Tiempo de Navidad
31 de diciembre
RECUPERAR EL TIEMPO PERDIDO
— Un día de balance. Nuestro tiempo es breve. Es parte muy importante de la herencia recibida de Dios.
— Actos de contrición por nuestros errores y pecados cometidos en este año que termina. Acciones de gracias por los muchos beneficios recibidos.
— Propósitos para el año que comienza.
I. Hoy, es un buen momento para hacer balance del año que ha pasado y propósitos para el que comienza. Buena oportunidad para pedir perdón por lo que no hicimos, por el amor que faltó; buena ocasión para dar gracias por todos los beneficios del Señor.
La Iglesia nos recuerda que somos peregrinos. Ella misma está «presente en el mundo y, sin embargo, es peregrina». Se dirige hacia su Señor «peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios».
Nuestra vida es también un camino lleno de tribulaciones y de «consuelos de Dios». Tenemos una vida en el tiempo, en la cual nos encontramos ahora, y otra más allá del tiempo, en la eternidad, hacia la cual se dirige nuestra peregrinación. El tiempo de cada uno es una parte importante de la herencia recibida de Dios; es la distancia que nos separa de ese momento en el que nos presentaremos ante nuestro Señor con las manos llenas o vacías. Solo ahora, aquí, en esta vida, podemos merecer para la otra. En realidad, cada día nuestro es «un tiempo» que Dios nos regala para llenarlo de amor a Él, de caridad con quienes nos rodean, de trabajo bien hecho, de ejercitar las virtudes..., de obras agradables a los ojos de Dios. Ahora es el momento de hacer el «tesoro que no envejece». Este es, para cada uno, el tiempo propicio, este es el día de la salud. Pasado este tiempo, ya no habrá otro.
El tiempo del que cada uno de nosotros dispone es corto, pero suficiente para decirle a Dios que le amamos y para dejar terminada la obra que el Señor nos haya encargado a cada uno. Por eso nos advierte San Pablo: andad con prudencia, no como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, pues pronto viene la noche, cuando ya nadie puede trabajar. «Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno».
San Pablo, considerando la brevedad de nuestro paso por la tierra y la insignificancia que tienen las cosas en sí mismas, dice: pasa la sombra de este mundo. Esta vida, en comparación de la que nos espera, es como su sombra.
La brevedad del tiempo es una llamada continua a sacarle el máximo rendimiento de cara a Dios. Hoy, en nuestra oración, podríamos preguntarnos si Dios está contento con la forma en que hemos vivido el año que ha pasado. Si ha sido bien aprovechado o, por el contrario, ha sido un año de ocasiones perdidas en el trabajo, en el apostolado, en la vida de familia; si hemos abandonado con frecuencia la Cruz, porque nos hemos quejado con facilidad al encontrarnos con la contradicción y con lo inesperado.
Cada año que pasa es una llamada para santificar nuestra vida ordinaria y un aviso de que estamos un poco más cerca del momento definitivo con Dios.
No nos cansemos de hacer el bien, que a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos. Por consiguiente, mientras hay tiempo hagamos el bien a todos.
II. Al hacer examen es fácil que encontremos, en este año que termina, omisiones en la caridad, escasa laboriosidad en el trabajo profesional, mediocridad espiritual aceptada, poca limosna, egoísmo, vanidad, faltas de mortificación en las comidas, gracias del Espíritu Santo no correspondidas, intemperancia, malhumor, mal carácter, distracciones más o menos voluntarias en nuestras prácticas de piedad... Son innumerables los motivos para terminar el año pidiendo perdón al Señor, haciendo actos de contrición y de desagravio. Miramos cada uno de los días del año y «cada día hemos de pedir perdón, porque cada día hemos ofendido». Ni un solo día se escapa a esta realidad: han sido muchas nuestras faltas y nuestros errores. Sin embargo, son incomparablemente mayores los motivos de agradecimiento, en lo humano y en lo sobrenatural. Son incontables las mociones del Espíritu Santo, las gracias recibidas en el sacramento de la Penitencia y en la Comunión eucarística, los cuidados de nuestro Ángel Custodio, los méritos alcanzados al ofrecer nuestro trabajo o nuestro dolor por los demás, las numerosas ayudas que de otros hemos recibido. No importa que de esta realidad solo percibamos ahora una parte muy pequeña. Demos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante el año.
«Es menester sacar fuerzas de nuevo para servir y procurar no ser ingratos, porque con esa condición las da el Señor; que si no usamos bien del tesoro y del gran estado en que nos pone, nos lo tornará a tomar y nos quedaremos muy más pobres, y dará Su Majestad las joyas a quien luzca y aproveche con ellas a sí y a los otros. Pues, ¿cómo aprovechará y gastará con largueza el que no entiende que está rico? Es imposible, conforme a nuestra naturaleza, a mi parecer, tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios, porque somos tan miserables y tan inclinados a cosas de tierra, que mal podrá aborrecer todo lo de acá de hecho con gran desasimiento, quien no entiende tiene alguna prenda de lo de allá».
Terminar el año pidiendo perdón por tantas faltas de correspondencia a la gracia, por tantas veces como Jesús se puso a nuestro lado y no hicimos nada por verle y le dejamos pasar; a la vez, terminar el año agradeciendo al Señor la gran misericordia que ha tenido con nosotros y los innumerables beneficios, muchos de ellos desconocidos por nosotros mismos, que nos ha dado el Señor.
Y junto a la contrición y el agradecimiento, el propósito de amar a Dios y de luchar por adquirir las virtudes y desarraigar nuestros defectos, como si fuera el último año que el Señor nos concede.
III. En estos últimos días del año que termina y en los comienzos del que empieza nos desearemos unos a otros que tengamos un buen año. Al portero, a la farmacéutica, a los vecinos..., les diremos ¡Feliz año nuevo! o algo semejante. Un número parecido de personas nos desearán a nosotros lo mismo, y les daremos las gracias.
Pero, ¿qué es lo que entienden muchas gentes por «un año bueno», «un año lleno de felicidad», etcétera? «Es, a no dudarlo, que no sufráis en este año ninguna enfermedad, ninguna pena, ninguna contrariedad, ninguna preocupación, sino al contrario, que todo os sonría y os sea propicio, que ganéis bastante dinero y que el recaudador no os reclame demasiado, que los salarios se vean incrementados y el precio de los artículos disminuya, que la radio os comunique cada mañana buenas noticias. En pocas palabras, que no experimentéis ningún contratiempo».
Es bueno desear estos bienes humanos para nosotros y para los demás, si no nos separan de nuestro fin último. El año nuevo nos traerá, en proporciones desconocidas, alegrías y contrariedades. Un año bueno, para un cristiano, es aquel en el que unas y otras nos han servido para amar un poco más a Dios. Un año bueno, para un cristiano, no es aquel que viene cargado, en el supuesto de que fuera posible, de una felicidad natural al margen de Dios. Un año bueno es aquel en el que hemos servido mejor a Dios y a los demás, aunque en el plano humano haya sido un completo desastre. Puede ser, por ejemplo, un buen año aquel en el que apareció la grave enfermedad, tantos años latente y desconocida, si supimos santificarnos con ella y santificar a quienes estaban a nuestro alrededor.
Cualquier año puede ser «el mejor año» si aprovechamos las gracias que Dios nos tiene reservadas y que pueden convertir en bien la mayor de las desgracias. Para este año que comienza Dios nos ha preparado todas las ayudas que necesitamos para que sea «un buen año». No desperdiciemos ni un solo día. Y cuando llegue la caída, el error o el desánimo, recomenzar enseguida. En muchas ocasiones, a través del sacramento de la Penitencia.
¡Que tengamos todos «un buen año»! Que podamos presentarnos delante del Señor, una vez concluido, con las manos llenas de horas de trabajo ofrecidas a Dios, apostolado con nuestros amigos, incontables muestras de caridad con quienes nos rodean, muchos pequeños vencimientos, encuentros irrepetibles en la Comunión...
Hagamos el propósito de convertir las derrotas en victorias, acudiendo al Señor y recomenzando de nuevo.
Pidamos a la Virgen la gracia de vivir este año que comienza luchando como si fuera el último que el Señor nos concede.
1 de enero
SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS*
Solemnidad
— Dios escogió a su Madre y la colmó de todos los dones y gracias,
— María y la Santísima Trinidad.
— Nuestra Madre.
I. Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..., leemos en la Segunda lectura de la Misa.
Hace muy pocos días meditábamos su nacimiento lleno de sencillez en una cueva de Belén. Lo vimos pequeño, como un niño indefenso, en manos de su Madre que nos lo presentaba para que, llenos de confianza y piedad, lo adoráramos como a nuestro Redentor y Señor. Dios había tenido en cuenta todas las circunstancias que rodearon su nacimiento: el edicto de César Augusto, el empadronamiento, la pobreza de Belén... Pero, sobre todo, había previsto la Madre que lo traería al mundo. Esta Mujer, mencionada en diversas ocasiones en la Sagrada Escritura, había sido predestinada desde toda la eternidad. Ninguna otra obra de la creación cuidó Dios con más esmero, con más amor y sabiduría que aquella que, con su consentimiento libre, sería su Madre.
Nuestra Señora fue anunciada ya en los comienzos como triunfadora de la serpiente, que simboliza la entrada del mal en el mundo, como la Virgen que dará a luz al Emmanuel, al Dios con nosotros; y estuvo prefigurada en el arca de la alianza, en la casa de oro, por la torre de marfil... La escogió Dios entre todas las mujeres antes de los siglos, la amó más que a la totalidad de las criaturas, con un amor tal que puso en Ella, de un modo único, todas sus complacencias, la colmó de todas las gracias y dones, más que a los ángeles y los santos, la preservó de toda mancha de pecado o de imperfección, de tal manera que no se puede concebir una criatura más bella y más santa que quien había sido escogida para Madre del Salvador. Con razón han dicho los teólogos y los santos que Dios puede hacer un mundo mayor, pero no una madre más perfecta que su Madre. Y comenta San Bernardo: «¿Por qué hemos de asombrarnos si Dios, a quien contemplamos obrando maravillas en la Escritura y entre sus santos, quiso mostrarse aún más maravilloso con su Madre?».
La maternidad divina de María -enseña Santo Tomás de Aquino sobrepasa todas las gracias o carismas, como el don de profecía, el don de lenguas, de hacer milagros... «Dios Omnipotente, Todopoderoso, Sapientísimo, tenía que escoger a su Madre.
»¿Tú, qué habrías hecho, si hubieras tenido que escogerla? Pienso que tú y yo habríamos escogido la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Dios. Por tanto, después de la Santísima Trinidad, está María.
»-Los teólogos establecen un razonamiento lógico de ese cúmulo de gracias, de ese no poder estar sujeta a satanás: convenía, Dios lo podía hacer, luego lo hizo. Es la gran prueba. La prueba más clara de que Dios rodeó a su Madre de todos los privilegios, desde el primer instante. Y así es: ¡hermosa, y pura, y limpia en alma y cuerpo!».
Al mirar hoy a Nuestra Señora, Madre de Dios, que nos ofrece a su Hijo en brazos, hemos de dar gracias al Señor, pues «una de las grandes mercedes que Dios nos hizo además de habernos criado y redimido fue querer tener Madre, porque tomándola Él por suya nos la daba por nuestra».
II. Enseña Santo Tomás de Aquino que María «es la única que junto a Dios Padre puede decir al Hijo divino: Tú eres mi Hijo». Nuestra Señora -escribe San Bernardo «llama Hijo suyo al de Dios y Señor de los ángeles cuando con toda naturalidad le pregunta: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? (Lc 2, 48). ¿Qué ángel pudo tener el atrevimiento de decírselo (...)? Pero María, consciente de que es su Madre, llama familiarmente Hijo suyo a esa misma soberana majestad ante la que se postran los ángeles. Y Dios no se ofende porque le llamen lo que Él quiso ser». Es verdaderamente el Hijo de María.
En Cristo se distingue la generación eterna (su condición divina, la preexistencia del Verbo) de su nacimiento temporal. En cuanto Dios, es engendrado, no hecho, misteriosamente por el Padre ab aeterno, desde siempre; en cuanto hombre, nació, fue hecho, de Santa María Virgen. Cuando llegó la plenitud de los tiempos el Hijo Unigénito de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, asumió la naturaleza humana, es decir, el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza humana (alma y cuerpo) y la divina se unieron en la única Persona del Verbo. Desde aquel momento, Nuestra Señora, cuando dio su consentimiento a los requerimientos de Dios, se convirtió en Madre del Hijo de Dios encarnado, pues «así como todas las madres, en cuyo seno se engendra nuestro cuerpo, pero no el alma racional, se llaman y son verdaderamente madres, así también María, por la unidad de la Persona de su Hijo, es verdaderamente Madre de Dios».
En el Cielo, los ángeles y los santos contemplan con asombro el altísimo grado de gloria de María y conocen bien que esta dignidad le viene de que fue y sigue siendo para siempre la Madre de Dios, Mater Creatoris, Mater Salvatoris. Por eso, en las letanías, el primer título de gloria que se da a Nuestra Señora es el de Sancta Dei Genitrix, y los títulos que le siguen son los que convienen a la maternidad divina: Santa Virgen de las vírgenes, Madre de la divina gracia, Madre purísima, Madre castísima...
Por ser María verdadera Madre del Hijo de Dios hecho hombre, se sitúa en una estrechísima relación con la Santísima Trinidad. Es la Hija del Padre, como la llamaron los Padres de la Iglesia y el Magisterio antiguo y reciente. Con el Hijo, la Santísima Virgen tiene una estricta vinculación de consanguinidad, «por la que adquiere poder y dominio natural sobre Jesús... Y Jesús contrae con María los deberes de justicia que tienen los hijos para con sus padres». Con relación al Espíritu Santo, María es, según el pensamiento de los Padres, Templo y Sagrario, expresión que recoge también el Papa Juan Pablo II en su Magisterio. Ella es «la obra maestra de la Trinidad».
Esta obra maestra no es algo accidental en la vida del cristiano. «Ni siquiera es una persona adornada por Dios con tantos dones para que nos quedemos admirándola. Esta obra maestra de la Trinidad es Madre de Dios Redentor y, por ello, también Madre mía, de este pobre ser humano que soy yo, que es cada uno de los mortales». ¡Madre mía!, le hemos dicho tantas veces.
Hoy dirigimos el pensamiento a Ella llenos de alegría y de alabanza... y de un santo orgullo. «¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!...
»-Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole:
»Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, solo Dios!».
III. Salve, Mater misericordiae, // Mater spei et Mater veniae... Salve, Madre de misericordia, // Madre de la esperanza y del perdón, // Madre de Dios y de la gracia, // Madre rebosante de la santa alegría, le decimos hoy a Nuestra Madre del Cielo con un antiguo himno.
Con su desvelo de Madre, Nuestra Señora sigue prestando a su Hijo los cuidados que le ofreció aquí en la tierra. Ahora lo hace con nosotros, pues somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo: ve a Jesús en cada cristiano, en todo hombre. Y como Corredentora, siente la urgencia de incorporarnos definitivamente a la vida divina. Ella será siempre la gran ayuda para vencer dificultades y tentaciones y la gran aliada en el apostolado que, como cristianos en medio del mundo, hemos de llevar a cabo en el lugar donde nos encontramos: «Invoca a la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: «monstra te esse Matrem!», y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a Dios y llevarle muchas almas». Esta jaculatoria -monstra te esse Matrem! tomada de la liturgia, nos puede servir para estar unidos a Ella especialmente en este día: ¡Madre mía!, ¡muestra que eres Madre!... en esta necesidad y en aquella otra..., con este amigo... que tarda en acercarse a tu Hijo...
Al comenzar un nuevo año, aprovechemos para hacer el propósito firme de recorrerlo día a día de la mano de la Virgen. Nunca iremos más seguros. Hagamos como el Apóstol San Juan, cuando Jesús le dio a María, en nombre de todos, como Madre suya: Desde aquel momento -escribe el Evangelista- el discípulo la recibió en su casa. ¡Con qué amor, con qué delicadeza la trataría! Así hemos de hacerlo nosotros en cada jornada de este nuevo año y siempre.
Santa María Madre de Dios
1 de enero
Octava de Navidad
MADRE DE DIOS Y MADRE NUESTRA
— Santa María, Madre de Dios.
— Madre nuestra. Ayudas que nos presta.
— La devoción a la Virgen nos lleva a Cristo. Comenzar el nuevo año junto a Ella.
I. Hemos contemplado muchas veces a María con el Niño en sus brazos, pues la piedad cristiana ha plasmado del mil formas diferentes la festividad que hoy celebramos: la Maternidad de María, el hecho central que ilumina toda la vida de la Virgen y fundamento de los otros privilegios con que Dios quiso adornarla. Hoy alabamos y damos gracias a Dios Padre porque María concibió a su Único Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo nuestro Señor. Y a Ella le cantamos en nuestro corazón: Salve, Madre santa, Virgen, Madre del Rey, pues realmente la Madre ha dado a luz al Rey, cuyo nombre es eterno; la que lo ha engendrado tiene al mismo tiempo el gozo de la maternidad y la gloria de la virginidad.
Santa María es la Señora, llena de gracia y de virtudes, concebida sin pecado, que es Madre de Dios y Madre nuestra, y está en los cielos en cuerpo y alma. La Sagrada Escritura nos habla de Ella como la más excelsa de todas las criaturas, la bendita, la más alabada entre las mujeres, la llena de gracia, la que todas las generaciones llamarán bienaventurada. La Iglesia nos enseña que María ocupa, después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros, en razón de su maternidad divina. Ella, «por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los hombres». Por ti, Virgen María, han llegado a su cumplimiento los oráculos de los profetas que anunciaron a Cristo: siendo Virgen, concebiste al Hijo de Dios y, permaneciendo virgen, lo engendraste.
El Espíritu Santo nos enseña en la Primera lectura de la Misa de hoy que, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley.... Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del cielo, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Virgen María. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado eternamente, no hecho, por Dios Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, nació, «fue hecho», de Santa María. «Me extraña en gran manera –dice por eso San Cirilo– que haya alguien que tenga alguna duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearan esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los Santos Padres». Así lo definió el Concilio de Éfeso.
«Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María –comenta San Josemaría Escrivá–. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades –añade–, prefiero la de hoy; la Maternidad divina de la Santísima Virgen (...).
»Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios».
A Nuestra Señora le será muy grato que en el día de hoy le repitamos, a modo de jaculatoria, las palabras del Avemaría: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
II. «Nuestra Madre Santísima» es un título que damos frecuentemente a la Virgen, y que nos es especialmente querido y consolador. Ella es verdaderamente Madre nuestra, porque nos engendra continuamente a la vida sobrenatural.
«Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia».
Esta maternidad de María «perdura sin cesar... hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligro y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada».
Jesús nos dio a María como Madre nuestra en el momento en que, clavado en la cruz, dirige a su Madre estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre.
«Así, de un modo nuevo, ha legado su propia Madre al hombre: al hombre a quien ha transmitido el Evangelio. La ha legado a todo hombre... Desde aquel día toda la Iglesia la tiene como Madre. Y todos los hombres la tienen como Madre. Entienden como dirigidas a cada uno las palabras pronunciadas desde la Cruz».
Jesús nos mira a cada uno: He ahí a tu madre, nos dice. Juan la acogió con cariño y cuidó de Ella con extremada delicadeza, «la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre (Monstra te esse Matrem. Himno litúrgico Ave maris stella)». Al darnos Cristo a su Madre por Madre nuestra, manifiesta el amor a los suyos hasta el fin. Al aceptar la Virgen al Apóstol Juan como hijo suyo muestra Ella su amor de Madre con todos los hombres.
Ella ha influido de una manera decisiva en nuestra vida. Cada uno tiene su propia experiencia. Mirando hacia atrás vemos su intervención detrás de cada dificultad para sacarnos adelante, el empujón definitivo que nos hizo recomenzar de nuevo. «Cuando me pongo a considerar tantas gracias como he recibido de María Santísima, me parece ser como uno de esos santuarios marianos en cuyas paredes, recubiertas de exvotos, solo se lee esta inscripción: “Por gracia recibida de María”. Así me parece que estoy yo escrito por todas partes: “Por gracia recibida de María”.
»Todo buen pensamiento, toda buena voluntad, todo buen sentimiento de mi corazón: “Por gracia de María”».
Podríamos preguntarnos en esta fiesta de Nuestra Señora si la hemos sabido acoger como San Juan, si le decimos muchas veces, Monstra te esse matrem! ¡Muestra que eres Madre!, demostrando con nuestras obras que deseamos ser buenos hijos suyos.
III. La Virgen cumple su misión de Madre de los hombres intercediendo continuamente por ellos cerca de su Hijo. La Iglesia le da a María los títulos de «Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora», y Ella, con amor maternal, se encarga de alcanzarnos gracias ordinarias y extraordinarias, y aumenta nuestra unión con Cristo. Es más, «dado que María ha de ser justamente considerada como el camino por el que somos conducidos a Cristo, la persona que encuentra a María no puede menos de encontrar a Cristo igualmente».
La devoción filial a María es, pues, parte integrante de la vocación cristiana. En todo momento, hemos de recurrir, como por instinto, a Ella, que «consuela nuestro temor, aviva nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, disipa nuestros temores y anima nuestra pusilanimidad».
Es fácil llegar hasta Dios a través de su Madre. Todo el pueblo cristiano, sin duda por inspiración del Espíritu Santo, ha tenido siempre esa certeza divina. Los cristianos han visto siempre en María un atajo –«senda por donde se abrevia el camino»– para llegar ante el Señor.
Dios y Señor nuestro, que por la maternidad virginal de María entregaste a los hombres los bienes de la salvación, concédenos experimentar la intercesión de aquella de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida.
Con esta solemnidad de Nuestra Señora comenzamos un nuevo año. En verdad no puede haber mejor comienzo del año –y de todos los días de nuestra vida– que estando muy cerca de la Virgen. A Ella nos dirigimos con confianza filial, para que nos ayude a vivir santamente cada día del año; para que nos impulse a recomenzar si, porque somos débiles, caemos y perdemos el camino; para que interceda ante su divino Hijo a fin de que nos renovemos interiormente y procuremos crecer en amor de Dios y en servicio a nuestro prójimo. En las manos de la Virgen ponemos los deseos de identificarnos con Cristo, de santificar la profesión, de ser fieles evangelizadores. Repetiremos con más fuerza su nombre cuando las dificultades arrecien. Y Ella, que está siempre pendiente de sus hijos, cuando oiga su nombre en nuestros labios, vendrá con prisa a socorrernos. No nos dejará en el error o en el desvarío.
En el día de hoy, cuando contemplemos alguna imagen suya, le podemos decir, al menos mentalmente, sin palabras, ¡Madre mía!, y sentiremos que nos acoge y nos anima a comenzar este nuevo año que Dios nos regala, con la confianza de quien se sabe bien protegido y ayudado desde el Cielo.
El Señor se fije en ti y te conceda la PAZ.
Cuando miramos el rostro de Dios, cuando nos dejamos iluminar por él, nos descubrimos «hijos», capaces de perdonar y amar con la energía y la potencia del Espíritu que Dios envió a nuestros
corazones, y además una voz interior que nos llama a la libertad. El Espíritu no hace más que repetirme: ¡eres libre!
Pero nos dejamos atar por miles de cadenas. Nos cuesta ser libres.
Renunciamos a serlo, y a menudo nos atan las opiniones de los demás, las leyes de la sociedad de consumo, nuestras debilidades y pasiones... Por eso, este es también un año para buscar la paz personal, y redescubrir el sacramento del perdón, y para derrochar a tope la ternura por doquier, para repartir
misericordia a manos llenas.
Cuando me dejo llenar por la paz (shalom) de Dios, me convierto en
«instrumento de paz». Nos avisan de que continuarán este año los conflictos internacionales, pequeñas y grandes guerras
(Ucrania, Siria, Afganistán, Yemen, Etiopía, Libia... Y focos de violencia en tantas partes del mundo. No sé lo que cada uno podrá hacer al respecto (lo que sea, menos acostumbrarse o
quedarnos «indiferentes»). Empecemos por esas inacabables «guerras personales» y batallas privadas que nos traemos cada uno contra parientes, vecinos, personas de otras ideologías... ¡compañeros
de Eucaristía!
La aportación más preciosa a la novedad que Dios ha venido a traernos (en la tierra paz a los
hombres que ama el Señor) puede estar en que firmemos ya mismo la paz, y renunciemos a ir por ahí armados de envidia, chismes, rencores miserables, resentimientos, antipatías,
prejuicios y competencias de todo tipo. Nos escandalizan las enormes cifras invertidas en armas por las pequeñas y grandes potencias mundiales. Pero no caemos en la cuenta del derroche de
energías y recursos que empleamos nosotros mismos en sostener nuestras batallas personales, nuestras «guerras santas» para defender a nuestro todopoderoso y omnipotente «YO». Estas energías son
capaces de ir apagando la luz del rostro de Dios, dejándonos a oscuras. Como dice la Primera carta de San Juan: Quien dice que
está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las
tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Si no acogemos la luz, la Paz que Dios nos ofrece, este nuevo año sería viejo, viejísimo, tanto como Adán y Caín. Y las cosas serán «siempre de la misma manera». Es tarea de cada uno ver en qué se ha quedado viejo, cuánto trasto inútil hay que quitar de en medio. Dónde
hay que sembrar paz. Y cuáles van a ser sus verdaderas fuentes de«novedad».
Por eso te deseo de corazón que hagas de este 2023 un año
realmente NUEVO.
¡Ah! Yo creo que si deseamos de veras a alguien un «feliz año nuevo» es porque estamos dispuestos a poner de nuestra parte para que el otro tenga también un año que sea de veras nuevo.
Vivir más pendientes de la felicidad de los otros es un estupendo propósito (¡el mejor?). Por eso, quien mejor y con más verdad puede desearte un Año Nuevo es Dios. Que El te bendiga, te
descubra tu rostro de Hijo, ilumine tus pasos y te dé la paz con los hermanos y contigo mismo. Amén