inseparable de la caridad.
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE SABIDURÍA
— Nos da un conocimiento amoroso de Dios, y de las personas y las cosas creadas en cuanto hacen referencia a Él. Está íntimamente unido a la virtud de la caridad.
— Mediante este don participamos de los mismos sentimientos de Jesucristo en relación a quienes nos rodean. Nos enseña a ver los acontecimientos dentro del plan providencial de Dios, que siempre se manifiesta como Padre nuestro.
— El don de sabiduría y la vida de contemplación en nuestra vida ordinaria.
I. Existe un conocimiento de Dios y de lo que a Él se refiere al que solo se llega con santidad. El Espíritu Santo, mediante el don de sabiduría, lo pone al alcance de las almas sencillas que aman al Señor: Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra –exclamó Jesús delante de unos niños–, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Es un saber que no se aprende en libros sino que es comunicado por Dios mismo al alma, iluminando y llenando de amor a un tiempo la mente y el corazón, el entendimiento y la voluntad. Mediante la luz que da el amor, el cristiano tiene un conocimiento más íntimo y gustoso de Dios y de sus misterios.
«Cuando tenemos en nuestra boca una fruta, apreciamos entonces su sabor mucho mejor que si leyéramos las descripciones que de ella hacen todos los tratados de Botánica. ¿Qué descripción podría ser comparable al sabor que experimentamos cuando probamos una fruta? Así, cuando estamos unidos a Dios y gustamos de Él por la íntima experiencia, esto nos hace conocer mucho mejor las cosas divinas que todas las descripciones que puedan hacer los eruditos y los libros de los hombres más sabios». Este conocimiento se experimenta de manera particular en el don de la sabiduría.
De manera semejante a como una madre conoce a su hijo a través del amor que le tiene, así el alma, mediante la caridad, llega a un conocimiento profundo de Dios que saca del amor su luz y su poder de penetración en los misterios. Es un don del Espíritu Santo porque es fruto de la caridad infundida por Él en el alma y nace de la participación de su sabiduría infinita. San Pablo oraba por los primeros cristianos, para que fuesen fortalecidos por la acción de su Espíritu (...), para que (...), arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento. Comprender, estando cimentados en el amor..., dice el Apóstol. Es un conocimiento profundo y amoroso.
Santo Tomás de Aquino enseña que el objeto de este don es Dios mismo y las cosas divinas, en primer lugar y de modo principal, pero también lo son las cosas de este mundo en cuanto se ordenan a Dios y de Él proceden.
A ningún conocimiento más alto de Dios podemos aspirar que a este saber gustoso, que enriquece y facilita nuestra oración y toda nuestra vida de servicio a Dios y a los hombres por Dios: La sabiduría –dice la Sagrada Escritura– vale más que las piedras preciosas, y cuanto hay de codiciable no puede comparársele. La preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza (...). Todo el oro ante ella es un grano de arena, y como el lodo es la plata ante ella. La amé más que a la salud y a la hermosura y antepuse a la luz su posesión, porque el resplandor que de ella brota es inextinguible. Todos los bienes me vinieron juntamente con ella (...), porque la sabiduría es quien los trae, pero yo ignoraba que fuese ella la madre de todos (...). Es para los hombres un tesoro inagotable, y los que de él se aprovechan se hacen partícipes de la amistad de Dios.
El don de sabiduría está íntimamente unido a la virtud teologal de la caridad, que da un especial conocimiento de Dios y de las personas, que dispone al alma para poseer «una cierta experiencia de la dulzura de Dios», en Sí mismo y en las cosas creadas, en cuanto se relacionan con Él.
Por estar este don tan hondamente ligado a la caridad, estaremos mejor dispuestos para que se manifieste en nosotros en la medida en que nos ejercitemos en esta virtud. Cada día son incontables las oportunidades que tenemos a nuestro alcance de ayudar y servir a los demás. Pensemos hoy en nuestra oración si son abundantes estos pequeños servicios, si realmente nos esforzamos por hacer la vida más amable a quienes están junto a nosotros.
II. «Entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida». Con la visión profunda que da al alma este don, el cristiano que sigue de cerca al Señor contempla la realidad creada con una mirada más alta, pues participa de algún modo de la visión que Dios tiene en Sí mismo de todo lo creado. Todo lo juzga con la claridad de este don.
Los demás son entonces una ocasión continua para ejercer la misericordia, para hacer un apostolado eficaz acercándolos al Señor. El cristiano comprende mejor la inmensa necesidad que tienen los hombres de que se les ayude en su caminar hacia Cristo. Se ve a los demás como a personas muy necesitadas de Dios, como Jesús las veía.
Los santos, iluminados por este don, han entendido en su verdadero sentido los sucesos de esta vida: los que consideramos como grandes e importantes y los de apariencia pequeña. Por eso, no llaman desgracia a la enfermedad, a las tribulaciones que han debido padecer, porque comprendieron que Dios bendice de muchas maneras, y frecuentemente con la Cruz; saben que todas las cosas, también lo humanamente inexplicable, coopera al bien de los que aman a Dios.
«Las inspiraciones del Espíritu Santo, a las que este don hace que seamos dóciles, nos aclaran poco a poco el orden admirable del plan providencial, aun y precisamente en aquellas cosas que antes nos dejaban desconcertados, en los casos dolorosos e imprevistos, permitidos por Dios en vista de un bien superior».
Las mociones de la gracia a través del don de sabiduría nos traen una gran paz, no solo para nosotros, sino también para el prójimo; nos ayudan a llevar la alegría allí donde vamos, y a encontrar esa palabra oportuna que ayuda a reconciliar a quienes están desunidos. Por eso a este don corresponde la bienaventuranza de los pacíficos, aquellos que, teniendo paz en sí mismos, pueden comunicarla a los demás. Esta paz, que el mundo no puede dar, es el resultado de ver los acontecimientos dentro del plan providente de Dios, que no se olvida en ningún momento de sus hijos.
III. El don de sabiduría nos da una fe amorosa, penetrante, una claridad y seguridad en el misterio inabarcable de Dios, que nunca pudimos sospechar. Puede ser en relación a la presencia y cercanía de Dios, o a la presencia real de Jesucristo en el Sagrario, que nos produce una felicidad inexplicable por encontrarnos delante de Dios. «Permanece allí, sin decir nada o simplemente repitiendo algunas palabras de amor, en contemplación profunda, con los ojos fijos en la Hostia Santa, sin cansarse de mirarle. Le parece que Jesús penetra por sus ojos hasta lo más profundo de ella misma...».
Lo ordinario, sin embargo, será que encontremos a Dios en la vida corriente, sin particulares manifestaciones, pero con la íntima seguridad de que nos contempla, que ve nuestros quehaceres, que nos mira como hijos suyos... En medio de nuestro trabajo, en la familia, el Espíritu Santo nos enseña, si somos fieles a sus gracias, que todo aquello es el medio normal que Dios ha puesto a nuestro alcance para servirle aquí y contemplarle luego por toda la eternidad.
En la medida en que vamos purificando nuestro corazón, entendemos mejor la verdadera realidad del mundo, de las personas (a quienes vemos como hijos de Dios) y de los acontecimientos, participando en la visión misma de Dios sobre lo creado, siempre según nuestra condición de creaturas.
El don de sabiduría ilumina nuestro entendimiento y enciende nuestra voluntad para poder descubrir a Dios en lo corriente de todos los días, en la santificación del trabajo, en el amor que ponemos por acabar con perfección la tarea, en el esfuerzo que supone estar siempre dispuestos a servir a los demás.
Esta acción amorosa del Espíritu Santo sobre nuestra vida solo será posible si cuidamos con esmero los tiempos que tenemos especialmente dedicados a Dios: la Santa Misa, los ratos de meditación personal, la Visita al Santísimo... Y esto en las temporadas normales y en las que tenemos un trabajo que parece superar nuestra capacidad de sacarlo adelante; cuando tenemos una devoción más fácil y sencilla y cuando llega la aridez; en los viajes, en el descanso, en la enfermedad... Y junto al cuidado de estos momentos más particularmente dedicados a Dios, no ha de faltarnos el interés para que en el trasfondo de nuestro día se encuentre siempre el Señor. Presencia de Dios alimentada con jaculatorias, acciones de gracias, petición de ayuda, actos de desagravio, pequeñas mortificaciones que nacen con ocasión de nuestra labor o que buscamos libremente...
«Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja, con el fin de que cada uno de nosotros pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno realizando los deberes personales, que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en el cumplimiento de las obligaciones de su estado, honre gozosamente al Señor»
Después de haber examinado la sabiduría, como el primero de los siete dones del Espíritu Santo, hoy quisiera llamar la atención sobre el segundo don, es decir, el intelecto. No se trata en este caso de la inteligencia humana, de la capacidad intelectual de la que podamos estar más o menos dotados. Es una gracia que solo el Espíritu Santo puede infundir y que suscita en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su diseño de salvación.
El apóstol Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, describe bien los efectos de este don. ¿Qué hace este don del intelecto en nosotros? Y Pablo dice esto: “Lo que el ojo no vio ni el oído oyó, ni entraron en el corazón del hombre, Dios las ha preparado para los que le aman. Pero a nosotros Dios nos las ha revelado por medio del Espíritu” (1 Cor 2, 9-10). Esto, obviamente no significa que un cristiano pueda comprender cada cosa y tener un conocimiento pleno del diseño de Dios: todo esto permanece a la espera de manifestarse con toda claridad cuando nos encontremos ante Dios y seamos verdaderamente una cosa sola con Él. Pero, como sugiere la misma palabra, el intelecto permite “intus legere”, es decir, leer dentro. Y este don nos hace entender las cosas como las entiende Dios, con la inteligencia de Dios. Porque uno puede entender una situación con la inteligencia humana, con prudencia y va bien, pero entender una situación en profundidad como la entiende Dios es el efecto de este don. Y Jesús ha querido enviarnos el Espíritu Santo para que nosotros entendamos este don, para que todos nosotros podamos entender las cosas como Dios las entiende, con la inteligencia de Dios. ¡Es un hermoso regalo el que Dios nos ha hecho a todos nosotros! Es el don con el que el Espíritu Santo nos introduce en la intimidad con Dios y nos hace partícipes del diseño de amor que Él tiene para nosotros.
Está claro que el don del intelecto está estrechamente conectado con la fe. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón e ilumina nuestra mente, nos hace crecer día tras día en la comprensión de lo que el Señor nos ha dicho y ha realizado. El mismo Jesús ha dicho a sus discípulos: “Os enviaré el Espíritu Santo y Él os hará entender todo lo que yo os he enseñado”. Entender las enseñanzas de Jesús, entender su palabra, entender el Evangelio, entender la Palabra de Dios. Uno puede leer el Evangelio y entender algo, pero si leemos el Evangelio con este don del Espíritu Santo podemos entender la profundidad de las palabras de Dios y esto es un gran don, un gran don que todos debemos pedir y pedir juntos: dános Señor el don del intelecto.
Hay un episodio en el evangelio de Lucas que expresa muy bien la profundidad y la fuerza de este don. Tras haber asistido a la muerte en cruz y a la sepultura de Jesús, dos de sus discípulos, desilusionados y afligidos, se van de Jerusalén y regresan a su pueblo de nombre Emaús. Mientras están en camino, Jesús resucitado se pone a su lado y empieza a hablar con ellos, pero sus ojos, velados por la tristeza y la desesperación, no son capaces de reconocerlo. Jesús camina con ellos, pero ellos estaban tan tristes y tan desesperados que no lo reconocen. Pero cuando el Señor les explica las Escrituras, para que comprendan que Él debía sufrir y morir para después resucitar, sus mentes se abren y en sus corazones vuelve a encenderse la esperanza (cfr Lc 24,13-27).
Y esto es lo que el Espíritu Santo hace con nosotros. Nos abre la mente, nos la abre para entender mejor, para entender mejor las cosas de Dios, las cosas humanas, las situaciones, todas las cosas. Es importante el don del intelecto para nuestra vida cristiana. Pidamos al Señor que nos dé, que nos dé a todos nosotros este don, para entender, como entiende Él, las cosas que suceden y para entender sobre todo la Palabra de Dios en el Evangelio ¡Gracias!
El Don de Entendimiento (Inteligencia)
El don de entendimiento es un hábito sobrenatural, infundido por Dios con la gracia santificante, por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, se hace apta para una penetrante intuición de las cosas reveladas y aun de las naturales en orden al fin último sobrenatural.
(Fuente: El Gran Desconocido, Royo Marín, B.A.C., P.P. 177)
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 16 de abril de 1989
La fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo, es también búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con ella concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.
La palabra “inteligencia” deriva del latín intus legere, que significa “leer dentro”, penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que “escruta las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10), comunica al creyente una chispa de capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?” (Lc 24, 32)
Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores que, como sucesores de los apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (cfr Jn 14, 26; 16, 13) y a los fieles que, gracias a la “unción” del Espíritu (cfr 1 Jn 2, 20 y 27) poseen un especial “sentido de la fe” (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.
Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro. “¡signos de los tiempos, signos de Dios!”.
Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo” (Secuencia de Pentecostés).
Invoquémoslo por intercesión de María Santísima, la Virgen de la Escucha, que a la luz del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios realizados en Ella por el Todopoderoso (cfr Lc 2, 19 y 51). La contemplación de las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Lc 1, 46 s).
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE ENTENDIMIENTO
— Mediante este don llegamos a tener un conocimiento más profundo de los misterios de la fe. Es necesario para la plenitud de la vida cristiana.
— Se concede a todos los cristianos, pero su desarrollo exige vivir en gracia y empeñarse en la santidad personal.
— Necesidad de purificar el alma. El don de entendimiento y la vida contemplativa.
I. Cada página de la Sagrada Escritura es una muestra de la solicitud con que Dios se inclina hacia nosotros para guiarnos hacia la santidad. El Señor se muestra en el Antiguo Testamento como la verdadera luz de Israel, sin la cual el pueblo se descamina y tropieza en la oscuridad. Los grandes personajes del Antiguo Testamento se vuelven una y otra vez hacia Yahvé para que les conduzca en las horas difíciles. Dame a conocer tus caminos, pide Moisés para guiar al pueblo hasta la Tierra prometida. Sin la enseñanza divina, se siente perdido. Y el rey David pide: Dame entendimiento para que guarde tu Ley y la cumpla de todo corazón.
Jesús promete el Espíritu de verdad, que tendrá la misión de iluminar a la Iglesia entera. Con el envío del Paráclito «completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino». Los mismos Apóstoles comprenderán más tarde el sentido de las palabras del Señor, que antes de Pentecostés se les presentaban oscuras. «Él es el alma de esta Iglesia –enseña Pablo VI–. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio».
El Paráclito nos conduce desde las primeras claridades de la fe a una «inteligencia más profunda de la revelación». Mediante el don de entendimiento o inteligencia al fiel cristiano le es dado un conocimiento más profundo de los misterios revelados. El Espíritu Santo ilumina la inteligencia con una luz poderosísima y le da a conocer con una claridad desconocida hasta entonces el sentido profundo de los misterios de la fe. «Conocemos ese misterio desde hace mucho tiempo; esa palabra la hemos oído y hasta la hemos meditado muchas veces; pero, en un momento dado, sacude nuestro espíritu de una manera nueva; parece como si nunca hasta entonces lo hubiésemos comprendido de verdad». Bajo este influjo, el alma tiene una mayor certeza de lo que cree, todo es más claro, y bajo esta luz que le hace conocer más hondamente las verdades sobrenaturales experimenta un gozo indescriptible, anticipo de la visión beatífica.
Gracias a este don –enseña Santo Tomás de Aquino–, «Dios es entrevisto aquí abajo»por la mirada purificada de quienes son dóciles a las mociones del Paráclito, aunque los misterios de la fe sigan envueltos en cierta oscuridad.
Para llegar a este conocimiento no bastan las luces ordinarias de la fe; es necesaria una especial efusión del Espíritu Santo, que recibimos en la medida de la correspondencia a la gracia, de la purificación del corazón y de los deseos de santidad. El don de entendimiento permite que el alma, con facilidad, participe de esa mirada de Dios que todo lo penetra, empuja a reverenciar la grandeza de Dios, a rendirle afecto filial, a juzgar adecuadamente de las cosas creadas... «Poco a poco, a medida que el amor va creciendo en el alma, la inteligencia del hombre resplandece más y más con la propia claridad de Dios»9, y nos da una gran familiaridad con los misterios escondidos de Dios.
En este día del Decenario al Espíritu Santo podríamos preguntarnos sobre el deseo de purificar nuestra alma, y si este deseo tiene, entre otras manifestaciones, el aprovechar muy bien las gracias de cada Confesión. Si acudimos a ella con la puntualidad que hayamos previsto, si preparamos con toda sinceridad el examen de conciencia, si pedimos al Paráclito ayuda para fomentar la contrición y un gran deseo de alejarnos de todo pecado y faltas deliberadas.
II. El Espíritu Santo, mediante el don de entendimiento, hace penetrar al alma, de muchas maneras, en las profundidades de los misterios revelados. De una forma sobrenatural, y por tanto gratuita, enseña en lo íntimo del corazón lo que encierran las verdades más profundas de la fe. «Como uno que sin haber aprendido ni trabajado nada para saber leer ni tampoco hubiese estudiado nada –explica Santa Teresa–, hallase que ya sabía toda la ciencia, sin saber cómo ni de dónde le había venido, pues nunca había trabajado ni para aprender el alfabeto. Esta comparación última enseña algo de este don celestial, porque el alma ve en un momento el misterio de la Santísima Trinidad y otras cosas muy elevadas con tal claridad, que no hay teólogo con quien no se atreviese a discutir estas verdades tan grandes».
El don de entendimiento lleva a captar el sentido más hondo de la Sagrada Escritura, la vida de la gracia, la presencia de Cristo en cada sacramento y, de una manera real y sustancial, en la Sagrada Eucaristía. Este don nos da como un instinto divino para aquello que de sobrenatural hay en el mundo. Ante la mirada del creyente iluminada por el Espíritu brota así todo un universo nuevo. Los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación, de la Redención, de la Iglesia se convierten en realidades extraordinariamente vivas y actuales que orientan toda la vida del cristiano, influyendo decisivamente en el trabajo, en la familia, en los amigos... Su influjo hace la oración más sencilla y profunda.
Quienes son dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, purifican su alma, mantienen la fe despierta, descubren a Dios a través de todas las cosas creadas y de los sucesos de la vida ordinaria. El que vive en la tibieza no percibe ya estas llamadas de la gracia, tiene embotada su alma para lo divino, y ha perdido el sentido de la fe, de sus exigencias y delicadezas.
El don de entendimiento lleva a contemplar a Dios en medio de las tareas ordinarias, en los acontecimientos, agradables o dolorosos, de la vida de cada uno. El camino para llegar a la plenitud de este don es la oración personal, en la que contemplamos las verdades de la fe, y la lucha, alegre y amorosa, por mantener la presencia de Dios durante el día fomentando los actos de contrición cuando nos hemos separado del Señor. No se trata de una ayuda sobrenatural extraordinaria que se concede exclusivamente a personas muy excepcionales, sino a todos aquellos que quieren ser fieles al Señor allí donde se encuentran, santificando sus alegrías y dolores, su trabajo y su descanso.
III. Para ir adelante en este camino de santidad es necesario fomentar el recogimiento interior (evitar andar con los sentidos despiertos, estar dispersos en las cosas, sin presencia de Dios...), la mortificación de los sentidos internos (la imaginación, los recuerdos y pensamientos inútiles...) y de los externos, esforzarse diariamente en la presencia de Dios, tomando ocasión de los sucesos y percances de cada día.
Es preciso purificar el corazón, pues solo los limpios de corazón tienen capacidad para ver a Dios. La impureza, el apegamiento a los bienes de la tierra, el conceder al cuerpo todos sus caprichos embotan el alma para las cosas de Dios. El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu. El hombre espiritual es el cristiano que lleva al Espíritu Santo en su alma en gracia, y tiene la mente y el pensamiento puestos en Cristo. Su vida limpia, sobria y mortificada es la mejor preparación para ser digna morada del Espíritu, que habitará en él con todos sus dones.
Cuando el Espíritu Santo encuentra un alma bien dispuesta, se va adueñando de ella, y la lleva por caminos de oración cada vez más profunda, hasta que «las palabras resultan pobres... y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto».
San Josemaría Escrivá describía el sendero de las almas, en las ocupaciones más normales de la vida y cualquiera que fuera su cultura, profesión, estado, etcétera, hasta llegar a la oración contemplativa. Para muchos, el camino parte de la consideración frecuente de la Humanidad Santísima del Señor, a quien se llega a través de la Virgen –pasando necesariamente por la Cruz–, y acaba en la Trinidad Santísima. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo, y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!».
Al terminar nuestra oración acudimos a la Virgen, que tuvo la plenitud de la fe y de los dones del Espíritu Santo, y le pedimos que nos enseñe a tratar y a amar al Paráclito en nuestra alma siempre, pero de modo particular en este Decenario, y que no nos quedemos a mitad del camino en ese sendero que conduce a la santidad, a la que hemos sido llamados.
'El Señor me aconseja, el Señor me habla internamente'. Es éste otro de los dones del Espíritu Santo, es el don del consejo.
Sabemos cuánto sea importante en los momentos más delicados, poder contar con el consejo de las personas sabias que nos quieren mucho. Ahora, a través del don del consejo, es Dios mismo con su Espíritu que ilumina nuestro corazón, de manera que podamos entender el modo justo de hablar, de comportarnos y el camino que debemos seguir.
Pero, ¿cómo actúa este don en nosotros? En el momento en que lo recibimos y hospedamos en nuestro corazón, el Espíritu Santo comienza enseguida a volver sensible su voz, a orientar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones, de acuerdo con el corazón de Dios. Y al mismo tiempo nos lleva siempre más a poner nuestra mirada interior en Jesús como el modelo de nuestro modo de actuar y relacionarse con Dios Padre y con los hermanos.
El consejo es entonces el don con el cual el Espíritu Santo vuelve capaz a nuestra conciencia de tomar una decisión concreta en comunión con Dios, según la lógica de Jesús y de su evangelio. De este modo el Espíritu crece interiormente, positivamente, en la comunidad. Y nos ayuda a no caer en el yugo del egoísmo y en el modo de ver las cosas. Así el Espíritu nos ayuda a crecer y también a vivir en comunidad.
La condición esencial para conservar este don es la oración. Pero siempre volvemos a lo mismo: la oración. Y es tan importante la oración, rezar; rezar las oraciones que conocemos desde niños, pero también rezar con nuestras palabras, rezarle al Señor: ¡ayúdame! ¿Señor qué debo hacer ahora? Y con la oración hacemos espacio para que el Espíritu venga y nos ayude en ese momento y nos aconseje sobre lo que nosotros debemos hacer.
La oración, nunca olvidarse de la oración, nunca. Nadie se da cuenta cuando nosotros rezamos en el autobús o en la calle, rezamos en silencio con el corazón, aprovechemos estos momentos para rezar. Rezar para que el Espíritu nos de este don del consejo.
En la intimidad con Dios y en el don de su palabra, poco a poco dejamos de lado nuestra lógica personal, dictada la mayoría de las veces por nuestro encerrarnos, por nuestros prejuicios y nuestras ambiciones. Aprendamos en cambio a pedirle al Señor '¿Cuál es tu deseo?', pedirle consejo al Señor. Y esto lo hacemos con la oración.
Y de esta manera madura en nosotros una sintonía profunda, casi natural con el Espíritu y se experimenta cuanto sean verdaderas las palabras de Jesús reportadas en el evangelio de Mateo: 'No se preocupen de qué o que cosa dirán. porque les será dado en esa hora lo que deberán decir. Porque de hecho no serán ustedes a hablar, pero es el Espíritu del Padre vuestro que hablará en vosotros'. Es el Espíritu que nos aconseja, pero nosotros nosotros debemos darle espacio al Espíritu para que nos aconseje. Dar espacio es rezar, rezar para que el venga y nos ayude siempre.
Y como todos los otros dones del Espíritu, el consejo constituye también un tesoro para toda la comunidad cristiana. El Señor no nos habla solamente en la intimidad del corazón, nos habla sí, pero no solamente allí, pero nos habla también a través del consejo y testimonio de los hermanos. Es verdaderamente un don grande poder encontrar a hombres y mujeres de fe que especialmente en los momentos más complicados e importantes de nuestra vida nos ayuden a hacer luz en nuestro corazón y a reconocer la voluntad del Señor.
Me acuerdo una vez que estaba en el confesionario con una fila larga adelante, era en el santuario de Luján, la diócesis de ese obispo que está allí. Estaba en la cola un muchachón, todo moderno, con aros, tatuajes y todo lo demás. Vino para decirme lo que le pasaba, era un problema grande difícil, ¿y tú que harías?. Y él me dijo: “Le he contado todo esto a mi madre y ella me dijo, 've a lo de la Virgen y ella te dirá lo que tienes que hacer'. Estaba allí una mujer que tenía el don del consejo. No sabía como salir del problema del hijo, pero le indicó el camino justo. Ve a lo de la Virgen y ella te dirá. Este es el don del consejo, dejar que el Espíritu hable. Y esa mujer humilde y simple le dio a su hijo el consejo más verdadero, porque este muchacho me dijo: 'Hablé con la Virgen y Ella me dijo, tienes que hacer esto, esto y esto'. Y yo no tuve necesidad de hablar. Todo lo hicieron la mamá, la Virgen, y el joven. Este es el don del consejo. Y ustedes mamás, que tienen ese don, pidan este don para sus hijos, el don de aconsejar a los hijos. Es un don de Dios
Queridos amigos, el salmo que hemos oído nos invita a rezar con estas palabras: 'Bendigo al Señor que me ha dado consejo. También de noche mi ánimo me instruye, yo pongo siempre delante de mi al Señor que está a mi derecha, no podré vacilar'.
Que el Espíritu pueda siempre infundir en nuestro corazón esta certeza y colmarnos así de su consolación y de su paz. Pidan siempre el don del Consejo. Gracias.
El Don de Consejo
El don de consejo es un hábito sobrenatural por el cual el alma en gracia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, intuye rectamente, en los casos particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural.
(Fuente: El Gran Desconocido, Royo Marín, B.A.C., P.P. 154)
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 07 de mayo de 1989
2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone.
Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se denomina (reconstrucción de las conciencias). Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos y positivos.
En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros, de todos nosotros para obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad la experiencia confirma que (los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas), según el Libro de la Sabiduría (9, 14).
3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cfr San Buenaventura, Collationes de septem don is Spiritus Sancti, VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el (ojo sano) del que habla el evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil.
El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña (cfr Mt 5-7).
Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas.
Pidámoslo por intercesión de aquella a quien saludamos en las Letanías como Mater Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.
Pascua. 7ª semana. Lunes
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE CONSEJO
— El don de consejo y la virtud de la prudencia.
— El don de consejo es una gran ayuda para mantener una conciencia recta.
— Los consejos de la dirección espiritual. Medios que facilitan la actividad de este don.
I. Son muchas las ocasiones de desviarnos del camino que conduce a Dios, muchos son los senderos equivocados que a menudo se presentan. Pero el Señor nos ha asegurado: Yo te haré saber y te enseñaré el camino que debes seguir; seré tu consejero y estarán mis ojos sobre ti. El Espíritu Santo es nuestro mejor Consejero, el más sabio Maestro, el mejor Guía. Cuando os entreguen –prometía el Señor a los Apóstoles refiriéndose a situaciones extremas en las que se encontrarían– no os preocupéis de cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre será el que hable por vosotros. Tendrían una especial asistencia del Paráclito, como la han tenido los cristianos fieles a lo largo de los siglos en circunstancias similares.
La conducta de tantos mártires cristianos prueba cómo se ha cumplido en la vida de los fieles aquella promesa que les hizo Jesús. Conmueve el comprobar la serenidad y la sabiduría de personas a veces de escasa cultura, incluso de niños, según ha quedado constancia en numerosos documentos. El Espíritu Santo, que nos asiste aun en las circunstancias de menos relieve, lo hará de una manera singular cuando debamos confesar nuestra fe en situaciones difíciles.
El Espíritu Santo, mediante el don de consejo, perfecciona los actos de la virtud de la prudencia, que se refiere a los medios que se deben emplear en cada situación. Con mucha frecuencia debemos tomar decisiones; unas veces en asuntos importantes, otras, en materias de escasa entidad. En todas ellas, de alguna manera, tenemos comprometida nuestra santidad. Dios concede el don de consejo a las almas dóciles a la acción del Espíritu Santo, para decidir con rectitud y rapidez. Es como un instinto divino para acertar en el camino que más conviene para la gloria de Dios. De la misma manera que la prudencia abarca todo el campo de nuestro actuar, el Espíritu Santo, por el don de consejo, es Luz y Principio permanente de nuestras acciones. El Paráclito inspira la elección de los medios para llevar a cabo la voluntad de Dios en todos nuestros quehaceres. Nos lleva por los caminos de la caridad, de la paz, de la alegría, del sacrificio, del cumplimiento del deber, de la fidelidad en lo pequeño. Nos insinúa el camino en cada circunstancia.
La vida interior de cada uno es el primer campo donde este don ejerce su acción. Ahí, en el alma en gracia, actúa el Paráclito de una manera callada, suave y fuerte a la vez. «Es tan hábil para enseñar este sapientísimo Maestro, que es lo más admirable ver su modo de enseñar. Todo es dulzura, todo es cariño, todo bondad, todo prudencia, todo discreción». De estas «enseñanzas» y de esta luz en el alma vienen esos impulsos, las llamadas a ser mejores, a corresponder más y mejor. De aquí vienen esas resoluciones firmes, como instintivas, que cambian una vida o son el origen de una mejora eficaz en las relaciones con Dios, en el trabajo, en el actuar concreto de cada día.
Para dejarnos aconsejar y dirigir por el Paráclito debemos desear ser por entero de Dios, sin poner conscientemente límites a la acción de la gracia; buscar a Dios por ser Quien es, infinitamente digno de ser amado, sin esperar otras compensaciones, tanto en los momentos en que todo se presenta más fácil como en situaciones de aridez. «A Dios hay que buscarle, servirle y amarle desinteresadamente; ni por ser virtuoso, ni por adquirir la santidad, ni por la gracia, ni por el Cielo, ni por la dicha de poseerle, sino solo por amarle; y cuando nos ofrece gracias y dones, decirle que no, que no queremos más que amor para amarle; y si nos llega a decir pídeme cuanto quieras, nada, nada le debemos pedir; solo amor y más amor, para amarle y más amarle». Y con el amor a Dios llega todo lo que puede saciar el corazón del hombre.
II. El don de consejo supone haber puesto los demás medios para actuar con prudencia: recabar los datos necesarios, prever las posibles consecuencias de nuestras acciones, echar mano de la experiencia en casos análogos, pedir consejo oportuno cuando el asunto lo requiera... Es la prudencia natural, que resulta esclarecida por la gracia. Sobre ella actúa este don; es el que hace más rápida y segura la elección de los medios, la respuesta oportuna, el camino que debemos seguir. Existen casos en los que no es posible aplazar la decisión, porque las circunstancias requieren una respuesta segura e inmediata, como la que dio el Señor a los fariseos que le preguntaban con mala fe si era lícito o no pagar el tributo al César. El Señor pidió una moneda con que se pagaba el tributo, y les preguntó: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: del César. Entonces les dijo: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Al oírlo se quedaron admirados y dejándole se marcharon5.
El don de consejo es de gran ayuda para mantener una conciencia recta, sin deformaciones, pues, si somos dóciles a esas luces y consejos con que el Espíritu Santo ilumina nuestra conciencia, el alma no se evade ni autojustifica ante las faltas y los pecados, sino que reacciona con la contrición, con un mayor dolor por haber ofendido a Dios. Este don ilumina con claridad el alma fiel a Dios para no aplicar equivocadamente las normas morales, para no dejarse llevar por los respetos humanos, por criterios del ambiente o de la moda, sino según el querer de Dios. El Paráclito advierte, por sí o por otros, acerca de la senda recta y señala los caminos a seguir, quizá distintos de los que sugiere el «espíritu del mundo». Quien deja de aplicar las normas morales, importantes o menos importantes, a su conducta concreta es porque prefiere hacer su antojo antes que cumplir la voluntad de Dios.
Ser dóciles a las luces y mociones interiores que el Espíritu Santo inspira en nuestro corazón de ningún modo excluye «el que se consulte a los demás, ni el que se escuchen humildemente las directrices de la Iglesia. Al contrario, los santos se han mostrado siempre presurosos a someterse a sus superiores, con el convencimiento de que la obediencia es el camino real, el más rápido y seguro, hacia la santidad más alta. El Espíritu Santo inspira Él mismo esta filial sumisión a los legítimos representantes de la Iglesia de Cristo: Quien a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha a mí me desecha (Lc 10, 16)».
III. Este don de consejo es particularmente necesario a quienes tienen la misión de orientar y guiar a otras almas. Santo Tomás enseña que «todo buen consejo acerca de la salvación de los hombres viene del Espíritu Santo»7. Los consejos de la dirección espiritual –por los que tantas veces y de modo tan claro nos habla el Espíritu Santo– debemos recibirlos con la alegría de quien descubre una vez más el camino, con agradecimiento a Dios y a quien hace sus veces, y con el propósito eficaz de llevarlos a la práctica. En ocasiones estos consejos tienen particulares resonancias en el alma de quien las recibe, promovidas directamente por el Espíritu Santo.
El don de consejo es necesario para la vida diaria, tanto para los propios asuntos como para aconsejar a nuestros amigos en su vida espiritual y humana. Este don corresponde a la bienaventuranza de los misericordiosos, pues «hay que ser misericordiosos para saber dar discretamente un consejo saludable a quienes de él tienen necesidad; un consejo provechoso, que lejos de desalentarles les anime con fuerza y suavidad al mismo tiempo».
Hoy pedimos al Espíritu Santo que nos conceda ser dóciles a sus inspiraciones, pues el mayor obstáculo para que el don de consejo arraigue en nuestra alma es el apegamiento al juicio propio, el no saber ceder, la falta de humildad y la precipitación en el obrar. Facilitaremos la acción de este don, si nos acostumbramos a llevar a la oración las decisiones importantes de nuestra vida: «no tomes una decisión sin detenerte a considerar el asunto delante de Dios»; si procuramos despegarnos del propio criterio: «no desaproveches la ocasión de rendir tu propio juicio», aconseja San Josemaría Escrivá; si somos completamente sinceros a la hora de pedir un consejo en la dirección espiritual, o a la hora de hacer una consulta moral en algún asunto que nos afecta muy directamente: de ética profesional, o para valorar si Dios pide más generosidad para formar una familia numerosa... Si somos humildes, si reconocemos nuestras limitaciones, sentiremos la necesidad, en determinadas circunstancias, de acudir a un consejero. Entonces no acudiremos a uno cualquiera, «sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado y recto (...). En nuestra vida encontramos compañeros ponderados, que son objetivos, que no se apasionan inclinando la balanza hacia el lado que les conviene. De esas personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud».
El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Si procuramos seguir al Señor cada día de nuestra vida, no nos faltará la luz del Espíritu Santo en todas las circunstancias. Si tenemos rectitud de intención, no permitirá Él que caigamos en el error. Nuestra Madre del Buen Consejo nos conseguirá las gracias necesarias, si acudimos a Ella con la humildad del que sabe que por sí solo tropezará y tomará frecuentemente sendas equivocadas.
Hoy pensemos a lo que hace el Señor, Él viene a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial, el don de la fortaleza.
Hay una parábola contada por Jesús que nos ayuda a entender la importancia de este don. Un sembrador no logra plantar todas las semillas que arroja, pero estas fructifican. Lo que cae en el camino es comido por los pájaros, lo que cae en el terreno pedregoso y en medio a las zarzas germina pero rápidamente se seca por el sol o es sofocado por las espinas. Solamente lo que termina en el terreno bueno puede crecer y dar fruto.
Como el mismo Jesús le explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su palabra. La semilla, entretanto, muchas veces se encuentra con la aridez de nuestro corazón, y mismo cuando es recibido corre el riesgo de quedar estéril. Con el don de la fortaleza en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera del topor, de las incertezas y de todos los temores que pueden frenarlo, de manera que la palabra del Señor sea puesta en práctica de una manera auténtica y gozosa. Es una verdadera ayuda este don de la fortaleza, nos da fuerza y nos libera de tantos impedimentos.
Existen también, esto sucede, momentos difíciles y situaciones extremas durante las cuales el don de la Fortaleza se manifiesta de manera ejemplar y extraordinaria. Es el caso de aquellos que deben enfrentar experiencias particularmente duras y dolorosas que descompaginan sus vidas y las de sus seres queridos. La Iglesia resplandece con el testimonio de tantos hermanos y hermanas que no dudaron en dar su propia vida para ser fieles al Señor y a su evangelio. También hoy no faltan cristianos que en tantos lugares del mundo siguen celebrando y dando testimonio de su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten también a pesar de que saben les puede comportar un precio más alto.
También nosotros, todos nosotros conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, tantos dolores, pensemos a esos hombres y mujeres que llevan una vida difícil, luchan para llevar adelante la familia, para educar a sus hijos. Esto lo hacen porque está el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos y cuántos hombres y mujeres, no sabemos los nombres, pero que honoran a nuestro pueblo y a la Iglesia, porque son fuertes, fuertes en llevar adelante a su familia, su trabajo, su fe. Y estos hermanos y hermanas son santos en los cotidiano, santos escondidos en medio de nosotros, tienen el don de la fortaleza para llevar adelante su deber de personas, de padres, madres de hermanos, de hermanas, de ciudadanos.
Son tantos, agradezcamos al Señor por estos cristianos que tiene una santidad escondida, que tienen el Espíritu dentro que los lleva adelante. Y nos hará bien acordarnos de estas personas: ¿Si ellos pueden hacerlo, por qué yo no?, y pedirle al Señor que nos dé el don de la fortaleza.
No pensemos que el don de la fortaleza sea necesario solamente en algunas ocasiones o situaciones particulares. Este don tiene que constituir el cuadro de fondo de nuestro ser cristiano, en nuestra vida ordinaria cotidiana. Todos los días de nuestra vida cotidiana tenemos que ser fuertes, necesitamos esta fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia y nuestra fe.
Pablo, el apóstol, dijo una frase que nos hará bien escucharla: “Puedo todo en Áquel que me da la fuerza”. Cuando estamos en la vida ordinaria y vienen las dificultades acordémonos de esto: “Todo puedo en Áquel que me da la fuerza”.
El Señor nos da siempre las fuerzas, no nos faltan. El Señor no nos prueba más de lo que podemos soportar. Él está siempre con nosotros, “todo puedo en Áquel que me da la fuerza”.
Queridos amigos, a veces podemos sufrir la tentación de dejarnos tomar por la pereza, o peor, por el desaliento, especialmente delante de las fatigas y de las pruebas de la vida. En estos casos no nos desanimemos, sino que invoquemos al Espíritu Santo, para que con el don de la fortaleza pueda aliviar a nuestro corazón y comunicar una nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguir a Jesús.
El Don de Fortaleza
El don de fortaleza es un hábito sobrenatural que robustece al alma para practicar, por instinto del Espíritu Santo, toda clase de virtudes heroicas con invencible confianza en superar los mayores peligros o dificultades que puedan surgir.
(Fuente: El Gran Desconocido, Royo Marín, B.A.C., P.P. 128)
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 14 de mayo de 1989
1. En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre el ejerce el ambiente circundante.
2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.
Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.
3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní (la debilidad de la carne). (cfr Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: (Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte)
(2 Cor 12, 10).
4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu!
Pidamos a María, a la que ahora saludamos como Regina Caeli, nos obtenga el don de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE FORTALEZA
— El Espíritu Santo proporciona al alma la fortaleza necesaria para vencer los obstáculos y practicar las virtudes.
— El Señor espera de nosotros el heroísmo en lo pequeño, en el cumplimiento diario de los propios deberes.
— Fortaleza en nuestra vida ordinaria. Medios para facilitar la acción de este don.
I. La historia del pueblo de Israel manifiesta la continua protección de Dios. La misión de quienes habrían de guiarlo y protegerlo hasta llegar a la Tierra Prometida superaba con mucho sus fuerzas y sus posibilidades. Cuando Moisés le expone al Señor su incapacidad para presentarse ante el Faraón y liberar de Egipto a los israelitas, el Señor le dice: Yo estaré contigo. Este mismo auxilio divino se garantiza a los Profetas y a todos aquellos que reciben especiales encargos. En los cánticos de acción de gracias reconocen siempre que solo por la fortaleza que han recibido de lo Alto han podido llevar a cabo su tarea. Los salmos no cesan de exaltar la fuerza protectora de Dios: Yahvé es la Roca de Israel, su fortaleza y su seguridad.
El Señor promete a los Apóstoles –columnas de la Iglesia– que serán revestidos por el Espíritu Santo de la fuerza de lo alto. El Paráclito mismo asistirá a la Iglesia y a cada uno de sus miembros hasta el fin de los siglos. La virtud sobrenatural de la fortaleza, la ayuda específica de Dios, es imprescindible al cristiano para luchar y vencer contra los obstáculos que cada día se le presentan en su pelea interior por amar cada día más al Señor y cumplir sus deberes. Y esta virtud es perfeccionada por el don de fortaleza, que hace prontos y fáciles los actos correspondientes.
En la medida en que vamos purificando nuestras almas y somos dóciles a la acción de la gracia, cada uno puede decir, como San Pablo: todo lo puedo en Aquel que me conforta. Bajo la acción del Espíritu Santo, el cristiano se siente capaz de las acciones más difíciles y de soportar las pruebas más duras por amor a Dios. El alma, movida por este don, no pone la confianza en sus propios esfuerzos, pues nadie mejor que ella, si es humilde, tiene conciencia de su propia endeblez y de su incapacidad para llevar a cabo la tarea de su santificación y la misión que el Señor le encarga en esta vida; pero oye, de modo particular en los momentos más difíciles, que el Señor le dice: Yo estaré contigo. Entonces se atreve a decir: si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (...). ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Acaso la tribulación, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el riesgo, o la persecución, o el cuchillo? (...). Pero en medio de todas estas cosas triunfamos por virtud de Aquel que nos amó. Por lo que estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni otra ninguna criatura, podrá jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en Jesucristo Nuestro Señor. Es este un grito de fortaleza y de optimismo que se apoya en Dios.
Si dejamos que el Paráclito tome posesión de nuestra vida, nuestra seguridad no tendrá límites. Comprendemos entonces de una manera más profunda que el Señor escoge lo débil, lo que a los ojos del mundo no tiene nobleza ni poder (...), para que nadie pueda gloriarse ante Dios, y que no pide a sus hijos más que la buena voluntad de poner todo lo que está de su parte, para llevar Él a cabo maravillas de gracia y de misericordia. Nada parece entonces demasiado difícil, porque todo lo esperamos de Dios, y no ponemos la confianza de modo absoluto en ninguno de los medios humanos que habremos de utilizar, sino en la gracia del Señor. El espíritu de fortaleza proporciona al alma una energía renovada ante los obstáculos, internos o externos, y para practicar las virtudes en el propio ambiente y en los propios quehaceres.
II. La Tradición asocia el don de fortaleza al hambre y sed de justicia. «El vivo deseo de servir a Dios a pesar de todas las dificultades es justamente esa hambre que el Señor suscita en nosotros. Él la hace nacer y la escucha, según le fue dicho a Daniel: Y Yo vengo para instruirte, porque tú eres un varón de deseos (Dan 9, 23)». Este don produce en el alma dócil al Espíritu Santo un afán siempre creciente de santidad, que no mengua ante los obstáculos y dificultades. Santo Tomás dice que debemos anhelar esta santidad de tal manera que «nunca nos sintamos satisfechos en esta vida, como nunca se siente satisfecho el avaro».
El ejemplo de los santos nos impulsa a crecer más y más en la fidelidad a Dios en medio de nuestras obligaciones, amándole más cuanto mayores sean las dificultades por las que pasemos, dándole más firmeza a nuestro afán de santidad, sin dejar que tome cuerpo el desánimo ante la posible falta de medios en el apostolado, o al experimentar quizá que no avanzamos, al menos aparentemente, en las metas de mejora que nos habíamos propuesto. Como dejó escrito Santa Teresa: «importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (a la santidad), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo».
La virtud de la fortaleza, perfeccionada por el don del Espíritu Santo, nos permite superar los obstáculos que, de una manera u otra, vamos a encontrar en el camino de la santidad, pero no suprime la flaqueza propia de la naturaleza humana, el temor al peligro, el miedo al dolor, a la fatiga. El fuerte puede tener miedo, pero lo supera gracias al amor. Precisamente porque ama, el cristiano es capaz de enfrentarse a los mayores riesgos, aunque la propia sensibilidad sienta repugnancia no solo en el comienzo, sino a lo largo de todo el tiempo que dure la prueba o el conseguir lo que ama. La fortaleza no evita siempre los desfallecimientos propios de toda naturaleza creada.
Esta virtud lleva hasta dar la vida voluntariamente en testimonio de la fe, si el Señor así lo pide. El martirio es el acto supremo de la fortaleza, y Dios lo ha pedido a muchos fieles a lo largo de la historia de la Iglesia. Los mártires han sido –y son– la corona de la Iglesia, y una prueba más de su origen divino y santidad. Cada cristiano debe estar dispuesto a dar la vida por Cristo si las circunstancias lo exigieran. El Espíritu Santo daría entonces las fuerzas y la valentía para afrontar esta prueba suprema. Lo ordinario será, sin embargo, que espere de nosotros el heroísmo en lo pequeño, en el cumplimiento diario de los propios deberes.
Cada día tenemos necesidad del don de fortaleza, porque cada día debemos ejercitar esta virtud para vencer los propios caprichos, el egoísmo y la comodidad. Deberemos ser firmes ante un ambiente que en muchas ocasiones se presentará contrario a la doctrina de Jesucristo, para vencer los respetos humanos, para dar un testimonio sencillo pero elocuente del Señor, como hicieron los Apóstoles.
III. Debemos pedir frecuentemente el don de fortaleza para vencer la resistencia a cumplir los deberes que cuestan, para enfrentarnos a los obstáculos normales de toda existencia, para llevar con paciencia la enfermedad cuando llegue, para perseverar en el quehacer diario, para ser constantes en el apostolado, para sobrellevar la adversidad con serenidad y espíritu sobrenatural. Debemos pedir este don para tener esa fortaleza interior que nos facilita el olvido de nosotros mismos y andar más pendientes de quienes están a nuestro lado, para mortificar el deseo de llamar la atención, para servir a los demás sin que apenas lo noten, para vencer la impaciencia, para no dar muchas vueltas a los propios problemas y dificultades, para no quejarnos ante la dificultad o el malestar, para mortificar la imaginación rechazando los pensamientos inútiles... Necesitamos fortaleza en el apostolado para hablar de Dios sin miedo, para comportarnos siempre de modo cristiano aunque choque con un ambiente paganizado, para hacer la corrección fraterna cuando sea preciso... Fortaleza para cumplir eficazmente nuestros deberes: prestando una ayuda incondicional a quienes dependen de nosotros, exigiendo de forma amable y con la firmeza que cada caso requiera... El don de fortaleza se convierte así en el gran recurso contra la tibieza, que lleva a la dejadez y al aburguesamiento.
El don de fortaleza encuentra en las dificultades unas condiciones excepcionales para crecer y afianzarse, si en estas situaciones sabemos estar junto al Señor. «Los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras que externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro».
Este don se obtiene siendo humildes –aceptando la propia flaqueza– y acudiendo al Señor en la oración y en los sacramentos.
El sacramento de la Confirmación nos fortaleció para que lucháramos como milites Christi, como soldados de Cristo. La Comunión –«alimento para ser fuertes»– restaura nuestras energías; el sacramento de la Penitencia nos fortalece contra el pecado y las tentaciones. En la Unción de los enfermos, el Señor da ayuda a los suyos para la última batalla, aquella en la que se decide la eternidad para siempre.
El Espíritu Santo es un Maestro dulce y sabio, pero también exigente, porque no da sus dones si no estamos dispuestos a pasar por la Cruz y a corresponder a sus gracias.
Hoy queremos detenernos sobre un don del Espíritu Santo que tantas veces es entendido mal o considerado de manera superficial, y que en cambio toca el corazón de nuestra identidad y de nuestra vida cristiana: se trata del don de la piedad.
Es necesario aclarar enseguida que este don no se identifica con tener compasión de alguien, o tener piedad del prójimo, pero indica nuestra pertenencia a Dios y nuestra relación profunda con Él, una relación que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en comunión con Él, también en los momentos más difíciles y complicados.
Esta relación con el Señor no se debe entender como un deber o una imposición, es una relación que viene desde adentro.
Se trata en de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos la dona Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo y de alegría. Por este motivo, el don de la piedad despierta en nosotros sobre todo la gratitud y la alabanza.
Este es de hecho el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos calienta el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad, por lo tanto es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de aquella capacidad de rezarle con amor y simplicidad que es propio de las personas humildes de corazón.
Si el don de la piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos ayuda a derramar este amor también sobre los otros y a reconocerlos como hermanos. Y entonces sí, que seremos movidos por sentimientos no de 'piadosidad' -no de falsa piedad- hacia quienes tenemos a nuestro lado y a quienes encontramos cada día.
Y digo no de 'piadosidad', porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos poner cara de imagencita, hacer teatro de ser como un santo, como lo dice un refrán en piamontés:(...)
Seremos capaces de alegrarnos con quien está en la alegría, de llorar con quien llora, de estar cerca de quien está solo y angustiado, de corregir a quien está en el error, de consolar a quien está afligido, de acoger y socorrer a quien está en la necesidad.
Hay una relación entre el don de la piedad y la mitezza, el don de la piedad que nos da el Espíritu Santo, hace mansos.
Queridos amigos, en la carta a los Romanos el apóstol Pablo afirma: “Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para caer en el miedo, pero han recibido el Espíritu que les vuelve hijos adoptivos, por medio de quien gritamos: “¡Abbá, Padre!”.
Pidamos al Señor que el don de su Espíritu puede vencer nuestro temor y nuestras incertezas, y también a nuestro espíritu inquieto e impaciente. Y pueda volvernos testimonios alegres de Dios y de su amor. Adorando al señor en la verdad y en el servicio al prójimo, con la mansedumbre que el Espíritu Santo nos da en la alegría.
El Don de Piedad
El don de piedad es un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante para excitar en nuestra voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios, considerado como Padre, y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos.
(Fuente: El Gran Desconocido, Royo Marín, B.A.C., P.P. 142)
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28 de mayo de 1989
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante éste, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: (Envió Dios a su Hijo…, para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo…) (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).
2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera partícipe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano (piadoso) siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de María, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías Lauretanas saluda como Vas insignae devotionis, nos enseñe a adorar a Dios (en espíritu y en verdad) (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la (Salve Regina): (¡… 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!).
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE PIEDAD
— Este don tiene como efecto propio el sentido de la filiación divina. Nos mueve a tratar a Dios con la ternura y el afecto de un buen hijo hacia su padre.
— Confianza filial en la oración. El don de piedad y la caridad.
— El espíritu de piedad hacia la Virgen Santísima, los santos, las almas del Purgatorio y nuestros padres. El respeto hacia las realidades creadas.
I. El sentido de la filiación divina, efecto del don de piedad, nos mueve a tratar a Dios con la ternura y el cariño de un buen hijo con su padre, y a los demás hombres como a hermanos que pertenecen a la misma familia.
El Antiguo Testamento manifiesta este don de múltiples formas, particularmente en la oración que constantemente el Pueblo elegido dirige a Dios: alabanza y petición; sentimientos de adoración ante la infinita grandeza divina; confidencias íntimas, en las que expone con toda sencillez al Padre celestial las alegrías y angustias, la esperanza... De modo particular encontramos en los salmos todos los sentimientos que embargan el alma en su trato confiado con el Señor.
Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo nos enseñó el tono adecuado en el que debemos dirigirnos a Dios. Cuando oréis habéis de decir: Padre.... En todas las circunstancias de la vida debemos dirigirnos a Dios con esta filial confianza: Padre, Abba... En diversos lugares del Nuevo Testamento el Espíritu Santo ha querido dejarnos esta palabra aramea: abba, que era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos se dirigían a sus padres. Este sentimiento define nuestra postura y encauza nuestra oración ante Dios. Él «no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones».
Dios quiere que le tratemos con entera confianza, como hijos pequeños y necesitados. Toda nuestra piedad se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios. Y el Espíritu Santo, mediante el don de piedad, nos enseña y nos facilita este trato confiado de un hijo con su Padre.
Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo somos. «Parece como si después de las palabras que seamos llamados hijos de Dios, San Juan hubiera hecho una larga pausa, mientras su espíritu penetraba hondamente en la inmensidad del amor que el Padre nos ha dado, no limitándose a llamarnos simplemente hijos de Dios, sino haciéndonos sus hijos en el más auténtico sentido. Esto es lo que hace exclamar a San Juan: ¡y lo somos!». El Apóstol nos invita a considerar el inmenso bien de la filiación divina que recibimos con la gracia del Bautismo, y nos anima a secundar la acción del Espíritu Santo que nos impulsa a tratar a nuestro Padre Dios con inefable confianza y ternura.
II. Esta confianza filial se manifiesta particularmente en la oración que el mismo Espíritu suscita en nuestro corazón. Él ayuda nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos que son inenarrables. Gracias a estas mociones, podemos dirigirnos a Dios en el tono adecuado, en una oración rica y variada de matices, como es la vida. En ocasiones, hablaremos a nuestro Padre Dios en una queja familiar: ¿Por qué escondes tu rostro...?; o le expondremos los deseos de una mayor santidad: a Ti te busco solícito, sedienta está mi alma, mi carne te desea como tierra árida, sedienta, sin aguas; o nuestra unión con Él: fuera de Ti nada deseo sobre la tierra; o la esperanza inconmovible en su misericordia: Tú eres mi Dios y mi Salvador, en Ti espero siempre.
Este afecto filial del don de piedad se manifiesta también en rogar una y otra vez como hijos necesitados, hasta que se nos conceda lo que pedimos. En la oración, nuestra voluntad se identifica con la de nuestro Padre, que siempre quiere lo mejor para sus hijos. Esta confianza en la oración nos hace sentirnos seguros, firmes, audaces; aleja la angustia y la inquietud del que solo se apoya en sus propias fuerzas, y nos ayuda a estar serenos ante los obstáculos.
El cristiano que se deja mover por el espíritu de piedad entiende que nuestro Padre quiere lo mejor para cada uno de sus hijos. Todo lo tiene dispuesto para nuestro mayor bien. Por eso la felicidad está en ir conociendo lo que Dios quiere de nosotros en cada momento de nuestra vida y llevarlo a cabo sin dilaciones ni retrasos. De esta confianza en la paternidad divina nace la serenidad, porque sabemos que aun las cosas que parecían un mal irremediable contribuyen al bien de los que aman a Dios. El Señor nos enseñará un día por qué fue conveniente aquella humillación, aquel desastre económico, aquella enfermedad...
Este don del Espíritu Santo permite que los deberes de justicia y la práctica de la caridad se realicen con prontitud y facilidad. Nos ayuda a ver a los demás hombres, con quienes convivimos y nos encontramos cada día, como hijos de Dios, criaturas que tienen un valor infinito porque Él los quiere con un amor sin límite y los ha redimido con la Sangre de su Hijo derramada en la Cruz. El don de piedad nos impulsa a tratar con inmenso respeto a quienes nos rodean, a compadecernos de sus necesidades y a tratar de remediarlas. Es más, el Espíritu Santo hace que en los demás veamos al mismo Cristo, a quien rendimos esos servicios y ayudas: en verdad os digo, siempre que lo hicisteis con algunos de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis.
La piedad hacia los demás nos lleva a juzgarlos siempre con benignidad, «que camina de la mano con un filial afecto a Dios, nuestro Padre común»; nos dispone a perdonar con facilidad las posibles ofensas recibidas, aun las que nos pueden resultar más dolorosas. Así nos lo indicó el Señor: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores. Si el Señor se refiere aquí a ofensas graves, ¿cómo no vamos a perdonar y disculpar los pequeños roces que lleva consigo toda convivencia? El perdón generoso e incondicionado es un buen distintivo de los hijos de Dios.
III. Este don del Espíritu Santo nos mueve y nos facilita el amor filial a nuestra Madre del Cielo, a la que procuramos tratar con el más tierno afecto; la devoción a los ángeles y santos, particularmente a aquellos que ejercen un especial patrocinio sobre nosotros; a las almas del Purgatorio, como almas queridas y necesitadas de nuestros sufragios; el amor al Papa, como Padre común de los cristianos... La virtud de la piedad, a la que perfecciona este don, inclina también a rendir honor y reverencia a las personas constituidas legítimamente en alguna autoridad, y en primer lugar a los padres.
La paternidad de la tierra viene a ser una participación y un reflejo de la de Dios, del cual proviene toda paternidad en el cielo y sobre la tierra. «Ellos nos dieron la vida, y de ellos se sirvió el Altísimo para comunicarnos el alma y el entendimiento. Ellos nos instruyeron en la religión, en el trato humano y en la vida civil, y nos enseñaron a llevar una conducta íntegra y santa».
El sentido de la filiación divina nos impulsa a querer y a honrar cada vez mejor a nuestros padres, a respetar a los mayores (¡cómo premiará el Señor el cuidado de los que ya son ancianos!) y a las legítimas autoridades.
El don de piedad se extiende y llega más allá que los actos de la virtud de la religión. El Espíritu Santo, mediante este don, impulsa todas las virtudes que de un modo u otro se relacionan con la justicia. Su campo de acción abarca nuestras relaciones con Dios, con los ángeles y con los hombres. Incluso con las cosas creadas, «consideradas como bienes familiares de la Casa de Dios»; el don de piedad nos mueve a tratarlas con respeto por su relación con el Creador.
Movido por el Espíritu Santo, el cristiano lee con amor y veneración la Sagrada Escritura, que es como una carta que le envía su Padre desde el Cielo: «En los libros sagrados, el Padre, que está en el Cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos». Y trata con cariño las cosas santas, sobre todo las que pertenecen al culto divino.
Entre los frutos que el don de piedad produce en las almas dóciles a las gracias del Paráclito se encuentra la serenidad en todas las circunstancias; el abandono confiado en la Providencia, pues si Dios se cuida de todo lo creado, mucha más ternura manifestará con sus hijos; la alegría, que es una característica propia de los hijos de Dios. «Que nadie lea tristeza ni dolor en tu cara, cuando difundes por el ambiente del mundo el aroma de tu sacrificio: los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de alegría».
Si muchas veces cada día consideramos que somos hijos de Dios, el Espíritu Santo irá fomentando cada vez más ese trato filial y confiado con nuestro Padre del Cielo. La caridad con todos también facilitará el desarrollo de este don en nuestras almas.
El don del temor de Dios, del que hablamos hoy, concluye la serie de los siete dones del Espíritu Santo. No significa tener miedo de Dios, Omnipotente y Santo: sabemos bien que Dios es padre, que nos ama y quiere nuestra salvación, motivo por el cual no hay motivo de tener miedo de Él. El temor de Dios, en cambio, es el don del Espíritu que nos recuerda cuanto somos pequeños delante a Dios y a su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, respeto y confianza en sus manos (…).
Cuando el Espíritu Santo toma posesión en nuestro corazón, nos infunde consolación y paz, y nos lleva a sentirnos así como somos. O sea pequeños, con esa actitud --tan recomendada por Jesús en el Evangelio-- de quien pone todas sus preocupaciones y sus espectativas en Dios y se siente envuelto y sostenido por su calor y su protección, ¡como un niño con su papá!
En este sentido entonces comprendemos bien como el temor de Dios pasa a asumir en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento, de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza.
Muchas veces de hecho, no logramos entender el designio de Dios y nos damos cuenta que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad eterna Y justamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza, el Espíritu nos conforta y nos hace percibir como la única cosa importante sea dejarse conducir por Jesús entre los brazos del Padre.
Por ello tenemos tanta necesidad de este don del Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace tomar conciencia que todo viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza está únicamente en seguir al Señor Jesús y en dejar que el Padre pueda derramar sobre nosotros la bondad de su misericordia. (...)
Cuando estamos tomados por el temor de Dios, entonces somos llevados a Seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia. Esto entretanto, no con una actitud resignada y pasiva (…) pero con el estupor y la alegría de un hijo que se reconoce servido y amado por el Padre. El temor de Dios por lo tanto, no nos vuelve cristianos tímidos, resignados y pasivos, pero genera en nosotros: ¡coraje y fuerza! Es un don que nos vuelve cristianos convencidos, entusiastas, que no se someten al Señor por miedo, pero porque están conmovidos y conquistados por su amor.
Entretanto (…) el don del temor de Dios es también una 'alarma' delante de la pertinacia del pecado. Cuando una persona vive en el mal, cuando blasfemia contra Dios, cuando explota a los otros, cuando se vuelve tirano, cuando vive solamente para el dinero, la vanidad, el poder, el orgullo. Entonces el santo temor de Dios nos pone en alerta: atención (…) Así no serás feliz, (…)
Pienso por ejemplo a las personas que tienen responsabilidad sobre otros y se dejan corromper; (…) pienso a aquellos que viven de la trata de personas y del trabajo de esclavo (...); pienso a quienes viven de la trata de personas y del trabajo de esclavo (...); pienso a quienes fabrica armas para fomentar las guerras... (…) Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo termina y será necesario rendir cuentas a Dios.
Queridos amigos, el salmo 34 nos hace rezar así: “Este pobre grita y el Señor lo escucha, lo salva de todas sus angustias. El ángel del Señor se acampa entorno a aquellos que lo temen y los libera”. Pedimos al Señor la gracia de unir nuestra voz a la de los pobres, para recoger el don del temor de Dios y poder reconocernos junto a ellos, revestidos de la misericordia y del amor de Dios, que es nuestro padre, nuestro papá. ¡Qué así sea!
El Don de Temor de Dios
El don de temor es un hábito sobrenatural por el cual el justo, bajo el instinto del Espíritu Santo y dominado por un sentimiento reverencial hacia la majestad de Dios, adquiere docilidad especial para apartarse del pecado y someterse totalmente a la divina voluntad.
(Fuente: El Gran Desconocido, Royo Marín, B.A.C., P.P. 115)
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 de junio de 1989
1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El Último, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.
La Sagrada Escritura afirma: “El Principio del saber, es el temor de Yahveh” (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese (miedo de Dios) que impulsa a evitar pensar o acordarse de Él, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a (ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín) (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cfr Mt 25, 18-26).
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda majestad de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser (encontrado falto de peso) (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el (espíritu contrito) y con el (corazón humillado) (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación (con temor y temblor) (Flp 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de “permanecer” y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del apóstol Pablo a sus cristianos: “Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios” (2 Cor 7, 1).
Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo, a fin de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de aquella que al anuncio del mensaje celeste no se conturbó (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el fiat de la fe, de la obediencia y del amor.
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE TEMOR DE DIOS
— El temor servil y el santo temor de Dios. Consecuencias de este don en el alma.
— El santo temor de Dios y el empeño por rechazar todo pecado.
— Relaciones de este don con las virtudes de la humildad y de la templanza. Delicadeza de alma y sentido del pecado.
I. Dice Santa Teresa que ante tantas tentaciones y pruebas que hemos de padecer, el Señor nos otorga dos remedios: «amor y temor». «El amor nos hará apresurar los pasos, y el temor nos hará ir mirando adónde ponemos los pies para no caer».
Pero no todo temor es bueno. Existe el temor mundano, propio de quienes temen sobre todo el mal físico o las desventajas sociales que pueden afectarles en esta vida. Huyen de las incomodidades de aquí abajo, mostrándose dispuestos a abandonar a Cristo y a su Iglesia en cuanto prevén que la fidelidad a la vida cristiana puede causarles alguna contrariedad. De ese temor se originan los «respetos humanos», y es fuente de incontables capitulaciones y el origen de la misma infidelidad.
Es muy diferente el llamado temor servil, que aparta del pecado por miedo a las penas del infierno o por cualquier otro motivo interesado de orden sobrenatural. Es un temor bueno, pues para muchos que están alejados de Dios puede ser el primer paso hacia su conversión y el comienzo del amor. No debe ser este el motivo principal del cristiano, pero en muchos casos será una gran defensa contra la tentación y los atractivos con que se reviste el mal.
El que teme no es perfecto en la caridad –nos dejó escrito el Apóstol San Juan–, porque el cristiano verdadero se mueve por amor y está hecho para amar. El santo temor de Dios, don del Espíritu Santo, es el que reposó, con los demás dones, en el Alma santísima de Cristo, el que llenó también a la Santísima Virgen; el que tuvieron las almas santas, el que permanece para siempre en el Cielo y lleva a los bienaventurados, junto a los ángeles, a dar una alabanza continua a la Santísima Trinidad. Santo Tomás enseña que este don es consecuencia del don de sabiduría y como su manifestación externa.
Este temor filial, propio de hijos que se sienten amparados por su Padre, a quien no desean ofender, tiene dos efectos principales. El más importante, puesto que es el único que se dio en Cristo y en la Santísima Virgen, es un respeto inmenso por la majestad de Dios, un hondo sentido de lo sagrado y una complacencia sin límites en su bondad de Padre. En virtud de este don las almas santas han reconocido su nada delante de Dios. También nosotros podemos repetir con frecuencia, reconociendo nuestra nulidad, y quizá a modo de jaculatoria, aquello que con tanta frecuencia repetía San Josemaría Escrivá: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!, a la vez que reconocía la grandeza inconmensurable de sentirse y de ser hijo de Dios.
Durante la vida terrena, se da otro efecto de este don: un gran horror al pecado y, si se tiene la desgracia de cometerlo, una vivísima contrición. Con la luz de la fe, esclarecida por los resplandores de los demás dones, el alma comprende algo de la trascendencia de Dios, de la distancia infinita y del abismo que abre el pecado entre el hombre y Dios.
El don de temor nos ilumina para entender que «en la raíz de los males morales que dividen y desgarran la sociedad está el pecado». Y el don de temor nos lleva a aborrecer también el pecado venial deliberado, a reaccionar con energía contra los primeros síntomas de la tibieza, la dejadez o el aburguesamiento. En determinadas ocasiones de nuestra vida quizá nos veamos necesitados de repetir con energía, como una oración urgente: «¡No quiero tibieza!: “confige timore tuo carnes meas!” —¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar!».
II. Amor y temor. Con este bagaje hemos de hacer el camino. «Cuando el amor llega a eliminar del todo el temor, el mismo temor se transforma en amor». Es el temor del hijo que ama a su Padre con todo su ser y que no quiere separarse de Él por nada del mundo. Entonces, el alma comprende mejor la distancia infinita que la separa de Dios, y a la vez su condición de hijo. Nunca como hasta ese momento ha tratado a Dios con más confianza, nunca tampoco le ha tratado con más respeto y veneración. Cuando se pierde el temor santo de Dios, se diluye o se pierde el sentido del pecado y entra con facilidad la tibieza en las almas. Se pierde el sentido del poder, de la Majestad de Dios y del honor que se le debe.
Nuestro acercamiento al mundo sobrenatural no lo podemos llevar a cabo intentando inútilmente eliminar la trascendencia de Dios, sino a través de esa divinización que produce la gracia en nosotros, mediante la humildad y el amor, que se expresa en la lucha por desterrar todo pecado de nuestra vida.
«El primer requisito para desterrar ese mal (...), es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la cabeza– horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega». Muchos parecen hoy haber perdido el santo temor de Dios. Olvidan quién es Dios y quiénes somos nosotros, olvidan la Justicia divina y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos. La meditación del fin último, de los Novísimos, de aquella realidad que veremos dentro quizá de no mucho tiempo: el encuentro definitivo con Dios, nos dispone para que el Espíritu Santo nos conceda con más amplitud ese don que tan cerca está del amor.
III. De muchas formas nos dice el Señor que a nada debemos tener miedo, excepto al pecado, que nos quita la amistad con Dios. Ante cualquier dificultad, ante el ambiente, ante un futuro incierto... no debemos temer, debemos ser fuertes y valerosos, como corresponde a hijos de Dios. Un cristiano no puede vivir atemorizado, pero sí debe llevar en el corazón un santo temor de Dios, al que por otra parte ama con locura.
A lo largo del Evangelio, «Cristo repite varias veces: No tengáis miedo... no temáis. Y a la vez, junto a estas llamadas a la fortaleza, resuena la exhortación: Temed, temed más bien al que puede enviar el cuerpo y el alma al infierno (Mt 10, 28). Somos llamados a la fortaleza y, a la vez, al temor de Dios, y este debe ser temor de amor, temor filial. Y solamente cuando este temor penetre en nuestros corazones, podremos ser realmente fuertes con la fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores».
Entre los efectos principales que causa en el alma el temor de Dios está el desprendimiento de las cosas creadas y una actitud interior de vigilia para evitar las menores ocasiones de pecado. Deja en el alma una particular sensibilidad para detectar todo aquello que puede contristar al Espíritu Santo.
El don de temor se halla en la raíz de la humildad, en cuanto da al alma la conciencia de su fragilidad y la necesidad de tener la voluntad en fiel y amorosa sumisión a la infinita Majestad de Dios, situándonos siempre en nuestro lugar, sin querer ocupar el lugar de Dios, sin recibir honores que son para la gloria de Dios. Una de las manifestaciones de la soberbia es el desconocimiento del temor de Dios.
Junto a la humildad, tiene el don de temor de Dios una singular afinidad con la virtud de la templanza, que lleva a usar con moderación de las cosas humanas subordinándolas al fin sobrenatural. La raíz más frecuente del pecado se encuentra precisamente en la búsqueda desordenada de los placeres sensibles o de las cosas materiales, y ahí actúa este don, purificando el corazón y conservándolo entero para Dios.
El don de temor es por excelencia el de la lucha contra el pecado. Todos los demás dones le ayudan en esta misión particular: las luces de los dones de entendimiento y de sabiduría le descubren la grandeza de Dios y la verdadera significación del pecado; las directrices prácticas del don de consejo le mantienen en la admiración de Dios; el don de fortaleza le sostiene en una lucha sin desfallecimientos contra el mal.
Este don, que fue infundido con los demás en el Bautismo, aumenta en la medida en que somos fieles a las gracias que nos otorga el Espíritu Santo; y de modo específico, cuando consideramos la grandeza y majestad de Dios, cuando hacemos con profundidad el examen de conciencia, descubriendo y dando la importancia que tiene a nuestras faltas y pecados. El santo temor de Dios nos llevará con facilidad a la contrición, al arrepentimiento por amor filial: «amor y temor de Dios. Son dos castillos fuertes, desde donde se da guerra al mundo y a los demonios».
El santo temor de Dios nos conducirá con suavidad a una prudente desconfianza de nosotros mismos, a huir con rapidez de las ocasiones de pecado; y nos inclinará a una mayor delicadeza con Dios y con todo lo que a Él se refiere. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude mediante este don a reconocer sinceramente nuestras faltas y a dolernos verdaderamente de ellas. Que nos haga reaccionar como el salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos, porque no observaron tu ley. Pidámosle que, con delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido del pecado.
Hoy quisiera poner de relieve otro don del Espíritu Santo: el don de la ciencia. Al hablar de ciencia, el pensamiento va de inmediato a la capacidad del hombre de conocer cada vez mejor la realidad que lo rodea y de descubrir las leyes que rigen la naturaleza y el universo. Pero la ciencia que procede del Espíritu Santo no se limita al conocimiento humano: es un don especial que nos permite captar, a través de la creación, la grandeza y el amor de Dios y su relación profunda con toda criatura.
1. Cuando nuestros ojos están iluminados por el Espíritu, se abren a la contemplación de Dios en la belleza de la naturaleza y en la grandiosidad del cosmos, y nos permiten descubrir que todas las cosas nos hablan de él y de su amor. ¡Todo ello despierta en nosotros gran estupor y un hondo sentido de gratitud! Es la sensación que percibimos también cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que sea fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: ante todo eso, el Espíritu Santo nos impulsa a alabar al Señor desde el hondón de nuestro corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un signo de su amor infinito por nosotros.
2. En el primer capítulo del Génesis, en el inicio mismo de toda la Biblia, se pone de relieve que Dios se complace en su creación, subrayando repetidamente la belleza y la bondad de todas las cosas. Al término de cada día, está escrito: «Y vio Dios que era bueno» (1, 12.18.21.25). Si Dios ve que la creación es algo bueno, que es algo bello, nosotros también debemos asumir esa actitud y ver que la creación es algo bueno y bello. Y el don de la ciencia nos muestra precisamente esta belleza: alabemos, pues, a Dios; démosle gracias por darnos tanta belleza. Y cuando Dios acabó de crear al hombre, no dijo «vio que era bueno», sino «muy bueno» (v. 31). A ojos de Dios, nosotros somos lo más bello, lo más grande, lo mejor de la creación: hasta los ángeles están por debajo de nosotros, pues somos más que los ángeles, como hemos escuchado en el Libro de los Salmos. ¡El Señor nos quiere! Debemos darle gracias por ello. El don de la ciencia nos pone en profunda sintonía con el Creador y nos hace partícipes de la pureza de su mirada y de su juicio. Desde esta perspectiva logramos captar, en el hombre y en la mujer, la cumbre de la creación, como coronación de un designio de amor grabado en cada uno de nosotros y que permite que nos reconozcamos como hermanos y hermanas.
3. Todo esto es motivo de serenidad y de paz, y hace del cristiano un testigo jubiloso de Dios, siguiendo las huellas de San Francisco de Asís y de muchos santos que supieron alabar y cantar su amor a través de la contemplación de la creación. Al mismo tiempo, sin embargo, el don de la ciencia nos ayuda a no caer en algunas actitudes excesivas o erróneas. La primera la constituye el peligro de considerarnos dueños de la creación. La creación no es una propiedad de la que podamos hacernos los amos a nuestro antojo, ni, menos aún, es propiedad solo de algunos, de unos cuantos: la creación es un regalo, un regalo maravilloso que Dios nos ha dado para que lo cuidemos y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud. La segunda actitud errónea consiste en la tentación de detenernos en las criaturas, como si estas pudieran dar respuesta a todas nuestras expectativas. Mediante el don de la ciencia, el Espíritu nos ayuda a no incurrir en esta equivocación.
Pero quisiera insistir en el primer camino erróneo: hacerse los amos de la creación, en vez de custodiarla. Debemos custodiar la creación porque es un regalo que el Señor nos ha hecho, es el regalo de Dios para nosotros; nosotros somos custodios de la creación. Cuando explotamos la creación, destruimos el signo del amor de Dios. Destruir la creación significa decirle a Dios: «No me gusta». Y esto no es bueno: este es el pecado.
La custodia de la creación es precisamente la custodia del don de Dios, y significa decirle a Dios: «Gracias, yo soy el custodio de la creación, pero para hacer que progrese, nunca para destruir tu regalo». Esta ha de ser nuestra actitud hacia la creación: custodiarla, ¡porque si destruimos la creación, la creación nos destruirá! No olvidéis esto. Una vez me encontraba en el campo, y oí un dicho de una persona sencilla, a la que le gustaban mucho las flores y las cuidaba. Me dijo: «Tenemos que custodiar estas cosas bellas que Dios nos ha dado; la creación es para nosotros, para que la aprovechemos bien; no explotarla, sino custodiarla, porque Dios perdona siempre; nosotros, los hombres, perdonamos algunas veces, pero la creación no perdona jamás, y si tú no la custodias ella te destruirá».
Esto debe hacernos pensar e impulsarnos a pedir al Espíritu Santo el don de la ciencia para que comprendamos bien que la creación es el regalo más bonito de Dios. Él ha hecho muchas cosas buenas para la cosa más buena, que es la persona humana.
El Don de Ciencia
El don de ciencia es un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante, por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, juzga rectamente de las cosas creadas en orden al fin último sobrenatural.
(Fuente: El Gran Desconocido, Royo Marín, B.A.C., P.P. 163)
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 23 de abril de 1989
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.
2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la ciencia. Es ésta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida.
(cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).
Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quién no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 18/19, 2; cfr Sal 8, 2); “Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento… Alabadlo sol y luna, alabadlo estrellas radiantes”
(Sal 148, 1. 3).
3. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor ímpetu y confianza a aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.
Esta ha sido la experiencia de los Santos… Pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, nos enseña a caminar “para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría” (Oración del domingo XXI del tiempo ordinario).
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE CIENCIA
— Nos hace comprender lo que son las cosas creadas, según el designio de Dios sobre la creación y la elevación al orden sobrenatural.
— El don de ciencia y la santificación de las realidades temporales.
— El verdadero valor y sentido de este mundo. Desprendimiento y humildad necesarios para disponernos a recibir este don.
I. «Las criaturas son como un rastro del paso de Dios. Por esta huella se rastreará su grandeza, poder y sabiduría y todos sus atributos». Son como un espejo en el que se refleja el esplendor de su belleza, de su bondad, de su poder...: los cielos pregonan la gloria de Dios y le anuncia el firmamento, que es la obra de sus manos.
Sin embargo, en muchas ocasiones, a causa del pecado original y de los pecados personales, los hombres no saben interpretar esa huella de Dios en el mundo, no alcanzan a conocer al que es la fuente de todos los bienes: por la consideración de las obras no supieron descubrir a su divino Artífice. Seducidos por la hermosura de las cosas creadas, las tuvieron por dioses. Que aprendan a conocer –sigue diciendo la Sagrada Escritura– cuánto mejor es el Señor de todo lo creado, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas.
El don de ciencia facilita al hombre comprender las cosas creadas como señales que llevan a Dios, y lo que significa la elevación al orden sobrenatural. El Espíritu Santo, a través del mundo de la naturaleza y del de la gracia, nos hace percibir y contemplar la infinita sabiduría, la omnipotencia, la bondad, la naturaleza íntima de Dios. «Es un don contemplativo cuya mirada penetra, como la del don de inteligencia y del de sabiduría, en el misterio mismo de Dios».
Mediante este don, el cristiano percibe y entiende con toda claridad «que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena». Es una sobrenatural disposición por la que el alma participa de la misma ciencia de Dios, descubre las relaciones que existen entre todo lo creado y su Creador y en qué medida y sentido sirven al fin último del hombre.
Manifestación del don de ciencia es el Canto de los tres jóvenes, recogido en el Libro de Daniel, que muchos cristianos rezan en la acción de gracias después de la Santa Misa. Se pide a todas las cosas creadas que bendigan y den gloria al Creador: Benedicite, omnia opera Domini, Domino... Obras todas del Señor, bendecid al Señor; y alabadle y ensalzadle por todos los siglos. Ángeles del Señor, bendecid al Señor. Cielos... Aguas todas que estáis sobre los cielos... Sol y luna... Estrellas del cielo... Lluvia y rocío... Vientos todos... Frío y calor... Rocíos y escarchas... Noches y días... Luz y tinieblas... Montes y collados... Plantas todas... Fuentes... Mares y ríos... Ballenas y peces... Aves... Bestias y ganados... Sacerdotes del Señor... Espíritus y almas de los justos... Santos y humildes de corazón... Cantadle y dadle gracias porque es eterna su misericordia.
Este canto admirable de toda la creación, de lo animado y de lo que carece de vida, da gloria a su Creador. Es «una de las más puras y ardientes expresiones del don de ciencia: que los cielos y toda la creación canten la gloria de Dios». En muchas ocasiones también nos ayudará a nosotros a dar gracias al Señor después de participar en la obra que más gloria da a Dios: la Santa Misa.
II. Mediante el don de ciencia, el cristiano dócil al Espíritu Santo sabe discernir con perfecta claridad lo que le lleva a Dios y lo que le separa de Él. Y esto en las artes, en el ambiente, en las modas, en las ideologías... Verdaderamente puede decir: El señor conduce al justo por caminos rectos y le comunica la ciencia de los santos. El Paráclito advierte también cuándo las cosas buenas y rectas en sí mismas pueden convertirse en malas para el hombre porque le separan de su fin sobrenatural: por un deseo desordenado de posesión, por apegamiento del corazón a estos bienes materiales de tal manera que no lo dejan libre para Dios, etcétera.
El cristiano que se ha de santificar en medio del mundo tiene una particular necesidad de este don para ordenar a Dios las actividades temporales, convirtiéndolas en medio de santidad y apostolado. Mediante el don de ciencia, la madre de familia comprende más profundamente cómo su quehacer doméstico es camino que le lleva a Dios si lo hace con rectitud de intención y deseos de agradar a Dios, de la misma manera que el estudiante entiende que su estudio es el medio ordinario que posee para amar a Dios, hacer apostolado y servir a la sociedad; para el arquitecto son sus planos y proyectos; para la enfermera, el cuidado de los enfermos, etcétera.
Se comprende entonces por qué debemos amar el mundo y las realidades temporales, y cómo «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir». Así –siguen siendo palabras de San Josemaría Escrivá– «cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día». Ese verso heroico para Dios lo componemos los hombres con las menudencias de la tarea diaria, de los problemas y alegrías que encontramos a nuestro paso.
Amamos las cosas de la tierra, pero las valoramos según su justo valor, el que tienen para Dios. Así daremos una importancia capital a ser templos del Espíritu Santo, porque «si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente». Por encima de los bienes materiales, y de la misma vida, consideramos la fe como el tesoro más grande que hemos recibido, y estaríamos dispuestos a dejarlo todo antes de perderla. Con la luz de este don conocemos, por ejemplo, el valor de la oración y de la mortificación y la influencia decisiva que tienen en nuestra vida, lo que nos empujará a no abandonarlas en ninguna circunstancia.
III. A la luz del don de ciencia, el cristiano reconoce el poco valor de lo temporal si no es camino para lo eterno, la brevedad de la vida humana sobre la tierra, la escasa felicidad que puede dar este mundo comparada con la que Dios ha prometido a quienes le aman, la inutilidad de tanto esfuerzo si no se realiza cara al Señor... Al recordar la vida pasada, en la que quizá Dios no fue lo primero, el alma siente una profunda contrición por tanto mal y por tanta ocasión perdida, y nace en ella el deseo de recuperar el tiempo malbaratado siendo más fiel al Señor.
Todo lo de este mundo –al que amamos y en el que debemos santificarnos– aparece a la luz de este don con el sello de la caducidad, mientras que señala con toda nitidez el fin sobrenatural del hombre, al que debemos subordinar todas las realidades terrenas.
Esta visión del mundo, de los acontecimientos y de las personas desde la fe, puede quedar oscurecida, incluso cegada, por lo que San Juan llama la concupiscencia de los ojos. Parece entonces como si la mente rechazara la verdadera luz, y ya no se sabe ordenar a Dios las realidades terrenas, que se toman como fin. El deseo desordenado de bienes materiales, el cifrar la felicidad en lo de aquí abajo entorpece o anula la acción de este don. El alma cae entonces en una especie de ceguera en la que ya es incapaz de reconocer y de saborear los bienes verdaderos, los que no perecen, y la esperanza sobrenatural se transforma en el deseo, cada vez mayor, de bienestar material, huyendo de cuanto signifique mortificación y sacrificio.
La visión puramente humana de la realidad acaba por desembocar en la ignorancia de las verdades de Dios, o bien estas aparecen como algo teórico, sin sentido práctico para la vida corriente, sin capacidad para informar la existencia normal. Los pecados contra este don dejan sin luz, y así se explica esa gran ignorancia de Dios que padece el mundo. En ocasiones se trata de verdadera incapacidad para entender o asimilar lo sobrenatural, porque se han vuelto completamente los ojos del alma a bienes parciales y engañosos y se han cerrado a los verdaderos.
Para disponernos a recibir este don necesitamos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a vivir la libertad y el desasimiento ante los bienes materiales y a ser más humildes, para poder ser enseñados sobre el verdadero valor de las cosas. Junto a estas disposiciones, fomentaremos la presencia de Dios, que ayuda a ver al Señor en medio de nuestros trabajos, y haremos el propósito decidido de considerar en la oración los sucesos que van decidiendo nuestra vida y las mismas realidades de todos los días: la familia, los compañeros que están codo a codo en el mismo trabajo, aquello que más nos preocupa... La oración siempre es un faro poderoso que ilumina la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos.
Para obtener este don, para hacernos capaces de poseerlo en mayor plenitud, acudimos a la Virgen, Nuestra Señora. Ella es Madre del Amor Hermoso, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza.
«Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria»