Dios es constante en su amor
La celebración de hoy me trae a la memoria aquel refrán que dice “qué poco dura la alegría en la casa del pobre”. Pasamos muy rápidamente de la celebración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén a la lectura de la Pasión. Todo en la misma celebración. Oímos al pueblo aclamar a Jesús a su entrada en Jerusalén. Y poco después es el mismo pueblo el que grita ante Pilatos exigiendo que éste condene a Jesús a morir en la cruz.
Hoy nos podemos encontrar nosotros reflejados en ese pueblo. Ya hemos terminado la Cuaresma. Esos cuarenta días nos han ayudado probablemente a conocernos un poco mejor. Sabemos de nuestras incoherencias, de nuestras infidelidades, de nuestras debilidades. Al repasar nuestra vida recordamos que ha habido momentos en los que nos hemos dejado llevar por el entusiasmo. Fueron momentos en los que nos identificamos con Pedro y, como él, le dijimos a Jesús que le íbamos a seguir a donde fuese necesario, que siempre estaríamos a su lado. Como el pueblo de Jerusalén a la entrada de Jesús sobre el borrico, le aclamamos como nuestro señor y nuestro salvador.
Pero también recordamos los muchos momentos en que hemos sido también como ese pueblo de Jerusalén pero unos días más tarde. O como Pedro en el momento de la dificultad. Le hemos negado, hemos abandonado sus caminos y hemos puesto el corazón y la vida y la esperanza en otros señores que nos han llevado inevitablemente a la esclavitud y a la muerte. Como el pueblo de Jerusalén en el momento de la Pasión, hemos gritado “Crucifícale”. Y como Pedro hemos preferido decir que no le conocíamos de nada, que nosotros no sabemos nada y que nunca nos hemos cruzado con ese señor al que llaman Jesús.
Nuestra vida se va haciendo también de esas inconstancias e incoherencias. Pero frente a todo ello está la coherencia y constancia de Jesús, el Hijo de Dios, el enviado del Padre, empeñado en mostrarnos su amor hasta el final, hasta dar la vida totalmente por nosotros. Dios es tozudo en su amor. No se mueve ni un centímetro y, aunque nosotros digamos que no le conocemos de nada, sigue reconociéndonos como hijos y hermanos, como miembros queridos de su familia. Ahí está la clave de la celebración de la Semana Santa. Recordamos el amor de Dios por nosotros. Más fuerte que la muerte y, por supuesto, más fuerte que nuestro mismo pecado. El punto clave para entenderlo está en la mirada que lanza Jesús a Pedro cuando éste le ha negado por tercera vez. Fue una mirada llena de cariño. Le conocía bien en su debilidad. Pero no por eso le amaba menos. Hoy esa mirada nos llega a cada uno de nosotros. Nos conoce bien. Por dentro y por fuera. Y nos mira con cariño y amor total.
DOMINGO DE RAMOS
Marcos 11, 1-10
Cuando Jesús y los suyos iban de camino a Jerusalén, al llegar a Betfagé y Betania, cerca del monte de los Olivos, les dijo a dos de sus discípulos: "Vayan al pueblo que ven allí enfrente, al entrar, encontrarán amarrado un burro que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganmelo. Si alguien les pregunta por qué lo hacen, contéstenle: "El Señor lo necesita y lo devolverá pronto".
Fueron y encontraron al burro en la calle, atado junto a una puerta, y lo desamarraron. Algunos de los que allí estaban les preguntaron: "¿Por qué sueltan al burro?" Ellos le contestaron lo que había dicho Jesús y ya nadie los molestó.
Llevaron el burro, le echaron encima los mantos y Jesús montó en él. Muchos extendían su manto en el camino, y otros lo tapizaban con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante de Jesús y los que lo seguían, iban gritando vivas: "¡Hosana! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David! ¡Hosana en el cielo!".
Evangelio según San Marcos, capítulo 14, versículos del 1 al 15,47
Unción de Jesús en Betania.
1. Dos días después era la Pascua y los Azimos, y los sumos sacerdotes y los escribas, buscaban cómo podrían apoderarse de Él con engaño y matarlo.
2. Mas decían: "No durante la fiesta, no sea que ocurra algún tumulto en el pueblo".
3. Ahora bien, hallándose Él en Betania, en casa de Simón, el Leproso, y estando sentado a la mesa, vino una mujer con un vaso de alabastro lleno de ungüento de nardo puro de gran precio; y quebrando el alabastro, derramó el ungüento sobre su cabeza.
4. Mas algunos de los presentes indignados interiormente, decían: "¿A qué este despilfarro de ungüento?
5. Porque el ungüento este se podía vender por más de trescientos denarios, y dárselos a los pobres". Y bramaban contra ella.
6. Mas Jesús dijo: "Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo.
7. Porque los pobres los tenéis con vosotros siempre, y podéis hacerles bien cuando queráis; pero a Mí no me tenéis siempre.
8. Lo que ella podía hacer lo ha hecho. Se adelantó a ungir mi cuerpo para la sepultura.
9. En verdad, os digo, dondequiera que fuere predicado este Evangelio, en el mundo entero, se narrará también lo que acaba de hacer, en recuerdo suyo".
10. Entonces, Judas Iscariote, que era de los Doce, fue a los sumos sacerdotes, con el fin de entregarlo a ellos.
11. Los cuales al oírlo se llenaron de alegría y prometieron darle dinero. Y él buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
La ultima cena.
12. El primer día de los Azimos, cuando se inmolaba la Pascua, sus discípulos le dijeron: "¿Adónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas la Pascua?"
13. Y envió a dos de ellos, diciéndoles: "Id a la ciudad, y os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle,
14. y adonde entrare, decid al dueño de casa: "El Maestro dice: ¿Dónde está mi aposento en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?"
15. Y él os mostrará un cenáculo grande en el piso alto, ya dispuesto; y allí aderezad para nosotros".
16. Los discípulos se marcharon, y al llegar a la ciudad encontraron como Él había dicho; y prepararon la Pascua.
Institución de la Eucaristía.
17. Venida la tarde, fue Él con los Doce.
18. Y mientras estaban en la mesa y comían, Jesús dijo: "En verdad os digo, me entregará uno de vosotros que come conmigo".
19. Pero ellos comenzaron a contristarse, y a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo?".
20. Respondióles: "Uno de los Doce, el que moja conmigo en el plato.
21. El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay del hombre, por quien el Hijo del hombre es entregado! Más le valdría a ese hombre no haber nacido".
22. Y mientras ellos comían, tomó pan, y habiendo bendecido, partió y dio a ellos y dijo: "Tomad, éste es el cuerpo mío".
23. Tomó luego un cáliz, y después de haber dado gracias dio a ellos; y bebieron de él todos.
24. Y les dijo: "Esta es la sangre mía de la Alianza, que se derrama por muchos.
25. En verdad, os digo, que no beberé ya del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beberé nuevo en el reino de Dios".
26. Y después de cantar el himno, salieron para el monte de los olivos.
Promesas de fidelidad.
27. Entonces Jesús les dijo: "Vosotros todos os vais a escandalizar, porque está escrito: "Heriré al pastor, y las ovejas se dispersarán".
28. Mas después que Yo haya resucitado, os precederé en Galilea".
29. Díjole Pedro: "Aunque todos se escandalizaren, yo no".
30. Y le dijo Jesús: "En verdad, te digo: que hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces, tú me negarás tres".
31. Pero él decía con mayor insistencia: "¡Aunque deba morir contigo, jamás te negaré!". Esto mismo dijeron también todos.
Agonía de Jesús en Getsemaní.
32. Y llegaron al huerto llamado Getsemaní, y dijo a sus discípulos: "Sentaos aquí mientras hago oración".
33. Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan; y comenzó a atemorizarse y angustiarse.
34. Y les dijo: "Mi alma está moralmente triste; quedaos aquí y velad".
35. Y yendo un poco más lejos, se postró en tierra, y rogó a fin de que, si fuese posible, se alejase de Él esa hora;
36. y decía: "¡Abba, Padre! ¡todo te es posible; aparta de Mí este cáliz; pero, no como Yo quiero, sino como Tú!"
37. Volvió y los halló dormidos; y dijo a Pedro: "¡Simón! ¿duermes? ¿No pudiste velar una hora?
38. Velad y orad para no entrar en tentación. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil".
39. Se alejó de nuevo y oró, diciendo lo mismo.
40. Después volvió y los encontró todavía dormidos; sus ojos estaban en efecto cargados, y no supieron qué decirle.
41. Una tercera vez volvió, y les dijo: "¿Dormís ya y descansáis? ¡Basta! llegó la hora. Mirad: ahora el Hijo del hombre es entregado en las manos de los pecadores.
42. ¡Levantaos! ¡Vamos! Se acerca el que me entrega".
Prisión de Jesús.
43. Y al punto, cuando El todavía hablaba, apareció Judas, uno de los Doce, y con él una tropa armada de espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos.
44. Y el que lo entregaba, les había dado esta señal: "Aquel a quien yo daré un beso, Él es: prendedlo y llevadlo con cautela".
45. Y apenas llegó, se acercó a Él y le dijo: "Rabí", y lo besó.
46. Ellos, pues, le echaron mano, y lo sujetaron.
47. Entonces, uno de los que ahí estaban, desenvainó su espada, y dio al siervo del sumo sacerdote un golpe y le amputó la oreja.
48. Y Jesús, respondiendo, les dijo: "Como contra un bandolero habéis salido, armados de espadas y palos, para prenderme.
49. Todos los días estaba Yo en medio de vosotros enseñando en el Templo, y no me prendisteis. Pero (es) para que se cumplan las Escrituras".
50. Y abandonándole, huyeron todos.
51. Cierto joven, empero, lo siguió, envuelto en una sábana sobre el cuerpo desnudo, y lo prendieron;
52. pero él soltando la sábana, se escapó de ellos desnudo.
53. Condujeron a Jesús a casa del Sumo Sacerdote, donde se reunieron todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los escribas.
54. Pedro lo había seguido de lejos hasta el interior del palacio del Sumo Sacerdote, y estando sentado con los criados se calentaba junto al fuego.
Ante Caifás.
55. Los sumos sacerdotes, y todo el Sanhedrín, buscaban contra Jesús un testimonio para hacerlo morir, pero no lo hallaban.
56. Muchos, ciertamente, atestiguaron en falso contra Él, pero los testimonios no eran concordes.
57. Y algunos se levantaron y adujeron contra El este falso testimonio:
58. "Nosotros le hemos oído decir: Derribaré este Templo hecho de mano de hombre, y en el espacio de tres días reedificaré otro no hecho de mano de hombre".
59. Pero aun en esto el testimonio de ellos no era concorde.
60. Entonces, el Sumo Sacerdote, se puso de pie en medio e interrogó a Jesús diciendo: "¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra Ti?"
61. Pero Él guardó silencio y nada respondió. De nuevo, el Sumo Sacerdote lo interrogó y le dijo: "¿Eres Tú el Cristo, el Hijo del Bendito?"
62. Jesús respondió: "Yo soy. Y veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder, y viniendo en las nubes del cielo".
63. Entonces, el Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos, y dijo: "¿Qué necesidad tenemos ahora de testigos?
64. Vosotros acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?" Y ellos todos sentenciaron que Él era reo de muerte.
65. Y comenzaron algunos a escupir sobre Él y, velándole el rostro, lo abofeteaban diciéndole: "¡Adivina!" Y los criados le daban bofetadas.
Pedro niega a Cristo.
66. Mientras Pedro estaba abajo, en el patio, vino una de las sirvientas del Sumo Sacerdote,
67. la cual viendo a Pedro que se calentaba, lo miró y le dijo: "Tú también estabas con el Nazareno Jesús".
68. Pero él lo negó, diciendo: "No sé absolutamente qué quieres decir". Y salió fuera, al pórtico, y cantó un gallo.
69. Y la sirvienta, habiéndolo visto allí, se puso otra vez a decir a los circunstantes: "Este es uno de ellos". Y él lo negó de nuevo.
70. Poco después los que estaban allí, dijeron nuevamente a Pedro: "Por cierto que tú eres de ellos; porque también eres galileo".
71. Entonces, comenzó a echar imprecaciones y dijo con juramento: "Yo no conozco a ese hombre del que habláis".
72. Al punto, por segunda vez, cantó un gallo. Y Pedro se acordó de la palabra que Jesús le había dicho: "Antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres", y rompió en sollozos.
Jesús ante Pilato.
1. Inmediatamente, a la madrugada, los sumos sacerdotes tuvieron consejo con los ancianos, los escribas y todo el Sanhedrín, y después de atar a Jesús, lo llevaron y entregaron a Pilato.
2. Pilato lo interrogó: "¿Eres Tú el rey de los judíos?" Él respondió y dijo: "Tú lo dices".
3. Como los sumos sacerdotes lo acusasen de muchas cosas,
4. Pilato, de nuevo, lo interrogó diciendo: "¿Nada respondes? Mira de cuántas cosas te acusan".
5. Pero Jesús no respondió nada más, de suerte que Pilato estaba maravillado.
Pospuesto a Barrabas.
6. Mas en cada fiesta les ponía en libertad a uno de los presos, al que pedían.
7. Y estaba el llamado Barrabás, preso entre los sublevados que, en la sedición, habían cometido un homicidio.
8. Por lo cual la multitud subió y empezó a pedirle lo que él tenía costumbre de concederles.
9. Pilato les respondió y dijo: "¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?"
10. Él sabía, en efecto, que los sumos sacerdotes lo habían entregado por envidia.
11. Mas los sumos sacerdotes incitaron a la plebe para conseguir que soltase más bien a Barrabás.
12. Entonces, Pilato volvió a tomar la palabra y les dijo: "¿Qué decís pues que haga al rey de los judíos?"
13. Y ellos, gritaron: "¡Crucifícalo!"
14. Díjoles Pilato: "Pues, ¿qué mal ha hecho?" Y ellos gritaron todavía más fuerte: "¡Crucifícalo!"
15. Entonces Pilato, queriendo satisfacer a la turba les dejó en libertad a Barrabás; y después de haber hecho flagelar a Jesús, lo entregó para ser crucificado.
El rey de burlas coronado de espinas.
16. Los soldados, pues, lo condujeron al interior del palacio, es decir, al pretorio, y llamaron a toda la cohorte.
17. Lo vistieron de púrpura, y habiendo trenzado una corona de espinas, se la ciñeron.
18. Y se pusieron a saludarlo: "¡Salve, rey de los judíos".
19. Y le golpeaban la cabeza con una caña, y lo escupían, y le hacían reverencia doblando la rodilla.
20. Y después que se burlaron de Él, le quitaron la púrpura, le volvieron a poner sus vestidos, y se lo llevaron para crucificarlo.
Simón de Cirene.
21. Requisaron a un hombre que pasaba por allí, volviendo del campo, Simón Cireneo, el padre de Alejandro y de Rufo, para que llevase la cruz de Él.
22. Lo condujeron al lugar llamado Gólgota, que se traduce: "Lugar del Cráneo".
Crucifixión de Jesús.
23. Y le ofrecieron vino mezclado con mirra, pero El no lo tomó.
24. Y lo crucificaron, y se repartieron sus vestidos, sorteando entre ellos la parte de cada cual.
25. Era la hora de tercia cuando lo crucificaron.
26. Y en el epígrafe de su causa estaba escrito: "El rey de los judíos".
27. Y con Él crucificaron a dos bandidos, uno a la derecha, y el otro a la izquierda de Él.
28. Así se cumplió la Escritura que dice: "Y fue contado entre los malhechores".
29. Y los que pasaban, blasfemaban de Él meneando sus cabezas y diciendo: "¡Bah, El que destruía el Templo, y lo reedificaba en tres días!
30. ¡Sálvate a Ti mismo, bajando de la cruz!"
31. Igualmente los sumos sacerdotes escarneciéndole, se decían unos a otros con los escribas: "¡Salvó a otros, y no puede salvarse a sí mismo!
32. ¡El Cristo, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que veamos y creamos!" Y los que estaban crucificados con Él, lo injuriaban también.
33. Y cuando fue la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona.
34. Y a la hora nona, Jesús gritó con una voz fuerte: "Eloí, Eloí, ¿lamá sabacthani?", lo que es interpretado: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
35. Oyendo esto, algunos de los presentes dijeron: "¡He ahí que llama a Elías!"
36. Y uno de ellos corrió entonces a empapar con vinagre una esponja, y atándola a una caña, le ofreció de beber, y decía: "Vamos a ver si viene Elías a bajarlo".
37. Mas Jesús, dando una gran voz, expiró.
38. Entonces, el velo del Templo se rasgó en dos partes, de alto a bajo.
39. El centurión, apostado enfrente de Él, viéndolo expirar de este modo, dijo: "¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!"
40. Había también allí unas mujeres mirando desde lejos, entre las cuales también María la Magdalena, y María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé,
41. las cuales cuando estaban en Galilea, lo seguían y lo servían, y otras muchas que habían subido con Él a Jerusalén.
Sepultura de Jesús.
42. Llegada ya la tarde, como era día de Preparación, es decir, víspera del día sábado,
43. vino José, el de Arimatea, noble consejero, el cual también estaba esperando el reino de Dios. Este se atrevió a ir a Pilato, y le pidió el cuerpo de Jesús.
44. Pilato, se extrañó de que estuviera muerto; hizo venir al centurión y le preguntó si había muerto ya.
45. Informado por el centurión, dio el cuerpo a José;
46. el cual habiendo comprado una sábana, lo bajó, lo envolvió en el sudario, lo depositó en un sepulcro tallado en la roca, y arrimó una loza a la puerta del sepulcro.
47. Entre tanto, María la Magdalena y María la de José observaron dónde era sepultado.
Sexto Domingo de Cuaresma
Domingo de Ramos
Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén
Desde la cima del monte de los Olivos, Jesús contempla la ciudad de Jerusalén, y llora por ella. Mira cómo la ciudad se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera. Lleno de misericordia se compadece de esta ciudad que le rechaza. Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en palabras... En nuestra vida tampoco ha quedado nada por intentar.
I. Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un humilde borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes (Zacarías 4, 4). Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos; esta gente conocía bien las profecías y se llena de júbilo. Jesús admite el homenaje. Su triunfo es sencillo, sobre un pobre animal por trono. Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Hoy nos puede servir de jaculatoria repitiendo: Como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, citado por A. VÁZQUEZ DE PRADA). El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esta ciudad, será clavado en la Cruz.
II. Desde la cima del monte de los Olivos, Jesús contempla la ciudad de Jerusalén, y llora por ella. Mira cómo la ciudad se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera. Lleno de misericordia se compadece de esta ciudad que le rechaza. Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en palabras... En nuestra vida tampoco ha quedado nada por intentar. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Sin embargo, podemos rechazarlo como Jerusalén. Es el misterio de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. Hoy nos preguntamos: ¿Cómo estamos respondiendo a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente?
III. Nosotros sabemos que aquella entrada triunfal fue muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto y cinco días más tarde el hosanna se transformó en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. Somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz. No nos separemos de la Virgen. Ella nos enseñará a ser constantes.
Domingo de Ramos
Cristo entra en Jerusalén; Cristo nos habla del grano de trigo, nos habla de ser exaltados en la cruz, y nos hace una pregunta que tenemos que responder: “¿Puedes beber del cáliz que yo beberé?”.
El día de hoy para acompañar a Cristo en su pasión, su muerte y su resurrección, vamos a centrar nuestra reflexión en la entrada de Cristo a Jerusalén
La entrada Mesiánica de Jesús en Jerusalén, tal como la presenta San Juan, se encuentra centrada en un contexto muy particular. No hay que olvidar que los evangelios son una carga espiritual, teológica, de presencia de Cristo. Por así decirlo, son un retrato descrito.
San Juan ubica la entrada de Cristo en Jerusalén, por una parte, en el contexto de la unción de Betania, en la que se ha vuelto a hablar de la resurrección. Junto con este aspecto de la resurrección aparece, como sombra constante, la determinación de los sumos sacerdotes para deshacerse de Cristo. Y como un segundo trasfondo de la entrada de Cristo en Jerusalén está el contexto del discurso de Jesús sobre el grano de trigo que tiene que caer y morir para dar fruto.
Dice el Evangelio: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”. En el texto del grano de trigo se vuelve a repetir el mismo dinamismo que se encierra en la voz de “lo he glorificado”, junto con la conciencia clara de la presencia inminente de la pasión.
A nosotros nos llama mucho la atención que todo el misterio de la entrada de Jesús en Jerusalén quiera estar enmarcado en este contraluz de muerte y resurrección (el grano de trigo que muere para poder dar fruto), pero, independientemente de que pueda ser un poco literario, este contexto nos permite ver lo que es exactamente la entrada de Cristo en Jerusalén.
Por una parte vemos que el pueblo realiza lo que estaba escrito que tenía que realizar: “Esto no lo comprendieron sus discípulos de momento; pero cuando Jesús fue glorificado, se dieron cuenta de que esto estaba escrito sobre él, y que era lo que le habían hecho”.
Por otra parte, la voz del pueblo es un signo que indica lo que Cristo es verdaderamente: “Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel”. Sin embargo, como tantas veces sucede con Cristo, los hombres actúan sin saber que están actuando de una forma profética. El pueblo no sabe lo que hace, pero aclama el triunfo y el éxito maravilloso de un taumaturgo que resucitará. Además, las palabras de la gente tienen un total carácter de proclamación mesiánica, por la que Cristo se presenta como liberador de Israel. Y así, Cristo cumple un gesto mesiánico que Zacarías había profetizado: “No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna”. Cristo se sienta en el asno, aceptando con ello el que se le proclame Rey, realizando así la profecía de Zacarías.
Sin embargo, esto no obscurece su conciencia de que su mesianismo no es de tipo mundano, sino que esta unción como Mesías, esta proclamación, es el camino que lo va a llevar a la cruz. No hay que olvidar que el Mesías es el que resume, en sí mismo, todos los símbolos de Israel: el profeta, el sacerdote, el rey. Y como dijo el mismo Cristo, es el profeta que va a morir en Jerusalén, y es el sacerdote que llega hasta donde está el templo para ofrecer el sacrificio.
Pero, junto con esta visión externa que nos puede ayudar a preguntarnos: ¿qué tanto soy capaz de seguir a este Cristo, que como rey, profeta y sacerdote va a ser sacrificado por mí?, yo les invitaría a contemplar el alma de Cristo, el interior de Cristo en su entrada a Jerusalén.
El alma de Cristo tiene ante sí, con una gran claridad, el plan de Dios sobre Él. Cristo sabe que Dios ha querido unir su glorificación con el misterio de la pasión. Es una gloria que pasa a través de la infamia y del rechazo de los hombres, una gloria que pasa por la paradoja de los planes de Dios, una gloria que quiere pasar por la total donación del Hijo de Dios para la salvación de los hombres.
Cristo tiene claro en su alma este plan de Dios, y con toda libertad y con toda decisión, lo acepta. Él sabe que al ser proclamado Rey, y al entrar en Jerusalén como Mesías, está firmando la sentencia que le lleva al sacrificio, y sin embargo, lo hace. “Entonces los fariseos comentaban entre sí: “¿Veis cómo no adelantáis nada?, todo el mundo se ha ido tras él”. Él sabe que la exaltación real que a Él se le dará cuando sea levantado, es la de la cruz, la del cuerpo para el sacrificio.
La cruz será su gloria de dominio, será su palabra profética de discernimiento y también será la unción con la que su cuerpo será marcado como sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza. La cruz será su trono de dominio desde el que Él va a atraer a todos los hombres hacia sí mismo: “Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. En su alma aparece el deseo de donarse, porque ha llegado la hora para la que había venido al mundo, la hora del designio de amor sobre la humanidad, la hora por la que Dios entre, de modo definitivo, en la vida de los hombres por la gracia de la redención.
Sin embargo, todos los sentimientos se van mezclando en Cristo. Así como es consciente de que ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre, es también consciente de que el grano de trigo tiene que caer en tierra para poder dar fruto: “Pero mi alma se turba, ¿y cómo voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero es para esta hora que yo he venido al mundo”.
Podríamos terminar con una reflexión sobre nosotros mismos, sin olvidar que nuestra vocación cristiana también es una perspectiva de la luz que pasa a través de la cruz: Mi vocación es luminosa solamente cuando pasa a través de la cruz. Tiene que pasar por el mismo camino de Cristo: la aceptación generosa de la cruz, la aceptación generosa de los signos que nos llevan a la cruz.
Para Cristo, el signo de la entrada de Jerusalén, es el signo que le lleva a la cruz; para nosotros cristianos, nuestro Bautismo es un signo que nos indica, necesariamente, la presencia de la cruz de Cristo. Se trata de ser seguidor de Cristo, marcado con el signo indeleble de la cruz en el corazón y en la vida. El cristiano ha de ser capaz, como Cristo, de recoger los frutos de vida eterna del árbol fecundo de la cruz, para uno mismo y para sus hermanos.
Para quien juzga según Dios, la abnegación es Sabiduría Divina envuelta en el misterio de Cristo crucificado. No existe otro camino para ser seguidor de Aquél que no ha venido para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos.
Toda la vida de Cristo, y particularmente su pasión, tiene un profundo significado de servicio para la gloria del Padre y para la salvación de los hombres. El Primogénito de toda criatura —al cual corresponde el primado sobre todas las cosas que son en el cielo y en la tierra—, el que viene en el nombre del Señor, el rey de Israel, se ha hecho siervo de todos los hombres y dado a muerte en rescate de sus pecados.
Cristo entra en Jerusalén; Cristo nos habla del grano de trigo, nos habla de ser exaltados en la cruz, y nos hace una pregunta que tenemos que responder: “¿Puedes beber del cáliz que yo beberé?”.
El Domingo de Ramos denota el comienzo de los Días Santos, La Semana Mayor, La Semana Santa. Es así como le llamamos a esta semana. Para la celebración de esta semana nos hemos estado preparando durante las semanas anteriores. En este domingo la Palabra de Dios nos presenta dos acontecimientos:
Es interesante el comparar las actitudes de quienes acompañan a Jesús en cada acontecimiento. En el primer momento, reciben a Jesús llenos de júbilo y con mucho entusiasmo, en ese momento, Jesús es la persona de mayor importancia entre los que van entrando a Jerusalén, todos le aclaman y se desviven por estar a su lado. En cambio, cuando escuchamos el relato de la Pasión de Jesús, cambia el panorama. En este acontecimiento vemos a Jesús rechazado, lo han dejado solo, sus amigos le han traicionado e incluso le han negado, la muchedumbre grita pero no de júbilo, sino para pedir que le crucifiquen.
De muchas formas esta podría ser la historia de nuestra vida, de nuestras relaciones con Jesús. Un día estamos gozosos, llenos de buenas intenciones para seguir a Jesús, le aclamamos pensando que Él es nuestro Rey, nuestro Salvador pero cuando las cosas se nos ponen difíciles, cuando nos encontramos ante algunas exigencias de cambio en nuestras vidas tendemos a imitar a aquellos que le acompañaron en el relato de la Pasión.
En esta Semana Santa, la reflexión y la oración sobre estos acontecimientos y las contradicciones que pueden existir en nuestras vidas, nos pueden llevar a un mayor acercamiento a Jesús, a vivir el Evangelio con mayor autenticidad. Es así como se distinguen los discípulos de Jesús. El verdadero discípulo es persona de oración y reflexión. Es persona que trata de conformar su vida de acuerdo a las enseñanzas del Evangelio. Es dócil al Espíritu de Dios. Nadie conoce los secretos de Dios sino su propio Espíritu. Nosotros hemos recibido este Espíritu para conocer lo que viene de Dios.
En la carta a los Filipenses al igual que en otros lugares del Nuevo Testamento se nos presentan las actitudes de Jesús:
Como discípulos de Jesús queremos imitarle, seguir sus pasos. En esta Semana Santa Jesús nos hace la invitación para que hagamos nuestras sus actitudes.
Para la reflexión:
Cuando llegaba a Jerusalén para celebrar la pascua, Jesús les pidió a sus discípulos traer un burrito y lo montó. Antes de entrar en Jerusalén, la gente tendía sus mantos por el camino y otros cortaban ramas de árboles alfombrando el paso, tal como acostumbraban saludar a los reyes.
Los que iban delante y detrás de Jesús gritaban: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!"
Entró a la ciudad de Jerusalén, que era la ciudad más importante y la capital de su nación, y mucha gente, niños y adultos, lo acompañaron y recibieron como a un rey con palmas y ramos gritándole “hosanna” que significa “Viva”. La gente de la ciudad preguntaba ¿quién es éste? y les respondían: “Es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”. Esta fue su entrada triunfal.
La muchedumbre que lo seguía estaba formada por hombres, mujeres y niños, cada uno con su nombre, su ocupación, sus cosas buenas y malas, y con el mismo interés de seguir a Jesús. Algunas de estas personas habían estado presentes en los milagros de Jesús y habían escuchado sus parábolas. Esto los llevó a alabarlo con palmas en las manos cuando entró en Jerusalén.
Fueron muchos los que siguieron a Cristo en este momento de triunfo, pero fueron pocos los que lo acompañaron en su pasión y muerte.
Mientras esto sucedía, los sacerdotes judíos buscaban pretextos para meterlo en la cárcel, pues les dio miedo al ver cómo la gente lo amaba cada vez más y como lo habían aclamado al entrar a Jerusalén.
Es una oportunidad para proclamar a Jesús como el rey y centro de nuestras vidas. Debemos parecernos a esa gente de Jerusalén que se entusiasmó por seguir a Cristo. Decir “que viva mi Cristo, que viva mi rey...” Es un día en el que le podemos decir a Cristo que nosotros también queremos seguirlo, aunque tengamos que sufrir o morir por Él. Que queremos que sea el rey de nuestra vida, de nuestra familia, de nuestra patria y del mundo entero. Queremos que sea nuestro amigo en todos los momentos de nuestra vida.
La Misa se inicia con la procesión de las palmas. Nosotros recibimos las palmas y decimos o cantamos “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. El sacerdote bendice las palmas y dirige la procesión. Luego se comienza la Misa. Se lee el Evangelio de la Pasión de Cristo.
Al terminar la Misa, nos llevamos las palmas benditas a nuestro hogar. Esto nos debe recordar que Jesús es nuestro rey y que debemos siempre darle la bienvenida en nuestro hogar. Es importante no hacer de esta costumbre una superstición pensando que por tener nuestra palma, no van a entrar ladrones a nuestros hogares y que nos vamos a librar de la mala suerte.
Bendice Señor nuestro hogar.
Que tu Hijo Jesús y la Virgen María reinen en él.
Por tu intercesión danos paz, amor y respeto, para que respetándonos y amándonos los sepamos honrar en nuestra vida familiar, sé tú, el Rey en nuestro hogar.
Amén.
Autor: Tere Fernández | Fuente: www.catholic.net
En el umbral de la Semana Santa nada parece más adecuado que aclarar el por qué y para qué de todo lo que celebramos en estos días.
Envueltos en la “cultura” del espectáculo -que hace del hombre más espectador que protagonista- nos vemos expuestos al peligro de considerar desde esta perspectiva la realidad de la obra de Dios en Cristo, que, ciertamente, fue espectacular por su hondura y verdad, pero no fue un espectáculo.
En unos días en que los templos abren sus puertas, y las calles, mitad museos y mitad iglesias, se convierten en un espacio y exposición singular de arte y religiosidad, ¿cuántos nos detenemos a pensar que “todo eso” fue por nosotros, y no porque sí?
Es verdad que no faltan quienes interpretan reductivamente la vida y muerte de Jesús, prescindiendo de esta referencia -por nosotros-. Puede que esa sea una lectura “neutral”, pero, ciertamente, no es una lectura “inspirada”. Porque, si es cierto que la muerte de Jesús tuvo unas motivaciones lógicas (su oposición a ciertos estamentos y planteamientos de la sociedad de su tiempo que se vieron amenazos por su predicación y su comportamiento), también lo es, sobre todo, que no estuvo desprovista de motivaciones teológicas. El mismo Jesús temió esta tergiversación o reducción y avanzó unas claves obligadas de lectura.
Jesús previó su muerte, la asumió, la protagonizó y la interpretó para que no le arrancaran su sentido, para que no la instrumentalizaran ni la tergiversaran.
La Semana Santa, a través de su liturgia y de las manifestaciones de la religiosidad popular, debe contribuir a reconocer e interiorizar con gratitud el amor de Dios en nuestro favor manifestado en Cristo, y a anunciarlo con responsabilidad, concretándolo en el amor fraterno.
Si nos desconectamos, o no nos sentimos afectados por su muerte y resurrección quedaremos suspendidos en un vertiginoso vacío. Si no vivimos y no vibramos con la verdad más honda de la Semana Santa, las celebraciones de estos días podrán no superar la condición de un “pasacalles” piadoso.
Si, por el contrario, nos reconocemos destinatarios preferenciales de esa opción radical de amor, directamente afectados e implicados en ella, hallaremos la serenidad y la audacia suficientes para afrontar las alternativas de la vida con entidad e identidad cristianas.
La Semana Santa no puede ser solo la evocación de la Pasión de Cristo; esto es importante, pero no es suficiente. La Semana Santa debe ser una provocación a renovar la pasión por Cristo.
Celebrar la Pasión de Cristo no debe llevarnos solo a considerar hasta dónde nos amó Jesús, sino a preguntarnos hasta dónde le amamos nosotros.
¡Todo transcurre en tan breve espacio de tiempo! De las palmas, a la cruz; del “Hosanna”, al “Crucifícalo”… A veces uno tiene la impresión de que no disponemos de tiempo -o no dedicamos tiempo- para asimilar las cosas. Deglutimos pero no degustamos, consumimos pero no asimilamos la riqueza litúrgica de estos días y la profundidad de sus símbolos, muchas veces banalizados y comercializados.
Convertida en Semana de “interés turístico”, “artístico” o “gastronómico”, ¿quién la reivindica como de “interés religioso”? Y, sin embargo, este su auténtico interés.
La Semana Santa es una semana para hacerse preguntas y para buscar respuestas. Para abrir el Evangelio y abrirse a él. Para releer el relato de la Pasión y ver en qué escena, en qué momento, en qué personaje me reconozco…
La Semana Santa debe llevarnos a descubrir los espacios donde hoy Jesús sigue siendo condenado, violentado y crucificado, y donde son necesarios “cireneos” y “verónicas” que den un paso adelante para enjugar y aliviar su sufrimiento y soledad.
Llegamos al domingo de Ramos, o también llamado: Domingo de la Pasión del Señor. De hecho, esta es la única vez que se proclama el evangelio de Pasión de Jesús en día de domingo durante todo el año litúrgico. Sin embargo, en los primeros siglos de la Iglesia, a cada domingo en la misa siempre se proclamaba toda la pasión y también la resurrección, y por eso prácticamente los cristianos todos, sabían de memoria todos estos relatos.
Es difícil hacer una reflexión, o una homilía, sobre un texto tan largo (este año son los capítulos 14 y 15 completos de Marcos). Son muchas los detalles que merecen nuestra detenida meditación y que nos ayudarían a crecer en la fe. Esta vez me gustaría poner a la luz el contraste entre la fidelidad de Jesús, revelación suprema del amor de Dios, y nuestra infidelidad.
Jesús en toda la pasión se mantuvo fiel en hacer la voluntad del Padre, fue preso, torturado, burlado, abrazó la cruz, fue crucificado, despreciado e insultado, y al final murió como testigo del amor hasta el extremo.
Los hombres, sin embargo, movidos por la envidia, lo entregaron a la muerte (“los jefes de los sacerdotes habían entregado a Jesús por envidia” Mc 15, 10);
· movidos por la codicia, lo vendieron (“Judas Iscariote, uno de los Doce, fue hasta los jefes de los sacerdotes para entregarles a Jesús. Ellos, al oírlo, se alegraron y prometieron darle dinero.” Mc 14, 10-11);
· movidos por la hipocresía, lo traicionaron con un beso (“Judas se acercó a esús llamándolo: «¡Maestro, Maestro!», y lo besó.” Mc 14, 45);
· movidos por el miedo, huyeron y lo abandonaron (“Y todos los que estaban con Jesús huyeron y lo abandonaron.” Mc 14, 50);
· movidos por la cobardía, lo negaron (“«Tú también andabas con Jesús de Nazaret.» Y Pedro lo negó: «No lo conozco ni sé de qué hablas.»” Mc 14, 68);
· movidos por la prepotencia, le pegaron y le escupieron (“Después, algunos se pusieron a escupirlo. Le cubrieron la cara para pegarle, mientras decían: «Adivina quién fue.»” Mc 14, 65);
· movidos por la ingratitud, eligieron a un asesino, prefiriendo dar libertad a un malhechor (“El pueblo pidió la libertad de Barrabás.” Mc 15, 11);
· motivados por la maldad, lo torturaron y se burlaron de él (“Lo vistieron con una capa roja y colocaron sobre su cabeza una corona trenzada con espinas. Después se pusieron a saludarlo: «¡Viva el rey de los judíos!» Y le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y luego, arrodillándose, le hacían reverencias.” Mc 15, 17-19);
· motivados por el despecho, lo insultaban sin ningún motivo (“Y también lo insultaban los que estaban crucificados con él.” Mc 15, 32).
Llama la atención que algunos de estos estaban obstinados en sus acciones desde un principio, como los jefes de los sacerdotes, o los guardias que hicieron con Jesús lo que hacían con todos los que caían en sus manos, más otros fueron llevados por el momento, pues antes hasta tenían buenas intenciones (como Pedro que algunos momentos antes había dicho: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.” Mc 14, 31) pero en el justo momento acabaron actuando de otro modo.
En verdad, la pasión de Cristo nos revela que somos capaces, aunque tengamos buenas intenciones. Creo que todos nosotros, mirando atentamente nuestra historia personal, podemos descubrir que muchas veces ya actuamos motivados por envidia, por hipocresía, por cobardía, por miedo, por prepotencia, con ingratitud, por maldad, o por despecho ... exactamente como aquellos del Evangelio. No nos debe escandalizar lo que hicieron estos hombres 2000 años atrás, pues en alguna medida, también nosotros lo repetimos en nuestro cotidiano. Nosotros prolongamos cada día la pasión de Cristo. El Jesús sufriente de nuestros días nos denuncia en nuestro mal comportamiento. Cuando lo traicionamos, lo comerciamos, lo abandonamos, lo torturamos, lo insultamos, o nos burlamos de Él, Él solamente nos mira, como miró hacia Pedro, en la esperanza que también nosotros nos demos cuenta del mal que estamos haciendo, y nos arrepintamos de nuestro pecado (“Y Pedro se puso a llorar.” Mc 14, 72).
Nos consuela que Jesús nos amó, y lo hizo hasta el extremo. Ni mismo cuando fue torturado y muerto fue capaz de dejar de amarnos. De hecho, en la cruz él aun rezó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lc 23, 34) Y sabemos que el Padre siempre ha escuchado la oración de Jesús.
En esta semana santa pidamos a Jesús ante todo la gracia de reconocer las situaciones en que concretamente también nosotros hoy continuamos crucificándolo, y que su mirada nos ayude a sinceramente llorar nuestros pecados.
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.
Hno. Mariosvaldo Florentino, capuchino.
En este Domingo de Ramos el Evangelio nos puede meter en los pensamientos de Dios. Veamos las circunstancias y con gran facilidad podemos darnos una idea de aquello que habrá estado pensando.
Entra como rey a la gran Jerusalén, en donde calles, plazas y casas traen a la memoria los sucesos que dentro de pocos días cambiarán la dignidad del hombre por el precio de la sangre de Dios.
Al ir entrando a la ciudad pudo ver a lo lejos un segundo piso de una casa que inmediatamente le habrá hecho pensar en aquella cena donde, con palabras que resonarían a lo largo de los siglos, decidirá acompañar a cada nueva generación, a cada familia unida o desunida, a cada alma abandonada en el amor. Habrá recordado este Jueves Santo en donde nos dejará el don de su propia persona.
Entra aclamado por las calles sobre un burrito y, viendo a todo aquel que le rodeaba, pudo haber pensado en los duros insultos de ese Viernes Santo… callado como manso cordero seguirá caminando debajo de una cruz que le recordará el peso de nuestros pecados.
Sigue avanzando y llega el momento en que ve levantarse el templo de Jerusalén; pudo haber visto en su imaginación la tarde en la que sería levantado sobre la cruz.
Este domingo, este Evangelio nos prepara para esta Semana Santa. Nos pone a dar un ágil vistazo sobre los sucesos que han cambiado el rumbo de la humanidad, han cambiado cada una de nuestras vidas y sostendrán todas nuestras esperanzas.
«Esta celebración tiene como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del Señor en Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al
mismo tiempo que se proclama solemnemente el relato del evangelio sobre su pasión. Por eso nuestro corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta medida lo que Jesús sintió en su
corazón en ese día, el día en que se regocijó con sus amigos y lloró sobre Jerusalén.»
(Homilía de S.S. Francisco, 9 de abril de 2017).
Hoy celebramos el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, y la liturgia nos ofrece como lectura evangélica para la Bendición de los ramos (Mc 11,1-10) la versión de Marcos de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, mientras la multitud le vitoreaba gritando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!”. Esa misma multitud anónima que recibió a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén es la misma que, en el Evangelio propio de la misa dominical (Mc 15,1-39), que nos presenta un adelanto de la Pasión, pide que liberen a Barrabás mientras todos gritan a viva voz: “¡Crucifícalo!; ¡Crucifícalo!”
Si comparamos la actitud de esa multitud anónima en ambas lecturas, vemos cuán volubles y manejables son las masas. Lo mismo podemos decir de nosotros. En un momento estamos alabando y bendiciendo al Señor mientras le recibimos en nuestros corazones, y al siguiente nos dejamos seducir por el maligno y terminamos dándole la espalda y “crucificándole”. Sí, cada vez que pecamos, estamos dando un martillazo en uno de los clavos que taladraron las manos y los pies de Jesús. Pero Él nos ama tanto que aun así ofreció su vida por los que lo asesinaron. “Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8).
Esta Semana Santa que comienza hoy nos presenta otra oportunidad de hacer introspección, examen de conciencia sobre nuestra actitud hacia Dios. ¿A cuál de las dos multitudes pertenezco?
Hoy se nos entregarán unos ramos benditos durante la celebración litúrgica. Unos ramos frescos, llenos de vida. Esos ramos eventualmente van a secarse, y luego serán quemados para convertirse en la ceniza que se nos va a imponer el miércoles de ceniza del próximo año. Así de efímera es nuestra vida, y en eso nos vamos a convertir. Hoy se nos brinda otra oportunidad. No sabemos si vamos a estar aquí el próximo año, el próximo mes, la próxima semana, mañana, esta noche… ¿En cuál de las multitudes nos sorprenderá?
Jesús nos ama con locura, con pasión; quiere relacionarse con nosotros; quiere nuestra salvación, para eso nos creó el Padre, por eso cuando le fallamos envió a su Hijo. Pero, como nos decía el P. Larrañaga, “Dios es un perfecto caballero”, es incapaz de imponerse. “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Jesús se ofreció a sí mismo como víctima propiciatoria por todos los pecados de la humanidad, cometidos y por cometer; los tuyos y los míos. Pero para poder recibir el beneficio de esa redención tenemos que acercarnos a Él, reconocerle, y reconocer nuestra culpa como lo hizo el buen ladrón. Y para eso Jesús nos dejó el sacramento de la reconciliación, y se lo encomendó a Su Iglesia a través de los apóstoles (Jn 20,22-23).
Si no la has hecho aún, esta Semana Santa es el momento propicio; ¡reconcíliate!
con María en el corazón. En el camino de la cuaresma surge con sencillez, sobriedad y humildad la figura de la Virgen. Como todo en
Ella, su discreción es fuente de inspiración. María es la gran creyente que vivió este tiempo de preparación cuaresmal en el silencio de la oración, recorriendo interiormente el camino de
su Hijo.
Uno comprende entonces que en el camino para vivir el misterio pascual del Señor hemos de caminar también al lado de la Virgen,
nuestra Madre. Imitando su silencio y su actitud de interioridad, premisas fundamentales para la escucha de la Palabra, para la conversión interior, para nacer de nuevo a Cristo y encontrarse con
Él, para meditar la Pasión, para despojarse de nuestros vestidos viejos y revestirnos de la vida nueva a la que nos invita Jesús.
Avanzar con María hacia Jerusalén haciendo el mismo camino de fe, comprometerse por el otro para alcanzar la plenitud de nuestra
esperanza en la Resurrección, para anhelar como Ella el amor de Dios, para vivir intensamente la caridad, para imitar sus virtudes que tan bien enseñó al propio Jesús, para transformar nuestro
corazón para que desborde misericordia, amor, paciencia, benignidad, esperanza, caridad con todos aquellos que nos rodean, para tener la fortaleza para vivir el camino de cruz, para dejarse guiar
hacia ese Cristo que morirá por nuestra salvación y resucitará para darnos la esperanza de la vida eterna.
¡Caminar con María en la Cuaresma! ¡Que gran orgullo y cuánta alegría!
Domingo de Ramos
ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN
— Entrada solemne, y a la vez sencilla, en Jerusalén. Jesús da cumplimiento a las antiguas profecías.
— El Señor llora sobre la ciudad. Correspondencia a la gracia.
— Alegría y dolor en este día: coherencia para seguir a Cristo hasta la Cruz.
I. «Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres».
Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde anterior, se habían congregado muchos fervientes discípulos suyos; unos eran paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la Pascua; otros eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro. Acompañado de esta numerosa comitiva, junto a otros que se le van sumando en el camino, Jesús toma una vez más el viejo camino de Jericó a Jerusalén, hacia la pequeña cumbre del monte de los Olivos.
Las circunstancias se presentaban propicias para un gran recibimiento, pues era costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los más importantes grupos de peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y manifestaciones de alegría. El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de esta entrada jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo asno que manda traer de Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén. El asno había sido en Palestina la cabalgadura de personajes notables ya desde el tiempo de Balaán.
El cortejo se organizó enseguida. Algunos extendieron su manto sobre la grupa del animal y ayudaron a Jesús a subir encima; otros, adelantándose, tendían sus mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre ellos como sobre un tapiz, y muchos otros corrían por el camino a medida que adelantaba el cortejo hacia la ciudad, esparciendo ramas verdes a lo largo del trayecto y agitando ramos de olivo y de palma arrancados de los árboles de las inmediaciones. Y, al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que había visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!.
Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes. Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana –y sobre todo los fariseos– conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice: Os digo que si estos callan gritarán las piedras.
Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, «se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 72, 23-24), tú me llevas por el ronzal».
Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse presente en nosotros a través de las circunstancias del vivir humano. También nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te... «Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte». Ut iumentum... como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.
El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.
II. El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel panorama, Jesús lloró.
Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un momento.
Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera: ¡Ay si conocieras por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos. Ve el Señor cómo sobre ella caerán otros días que ya no serán como este, día de alegría y de salvación, sino de desdicha y de ruina. Pocos años más tarde, la ciudad sería arrasada. Jesús llora la impenitencia de Jerusalén. ¡Qué elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de misericordia, se compadece de esta ciudad que le rechaza.
Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es siempre salvadora.
En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! «El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)».
La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Jesús lo intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir la puertas a la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. «Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: “Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido”».
¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos sí a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?
III. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: «Hosanna en el cielo».
Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.
«¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo–: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos».
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.
«La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria (Antífona de la distribución de los ramos). El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con Él a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia».
María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.