Décimo octavo Domingo
ciclo a
LOS BIENES MESIÁNICOS
— Multiplicación de los panes. Jesús cuida de quienes le siguen.
— Este milagro es, además, figura de la Sagrada Eucaristía, en la que el Señor se da como alimento.
— Buscar al Señor en la Comunión como aquellas gentes que se olvidaban hasta de lo indispensable para no perderle. Preparar cada Comunión como si fuera la única de nuestra vida.
I. Nos has dado, Señor, Pan del Cielo que encierra en sí toda delicia.
El Evangelio de la Misa relata cómo el Señor se alejó en una barca, Él solo, hacia un lugar desierto. Pero muchos se enteraron y le siguieron a pie desde las ciudades. Al desembarcar vio a esta multitud que le busca y se llenó de compasión por ella y curó a los enfermos. Los sana sin que se lo pidan, porque, para muchos llegar hasta allí llevando incluso enfermos impedidos, ya era suficiente petición y expresión de una fe grande. San Marcos señala, a propósito de este pasaje, que Jesús se detuvo largamente enseñando a esta multitud que le sigue, porque andaban como ovejas sin pastor, de tal manera que se hizo muy tarde. Se le pasa el tiempo al Señor con aquellas gentes, y los discípulos, no sin cierta inquietud, se sienten movidos a intervenir, porque la hora es avanzada y el lugar desierto: despide a la gente para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos, le dicen. Y Jesús les sorprende con su respuesta: No tienen necesidad de ir, dadles vosotros de comer. Y obedecen los Apóstoles; hacen lo que pueden: encuentran cinco panes y dos peces. Es de notar que eran como unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. Jesús realizará un portentoso milagro con estos pocos panes y peces, y con la obediencia de quienes le siguen.
Después de mandar que se acomodaran en la hierba, Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, recitó la bendición, partió los panes y los dio a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta que quedaron satisfechos. El Señor cuida de los suyos, de quienes le siguen, también en las necesidades materiales cuando es necesario, pero busca nuestra colaboración, que es siempre pobre y pequeña. «Si le ayudas, aunque sea con una nadería, como hicieron los Apóstoles, Él está dispuesto a obrar milagros, a multiplicar los panes, a cambiar las voluntades, a dar luz a las inteligencias más oscuras, a hacer –con una gracia extraordinaria– que sean capaces de rectitud los que nunca lo han sido.
»Todo esto... y más, si le ayudas con lo que tengas». Entonces comprendemos mejor lo que nos dice San Pablo en la Segunda lectura: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (...). Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Ni las adversidades en la vida personal (pequeños o grandes fracasos, dolor, enfermedad...), ni las dificultades que podamos encontrar en el apostolado (resistencia de las almas en ocasiones a recibir la doctrina de Cristo, hostilidad de un ambiente que huye de la Cruz y del sacrificio...) podrán separarnos de Cristo, nuestro Maestro, pues en Él encontramos siempre la fortaleza.
II. El relato del milagro comienza con las mismas palabras y con las mismas actitudes con que los Evangelios y San Pablo nos han transmitido la institución de la Eucaristía. Tal coincidencia nos hace ver que el milagro, además de ser una muestra de la misericordia divina de Jesús con los necesitados, es figura de la Sagrada Eucaristía, de la cual hablará el Señor poco después, en la sinagoga de Cafarnaún. Así lo han interpretado muchos Padres de la Iglesia. El mismo gesto del Señor –elevar los ojos al cielo– lo recuerda la Liturgia en el Canon Romano de la Santa Misa: Et elevatis oculis in caelum, ad Te Deum Patrem suum omnipotentem... Al recordarlo nos preparamos para asistir a un milagro mayor que la multiplicación de los panes: la conversión del pan en su propio Cuerpo, que es ofrecido sin medida como alimento a todos los hombres.
El milagro de aquella tarde junto al lago manifestó el poder y el amor de Jesús a los hombres. Poder y amor que harán posible también que encontremos el Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales, para alimentar, a todo lo largo de la historia, a las multitudes de los fieles que acuden a Él hambrientas y necesitadas de consuelo. Como expresó Santo Tomás en la secuencia que compuso para la Misa del Corpus Christi: Sumit unus, sumunt mille... «Lo tome uno o lo tomen mil, lo mismo tomen este que aquel, no se agota por tomarlo...».
«El milagro adquiere así todo su significado, sin perder nada de su realidad. Es grande en sí mismo, pero resulta aún mayor por lo que promete: evoca la imagen del buen pastor que alimenta a su rebaño. Se diría que es como un ensayo de un orden nuevo. Multitudes inmensas vendrán a tomar parte del festín eucarístico, en el que serán alimentadas de manera mucho más milagrosa, con un manjar infinitamente superior».
Esta multitud que acude al Señor revela la fuerte impresión que su Persona había producido en el pueblo, pues tantos se disponen a seguir a Jesús hasta las alturas desiertas, a gran distancia de los caminos importantes y de las aldeas. Suben sin provisiones, no quieren perder tiempo en ir a procurárselas por miedo a perder de vista al Señor. Un buen ejemplo para cuando nosotros tengamos alguna dificultad para visitarle o recibirle. Por encontrar al Maestro vale la pena cualquier sacrificio.
San Juan nos indica que el milagro causó un gran entusiasmo en aquella multitud que se había saciado. «Si aquellos hombres, por un trozo de pan –aun cuando el milagro de la multiplicación sea muy grande–, se entusiasman y te aclaman, ¿qué deberemos hacer nosotros por los muchos dones que nos has concedido, y especialmente porque te nos entregas sin reserva en la Eucaristía?».
En la Comunión recibimos cada día a Jesús, el Hijo de María, el que realizó aquella tarde este grandioso milagro. «Nosotros poseemos, en la Hostia, al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo de la Magdalena, del hijo pródigo y de la Samaritana, al Cristo resucitado de entre los muertos, sentado a la diestra del Padre (...). Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida (...); está aquí con nosotros: en cada ciudad, en cada pueblo (...)». Nos espera y nos echa de menos cuando nos retrasamos.
III. Los ojos de todos te están aguardando, // tú les das la comida a su tiempo; // abres la mano, // y sacias de favores a todo viviente, leemos en el Salmo responsorial.
Jesús, realmente presente en la Sagrada Eucaristía, da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita. Nosotros, cuando deseamos expresar nuestro amor a una persona le damos algún objeto, nuestros conocimientos, le hacemos favores y le prestamos ayudas, procuramos estar pendientes de la persona amada..., pero siempre encontramos un límite: no podemos darnos nosotros mismos. Jesucristo sí puede: se nos da Él mismo, uniéndonos a Él, identificándonos con Él. Y nosotros, que le buscamos con más deseos y más necesidad que aquellas gentes que se olvidan incluso del alimento hasta hallarle, le encontramos cada día en la Sagrada Comunión. Él nos espera, a cada uno. No aguarda a que le pidamos: nos cura de nuestras flaquezas, nos protege contra los peligros, contra las vacilaciones que pretenden separarnos de Él, y aviva nuestro andar. Cada Comunión es una fuente de gracias, una nueva luz y un nuevo impulso que, a veces sin notarlo, nos da fortaleza para la vida diaria, para afrontarla con garbo humano y sobrenatural, y para que nuestros quehaceres nos lleven a Él.
La participación de estos beneficios depende, sin embargo, de la calidad de nuestras disposiciones interiores, porque los sacramentos «producen un efecto mayor cuanto más perfectas son las disposiciones en que se los recibe». Disposiciones habituales de alma y cuerpo, de deseos cada vez mayores de limpieza y de purificación, acudiendo a la Confesión con la periodicidad que hemos establecido en la dirección espiritual, o antes si fuera necesario o solo conveniente. El amor nos llevará a una honda piedad eucarística. «Esta –señalaba Juan Pablo II en su primer viaje a España– os acercará cada vez más al Señor; y os pedirá el oportuno recurso a la Confesión sacramental, que lleva a la Eucaristía, como la Eucaristía lleva a la Confesión». Los dos sacramentos, que hacen al alma más delicada y más fino y puro el amor, están íntimamente relacionados.
Cuanto más se acerca el momento de comulgar, más vivo se ha de hacer el deseo de preparación, de fe y de amor. «¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida?
»—Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle», como si fuera la única Comunión de toda nuestra vida, como si fuera la última; una vez será la última, y poco después nos encontraremos cara a cara con Jesús, con quien tan íntimamente unidos estuvimos en el sacramento. ¡Cómo nos alegrarán las muestras de fe y de amor que le manifestamos!
A quienes has alimentado con este Pan del Cielo, Señor, protégelos con tu auxilio y concédeles alcanzar la redención eterna, le pedimos con la liturgia de la Misa
Décimo octavo Domingo
ciclo b
EL ALIMENTO DE LA NUEVA VIDA
— El maná, símbolo y figura de la Sagrada Eucaristía, verdadero alimento del alma.
— El Pan de Vida.
— En cada Comunión se nos da el mismo Cristo. Su presencia en el alma.
I. Dice el Señor: Yo soy el Pan de Vida. El que viene a Mí no pasará hambre. Y el que cree en Mí nunca pasará sed.
Después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, la multitud, entusiasmada, busca de nuevo a Jesús. Cuando vieron que no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún. Allí, en la sinagoga –nos indica San Juan en el Evangelio de la Misa–, tendrá lugar la revelación de la Sagrada Eucaristía.
Jesús, con el milagro de la multiplicación de los panes el día anterior, había despertado unas esperanzas hondamente arraigadas en el pueblo. Millares de gentes se desplazaron de sus casas para verle y oírle, y su entusiasmo les llevó a querer hacerlo rey. Pero el Señor se apartó de ellos. Cuando de nuevo le encontraron, les dijo Jesús: En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto milagros, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. «Me buscáis –comenta San Agustín– por motivos de la carne, no del espíritu. ¡Cuántos hay que buscan a Jesús, guiados solo por intereses materiales! (...). Apenas se busca a Jesús por Jesús». Nosotros queremos buscarle por Él mismo.
Este apego exclusivamente material, interesado, no es lo que Él espera de los hombres. Y con una valentía admirable, con un amor sin límites, les expone el don inefable de la Sagrada Eucaristía, donde se nos da como alimento. No importa que muchos de los que le han seguido con fervor le abandonen al terminar esta revelación. Jesús comienza insinuando el misterio eucarístico: Obrad no por el alimento que perece sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre... Ellos le preguntaron: ¿Qué haremos para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: Esta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado.
Y, a pesar de que muchos de los presentes vieron con sus ojos el prodigio del día anterior, le dijeron: ¿Pues qué milagro haces tú, para que lo veamos y te creamos? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del Cielo.
La Primera lectura de la Misa nos relata cómo, efectivamente, Yahvé mostró su Providencia sobre aquellos israelitas en el desierto, haciendo caer diariamente del cielo el maná que los alimentaba. Este pan es símbolo y figura de la Sagrada Eucaristía, que el Señor anunció por vez primera en esta pequeña ciudad junto al lago de Genesaret. Jesucristo es el verdadero alimento que nos transforma y nos da fuerzas para llevar a cabo nuestra vocación cristiana. «Solo mediante la Eucaristía es posible vivir las virtudes heroicas del cristianismo: la caridad hasta el perdón de los enemigos, hasta el amor a quien nos hace sufrir, hasta el don de la propia vida por el prójimo; la castidad en cualquier edad y situación de la vida; la paciencia, especialmente en el dolor y cuando se está desconcertado por el silencio de Dios en los dramas de la historia o de la misma existencia propia. Por esto –exhortaba con fuerza el Papa Juan Pablo II–, sed siempre almas eucarísticas para poder ser cristianos auténticos».
Con palabras del poeta italiano, pedimos al Señor: «Danos hoy el maná de cada día, // sin el cual por este áspero sendero // va hacia atrás quien más en caminar se afana». Verdaderamente, la vida sin Cristo se convierte en un áspero desierto en el que cada vez se está más lejos de la meta.
II. Cuando los judíos dicen a Jesús que Moisés les dio pan del Cielo, Jesús les contesta que no fue Moisés, sino su Padre Celestial es quien les da el verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo.
«El Señor se presenta de tal forma, que parecía superior a Moisés; jamás tuvo Moisés la audacia de decir que él daba un alimento que no perece, que permanece hasta la vida eterna. Jesús promete mucho más que Moisés. Este prometía un reino, una tierra con arroyos de leche y miel, una paz temporal, hijos numerosos, la salud corporal y todos los demás bienes temporales (...); llenar su vientre aquí en la tierra, pero de manjares que perecen: Cristo, en cambio, prometía un manjar que, en efecto, no perece sino que permanece eternamente».
Quienes estaban presentes aquella mañana en la sinagoga de Cafarnaún sabían que el maná –el alimento que diariamente recogían los judíos en el desierto– era símbolo de los bienes mesiánicos; por eso piden al Señor que realice un portento semejante. Pero no podían ni siquiera imaginar que el maná era figura del gran don mesiánico de la Sagrada Eucaristía.
Jesús les dice que aquel maná no era el pan del Cielo, porque quienes lo comieron murieron, y que su Padre es quien puede darles este otro pan del todo excepcional y maravilloso. Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de este pan. Y Jesús les respondió: Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí no tendrá hambre, y el que cree en Mí no tendrá nunca sed. El Señor tendrá buen cuidado en dejar bien claro, sin miedo a la confusión y al abandono que habrían de venir, que ese pan es una realidad. Ocho veces repite a continuación el término comer, para que no hubiera error posible. Cristo se hace alimento para que tengamos esa nueva vida, que Él mismo viene a traernos: el pan que Yo os daré es la carne mía. No es un pan de la tierra, es un pan que baja del Cielo y da la vida al mundo. En la Sagrada Eucaristía nos hacemos «concorpóreos y consanguíneos suyos». La Eucaristía es la suprema realización de aquellas palabras de la Escritura: son mis delicias estar con los hijos de los hombres. Jesús Sacramentado es verdaderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros, que se nos da como alimento para una nueva vida, que se prolonga más allá de nuestro fin terreno.
«El más grande loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse como Él se entrega, y a quienes se entrega?
»Porque locura hubiera sido quedarse hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo Pan.
»—¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?... ¿Yo mismo?»11. ¿Cómo me preparo para recibirte? ¿Cómo es mi fe, mi alegría..., mis deseos? Hagamos propósitos pensando en la próxima Comunión que vamos a realizar, quizá dentro de pocos minutos o de pocas horas. No puede ser como las anteriores: ha de estar más llena de amor.
III. Cuando comulgamos, Cristo mismo, todo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, se nos da en una unión inefablemente íntima que nos configura con Él de un modo real, mediante la transformación y asimilación de nuestra vida en la suya. Cristo, en la Comunión, no solamente se halla con nosotros, sino en nosotros.
No está Cristo en nosotros como un amigo está en su amigo: mediante una presencia espiritual activada por un recuerdo más o menos constante. Cristo está verdadera, real y sustancialmente presente en nuestra alma después de comulgar. «Yo soy el pan de los fuertes –dijo el Señor a San Agustín, y podemos aplicarlo ahora a la Eucaristía–; cree y me comerás. Pero no me cambiarás en tu sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta tu cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en Mí». ¡Cristo nos da su vida! ¡Nos diviniza! ¡Nos transforma en Él! Vuelca sobre nuestra alma necesitada los infinitos méritos de la Pasión, nos envía nuevas fuerzas y consuelos, y nos introduce en su Corazón amantísimo, para transformarnos según sus sentimientos. De la Eucaristía manan todas las gracias y los frutos de vida eterna –para la humanidad y para cada alma–, porque en este sacramento «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia». Si consideramos frecuentemente los efectos de este sacramento en el alma que lo recibe dignamente, nos ayudará a sacar mucho más fruto de la Comunión eucarística y de la Comunión espiritual y, por tanto, a dirigirnos más rápidos hacia Dios; a valorar la necesidad de recibir al Señor con mucha frecuencia, y aun diariamente, y a esmerarnos en la preparación y en la acción de gracias. Cada día, nosotros podemos decir a Jesús: Señor, danos siempre de ese pan.
El alma es elevada al plano sobrenatural; las virtudes de Jesús vivifican el alma, y queda esta como incorporada a Él, como miembro de su Cuerpo Místico. Entonces podemos decir en toda su plenitud: Vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí.
También se cumplen en cada Comunión aquellas palabras del Señor en la Última Cena: Si alguno me ama –y recibirle con piedad y devoción es el mayor signo de amor– guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada. El alma se convierte en templo y sagrario de la Trinidad Beatísima. Y la vida íntima de las tres Divinas Personas empapa y transforma el alma del hombre, sustentando, fortaleciendo y desarrollando en él el germen divino que recibió en el Bautismo.
Cuando nos acerquemos a recibirle le podemos decir: «Señor, espero en Ti; te adoro, te amo, auméntame la fe. Sé el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la Eucaristía, inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas». Y acudiremos a Santa María, pues Ella, que durante treinta y tres años pudo gozar de su presencia visible y le trató con el mayor respeto y amor posible, nos dará sus mismos sentimientos de adoración y de amor.
Décimo octavo Domingo
Ciclo C
SER RICOS EN DIOS
— Solo el Señor puede llenar nuestro corazón.
— Nuestra vida es corta y bien limitada en el tiempo: aprovechar las cosas nobles de la tierra para ganarnos el Cielo.
— Aprovechar el tiempo de cara a Dios. Desprendimiento.
I. Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra, nos exhorta San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Porque los bienes de aquí abajo duran poco y no llenan el corazón humano por muy abundantes que sean.
Breve es la vida del hombre sobre la tierra, y la mayor parte de ella se pasa entre dolor y fatigas; todo se disipa como el viento y apenas deja rastro detrás de sí; en el mejor de los casos se puede reunir una gran fortuna, que se dejará pronto a otros. ¿A qué se reducen tantos esfuerzos y fatigas, si no se lleva consigo lo que se obtiene? Vaciedad sin sentido; todo es vaciedad, nos recuerda otra de las lecturas de la Misa.
Frente a este vacío y a esta falta de sentido, frente a lo inconsistente, Dios es la Roca: Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias.... Dios da sentido a la vida, al trabajo, al dolor.
Sin embargo, el corazón del hombre tiene gran facilidad para buscar las cosas de aquí abajo sin otra dimensión trascendente, tiende a apegarse a ellas como lo único y principal y a olvidarse de lo que realmente importa. En el Evangelio de la Misa, el Señor toma motivo de una cuestión de reparto de herencias que le proponen, para enseñarnos cuál es la verdadera realidad de las cosas a la luz del final terreno. La consideración de la muerte, de la nuestra propia, hacia la que nos encaminamos con rapidez, arroja mucha luz sobre el sentido de la vida y de los bienes. Dice el Señor: Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: ... derribaré los graneros y construiré otros más grandes... Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida...
Nos enseña el Señor que poner el corazón, hecho para lo eterno, en el afán de riqueza y bienestar material es una necedad, porque ni la felicidad ni la misma vida verdaderamente humana se fundamentan en ellos: no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que posee. El rico labrador de la parábola revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo. Se le ve seguro de sí porque tiene bienes, y en ellos basa su estabilidad y felicidad. Vivir es, para él, como para tantas personas, disfrutar lo más posible: hacer poco, comer, beber, darse buena vida, disponer de bienes de repuesto para muchos años. Este es su ideal; en él no hay ninguna referencia a Dios y tampoco a los demás. Nada que le lleve a ver la necesidad de compartir con otros los bienes recibidos.
¿Y cómo asegurar este sentido puramente material de sus días?: Almacenaré... Sin embargo, todo lo que no se construya sobre Dios está edificado en falso. La seguridad que dan los bienes materiales es frágil, y también insuficiente, porque nuestra vida no se llena sino con Dios.
Podemos preguntarnos nosotros hoy, en nuestra oración, en qué tenemos puesto el corazón. Sabiendo que nuestro destino definitivo es el Cielo, tenemos que hacer positivos y concretos actos de desprendimiento de lo que poseemos y usamos, y ver el modo de que otras personas más necesitadas compartan lo nuestro, y ayudar con bienes y tiempo en tareas apostólicas.
II. En el diálogo que sostiene el rico labrador consigo mismo interviene otro personaje –Dios– que no había sido tenido en cuenta, y que con sus palabras revela que este hombre se ha equivocado radicalmente a la hora de programar su modo de vivir: Necio, le dice, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Todo ha sido inútil. Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.
Nuestro paso por la tierra es un tiempo para merecer; el mismo Señor nos lo ha dado. San Pablo recuerda que no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de lo que está por llegar. El Señor vendrá a llamarnos, a pedirnos cuenta de los bienes que nos dejó en depósito para que los administrásemos bien: la inteligencia, la salud, los bienes materiales, la capacidad de amistad, la posibilidad de hacer felices a quienes nos rodean... El Señor llegará una sola vez, quizá cuando menos lo esperábamos, como el ladrón en la noche, como relámpago en el cielo, y nos ha de encontrar bien dispuestos. Aferrarse a lo de aquí abajo, olvidar que nuestro fin es el Cielo, nos llevaría a desenfocar nuestra vida, a vivir en la más completa necedad. Necio es la palabra que dirige Dios a este hombre que había vivido solo para lo material. Hemos de caminar con los pies en la tierra, con afanes, ilusiones e ideales humanos, sabiendo prever el futuro para uno mismo y para aquellos que dependen de nosotros, como un buen padre y una buena madre de familia, pero sin olvidar que somos peregrinos, y solamente «actores en escena. Nadie se crea rey ni rico, porque al final del acto nos encontraremos todos pobres». Los bienes son meros medios para alcanzar la meta que el Señor nos ha señalado. Nunca deben ser el fin de nuestros días aquí en la tierra.
Nuestra vida es corta y bien limitada en el tiempo: esta misma noche han de exigirte la entrega de tu alma. Así es de escaso el tiempo: esta misma noche, y quizá nosotros pensamos en muchísimos años, como si nuestro paso por la tierra hubiera de durar siempre. Nuestros días están numerados y contados; estamos en las manos de Dios. Dentro de un tiempo –quizá no largo– nos encontraremos cara a cara con Él.
La meditación de nuestro final terreno nos ayuda a santificar el trabajo –redimentes tempus, recuperando el tiempo perdido– y nos facilita el aprovechar todas las circunstancias de esta vida para merecer y reparar por los pecados, y para un desprendimiento efectivo de lo que tenemos y usamos. Un día cualquiera será nuestro último día. Hoy han muerto –o morirán– miles de personas en circunstancias diversísimas; jamás imaginaron que ya no tendrían más días para desagraviar y para llenar un poco más su alforja de cara a la eternidad. Unas han muerto con el corazón puesto en asuntos de poca o nula importancia en relación a su existencia definitiva más allá de la muerte; otras tenían la vista y el corazón quizá en las mismas cosas humanas, pero dirigidas a Dios. Estas se encontrarán con el tesoro maravilloso que no pueden destruir ni el orín, ni la polilla.
III. En el momento de la muerte, el estado del alma queda fijado para siempre. Después no hay cambio posible: el destino que nos espera en la eternidad es consecuencia de la actitud que hayamos tomado en nuestro paso por la tierra: Si un árbol cae al mediodía o al norte permanece en el lugar que ha caído. De aquí las advertencias frecuentes del Señor para estar siempre en vigilia, pues la muerte no es el término de la existencia, sino el comienzo de una nueva vida. El cristiano no puede despreciar la existencia temporal ni minusvalorarla, pues toda ella debe servir como preparación para su existencia definitiva con Dios en el Cielo. Solo quien se hace rico ante Dios mediante la santificación de lo ordinario y el buen uso de los bienes materiales, quien acumula tesoros que Dios reconoce como tales, saca provecho cierto de estos días terrenos. Todo lo demás es vivir de engaños: Se mueve el hombre como un fantasma, se afana solamente por un soplo; amontona sin saber para quién.
Si los bienes que tenemos y utilizamos están enderezados a la gloria de Dios, sabremos utilizarlos con desprendimiento, y no nos quejaremos si alguna vez llegan a faltar. Su carencia –cuando el Señor lo quiere o lo permite así– no nos quitará la alegría. Sabremos ser felices en la abundancia y en la escasez, porque los bienes no serán nunca el objeto supremo de la vida; y lo mucho o lo poco que poseamos sabremos compartirlo con quienes carecen de ello: creando empleo si está en nuestras manos, ayudando a promocionar obras de cultura y de formación, contribuyendo con generosidad al sostenimiento de obras buenas y de la Iglesia.
La consideración de la muerte nos enseña también a aprovechar bien los días, pues el tiempo que tenemos por delante no es muy largo. «Este mundo, mis hijos, se nos va de las manos. No podemos perder el tiempo, que es corto (...). Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar». ¿Y vamos a desaprovecharlo dejando que el corazón quede apegado a cuatro baratijas de la tierra, que nada valen?
La meditación de las verdades eternas es un buen antídoto contra el pecado y una ayuda eficaz para darle a nuestra vida su verdadero sentido. Nos facilita el cuidar con esmero el trabajo de cada día, la convivencia con los demás, los deberes de caridad, especialmente con los más necesitados, pues esta será nuestra principal credencial ante Dios.
1 de agosto
SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO*
Memoria
— Su devoción a la Virgen.
— La mediación de Nuestra Señora.
— Eficacia de esta mediación.
I. El espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha consagrado con la unción, me ha mandado anunciar a los pobres la alegre noticia y a curar al que tiene el corazón herido.
La larga vida de San Alfonso «estuvo llena de un trabajo incesante: trabajo de misionero, de obispo, de teólogo y de escritor espiritual, de fundador y superior de una congregación religiosa». Le tocó vivir un tiempo en que la descristianización iba en continuo aumento. Por eso, el Señor le llevó a entrar en contacto con el pueblo, culturalmente desatendido y espiritualmente necesitado, mediante las misiones populares. Predicó incansablemente, enseñando la doctrina y alentando a todos, con la palabra y con sus escritos, a la oración personal, «que devuelve a las almas la tranquilidad de la confianza y el optimismo de la salvación. Escribió entre otras cosas: “Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la cual se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, y repito y repetiré siempre mientras tenga vida recalcaba el Santo, que toda nuestra salvación está en la oración”. De donde el famoso axioma: “El que reza se salva, el que no reza se condena”». La oración ha sido siempre el gran remedio de todos los males, la que nos abre la puerta del Cielo. Ha sido esta una enseñanza continua de las almas que han estado muy cerca de Dios.
San Alfonso procuró que los fieles cristianos centraran su vida en el Sagrario, con una piedad íntima hacia Jesús Sacramentado, dio una particular importancia a la Visita al Santísimo, y para facilitarla escribió un pequeño tratado. Por la rectitud y hondura de su doctrina, especialmente en materia de Moral, fue declarado Doctor de la Iglesia.
Este santo, tan preocupado por la formación de las conciencias, comprendió que el camino que lleva a la pérdida de la fe comienza en muchas ocasiones por la tibieza y frialdad en la devoción a la Virgen. Y, por el contrario, la vuelta a Jesús comienza por un gran amor a María. Por eso difundió su devoción por todas partes y preparó para los fieles, y en especial para los sacerdotes, un arsenal de «materiales para predicar y propagar la devoción a esta Madre divina». Siempre ha entendido la Iglesia que «un punto enteramente particular en la economía de la salvación es la devoción a la Virgen, Mediadora de las gracias y Corredentora, y por ello Madre, Abogada y Reina. En realidad afirma el Papa Juan Pablo II, Alfonso fue siempre todo de María, desde el comienzo de su vida hasta su muerte».
También cada uno de nosotros debe ser «todo de María», teniéndola presente en nuestros quehaceres ordinarios, por pequeños que sean. Y no olvidaremos jamás, y sobre todo si alguna vez hemos tenido la desgracia de alejarnos, que «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María». Ella nos conduce rápida y eficazmente a su Hijo.
II. San Alfonso murió muy anciano. Y los últimos años de su vida permitió el Señor que fueran de purificación. Entre las pruebas que padeció, una muy dolorosa fue la pérdida de la vista. Y el Santo distraía las horas rezando y haciendo que le leyeran algún libro piadoso. Se cuenta de él que un día, entusiasmado con el libro que le leían, y no recordando al autor de tales maravillas, preguntó quién había escrito tales cosas, tan llenas de piedad y de amor a Nuestra Señora. Por toda respuesta, quien le acompañaba abrió el libro por la portada y leyó: «Las glorias de María, por Alfonso María de Ligorio». El venerable anciano se cubrió el rostro con ambas manos, lamentando una vez más la perdida de la memoria, pero alegrándose inmensamente de aquel testimonio de amor a la Virgen Santísima. Fue un gran consuelo que el Señor permitió, en medio de tanta oscuridad.
Los conocimientos teológicos del Santo y su experiencia personal le llevaron al convencimiento de que la vida espiritual y su restauración en las almas se ha de alcanzar, según el plan divino que Dios mismo ha preestablecido y realizado en la historia de la salvación, a través de la mediación de Nuestra Madre, por quien nos vino la Vida, y camino fácil de retorno al mismo Dios.
Dios quiere afirma el Santo que todos los bienes que de Él nos llegan, nos vengan por medio de la Virgen Santísima. Y cita la conocida sentencia de San Bernardo: «que es voluntad de Dios que todo lo obtengamos por María».
Ella es nuestra principal intercesora en el Cielo, la que nos consigue todo cuanto necesitamos. Es más, muchas veces se adelanta a nuestras peticiones, nos protege, sugiere en el fondo del alma esas santas inspiraciones que nos llevan a vivir con más delicadeza la caridad, a confesarnos con la regularidad que habíamos previsto; nos anima y da fuerzas en momentos de desaliento, sale en nuestra defensa en cuanto acudimos a Ella en las tentaciones... Es nuestra gran aliada en el apostolado: en concreto, permite que la torpeza de nuestras palabras encuentren eco en el corazón de nuestros amigos. Este fue con frecuencia el gran descubrimiento de muchos santos: con María se llega «antes, más y mejor» a las metas sobrenaturales que nos habíamos propuesto.
III. La función del mediador consiste en unir o poner en comunicación dos extremos entre los que se encuentra. Jesucristo es el Mediador único y perfecto entre Dios y los hombres, porque siendo verdadero Dios y Hombre verdadero ha ofrecido un sacrificio de valor infinito su propia muerte- para reconciliar a los hombres con Dios. Pero esto no impide que los santos y los ángeles, y de modo del todo singular Nuestra Señora, ejerzan esta función de mediadores. «La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace de su beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo». La Virgen, por ser Madre espiritual de los hombres, es llamada especialmente Mediadora, ya que presenta al Señor nuestras oraciones y nuestras obras, y nos hace llegar los dones divinos.
Muchas de nuestras peticiones que no van del todo bien orientadas, Ella las endereza para que obtengan su fruto. Por su condición de Madre de Dios, Nuestra Señora entra a formar parte, de modo peculiar, en la Trinidad de Dios, y por su condición de Madre de los hombres tiene el encargo divino de cuidar de sus hijos que aún estamos como peregrinos que se dirigen a la Casa del Padre. ¡Cuántas veces la hemos encontrado en el camino! ¡En cuántas ocasiones se hizo encontradiza, ofreciéndonos su ayuda y su consuelo! ¿Dónde estaríamos si Ella no nos hubiera tomado de la mano en circunstancias bien determinadas?
«¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios?», se pregunta San Alfonso. Y responde: «Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida». Y para probarlo, recuerda las bodas de Caná, donde Jesús realizó su primer milagro por intercesión de Nuestra Señora: «Faltaba el vino, con el consiguiente apuro de los esposos. Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados ( ... ), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera». Y concluye el Santo: «Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?». ¿Cómo no va a atender nuestras súplicas?
Pedimos hoy, en su fiesta, a San Alfonso Mª de Ligorio que nos alcance la gracia de amar a Nuestra Señora tanto como él la amó mientras estuvo aquí en la tierra, y nos aliente a difundir su devoción por todas partes. Aprendamos que con Ella llegamos antes, más y mejor a lo que solos no hubiéramos logrado jamás: metas apostólicas, defectos que debemos desarraigar, intimidad con su Hijo.
18ª semana. Lunes
EL OPTIMISMO DEL CRISTIANO
— Ser sobrenaturalmente realista es contar siempre con la gracia del Señor.
— El optimismo cristiano es consecuencia de la fe.
— Optimismo fundamentado también en la Comunión de los Santos.
I. Una gran multitud ha seguido a Jesús lejos de los lugares habitados. Van detrás de Él sin preocuparse de las distancias, del calor o del frío, porque es mucha su necesidad y se sienten acogidos. Están pendientes de aquellas palabras que dan un sentido a sus vidas, y hasta se olvidan de lo más elemental: no llevan provisiones para comer, ni hay dónde comprarlas. Esto no parece preocuparles, ni a ellos ni a Jesús. Pero los discípulos se dan cuenta de la situación y, al atardecer, acuden al Maestro, y le dicen: El lugar es desierto y ya ha pasado la hora; despide a la gente para que vayan a las aldeas a comprar alimentos. Esta es la realidad, que parece evidente a todos. Pero Jesús sabe una realidad más alta, de unas posibilidades que los discípulos más íntimos parecen desconocer. Por eso, les contesta: No tienen necesidad de ir, dadles vosotros de comer. Pero ellos, bien conocedores de su indigencia, le dicen: No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces.
Los discípulos ven la realidad objetiva: son conscientes de que con aquellos alimentos no pueden dar de comer a una multitud. Así nos ocurre a nosotros cuando hacemos un cálculo de nuestras fuerzas y posibilidades: nos superan las dificultades de la propia vida y del apostolado. La mera objetividad humana nos llevaría al desaliento y al pesimismo, nos haría olvidar el optimismo radical que comporta la vocación cristiana, que tiene otros fundamentos. La sabiduría popular dice: «quien deja a Dios fuera de sus cuentas, no sabe contar»; y no le salen las cuentas porque olvida precisamente el sumando de mayor importancia. Los Apóstoles hicieron bien los cálculos, contaron con toda exactitud los panes y los peces disponibles..., pero se olvidaron de que Jesús, con su poder, estaba a su lado. Y este dato cambiaba radicalmente la situación; la verdadera realidad era otra muy distinta. «En las empresas de apostolado está bien –es un deber– que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...». Olvidar ese sumando sería falsear la verdadera situación. Ser sobrenaturalmente realistas nos lleva a contar con la gracia de Dios, que es un «dato» bien real.
El optimismo del cristiano no se fundamenta en la ausencia de dificultades, de resistencias y de errores personales, sino en Dios, que nos dice: Yo estaré con vosotros siempre. Con Él lo podemos todo; vencemos... incluso cuando aparentemente fracasamos. Es el optimismo que tuvieron los santos. La Santa de Ávila repetía, con buen humor y con sentido sobrenatural: «Teresa sola no puede nada; Teresa y un maravedí, menos que nada; Teresa, un maravedí y Dios, lo puede todo». También nosotros. «Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. —Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento...
»Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!». ¡Cómo cambian las fuerzas disponibles a la hora de emprender una empresa apostólica o cuando nos decidimos a luchar en la vida interior, o en las mismas realidades de la vida humana, apoyados en el Señor!
II. El optimismo del cristiano es consecuencia de su fe, no de las circunstancias. Sabe que el Señor ha dispuesto todo para su mayor bien, y que Él sabe sacar fruto incluso de los aparentes fracasos; a la vez, nos pide emplear todos los medios humanos a nuestro alcance, sin dejar ni uno solo: los cinco panes y los dos peces. Eran muy poco en relación con tantos como andaban hambrientos después de una larga jornada, pero era la parte que habían de poner ellos para que el milagro se realizara. El Señor hace que los fracasos en el apostolado (una persona que no responde, que vuelve la espalda, las negativas reiteradas a dar un paso adelante en su camino hacia Dios...) nos santifiquen y santifiquen; nada se perderá. Lo que no puede dar fruto son las omisiones y los retrasos, el dejar de hacer porque parezca que es poco lo que podemos o que es mucha la resistencia del ambiente al mensaje de Cristo. El Señor quiere que pongamos los pocos panes y peces que siempre tenemos y que confiemos en Él con rectitud de intención. Unos frutos llegarán enseguida, otros los reserva el Señor para el momento y la ocasión oportuna, que Él bien conoce; siempre llegarán. Hemos de convencernos de que nosotros somos nada y nada podemos por nosotros mismos, pero Jesús está a nuestro lado, y «Él, a cuyo poder y ciencia están sometidas todas las cosas, nos protege por medio de sus inspiraciones, contra toda necedad, ignorancia, cerrazón o dureza de corazón».
El optimismo del cristiano se afianza fuertemente con la oración: «no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien.
»Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios», a estar pendientes de lo que Él desea que llevemos a cabo. No es el optimismo del egoísta que solo busca su tranquilidad personal, y para eso cierra los ojos a la realidad y dice «ya se arreglará todo» como excusa para que no le molesten, o se niega a ver los males del prójimo para evitar las preocupaciones o tener que remediarlos... El optimismo radical de quien sigue de cerca a Cristo no le aparta de la realidad. Con los ojos abiertos y vigilantes, sabe enfrentarse a ella, pero no queda atenazado por el mal que a veces contempla ni su alma se llena de tristeza, porque sabe que en ninguna circunstancia su Padre Dios le deja de la mano, y que siempre sacará frutos desproporcionados de aquel terreno –de aquellas circunstancias o de aquellos amigos– en el que parecía que solo podían crecer cardos y ortigas. El cristiano sabe que «la obra buena nunca será destruida, y que para dar fruto el grano de trigo debe empezar a morir bajo tierra; sabe que el sacrificio de los buenos nunca es estéril».
III. Señala R. Knox que Jesús no realizó el milagro en beneficio de transeúntes casuales que se hubieran acercado a ver qué ocurría en aquel grupo numeroso de gentes, sino de aquellos que le siguen durante días y le buscan cuando no le encuentran; son –dice– como una manifestación de la Iglesia incipiente. Aquellos cinco mil sentados en la falda de la montaña estaban unidos entre sí por haber seguido a Cristo, haberse alimentado del mismo pan –imagen de la Sagrada Eucaristía– que sale de las manos de Cristo. «¡Qué símbolo tan natural de fraternidad es una comida común! ¡Con qué facilidad brota la amistad entre los participantes en un banquete al aire libre!
»Podemos imaginarnos lo que pasaría después, cuando algunos de los cinco mil se encontraron casualmente; la amistad suscitaría en ellos los recuerdos comunes: la situación de uno con respecto al otro aquel día memorable; su temor de que no les llegaran las escasas provisiones; su alegría al ver ante sí, con las manos llenas, a Pedro, o a Juan, o a Santiago; su asombro al ver a todos hartos y doce cestas de fragmentos sobrantes».
Nosotros participamos de la misma mesa, del mismo Banquete, tomamos el mismo Pan, que se multiplica sin cesar, y en el que viene Cristo a nosotros. Quienes seguimos a Cristo estamos unidos por un fuerte vínculo, y corre por nosotros la misma vida. «¡Ojalá que nos miremos a nosotros mismos como sarmientos vivos de Cristo, la vid, como animados y vigorizados por la gracia y la virtud de Cristo!». La Comunión de los Santos nos enseña que formamos un solo Cuerpo en Cristo y que podemos ayudarnos, eficazmente, unos a otros. En este momento alguien está pidiendo por nosotros, alguien nos ayuda con su trabajo, con su oración o con su dolor. Nunca estamos solos.
La Comunión de los Santos alimenta continuamente nuestro optimismo, porque contamos con la ayuda, misteriosa pero real, de todos los que participamos del mismo Pan, que el Señor vuelve a multiplicar para nosotros, que le andamos siguiendo.
Comieron todos hasta que quedaron satisfechos, y recogieron de los trozos sobrantes doce cestos llenos. Los que comieron eran como unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
La generosidad de Jesús (es la misma ahora, en nuestros días) nos mueve a acudir a Él con ánimo esperanzado, pues son muchos los días que llevamos con Él. «Pídele sin miedo, insiste. Acuérdate de la escena que nos relata el Evangelio sobre la multiplicación de los panes. —Mira con qué magnanimidad responde a los Apóstoles: ¿cuántos panes tenéis?, ¿cinco?... ¿Qué me pedís?... Y Él da seis, cien, miles... ¿Por qué?
»—Porque Cristo ve nuestras necesidades con una sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y llega más lejos que nuestros deseos.
»¡El Señor ve más allá de nuestra pobre lógica y es infinitamente generoso!». ¡Él vuelve a realizar milagros cuando ponemos a su disposición lo poco que poseemos! ¡Él tiene otra lógica, que supera nuestros pobres cálculos, siempre pequeños y cortos! ¡Qué vergüenza si alguna vez nos guardásemos los cinco panes y los dos peces, mientras el Señor esperaba para hacer con ellos maravillas!
18ª semana. Martes
HOMBRES DE FE
— Fe en Cristo. Con Él, lo podemos todo; sin Él, somos incapaces de dar un solo paso.
— Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan.
— Jesús siempre ayuda.
I. Inmediatamente después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, el mismo Señor despidió a la muchedumbre y ordenó a sus discípulos que embarcaran. La tarde debía de estar ya muy avanzada. Jesús, después de aquel día de trabajo, de atención a los que le buscan, siente una inmensa necesidad de orar. Subió a un monte cercano y, entrada la noche, se quedó allí solo, en diálogo con su Padre del Cielo.
Desde la cima, Jesús ve a los Apóstoles ya mar adentro, cuando la barca, batida por las olas porque el viento les era contrario, se encuentra en peligro. Jesús podía divisar la pobre embarcación en medio del lago, pues era el plenilunio y la Pascua estaba ya cercana. A la cuarta vigilia de la noche, hacia las tres de la madrugada, antes de apuntar el día, vino hacia ellos caminando sobre el mar.
Los discípulos, al ver una figura desdibujada que se acercaba por el mar hacia donde ellos se encontraban luchando contra las olas y el viento, tuvieron miedo: Es un fantasma, dicen. Y comenzaron a gritar. Pero pronto Cristo se da a conocer: Tened confianza, soy yo, no temáis. Es la actitud con que Cristo se presenta siempre en la vida del cristiano: dando aliento y serenidad. Pedro cobra confianza y, llevado por su amor, que le hace desear estar cuanto antes junto al Maestro, le hace una petición inesperada: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. La audacia del amor no tiene límites. Y la condescendencia de Jesús tampoco tiene término. Él le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron momentos impresionantes para todos: Pedro ha cambiado la seguridad de la barca por la de la palabra del Señor. No se quedó aferrado a las tablas de la embarcación, sino que se dirigió hacia donde estaba Jesús, a unos pocos metros de sus discípulos, que contemplan atónitos al Apóstol encima del agua embravecida. Pedro avanza sobre las olas. Le sostienen la fe y la confianza en su Maestro; solo eso.
No importan el ambiente, las dificultades que rodean nuestra vida, si nos dirigimos llenos de fe y confianza hacia Jesús que nos espera; no importa que las olas sean muy altas y el viento fuerte; no importa que no sea natural al hombre caminar sobre el agua. Si miramos a Jesús, todo nos será posible; y ese mirarle es la virtud de la piedad. Si con la oración y los sacramentos nos mantenemos unidos a Jesús, estaremos firmes en nuestro caminar; dejar de mirar a Cristo es hundirnos, es incapacitarnos para dar un paso, aun en tierra firme.
II. La fe, grande a los comienzos, se hizo pequeña después. Pedro se dio cuenta de las olas, del viento (San Juan señala que el mar tenía gran oleaje aún), de lo imposible que es para el hombre caminar sobre el agua; se preocupa de las dificultades y se olvida de lo único que lo mantenía a flote: la palabra del Señor. Ante los obstáculos, de los que toma ahora conciencia, su fe disminuye, y el milagro iba unido a una confianza plena en Cristo.
Dios pide a veces «aparentes imposibles» que se hacen realidad cuando actuamos con fe, con los ojos puestos en el Señor. En cierta ocasión, el Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá, decía a una hija suya que marchaba a otro país en el que encontraría las lógicas dificultades propias de los comienzos de una labor apostólica: «Cuando te pido una cosa, hija, no me digas que es imposible, porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el Señor me ha pedido muchos imposibles... ¡y han ido saliendo!». ¡Y han ido saliendo!: labores apostólicas en muchos países..., y surgían vocaciones y gentes que se prestaban para colaborar en esas tareas con mucha generosidad y desprendimiento. De muchas maneras les decía: «hombres de fe hacen falta y se renovarán los prodigios de la Escritura...». Y esos prodigios se realizan cada día sobre la tierra... Así ha pasado siempre en la historia de la Iglesia.
Es Dios quien nos mantiene a flote y nos hace eficaces en medio de «aparentes imposibles», de un ambiente que frecuentemente es contrario al ideal cristiano. Es Él quien hace que caminemos sobre las aguas, y la condición es siempre la misma: mirar a Cristo y no detenernos demasiado en los obstáculos y en las tentaciones.
San Juan Crisóstomo, al comentar el Evangelio, señala que Jesús enseñó a Pedro a conocer, por propia experiencia, que toda su fortaleza venía de Él, mientras que de sí mismo solo podía esperar flaqueza y miseria, y añade: «cuando falta nuestra cooperación, cesa también la ayuda de Dios». Por eso, en el momento en que Pedro empezó a temer y a dudar, comenzó también a hundirse.
Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan: «la fe viva depende de la capacidad que yo tenga de responder a ese Dios que me llama y quiere tratarme y ser mi amigo, el gran testigo de mi vida. Por tanto, si yo le respondo y le quiero y es alguien familiar en mi vida, si yo vivo junto a Él, estoy asegurando mi fe, porque mi fe se basa en Dios (...). Por el contrario, si me distancio de Dios, si le olvido, si Dios queda en la periferia de mi vida, que se sumerge en lo puramente material y humano; si me dejo arrastrar por las evidencias inmediatas y Dios se desdibuja en mi alma, ¿cómo voy a tener fe viva? Si no trato a Cristo, ¿qué es lo que queda de mi fe? Por eso, hemos de decir que, en última instancia, todos los obstáculos para la vida de fe se reducen en su génesis a un alejamiento de Dios, a un apartarse de Dios, a un dejar de tratarle cara a cara». Entonces cobran fuerza las tentaciones y las dificultades. Pedro hubiera permanecido firme sobre las aguas y habría llegado hasta el Señor si no hubiera apartado de Él su mirada confiada. Todas las tempestades juntas, las de dentro del alma y las del ambiente, nada pueden mientras estemos bien afincados en la oración. Por el contrario, abandonarla, hacerla con poca intimidad o en el anonimato es exponernos a hundirnos en el desaliento, en el pesimismo, en la tentación.
Nunca debe flaquear nuestra fe; aunque sean enormes las dificultades; aunque nos parezca que nos han de aplastar con su fuerza. «¿Qué importa que tengas en contra al mundo entero con todos sus poderes? Tú... ¡adelante!
»—Repite las palabras del salmo: “El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?... ‘Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum’. —Aunque me vea cercado de enemigos, no flaqueará mi corazón”».
III. Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó y al empezar a hundirse gritó diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto Jesús, extendiendo su mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Después subieron a la barca y cesó el viento.
En los peligros, en los tropiezos, en las dudas, es a Cristo a quien hemos de mirar: Corramos al combate que se nos presenta fijos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, leemos en la Epístola a los Hebreos. Cristo debe ser para nosotros una figura nítida, clara y bien conocida. ¡Lo hemos contemplado tantas veces, que no podemos confundirlo con un fantasma!, como los discípulos en medio de la noche. Sus rasgos son inconfundibles, y su voz, y su mirada. ¡Nos ha mirado tantas veces! En Él comienza y culmina la vida cristiana. «Si quieres salvarte –escribe Santo Tomás de Aquino– mira al rostro de tu Cristo». Nuestro trato habitual con Él en la oración y en los sacramentos es la única garantía para mantenernos en pie, como hijos de Dios, en medio de un mar alborotado como en el que vivimos.
Es más, junto a Cristo, los conflictos y trabajos que encontramos casi cada día fortalecen la fe, enrecian la esperanza y unen más a Él. Ocurre lo mismo que a «los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos: mientras que externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro».
Pedro dejó de mirar a Cristo, y se hundió. Pero supo enseguida acudir a quien todo le está sometido: ¡Señor, sálvame!, gritó con todas sus fuerzas cuando se sintió perdido. Y Jesús, con infinito cariño, le tendió la mano y lo sacó a flote. Si nosotros vemos que nos hundimos, que nos pueden las dificultades o la tentación, acudamos a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y Cristo nos tenderá su mano poderosa y segura, y saldremos adelante en todos los peligros y tribulaciones. Él siempre tiene su mano extendida, para que nos aferremos a ella. Nunca deja que nos hundamos, si hacemos lo poco que está de nuestra parte. Además, Dios ha puesto junto a cada uno de nosotros un Ángel Custodio para que nos proteja de toda adversidad y sea una ayuda poderosa en nuestro camino hacia el Cielo. Tratémosle confiadamente, acudamos a él con frecuencia durante el día, pidámosle ayuda en lo grande y en lo pequeño, y encontraremos la fortaleza que necesitamos para vencer.
4 de agosto
SAN JUAN BAUTISTA Mª VIANNEY*
Memoria
— Sacerdotes santos, Dignidad incomparable. Amor al sacerdocio.
— Necesidad del sacerdote. Oración y mortificación por los sacerdotes.
— El sacerdote, en nombre del Señor, acompaña la vida del hombre, Aprecio por quienes tanto nos han dado. Confiar mucho en la oración del sacerdote.
I. Cuando Juan Bautista Mª Vianney iba a ser enviado a la pequeña parroquia de Ars (230 habitantes), el Vicario general de la diócesis le dijo: «No hay mucho amor de Dios en esta parroquia; usted procurará introducirlo». Y eso fue lo que hizo: encender en el amor al Señor que llevaba en el corazón a todos aquellos campesinos y a incontables almas más. No poseía una gran ciencia, ni mucha salud, ni dinero... pero su santidad personal, su unión con Dios hizo el milagro. Pocos años más tarde una gran multitud de todas las regiones de Francia acude a Ars, y a veces han de esperar días para ver a su párroco y confesarse. Lo que atrae no es la curiosidad de unos milagros que él trata de ocultar. Era más bien el presentimiento de encontrar un sacerdote santo, «sorprendente por su penitencia, tan familiar con Dios en la oración, sobresaliente por su paz y su humildad en medio de los éxitos populares, y sobre todo tan intuitivo para corresponder a las disposiciones interiores de las almas y librarlas de su carga, particularmente en el confesonario». Escogió el Señor «como modelo de pastores a aquel que habría podido parecer pobre, débil, sin defensa y menospreciable a los ojos de los hombres (cfr. 1 Cor 1, 27-29). Dios lo premió con sus mejores dones como guía y médico de las almas».
En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía de Ars, le preguntaron qué había visto allí. Y contestó: «He visto a Dios en un hombre». Esto mismo hemos de pedir hoy al Señor que se pueda decir de cada sacerdote, por su santidad de vida, por su unión con Dios, por su preocupación por las almas. En el sacramento del Orden, el sacerdote es constituido ministro de Dios y dispensador de sus tesoros, como le llama San Pablo. Estos tesoros son: la Palabra divina en la predicación; el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Santa Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la tarea divina por excelencia, «la más divina de las obras divinas», según enseña un antiguo Padre de la Iglesia, como es la salvación de las almas. Es constituido embajador, mediador, entre Dios y los hombres. Entre Dios, que está en el Cielo, y el hombre que todavía se encuentra de paso en la tierra; con una mano toma los tesoros de la misericordia divina, con la otra los distribuye generosamente. Por su misión de mediador, el sacerdote participa de la autoridad con que Cristo construye, santifica y gobierna su Cuerpo, confecciona el sacramento de la Eucaristía, que es la acción más santa que pueden realizar los hombres sobre la tierra.
¿Qué quieren, qué esperan los hombres del sacerdote? «Nos atrevemos a afirmar señala Mons. Álvaro del Portillo que necesitan, que desean y esperan, aunque muchas veces no razonen conscientemente esa necesidad y esa esperanza, un sacerdote-sacerdote, un hombre que se desviva por ellos, por abrirles los horizontes del alma, que ejerza sin cesar su ministerio, que tenga un corazón grande, capaz de comprender y de querer a todos, aunque pueda a veces no verse correspondido; un hombre que dé con sencillez y alegría, oportunamente y aun inoportunamente (cfr. 2 Tim 4, 2), aquello que él solo puede dar: la riqueza de gracia, de intimidad divina, que a través de él Dios quiere distribuir a los hombres».
Hoy es un día muy oportuno para que, a través del Santo Cura de Ars, pidamos mucho por la santidad de los sacerdotes, especialmente de aquellos que de alguna manera están puestos por Dios para ayudarnos en nuestro camino hacia Él.
II. Con frecuencia el Cura de Ars solía decir: «¡Qué cosa tan grande es ser sacerdote! Si lo comprendiera del todo, moriría». Dios llama a algunos hombres a esta gran dignidad para que sirvan a sus hermanos. Sin embargo, «la misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no solo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos», cada uno en su propia vocación y en su quehacer en el mundo, siendo como antorchas encendidas en la noche, pues estos, «en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, cada uno en su propia medida». De ninguna manera su participación en la vida de la Iglesia consiste en ayudar al clero, aunque alguna vez lo hagan. Lo específicamente laical no es la sacristía, sino la familia, la empresa, la moda, el deporte..., que procuran, en su propio orden, llevar a Dios. La misión de los seglares ha de llevarles a impregnar la familia, el trabajo y el orden social con aquellos principios cristianos que lo elevan y lo hacen más humano: la dignidad y primacía de la persona humana, la solidaridad social, la santidad del matrimonio, la libertad responsable, el amor a la verdad, el respeto hacia la Justicia en todos los niveles, el espíritu de servicio, la práctica de la comprensión mutua y de la caridad...
Pero para que puedan ejercer en medio del mundo «este papel profético, sacerdotal y real, los bautizados necesitan el sacerdocio ministerial por el que se les comunica de forma privilegiada y tangible el don de la vida divina recibido de Cristo, Cabeza de todo el Cuerpo. Cuanto más cristiano es el pueblo y cuanta más conciencia toma de su dignidad y de su papel activo dentro de la Iglesia, tanto más siente la necesidad de sacerdotes que sean verdaderamente sacerdotes».
Hoy pedirnos al Señor sacerdotes santos, amables, doctos, que traten las almas como joyas preciosas de Jesucristo, que sepan renunciar a sus planes personales por amor a los demás, que amen profundamente la Santa Misa, fin principal de su ordenación y centro de todo su día, y que orienten sus mejores esfuerzos pastorales, «como en el Cura de Ars, en el anuncio explícito de la fe, del perdón, de la Eucaristía».
III. Dios ha puesto al sacerdote cerca de la vida del hombre para ser dispensador de la misericordia divina. «Apenas nace el hombre a la vida, el sacerdote lo regenera en el bautismo, le confiere una vida más noble, más preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia de Jesucristo.
»Para fortificarlo y hacerlo más apto para combatir generosamente las luchas espirituales, también un sacerdote, revestido de especial dignidad, lo hace soldado de Cristo por medio de la Confirmación.
»Cuando apenas niño es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, don del Cielo, el sacerdote lo alimenta y fortalece con este manjar vivo y vivificante. Si ha tenido la desgracia de caer, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios y lo reconcilia con Él por medio del sacramento de la Penitencia. Si Dios lo llama para formar una familia y para cooperar con Él en la transmisión de la vida humana en el mundo y para aumentar el número de fieles sobre la tierra, y después de los elegidos en el Cielo, el sacerdote está allí para bendecir sus bodas y su amor noble. Cuando, finalmente, el cristiano, próximo ya el desenlace de su vida mortal, necesita de fortaleza, necesita de auxilio para presentarse ante el Divino Juez, el ministro de Cristo, inclinándose sobre los miembros doloridos de los moribundos, los conforta y purifica con la unción del sagrado óleo. Así, después de haber acompañado a los cristianos a través de la peregrinación terrena de la vida hasta las mismas puertas de la eternidad, con las plegarias de los sagrados ritos en los que se refleja la esperanza inmortal, el sacerdote acompaña también el cuerpo hasta la sepultura y no abandona a los que participan de la otra vida: antes al contrario, si necesitan expiación y alivio, los alivia con el consuelo de los sufragios. Por lo tanto, desde la cuna hasta la tumba, más aún, hasta el Cielo, el sacerdote es para los fieles guía, consuelo, ministro de salvación, distribuidor de gracias y bendiciones».
Es de justicia que los fieles recen cada día, y de modo particular cuando celebramos la fiesta del Santo Cura de Ars, por todos los sacerdotes, y en especial por aquellos que han recibido el encargo de Dios de atenderlos espiritualmente: de quienes reciben el oro de la buena doctrina, el pan de los Ángeles y el perdón de los pecados. Con palabras de San Josemaría Escrivá, nos enseñan a tratar a Cristo, a encontrarnos con Él en el tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, en la Santa Misa.
Hemos de confiar en sus oraciones, rogándoles que encomienden nuestras necesidades, y unirnos a sus intenciones, que recogen habitualmente las exigencias más apremiantes de la Iglesia y de las almas. También hemos de venerarlos y tratarlos con todo afecto, «puesto que nadie es tan verdaderamente nuestro prójimo como el que ha curado nuestras heridas. Amémosle viendo en él a Nuestro Señor, y querámosle como a nuestro prójimo». Así se lo pedimos al Santo Cura de Ars.
18ª semana. Miércoles
LA VIRTUD DE LA HUMILDAD
— La humildad de la mujer sirofenicia.
— Carácter activo de la humildad.
— El camino de la humildad.
I. Narra San Mateo en el Evangelio de la Misa que Jesús se retiró con sus discípulos a tierras de gentiles, en la región de Tiro y de Sidón. Allí se les acercó una mujer que, a grandes gritos, imploraba: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio. Jesús la oyó y no contestó nada. Comenta San Agustín que no le hacía caso precisamente porque sabía lo que le tenía reservado: no callaba para negarle el beneficio, sino para que lo mereciera ella con su perseverancia humilde.
La mujer debió de insistir largo rato, de tal manera que los discípulos, cansados de tanto empeño, dijeron al Maestro: Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. El Señor le explicó entonces que Él había venido a predicar en primer lugar a los judíos. Pero la mujer, a pesar de esta negativa, se acercó y se postró ante Jesús, diciendo: ¡Señor, ayúdame!
Ante la perseverante insistencia de la mujer cananea, el Señor le repitió las mismas razones con una imagen que ella comprendió enseguida: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Le dice de nuevo que ha sido enviado primero a los hijos de Israel y que no debe preferir a los paganos. El gesto amable y acogedor de Jesús, el tono de sus palabras, quitarían completamente cualquier tono hiriente a la expresión. Las palabras de Jesús llenaron aún más de confianza a la mujer, quien, con gran humildad, dijo: Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos. Reconoció la verdad de su situación, «confesó que eran señores suyos aquellos a quienes Él había llamado hijos». El mismo San Agustín señala que aquella mujer «fue transformada por la humildad» y mereció sentarse a la mesa con los hijos. Conquistó el corazón de Dios, recibió el don que pedía y una gran alabanza del Maestro: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sanada su hija en aquel instante. Sería seguramente más tarde una de las primeras mujeres gentiles que abrazaron la fe, y siempre conservaría en su corazón el agradecimiento y el amor al Señor.
Nosotros, que nos encontramos lejos de la fe y de la humildad de esta mujer, le pedimos con fervor al Maestro: «Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde.
»El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu caridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario.
»—Que me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada». Solo así podré seguirte como Tú quieres y como yo quiero: con una fe grande, con amor hondo, sin condición alguna.
II. Se cuenta en la vida de San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado de los lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres. El santo, después de esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: «Señor, ¿quién podrá escapar de tantos lazos?». Y oyó una voz que le contestaba: «Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria, mientras los soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les tiende; mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas».
Nosotros, si queremos servir al Señor, hemos de desear y pedirle con insistencia la virtud de la humildad. Nos ayudará a desearla de verdad el tener siempre presente que el pecado capital opuesto, la soberbia, es lo más contrario a la vocación que hemos recibido del Señor, lo que más daño hace a la vida familiar, a la amistad, lo que más se opone a la verdadera felicidad... Es el principal apoyo con que cuenta el demonio en nuestra alma para intentar destruir la obra que el Espíritu Santo trata incesantemente de edificar.
Con todo, la virtud de la humildad no consiste solo en rechazar los movimientos de la soberbia, del egoísmo y del orgullo. De hecho, ni Jesús ni su Santísima Madre experimentaron movimiento alguno de soberbia y, sin embargo, tuvieron la virtud de la humildad en grado sumo. La palabra humildad tiene su origen en la latina humus, tierra; humilde, en su etimología, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la humildad consiste en inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en las criaturas. En la práctica, nos lleva a reconocer nuestra inferioridad, nuestra pequeñez e indigencia ante Dios. Los santos sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios y en reconocer que solo Él es grande, y que en comparación con la suya todas las grandezas humanas están vacías y no son sino mentira.
La humildad se fundamenta en la verdad
, sobre todo en esta gran verdad: es infinita la distancia entre la criatura y el Creador. Por eso, frecuentemente hemos de detenernos para tratar de persuadirnos de que todo lo bueno que hay en nosotros es de Dios, todo el bien que hacemos ha sido sugerido e impulsado por Él, y nos ha dado la gracia para llevarlo a cabo. No decimos ni una sola jaculatoria si no es por el impulso y la gracia del Espíritu Santo; lo nuestro es la deficiencia, el pecado, los egoísmos. «Estas miserias son inferiores a la misma nada, porque son un desorden y reducen a nuestra alma a un estado de abyección verdaderamente deplorable». La gracia, por el contrario, hace que los mismos ángeles se asombren al contemplar un alma resplandeciente por este don divino.
La mujer cananea no se sintió humillada ante la comparación de Jesús, señalándole la diferencia entre los judíos y los paganos; era humilde y sabía su lugar frente al pueblo elegido; y porque fue humilde, no tuvo inconveniente en perseverar a pesar de haber sido aparentemente rechazada, en postrarse ante Jesús... Por su humildad, su audacia y su perseverancia obtuvo una gracia tan grande. Nada tiene que ver la humildad con la timidez, la pusilanimidad o con una vida mediocre y sin aspiraciones. La humildad descubre que todo lo bueno que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el orden de la gracia, pertenece a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos; y tanto don nos mueve al agradecimiento.
III. «A la pregunta “¿cómo he de llegar a la humildad?”, corresponde la contestación inmediata: “por la gracia de Dios” (...). Solamente la gracia de Dios puede darnos la visión clara de nuestra propia condición y la conciencia de su grandeza que origina la humildad». Por eso hemos de desearla y pedirla incesantemente, convencidos de que con esta virtud amaremos a Dios y seremos capaces de grandes empresas a pesar de nuestras flaquezas...
Junto a la petición, hemos de aceptar las humillaciones, normalmente pequeñas, que surgen cada día por motivos tan diversos: en la realización del propio trabajo, en la convivencia con los demás, al notar las flaquezas, al ver las equivocaciones que cometemos, grandes y pequeñas. De Santo Tomás de Aquino se cuenta que un día fue corregido por una supuesta falta de gramática mientras leía; la corrigió según le indicaban. Luego, sus compañeros le preguntaron por qué la había corregido si él mismo sabía que era correcto el texto tal como lo había leído. Y el Santo contestó: «Vale más delante de Dios una falta de gramática, que otra de obediencia y de humildad». Andamos el camino de la humildad cuando aceptamos las humillaciones, pequeñas o grandes, y cuando aceptamos los propios defectos procurando luchar en ellos.
Quien es humilde no necesita demasiadas alabanzas y elogios en su tarea, porque su esperanza está puesta en el Señor; y Él es, de modo real y verdadero, la fuente de todos sus bienes y su felicidad: es Él quien da sentido a todo lo que hace. «Una de las razones por las que los hombres son tan propensos a alabarse, a sobreestimar su propio valor y sus propios poderes, a resentirse de cualquier cosa que tienda a rebajarlos en su propia estima o en la de otros, es porque no ven más esperanza para su felicidad que ellos mismos. Por esto son a menudo tan susceptibles, tan resentidos cuando son criticados, tan molestos para quien les contradice, tan insistentes en salirse con la suya, tan ávidos de ser conocidos, tan ansiosos de alabanza, tan determinados a gobernar su medio ambiente. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se sujeta a una paja. Y la vida prosigue, y cada vez están más lejos de la felicidad...».
Quien lucha por ser humilde no busca ni elogios ni alabanzas; y si llegan procura enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La humildad se manifiesta no tanto en el desprecio como en el olvido de sí mismo, reconociendo con alegría que no tenemos nada que no hayamos recibido, y nos lleva a sentirnos hijos pequeños de Dios que encuentran toda la firmeza en la mano fuerte de su Padre.
Aprendemos a ser humildes meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su grandeza ante tanta humillación, el dejarse hacer como cordero llevado al matadero, según había sido profetizado, su humildad en la Sagrada Eucaristía, donde espera que vayamos a verle y hablarle, dispuesto a ser recibido por quien se acerque al Banquete que cada día prepara para nosotros, su paciencia ante tantas ofensas... Aprenderemos a caminar por este sendero si nos fijamos en María, la Esclava del Señor, la que no tuvo otro deseo que el de hacer la voluntad de Dios. También acudimos a San José, que empleó su vida en servir a Jesús y a María, llevando a cabo la tarea que Dios le había encomendado.
5 de agosto
SANTA MARÍA DE LAS NIEVES*
Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor
Memoria libre
— Origen del templo dedicado a Santa María Madre de Dios, en Roma.
— Madre de Dios y Madre Nuestra.
— María es el Acueducto por el que nos llegan todas las gracias.
I. Hoy celebramos la Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, la iglesia más antigua consagrada en Occidente a la Virgen María, donde han tenido lugar tantos acontecimientos de la historia de la Iglesia. Esta Basílica mariana guarda una estrecha relación con la definición dogmática de la Maternidad divina de María, proclamada en el Concilio de Éfeso. Bajo esta advocación se levantó este templo en el siglo iv, sobre otro ya existente, poco tiempo después de terminado el Concilio. El pueblo de la ciudad de Éfeso celebró con enorme entusiasmo la declaración dogmática de esta verdad, que, por otra parte, creía desde siempre. Esta alegría se extendió a toda la Iglesia, y en Roma se levantó con todo fervor bajo esta advocación una grandiosa Basílica. Ese júbilo nos llega a nosotros también en la fiesta de hoy, en la que debernos alabar a Santa María como Madre de Dios, y también como Madre nuestra.
Según una piadosa leyenda, un patricio romano, llamado Juan, de común acuerdo con su esposa, determinó consagrar su hacienda a honrar a la Madre de Dios, pero sin saber a ciencia cierta cómo hacerlo. Al mismo tiempo tuvo un sueño, y también el Papa, por el que supo que la Virgen deseaba que se edificara un hermoso templo en su honor en el monte Esquilino, que apareció cubierto de nieve, cosa insólita, el día 5 de agosto. Aunque la leyenda es posterior a la edificación de la Basílica, ha servido para que la fiesta de hoy se conozca en muchos lugares como de la Virgen de las Nieves, y para que muchos amantes de las cumbres la tengan como Patrona.
En Roma, desde tiempo inmemorial, el pueblo fiel honra a Nuestra Madre en este templo bajo la advocación de Salus Populi Romani. Allí acuden a pedir favores y gracias, como al lugar en el que son escuchados siempre. El Papa Juan Pablo II también visitó a Nuestra Señora en este templo romano, poco tiempo después de su elección al Pontificado. «María decía entonces el Papa está llamada a llevar a todos al Redentor. A dar testimonio de Él, aun sin palabras, solo con el amor, en el que se manifiesta la índole de madre. A acercar incluso a quienes oponen más resistencia, para los que es más difícil creer en el amor (...). Está llamada para acercar a todos, es decir, a cada uno, a su Hijo». Y a sus pies hacía esta dedicación de toda su vida y de todos sus afanes a la Madre de Dios, que nosotros imitándole filialmente- podemos hacer nuestra: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia (Soy todo tuyo, y todas mis cosas tuyas son. Sé Tú mi guía en todo)». Con su protección iremos bien seguros.
II. El misterio de la Encarnación ha permitido a la Iglesia penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431). Cuenta San Cirilo cómo la proclamación de este dogma mariano conmovió a todos los cristianos de Éfeso, y nos conmueve a nosotros ahora cuando meditamos que la Madre de Dios es también Madre nuestra. Describía así este Padre de la Iglesia aquellos acontecimientos: «todo el pueblo de la ciudad de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias (Nestorio) había sido depuesto, todos a una comenzamos a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe.
»Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada». ¡Cómo vibraban por su fe aquellos cristianos de los primeros tiempos! ¡Cómo debemos vibrar nosotros!
El mismo San Cirilo, en una homilía pronunciada en aquel Concilio, alaba de esta forma la Maternidad de Nuestra Señora: «Dios te salve, María, Madre de Dios, Virgen Madre, Estrella de la mañana... Dios te salve, María, la joya más preciosa de todo el orbe...». Por «ser Madre de Dios, tiene una dignidad en cierto modo infinita, a causa del bien infinito que es Dios. Y en esa línea no puede imaginarse una dignidad mayor, como no puede imaginarse cosa mayor que Dios», afirma Santo Tomás de Aquino. Está por encima de todos los ángeles y de todos los santos. Después de la Humanidad Santísima de su Hijo, es el reflejo más puro de la gloria de Dios. En Ella brilla como en ninguna otra criatura la participación de los dones divinos: la Sabiduría, la Belleza, la Bondad... Nada manchado hay en Ella. Es el esplendor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad.
No dejemos hoy de recordarle muchas veces esa Maternidad divina, de la que proceden todas las gracias, virtudes y perfecciones que la adornan y embellecen: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... No nos dejes de tu mano, cuida de nosotros como las madres protegen a sus hijos más débiles y necesitados.
III. San Bernardo afirma que Santa María es para nosotros el acueducto por el que nos llegan todas las gracias que cada día necesitamos. A Ella debemos acudir siempre, «porque esta es la voluntad de aquel Señor que quiso que todo lo recibiéramos por María», y de modo particular cuando nos encontremos más débiles, en las dificultades, en las tentaciones..., y tanto en las necesidades del alma como en las del cuerpo.
En el Calvario, junto a su Hijo, culminó la maternidad espiritual de María. Cuando todos desertan la Virgen se encuentra junto a la cruz de Jesús, en perfecta conformidad con la voluntad divina, sufriendo y padeciendo con su Hijo, corredimiendo. Ella «no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres». Esta maternidad de la Virgen perdura sin cesar, y ahora, en el Cielo, «no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna».
Hemos de agradecer mucho a Dios que nos haya querido dar una Madre a quien acudir en la Vida de la gracia. Y que esta haya sido su propia Madre. María es Madre nuestra no solo porque nos ama como una madre, o porque hace sus veces. La maternidad espiritual de Nuestra Señora es muy superior, más efectiva que cualquier maternidad legal o de afecto. Es Madre porque realmente nos ha engendrado en el orden sobrenatural. Si se nos ha dado poder de llegar a ser hijos de Dios, de participar en la naturaleza divina. es gracias a la acción redentora de Cristo, que nos hace semejantes a Él. Pero ese influjo pasa a través de María. Y así del mismo modo que Dios Padre tiene un solo Hijo según la naturaleza, e innumerables según la gracia, por María, Madre de Cristo, hemos llegado a ser hijos de Dios. De su mano recibimos todo el alimento espiritual, la defensa contra los enemigos, el consuelo en medio de las aflicciones.
Para Nuestra Madre del Cielo «jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños (cfr. Mt 19, 14). De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestros fracasos.
»Descubrimos así como si las recitáramos por vez primera el sentido de las oraciones marianas, que se han rezado siempre en la Iglesia. ¿Qué son el Ave María y el Ángelus sino alabanzas encendidas a la Maternidad divina? Y en el Santo Rosario (...) pasan por nuestra cabeza y por nuestro corazón los misterios de la conducta admirable de María, que son los mismos misterios fundamentales de la fe (...).
»En las fiestas de Nuestra Señora no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud maternal y constante, encomendándole las personas que estimamos. Pero, si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión propicia de amor a María, como lo son todos los días para los que se quieren de verdad».
A Ella le decimos hoy con un antiguo himno de la Iglesia: monstra te esse matrem!, muestra que eres Madre y, que por ti nos atienda el que tomó sangre en tus venas para redimirnos
18ª semana. Jueves
TÚ ERES EL CRISTO
— Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo: confesar así la divinidad de Jesucristo.
— Cristo, perfecto Dios, perfecto Hombre.
— Cristo: Camino, Verdad y Vida.
I. Se encuentra Jesús en Cesarea de Filipo, al Norte, en los confines del territorio judío, entre una población pagana en su mayoría. Allí preguntó a sus discípulos con toda confianza: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?. Los Apóstoles se hacen eco de las opiniones que existían en torno a Jesús; le contestaron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas... Muchos de los que le oyen tienen un concepto alto de Jesús, pero no saben quién es en realidad. El Maestro se volvió a ellos y ahora, con tono amable, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Parece exigir a los suyos, a quienes le siguen muy de cerca, una confesión de fe clara y sin paliativos; ellos no deben limitarse a seguir una opinión pública superficial y cambiante: deben conocer y proclamar a Aquel por quien lo han dejado todo para vivir una vida nueva.
Pedro contestó categóricamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Es una afirmación clara de su divinidad, como lo confirman las palabras siguientes de Jesús: Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Pedro debió de sentirse profundamente conmovido por las palabras del Maestro.
También hay ahora opiniones discordantes y erróneas en torno a Jesús, existe una gran ignorancia sobre su Persona y su misión. A pesar de veinte siglos de predicación y de apostolado de la Santa Iglesia, muchas mentes no han descubierto la verdadera identidad de Jesús, que vive en medio de nosotros y nos pregunta: Vosotros, ¿quién decís que soy yo? Nosotros, ayudados por la gracia de Dios, que nunca falta, hemos de proclamar con firmeza, con la firmeza sobrenatural de la fe: Tú eres, Señor, mi Dios y mi Rey, perfecto Dios y Hombre perfecto, «centro del cosmos y de la historia», centro de mi vida y razón de ser de todas mis obras.
En los duros momentos de la Pasión, cuando está a punto de culminar su misión en la tierra, el Sumo Sacerdote preguntará a Jesús: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Y Jesús declarará: Yo soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre, y venir sobre las nubes del cielo. En esta respuesta, no solo da testimonio de ser el Mesías esperado, sino que aclara la trascendencia divina de su mesianismo, al aplicarse a Sí mismo la profecía del Hijo del Hombre del Profeta Daniel. El Señor utiliza para aquellos oyentes las palabras más fuertes de todas las expresiones bíblicas para declarar la divinidad de su Persona. Entonces le condenaron por blasfemo.
Solo la claridad de la fe sobrenatural nos hace conocer que Jesucristo es infinitamente superior a toda criatura: es el «Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre...». Salió del Padre, pero sigue estando en plena comunión con Él, pues tiene idéntica naturaleza divina. Junto con el Padre, será Quien envíe al Espíritu Santo, el cual tomará de lo que Él guarda, pues tiene y posee como propio cuanto es del Padre.
Se presenta como supremo Legislador: Antes fue dicho a los antiguos... Pero Yo ahora os digo. En la Antigua Ley se decía: Así habla Yahvé, pero Jesús no transmite ni promulga en nombre de nadie: Yo os digo... En su propio nombre imparte una enseñanza divina y señala unos preceptos que afectan a lo más esencial del hombre. Ejerce el poder de perdonar los pecados, cualquier pecado, poder que, como todo judío sabe, es propio y exclusivo de Dios. Y no solo absuelve personalmente, sino que da el poder de las llaves, el poder de regir y de perdonar, a Pedro y a los Doce Apóstoles, y a sus sucesores. Promete sentarse al fin del mundo como único juez de vivos y muertos. Nadie se arrogó nunca tales atribuciones.
Jesús exigió –exige– a sus discípulos una fe inquebrantable en su Persona, hasta tomar la cruz sobre sus espaldas: el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí; lo que pide para su Padre celestial lo exige también para sí mismo: una fe sin fisuras, un amor sin medida.
Nosotros, que queremos seguirle muy de cerca, cuando estamos delante del Sagrario le decimos también, como Pedro: Señor, Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Verdaderamente, «el que halla a Jesús, halla un tesoro bueno, y de verdad bueno sobre todo bien. Y el que pierde a Jesús pierde muy mucho y más que todo el mundo. Paupérrimo el que vive sin Jesús y riquísimo el que está con Jesús». No le dejemos jamás nosotros; afiancemos nuestro amor con muchos actos de fe, con la valentía de dar a conocer en cualquier ambiente nuestra fe y nuestro amor a Cristo vivo.
II. Al cabo de tanto tiempo, Jesús sigue siendo para muchos, que aún no tienen el don sobrenatural de la fe o viven apoltronados en la tibieza, una figura desdibujada, inconcreta. Como respondieron los Apóstoles a Jesús aquel día en Cesarea de Filipo, también nosotros podíamos decirle: unos dicen que fuiste un hombre de grandes ideales, otros... Verdaderamente, siguen siendo actuales las palabras del Bautista: En medio de vosotros está uno a quien no conocéis.
Solo el don divino de la fe nos hace proclamar a una con el Magisterio de la Iglesia: «Creemos en Nuestro Señor Jesucristo, que es el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre...». Creemos que en Jesucristo existen dos naturalezas: una divina y otra humana, distintas e inseparables, y una única Persona, la Segunda de la Trinidad Beatísima, que es increada y eterna, que se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno purísimo de María. Nace en la mayor indigencia, aclamado por ángeles del Cielo; padece hambre y sed; se cansa y tiene que recostarse en ocasiones sobre una piedra o sobre el brocal de un pozo; se queda dormido mientras navega con aquellos pescadores, ¡tan rendido se encuentra!; llora junto al sepulcro de su amigo Lázaro; tiene miedo y pavor a la muerte antes de padecer los ultrajes de la crucifixión.
Jesús es también Hombre perfecto. Y esta Humanidad Santísima de Jesús, igual a la nuestra en todo menos en el pecado, se nos ha hecho camino hacia el Padre. Él vive hoy –¿por qué buscáis al que vive entre los muert– y sigue siendo el mismo. «Iesus Christus heri, et hodie, ipse et in saecula (Hebr 13, 8). ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios»; con una mirada poco penetrante porque nos falta amor.
III. La vida cristiana consiste en amar a Cristo, en imitarle, en servirle... Y el corazón tiene un lugar importante en este seguimiento. De tal manera es así que cuando por tibieza o por una oculta soberbia se descuida la piedad, el trato de amistad con Jesús, es imposible ir adelante. Seguir a Cristo de cerca es ser sus amigos. Y esa unión amistosa conduce a poner en práctica hasta el menor de sus preceptos; es un amor con obras. San Agustín, después de tantos intentos vanos por seguir al Señor, nos cuenta su experiencia: «andaba buscando la fuerza idónea para gozar de Vos y no la hallaba, hasta que hube abrazado al Mediador entre Dios y los hombres: el Hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas bendito por los siglos, que nos llama y nos dice: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6)». ¡Amar al Hombre Cristo Jesús!
Jesucristo es el único Camino. Nadie puede ir al Padre sino por Él. Solo por Él, con Él y en Él podremos alcanzar nuestro destino sobrenatural. La Iglesia nos lo recuerda todos los días en la Santa Misa: Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria... Únicamente a través de Cristo, su Hijo muy amado, acepta el Padre nuestro amor y nuestro homenaje.
Cristo es también la Verdad. La verdad absoluta y total, Sabiduría increada, que se nos revela en su Humanidad Santísima. Sin Cristo, nuestra vida es una gran mentira.
Narra el Antiguo Testamento que Moisés, por mandato de Dios, levantó su mano y golpeó por dos veces la roca, y brotó agua tan abundante que bebió todo aquel pueblo sediento. Aquel agua era figura de la Vida que sale a torrentes de Cristo y que saltará hasta la vida eterna. Y es nuestra Vida: porque nos mereció la gracia, vida sobrenatural del alma; porque esa vida brota de Él, de modo especial en los sacramentos; y porque nos la comunica a nosotros. Toda la gracia que poseemos, la de toda la humanidad caída y reparada, es gracia de Dios a través de Cristo. Esta gracia se nos comunica a nosotros de muchas maneras; pero el manantial es único: el mismo Cristo, su Humanidad Santísima unida a la Persona del Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Cuando el Señor nos pregunte en la intimidad de nuestro corazón: «y tú, ¿quién dices que soy Yo?», que sepamos responderle con la fe de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Camino, la Verdad y la Vida... Aquel sin el cual mi vida está completamente perdida.
6 de agosto
LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR*
Fiesta
— El Señor conforta a sus discípulos ante la inminencia de su Pasión y Muerte.
— Dios mismo será nuestra recompensa.
— El Señor está a nuestro lado para ayudarnos a llevar lo más duro y lo que más pesa.
I. Cuando Cristo se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos según es.
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio. Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues como enseña Santo Tomás para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que conozca antes de algún modo el fin al que se dirige: «como el arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso... Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad, que es lo mismo que transfigurarse, pues en esta claridad transfigurará a los suyos».
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la cruz y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil y quizá aburguesada, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en las cosas materiales. «¿No hemos sentido frecuentemente la tentación de creer que ha llegado el momento de convertir el cristianismo en algo fácil, de hacerlo confortable, sin sacrificio alguno; de hacerlo conformista con las formas cómodas, elegantes y comunes de los demás, y con el modo de vida mundano? ¡Pero no es así!... El cristianismo no puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber... Si tratásemos de quitar esto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida». No es esa la senda que indicó el Señor.
Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró «en la claridad soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de corazón», la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
II. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Él. Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo. El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. «La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total», al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos si somos fieles a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin? «Dios mío: ¿cuándo te querré a Ti, por Ti? Aunque, bien mirado, Señor, desear el premio perdurable es desearte a Ti, que Te das como recompensa».
III. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle. ¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro corazón!
El misterio que hoy celebramos no solo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados. Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros. Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. «No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso». Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave... mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso, al final del camino. Y cuando llegue aquella hora // en que se cierren mis humanos ojos, // abridme otros, Señor, otros más grandes // para contemplar vuestra faz inmensa. // ¡Sea la muerte un mayor nacimiento!, el comienzo de una vida sin fin.
18ª semana. Viernes
EL AMOR Y LA CRUZ
— La muestra de amor más grande.
— El sentido y los frutos del dolor.
— Mortificaciones voluntariamente buscadas.
I. Jesús había llamado a sus discípulos y estos, dejándolo todo, le siguieron. Iban tras el Maestro por los caminos de Palestina, recorriendo ciudades y aldeas, compartiendo con Él alegrías, fatigas, hambre, cansancio... También, en ocasiones, expusieron su vida y su honra por Jesús. Pero esta compañía externa se fue convirtiendo, poco a poco, en un seguimiento interior, se fue realizando una transformación de sus almas. Este seguimiento más hondo requiere algo más que el desprendimiento, e incluso el abandono efectivo de casa, hogar, familia, bienes... Así se lo manifestó el Señor, como leemos en el Evangelio de la Misa: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Negarse a sí mismo significa renunciar a ser uno el centro de sí mismo. El único centro del verdadero discípulo solo puede ser Cristo, a Quien se dirigen constantemente los pensamientos, los afanes, el quehacer ordinario que se convierte en una verdadera ofrenda al Señor.
Cargar con la Cruz indica que se está dispuesto a morir. El que coge el madero y lo pone sobre sus hombros acepta su destino, sabe que su vida terminará en esa cruz. Tomar la cruz expresa una decisión resuelta, indica que estamos dispuestos a seguirle, si fuera preciso, hasta la muerte, que queremos imitarle en todo, sin poner límite alguno. Para seguir a Cristo hemos de identificar nuestra voluntad con la suya, que tomó con decisión el madero y lo llevó hasta el Calvario, donde se ofrecería a Dios Padre en una oblación de valor y amor infinitos.
Hemos de considerar frecuentemente que la Pasión y Muerte en la Cruz es la máxima expresión de su entrega al Padre y de su amor por nosotros. Ciertamente, el menor acto de amor de Jesús, la más pequeña de sus obras, aun niño, tenía un valor meritorio infinito para obtener a todos los hombres, pasados y presentes y los que habrían de venir a lo largo de los siglos, la gracia de la redención, la vida eterna y todas las ayudas necesarias para llegar a ella. Pero, a pesar de todo, quiso sufrir todos los horrores de la Pasión y de la Muerte en la cruz para mostrarnos cuánto amaba al Padre, cuánto nos amaba a cada uno de nosotros. En ocasiones, manifestó a sus discípulos esta urgencia de amor que le llenaba el alma: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!. El Espíritu Santo nos ha dejado escrito a través de San Juan que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito. Jesús entregó voluntariamente su vida por amor hacia nosotros, pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos.
Jesucristo revela las ansias incontenibles de entregar su vida por amor. Y si queremos seguirle, no ya externamente sino hondamente, identificándonos con Él, ¿cómo podremos rechazar la Cruz, el sacrificio, que tan íntimamente está relacionado con el amor y con la entrega? El seguir a Cristo de cerca nos llevará a la abnegación más completa, a la plenitud del amor, a la alegría más grande. La abnegación, la identificación con su santa voluntad en todo, limpia, purifica, clarifica el alma y la diviniza. «Tener la Cruz, es tener la alegría: ¡es tenerte a Ti, Señor!».
II. Se cuenta de un alma santa que al ver cómo todos los sucesos le eran contrarios y a una prueba le sucedía otra, y a una calamidad un desastre mayor, se volvió con ternura al Señor y le preguntó: Pero, Señor, ¿qué te he hecho?, y oyó en su corazón estas palabras: Me has amado. Pensó entonces en el Calvario y comprendió un poco mejor cómo el Señor quería purificarla y asociarla a Él en la redención de tantas gentes que andaban perdidas, lejos de Dios. Y se llenó de paz y de alegría.
En nuestra vida vamos a encontrar penas, como todos los hombres. «Si vienen contradicciones, está seguro de que son una prueba del amor de Padre, que el Señor te tiene». Son ocasiones inmejorables para mirar con amor un crucifijo y contemplar a Cristo y comprender que Él, desde la Cruz, nos está diciendo: «a ti te quiero más», «de ti espero más». Quizá sea una enfermedad dolorosa que rompe todos nuestros proyectos, o la desgracia que llega a esas personas que más queríamos, o el fracaso profesional... Señor, ¿qué te he hecho? Y nos responderá calladamente que nos quiere y que desea una entrega sin límites a su santa voluntad, que tiene una «lógica» distinta a la humana. Llega el momento de la aceptación y del abandono, y comprendemos, quizá más tarde, ese inmenso bien. ¡Cuántas gracias daremos entonces al Señor!
Muchas veces, sin embargo, la Cruz la encontraremos en asuntos pequeños, que salen a nuestro paso los más de los días: el cansancio, el no disponer del tiempo que desearíamos, el tener que renunciar a un plan más agradable que nos habíamos forjado, el llevar con caridad los defectos de otras personas con las que convivimos o trabajamos, una pequeña humillación que no esperábamos, la aridez en la oración... Ahí nos espera también el Señor; nos pide que sepamos aceptar esas contradicciones, pequeñas o grandes, sin quejas estériles, sin malhumor, sin rebeldía. Nos pide amor, recoger eso que nos contraría y ofrecerlo como una joya de mucho valor. Nuestros pequeños sufrimientos, unidos a los de Cristo en la Cruz, cobran un valor infinito para reparar por tantos pecados que se cometen cada día en la tierra, y por los nuestros también.
El dolor, llevado con y por amor, tiene otros muchos frutos: satisface por nuestros pecados, purifica el alma, «y profundiza y refuerza nuestro carácter y nuestra personalidad. Nos da una comprensión y una capacidad de simpatía por nuestro prójimo que no puede adquirirse de otra manera. De hecho nos abre la vida interior del mismo Cristo, y al hacerlo así nos une más estrechamente a Él. A menudo el sufrimiento profundo es también un punto decisivo en nuestras vidas, y conduce al principio de un nuevo fervor y una nueva esperanza», a una nueva manera, más honda y más llena, de entender la propia existencia. Pero dolor y sufrimiento no son tristeza. La Cruz, llevada junto a Cristo, llena el alma de paz y de una profunda alegría en medio de las tribulaciones. La vida de los santos está llena de alegría; un júbilo que el mundo no conoce porque hunde sus raíces en Dios.
III. Si alguno quiere venir en pos de Mí... Nada en el mundo deseamos más que seguir a Cristo de cerca; ninguna otra cosa, ni la propia vida, amamos más que esta: identificarnos con Él, hacer nuestros sus deseos y los sentimientos que tuvo aquí en la tierra. Estamos junto a Él no solo cuando todo nos va bien, sino también al aceptar con paciencia las adversidades, contentos de poder acompañarle en su camino hacia la Cruz, uniendo nuestros sufrimientos a los suyos.
Pero si nos limitáramos solamente a esperar las tribulaciones, las contrariedades, el dolor que no podemos evitar, faltaría generosidad a nuestro amor. Sería una actitud que escondería el deseo de contentarnos con lo mínimo. «Sería actuar con una disposición remisa, que bien podría expresarse con estas palabras: ¿Mortificación? ¡Bastantes sinsabores tiene ya la vida! ¡Ya tengo suficientes preocupaciones!
»Sin embargo, la vida interior necesita demasiado de la mortificación, como para no buscarla activamente. La mortificación que nos viene dada es importante y valiosa, pero no debe ser excusa para rehuir una generosa expiación voluntaria, que será señal de un verdadero espíritu de penitencia: Yo te ofreceré voluntario sacrificio; cantaré, ¡oh Yahvé!, tu nombre, porque es bueno (Sal 53, 8)».
Precisamente la Iglesia nos propone un día a la semana, el viernes, para que examinemos el sentido penitencial de nuestra vida, a la luz de la Pasión de Cristo. En este día, muchos cristianos consideran más detenidamente los misterios de dolor de la vida de Cristo, o hacen el ejercicio piadoso del Vía Crucis, o meditan o leen la Pasión del Señor... Es un día para que examinemos cómo llevamos habitualmente las contradicciones, y la generosidad, fruto del amor, con que buscamos esa mortificación voluntaria, en cosas quizá pequeñas, que vence constantemente el egoísmo, la pereza, el deseo de quedar bien en todo, de ser habitualmente el centro... Mortificaciones pequeñas para hacer más amable la vida a los demás: ser cordiales en el trato, vencer los estados de ánimo que nos llevarían quizá a tener un tono más adusto en el trato, sonreír cuando quizá tendemos a mostrarnos serios, cuidar la puntualidad en el trabajo o estudio, comer algo menos de aquello que más nos gusta o tomar un poco más de aquello que menos nos apetece, no comer entre horas, mantener el orden en la mesa de trabajo, en el armario, en la habitación... Mortificar la curiosidad, cuidar con particular esmero la guarda de los sentidos, no quejarse ante el calor, el frío o el excesivo tráfico...
Al terminar hoy la meditación sobre las palabras de Jesús: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sigame, le decimos en la intimidad de nuestra oración: «Dame, Jesús, Cruz sin cirineos. Digo mal: tu gracia, tu ayuda me hará falta, como para todo; sé Tú mi Cirineo. Contigo, mi Dios, no hay prueba que me espante...
»—Pero, ¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? -Yo te digo, Señor, que Contigo estaría alegremente triste». «No perdiéndote a Ti, para mí no habrá pena que sea pena»
18ª semana. Sábado
EL PODER DE LA FE
— La fe capaz de trasladar montañas. Cada día tienen lugar en la Iglesia los milagros más grandes.
— Más gracias cuanto mayores son los obstáculos.
— Fe con obras.
I. Entre una inmensa muchedumbre que espera a Jesús, se adelantó un hombre y, puesto de rodillas, le suplicó: Señor, ten compasión de mi hijo.... Es una oración humilde la de este padre, como reflejan su actitud y sus palabras. No apela al poder de Jesucristo sino a su compasión; no hace valer méritos propios, ni ofrece nada: se acoge a la misericordia de Jesús.
Acudir al Corazón misericordioso de Cristo es ser oídos siempre: el hijo quedará curado, cosa que no habían logrado anteriormente los Apóstoles. Más tarde, a solas, los discípulos preguntaron al Señor por qué ellos no habían logrado curar al muchacho endemoniado. Y Él les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo que si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: trasládate de aquí allá, y se trasladaría y nada os sería imposible.
Cuando la fe es profunda participamos de la Omnipotencia de Dios, hasta el punto de que Jesús llegará a decir en otro momento: el que cree en Mí, también hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que estas, porque Yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si pidiereis algo en mi nombre, Yo lo haré. Y comenta San Agustín: «No será mayor que yo el que en mí cree; sino que yo haré entonces cosas mayores que las que ahora hago; realizaré más por medio del que crea en mí, que lo que ahora realizo por mí mismo».
El Señor dice a los Apóstoles en este pasaje del Evangelio de la Misa que podrían «trasladar montañas» de un lugar a otro, empleando una expresión proverbial; entre tanto, la palabra del Señor se cumple todos los días en la Iglesia de un modo superior. Algunos Padres de la Iglesia señalan que se lleva a cabo el hecho de «trasladar una montaña» siempre que alguien, con la ayuda de la gracia, llega donde las fuerzas humanas no alcanzan. Así sucede en la obra de nuestra santificación personal, que el Espíritu Santo va realizando en el alma, y en el apostolado. Es un hecho más sublime que el de trasladar montañas y que se opera cada día en tantas almas santas, aunque pase inadvertido a la mayoría.
Los Apóstoles y muchos santos a lo largo de los siglos hicieron admirables milagros también en el orden físico; pero los milagros más grandes y más importantes han sido, son y serán los de las almas que, habiendo estado sumidas en la muerte del pecado y de la ignorancia, o en la mediocridad espiritual, renacen y crecen en la nueva vida de los hijos de Dios. «“Si habueritis fidem, sicut granum sinapis!” -¡Si tuvierais fe tan grande como un granito de mostaza!...
»—¡Qué promesas encierra esa exclamación del Maestro!». Promesas para la vida sobrenatural de nuestra alma, para el apostolado, para todo aquello que nos es necesario...
II. Señor, ¿por qué no hemos podido curar al muchacho? ¿Por qué no hemos podido hacer el bien en tu nombre? San Marcos, y muchos manuscritos en los que se recoge el texto de San Mateo, añade estas palabras del Señor: Esta especie (de demonios) no puede expulsarse sino por la oración y el ayuno.
Los Apóstoles no pudieron librar a este endemoniado por falta de la fe necesaria; una fe que había de expresarse en oración y mortificación. Y nosotros también nos encontramos con gentes que precisan de estos remedios sobrenaturales para que salgan de la postración del pecado, de la ignorancia religiosa... Ocurre con las almas algo semejante a lo que sucede con los metales, que funden a diversas temperaturas. La dureza interior de los corazones necesita, según los casos, mayores medios sobrenaturales cuanto más empecinados estén en el mal. No dejemos a las almas sin remover por falta de oración y de ayuno.
Una fe tan grande como un grano de mostaza es capaz de trasladar los montes, nos enseña el Señor. Pidamos muchas veces a lo largo del día de hoy, y en este momento de oración, esa fe que luego se traduce en abundancia de medios sobrenaturales y humanos. Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. «Ante ella caen los montes, los obstáculos más formidables que podamos encontrar en el camino, porque nuestro Dios no pierde batallas. Caminad, pues, in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega también la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio opongan a la labor apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)».
Las mayores trabas a esos milagros que el Señor también quiere realizar ahora en las almas, con nuestra colaboración, pueden venir sobre todo de nosotros mismos: porque podemos, con visión humana, empequeñecer el horizonte que Dios abre continuamente en amigos, parientes, compañeros de trabajo o de estudio, o conocidos. No demos a nadie por imposible en la labor apostólica; como tantas veces han demostrado los santos, la palabra imposible no existe en el alma que vive de fe verdadera. «Dios es el de siempre. —Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura.
»—“Ecce non est abbreviata manus Domini” —El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!». Sigue obrando hoy las maravillas de siempre.
III. «Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis (Mt 21, 22)».
La fe es para ponerla en práctica en la vida corriente. Habéis de ser no solo oyentes de la palabra, sino hombres que la ponen en práctica: estote factores verbi et non auditores tantum. Haced, realizad en vuestra vida la palabra de Dios y no os limitéis a escucharla, nos exhorta el Apóstol Santiago. No basta con asentir a la doctrina, sino que es necesario vivir esas verdades, practicarlas, llevarlas a cabo. La fe debe generar una vida de fe, que es manifestación de la amistad con Jesucristo. Hemos de ir a Dios con la vida, con las obras, con las penas y las alegrías... ¡con todo!.
Las dificultades proceden o se agrandan con frecuencia por la falta de fe: valorar excesivamente las circunstancias del ambiente en que nos movemos o dar demasiada importancia a consideraciones de prudencia humana, que pueden proceder de poca rectitud de intención. «Nada hay, por fácil que sea, que nuestra tibieza no nos lo presente difícil y pesado; como nada hay tampoco tan difícil y penoso que no nos lo haga del todo fácil y llevadero nuestro fervor y determinación».
La vida de fe produce un sano «complejo de superioridad», que nace de una profunda humildad personal; y es que «la fe no es propia de los soberbios sino de los humildes», recuerda San Agustín: responde a la convicción honda de saber que la eficacia viene de Dios y no de uno mismo. Esta confianza lleva al cristiano a afrontar los obstáculos que encuentra en su alma y en el apostolado con moral de victoria, aunque en ocasiones los frutos tarden en llegar. Con oración y mortificación, con el trato de amistad, con nuestra alegría habitual, podremos realizar esos milagros grandes en las almas. Seremos capaces de «trasladar montañas», de quitar las barreras que parecían insuperables, de acercar a nuestros amigos a la Confesión, de poner en el camino hacia el Señor a gentes que iban en dirección contraria. Esa fe capaz de trasladar montes se alimenta en el trato íntimo con Jesús en la oración y en los sacramentos.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a llenarnos de fe, de amor y de audacia ante el quehacer que Dios nos ha señalado en medio del mundo, pues Ella es «el buen instrumento que se identifica por completo con la misión recibida. Una vez conocidos los planes de Dios, Santa María los hace cosa propia; no son algo ajeno para Ella. En el cabal desempeño de tales proyectos compromete por entero su entendimiento, su voluntad y sus energías. En ningún momento se nos muestra la Santísima Virgen como una especie de marioneta inerte: ni cuando emprende, vivaz, el viaje a las montañas de Judea para visitar a Isabel; ni cuando, ejerciendo de verdad su papel de Madre, busca y encuentra a Jesús Niño en el templo de Jerusalén; ni cuando provoca el primer milagro del Señor; ni cuando aparece –sin necesidad de ser convocada– al pie de la Cruz en que muere su Hijo... Es Ella quien libremente, como al decir Hágase, pone en juego su personalidad entera para el cumplimiento de la tarea recibida: una tarea que de ningún modo le resulta extraña: los de Dios son los intereses personales de Santa María. No es ya solo que ninguna mira privada suya dificultase los planes del Señor: es que, además, aquellas miras propias eran exactamente estos planes»
Décimo noveno Domingo
ciclo a
DIOS SIEMPRE AYUDA
— Nunca falló a sus amigos.
— Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos.
— Confianza en Dios. Nunca llega tarde para socorrernos, si acudimos a Él con fe y ponemos en cada caso los medios oportunos.
I. La Primera lectura de la Misa nos presenta al Profeta Elías que, cansado y desalentado por muchas tribulaciones, se refugió en una gruta del Horeb, el monte santo, donde Dios se manifestó a Moisés. Allí recibió esta indicación: sal y aguarda al Señor. Y pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos, y después hubo un terremoto y fuego. Pero Dios no estaba ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego. Llegó después un viento suave, como un susurro, y se manifestó el Señor de esta forma, expresando así su misteriosa espiritualidad y su delicada bondad con el hombre débil. Elías se sintió reconfortado para la nueva misión que el Señor quería que llevara a cabo.
El Evangelio nos relata una de las tempestades que sufrieron los Apóstoles sin que Jesús estuviera con ellos en la barca. Tuvo lugar después de la multiplicación de los panes y de los peces. El Señor les mandó que embarcaran y se dirigieran a la otra orilla del lago, mientras Él despedía a las gentes, pues se había hecho tarde. Jesús, desde lo alto de un monte donde está recogido en oración, no olvida a sus discípulos. Se ha levantado un viento fuerte en contra, y el Señor ve cómo luchan contra el oleaje y contra el viento para llegar donde Él les ha indicado. Terminada su oración, se dispone a ayudarles.
En la cuarta vigilia de la noche, al amanecer, Jesús se acercó a la barca, que estaba batida por las olas y en peligro de zozobrar. El Evangelio nos señala que los discípulos pasaron miedo al ver a Jesús andando sobre las aguas revueltas, creyendo que era un fantasma. Y San Marcos, que recoge los recuerdos inolvidables de San Pedro, nos ha dejado escrito que Jesús hizo ademán de pasar de largo. Todos comenzaron a gritar. Entonces Jesús se acercó un poco más y les dijo: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Eran palabras consoladoras, que también nosotros hemos oído muchas veces de formas diferentes en la intimidad del corazón, ante sucesos que nos han podido desconcertar y en situaciones difíciles y apuradas.
Si nuestra vida es el cumplimiento de lo que Dios quiere de nosotros –como Elías, que se encaminó al monte Horeb por mandato de Dios, como los Apóstoles, que cumplen lo que Jesús les ha dicho, aunque el viento les era contrario–, nunca nos faltará la ayuda divina. En la debilidad, en la fatiga, en las situaciones más apuradas, Jesús se presenta y nos dice: Soy Yo, no temáis. Nunca falló a sus amigos. Y si nosotros no tenemos otro fin en la vida que buscar su amistad y servirle, ¿cómo nos va a abandonar cuando el viento de las tentaciones, del cansancio, de las dificultades en el apostolado nos sea contrario? Él no pasa de largo. «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada». ¿Qué nos va a faltar si somos sus amigos en medio del mundo, si le queremos seguir día tras día entre tantos que le abandonan?
II. Cuando los Apóstoles oyeron a Jesús se llenaron de paz. Entonces, Pedro dirigió a Jesús una petición llena de audacia y de valentía: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. Y el Maestro, que se encontraba todavía a unos metros de la harca, le contestó: Ven. Pedro tuvo mucha fe, y cambió la seguridad de la barca por la confianza en las palabras del Señor: bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron unos momentos impresionantes de firmeza y de amor.
Pero Pedro dejó de mirar a Jesús y se fijó más en las dificultades que le rodeaban, y al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó. Olvidó por un momento que la fuerza que le sostenía en medio del agua no dependía de las circunstancias, sino de la voluntad del Señor, que domina el cielo y la tierra, la vida y la muerte, la naturaleza, los vientos, el mar... Pedro comenzó a hundirse, no por el estado de la mar, sino por la falta de confianza en Quien todo lo puede. Y gritó a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y enseguida, Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos en momentos de debilidad o de cansancio, cuando veamos que nos hundimos. ¡Señor, sálvame!, le diremos con fuerza en nuestra oración.
A veces, el cristiano deja de mirar a Jesús y se fija en otras cosas que alejan de Dios y le ponen en peligro de perder pie en su vida de fe y de hundirse, si no reacciona con prontitud. Desde el momento en que alguien comience a no ver clara su fe o la vocación recibida de Dios, «que se examine con lealtad. No dejará de descubrir que desde algún tiempo su vida de piedad está un tanto relajada, la oración es más rara o menos atenta, y es menos exigente consigo mismo. ¿No renueva un pecado cuya gravedad se oculta a sí mismo deliberadamente? De seguro que ya no reprime con la misma energía sus pasiones, si es que no consiente con complacencia en alguna de ellas. Un resentimiento que se fomenta contra otro, una cuestión de interés en que nuestra honradez no es total, una amistad demasiado absorbente, o sencillamente el despertar de bajos instintos que no se rechazan con bastante prontitud, no hace falta más para que se levanten nubes entre Dios y nosotros. Y la fe se oscurece». Cabe el peligro entonces de achacar esa situación culpable a las circunstancias externas, cuando el mal está más bien en el propio corazón.
Para salir a flote, Pedro solo tuvo que asir la fuerte mano del Señor, su Amigo y su Dios. Aunque poco, algo tuvo que poner el discípulo de su parte. Es la colaboración de la buena voluntad que siempre nos pide Dios. «Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad».
Ese pequeño esfuerzo que el Señor pide a sus discípulos de todos los tiempos para sacarlos a flote de una mala situación puede ser muy diverso: intensificar la oración; ser más sinceros y dóciles en la dirección espiritual; remover una mala ocasión; obedecer con prontitud y docilidad de corazón; poner, junto a la oración, unos medios humanos que están a nuestro alcance, aunque sean muy pequeños... Junto a Cristo se ganan todas las batallas, pero debemos tener una confianza sin límites en Él. «Reza seguro con el Salmista: “¡Señor, Tú eres mi refugio y mi fortaleza, confío en Ti!”.
»Te garantizo que Él te preservará de las insidias del “demonio meridiano” –en las tentaciones y... ¡en las caídas!–, cuando la edad y las virtudes tendrían que ser maduras, cuando deberías saber de memoria que solo Él es la Fortaleza».
III. Pedro se mantuvo en pie en medio de las dificultades más grandes mientras actuó con sentido sobrenatural, con fe, confiado en el Señor. Después, para salir a flote, para recibir la ayuda de Dios, hubo de poner de su parte, pues «cuando falta nuestra cooperación cesa también la ayuda divina». Aunque fue el Señor quien lo sacó adelante.
Pedro recuperó de nuevo la fe y la confianza en Jesús. Con Él subió a la barca. Y en ese instante cesó el viento, se hizo la calma en el mar y en el corazón de los discípulos, y le reconocieron como a su Señor y a su Dios: los que estaban en la barca le adoraron diciendo: Verdaderamente, eres el Hijo de Dios.
Las dificultades en las que experimentaremos la propia debilidad, las mismas flaquezas, servirán para encontrar a Jesús, que nos tiende su mano y se mete en nuestro corazón, dándonos una paz inmensa en medio de cualquier tribulación. Hemos de aprender a no temer nunca a Dios, que se presenta en lo ordinario y también en las tormentas de los sufrimientos, físicos y morales, de la vida: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Dios nunca llega tarde para socorrernos, y ayuda siempre en cada necesidad. Él llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. Y cuando por alguna razón nos encontramos en una situación penosa, con el viento en contra, Él se acerca. Quizá haga ademán de pasar de largo para que nosotros le llamemos. No tardará en llegar a nuestro lado.
Y si alguna vez sentimos que no hacemos pie, que nos hundimos, repitamos la súplica de Pedro: Señor, ¡sálvame! No dudemos de su Amor, ni de su mano misericordiosa, no olvidemos que «Dios no manda imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas».
¡Qué seguridad tan grande da el Señor! «Él me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas donde me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Este es mi báculo. Esta es mi seguridad, este es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo.
»Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña». No dejemos su mano; Él no deja la nuestra.
Terminamos nuestra oración poniendo por intercesora a la Santísima Virgen; Ella nos ayuda a clamar confiadamente con las preces litúrgicas: renueva, Señor, las maravillas de tu amor; haz que vivamos firmemente anclados en Ti.
Décimo noveno Domingo
ciclo b
EL PAN VIVO
— La Comunión restaura las fuerzas perdidas y da otras nuevas para llegar al Cielo. El Viático.
— El Pan de Vida. Efectos de la Comunión en el alma.
— La frecuente o diaria recepción de este sacramento. Visita al Santísimo; comuniones espirituales a lo largo del día.
I. Leemos en la Primera lectura de la Misa que el Profeta Elías, huyendo de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido. Pero el Ángel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino. Elías se levantó, comió y bebió, Y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.
El monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones, cansancio y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante al Ángel, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontramos siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.
A la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo para las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático para designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular la Sagrada Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y definitiva etapa del viaje hacia la eternidad. Fue costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados, sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio. Santo Tomás enseña que este sacramento se llama Viático en cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria definitiva y nos otorga la posibilidad de llegar allí. Es la gran ayuda a lo largo de la vida y, especialmente, en el tramo último del camino, donde los ataques del enemigo pueden ser más duros. Esta es la razón por la que la Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella. Desde el principio se sintió la necesidad (y también la obligación) de recibir este sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día.
También podemos recordar hoy en nuestra oración la responsabilidad, en ocasiones grave, de hacer todo lo que está de nuestra parte para que ningún familiar, amigo o colega muera sin los auxilios espirituales que nuestra Madre la Iglesia tiene preparados para la etapa última de su vida.
Es la mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño, quizá la última, con esas personas aquí en la tierra. El Señor premia con una alegría muy grande cuando hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en alguna ocasión pueda resultar algo difícil y costoso.
Hemos de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se manifestará en una mejor preparación, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al Profeta Elías, las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra santidad.
II. Yo soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa (...). Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Hoy nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de recibirle en la Sagrada Comunión para participar en la vida divina, para vencer en las tentaciones, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia recibida en el Bautismo. El que comulga en estado de gracia, además de participar en los frutos de la Santa Misa, obtiene unos bienes propios y específicos de la Comunión eucarística: recibe, espiritual y realmente, al mismo Cristo, fuente de toda gracia. La Sagrada Eucaristía es, por eso, el mayor sacramento, centro y cumbre de todos los demás. Esta presencia real de Cristo da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita.
No hay mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor. Cuando deseamos darnos a los demás, podemos entregar objetos de nuestra pertenencia como símbolo de algo más profundo de nuestro ser, o dar nuestros conocimientos, o nuestro amor..., pero siempre encontramos un límite. En la Comunión, el poder divino sobrepasa todas las limitaciones humanas, y bajo las especies eucarísticas se nos da Cristo entero. El amor llega a realizar su ideal en este sacramento: la identificación con quien tanto se ama, a quien tanto se espera. «Así como cuando se juntan dos trozos de cera y se los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa Sangre». Verdaderamente, no hay mayor felicidad, ni bien mayor, que recibir dignamente en la Sagrada Comunión a Cristo mismo.
El alma no cesa en su agradecimientos si –combatiendo toda rutina– trae a menudo a su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada Eucaristía produce en la vida espiritual efectos parecidos a los que el alimento material produce en el cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la debilidad y la muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados veniales, que causan la debilidad y la enfermedad del alma, y nos preserva de los mortales, que le ocasionan la muerte. El alimento material repara nuestras fuerzas y robustece nuestra salud. También «por la frecuente o diaria Comunión, resulta más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la eterna felicidad». Del mismo modo como el alimento natural permite crecer al cuerpo, la Sagrada Eucaristía aumenta la santidad y la unión con Dios, «porque la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino transfigurarnos en aquello que recibirnos».
La Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar; nos impulsa a realizar el trabajo diario con alegría y con perfección; nos fortalece para llevar con garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades y tropiezos de la vida ordinaria.
El Maestro está aquí y te llama, se nos dice cada día. No desatendamos esa invitación; vayamos con alegría y bien dispuestos a su encuentro. Nos va mucho en ello.
III. Son muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan frecuente el encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está preparado y son muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos vamos a excusar nosotros? El amor desbarata las excusas.
El deseo y el recuerdo de este sacramento podemos mantenerlo vivo a lo largo del día mediante la Comunión espiritual, que «consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato amoroso como si ya lo hubiésemos recibido». Nos trae muchas gracias y nos ayuda a vivir mejor el trabajo y las relaciones con los demás. Nos facilita tener la Santa Misa como el centro del día.
También es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es «prueba de gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor». Ningún lugar como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y personales que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio con el Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la historia de los santos, y donde nace el impulso para la oración continuada en el trabajo, en la calle..., en todo lugar. El Señor presente sacramentalmente nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo de amor por nosotros, es «la fuente de la vida y de la santidad»; nos invita cada día a devolverle esa visita que Él nos ha hecho viniendo sacramentalmente a nuestra alma. Y nos dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco.
Junto a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido, fortaleza para cumplir acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los demás. «Y ¿qué haremos, preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?».
Jesús tiene lo que nos falta y necesitamos. Él es la fortaleza en este camino de la vida. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a recibirlo «con aquella pureza, humildad y devoción» con que Ella lo recibió, «con el espíritu y fervor de los santos».
Décimo noveno Domingo
Ciclo C
ESPERANDO AL SEÑOR
— Fundamentos de la esperanza teologal.
— Una espera vigilante. El examen de conciencia.
— La lucha en lo pequeño.
I. La Liturgia de la Palabra de este Domingo nos recuerda que la vida en la tierra es una espera, no muy larga, hasta que venga de nuevo el Señor. La fe que guía nuestros pasos es precisamente certeza en las cosas que se esperan, como se lee en la Segunda lectura. Por medio de esta virtud teologal, el cristiano adquiere una firme garantía acerca de las promesas del Señor, y una posesión anticipada de los dones divinos. La fe nos da a conocer con certeza dos verdades fundamentales de la existencia humana: que estamos destinados al Cielo y, por eso, todo lo demás ha de ordenarse y subordinarse a este fin supremo; y que el Señor quiere ayudarnos, con abundancia de medios, a conseguirlo. Nada debe desanimarnos en el camino hacia la santidad, porque nos apoyamos en estas «tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el Paraíso». La Bondad, la Sabiduría y la Omnipotencia divinas constituyen el cimiento firme de la esperanza humana.
Dios es omnipotente. Todo le está sometido: el viento, el mar, la salud, la enfermedad, los cielos, la tierra... Y todo lo emplea y dispone para la salvación de mi alma y de todos los hombres. Ni un solo medio deja de poner para el bien de cada uno de sus hijos; también de quien parece estar solo y abandonado. La fuerza de Dios se pone al servicio de la salvación y santificación de los hombres. Solo el mal uso de la libertad puede hacer inútiles los medios divinos. Pero siempre es posible el perdón. Siempre es posible dejar abierta la puerta para que la esperanza nos invada. Dios es omnipotente; Dios lo puede todo, es nuestro Padre y es Amor.
Dios me ama inmensamente, como si fuera su único hijo, no me abandona nunca en mi peregrinación por la tierra, me busca cuando por mi culpa me he perdido, me ama con obras, disponiéndolo todo para el bien de mi alma. El amor paterno y materno, con todo el atractivo que posee, es tan solo un pálido reflejo del amor de Dios.
Dios es fiel a sus promesas, a pesar de nuestros retrocesos, traiciones y deslealtades, de la falta de correspondencia a los requerimientos divinos. Él nunca nos falla, no se cansa, tiene paciencia, una paciencia infinita, con los hombres. Mientras caminamos por esta tierra, a nadie abandona por imposible, a nadie considera irrecuperable. A Dios siempre lo encontramos como el Padre del hijo pródigo que sale impaciente todos los días a ver si su hijo se divisa ya en la lejanía, y tiene una fiesta preparada para el hijo que retorna.
El Señor espera nuestra conversión sincera y correspondencia cada vez más generosa: espera que estemos vigilantes para no adormecernos en la tibieza, que andemos siempre despiertos. La esperanza está íntimamente relacionada con un corazón vigilante; depende en buena parte del amor.
II. Jesús nos exhorta a la vigilancia, porque el enemigo no descansa, está siempre al acecho, y porque el amor nunca duerme. En el Evangelio de la Misa nos advierte el Señor: Tened ceñidas vuestras cinturas y las lámparas encendidas, y estad como quien aguarda a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle al instante en cuanto venga y llame.
Los judíos usaban entonces unas vestiduras holgadas y se las ceñían con un cinturón para caminar y para realizar determinados trabajos. «Tener las ropas ceñidas» es una imagen gráfica para indicar que uno se prepara para hacer un trabajo, para emprender un viaje, para disponerse a luchar. Del mismo modo, «tener las lámparas encendidas» indica la actitud propia del que vigila o espera la venida de alguien. Cuando el Señor venga al fin de la vida, nos debe encontrar así, preparados: en estado de vigilia, como quienes viven al día; sirviendo por amor y empeñados en mejorar las realidades terrenas, pero sin perder el sentido sobrenatural de la vida, el fin a donde se ha de dirigir todo; valorando debidamente las cosas terrenas –la profesión, los negocios, el descanso...–, sin olvidar que nada de esto tiene un valor absoluto, y que debe servirnos para amar más a Dios, para ganarnos el Cielo y servir a los hombres; haciendo un mundo más justo, más humano, más cristiano.
Poco tiempo nos separa de ese encuentro definitivo con Cristo, cada día que pasa nos acerca a la eternidad. Puede ser este mismo año, o el que viene, o el siguiente... De todas formas, siempre nos parecerá que la vida ha ido muy deprisa. El Señor vendrá en la segunda o en la tercera vigilia... «Y como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que vigilemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (Heb 9, 27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos». Vendrá, para quienes han vivido de espaldas a Dios, como algo completamente inesperado: como ladrón en la noche. Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros, pues, estad preparados... Y comenta San Juan Crisóstomo que «con esto parece confundir a aquellos que no ponen tanto cuidado en guardar su alma, como en guardar sus riquezas del ladrón que esperan».
«A la vigilancia se opone la negligencia o falta de solicitud debida, que procede de cierta desgana de la voluntad». Estamos vigilantes cuando hacemos con hondura el examen de conciencia diario. «Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean.
»—Recuerda, hijo, que no son menos importantes los microbios que las fieras. Y tú cultivas esos errores, esas equivocaciones –como se cultivan los microbios en el laboratorio–, con tu falta de humildad, con tu falta de oración, con tu falta de cumplimiento del deber, con tu falta de propio conocimiento... Y, después esos focos infectan el ambiente.
»—Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados». El Señor debe encontrarnos preparados a cualquier hora en que se presente, en cualquier circunstancia.
III. Estaremos vigilantes en el amor y lejos de la tibieza y del pecado si nos mantenemos fieles en las cosas menudas que llenan el día. Si consideramos lo pequeño de cada jornada en el examen de conciencia, encontraremos con facilidad las señales que indican el camino y las raíces de posibles descaminos. Las cosas pequeñas son antesala de las grandes, y el amor vigilante se alimenta de lo pequeño; y cae en la tentación más grande quien descuida lo que parece sin importancia.
San Francisco de Sales señala la necesidad de luchar en las tentaciones menudas, pues son muchas las ocasiones que se presentan en una jornada corriente y, si se vence ahí, esas victorias son más importantes –por ser muchas– que si se hubiera vencido en una de más trascendencia. Además, aunque «los lobos y los osos son sin duda más peligrosos que las moscas», sin embargo «no nos causan tantas molestias, ni prueban tanto nuestra paciencia». Es cosa fácil –señala el Santo– «apartarse del homicidio, pero es dificultoso evitar las pequeñas cóleras», que suelen presentarse con alguna facilidad. «No es dificultoso el no hurtar los bienes ajenos; pero sí lo es el no desearlos. Fácil es el no levantar en juicio falso testimonio, pero difícil será el no mentir en conversaciones. Con facilidad nos apartaremos de la embriaguez, pero con más dificultad viviremos la sobriedad».
Las pequeñas victorias diarias fortalecen la vida interior y despiertan el alma para lo divino. Estas ocasiones se presentan con mucha frecuencia: vivir el minuto heroico al levantarse o al comenzar el trabajo; cuando dejamos a un lado esa revista insustancial que puede enredar el alma o es, al menos, una pérdida de tiempo y, siempre, una buena ocasión para vencer la curiosidad; en la mortificación a la hora de la comida; en la sobriedad en las reuniones sociales, en la locuacidad... Estamos seguros de que «tantas victorias cuantas ganemos contra esos pequeños enemigos, tantas piedras preciosas serán puestas en la corona de la gloria que Dios nos prepara en su santo reino».
Si hacemos un acto de amor en cada tentación, en todo aquello que en nosotros o en los demás puede ser origen de una ofensa a Dios, nos llenaremos de paz, y lo que podía haber sido motivo de derrota lo convertimos en una victoria. Además de este inmenso bien para el alma, asegura el mismo Santo que «cuando el demonio ve que sus tentaciones nos llevan a este divino amor, cesa de tentarnos».
Si somos fieles en lo pequeño nos mantendremos ceñidos, en vela, alerta ante el Señor que llega. Nuestra vida habrá consistido en una alegre espera, mientras llevamos a cabo ilusionadamente la tarea que nuestro Padre Dios nos ha encomendado en el mundo. Entonces comprenderemos con hondura las palabras de Jesús: Dichoso aquel siervo, al que encuentre obrando así su amo cuando vuelva. En verdad os digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Y Él está para venir; no dejemos de vigilar.
8 de agosto
SANTO DOMINGO DE GUZMÁN*
Memoria
— Necesidad de la sana doctrina. La ayuda de la Virgen.
— El Rosario, arma poderosa.
— La consideración de los misterios del Santo Rosario.
I. A principios del siglo xiii algunas sectas causaban estragos en la Iglesia, sobre todo en el Sur de Francia. Durante un viaje que realizó Santo Domingo, acompañando a su Obispo por esa región, pudo comprobar por sí mismo los daños que esas nuevas doctrinas originaban en el Pueblo de Dios, falto de formación como en tantas ocasiones. ¡Cuántos males ha causado la ignorancia! Durante su viaje, el Santo comprendió la necesidad de enseñar las verdades de la fe con claridad y sencillez, y con gran celo y amor a las almas se entregó del todo a este quehacer. Poco tiempo más tarde, se determinó a fundar una nueva Orden religiosa que tenía como fin la difusión de la doctrina cristiana y su defensa del error en cualquier parte de la Cristiandad. Así surgió la Orden de Predicadores, que tendría en el estudio de la Verdad uno de sus pilares fundamentales. Desde entonces, «en cualquier actividad apostólica en servicio de la Iglesia pueden encontrarse dominicos ocupados en llevar la verdad a las inteligencias de sus hermanos, los hombres (...), actuando con el carisma peculiar, que es el mismo de su fundador: iluminar las conciencias con la luz de la palabra de Dios».
La tarea de enseñar a todos el contenido de la fe no ha sido solo una necesidad del pasado. En las circunstancias actuales, esta misión de la Iglesia entera se hace quizá más urgente que en épocas pretéritas. El Papa Juan Pablo II ha alertado ante esa situación de ignorancia generalizada de las verdades más elementales, y ante la difusión de muchos errores doctrinales, cuyas consecuencias no han tardado en hacerse notar en las almas: la falta de amor y de piedad hacia la Sagrada Eucaristía; el olvido de la Confesión, sacramento imprescindible para obtener el perdón de Dios y para formar la conciencia; el desconocimiento del fin trascendente al que hemos sido llamados...; arrinconar la fe al ámbito de la vida privada, sin que tenga manifestaciones públicas; el matrimonio parece haber sido privado en algunos casos de su íntimo y natural significado y valor; la introducción de la legislación permisiva del aborto es el triunfo del principio del bienestar material y del egoísmo sobre el valor más sacro, el de la vida humana; la disminución de la natalidad y la senectud demográfica han llevado a algún responsable europeo a hablar de un suicidio demográfico de Europa y aparece como el grave síntoma de un profundo empobrecimiento espiritual. No es difícil darse cuenta de cómo en muchos se ha perdido el sentido de la amistad con Dios, del pecado, de la vida eterna, del sentido cristiano del dolor... A la vez, se puede comprobar cómo el mundo se hace menos humano en la medida en que deja de ser cristiano. Y esta ola de materialismo, de pérdida del sentido de lo sobrenatural, afecta también, y a veces en gran medida, a esas personas que todos los días vemos, y a las que quizá el Señor ha puesto a nuestro cuidado, por unas u otras razones.
Meditemos hoy junto al Señor si sentimos en nuestro corazón esa llamada del Papa a recristianizar el mundo que nos rodea, según nuestras fuerzas y con nuestro modo cristiano de estar en medio de la sociedad. Pensemos hoy junto al Señor si nos esforzamos por conocer a fondo la doctrina de Jesucristo, si ajustamos a ella nuestra conducta personal, familiar, profesional, social, política, etcétera; si nos empeñamos en difundirla; si procuramos mantener esos signos externos –que tanto empeño hay en eliminar– de religiosidad y sentido cristiano: el escapulario, la bendición de la mesa, de la nueva casa que habitamos, el tener alguna imagen del Señor o de la Virgen en nuestro hogar, en el lugar de trabajo...
II. Santo Domingo de Guzmán, como tantos otros después de él, contó además con un arma poderosa para vencer en esta batalla, que al principio parecía perdida, pues «emprendió con ánimo esforzado la guerra contra los enemigos de la Iglesia católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la más acendrada fe en la devoción del Santo Rosario, que fue el primero en propagar, y que personalmente y por sus hijos llevó a los cuatro ángulos del mundo». «Con razón, pues, mandó Domingo a sus hijos que, al predicar al pueblo la palabra de Dios, se entretuvieran con frecuencia y con cariño en inculcar en las almas de los oyentes esta manera de orar, de cuya utilidad tenía mucha experiencia. Pues sabía bien que María, por una parte, tenía tanta autoridad delante de su Hijo divino que las gracias que confiere a los hombres las provee siempre Ella como administradora y dispensadora; y, por otra parte, es de natural tan benigna y clemente que, habiendo acostumbrado a socorrer espontáneamente a los necesitados, no puede, en modo alguno, rehusar la ayuda a los que se la piden. Así, pues, la Iglesia, por medio principalmente del Rosario, siempre ha encontrado en Ella a la Madre de la gracia y a la Madre de la misericordia, como tiene costumbre de saludarla; por lo cual los romanos pontífices no dejaron pasar jamás ocasión alguna hasta el presente de ensalzar con las mayores alabanzas el Rosario mariano y de enriquecerlo con indulgencias apostólicas».
Los cristianos, por instinto filial y por esta recomendación expresa de los Papas, han acudido al rezo del Santo Rosario en los momentos ordinarios y en las circunstancias más difíciles (calamidades públicas, guerras, herejías, problemas familiares importantes...) y como medio excelente de acción de gracias. Los consejos de los últimos Papas han sido constantes, principalmente en lo que se refiere al Rosario en familia. El Concilio Vaticano II advertía a todos los fieles cristianos «que tengan muy en consideración las prácticas y los ejercicios piadosos hacia Ella recomendados por el Magisterio a lo largo de los Siglos». Y Pablo VI interpretaba auténticamente estas palabras como referidas al Santo Rosario.
Examinemos nosotros hoy, cuando tantas necesidades padece la Humanidad, con qué amor y confianza acudimos a Nuestra Señora a través de esta devoción tan cargada de gracias. Pensemos si a la hora de difundir la sana doctrina a nuestro alrededor, y especialmente si vemos que alguno de los más cercanos a nosotros se va separando del Señor, acudimos con fe a nuestra Madre del Cielo.
III. Si procuramos rezar cada día con amor el Santo Rosario atraeremos, como Santo Domingo, muchas gracias sobre aquellos que queremos llevar hasta el Señor y sobre nuestra alma. En él, consideramos los principales misterios de nuestra salvación: desde la Anunciación de la Virgen hasta la Resurrección y Ascensión a los Cielos del Señor, pasando por su Pasión y Muerte.
Los cinco primeros, que llamamos de gozo, recogen la vida oculta de Jesús y de María y nos enseñan a santificar las realidades de la vida ordinaria. Los cinco siguientes, los misterios de dolor, nos permiten contemplar y vivir la Pasión y nos enseñan a santificar el dolor, la enfermedad, la cruz que se hace presente en la vida de cada hombre a su paso por este mundo. En los cinco últimos, los gloriosos, contemplamos el triunfo del Señor y de su Madre, y nos llenan de alegría y de esperanza al meditar la gloria que Dios nos tiene reservada si somos fieles.
En la consideración de estos misterios vamos a Jesús por María: gozamos con Cristo, al contemplarlo hecho Hombre como nosotros, nos dolemos con Cristo paciente, vivimos anticipadamente su gloria. Para que esa contemplación sea posible hemos de procurar rezar de tal manera «que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, a través del corazón de Aquella que estuvo cerca de Él, y que desvelen su insondable riqueza». Rezar así el Santo Rosario, «con la consideración de los misterios, la repetición del Padrenuestro y del Avemaría, las alabanzas a la Beatísima Trinidad y la constante invocación a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y amor, de adoración y reparación».
En tiempos de Santo Domingo se saludaba a la Virgen con el título de rosa, símbolo de la alegría. Se adornaban ya las imágenes con una corona de rosas, y se cantaba a María como jardín de rosas (en latín medieval Rosarium). Y de ahí parece provenir el nombre que ha llegado hasta nosotros. No olvidemos que cada Avemaría es como una rosa que ofrecemos a Nuestra Madre del Cielo. No dejemos que, por falta de interés o de atención, salga marchita de nuestros labios. No dejemos de emplear esta arma poderosa ante tantos obstáculos como en ocasiones encontramos. Acudamos también a Nuestra Señora, a través de esta devoción, cuando sintamos más el peso de nuestras flaquezas: «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...”. Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
»Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!»
19ª semana. Lunes
EL TRIBUTO DEL TEMPLO
— Para ser buenos cristianos hemos de ser ciudadanos ejemplares.
— Los primeros cristianos, ejemplo para nuestra vida en medio del mundo.
— Estar presentes allí donde se decide la vida de la sociedad.
I. Acababan de llegar de nuevo a Cafarnaún –leemos en el Evangelio de la Misa–, y los recaudadores del tributo del Templo se acercaron a Pedro para preguntarle: ¿No va a pagar vuestro Maestro la didracma? La contribución anual de dos dracmas para el sostenimiento del culto era obligatoria para todo judío que hubiera cumplido los veinte años, aunque viviera fuera de Palestina. La respuesta afirmativa de Pedro a los recaudadores sin contar con Jesús nos muestra que, efectivamente, el Señor acostumbraba a pagar el impuesto. La escena debe ocurrir fuera de la casa y en ausencia del Maestro, y, al entrar, Jesús, que se encontraba dentro, se anticipó con esta pregunta: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quién reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?
Bajo las monarquías antiguas, el tributo del censo era considerado como una contribución especial en beneficio de la familia real. De aquí la pregunta de Jesús a Pedro: los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran tributos o censos? La respuesta era bien fácil: de los súbditos, de los extraños, había respondido Pedro. Luego los hijos -concluye el Señor- están libres. Ante este tributo del Templo, Jesús se encuentra en el mismo caso que los hijos del rey respecto al censo debido al soberano. Y al declararse exento, enseña que es el propio Hijo de Dios y que habita en la casa del Padre, en casa propia. Es el Hijo del Rey, y no está obligado a pagar tributo.
Pero el Señor quiso cumplir con toda exactitud sus deberes de ciudadano, como los demás, aunque mostró su condición divina en la forma de obtener la suma que se le pedía. Este pasaje del Evangelio, que solo ha recogido San Mateo, nos muestra también la pobreza de Jesús, que no posee ni dos dracmas, una cantidad pequeña; también, la distinción que el Señor hace con Pedro al pagar por los dos: para no escandalizarlos -dice Jesús a Simón-, ve al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estater; tómalo y dalo por Mí y por ti. El estater equivalía a cuatro dracmas.
Y comenta San Ambrosio: es una gran lección, «que enseña a los cristianos la sumisión al poder soberano, a fin de que nadie se permita desobedecer los edictos de un rey de la tierra. Si el Hijo de Dios ha pagado el tributo, ¿crees que tú eres mayor para dejar de pagarlo? Aun Él, que nada poseía, ha pagado el tributo; y tú, que buscas los bienes de este mundo, ¿por qué no reconoces las cargas del mismo?, ¿por qué te consideras por encima del mundo...?.
De este y de otros pasajes del Evangelio podemos aprender que, si queremos imitar al Maestro, hemos de ser buenos ciudadanos que cumplen sus deberes en el trabajo, en la familia, en la sociedad: pago de impuestos justos, voto en conciencia, participación en las tareas públicas... «Ama y respeta las normas de una convivencia honrada, y no dudes de que tu sumisión leal al deber será, también, vehículo para que otros descubran la honradez cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a Dios».
II. Después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles tuvieron más clara conciencia de ser enviados por el Señor para estar presentes en la entraña misma de la sociedad. Como el Maestro, no eran del mundo, y el mundo en muchas ocasiones les rechazaría y no tendría con ellos la sonrisa de benevolencia que se reserva para lo que es propio. Sin ser del mundo, sin ser mundanos, los primeros cristianos rechazaron costumbres y modos de conducta incompatibles con la fe que habían recibido, pero jamás se sintieron extraños a la sociedad a la que por derecho propio pertenecían. Los Apóstoles recordarían en su predicación con particular firmeza aquellas parábolas que les vinculaban al propio corazón de la sociedad humana, porque solo allí podían alcanzar su pleno cumplimiento: la sal, que tiene que sazonar y preservar de la corrupción la vida de los hombres; la levadura, que se mezcla y se confunde con la harina para fermentar toda la masa; la luz, que ha de brillar ante las gentes, para que convencidos por las obras glorifiquen al Padre que está en los cielos.
Los primeros cristianos no buscaron el aislamiento, ni colocaron barreras defensivas que garantizaran su subsistencia en momentos en que la incomprensión arreciaba. Su actitud en las mismas épocas de persecución no fue ni agresiva ni medrosa, sino de serena presencia; la levadura opera confundida entre la masa. La presencia cristiana en el mundo fue radicalmente afirmativa, y toda la injusticia de los perseguidos se reveló incapaz de turbar la actitud serena y constructiva de los cristianos, que se mostraron siempre como ciudadanos ejemplares. La violencia de las persecuciones no hizo de ellos personas inadaptadas o antisociales, ni logró deshacer su solidaridad esencial con el resto de los hombres, sus iguales. «Se nos echa en cara que nos separamos de la masa popular del Estado» –arguye Tertuliano–, y eso es falso, porque el cristiano se sabe embarcado en la misma nave que los demás ciudadanos y participa con ellos de un común destino terreno, «porque si el Imperio es sacudido con violencia, el mal alcanza también a los súbditos y en consecuencia a nosotros». Calumniado e incomprendido a veces, el cristiano se mantuvo fiel a su vocación divina y a su vocación humana, ocupando en el mundo el lugar que le correspondía, ejerciendo sus derechos y cumpliendo acabadamente sus deberes.
Los primeros cristianos no solo fueron buenos cristianos, sino ciudadanos ejemplares, pues estos deberes eran para ellos obligaciones de una conciencia rectamente formada, a través de las cuales se santificaban. Obedecían a las leyes civiles justas no solo por temor al castigo, sino también a causa de la conciencia, escribía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Y añade: por esta razón -en conciencia- les pagáis también los tributos. «Como hemos aprendido de Él (de Cristo) –escribe San Justino Mártir a mediados del siglo ii–, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones, íntegros y con rapidez, a vuestros encargados (...). De aquí que adoramos solo a Dios, pero os obedecemos gustosamente a vosotros en todo lo demás, reconociendo abiertamente que sois los reyes y los gobernadores de los hombres, y pidiendo en la oración que, junto con el poder imperial, tengáis también un arte de gobernar lleno de sabiduría».
Nosotros podemos preguntarnos hoy en la oración si se nos conoce por ser buenos ciudadanos que cumplen puntualmente sus deberes, si somos buenos vecinos, buenos compañeros de trabajo...
III. La Iglesia ha exhortado siempre a los cristianos, «ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico». Los demás han de ver en nosotros esa luz de Cristo reflejada en un trabajo honesto, en el que se cumplen con fidelidad las obligaciones de justicia con la empresa, con quienes trabajan a nuestro cargo, con la sociedad en el pago de los impuestos que sean justos; el estudiante, formándose a conciencia en su futura profesión; el profesor, preparando cada día sus clases, mejorando su explicación año tras año, sin caer en la rutina y en la mediocridad; la madre de familia, cuidando del hogar, de los hijos, del marido, pagando lo justo a quien le ayuda en las tareas de la casa...
No pueden ser buenos cristianos quienes no son buenos ciudadanos; se equivocan quienes «bajo pretexto de que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura (cfr. Heb 13, 14), consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno».
El cristiano no puede quedar contento si solo cumple sus deberes familiares y religiosos; ha de estar presente, según sus posibilidades, allí donde se decide la vida del barrio, del pueblo o de la ciudad; su vida tiene una dimensión social y aun política que nace de la fe y afecta al ejercicio de las virtudes, a la esencia de la vida cristiana. «Desde esta perspectiva adquiere toda su nobleza y dignidad la dimensión social y política de la caridad. Se trata del amor eficaz a las personas, que se actualiza en la prosecución del bien común de la sociedad». Como cristianos que se han de santificar en medio del mundo, hemos de tener siempre muy en cuenta «la nobleza y dignidad moral del compromiso social y político y las grandes posibilidades que ofrece para crecer en la fe y en la caridad, en la esperanza y en la fortaleza, en el desprendimiento y en la generosidad». Y «cuando el compromiso social y político es vivido con verdadero espíritu cristiano, se convierte en una dura escuela de perfección y en un exigente ejercicio de las virtudes».
Si somos ciudadanos que cumplen ejemplarmente sus deberes todos, podremos iluminar para muchos el camino que lleva a seguir a Cristo. En nuestros días, «una masa nueva y sin informar ha surgido en las viejas tierras cristianas, mientras el mundo, en toda su anchura, es el campo de una acción apostólica que ha de alcanzar a todos los hombres y en la cual estamos comprometidos todos los cristianos. Hoy la Iglesia y cada uno de sus hijos se hallan de nuevo en estado de misión, y a la levadura se le pide que ponga en acto la plenitud de su fuerza renovadora»; esto es posible cuando nos sentimos, ¡porque lo somos!, ciudadanos de pleno derecho que cumplen sus deberes y ejercitan sus derechos, y no se esconden ante las obligaciones y vicisitudes de la vida pública.
9ª semana. Martes
LA OVEJA EXTRAVIADA
— Dios nos ama siempre, también cuando nos extraviamos.
— El amor personal de Dios por cada hombre.
— Nuestra vida es la historia del amor de Cristo..., que tantas veces nos ha mirado con predilección.
I. Leemos en el Evangelio de la Misa una de las parábolas de la misericordia divina que más conmueve al corazón humano. Un hombre que tiene cien ovejas –un rebaño grande– pierde una de ellas, probablemente por culpa de la misma oveja, porque se quedó atrás mientras seguían buscando pastos. Y pregunta Jesús: el pastor, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? San Lucas recoge estas palabras del Señor: Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros gozoso hasta devolverla al redil.
¡Tantas veces Jesús ha salido en nuestra busca, a pesar de las faltas de generosidad y de correspondencia! Y por eso, precisamente, ha salido una y otra vez, aunque no lo merecíamos, porque nos alejamos siempre por nuestra culpa.
Ninguna de las ovejas recibió tantas atenciones como esta que se había descarriado. Los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador, sobre nosotros, son abrumadores. ¿Cómo no nos vamos a dejar llevar a hombros del Buen Pastor si alguna vez nos perdemos? ¿Cómo no hemos de amar la Confesión frecuente, donde encontramos a Cristo? Pues hemos de contar con que somos débiles y, por tanto, con los tropiezos. Pero esa misma debilidad, si la reconocemos como tal, atrae siempre la misericordia divina, que acude con más ayudas, con más amor. «Jesús, nuestro Buen Pastor, se da prisa en buscar a la centésima oveja, que se había perdido... ¡Maravillosa condescendencia la de Dios que así busca al hombre; dignidad grande del hombre así buscado por Dios!».
Contamos siempre con el amor de Cristo, que ni aun en los peores momentos de nuestra existencia deja de amarnos. Contamos siempre con su ayuda para volver a la buena senda, si la hubiéramos perdido, y recomenzar una y otra vez. Él nos mantiene en la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa». No se santifica el que nunca comete errores, sino quien siempre se arrepiente, fiado en el amor que Dios le tiene, y se levanta para seguir luchando. Lo peor no es tener defectos, sino pactar con ellos, no luchar, admitirlos como parte de nuestra manera de ser. Así se llegaría a la mediocridad espiritual, que el Señor no quiere para quienes le siguen.
II. Jesús ama a cada uno tal y como es, con sus defectos; en su amor, no idealiza a los hombres; los ve con sus contradicciones y flaquezas, con sus inmensas posibilidades para el bien y con su debilidad, que tan frecuentemente añora. «Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo conoce!», y así lo ama, así nos ama.
¡Cómo entiende Jesús al corazón humano y qué visión tan positiva tiene de su capacidad! «El ojo de Jesús sabe mirar a través de los velos de las pasiones humanas y penetrar hasta lo íntimo del hombre, allí donde está solo, pobre y desnudo». Él nos comprende siempre y nos anima a seguir luchando en todas las situaciones. ¡Si pudiéramos darnos más cuenta del amor personal de Cristo por cada hombre, de sus atenciones, de sus desvelos!
El Señor nos ama; esta es la suprema realidad de nuestra vida, la que es capaz de levantar nuestro espíritu en todo momento, lo que nos hace estar alegres, por encima del dolor y de la contrariedad. Jesús nos ama siempre, a pesar de ese fondo de miseria que se encuentra en el corazón humano. «Este “a pesar de todo” hace su amor tan incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad (...). Su amor a la humanidad es muy distinto del que preconizan los pensadores y filósofos. No es pura doctrina, sino vida, más aún, un sufrir y morir con los hombres. No se contenta con examinar la miseria humana y luego buscar los remedios para aliviarla, sino que Él mismo se pone en contacto con dicha miseria. No soporta conocerla sin tomarla sobre sí. El amor de Jesús traspasa los límites de su propio corazón para atraer hacia sí al prójimo, o mejor dicho, para salir de sí mismo, identificándose con los demás para vivir y sufrir con ellos».
Llama a los hombres con los títulos de hermano y de amigo, y une su suerte tan íntimamente con la de ellos que cualquier cosa que se haga por otro, por Él se hace. Constantemente nos dicen los Evangelistas que sentía compasión del pueblo. Tenía compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor. Le conmueven siempre la desgracia y el dolor. No puede decir no cuando clama el dolor, aunque sea el de una mujer pagana como la sirofenicia. No deja de atender a quienes se le acercan, sin importarle que le critiquen de que quebranta el sábado, y está entre publicanos y pecadores, aunque se escandalicen los que se creen buenos cumplidores de la Ley. Ni siquiera su propia agonía le impide decir al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Su amor no tolera excepción alguna, y no tiene la menor preferencia por una clase determinada. Acoge a ricos como Nicodemo, Zaqueo o José de Arimatea, y a pobres como Bartimeo, un mendigo que, después de ser curado, le seguía en el camino. En sus viajes le acompañaban a veces mujeres que le servían con sus bienes. Atiende con más prontitud a los más necesitados del cuerpo, y sobre todo del alma. Su preferencia por los más necesitados no es excluyente, no se limita solo a los desposeídos de fortuna, a los marginados..., pues hay de hecho males comunes a todos los estratos sociales: la soledad, la falta de cariño...
Nuestra vida es la historia del amor de Cristo, que tantas veces nos ha mirado con predilección, que en tantas ocasiones ha salido en nuestra búsqueda. Preguntémonos hoy cómo estamos correspondiendo en este momento de la vida a tanto desvelo por parte del Señor: cómo nos esforzamos en recibir con la frecuencia y el amor debidos los sacramentos, si reconocemos a Cristo en la dirección espiritual o al recibir la corrección fraterna, si vemos con agradecimiento la solicitud de quienes en la Iglesia –los Pastores– cuidan de nuestra alma. ¿Sabemos exclamar en esas situaciones: ¡Es el Señor!?
III. Jesús me amó y se entregó por mí. Esta es la gran verdad que llena siempre de consuelo. Jesús ama hasta dar su vida; y nos quiere como si cada uno fuera el único destinatario de ese amor. Muchas veces debemos meditar esta maravillosa realidad –Dios me ama–, que desborda con creces las expectativas más audaces del corazón humano. Nadie, fuera de la Revelación divina, se atrevió a vislumbrar y a reconocer esta sublime vocación de cada hombre: ser hijo de Dios, llamado a vivir en una relación amistosa, a participar de la misma Vida de las Tres Personas divinas. Para una lógica chata, parece una ilusión, casi una mentira, y, sin embargo, es la gran verdad que nos debe llevar a ser consecuentes.
Jamás ha cesado Jesús de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud, o en aquellos en los que tal vez cometimos las más grandes deslealtades. Quizá en aquellas tristes circunstancias tuvieron lugar las mayores atenciones del Señor, como nos muestra la parábola que hoy consideramos. Entre las cien ovejas que componían el rebaño, solo aquella, la que se extravió, fue la que tuvo el honor de ser llevada a hombros por el buen pastor. Yo estaré con vosotros siempre, nos dice el Señor en cada situación, en todo momento. También cuando vayamos a emprender el último viaje hacia Él.
Esta seguridad de la cercanía del Señor debe impulsarnos a recomenzar una y otra vez en la lucha interior, sin dejarnos abrumar por la experiencia negativa de nuestros defectos y pecados. Cada momento que vivimos es único y, por tanto, bueno para recomenzar, porque, como se lee en el libro del Deuteronomio, el Señor avanzará ante ti. Él estará contigo: no te dejará ni abandonará. No temas ni te acobardes.
Durante muchos siglos, la Iglesia ha puesto en los labios de sacerdotes y fieles, al comenzar la Misa, aquellas palabras del Salmo: Me acercaré al altar de Dios.// Al Dios que alegra mi juventud, y esto cuando el sacerdote y los asistentes eran jóvenes y cuando habían traspasado ya los años de la madurez. Es el grito del alma que se dirige derechamente a Cristo, que se sabe amada y que desea amor.
«Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”...
»—Es la hora de responder: «¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!», añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!». Son jaculatorias que nos pueden servir en el día de hoy: nos acercarán más a Cristo. Él espera esa correspondencia.
19ª semana. Miércoles
EL PODER DE PERDONAR LOS PECADOS
— Promesa e institución del sacramento de la Penitencia. Dar gracias por este sacramento.
— Razones para este agradecimiento.
— Solo el sacerdote puede perdonar los pecados. La Confesión, un juicio de misericordia.
I. Jesús conoce bien nuestra flaqueza y debilidad. Por eso instituyó el sacramento de la Penitencia. Quiso que pudiéramos enderezar nuestros pasos, cuantas veces fuera necesario; tenía el poder de perdonar los pecados y lo ejerció repetidas veces: con la mujer sorprendida en adulterio, con el buen ladrón suspendido en la cruz, con el paralítico de Cafarnaún... Vino a buscar y salvar lo que estaba perdido, también ahora, en nuestros días.
Los Profetas habían preparado y anunciado esta reconciliación del todo nueva, del hombre con Dios. Así se refleja en las palabras de Isaías: Venid y entendámonos –dice Yahvé–. Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana. Fue esta también la misión del Bautista, que vino a predicar un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados. ¿Cómo se extrañan algunos de que la Iglesia predique la necesidad de la Confesión?
Jesús muestra su misericordia, de modo especial, en su actitud con los pecadores. «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción (Jer 29, 11), declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en Él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría». Y no solo quiso que alcanzasen el perdón aquellos que le encontraron por los caminos y ciudades de Palestina, sino también cuantos habrían de venir al mundo a lo largo de los siglos. Para eso dio la potestad de perdonar los pecados a los Apóstoles y a sus sucesores a lo largo de los siglos.
De modo solemne prometió el Señor a Pedro el poder de perdonar los pecados, cuando este le reconoció como Mesías. Poco tiempo después –se lee en el Evangelio de la Misa de hoy– lo extendió a los demás Apóstoles: Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el Cielo. La promesa se hizo realidad el mismo día de la Resurrección: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos. Fue el primer regalo de Cristo a su Iglesia.
El sacramento de la Penitencia es una expresión portentosa del amor y de la misericordia de Dios con los hombres. «Porque Dios, aun ofendido, sigue siendo Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a hijos. Solo una cosa busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver que nos convertimos y le pedimos perdón». Demos gracias al Señor en nuestra oración de hoy por el don tan grande que significa poder ser perdonados de errores y miserias; ahora, en la oración ante Él, podemos preguntarnos: ¿son hondas y bien preparadas nuestras confesiones?
II. El incomparable bien que el Señor nos otorgó al instituir el sacramento de la Penitencia se desprende de muchas razones, que nos mueven a ser agradecidos con Él y a amar cada vez más este sacramento. Su consideración nos ayudará también a cuidar mejor la frecuencia con la que lo recibimos.
En primer lugar, la Confesión no es un mero remedio espiritual que el sacerdote posee para sanar el alma enferma o incluso muerta a la vida de la gracia. Esto es mucho, pero a nuestro Padre Dios le pareció poco. Y lo mismo que el padre de la parábola no concedió el perdón a su hijo a través de un emisario, sino que corrió él en persona a su encuentro, así el Señor, que anda buscando al pecador, se hace presente en la persona del confesor y nos acoge. Cristo mismo, por medio del sacerdote, nos absuelve, porque cada sacramento es acción de Cristo.
En la Confesión encontramos a Jesús, como le encontró el buen ladrón, o la mujer pecadora, o la samaritana, y tantos otros...; como el mismo Pedro, después de sus negaciones. Por ser la remisión de los pecados una acción de Cristo, es a la vez una acción de su Cuerpo Místico inseparable, que es la Iglesia.
También hemos de dar gracias por la universalidad de este poder otorgado a la Iglesia, en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores. El Señor está dispuesto a perdonarlo todo, de todos y siempre, si encuentra las debidas disposiciones. «La omnipotencia de Dios –dice Santo Tomás– se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente».
Jesús nos dice: he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. En la Confesión nos da la oportunidad de vaciar el alma de toda inmundicia, de limpiarla bien: «Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta realidad misteriosa». De este modo, con ese pequeño esfuerzo que supone la delicada recepción frecuente del sacramento, el examen diligente, el dolor y el propósito bien hechos, el Espíritu Santo va logrando en nuestra alma la delicadeza de conciencia: no la conciencia escrupulosa, que ve pecado donde no lo hay, sino la finura interior que afianza una fuerte decisión de tener horror al pecado mortal y de huir de las ocasiones de cometerlo, a la vez que hace crecer el empeño sincero de detestar el pecado venial. De este modo, la Confesión nos llena de confianza en la lucha, y quienes la practican experimentan que es ciertamente «el sacramento de la alegría». ¿Cómo no agradecer al Señor esa muestra patente de su misericordia? ¿Cómo no valorar –y dar a conocer a otros– cada vez más este sacramento?
Con la eficacia silenciosa de su acción incesante, en el sacramento de la Penitencia el Espíritu Santo nos va dando el «sentido del pecado», nos enseña a dolernos más, a valorar con más profundidad la ofensa a Dios, e infunde en nosotros un espíritu filial de desagravio y de reparación. Por eso, la Confesión puntual, contrita, bien preparada, es manifestación inequívoca de espíritu de penitencia. Agradezcamos al Espíritu Santo haber inspirado a los Pastores de la Iglesia el fomento de la Confesión frecuente: con ella progresamos en la humildad, combatimos con eficacia las malas costumbres –hasta desarraigarlas–, podemos hacer frente a la tibieza, robustecemos nuestra voluntad y aumenta en nosotros la gracia santificante, en virtud del sacramento mismo. ¡Cuántos beneficios nos concede el Señor a través de este sacramento!
III. La potestad de perdonar los pecados fue entregada a los Apóstoles y a sus sucesores. Solo tiene facultad de perdonar los pecados quien haya recibido el Orden sacramental. San Basilio comparaba la Confesión con el cuidado a los enfermos, comentando que así como no todos conocen las enfermedades del cuerpo, tampoco las enfermedades del alma las puede curar cualquiera. Pero, a diferencia de los médicos, al sacerdote no le viene su poder de su ciencia, ni de su prestigio, ni de la comunidad, sino que le llega directa y gratuitamente de Dios, a través del sacramento del Orden.
Por disposición divina, para mejor ayudar al penitente a ser sincero y a profundizar en las raíces de su conducta, así como para defender la pureza del Cuerpo Místico de Cristo, el confesor, que hace las veces de Cristo, debe juzgar las disposiciones del pecador –el dolor y propósito de la enmienda– antes de admitirle por la absolución a una más plena comunión con la Iglesia. Por eso, el sacramento de la Penitencia es un verdadero juicio al que se somete el pecador; pero es un juicio que se ordena al perdón del que se declara culpable. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona.
»¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!».
El sacerdote no podría absolver a quien no está arrepentido de su pecado; a los que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado; a quienes no se deciden a abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en general, a quienes no se proponen seriamente apartarse de los pecados y enmendar su vida. Ellos mismos se excluyen de esta fuente de misericordia.
El juicio del sacramento de la Penitencia es, en cierto modo, adelanto y preparación del juicio definitivo, que tendrá lugar al final de la vida. Entonces comprenderemos en toda su profundidad la gracia y la misericordia divina en el momento en que se nos perdonaron los pecados. Nuestro agradecimiento no tendrá entonces límites, y se manifestará en dar gloria a Dios eternamente por su gran misericordia. Pero el Señor nos quiere también agradecidos en esta vida. Demos gracias a Dios y pidamos que nunca falten en su Iglesia sacerdotes santos, dispuestos a impartir este sacramento con amor y dedicación.
19ª semana. Jueves
LA DEUDA PARA CON DIOS
— Los incontables beneficios del Señor.
— La Misa es la acción de gracias más perfecta que se puede ofrecer a Dios.
— Gratitud con todos; perdonar siempre cualquier ofensa.
I. El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos, leemos en el Evangelio de la Misa. Habiendo comenzado su tarea, se presentó uno que tenía una deuda de diez mil talentos, una suma inmensa, imposible de pagar. Este primer deudor somos nosotros mismos; adeudamos tanto a Dios que nos es imposible pagarlo. Le debemos el beneficio de nuestra creación, por el cual nos prefirió a otros muchos, a quienes pudo llamar a la existencia en nuestro lugar. Con la colaboración de nuestros padres formó el cuerpo, para el que creó, directamente, un alma inmortal, irrepetible, destinada, junto con el cuerpo, a ser eternamente feliz en el Cielo. Nos encontramos en el mundo por expreso deseo suyo. Le debemos la conservación en la existencia, pues sin Él volveríamos a la nada. Nos ha dado las energías y cualidades del cuerpo y del espíritu, la salud, la vida y todos los bienes que poseemos. Por encima de este orden natural, estamos en deuda con Él por el beneficio de la Encarnación de su Hijo, por la Redención, por la filiación divina, por la llamada a participar de la vida divina aquí en la tierra y más tarde en el Cielo con la glorificación del alma y del cuerpo.
Le debemos el don inmenso de ser hijos de la Iglesia, en la que tenemos la dicha de poder recibir los sacramentos y, de modo singular, la Sagrada Eucaristía. En la Iglesia, por la Comunión de los Santos, participamos en las buenas obras de los demás fieles; en cualquier momento estamos recibiendo gracias de otros miembros, de quienes están en oración o de aquellos que han ofrecido su trabajo o su dolor... También recibimos continuamente el beneficio de los santos que ya están en el Cielo, de las almas del Purgatorio y de los Ángeles. Todo nos llega por las manos de Nuestra Madre, Santa María, y en última instancia por la fuente inagotable de los méritos infinitos de Cristo, nuestra Cabeza, nuestro Redentor y Mediador. Estas ayudas nos favorecen diariamente, preservándonos del pecado, iluminándonos interiormente, estimulándonos a cumplir con nuestro deber, a hacer el bien en todo momento, a callar cuando los demás murmuran, a salir en defensa de los más débiles...
Debemos a Dios la gracia necesaria para practicar el bien, la constancia en los propósitos, los deseos cada vez mayores de seguir a Jesucristo, y todo progreso en las virtudes. Le debemos de modo muy particular la gracia inmensa de la vocación a la que cada uno de nosotros ha sido llamado, y de la que se han derivado luego tantas otras gracias y ayudas...
En verdad, somos unos deudores insolventes, que no tenemos con qué pagar. Solo podemos adoptar la actitud del siervo de esta parábola: Entonces el servidor, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. Y como somos sus hijos, nos podemos acercar a Él con una confianza ilimitada. Los padres no se acuerdan de los préstamos que un día, llevados por el amor, hicieron a sus hijos pequeños. «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre –¡tu Padre!– lleno de ternura, de infinito amor.
»—Llámale Padre muchas veces, y dile –a solas– que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo». Nuestro hermano mayor, Jesucristo, paga con creces por todos nosotros.
II. Ten paciencia conmigo y te pagaré todo...
En la Santa Misa ofrecemos con el sacerdote la hostia pura, santa, inmaculada, una acción de gracias de infinito valor, y unimos a ella la insuficiencia de nuestro pobre agradecimiento: Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda, le suplicamos cada día; acéptala, como aceptaste el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec. Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos... Con Cristo, unidos a Él, podemos decir: todo te lo pagaré.
La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios. La vida entera de Cristo fue una continuada acción de gracias al Padre, actitud interior que en diversas ocasiones se traducía al exterior en palabras y en gestos, como han recogido los Evangelistas. Gracias te doy, porque me has escuchado, exclama Jesús después de la resurrección de Lázaro. Y en la multiplicación de los panes y de los peces da igualmente gracias antes de que sean repartidos a la multitud que espera. En la Última Cena tomó pan, dio gracias, lo partió..., tomó luego un cáliz, y dadas las gracias....
En el milagro de la curación de los leprosos podemos apreciar cómo el Señor no es indiferente al agradecimiento: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?, pregunta Jesús extrañado; y, a la vez, no deja de alertar a sus discípulos sobre el pecado de ingratitud, en el que pueden incurrir aquellos que, a fuerza de recibir abundantes beneficios, acaban no agradeciendo ninguno, porque se acostumbran a recibir, y llegan incluso a considerar que les son debidos. Todo es don de Dios. Estar en sintonía con Dios supone acoger sus favores con el ánimo agradecido de quien es consciente del don del que es objeto. Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice «dame de beber», tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva, hubo de aclarar el Señor a la mujer samaritana, que estaba a punto de cerrarse a la gracia.
Nuestro agradecimiento a Dios por tantos y tantos dones, que no podemos pagar, se ha de unir a la acción de gracias de Cristo en la Santa Misa. Quien es agradecido ve las cosas buenas con buenos ojos, y su disposición interior se identifica con el amor. Así debemos acudir cada día al Santo Sacrificio del Altar, diciéndole a Dios Padre, en unión con Jesucristo: ¡qué bueno eres, Padre!, ¡gracias por todo!: por aquellos bienes que contemplo a mi alrededor y por esos otros, mucho mayores, que Tú me das y que ahora están ocultos a mis ojos.
¿Cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho?, nos podemos preguntar cada día con el Salmista. Y no hallaremos mejor forma que participar cada día con más hondura en la Santa Misa, ofreciendo al Padre el sacrificio del Hijo, al que –a pesar de nuestra poquedad– uniremos nuestra personal oblación: Bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda haciéndola espiritual.... La presencia del Señor en el Sagrario es otro motivo profundo para darle gracias con el corazón lleno de alegría.
III. Aunque toda la Misa es acción de gracias, esta queda particularmente señalada en el momento del Prefacio. En un particular clima de alegría, reconocemos y proclamamos que es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor.
Gracias siempre y en todo lugar... Esa debe ser nuestra actitud ante Dios: ser agradecidos en todo momento, en cualquier circunstancia. También cuando nos cueste entender algún acontecimiento. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un “Te Deum” de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea –como lo llama el mundo– favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección». Todo es una continua llamada ut in gratiarum actione semper maneamus..., para que permanezcamos siempre en una continua acción de gracias.
Ut in gratiarum actione semper maneamus... Debemos trasladar a nuestra vida corriente esta actitud agradecida para con Dios. Aprovechemos los acontecimientos pequeños del día para mostrarnos agradecidos por tantos servicios que lleva consigo la vida de familia y toda convivencia: en el trabajo, en las relaciones sociales... Mostremos nuestra gratitud a quien nos vende el periódico, al dependiente que nos atiende, a quien ha permitido que podamos salir con el coche en medio del tráfico de la gran ciudad, a la farmacéutica que tan amablemente nos ha despachado esas medicinas.
Pero el Señor nos muestra en este pasaje del Evangelio otro modo de saldar nuestras deudas con Él: también las que hemos contraído por las muchas culpas de nuestros pecados y faltas de correspondencia. Quiere el Señor que perdonemos y disculpemos las posibles ofensas que los demás pueden hacernos, pues, en el peor de los casos, la suma de las ofensas que hemos podido recibir no superan los cien denarios, algo completamente irrelevante en comparación de los diez mil talentos (unos sesenta millones de denarios). Si nosotros sabemos disculpar las pequeñeces de los demás (en algún caso quizá también una injuria grave), el Señor no tendrá en cuenta la larga deuda que tenemos con Él. Esta es la condición que nos pone Jesús al final de la parábola. Y es lo que decimos a Dios cada día al recitar el Padrenuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Cuando disculpamos y olvidamos, imitamos al Señor, pues nada «nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos para el perdón».
Acabamos nuestra meditación con una oración muy frecuente en el pueblo cristiano: Te doy gracias, Dios mío, por haberme creado, redimido, hecho cristiano y conservado la vida. Te ofrezco mis pensamientos, palabras y obras de este día. No permitas que te ofenda y dame fortaleza para huir de las ocasiones de pecar. Haz que crezca mi amor hacia Ti y hacia los demás.
19ª semana. Viernes
MATRIMONIO Y VIRGINIDAD
— El matrimonio, camino vocacional, Dignidad, unidad, indisolubilidad.
— La fecundidad de la virginidad y del celibato apostólico.
— La santa pureza, defensora del amor humano y del divino.
I. El Evangelio de la Misa nos presenta a unos fariseos que se acercaron a Jesús para hacerle una pregunta con ánimo de tentarle: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? Era una cuestión que dividía a las diferentes escuelas de interpretación de la Escritura. El divorcio era comúnmente admitido; la cuestión que plantean aquí a Jesús se refiere a la casuística sobre los motivos. Pero el Señor se sirve de esta pregunta banal para entrar en el problema de fondo: la indisolubilidad. Cristo, Señor absoluto de toda legislación, restaura el matrimonio a su esencia y dignidad originales, tal como fue concebido por Dios: ¿No habéis leído -les contesta Jesús- que al principio el Creador los hizo varón y hembra, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre (...).
El Señor proclamó para siempre la unidad y la indisolubilidad del matrimonio por encima de cualquier consideración humana. Existen muchas razones en favor de la indisolubilidad del vínculo matrimonial: la misma naturaleza del amor conyugal, el bien de los hijos, el bien de la sociedad... Pero la raíz honda de la indisolubilidad matrimonial está en la misma voluntad del Creador, que así lo hizo: uno e indisoluble. Es tan fuerte este vínculo que se contrae, que solo la muerte puede romperlo. Con esta imagen gráfica lo explica San Francisco de Sales: «Cuando se pegan dos trozos de madera de abeto formando ensambladura, si la cola es fina, la unión llega a ser tan sólida, que las piezas se romperán por otra parte, pero nunca por el sitio de la juntura»; así el matrimonio.
Para sacar adelante esa empresa es necesaria la vocación matrimonial, que es un don de Dios, de tal forma que la vida familiar y los deberes conyugales, la educación de los hijos, el empeño por sacar adelante y mejorar económicamente a la familia, son situaciones que los esposos deben sobrenaturalizar, viviendo a través de ellas una vida de entrega a Dios; han de tener la persuasión de que Dios provee su asistencia para que puedan cumplir adecuadamente los deberes del estado matrimonial, en el que se han de santificar.
Por la fe y la enseñanza de la Iglesia, los cristianos tenemos un conocimiento más hondo y perfecto de lo que es el matrimonio, de la importancia que tiene la familia para cada hombre, para la Iglesia y para la sociedad. De aquí nuestra responsabilidad en estos momentos en los que los ataques a esta institución humana y divina no cesan en ningún frente: a través de revistas, de escándalos llamativos a los que se da una especial publicidad, de seriales de televisión que alcanzan a un gran público que poco a poco va deformando su conciencia... Al dar la doctrina verdadera –la de la ley natural, iluminada por la fe– estamos haciendo un gran bien a toda la sociedad.
Pensemos hoy en nuestra oración si defendemos la familia –especialmente a los miembros más débiles, a los que pueden sufrir más daño– de esas agresiones externas, y si nos esmeramos en vivir delicadamente esas virtudes que son ayuda para todos: el respeto mutuo, el espíritu de servicio, la amabilidad, la comprensión, el optimismo, la alegría que supera los estados de ánimo, las atenciones para con todos pero especialmente para el más necesitado...
II. La doctrina del Señor acerca de la indisolubilidad y dignidad del matrimonio resultó tan chocante a los oídos de todos que hasta sus mismos discípulos le dijeron: Si tal es la condición del hombre respecto a su mujer, no trae cuenta casarse. Y Jesús proclamó a continuación el valor del celibato y de la virginidad por amor al Reino de los Cielos, la entrega plena a Dios, indiviso corde, sin la mediación del amor conyugal, que es uno de los dones más preciados de la Iglesia.
Quienes han recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que para ellos se hace camino cierto de unión con Dios. Los que han recibido la vocación al celibato apostólico encuentran en la entrega total a Dios, y a los demás por Dios, la gracia para vivir felices y alcanzar la santidad en medio de sus quehaceres temporales, si allí los buscó y los dejó el Señor: ciudadanos corrientes, con una vocación profesional definida, entregados a Dios y al apostolado, sin límites y sin condicionamientos. Es una llamada en la que Dios muestra una particular predilección y para la que da unas ayudas muy determinadas. La Iglesia crece así en santidad con la fidelidad de los cristianos, respondiendo a la llamada peculiar que el Señor hizo a cada uno. Entre estas «sobresale el don precioso de la gracia divina, que el Padre concede a algunos (Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7) para que con mayor facilidad se puedan entregar solo a Dios en la virginidad o en el celibato». Esta plena entrega a Dios «siempre ha tenido un lugar de honor en la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como manantial peculiar de espiritual fecundidad en el mundo».
La virginidad y el matrimonio son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, y ambos suponen una vocación específica de parte del Señor. La virginidad y el celibato no solo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad «son dos modos de expresar y de vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo». Y si no se estima la virginidad, no se comprende con toda hondura la dignidad matrimonial; también «cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor dado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los Cielos». «Quien condena el matrimonio –decía ya San Juan Crisóstomo–, priva también a la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa».
El amor vivido en la virginidad o en un celibato apostólico es el gozo de los hijos de Dios, porque les posibilita de un modo nuevo ver al Señor en este mundo, contemplar Su rostro a través de las criaturas. Es para los cristianos y para los no creyentes un signo luminoso de la pureza de la Iglesia. Lleva consigo una particular juventud interior y una eficacia gozosa en el apostolado. «Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia según el designio de Dios.
»Los esposos cristianos tienen, pues, el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de estas incluso ante eventuales pruebas, debe edificar la fidelidad de aquellos».
Dios, dice San Ambrosio, «amó tanto a esta virtud, que no quiso venir al mundo sino acompañado de ella, naciendo de Madre virgen». Pidamos con frecuencia a Santa María que haya siempre en el mundo personas que respondan a esta llamada concreta del Señor; que sepan ser generosas para entregar al Señor un amor que no comparten con nadie, y que les posibilita el darse sin medida a los demás.
III. Para llevar a cabo la propia vocación es necesario vivir la santa pureza, de acuerdo con las exigencias del propio estado. Dios da las gracias necesarias a quienes han sido llamados en el matrimonio y a quienes les ha pedido el corazón entero, para que sean fieles y vivan esta virtud, que no es la principal, pero sí es indispensable para entrar en la intimidad de Dios. Puede ocurrir que, en algunos ambientes, esta virtud no esté de moda, y que vivirla con todas sus consecuencias sea, a los ojos de muchos, algo incomprensible o utópico. También los primeros cristianos hubieron de hacer frente a un ambiente hostil y agresivo en este y en otros campos.
Después, los pastores de la Iglesia se vieron obligados a pronunciar palabras como estas de San Juan Crisóstomo, que parecen dirigidas a muchos cristianos de nuestros días: «¿Qué quieres que hagamos? ¿Subirnos al monte y hacernos monjes? Y eso que decís es lo que me hace llorar: que penséis que la modestia y la castidad son propias de los monjes. No. Cristo puso leyes comunes para todos. Y así, cuando dijo: el que mira a una mujer para desearla (Mt 5, 28), no hablaba con el monje, sino con el hombre de la calle (...). Yo no te prohíbo casarte, ni me opongo a que te diviertas. Solo quiero que se haga con templanza, no con impudor, no con culpas y pecados sin cuento. No pongo por ley que os vayáis a los montes y desiertos, sino que seáis buenos, modestos y castos aun viviendo en medio de las ciudades».
¡Qué bien tan grande podemos realizar en el mundo viviendo delicadamente esta santa virtud! Llevaremos a todos los lugares que habitualmente frecuentamos nuestro propio ambiente, con el bonus odor Christi, el buen aroma de Cristo, que es propio del alma recia que vive la castidad.
A esta virtud acompañan otras, que apenas llaman la atención pero que marcan un modo de comportamiento siempre atractivo. Así son, por ejemplo, los detalles de modestia y de pudor en el vestir, en el aseo, en el deporte; la negativa, clara y sin paliativos, a participar en conversaciones que desdicen de un cristiano y de cualquier persona de bien, el rechazo de espectáculos inmorales, un planteamiento de las vacaciones que evita la ociosidad y el deterioro moral...; y, sobre todo, el ejemplo alegre de la propia vida, el optimismo ante los acontecimientos, el deseo de vivir...
Esta virtud, tan importante en todo apostolado en medio del mundo, es guardiana del Amor, del que a la vez se nutre y en el que encuentra su sentido; protege y defiende tanto el amor divino como el humano. Y si el amor se apaga sería muy difícil, quizá imposible, vivirla, al menos en su verdadera plenitud y juventud.
14 de agosto
VÍSPERA DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
— La Virgen Nuestra Señora, Arca de la Nueva Alianza.
— La esperanza del Cielo.
— Vale la pena ser fieles.
I. ¡Qué pregón tan glorioso para Ti, Virgen María! Hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas para siempre.
La Primera lectura de la Misa, en la Vigilia de esta Solemnidad, nos recuerda el pasaje del Antiguo Testamento que narra el traslado del Arca de la Alianza a su lugar definitivo. David convocó a todo Israel, ordenó a los sacerdotes que se purificasen para el traslado, nombró cantores y músicos para que la procesión tuviera el mayor realce posible y, en medio de una alegría incontenible, el Arca fue trasladada y colocada en medio del Tabernáculo preparado para tal fin en la ciudad de David. Encontró su reposo en el monte Sión, que Dios mismo había elegido para su perpetua morada.
El Arca era el signo de la presencia de Dios en medio de su Pueblo; en su interior se guardaba su Palabra, reseñada en las Tablas de la Ley. Se menciona hoy este pasaje porque María es el Arca de la Nueva Alianza, en cuyo seno habitó el Hijo de Dios, el Verbo, la Palabra de Dios hecha carne, durante nueve meses, y con su Asunción a los Cielos encontró su morada definitiva en el seno de la Trinidad Santísima. Allí, «llevada en medio de aclamaciones de alegría y de alabanza, fue conducida junto a Dios, colocada en un trono de gloria, por encima de todos los santos y ángeles del Cielo».
El Arca del Antiguo Testamento estaba construida con materiales preciosos, revestida de oro en su interior; en el caso de María, Dios la llenó de dones incomparables, y su belleza externa era reflejo de esta plenitud de gracia con que había sido adornada. Así correspondía a la nueva morada de Dios en el mundo.
No olvidemos hoy que el Arca era para los judíos un lugar privilegiado donde Dios escuchaba sus oraciones: mi Nombre estará allí, se lee en el Libro de los Reyes. María, Arca de la Nueva Alianza, es también el lugar privilegiado donde Dios escucha nuestras plegarias. Con la ventaja de que Ella suma su voz a la nuestra. Acudir a Nuestra Señora no solo es el mejor medio para ser atendidos por Dios, sino que Ella misma, desde el Cielo, intercede y endereza nuestras súplicas cuando no andan del todo bien encaminadas: «asunta a los Cielos (...), continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna», reafirma el Concilio Vaticano II.
«En cuerpo y alma ha subido a los Cielos nuestra Madre. Repítele que, como hijos, no queremos separarnos de Ella... ¡Te escuchará!». Madre nuestra, Tú que estás en cuerpo y alma tan cerca de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo, no nos dejes de tu mano... No me dejes... no los dejes, Madre mía. ¡Qué seguridad tan grande nos da en todo momento la devoción a la Virgen Santísima! Ella nos escuchará siempre en cualquier circunstancia en que nos encontremos.
II. Cuando Jerusalén fue destruida por los ejércitos de Babilonia, el profeta Jeremías se llevó el Arca, según cuenta una antigua tradición judía, y la escondió en algún lugar secreto. Ninguna noticia se tuvo jamás del Arca. Solo San Juan nos dice que la vio en el Cielo, según recoge una de las Lecturas de la Misa de mañana, con clara referencia al cuerpo santísimo de Nuestra Señora: Se abrió el templo de Dios en el Cielo y el Arca de su Testamento fue vista en su templo. «Nadie puede decirnos con seguridad cuándo y dónde, ni de qué manera, dejó la tierra la Virgen. Pero sabemos dónde está. Cuando Elías fue llevado al Cielo, los hijos de los profetas de Jericó preguntaron a Eliseo si podían salir a buscarle. “Es posible le dijeron que el espíritu del Señor le haya transportado a lo alto de una colina o le haya dejado en alguna hendidura de los valles”. Eliseo consintió a regañadientes, y cuando volvieron de su búsqueda infructuosa, les recibió con estas palabras: ¿No os había dicho que no fuerais? (2 Rey 2, 16-18). Lo mismo sucede con el cuerpo de la Santísima Virgen. En ningún lugar de la cristiandad oiréis ni siquiera un rumor acerca de él. Hay tantas iglesias en todas partes del mundo que afirman con entusiasmo que poseen las reliquias de este o aquel santo... ¿Quién puede decirnos si San Juan Bautista descansa en Amiens o en Roma? Pero nunca de Nuestra Señora. Y si alguno de vosotros confiaba aún en encontrar tan inestimable tesoro, el Santo Padre hace un tiempo ordenó terminar la búsqueda. Sabemos dónde está su cuerpo: en el Cielo.
»Naturalmente, lo sabíamos ya antes». El Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, definía como dogma de fe que «la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Pero desde los comienzos de la fe, los cristianos tuvieron el convencimiento de que Santa María no experimentó la corrupción del sepulcro, sino que había sido llevada en cuerpo y alma a los Cielos. Como escribe un antiguo Padre de la Iglesia, «convenía que Aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina. Convenía que Aquella que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de Dios por todas las criaturas».
La Asunción de Nuestra Señora nos llena de alegría y nos alienta en ese camino que nos falta por recorrer hasta llegar al Cielo. Ella nos da ánimo y fuerzas para alcanzar la santidad a la que por vocación hemos sido llamados. Para eso, es necesario que luchemos para ser buenos hijos de Dios, «que procuremos mantener el alma limpia, por la Confesión sacramental frecuente y por la recepción de la Eucaristía. De esta manera, también llegará para nosotros el momento de subir al Cielo. No del mismo modo que la Santísima Virgen María, porque nuestros cuerpos conocerán la corrupción del sepulcro debida al pecado. Sin embargo, si morimos en la gracia de Dios, nuestras almas irán al Cielo, quizá pasando antes por el Purgatorio para adquirir el traje nupcial que es indispensable para entrar en el banquete de la vida eterna, la limpieza necesaria para ser dignos de ver a Dios sicuti est (1 Jn 3, 2), tal como es. Después, en el momento de la resurrección universal de los muertos, también nuestros cuerpos resucitarán y se unirán a nuestras almas, glorificados, para recibir el premio eterno». Y estaremos junto a Jesús y a su Madre Santísima, con una alegría sin término.
III. Mirando ese final feliz en la vida de la Virgen, comprendemos la alegría de ser fieles cada día. Nos damos cuenta de que «vale la pena luchar, decir al Señor que sí; vale la pena en este ambiente pagano en el que vivimos, y en el que por vocación divina tenemos que santificarnos y santificar a los demás, vale la pena rechazar con decisión todo lo que nos pueda apartar de Dios, y responder afirmativamente a todo lo que nos acerque a Él. El Señor nos ayudará, porque no pide imposibles. Si nos manda que seamos santos, a pesar de nuestras innegables miserias y de las dificultades del ambiente, es porque nos concede su gracia. Por lo tanto, possumus! (Mc 10, 39), ¡podemos! Podemos ser santos, a pesar de nuestras miserias y pecados, porque Dios es bueno y todopoderoso, y porque tenemos por Madre a la misma Madre de Dios, a la que Jesús no puede decir que no.
»Vamos, pues, a llenarnos de esperanza, de confianza: a pesar de nuestras pequeñeces, ¡podemos ser santos!, si luchamos un día y otro día, si purificamos nuestras almas en el Sacramento de la penitencia, si recibimos con frecuencia el pan vivo que ha bajado del Cielo (cfr. Jn 6, 41), el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, realmente presente en la Sagrada Eucaristía.
»Y cuando llegue el momento de rendir nuestra alma a Dios, no tendremos miedo a la muerte. La muerte será para nosotros un cambio de casa. Vendrá cuando Dios quiera, pero será una liberación, el principio de la Vida con mayúscula. Vita mutatur, non tollitur (Prefacio I de difuntos) (...). La vida se cambia, no nos la arrebatan. Empezaremos a vivir de un modo nuevo, muy unidos a la Santísima Virgen, para adorar eternamente a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es el premio que nos está reservado». Mientras tanto, Nuestra Madre nos ayuda desde el Cielo, cada día, en todos nuestros apuros y dificultades. No dejemos de acudir a Ella; de modo particular, en sus grandes fiestas.
19ª semana. Sábado
LA BENDICIÓN DE LOS NIÑOS
— El amor de Jesús por los niños y por quienes, por ser hijos de Dios, se hacen como tales.
— Vida de infancia y filiación divina.
— Infancia espiritual y humildad.
I. Jesús amó con predilección –así nos lo muestra el Evangelio en repetidas ocasiones– a los enfermos, a quienes más le necesitaban y a los niños. A estos los amó con verdadera ternura porque, además de estar siempre precisados de ayuda, reúnen las cualidades que Él exige como condiciones indispensables para formar parte de su Reino.
Dos veces en el Evangelio de la vida pública aparece Jesús bendiciendo a los niños y presentándolos a sus discípulos como ejemplo. Una fue en Galilea, en Cafarnaún, y la otra en Judea, probablemente cerca de Jericó, cuando se disponía a subir a Jerusalén. El relato de esta última lo leemos en el Evangelio de la Misa: le presentaron unos niños, refiere San Mateo. Quienes los llevan son, seguramente, las mujeres: las madres, abuelas o hermanas. Han entrado en la casa donde está Jesús, empujando probablemente a los pequeños delante de ellas, y los colocan cerca del Señor, para que les impusiera las manos y orase por ellos, como si fueran los gestos y atenciones habituales de Jesús con los niños. Quizá han distraído a los oyentes que escuchan al Maestro; por eso, los discípulos les reñían. Pero el Señor interviene: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí, porque de estos es el Reino de los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.
Al declarar que el Reino de los Cielos pertenece a los niños, en primer lugar nos enseña, con el sentido propio de las palabras, que los niños no están excluidos en absoluto del Reino y que, por tanto, hemos de tener gran cuidado en prepararlos y conducirlos a Él. Ante todo, deben ser bautizados cuanto antes, como repetidas veces, en todas las épocas, ha urgido Nuestra Madre la Iglesia, que desea tenerlos cuanto antes en su seno. «El común sentir y la autoridad de los Santos Padres –enseña el Catecismo Romano– prueba que esta ley debe entenderse no solo de los que están en edad adulta, sino también de los niños en la infancia, y que esta la ha recibido la Iglesia por Tradición apostólica. Se debe creer, además, que Cristo Nuestro Señor no quiso que se negase el sacramento y la gracia del Bautismo a los niños, de quienes decía: dejad a los niños y no les impidáis que vengan a Mí...». El deber de los padres se inicia con «la obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas».
En el Bautismo reciben la misma vida de Cristo, se hacen hijos de Dios de una manera completamente nueva, y reciben el Cielo como herencia. El Señor mirará con especial aprecio y benevolencia a las madres que procuraron que sus hijos recibieran este sacramento con prontitud y, más tarde, supieron poner todos los medios, incluso extraordinarios, para que recibieran la oportuna catequesis de los misterios de la fe.
Nos dice el Señor también en este pasaje del Evangelio que su Reino pertenece a quienes, como los niños, tienen una mirada limpia y un corazón puro, sin complicaciones, sencillo, sin pretensiones ni orgullo: ante Dios somos como niños pequeños, y así nos debemos comportar ante Él. «El niño está, al principio de la vida, abierto a cualquier aventura. También tú; no pongas ningún obstáculo para avanzar en la vida del Evangelio y para continuar durante tu vida en esa novedad».
II. En su primera venida a la tierra, en la Encarnación, el Hijo de Dios se nos presenta no como un ángel, ni como un poderoso; viene bajo la débil y frágil condición de un niño. Aunque pudo manifestarse de otra forma, quiso escoger la debilidad de un niño; como si necesitara protección y amor.
Dios ha querido que nosotros, a imitación de su Hijo, nos comportemos como aquello que somos: hijos débiles, que necesitan continuamente su ayuda. El Padre quiere que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos, y en estas pocas palabras se encierra uno de los puntos centrales de nuestra fe, que nos da la pauta para comportarnos ante Dios. Para ser como niños, se requiere un cambio profundo, que comporta dejar de pensar, de juzgar, de actuar de aquel modo menos propio de un hijo pequeño; y asimilar la enseñanza divina, para ejercitarse en ella de continuo. ¿Qué se nos pide en este proceso de hacernos como niños? En primer lugar, una firme voluntad de comportarse como hijos de Dios, dócil a su Voluntad, con pureza de mente y de cuerpo, humilde y sencillo de espíritu. Ese empeño se manifiesta en la lucha que vivieron los Apóstoles y los santos: a medida que iban siendo transformados por el Espíritu Santo, se iban reconociendo, cada vez más claramente, como hijos de Dios. Hacerse como niños en la vida espiritual es más que una buena devoción: es un querer expreso del Señor. Aunque no todos los santos lo hayan manifestado de una manera explícita, esa ha sido la actitud de todos ellos, porque el Espíritu Santo la origina siempre, inspirándonos esa rectitud de corazón que los niños tienen en su inocencia.
«El niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo para sacar la espina que lleva clavada... El niño discreto, quizá con los ojos llenos de lágrimas –porque la carne es flaca–, mira agradecido a su madre buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males.
»—Jesús, que sea yo un niño discreto», le pedimos en este rato de oración: que sepa comprender que en la enfermedad, el dolor, el aparente fracaso profesional..., se encuentra la mano providente de un Padre que nunca ha dejado de velar por sus hijos. Aceptemos con corazón alegre y agradecido todo cuanto la vida quiera ofrecernos, lo dulce y lo amargo, como enviado, o permitido, por quien es infinitamente sabio, por quien más nos quiere.
Esta vida de infancia espiritual comporta sencillez, humildad, abandono, pero no es inmadurez. «El niño bobo llora y patalea...»: el infantilismo es inmadurez de la mente, del corazón, de las emociones, está estrechamente ligado a la falta de autodisciplina, a la falta de lucha. Esa actitud puede acompañar a muchas personas durante toda su vida, hasta la vejez, hasta la muerte, sin ser de verdad niños delante de Dios. La verdadera infancia espiritual lleva consigo madurez en la mente –visión sobrenatural, ponderación de los acontecimientos a la luz de la fe y con la asistencia de los dones del Espíritu Santo– y, junto a esta madurez, la sencillez, la descomplicación: «El niño discreto mira agradecido...». Por contraste, no progresa en esa senda de la vida de infancia quien vive en la maraña de la complicación, con todas las fluctuaciones de la inmadurez en sus deseos, sus ideas, sus ocurrencias, sus emociones, con una conducta variable a cada momento y permanentemente preocupada por su «yo»... En cambio, el niño discreto, en su sencillez, en su debilidad, está totalmente ocupado en la gloria de su Padre Dios, como vivió siempre su Maestro en su vida terrena: el verdadero niño, el hijo verdadero, vive y habla con su «Abba», con su Padre.
III. Nuestra piedad debe ser filial, llena de amor, y ¿cómo podríamos servir a Dios con amor, si no se comienza por reconocerle como un Padre lleno de amor hacia sus hijos? Quizá muchos cristianos viven alejados de Dios, o con unas relaciones obstaculizadas por la inmadurez de los caprichos o señaladas por la rigidez y la frialdad, porque no han descubierto en su vida el sentido de la filiación divina y el camino de la infancia espiritual, que para tantas almas ha sido el comienzo definitivo de una verdadera vida interior. Danos, Señor, el sentido de la filiación divina, ayúdanos a considerarla frecuentemente.
En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. «¿Por qué se dice –se pregunta San Ambrosio– que los niños son aptos para el Reino de los Cielos? Quizá porque de ordinario no tienen malicia, ni saben engañar, ni se atreven a engañarse; desconocen la lujuria, no apetecen las riquezas e ignoran la ambición. Pero la virtud de todo esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez».
En la vida cristiana, la madurez se da precisamente cuando nos hacemos niños delante de Dios, hijos suyos que confían y se abandonan en Él como un niño pequeño en brazos de su padre. Entonces vemos los acontecimientos del mundo como son, en su verdadero valor, y no tenemos otra preocupación que agradar a nuestro Padre y Señor.
Hacerse como niños, la vida de infancia, es un camino espiritual que exige la virtud sobrenatural de la fortaleza para vencer la tendencia al orgullo y a la autosuficiencia, que impide que nos comportemos como hijos de Dios y conduce, al ver una y otra vez los propios fracasos, al desaliento, a la aridez y a la soledad. La piedad filial, por el contrario, fortalece la esperanza, la certeza de llegar a la meta, y da la paz y la alegría en esta vida. Ante las dificultades de la vida no nos sentiremos jamás solos, por muy grandes que sean. El Señor no nos abandona, y esta confianza será para nosotros como el agua para el viajero en el desierto. Sin ella no podríamos seguir adelante.
Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos lleve siempre de la mano como a hijos pequeños, con más cuidado cuanto mayor sea la madurez que los años y la experiencia nos van dando.
Vigésimo Domingo
ciclo a
EL VALOR DE LA ORACIÓN
— Cómo pedir. El Señor atiende con especial solicitud la oración por los hijos.
— Cualidades de la oración: perseverancia, fe y humildad. Buscar la ayuda de otros para que unan su oración a la nuestra.
— Pedir en primer lugar por las necesidades del alma, y por las materiales en la medida en que nos acerquen a Dios.
I. En el Evangelio de la Misa, San Mateo nos dice que Jesús se retiró con sus discípulos a la región de Tiro y Sidón. Pasó de la ribera del mar de Galilea a la del Mediterráneo. Allí se le acercó una mujer gentil, perteneciente a la antigua población de Palestina –el país de Canaán– donde se asentaron los israelitas. Y a grandes voces le decía: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! ¡Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio!
El Evangelista consigna que Jesús, a pesar de los gritos de la mujer, no respondió palabra. Este primer encuentro tuvo lugar, según indica San Marcos, en una casa, y allí la mujer se postró a sus pies. El Señor, aparentemente, no le hizo el menor caso.
Después, Jesús y sus acompañantes debieron de salir de la casa, pues San Mateo escribe que los discípulos se le acercaron para decirle: Atiéndela para que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. La mujer persevera en su clamor, pero Jesús se limita a decirle: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel. Esta madre, sin embargo, no se dio por vencida: se acercó y se postró ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame! ¡Cuánta fe!, ¡cuánta humildad!, ¡qué interés tan grande en su petición!
Jesús le explica mediante una imagen que el Reino había de ser predicado en primer lugar a los hijos, a quienes componían el pueblo elegido: No está bien -le dice- tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Pero la mujer, con profunda humildad, con fe sin límites, con una constancia a toda prueba, no se echó atrás: Es verdad, Señor -le contesta-, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos. Se introduce en la parábola, conquista el Corazón de Cristo, provoca uno de los mayores elogios del Señor y el milagro que pedía: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sana su hija en aquel instante. Fue el premio a su perseverancia.
Las buenas madres que aparecen en el Evangelio manifiestan siempre solicitud por sus hijos. Saben dirigirse a Jesús en petición de ayuda y de dones. Una vez será la madre de Santiago y de Juan la que se acerque al Señor para pedirle que reserve un buen puesto para sus hijos. Otra vez será aquella viuda de Naín que llora detrás de su hijo muerto y consigue de Cristo, quizá con una mirada, que se lo devuelva con vida... La mujer que nos presenta el Evangelio de hoy es el modelo acabado de constancia que deben meditar quienes se cansan pronto de pedir.
San Agustín nos cuenta en sus Confesiones cómo su madre, Santa Mónica, santamente preocupada por la conversión de su hijo, no cesaba de llorar y de rogar a Dios por él; y tampoco dejaba de pedir a las personas buenas y sabías que hablaran con él para que abandonase sus errores. Un día, un buen obispo le dijo estas palabras, que tanto la consolaron: «¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». Más tarde, el propio San Agustín dirá: «si yo no perecí en el error, fue debido a las lágrimas cotidianas llenas de fe de mi madre».
Dios oye de modo especial la oración de quienes saben amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera a que nuestra fe se haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos un deseo más ferviente –como el de las madres buenas– y una mayor humildad.
II. La oración de petición ocupa un lugar muy importante en la vida de los hombres. Aunque el Señor nos concede de hecho muchos dones y beneficios sin haberlos pedido, otras gracias ha dispuesto otorgarlas a través de nuestra oración, o de la de aquellos que se encuentran más cerca de Él. Enseña Santo Tomás que nuestra petición no se dirige a cambiar la voluntad divina, sino a obtener lo que ya había dispuesto que nos concedería si se lo pedíamos. Por eso es necesario pedir al Señor incansablemente, pues no sabemos cuál es la medida de oración que Dios espera que colmemos para otorgarnos lo que quiere darnos. Hemos de solicitar también a otras personas que rueguen por las intenciones santamente ambiciosas que tenemos en nuestro corazón, y por todo aquello que deseamos obtener del Señor. El mismo Santo Tomás explica que una de las causas de que Jesús no respondiera enseguida a esta mujer fue porque quería que los discípulos intercedieran por ella, para hacernos ver de esta manera lo necesaria que es, para conseguir algunas cosas, la intercesión de los santos. El milagro extraordinario que le pedía esta mujer gentil necesitó también una oración excepcional, acompañada de mucha fe y de mucha humildad. Perseverar es la condición primera de toda petición: es preciso orar siempre y no desfallecer, enseñó el mismo Jesús. «Persevera en la oración. –Persevera, aunque tu labor parezca estéril. –La oración es siempre fecunda». La petición de la mujer cananea fue eficaz desde el primer momento. Jesús solo esperó a que se dispusiera su corazón para recibir el gran don que solicitaba.
Hemos de pedir con fe. La misma fe «hace brotar la oración y la oración, en cuanto brota, alcanza la firmeza de la fe»; ambas están íntimamente unidas. Esta mujer tenía una fe grande: «cree en la Divinidad de Cristo, cuando le llama Señor; y en su Humanidad cuando le dice Hijo de David. No pide ella nada en nombre de sus méritos; invoca solo la misericordia de Dios diciendo: “Ten piedad”. Y no dice ten piedad de mi hija, sino de mí, porque el dolor de la hija es el dolor de la madre; y a fin de moverle más a compasión, le cuenta todo su dolor; por eso sigue: Mi hija es malamente atormentada por el demonio. En estas palabras descubre al Médico sus heridas y la magnitud y especie de su enfermedad; la magnitud, cuando le dice: Es atormentada malamente; la especie, por las palabras: por el demonio».
La constancia en la oración nace de una vida de fe, de confianza en Jesús que nos oye incluso cuando parece que calla. Y esta fe nos llevará a un abandono pleno en las manos de Dios. «Dile: Señor, nada quiero más que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des» Solo quiero lo que Tú quieres y porque Tú lo quieres.
III. Esta mujer que pide y recibe nos enseña con su ejemplo una cualidad más de la buena oración: la humildad. La oración debe brotar de un corazón humilde y arrepentido de sus pecados: Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies, el Señor, que nunca desprecia un corazón contrito y arrepentido, resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. A quien se sabe servus pauper et humilis.
El Señor desea que le pidamos muchas cosas. En primer lugar, lo que se refiere al alma, pues «grandes son las enfermedades que la aquejan, y estas son las que principalmente quiere curar el Señor. Y, si cura las del cuerpo, es porque quiere desterrar las del alma». Suele suceder que «apenas nos aqueja una enfermedad corporal, no dejamos piedra por mover hasta vernos libres de su molestia; estando, en cambio, enferma nuestra alma, a veces todo son vacilaciones y aplazamientos (...): hacemos de lo necesario accesorio, y de lo accesorio necesario. Dejamos abierta la fuente de los males y pretendemos secar los arroyuelos». Para el alma podemos pedir gracia para luchar contra los defectos, más rectitud de intención en lo que hacemos, fidelidad a la propia vocación, luz para recibir con más fruto la Sagrada Comunión, una caridad más fina, docilidad en la dirección espiritual, más afán apostólico... También quiere el Señor que roguemos por otras necesidades: ayuda para sobreponernos a un pequeño fracaso; trabajo, si nos falta; la salud... Y todo en la medida en que nos sirva para amar más a Dios. No queremos nada que, quizá con el paso del tiempo, nos alejaría de lo que verdaderamente nos debe importar: estar siempre junto a Cristo.
A Jesús le es especialmente grato que pidamos por otros. «La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos, y la caridad fraterna a pedir por los demás. Es más aceptable a Dios la oración recomendada por la caridad que aquella que está motivada por la necesidad», enseña San Juan Crisóstomo.
Hemos de orar, en primer lugar, por aquellas personas a quienes nos une un vínculo más fuerte, y por aquellas que el Señor ha puesto a nuestro cuidado. Los padres tienen una especial obligación de pedir por sus hijos; mucho más si estos estuvieran alejados de la fe o el Señor hubiera manifestado una particular predilección por ellos llamándolos a un camino de entrega. Y para que Dios nos oiga con más prontitud, acompañemos con obras nuestra petición: ofreciendo horas de trabajo o de estudio por esa intención, aceptando por Dios el dolor y las contrariedades, ejerciendo la caridad y la misericordia en toda oportunidad.
Los cristianos de todos los tiempos se han sentido movidos a presentar sus peticiones a través de santos intercesores, del propio Ángel Custodio, y muy singularmente a través de Nuestra Madre Santa María. Dice San Bernardo que «subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación». No dejemos de acudir cada día a Nuestra Señora; mucho nos va en ello.
Vigésimo Domingo
ciclo b
PRENDA DE VIDA ETERNA
— La Sagrada Comunión es ya un adelanto del Cielo y garantía de alcanzarlo.
— La Sagrada Eucaristía es también prenda de la futura glorificación del cuerpo.
— Mientras nos dirigimos hacia la casa del Padre, nuestras debilidades deben llevarnos a buscar fortaleza en la Comunión.
I. La Primera lectura de la Misa muestra la invitación que Dios hace a los hombres desde antiguo: Venid a comer mi pan y a beber el vino... Este banquete es una imagen frecuentemente empleada en la Sagrada Escritura para anunciar la llegada del Mesías, llena de bienes, y de modo particular es prefiguración de la Sagrada Eucaristía, en la que Cristo se nos da como Alimento; y de este manjar nos habla San Juan, recogiendo las palabras finales de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, donde anunció el inefable don que habría de dejar a los hombres. Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo, nos dice Jesús: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y un poco más adelante añade: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... Este es el pan bajado del Cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
La Comunión, como alimento del alma, aumenta la vida sobrenatural del hombre; a la vez, y como consecuencia, da defensas para resistir a lo que en nosotros no es de Dios, aquello que se opone a la unión plena con Cristo. Ayuda a combatir la inclinación al mal y fortalece contra el pecado; aumenta la alegría que procede de Dios, el fervor y la fidelidad a la propia vocación. Al encender la caridad y despertar la contrición por nuestras faltas, borra los pecados veniales de los que estamos arrepentidos y preserva de los mortales.
Además, la Sagrada Eucaristía no solo es alimento del alma en su camino hacia Dios, sino prenda de vida eterna y anticipo del Cielo. Prenda es la señal que se entrega como garantía del cumplimiento de una promesa. En la Comunión tenemos ya un adelanto de la vida gloriosa y la garantía de alcanzarla, si no traicionamos la fidelidad al Señor.
En una antigua Antífona del culto eucarístico, rezamos: Oh sagrado convite, en el que se recibe a Cristo... el alma se llena de gracia, y se nos da una prenda de la gloria futura. El banquete es imagen muy empleada en la Sagrada Escritura para describir el gozo y la felicidad que alcanzaremos en Dios. El mismo Señor anunció que no bebería ya del fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mi Padre. Hace referencia a un vino nuevo, porque ya no habrá la necesidad del alimento y de la bebida común: tendremos a Cristo para siempre en una unión vivísima, sin término, sin los velos de la fe. Ahora, en la Comunión, tenemos el anticipo y la garantía de esa unión definitiva, y «hace también presentes a todos los miembros del Cuerpo Místico más allá de las distancias y más allá de la muerte, porque el espacio y el tiempo quedan suprimidos en el Cristo glorioso allí presente».
¡Qué alegría poder estar con Cristo y entrar de alguna manera en el Cielo ya aquí en la tierra! «Agiganta tu fe en la Sagrada Eucaristía. -¡Pásmate ante esa realidad inefable!: tenemos a Dios con nosotros, podemos recibirle cada día y, si queremos, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el amigo, como se habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor».
II. En la Comunión, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura», nos enseña el Concilio Vaticano II. Esta gloria eterna no es solo del alma, sino también del cuerpo, de todo el hombre. El Señor hacía referencia al hombre entero cuando prometió que aquel que comiera de Él, vivirá por Él y no morirá jamás, y que Él le resucitará en el último día. La Eucaristía proclama la muerte del Señor hasta que venga, al final de los tiempos, cuando tenga lugar la resurrección de los cuerpos y vuelvan a unirse al alma. Así, quienes han sido fieles amarán y gozarán de Dios –con el alma y con el cuerpo– para siempre.
Jesús es la Vida, no solo la del más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino. Cuando Jesús acude a Betania para resucitar a Lázaro, dirá a Marta: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre. El Señor vuelve a repetir aquí en Betania la enseñanza de Cafarnaún que hoy encontramos en el Evangelio de la Misa: quien le recibe no morirá.
Los Padres de la Iglesia llaman a la Comunión «medicina de la inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo». Como el leño de la vid –enseña San Ireneo–, puesto en la tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo caído en la tierra y deshecho se levanta multiplicado y, «después, por la sabiduría de Dios, llega a ser Eucaristía, que es Cuerpo y Sangre de Cristo, así también nuestros cuerpos, alimentados con ella y colocados en la tierra y deshechos en ella, resucitarán a su tiempo...»: esa garantía de la futura resurrección que es la Eucaristía actúa como semilla de la futura glorificación del cuerpo y lo alimenta para la incorruptibilidad de la vida eterna. Siembra en el hombre un germen de inmortalidad, pues la vida de la gracia se prolonga más allá de la muerte.
San Gregorio de Nisa explica que el hombre tomó un alimento de muerte (con el pecado original) y debe, por tanto, tomar una medicina que le sirva de antídoto, como quienes han tomado algún veneno deben tomar un contraveneno. Esta medicina de nuestra vida no es otra que el Cuerpo de Cristo, «que ha vencido a la muerte y es la fuente de la Vida».
Si alguna vez nos entristece el pensamiento de la muerte y sentimos que se derrumba esta casa de la tierra que ahora habitamos, debemos pensar, llenos de esperanza, que la muerte es un paso: más allá sigue la vida del alma, y un poco más tarde la acompañará el cuerpo, que será también glorificado; como ocurre a quien tiene que abandonar su hogar por alguna catástrofe, que se consuela e incluso se alegra al saber que le aguarda otro mejor, que ya no tendrá que abandonar jamás. La Sagrada Eucaristía no solo es anticipo, sino «señal que se da en garantía» de la promesa que nos ha hecho el mismo Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día.
III. Mirad con cuidado cómo vivís; no sea como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, pues los días son malos, nos advierte San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Ahora, como entonces, los días son malos, y el tiempo, corto. Es pequeño el espacio que nos separa de la vida definitiva junto a Dios, y las posibilidades de dejarse arrastrar por un ambiente que no conduce al Señor son abundantes.
El Apóstol nos invita a aprovechar bien el tiempo, el que nos toca vivir. Más aún, hemos de recuperar el tiempo perdido. Rescatar el tiempo –explica San Agustín– «es sacrificar, cuando llegue el caso, los intereses presentes a los intereses eternos, que así se compra la eternidad con la moneda del tiempo». Así aprovecharemos todos los momentos y circunstancias para dar gloria a Dios, para reafirmar el amor a Él, por encima de todo lo que es pasajero y no deja huella.
Cristo, en la Sagrada Comunión, nos enseña a contemplar el presente con una mirada de eternidad; nos muestra lo que es verdaderamente importante en cada situación, en cada acontecimiento. Ilumina el futuro y da perspectiva trascendente a nuestras obras bien hechas, avanzando cada jornada hasta dar el paso hacia una existencia nueva y eterna, ante la que el mundo de hoy nos parecerá como una sombra. En la Sagrada Eucaristía encontramos las fuerzas necesarias para recorrer el camino que todavía nos falta hasta llegar a la casa del Padre; «es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el Cielo; estas son las arras que nos envía el Cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión».
Nuestras debilidades deben llevarnos a buscar fortaleza en la Comunión. En este sacramento, «es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré (Mt 11, 28). Ese alivio personal y profundo, que constituye la razón última de toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar –al menos como participación y pregustación– en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística». Con Él, si somos fieles, entraremos un día en el Cielo, y lo que era garantía de una promesa se tornará realidad: la vida junto a la Vida por toda la eternidad.
Ecce Panis angelorum, factus cibus viatorum, vere panis filiorum: he aquí el Pan de los Ángeles, hecho alimento de los que caminan, verdaderamente el pan de los hijos: danos, Señor, la fuerza para recorrer con garbo humano y sobrenatural nuestro camino de esta tierra, con la mirada puesta en la meta.
Vigésimo Domingo
Ciclo C
EL FUEGO DEL AMOR DIVINO
— Fe en el amor que Dios nos tiene y nos ha tenido siempre.
— El amor pide amor, y este se demuestra en las obras.
— Encender a otros en el amor a Cristo.
I. El fuego aparece frecuentemente en la Sagrada Escritura como símbolo del Amor de Dios, que purifica a los hombres de todas sus impurezas. El amor, como el fuego, nunca dice basta, tiene la fuerza de las llamas y se enciende en el trato con Dios: Me ardía el corazón en mi interior, se encendía el fuego en mi meditación, exclama el Salmista... En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo –el Amor divino– se derrama sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego que purifican sus corazones, los inflaman y disponen para su misión de extender el Reino de Cristo por todo el mundo.
Jesús nos dice hoy en el Evangelio de la Misa: Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?. En Cristo alcanza su expresión máxima el amor divino: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito. Jesús entrega voluntariamente su vida por nosotros, y nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Por eso nos declara también su impaciencia santa hasta no ver cumplido su Bautismo, su propia muerte en la Cruz por la que nos redime y nos eleva: Tengo que ser bautizado con un bautismo, ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo!
El Señor quiere que su amor prenda en nuestro corazón y provoque un incendio que lo invada todo. Él nos ama a cada uno con amor personal e individual, como si fuera el único objeto de su caridad. En ningún momento ha cesado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o en los que cometimos las faltas y pecados más grandes, tanto cuando correspondimos a sus gracias como cuando nos alejamos de Él. Siempre nos mostró el Señor su benevolencia; ahora también. Dios, que es infinito e infinitamente simple, no nos ama a medias, sino con todo su ser, nos ama sin medida. Este misterio de amor se realizó de una manera absolutamente particular en su Madre, Santa María.
La Virgen, Nuestra Madre, es el espejo donde debemos mirarnos nosotros. Ella vivió una vida normal, de tal manera que sus paisanos y familiares nunca pudieron imaginar lo que ocurría en su corazón; ni siquiera José habría sabido nada, si Dios no se lo hubiera manifestado. Ella, la criatura que Dios más amaba, permanecía en la más completa normalidad. En el momento de la Anunciación, cuando se le reveló el modo singular en que era amada por Dios, María creyó y aceptó ser la criatura que Dios había predestinado desde la eternidad como Madre suya. ¡Qué gran fe la de la Virgen, al pensar que en Ella estaba la salvación de Israel, mucho más, sin comparación posible, que en otros momentos de la historia de Israel lo estuvo en Judith o en Esther! Pero Ella no solo creyó en el amor de absoluta predilección divina, sino que creyó sin limitación alguna.
Santa María nos enseña a creer en el amor sin límites de Dios, nos ayuda ahora, teniéndola a Ella delante, a examinar nuestra correspondencia a ese amor, pues «no es razón que amemos con tibieza a un Dios que nos ama con tanto ardor». ¿Es una hoguera de lumbre viva nuestro corazón, como el de la Virgen, o solo rescoldo de tibieza, de mediocridad aceptada?
Dios me ama, y esto es lo fundamental de mi existencia. Lo demás apenas tiene importancia.
II. El amor pide amor, y este se demuestra en las obras, en el empeño diario por tratar a Dios y por identificar nuestra voluntad con la suya. La Segunda lectura nos anima a esa pelea diaria, sabiendo que estamos rodeados de una nube tan grande de testigos, los santos, que presencian nuestro combate, y quienes tenemos a nuestro lado, a los que tanto podemos ayudar con el ejemplo y con nuestro mismo empeño por estar más cerca de Cristo. Sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia -sigue la Lectura-, y continuemos corriendo con perseverancia la carrera emprendida: fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe... En Él tenemos puesta la mirada, como el corredor que, una vez comenzada la carrera, no se deja distraer por nada que le separe de la meta, alejando toda ocasión de pecado con decisión y energía, pues no habéis resistido todavía hasta la sangre al combatir contra el pecado. Hasta eso hemos de llegar si fuera preciso, incluso por no cometer ni siquiera un pecado venial. Vale más morir que ofender a Dios, aunque solo fuera levemente.
Muchas veces hemos de decir sí al Amor; una respuesta afirmativa que Él mismo nos pide a través de mil pequeños acontecimientos diarios: al negarnos a nosotros mismos para servir a quienes conviven o trabajan con nosotros en cosas muchas veces menudas; en la mortificación pequeña, que nos ayuda a guardar la templanza y la sobriedad; en la puntualidad a la hora de comenzar nuestros deberes; en el orden en que dejamos la ropa, los libros o los instrumentos de trabajo; en el esfuerzo que frecuentemente supone hacer bien el rato de meditación, diciéndole al Señor muchas veces que le amamos, luchando con las distracciones; en la aceptación alegre de la voluntad de Dios, cuando no sigue los propios planes o nuestro querer... Así se forjan las pequeñas victorias que todos los días espera Dios de quien le ama. También por amor hemos de decir no muchas veces: en la guarda de la vista; al cuerpo que pide más comodidades, más confort y menos sacrificio; al deseo de dejar el trabajo antes de la hora... Son muchas las sugerencias, las mociones del Espíritu Santo para corresponder a ese Amor infinito con que Jesús nos ama.
El amor se expresa en el dolor de los pecados, en la contrición, pues tantas veces –casi sin darnos cuenta– decimos no al amor... Son ocasiones para hacer un acto de dolor más profundo por aquello en lo que no hemos sabido corresponder, deseando mucho esa Confesión frecuente en la que encontramos siempre la Misericordia divina y el remedio de nuestros males. «Quien no se arrepiente de verdad, no ama de veras; es evidente que cuanto más queremos a una persona, tanto más nos duele haberla ofendido. Es, pues, este uno más de los efectos del amor».
Y voló hacia mí uno de los serafines -reza la Liturgia de las Horas- con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas, la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. Le pedimos al Señor que el fuego de su amor purifique nuestra alma, ¡tanta suciedad!, y nos inunde por completo: «¡Oh Jesús..., fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste».
III. Los cristianos hemos de ser fuego que encienda, como Jesús encendió a sus discípulos. Nadie que nos haya conocido deberá quedar indiferente; nuestro amor debe ser lumbre viva que convierte en puntos de ignición, otras fuentes de amor y de apostolado, a quienes tratamos. El Espíritu Santo soplará, a través de nosotros, en muchos que parecían apagados, y de su rescoldo de vida cristiana saldrán llamas que se propagarán a otros ambientes que de no ser por ellos hubieran permanecido fríos y muertos. No importa que nos parezca que somos poca cosa, que apenas podemos hacer nada, que no sabemos, que nos falta formación. El Señor solo quiere poder contar del todo con cada uno. No olvidemos que una chispa pequeña puede dar lugar a un gran fuego. ¡Qué grato le es al Señor el que, en la intimidad de nuestra alma, le digamos que somos todo de Él, que puede contar con lo poco que somos! «Escribías: “yo te oigo clamar, Rey mío, con viva voz, que aún vibra: ‘ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?’ —he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?”.
»Después añadías: “Señor, te respondo –todo yo– con mis sentidos y potencias: ‘ecce ego quia vocasti me!’ —¡aquí me tienes porque me has llamado!”.
»—Que sea esta respuesta tuya una realidad cotidiana».
El amor verdadero a Dios se manifiesta enseguida en apostolado, en deseos de que otros conozcan y amen a Jesucristo. «Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sal 38, 4). ¿Qué fuego es ese sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? (Lc 12, 49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración (...)», en el trato íntimo con Cristo.
Allí se alimenta el afán apostólico. Junto al Sagrario tendremos luz y fuerzas; hablaremos a Jesús de los hijos, de los padres, de los hermanos, de los amigos, de aquella persona que acabamos de conocer, de las que encontraremos ese día por motivos profesionales o en los menudos incidentes de la vida diaria. Ninguna se deberá marchar vacía; a todas, de un modo u otro, con la palabra, con el ejemplo, con la oración, hemos de anunciarles a Cristo que las busca, que las espera, y que se sirve de nosotros como instrumentos. «Aún resuena en el mundo aquel grito divino: “Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?”. —Y ya ves: casi todo está apagado...
»¿No te animas a propagar el incendio?».
Le decimos a Jesús que cuente con nosotros, con nuestras pocas fuerzas y nuestros escasos talentos: ecce ego quia vocasti me, aquí estoy porque me has llamado. Y le pedimos a Santa María, Regina Apostolorum, que sepamos ser audaces en esta tarea de dar a conocer a Cristo.
15 de agosto
LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN*
Solemnidad
— María, asunta en cuerpo y alma a los Cielos. Contemplación del cuarto misterio glorioso del Santo Rosario.
— Desde el Cielo, la Virgen Santísima intercede y cuida de sus hijos.
— La Asunción de Nuestra Señora, esperanza de nuestra resurrección gloriosa.
I. Pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo. Aparece así la Virgen Santa María asociada a Cristo Redentor en la lucha y en el triunfo sobre Satanás. Es el plan divino que la Providencia tenía preparado desde la eternidad para salvarnos. Este es el anuncio del primer libro de la Sagrada Escritura, y en el último volvemos a encontrar esta portentosa afirmación: Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Es la Virgen Santísima, que entra en cuerpo y alma en el Cielo al terminar su vida entre nosotros. Y llega para ser coronada como Reina del Universo, por ser Madre de Dios. Prendado está el rey de tu belleza, canta el Salmo responsorial.
El Apóstol San Juan, que seguramente fue testigo del tránsito de María el Señor se la había confiado, y no iba a estar ausente en esos momentos..., nada nos dice en su Evangelio de los últimos instantes de Nuestra Madre aquí en la tierra. El que con tanta claridad y fuerza nos habló de la muerte de Jesús en el Gólgota calla cuando se trata de Aquella de quien cuidó como a su madre y como a la Madre de Jesús y de todos los hombres. Exteriormente, debió de ser como un dulce sueño: «salió de este mundo en estado de vigilia», dice un antiguo escritor, en plenitud de amor. «Terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Allí la esperaba su Hijo, Jesús, con su cuerpo glorioso, como Ella lo había contemplado después de la Resurrección. Con su divino poder, Dios asistió la integridad del cuerpo de María y no permitió en él la más pequeña alteración, manteniendo una perfecta unidad y completa armonía del mismo. Consiguió Nuestra Señora, «como supremo coronamiento de sus prerrogativas, verse exenta de la corrupción del sepulcro y, venciendo a la muerte como antes la había vencido su Hijo, ser elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial». Es decir, la armonía de los privilegios marianos postulaba su Asunción a los Cielos.
Muchas veces hemos contemplado este privilegio de Nuestra Señora en el Cuarto misterio de gloria del Santo Rosario: «Se ha dormido la Madre de Dios (...). Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria. Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. Tú y yo niños, al fin tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.
»La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Ángeles: ¿Quién es Esta?». Nosotros nos alegramos con los ángeles, llenos también de admiración, y la felicitamos en su fiesta. Y nos sentimos orgullosos de ser hijos de tan gran Señora.
Con frecuencia, la piedad popular y el arte mariano han representado a la Virgen, en este misterio, llevada por los ángeles y aureolada de nubes. Santo Tomás ve en estas intervenciones angélicas hacia quienes han dejado la tierra y se encaminan ya al Cielo, la manifestación de reverencia que los Ángeles y todas las criaturas tributan a los cuerpos gloriosos. En el caso de Nuestra Señora, todo lo que podamos imaginar es bien poco. Nada, en comparación a como debió de suceder en la realidad. Cuenta Santa Teresa que vio una vez la mano, solo la mano, glorificada de Nuestro Señor, y decía después la Santa que, junto a ella, quinientos mil soles claros, reflejándose en el más limpio cristal, eran como noche triste y muy oscura.
¿Cómo sería el rostro de Cristo, su mirada...? Un día, si somos fieles, contemplaremos a Jesús y a Santa María, a quienes tantas veces hemos invocado en esta vida.
II. Hoy ha sido llevada al Cielo la Virgen, Madre de Dios; Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.
Miremos a Nuestra Señora, Asunta ya en los Cielos. «Y así como el viajero, haciendo pantalla con su mano para contemplar algún vasto panorama, busca en los alrededores alguna figura humana que le permita darse una idea de aquellos parajes, así nosotros, que miramos hacia Dios con ojos deslumbrados, identificamos y damos la bienvenida a una figura puramente humana, que está al lado de su trono. Un navío ha terminado su periplo, un destino se ha cumplido, una perfección humana ha existido. Y al mirarla vemos a Dios más claro, más grande, a través de esa obra maestra de sus relaciones con la humanidad».
Todos los privilegios de María tienen relación con su Maternidad y, por tanto, con nuestra redención. María, Asunta a los Cielos, es imagen y anticipo de la Iglesia que se encuentra aún en camino hacia la Patria. Desde el Cielo «precede con su luz al Pueblo peregrino como signo de esperanza cierta hasta que llegue el día del Señor». «Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María todos los efectos de la única mediación de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado (...). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María “está también íntimamente unida” a Cristo». Ella es la seguridad y la prueba de que sus hijos estaremos un día con nuestro cuerpo glorificado junto a Cristo glorioso. Nuestra aspiración a la vida eterna cobra alas al meditar que nuestra Madre celeste está allí arriba, nos ve y nos contempla con su mirada llena de ternura. Con más amor, cuanto más necesitados nos ve. «Realiza aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en la venida definitiva».
Ella es gran valedora nuestra ante el Altísimo. Es verdad que la vida en la tierra se nos presenta como valle de lágrimas, porque no faltan los sacrificios, las penalidades (sobre todo, nos falta el Cielo). Pero, a la vez, el Señor nos da muchas alegrías y tenemos la esperanza de la Gloria para caminar con optimismo. Entre esos motivos de contento, está Santa María. Ella es vida, dulzura y esperanza nuestra: el cariño de la Madre se hace sentir en la vida del cristiano. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, le decimos. Los ojos de Santa María, como los de su Hijo, son de misericordia, de compasión. Nunca deja de dar una mano a quien acude a su amparo: Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección.... Procuremos buscar más la intercesión de la Virgen, de la Reina de cielos y tierra. Acudamos al Refugio de los pecadores; y le diremos: muéstranos a Jesús, que es lo que más necesitamos.
¡Qué seguridad, qué alegría posee el alma que en toda circunstancia se dirige a la Santísima Virgen con la sencillez y la confianza de un hijo con su madre! «Como un instrumento dócil en manos del Dios excelso escribe un Padre de la Iglesia, así desearía yo estar sujeto a la Virgen Madre, íntegramente dedicado a su servicio. Concédemelo, Jesús, Dios e Hijo del hombre, Señor de todas las cosas e Hijo de tu Esclava (...). Haz que yo sirva a tu Madre de modo que Tú me reconozcas por servidor; que Ella sea mi soberana en la tierra de modo que Tú seas mi Señor por toda la eternidad». Pero hemos de examinar cómo es nuestro trato diario con Ella. «Si estás orgulloso de ser hijo de Santa María, pregúntate: ¿cuántas manifestaciones de devoción a la Virgen tengo durante la jornada, de la mañana a la noche?»: el Ángelus, el Santo Rosario, las tres Avemarías de la noche...
III. Dichoso el vientre de María, la Virgen, que llevó al Hijo del eterno Padre.
La Asunción de María es un precioso anticipo de nuestra resurrección y se funda en la resurrección de Cristo, que reformará nuestro cuerpo corruptible conformándolo a su cuerpo glorioso. Por eso nos recuerda también San Pablo en la Segunda lectura de la Misa: si la muerte llegó por un hombre (por el pecado de Adán), también por un hombre, Cristo, ha venido la resurrección. Por Él, todos volverán a la vida, pero cada uno a su tiempo: primero Cristo como primicia; después, cuando Él vuelva, todos los cristianos; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino... Esa venida de Cristo, de la que habla el Apóstol, «¿no debía acaso cumplirse, en este único caso (el de la Virgen) de modo excepcional, por decirlo así, “inmediatamente”, es decir, en el momento de la conclusión de la vida terrestre? (...). De ahí que ese final de la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la Tradición lo llama más bien dormición.
»Assumpta est Maria in caelum, gaudent Angeli! Et gaudet Ecclesia! Para nosotros, la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua, de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección».
La Solemnidad de hoy nos llena de confianza en nuestras peticiones. «Subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación». Ella alienta continuamente nuestra esperanza. «Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no solo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición Monstra te esse Matrem (Himno litúrgico Ave maris stella), no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal (...).
»Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo»
20ª semana. Lunes
ALEGRÍA Y GENEROSIDAD
— El joven rico. La alegría de la entrega.
— El Señor pasa y pide.
— La tristeza hace mucho daño al alma. Buscar la alegría a través de la generosidad.
I. Después de bendecir a unos niños, Jesús partió de aquel lugar, y cuando estaba en camino llegó un joven, se postró de rodillas y le preguntó: Maestro, ¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna? Jesús, de pie, contempla a aquel joven con una gran esperanza; los discípulos, que se han detenido, callan y miran. La escena, recogida en el Evangelio de la Misa, es de una gran belleza. Quizá el joven ha escuchado a Jesús en alguna otra ocasión, y hasta ahora no se ha atrevido a comunicarse directamente con Él; en su alma hay deseos de entrega, de amar más..., quizá está insatisfecho con su vida. Por eso, cuando el Señor le dice que debe guardar los Mandamientos, él dice que ya los cumple, y pregunta: Quid adhuc mihi deest? ¿Qué me falta aún? Es la pregunta que tantos y tantas se han hecho al comprobar que no les llena la vida que llevan.
Jesús, tan atento a los menores movimientos de las almas, se conmovió al contemplar los deseos y la limpieza de aquel corazón. Fue entonces cuando le dirigió la mirada de la que nos habla San Marcos, y lo amó. La mirada de Jesús, una mirada honda, imborrable, es por sí sola una llamada. Y le invitó a seguirle dejando atrás todos sus tesoros. Es una invitación a dejar libre el corazón para llenarlo todo de Dios. Se trata de cambiar el amor a los bienes por el amor a Jesús, se trata de dejar las posesiones materiales para enriquecerse, de una manera real y efectiva, con bienes eternos.
No fue generoso este joven: se quedó con sus riquezas, de las que disfrutaría unos años, y perdió a Jesús, a quien tenemos para siempre, tesoro infinito, en este mundo y en la eternidad. En su egoísmo, el joven rico no esperaba esta respuesta del Maestro. Los planes de Dios no coinciden generalmente con los nuestros, con los que proyectamos en la imaginación, con aquellos que fabrica la vanidad o el egoísmo. Los planes divinos, forjados desde la eternidad para nosotros, son los más bellos que nunca pudimos imaginar, aunque alguna vez nos desconcierten.
Al oír el joven estas palabras de Jesús se marchó triste, pues tenía muchas posesiones. Todos vieron cómo resistía aquella amable y amorosa invitación del Señor y se marchaba con la huella de la tristeza en la cara. Posiblemente, más tarde, este joven encontraría falsas justificaciones a su falta de generosidad, que le devolverían al menos la tranquilidad perdida (nunca la paz, que es fruto de la entrega): quizá pensó que era muy joven, o que más tarde vería todo con más claridad y buscaría al Maestro... ¡Qué fracaso! ¡Qué ocasión desaprovechada!, pues a Jesús, o se le sigue o se le pierde. Cada encuentro con Él lleva consigo unas claras exigencias, y también un gran enriquecimiento de toda la persona. Jesús nunca nos deja indiferentes.
Una vez que alguien ha sentido posarse sobre él la mirada del Señor, ya nunca la olvida, ya no es posible vivir como antes. La alegría es fruto de la generosidad, de responder a las sucesivas llamadas que a cada uno en su estado dirige Cristo que pasa. La vida se llena de gozo y de paz en esa disponibilidad absoluta ante la voluntad de Dios que se manifiesta en momentos bien precisos de nuestra vida; quizá ahora.
II. «Aquel muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis (Mt 19, 22), que se retiró entristecido (...): perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios». Libertad que, si no le había servido para llegar a la meta, a Cristo que pasaba por su vida, para bien poco habría ya de servirle.
La tristeza nace en el corazón, como una planta dañina, cuando nos alejamos de Cristo, cuando le negamos aquello que de una vez, o poco a poco, nos va pidiendo, cuando nos falta generosidad. Esta mala enfermedad del alma «es un vicio causado por el amor desordenado de sí Mismo». Puede haber enfermedad, puede existir cansancio y dolor, pero la tristeza del corazón es distinta. En su origen encontramos siempre la soberbia y el egoísmo: detrás de esa desgana, sin causa aparente, en el propio quehacer, puede estar la imposibilidad de afirmar el propio criterio, la propia personalidad, la vanidad; detrás de ese dolor puede esconderse la rebeldía de no querer aceptar la voluntad de Dios; en ese desaliento, al ver una y otra vez las propias faltas, puede ocultarse más la humillación sufrida que el dolor por haber ofendido al Señor... «Si Dios me ha perdonado, si su amor misericordioso, siempre presente, se vuelca en mí, ¿cómo puedo estar yo triste? Si alguien alimentara su tristeza en el dolor de sus pecados, agarrado a su culpa, ese hombre debe saber que se trata posiblemente de un pretexto y, siempre, de un error». Las mismas faltas y pecados nos deben llevar a la alegría del arrepentimiento y del amor que nace de nuevo con más fuerza aún.
El Señor pasa cerca de nuestra vida en incontables ocasiones. Alguna vez nos pedirá mucho, para darnos más; otras, cosas pequeñas: el cumplimiento del deber, llevar a cabo en la hora prevista las prácticas de piedad que tenemos señaladas en nuestro plan de vida, sin dar cabida a la pereza; mortificar la imaginación y el recuerdo en asuntos banales; vivir con esmero la caridad con quienes están a nuestro lado; indicar con afabilidad la dirección que nos han pedido... Quizá se presente el Señor –tal vez cuando menos lo esperábamos– para invitarnos a seguirle aún más de cerca, quizá sin abandonar nuestros quehaceres en medio del mundo, pero con la plena entrega del corazón, según el propio estado, sin poner límites ni condiciones. «Hay que saber entregarse, arder delante de Dios como esa luz, que se pone sobre el candelero, para iluminar a los hombres que andan en tinieblas; como esas lamparillas que se queman junto al altar, y se consumen alumbrando hasta gastarse». Y esto nos lo pide a todos: cada uno en su lugar y en el estado al que es llamado, en la peculiar vocación que de Dios ha recibido. Esta vocación es el asunto más importante de la vida, y, una vez conocida, el negocio en el que debemos empeñarnos con tenacidad, con la ayuda de la gracia, hasta el último instante de nuestros días.
20ª semana. Martes
EL SENTIDO CRISTIANO DE LOS BIENES
— Los bienes de la tierra se han de ordenar al fin sobrenatural del hombre.
— La riqueza y los talentos personales deben estar al servicio del bien. Cómo es la pobreza de quien vive en medio del mundo y ha de santificarse con los quehaceres temporales.
— Desarrollar los talentos que el Señor nos ha dado en bien de los demás.
I. Los Apóstoles vieron con pena –el Señor también– cómo se marchaba el joven que no quiso dejar a un lado sus riquezas para seguir al Maestro. Le vieron partir con esa tristeza peculiar del que no corresponde a lo que Dios le pide. Todos quizá pensaron que podía haber sido uno del grupo de los más íntimos, aquellos que escucharon confidencias entrañables de Jesús y recibieron más tarde el mandato de evangelizar el mundo, de ir con la doctrina de Cristo hasta los confines de la tierra.
En este clima, mientras reemprenden la marcha, el Señor les dijo: Difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos. Y añadió: Es más, os digo que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios. Los discípulos quedaron muy asombrados.
Quien pone su corazón en los bienes de la tierra se incapacita para encontrar al Señor, porque el hombre puede tener como fin a Dios, al que alcanza también a través de las cosas materiales como simples medios que son, o poner las riquezas como meta de su vida, en sus muchas manifestaciones de deseo de lujo, de comodidad, de poseer más... El corazón se orienta según uno de estos dos fines. Quien lo tiene repleto de bienes materiales no puede amar a Dios: no se puede servir a Dios y a las riquezas, enseñó el Señor en otra ocasión.
El término arameo original de riquezas que utilizó el Señor, es Mammon, que «designa con irrisión un ídolo. ¿Por qué se trata de un ídolo? Por un doble motivo. Primeramente porque el ídolo es un sustitutivo de Dios. Se trata del uno o del otro (...). En segundo lugar, por su contenido. Más allá del dinero, simple unidad monetaria, el ídolo Mammon simboliza un instrumento de la voluntad de poder, un medio de posesión del mundo, una expresión de la avidez de las cosas y también una desviación de las relaciones de los hombres entre sí. El dominio que el ídolo ejerce sobre el hombre se opone a lo que es propio de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios, y por tanto a su relación con el Creador».
El que pone su deseo en las cosas de la tierra como si fueran un bien absoluto comete una especie de idolatría, corrompiendo su alma como se corrompe con la impureza, y, con frecuencia, acaba uniéndose a los «príncipes de este mundo», que se levantan contra Dios, contra Cristo.
El amor desordenado a los bienes materiales, pocos o muchos, es un gravísimo obstáculo para el seguimiento de Cristo, como se manifiesta en el pasaje del joven rico que considerábamos en nuestra meditación de ayer, y en las duras y enérgicas palabras con que el Señor condena el mal uso de las riquezas. Por eso, el cristiano ha de examinar con frecuencia si ama la sobriedad y la templanza, si está realmente desprendido de las cosas de la tierra, si valora más los bienes del alma que los del cuerpo, si utiliza los bienes para hacer el bien, si le acercan a Dios o lo separan de Él, si es parco en las necesidades personales, restringiendo los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, vigilando la tendencia a crearse falsas necesidades. Ha de ver si cuida las cosas de su hogar, los instrumentos de trabajo... ¡Qué pena si alguna vez no viéramos a Jesús que pasa a nuestro lado porque tuviéramos el corazón puesto en algo que pronto hemos de dejar! ¡Algo que vale tan poco en comparación de las riquezas sin límite que Cristo da a quienes le siguen!
II. El cristiano que vive en medio del mundo no debe olvidar, sin embargo, que los bienes materiales en sí mismos son bienes que debe hacer producir en favor de la propia familia y de la sociedad, de las buenas obras que sostiene con su esfuerzo, y que ha de santificarse con ellos. Nada más lejano del verdadero espíritu de pobreza secular que la actitud encogida del que ve con miedo el mundo y sus riquezas. El verdadero progreso y el desarrollo –también material– son buenos y queridos por Dios. Y el Señor no predicó nunca ni la suciedad ni la miseria. Todos hemos de luchar, en la medida de las propias posibilidades, contra la pobreza, la miseria y cualquier situación de indigencia que degrade al ser humano.
La pobreza del cristiano corriente, que se ha de santificar en medio de sus tareas seculares, no consiste en una circunstancia meramente exterior: tener o no tener bienes materiales; se trata de algo más profundo que afecta al corazón, al espíritu del hombre; consiste en ser humilde ante Dios, en sentirse siempre necesitado ante Él, en ser piadoso, en tener una fe rendida que se manifiesta en la vida y en las obras. Si se poseen estas virtudes y además abundancia de bienes materiales, la actitud del cristiano ha de ser la de desprendimiento, de caridad generosa. El que no posee bienes materiales abundantes no por ello está justificado ante Dios, si no se esfuerza por adquirir las virtudes que constituyen la verdadera pobreza. También en la escasez puede manifestar su generosidad, su señorío, y también debe estar desprendido de lo poquísimo de que dispone.
Jesús estuvo muy cerca de los pobres, de los enfermos, de quienes padecían cualquier necesidad, pero entre los más allegados a su Persona no faltaron gentes de fortuna más o menos cuantiosa. Las mujeres que subvenían a sus necesidades eran gente acomodada. Algunos de sus Apóstoles, como Mateo y los hijos de Zebedeo, tenían ciertos medios económicos. José de Arimatea, hombre rico, es mencionado expresamente como discípulo suyo; él y Nicodemo tienen el privilegio de recibir el Cuerpo muerto de Jesús, para cuya sepultura trajo este último gran cantidad de aromas (unas cien libras, ¡más de treinta kilos!). La familia de Betania con la que tenía una especial amistad era, probablemente, de cierto relieve social, pues son muchos los judíos que acuden a su casa a la muerte de Lázaro. Llama a Zaqueo para hospedarse en su casa y le admite entre sus seguidores. El mismo vestido de Jesús no carecía de prestancia, pues llevaba una túnica inconsútil, orlada...
«Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro (...) es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores (...)»; Él es el verdadero valor que define toda nuestra vida, por encima del cual nada hay. A Él debemos imitar, según las circunstancias personales de cada uno. Y nunca debemos dar por supuesto el desprendimiento de los bienes y su recto uso, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es fabricarse sus propios ídolos, crearse «necesidades innecesarias», gastar más de lo debido, poseer los bienes para los propios caprichos sin tener en cuenta que «el hombre, al usarlas, no debe tener las cosas que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás».
Examinemos hoy la rectitud con que usamos los bienes y si tenemos el corazón puesto en el Señor, desasido de lo mucho o de lo poco que poseamos, teniendo en cuenta que «un signo claro de desprendimiento es no considerar –de verdad– cosa alguna como propia».
III. Debemos desarrollar sin miedo, sin falsa modestia ni timideces, todos los talentos que el Señor nos ha dado, poner nuestras energías para que la sociedad progrese y lograr que sea cada vez más humana, que se den las condiciones necesarias para que todos lleven una vida digna, como corresponde a hijos de Dios. Hemos de aprender a dar de lo nuestro, a fomentar y a ayudar, según nuestras circunstancias, a instituciones y fundaciones que eleven y rediman al hombre de su incultura o de sus condiciones menos humanas. Debemos procurar, en lo que de nosotros depende, que no existan más esas desigualdades y diferencias sociales que claman al Cielo: por un lado, personas que luchan cada día por sobrevivir; por otro, despilfarros que ofenden a la criatura y al Creador.
Encontramos muchas dificultades, internas –en nuestro corazón, donde subsisten las raíces del egoísmo, de la posesión desordenada– y externas –las de un ambiente lanzado sin freno hacia los bienes de consumo–. Este ambiente externo, que lleva consigo frecuentemente una fuerte carga de sensualidad, es «el marco más adecuado para que proliferen las desviaciones morales de todo signo: el erotismo, la exaltación del placer estimado y cultivado por sí mismo, la degradación por el abuso del alcohol y las drogas, etc. Es evidente que tales excesos aparecen como consecuencia de la insatisfacción profunda que padece el hombre cuando se aparta de Dios (...). El resultado está a la vista: hombres y mujeres –incontables ya– faltos de ideales, sin criterio ni sentido claro de las cosas y de la vida», que se levantan contra el Señor y contra Cristo.
Para la mayoría de los cristianos, para aquellos que se han de santificar en medio de las realidades temporales, seguir a Cristo significará desarrollar su capacidad –también en cuanto a la creación y añoramiento de bienes materiales– en bien de la sociedad entera, comenzando por la familia, que ha de tener los medios necesarios, ayudando a quienes se encuentran más necesitados, creando puestos de trabajo... Pero el fin del cristiano en la vida no puede ser enriquecerse, acumular bienes, poseer lo más posible. Esto llevaría al mayor empobrecimiento de su persona. La templanza en la posesión y en el uso de los bienes da al cristiano una madurez humana y sobrenatural que permite seguir de cerca a Cristo y llevar a cabo un gran apostolado en el mundo. La Virgen, que supo vivir como nadie esta virtud de la pobreza, nos ayudará hoy a formular un propósito, quizá pequeño, pero bien concreto.
20ª semana. Miércoles
A TODAS LAS HORAS
— Para todos hay una llamada del Señor a trabajar en su viña. Nos llama a corredimir con Él en el mundo.
— Cualquier hora y circunstancia son buenas para el apostolado. El ejemplo de los primeros cristianos.
— Todo el que haya pasado cerca de nuestra vida debería poder decir que se sintió movido a vivir más cerca de Cristo.
I. El Señor se compara en el Evangelio de la Misa a un padre de familia que sale a distintas horas a contratar obreros para trabajar en su viña: al amanecer, a la hora de tercia, de sexta, de nona... Con los primeros –los que fueron contratados en primer lugar– se ajustó el salario en un denario. Los demás fueron contratados por lo que fuera justo. A última hora, cuando ya estaba próximo el final de la jornada laboral, a la hora undécima, salió de nuevo el padre de familia y encontró a otros que estaban sin trabajar, y les dijo: ¿Cómo es que estáis aquí todo el día parados? Y le contestaron: Porque nadie nos ha contratado. Y los envió también a trabajar en su viña.
El Señor quiere darnos una enseñanza fundamental: para todos los hombres hay una llamada de parte de Dios. Unos reciben la invitación de Cristo en el amanecer de su vida, en una edad muy temprana, y recae sobre ellos una particular predilección divina por haber sido llamados tan pronto. Otros, cuando ya han recorrido una buena parte del camino. Y todos en circunstancias bien distintas: las que presenta el mundo en que vivimos. El denario que todos reciben al terminar el día es la gloria eterna, la participación en la misma vida de Dios, en una felicidad sin término al concluir la jornada de la vida, y la incomparable alegría, ya aquí, de trabajar para el Maestro, de gastar la vida por Cristo.
Trabajar en la viña del Señor, en cualquier edad en que nos encontremos, es colaborar con Cristo en la Redención del mundo: difundiendo su doctrina, con ocasión y sin ella; facilitando a otros el sacramento de la Confesión, quizá enseñándoles el modo de hacer el examen de conciencia, exponiendo los grandes bienes que se derivan de este sacramento; llamando a otros a que sigan a Cristo más de cerca a través de una vida de oración; participando en alguna catequesis o labor de formación; colaborando económicamente para crear nuevos instrumentos apostólicos; apartando a alguno de una situación en la que puede ofender a Dios, con el oportuno consejo o mediante la corrección fraterna; planteando a algún amigo, con la prudencia necesaria y después de pedir insistentemente luces en la oración, la posibilidad de entregarse más plenamente a Dios...
Quien se siente llamado a trabajar en la viña del Señor debe, de muy diversos modos, «participar en el designio divino de la salvación. Debe marchar hacia la salvación y ayudar a los demás a fin de que se salven. Ayudando a los demás se salva a sí mismo».
No sería posible seguir a Cristo, si a la vez no transmitimos la alegre nueva de su llamada a todos los hombres, «pues el que en esta vida procura solo su propio interés no ha entrado en la viña del Señor». Trabajan para Cristo quienes «se desvelan por ganar almas y se dan prisa por llevar a otros a la viña»; prisa, porque el tiempo de la vida es escaso.
II. El Señor sale a contratar obreros para su viña a horas muy diversas y en situaciones distintas. Cualquier hora, cualquier momento es bueno para el apostolado, para llevar obreros a la viña del Señor, para que sean útiles y den frutos. Dios llama a cada uno de acuerdo con sus circunstancias personales, con su modo de ser peculiar, con sus defectos y también con la capacidad de nuevas virtudes. Pero son incontables quienes quizá mueran sin saber apenas que Cristo vive y que trae la salvación a todos, porque nadie les transmitió la llamada del Señor. ¿Vamos nosotros a estar parados, sin hablar de Dios? «Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge (2 Cor 5, 14). Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad».
Los primeros cristianos aprendieron bien que el apostolado no tiene limitaciones de personas, lugares o situaciones. Con frecuencia comenzaban por la propia familia: «a los siervos y siervas y a los hijos, si los tienen, les persuaden a hacerse cristianos por el amor que hacia ellos tienen, y cuando se hacen tales, los llaman hermanos sin distinción». Fueron incontables las familias que, desde el menor de los siervos hasta los hijos, o los padres, recibieron la fe y vivieron en el amor a Cristo. Después quizá fueron los vecinos, los clientes o los compañeros de oficio o de armas... La vida de los campamentos, las mismas virtudes castrenses y bien pronto el testimonio de los mártires favoreció la expansión del Evangelio entre soldados. El ejército proporciona mártires en Italia, en África, en Egipto y hasta en las orillas del Danubio. Incluso la última persecución comenzó por una depuración de las legiones.
Todas las situaciones eran buenas para acercar las almas a Cristo, incluso las que humanamente podrían parecer menos adecuadas, como la de comparecer ante un tribunal. San Pablo, prisionero en Cesarea, habla en defensa propia ante el procurador Festo y el rey Agripa. Les desvela los misterios de la fe de tal forma que mientras se defendía de este modo (anunciando la resurrección de Cristo), el rey dijo en alta voz: Estás loco, Pablo, las muchas letras te han hecho perder el juicio. Y comenta San Beda: «Consideraba locura que un hombre encadenado no hablara de las calumnias que le hostigaban desde fuera sino de las convicciones que le iluminan por dentro».
Más tarde, Agripa dirá a Pablo: Un poco más y me convences de que me haga cristiano. Y Pablo le respondió: Quisiera Dios que, con poco o con mucho, no solo tú sino todos los que me escuchan hoy se hicieran como yo... pero sin estas cadenas.
Y nosotros, ¿no sabremos llevar, con paciencia, con cordialidad, a nuestros parientes, vecinos, amigos... hasta el Señor? El sentido apostólico de nuestra vida nos indicará el amor que tenemos a Cristo. No desaprovechemos ninguna ocasión: todas las horas son buenas para llevar obreros hasta la viña del Señor. Todas las edades son buenas para llenar las manos de frutos.
III. Sorprende que el padre de familia saliera a última hora, cuando ya apenas quedaba tiempo para trabajar; y sorprende también la razón que dieron aquellos que fueron contratados a esta hora tardía: Nadie nos ha contratado, ninguno nos hizo llegar la buena noticia de que el dueño del campo buscaba obreros para que trabajaran en su viña. Es la misma respuesta que darían ahora muchos que fueron bautizados, pero que se encuentran con una fe que languidece por momentos, porque nadie se ocupó de ellos. «Has tenido una conversación con este, con aquel, con el de más allá, porque te consume el celo por las almas. —Persevera: que ninguno pueda después excusarse afirmando “quia nemo nos conduxit” -nadie nos ha llamado». Ninguno de nuestros parientes, de los amigos, de los vecinos..., de quien estuvo con nosotros una sola tarde, o realizó un mismo viaje, o trabajó en la misma empresa, o estudió en la misma Facultad... debería decir que no se sintió contagiado de nuestro amor a Cristo. Cuando el querer es grande se manifiesta en la más pequeña oportunidad.
Muchos se sentirán movidos por nuestras palabras que hablan con vigor y con alegría del Maestro, a otros les ayudará el ejemplo de un trabajo bien acabado, o la serenidad ante el dolor y la dificultad, o quizá el trato cordial que hunde sus raíces en la virtud de la caridad..., y todos se sentirán urgidos por nuestra oración y por una honda alegría, consecuencia de seguir a Cristo. Nadie que nos haya conocido en cualquier circunstancia debería poder decir al final de sus días que no hubo quien se ocupara de él.
Algunos de los contratados a la viña protestaron a la hora de recibir el salario. Sin razón, pues se le dio a cada uno lo que se había ajustado con él: un denario. No comprendieron que servir al Señor es ya un honor inmerecido. Trabajar para Cristo es reinar, y motivo de acción de gracias por haber sido llamados de la plaza pública a la propiedad de Dios. En el mismo servicio a Dios, siendo apóstoles en medio del mundo, encontramos la recompensa, porque en realidad nada buscamos para nosotros mismos: solo amar cada vez más a Cristo y servirle, llamando a otros para que vayan a trabajar en su campo. El Señor no nos olvidará jamás. Debemos tener en cuenta que en el denario del salario «está incisa la imagen del Rey»: se nos da Dios mismo en esta vida. Y, al atardecer, nos dará una gloria sin fin: cada uno recibirá a la medida de su trabajo.
«Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los Cielos». Pidamos ayuda a San José para que nos enseñe a gastar la vida en el servicio a Jesús, mientras realizamos con alegría nuestro quehacer en el mundo.
20ª semana. Jueves
LLAMADOS AL BANQUETE DE BODAS
— Es el mismo Cristo quien nos invita.
— Preparar bien la Comunión; huir de la rutina.
— Amor a Jesús Sacramentado.
I. Muchas parábolas del Evangelio encierran una insistente llamada de Jesús a todos los hombres, a cada uno según unas circunstancias determinadas. Hoy nos habla el Señor de un rey que preparó un banquete para celebrar las bodas de su hijo, y envió a sus criados a llamar a los invitados.
La imagen del banquete era familiar al pueblo judío, pues los Profetas habían anunciado que Yahvé prepararía un festín extraordinario para todos los pueblos cuando llegara el Mesías: dispondrá para todos un convite de manjares suculentos, convite de vendimia, de manjares enjundiosos, de vino sin posos. Significa este banquete, en primer lugar, la plenitud de bienes que nos reportaría la Encarnación y la Redención, y el don inestimable de la Sagrada Eucaristía.
Nos señala Jesús en la parábola cómo a la generosidad de Dios muchas veces correspondemos con frialdad e indiferencia: envió a sus criados a llamar a los invitados; pero estos no quisieron acudir. Jesús relataría con pena esta parábola, considerando las muchas excusas que habría de recibir a lo largo de los siglos. Los alimentos con tanto esmero preparados se quedan en la mesa y la sala permanece vacía, porque Jesús no coacciona.
El rey envió de nuevo a sus criados: Decid a los invitados: mirad que ya tengo preparado mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas. Pero los invitados no hicieron el menor caso: se marcharon uno a sus campos, otro a su negocio. Otros, no solo rechazaron la invitación: se revuelven contra él. Por eso, echaron mano de los siervos del rey, los ultrajaron y les dieron muerte. Reaccionaron con violencia a los requerimientos del Amor.
Jesús nos invita a una mayor intimidad con Él, a una mayor entrega y confianza. Y cada día nos llama para que acudamos a la mesa que nos tiene preparada. Él es quien invita, y Él mismo se da como manjar, pues este gran banquete es figura también de la Comunión.
Jesús mismo es el alimento sin el cual no podemos subsistir, es «el remedio de nuestra necesidad cotidiana», sin el que nuestra alma se debilita y muere. Oculto bajo los accidentes del pan, Jesús nos espera cada día para que nos acerquemos, llenos de amor y agradecidos, a recibirle: el banquete está preparado, nos dice a cada uno..., y son muchos los ausentes, los que no valoran el bien supremo de la Sagrada Eucaristía. Dejan de acudir a la llamada del Señor por cuatro insignificancias, porque no aprecian el amor de Cristo en cada Comunión.
«Considera qué gran honor se te ha hecho –nos exhorta San Juan Crisóstomo–, de qué mesa disfrutas. A quien los ángeles ven con temblor, y por el resplandor que despide no se atreven a mirar de frente, con Ese mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos, y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo».
Son muchos los ausentes, y por eso también espera que no faltemos nosotros. Desea, con una intensidad que ni siquiera podemos imaginar, que vayamos a recibirle con mucho amor y alegría. Y nos envía a llamar a otros: Id a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis. Espera a muchos, y nos envía para que con un apostolado amable, paciente, eficaz, enseñemos a tantos amigos y conocidos la inconmensurable dicha de haber encontrado a Cristo. Así hicieron quizá con nosotros: «Escuchad de dónde fuisteis llamados: de un cruce de caminos. ¿Y qué erais entonces? Cojos y mutilados del alma, que es mucho peor que serlo del cuerpo». Pero el Señor tuvo misericordia y quiso llamarnos a su intimidad.
II. Ante el Señor no podemos presentarnos de cualquier manera. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de bodas; y le dijo: amigo, ¿cómo has entrado aquí, sin llevar el traje de bodas?.
Nos llega la invitación –cada día– para acercarnos al banquete eucarístico, con tanto esmero preparado. Conocemos hábitos, actitudes, errores, facetas de nuestro carácter, que tal vez no se corresponden con el alto honor que Jesucristo nos hace.
Hemos de hacer examen; no vayamos a presentarnos ante el Señor vestidos de harapos, porque tenemos el peligro de disfrazar los defectos y justificar las acciones. «Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una vez en la vida?». Pasaríamos la noche en vela, sabríamos bien qué le diríamos, qué peticiones le formularíamos..., todos los preparativos nos parecerían pocos... Así debemos recibirle todos los días.
El convidado que no tenía el vestido nupcial ciertamente escuchó la invitación, fue a las bodas con alegría, pero no tuvo en cuenta lo que exigía esta llamada. Al Señor no le podemos recibir de cualquier manera: distraídos, sin atención, sin saber bien lo que hacemos. Toda buena Comunión supone en primer lugar recibir al Señor en gracia. Nuestra Madre la Iglesia nos enseña y nos advierte que «nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la Confesión sacramental».
Tan alto don requiere además que nos preparemos lo mejor que podamos en el alma y en el cuerpo: la Confesión frecuente, aunque no existan faltas graves; fomentar los deseos de purificación; aumentar los actos de fe, de amor y humildad en el momento de recibir al Señor, etc.
«Amor con amor se paga... Amor, en primer lugar, al propio Cristo. El encuentro eucarístico es, en efecto, un encuentro de amor». Comulgar con frecuencia nunca debe significar comulgar con tibieza. Y cae en la tibieza, el que no se prepara, quien no pone lo que está de su mano para evitar que el Señor lo encuentre distraído cuando venga a su corazón. Significaría una gran falta de delicadeza acercarse a la Comunión con la imaginación puesta en otras cosas. Tibieza es falta de amor, no ir con las debidas disposiciones a comulgar. Sabemos que nunca estaremos lo suficientemente dispuestos para recibir como se merece a Aquel que viene a nuestra alma, pues nuestra pobre morada no da para más; pero sí espera el Señor esos detalles que están a nuestro alcance. «Si cualquier persona distinguida o que ocupe algún alto puesto, o algún amigo rico y poderoso nos anunciara que iba a venir a visitarnos a nuestra casa, ¡con qué solicitud limpiaríamos y ocultaríamos todo aquello que pudiera ofender la vista de esta persona o amigo! Lave primero las manchas y suciedades que tiene el que ha ejecutado malas obras, si quiere preparar a Dios una morada en su alma».
III. Preparaste la mesa delante de mí.... ¡Qué alegría pensar que el Señor nos da tantas facilidades para recibirle! ¡Qué alegría saber que Él desea que le recibamos!
La Confesión frecuente es un gran medio de preparar la Comunión frecuente. También podemos siempre aumentar los deseos de purificación y de tratar cada vez con más fe y con más delicadeza a Jesús presente en este santo sacramento. Nos ayuda a comulgar con más amor la lucha por vivir en presencia de Dios durante el día y el hecho mismo de procurar cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos; sintiendo, cuando cometemos un error, la necesidad de desagraviar al Señor; llenando la jornada de acciones de gracias y de comuniones espirituales, de tal modo que cada vez sea más continuo vivir el trabajo, la vida en familia y todo cuanto hacemos, con el corazón puesto en el Señor.
Al terminar la oración, podemos hacer nuestra esta plegaria que una noche dirigiera el Papa Juan Pablo II al mismo Jesús presente en la Hostia Santa: «¡Señor Jesús! Nos presentamos ante Ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos. Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios (Jn 6, 69). Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la Última Cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres. Aumenta nuestra fe (...). Tú eres nuestra esperanza, nuestra paz, nuestro Mediador, hermano y amigo. Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives siempre intercediendo por nosotros (Heb 7, 25). Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.
»Queremos sentir como Tú y valorar las cosas como las valoras Tú. Porque Tú eres el centro, el principio y el fin de todo. Apoyados en esta esperanza, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos, por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.
»Queremos amar como Tú, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres. Quisiéramos decir como San Pablo: Mi vida es Cristo (Flp 1, 21). Nuestra vida no tiene sentido sin Ti. Queremos aprender a “estar con quien sabemos nos ama”, porque “con tan buen amigo presente todo se puede sufrir” (...).
»Nos has dado a tu Madre como nuestra, para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre»
20ª semana. Viernes
CON TODO EL CORAZÓN
— El principal Mandamiento de la Ley. Amar con todo nuestro ser.
— Amar a Dios también con el corazón.
— Manifestaciones de piedad.
I. Amar a Dios no es simplemente algo muy importante para el hombre: es lo único que importa absolutamente, aquello para lo que fue creado y, por tanto, su quehacer fundamental aquí en la tierra y, luego, su único quehacer eterno en el Cielo; aquello en lo que alcanza su felicidad y su plenitud. Sin esto, la vida del hombre queda vacía. Verdaderamente acertadas fueron aquellas palabras que, después de una vida de muchos sufrimientos físicos, dejó escritas un alma que amó mucho al Señor: «lo que frustra una vida –escribió en una pequeña nota– no es el dolor, sino la falta de amor». Este es el gran fracaso: no haber amado. Haber hecho quizá muchas cosas en la vida, pero no haber llevado a cabo lo que realmente importaba: el Amor a Dios.
Leemos hoy en el Evangelio de la Misa que, con ánimo de tentarle, de tergiversar sus palabras, se acercó a Cristo un fariseo y le preguntó: Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la Ley? Quizá esperaba oír algo que le permitiera acusar a Jesús de ir contra la Escritura. Pero Jesús le respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. Dios no pide para Sí un puesto más en nuestro corazón, en nuestra alma, en nuestra mente, junto a otros amores: quiere la totalidad del querer. No un poco de amor, un poco de la vida, sino que quiere la totalidad del ser. «Dios es Todo, el Único, lo Absoluto, y debe ser amado ex toto corde, absolutamente», sin poner término ni medida.
Cristo, el Dios hecho hombre que viene a salvarnos, nos ama con amor único y personal, «es un amante celoso» que pide todo nuestro querer. Espera que le demos lo que tenemos, siguiendo la personal vocación a la que nos llamó un día y nos sigue llamando diariamente en medio de nuestros quehaceres y a través de las circunstancias –gratas o no– que suceden en cada jornada. «Dios tiene derecho a decirnos: ¿piensas en Mí?, ¿tienes presencia mía?, ¿me buscas como apoyo tuyo?, ¿me buscas como Luz de tu vida, como coraza..., como todo?
»—Por tanto, reafírmate en este propósito: en las horas que la gente de la tierra califica de buenas, clamaré: ¡Señor! En las horas que llama malas, repetiré: ¡Señor!». Toda circunstancia nos debe servir para amarle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente..., con la existencia entera. No solo cuando vamos al templo a visitarle, a comulgar..., sino en medio del trabajo, cuando llega el dolor, el fracaso, o una buena noticia inesperada. Muchas veces hemos de decirle en la intimidad de nuestro corazón: «Jesús, te amo», acepto esta contradicción con paz por Ti, terminaré esta tarea acabadamente porque sé que a Ti te agrada, que no Te es indiferente el que lo haga de un modo u otro... Ahora, en nuestra oración, podemos decirle: Jesús, te amo..., pero enséñame a amarte; que yo aprenda a quererte con el corazón y con obras.
II. Dame, hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos.
Al comentar el precepto de amar a Dios con todo el corazón, enseña Santo Tomás que el principio del amor es doble, pues se puede amar tanto con el sentimiento como por lo que nos dice la razón. Con el sentimiento, cuando el hombre no sabe vivir sin aquello que ama. Por el dictado de la razón, cuando ama lo que el entendimiento le dice. Y nosotros debemos amar a Dios de ambos modos: también con nuestro corazón humano, con el afecto con que queremos a las criaturas de la tierra, con el único corazón que tenemos. El corazón, la afectividad, es parte integrante de nuestro ser. «Siendo hombres –comenta San Juan Crisóstomo contra la secta maniquea, que consideraba los sentimientos humanos esencialmente malos– no es posible carecer por completo de las emociones; podemos dominarlas, pero no vivir sin ellas. Además, la pasión puede ser provechosa, si sabemos usarla cuando es necesaria». Humano y sobrenatural es el amor que contemplamos en Jesucristo cuando leemos el Evangelio: lleno de calor, de vibración, de ternura...; cuando se dirige a su Padre celestial y cuando está con los hombres: se conmueve ante una madre viuda que ha perdido a su único hijo, llora por un amigo que ha muerto, echa de menos la gratitud de unos leprosos que habían sido curados de su enfermedad, se muestra siempre cordial, abierto a todos, incluso en los momentos terribles y sublimes de la Pasión... Nosotros, que ansiamos seguir a Cristo muy de cerca, ser de veras discípulos suyos, hemos de recordar que la vida cristiana no consiste «en pensar mucho, sino en amar mucho».
En las emociones y sentimientos experimentamos muchas veces nuestra indigencia, la necesidad de ayuda, de protección, de cariño, de felicidad... Y esos sentimientos, a veces muy profundos, pueden y deben ser cauce para buscar a Dios, para decirle que le amamos, que tenemos necesidad de su ayuda, para permanecer junto a Él. Si nuestra conducta fuera solo fruto de elecciones racionales y frías, o pretendiéramos ignorar la vertiente afectiva de nuestro ser, no viviríamos íntegramente como Dios quiere, y a la larga sería posible que ni siquiera le amáramos de ningún modo. Dios nos hizo con cuerpo y alma, y con nuestro ser entero –corazón, mente, fuerzas– nos dice Jesús Maestro que debemos amarle.
Puede ocurrir que alguna vez nos encontremos fríos y desganados, como si el corazón se hubiera adormecido, pues los sentimientos se presentan y desaparecen de manera a veces imprevisible. No podemos entonces conformarnos con seguir al Señor de mala gana, como quien cumple una obligación onerosa o se toma una medicina amarga. Es necesario entonces poner los medios para salir de ese estado, por si en vez de ser una purificación pasiva, que el Señor puede permitir, fuese únicamente tibieza, falta de amor verdadero. Hemos de amar a Dios con la voluntad firme, y siempre que sea posible con los sentimientos nobles que encierra el corazón; con la ayuda del Señor, la mayor parte de las veces será posible despertar los afectos, encender de nuevo el corazón, aunque falte una resonancia interior de complacencia.
En otras ocasiones, Dios nos trata como una madre cariñosa que, sin el hijo esperarlo, le premia dándole un dulce o, sencillamente, se lo da porque quiere tener una especial manifestación de cariño con el pequeño. Y él, que siempre ha querido a su madre, se vuelve loco de contento e incluso se ofrece voluntario para lo que sea preciso, en su afán de mostrarse agradecido. Pero ese hijo rechazará todo pensamiento que le induzca a considerar que su madre no le quiere cuando no le regale con golosinas, y, si tiene algo de sentido común, sabrá ver el amor de su madre también detrás de una corrección o cuando lo ha de llevar al médico. Así nosotros con nuestro Padre Dios, que nos quiere mucho más. En esas épocas debemos aprovechar esos consuelos más sensibles para acercarnos más al Señor, para corresponder con más generosidad en la lucha diaria, aunque sabemos que no está en los sentimientos la esencia del amor.
III. Mi corazón se vuelve como la cera, se me derrite entre mis entrañas, dice la Escritura.
Es necesario cultivar el amor, protegerlo, alimentarlo. Evitando el amaneramiento, debemos practicar las manifestaciones afectivas de piedad –sin reducir el amor a estas manifestaciones–, poner el corazón al besar un crucifijo o al mirar una imagen de Nuestra Señora..., y no querer ir a Dios solo «a fuerza de brazos», que a la larga fatiga y empobrece el trato con Cristo. No debemos olvidar que en las relaciones con Dios el corazón es un auxiliar precioso. «Tu inteligencia está torpe, inactiva: haces esfuerzos inútiles para coordinar las ideas en la presencia del Señor: ¡un verdadero atontamiento!
»No te esfuerces, ni te preocupes. -Óyeme bien: es la hora del corazón». Es el momento quizá de decirle unas pocas palabras sencillas, como cuando teníamos pocos años de edad; repetir con atención jaculatorias llenas de piedad, de cariño; porque los que andan por los caminos del amor de Dios saben hasta qué punto es importante el hacer todos los días lo mismo: palabras, acciones, gestos que el Amor transfigura diariamente en otros tantos por estrenar.
Para amar a Dios con todo el corazón hemos de acudir con frecuencia a la Humanidad Santísima de Jesús –y quizá leer durante una temporada una vida de Cristo–: contemplarle como perfecto Dios y como Hombre perfecto. Observar su comportamiento con quienes acuden a Él: su compasión misericordiosa, su amor por todos. De modo particular, meditaremos su Pasión y Muerte en la Cruz, su generosidad sin límites cuando más sufre. Otras veces nos dirigiremos a Dios con las mismas palabras con que se expresa el amor humano, y podremos convertir incluso las canciones que hablan de ese amor limpio y noble en verdadera oración.
El amor a Dios –como todo amor verdadero– no es solo sentimiento; no es sensiblería, ni sentimentalismo vacío, pues ha de conducir a múltiples manifestaciones operativas; es más, debe dirigir todos los aspectos de la vida del hombre. «“Obras son amores y no buenas razones”. ¡Obras, obras! –Propósito: seguiré diciéndote muchas veces que te amo –¡cuántas te lo he repetido hoy!-; pero, con tu gracia, será sobre todo mi conducta, serán las pequeñeces de cada día –con elocuencia muda– las que clamen delante de Ti, mostrándote mi Amor»
21 de agosto
SAN PÍO X*
Memoria
— Necesidad de dar doctrina. Emplear todos los medios a nuestro alcance.
— Serenidad y buen humor ante las dificultades.
— Amor a la Iglesia y al Papa.
I. El Señor hizo poner una alianza de paz y lo nombró príncipe, para que fuera sacerdote eternamente.
Los años del Pontificado de San Pío X fueron particularmente difíciles por las transformaciones internas de muchas naciones, que tuvieron serias repercusiones en los fieles cristianos. Con todo, el verdadero vendaval que azotó fuertemente a la Iglesia en este tiempo fue de carácter ideológico y doctrinal: los intentos de conciliar la fe con una filosofía que estaba, en sus mismos principios, muy lejos de ella desembocaron en numerosos errores de amplia difusión. Estas ideologías atacaban los mismos fundamentos de la doctrina católica y conducían directamente a negarla.
San Pío X hizo realidad el lema de su Pontificado –instaurar en Cristo todas las cosas– en su honda preocupación por atajar estos males, que llegaban de mil formas al pueblo fiel. Insistía con frecuencia en el daño que produce la ignorancia de la fe: «es inútil esperar solía decir que quien no tenga formación pueda cumplir con sus deberes de cristiano». Exhortaba una y otra vez en la necesidad de enseñar el Catecismo. De esta inquietud por la formación cristiana surgió el llamado Catecismo de San Pío X, que tanto bien ha hecho en la Iglesia. Este afán de dar doctrina a un mundo que estaba hambriento y necesitado de ella se refleja en todo su Magisterio. Incluso él mismo, siendo Papa, no quiso abandonar los medios tradicionales de la Catequesis. Hasta 1911 solía enseñar el Catecismo en el cortile de San Dámaso y en el de la Piña, en el Vaticano. También cada domingo invitaba a los feligreses de una parroquia romana, les celebraba la Santa Misa y les explicaba el Evangelio.
Una buena parte de aquellos errores que combatió San Pío X parecen haber tomado carta de ciudadanía en nuestros días. Y en países evangelizados hace casi veinte siglos son muchedumbre los que no conocen las verdades más elementales de la fe. Muchos se encuentran indefensos y se dejan arrastrar por esos errores difundidos por unos pocos, con la complicidad de las propias pasiones. Aquel llamamiento que hizo en su tiempo San Pío X para conservar y dar a conocer la buena doctrina sigue siendo plenamente actual. Es especialmente urgente que todos los cristianos, con los medios a nuestro alcance, demos a conocer las enseñanzas de la Iglesia sobre el sentido de la vida, el fin del hombre y su destino eterno, el matrimonio, la generosidad en el número de hijos, el derecho y deber de los padres para elegir la educación que estos han de recibir, la doctrina social de la Iglesia, el amor al Papa y a sus enseñanzas, la malicia del crimen del aborto... Y para esto debemos utilizar todos los medios a nuestro alcance: las catequesis familiares, la difusión de libros buenos, las conversaciones que todos los días surgen sobre temas que afectan a la fe o a la moral... No olvidemos además, como ha recordado el Papa Juan Pablo II, que «¡la fe se fortalece dándola!».
II. San Pío X se distinguió por una gran firmeza para hacer frente a un ambiente que muchas veces le fue adverso, y, a la vez, estuvo lleno de una profunda humildad y sencillez. En la Primera lectura de la Misa se recogen estas palabras de San Pablo a los cristianos de Tesalónica, que bien pudo escribir también el Santo Pontífice: Tuvimos valor -apoyados en nuestro Dios para predicaros el Evangelio de Dios en medio de fuerte oposición. Sin embargo, San Pío X como San Pablo se mantuvo sereno y alegre en medio de las dificultades, porque su vida estaba fuertemente enraizada en la oración. No le faltó tampoco el buen humor.
Un soldado de la guardia suiza recuerda que le tocó una noche hacer la guardia en un patio al que daba la ventana del dormitorio del Papa. Con la alabarda al hombro, el soldado paseaba de un lado a otro. Sus pasos resonaban en las losas. En un momento de la noche se abrió la ventana y apareció la figura del Papa: «Bendito, ¿qué haces ahí?». El soldado explicó como pudo su cometido. Y San Pío X, benevolente, le recomendó: «Vete a descansar, que será mejor. Así podremos dormir tú y yo».
San Pío X tuvo fama de hacer milagros en vida. Un día fueron a verle al Vaticano sus antiguos parroquianos. Y con la sencillez y la confianza que siempre habían tenido con él y también con total falta de tacto, le preguntaron: «Don Beppo (así le llamaban cuando era párroco), ¿es cierto que usted hace milagros?». Y el Papa, con sencillez y buen humor, les respondió: «Mirad... aquí en el Vaticano hay que hacer un poco de todo». Sin embargo, un Obispo brasileño, habiendo oído hablar de la fama de santidad del Pontífice, se trasladó en los primeros meses de 1914 a Roma para implorar del Santo la curación de su madre, enferma de lepra. Ante su insistencia, San Pío X le exhortó que se encomendara a Nuestra Señora y a algún otro santo. Pero el Obispo, insistente, le rogó: «Al menos, dígnese repetir las palabras de Nuestro Señor ante el leproso: Volo, mundare!» (quiero, sé limpio). Y el Papa, con una sonrisa, y condescendiente, repitió: «Volo, mundare!». Cuando el Obispo regresó a su patria, encontró a su madre curada de la lepra.
Entre las graves responsabilidades y la dureza de tantos acontecimientos que hubo de sobrellevar San Pío X, el Señor le concedió no perder la sencillez y el buen humor. Para nosotros, que hemos tomado en serio nuestra fe, vivida en medio del mundo, son dos virtudes humanas que podemos pedir hoy al Señor por intercesión de este Santo Pontífice. Nos ayudarán a sentirnos hijos de Dios, a estar serenos y alegres en cualquier dificultad.
III. San Pío X amó y sirvió con suma fidelidad a la Iglesia. Desde el comienzo de su Pontificado acometió una serie de profundas reformas. De modo particular dedicó una especial atención a los sacerdotes, de quienes lo esperaba todo. De su santidad, dijo muchas veces y de modos distintos, dependía en gran medida la santidad del pueblo cristiano. En el cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal dedicó a los sacerdotes una exhortación que tenía como motivo: Sobre cómo deben ser los sacerdotes que la Iglesia necesita. Pedía, ante todo, sacerdotes santos, entregados por entero a su labor de almas.
Muchos de los problemas, necesidades y circunstancias de aquellos once años de Pontificado de San Pío X, siguen siendo actuales. Por eso, hoy puede ser una buena ocasión para que examinemos cómo es nuestro amor con obras a la Iglesia; si, en medio de los quehaceres temporales, cada uno de nosotros tiene «una viva conciencia de ser un miembro de la Iglesia, a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos»: dar buena doctrina, aprovechando toda ocasión oportuna, o creándola; ayudar a otros a que encuentren el camino de su reconciliación con Dios, mediante la Confesión sacramental; pedir cada día y ofrecer horas de trabajo bien acabado por la santidad de los sacerdotes; ayudar, con generosidad, al sostenimiento de la Iglesia y de obras buenas; contribuir a la difusión del Magisterio del Papa y de los Obispos, principalmente en asuntos que se refieren a la justicia social, a la moralidad pública, a la enseñanza, a la familia... «¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!». Un amor que se traduce cada día en obras concretas.
Examinemos también cómo es nuestro amor filial al Papa, que para todos los cristianos ha de ser «una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo». Meditemos junto al Señor si pedimos todos los días por la persona del Romano Pontífice, para que el Señor lo custodie y lo vivifique y le haga dichoso en la tierra..., si estamos unidos a sus intenciones, si rezamos por ellas...
Dios poderoso y eterno -le rogamos con una oración de la Misa, que para defender la fe católica e instaurar todas las cosas en Cristo, colmaste al Papa San Pío X de sabiduría divina y de fortaleza apostólica; concédenos que, dóciles a sus instrucciones y ejemplos, consigamos la recompensa eterna.
20ª semana. Sábado
HACER Y ENSEÑAR
— Ejemplaridad de vida. Con las obras hemos de mostrar que Cristo vive.
— Jesús comenzó a hacer y a enseñar. El testimonio de las obras bien acabadas y de la caridad con todos.
— No basta con el ejemplo: es preciso dar doctrina, aprovechando todas las ocasiones y creándolas.
I. Leemos en el Evangelio de la Misa cómo previene el Señor a sus discípulos contra los escribas y fariseos, que se habían sentado en la cátedra de Moisés y enseñaban al pueblo las Escrituras, pero su vida estaba muy lejos de lo que enseñaban: Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no hagáis según sus obras, pues dicen pero no hacen. Y comenta San Juan Crisóstomo: «¿Hay algo más triste que un maestro, cuando el único modo de salvar a sus discípulos es decirles que no se fijen en la vida del que les habla?».
El Señor pide a todos ejemplaridad de vida en medio de los afanes diarios y de un apostolado fecundo. Muchos ejemplos admirables de santidad tenemos a nuestro alrededor, pero hemos de pedir para que, entre los cristianos, los gobernantes, las personas influyentes, los padres de familia, los maestros, los sacerdotes y todos aquellos que de alguna manera han de ser el buen pastor para otros, sean cada día más y más santos. El mundo tiene necesidad de ejemplos vivos.
En Jesucristo se da en plenitud la unidad de vida, la unión más honda entre palabras y obras. Sus palabras expresan la medida de sus obras, que son siempre maravillosas y acabadas. Hoy hemos visto cosas increíbles, dicen las gentes después de que perdonara los pecados al paralítico y le curara. Los mismos fariseos exclamaban en su desconcierto: ¿Qué haremos? Pues este hombre realiza muchas maravillas. Pero ellos rechazaron el testimonio que proclamaban las obras y se hicieron culpables: Si Yo no hubiera hecho entre ellos lo que ningún otro hizo jamás, no tendrían pecado. En otras ocasiones ya les había invitado a creer por lo que a todos era manifiesto: Creed al menos por mis obras. El Señor considera sus hechos como un modo de dar a conocer su doctrina: Estas mismas obras que hago testifican de Mí. Acciones y palabras, en la vida oculta y en su ministerio público, proclaman la verdad única de la revelación.
Con hechos de la vida corriente, vivida con heroísmo, hemos de mostrar a todos que Cristo vive. La vocación de apóstol –y todos la hemos recibido en el momento del Bautismo– es la de dar testimonio, con obras y palabras, de la vida y doctrina de Cristo: Mirad cómo se aman, decían de los primeros cristianos. Y las gentes quedaban edificadas de esta conducta, y tenían la simpatía de todo el pueblo, nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y como consecuencia, el Señor aumentaba todos los días el número de los que habían de salvarse. Los convertidos a la fe aprovechaban todas las oportunidades para dar razón de su esperanza, para comunicar su alegría a los demás: los que se dispersaron, andaban de un lugar a otro predicando la palabra del Señor.
Muchos dieron el supremo testimonio de la fe que profesaban mediante el martirio. Y hasta ese extremo estamos dispuestos nosotros, si el Señor nos lo pidiera. El mártir, con su aparente locura, se convierte para todos en una fuerza poderosa que lleva a Cristo: muchos se convertían al contemplar el martirio. De ahí el nombre de mártir, que significa testigo, testimonio de Cristo,
A nosotros, de ordinario, el Señor nos pedirá el testimonio cristiano en medio de una vida corriente, empeñados en unos quehaceres similares a los que han de realizar los demás: «Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama».
II. El amor pide obras: coepit Iesus facere et docere, comenzó Jesús a hacer y a enseñar; Él «proclamó el Reino con el testimonio de su vida y con el poder de su Palabra». No se limitó a hablar ni quiso ser solamente el Maestro que ilumina con una doctrina maravillosa; por el contrario, «“coepit facere et docere”, comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar».
El Señor, en sus largos años de trabajo en Nazaret, nos enseña el valor redentor del trabajo y nos llama a conseguir el mayor prestigio posible dentro de nuestra profesión o estudios: nos pide un trabajo sin chapuzas, con orden, con intensidad, viviendo a la vez una caridad delicada con las personas que realizan la misma tarea: con los compañeros, con los clientes, con los superiores, con los inferiores... También debemos mostrar su doctrina en el modo sobrenatural con que procuramos llevar la enfermedad que se presenta cuando menos la esperábamos, en el descanso, en los apuros económicos y en el éxito profesional, si el Señor quiere que llegue..., en el modo de divertirnos y en la alegría habitual, aun cuando nos cueste mucho esfuerzo el sonreír. Cristo será el mayor motivo del cristiano para estar siempre alegre. Y esa alegría –fruto de la paz del alma– será una señal convincente para que los demás se sientan movidos a buscarle.
El buen ejemplo, consecuencia de una auténtica vida de fe, arrastra siempre. No se trata de dar testimonio de nosotros mismos, sino del Señor. Es preciso actuar de tal manera que, «a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro», y que podamos decir como San Pablo: sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo. Él es el único Modelo, en quien nos hemos de mirar con frecuencia. De modo principal debemos imitarle en la forma de tratar a todos. La caridad fue el distintivo que Jesús nos dejó, y en ella nos han de conocer como discípulos del Señor: En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor entre vosotros. Junto a la alegría y al prestigio profesional, es, además, el medio imprescindible para ejercer el apostolado entre quienes se nos acercan. «Antes de querer hacer santos a todos aquellos a quienes amamos es necesario que les hagamos felices y alegres, pues nada prepara mejor el alma para la gracia como la leticia y la alegría.
»Tú sabes ya (...) que cuando tienes entre las manos los corazones de aquellos a quienes quieres hacer mejores, si los has sabido atraer con la mansedumbre de Cristo, has recorrido ya la mitad de tu camino apostólico. Cuando te quieren y tienen confianza en ti, cuando están contentos, el campo está dispuesto para la siembra. Pues sus corazones están abiertos como una tierra fértil, para recibir el blanco trigo de tu palabra de apóstol o de educador.
»No perdamos nunca de vista que el Señor ha prometido su eficacia a los rostros amables, a los modales afables y cordiales, a la palabra clara y persuasiva que dirige y forma sin herir: beati mites quoniam ipsi possidebunt terram, bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. No debemos olvidar nunca que somos hombres que tratamos con otros hombres, aun cuando queramos hacer bien a las almas. No somos ángeles. Y, por tanto, nuestro aspecto, nuestra sonrisa, nuestros modales, son elementos que condicionan la eficacia de nuestro apostolado».
III. Hacer y enseñar, ejemplo y doctrina. «No basta el hacer para enseñar –escribe San Juan Crisóstomo–, y esto no lo digo yo, sino el mismo Cristo: el que hiciere -dice- y enseñare, ese será llamado grande (Mt 5, 19). Si el mero hacer fuera enseñar, sobraría la segunda parte del dicho del Señor, pues habría bastado con decir: el que hiciere; al distinguir las dos cosas nos da a entender que en la perfecta edificación de las almas tienen su parte las obras y la suya las palabras, y mutuamente se necesitan». No se trata de cosas contrapuestas ni separadas: hablar es un signo, una noticia de Cristo; y vivir es también un signo, un modo de enseñar, que confirma la veracidad del primero. El apostolado «no consiste solo en el testimonio de vida; el verdadero apóstol busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra, ya a los no creyentes para llevarlos a la fe, ya a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más santa». ¿Qué puede significar para un pagano la buena conducta de un cristiano, si no se le habla del tesoro, Cristo, que hemos encontrado? No damos ejemplo de nosotros mismos, sino de Cristo. Somos sus testigos en el mundo; y un testigo no lo es de sí mismo: da testimonio de una verdad o de unos hechos que debe enseñar. Vivir la fe y proclamar su doctrina es lo que nos pide Jesús.
A través de la propia vida, buscando las ocasiones para hablar, no desaprovechando ni una sola oportunidad que se nos presente, damos a conocer al Señor. Nuestra tarea consiste, en buena parte, en hacer alegre y amable el camino que lleva a Cristo. Si actuamos así, muchos se animarán a seguirlo, y a llevar la alegría y la paz del Señor a otros hombres.
Cuando aquella mujer del pueblo, maravillada por la doctrina de Jesús, hace el elogio de la Madre del Señor, Jesús responde: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan. Nadie como María Santísima ha cumplido esa recomendación de su Hijo; a Ella, que es para nosotros ejemplo amable de todas las virtudes, nos encomendamos para sacar adelante nuestros propósitos de ejemplaridad en la conducta diaria.
22 de agosto
SANTA MARÍA VIRGEN REINA*
Memoria
— Santa María, Reina de cielos y tierra.
— Títulos de la realeza de Nuestra Señora.
— El reinado de María se ejerce en el Cielo, en la tierra y en el Purgatorio.
I. «La Madre de Cristo es glorificada como Reina universal. La que en la anunciación se definió como esclava del Señor fue durante toda su vida terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera “discípula” de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio de su propia misión: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28). Por esto María ha sido la primera entre aquellos que, “sirviendo a Cristo también en los demás, conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar” (Const. Lumen gentium, 36), y ha conseguido plenamente aquel “estado de libertad real”, propio de los discípulos de Cristo: ¡servir quiere decir reinar! (...). La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a los cielos, ella no termina aquel servicio suyo salvífico...».
El dogma de la Asunción, que celebramos la pasada semana, nos lleva de modo natural a la fiesta que hoy celebramos, la Realeza de María. Nuestra Señora subió al Cielo en cuerpo y alma para ser coronada por la Santísima Trinidad como Reina y Señora de la Creación: «terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr. Apoc 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte». Esta verdad ha sido afirmada desde tiempos antiquísimos por la piedad de los fieles y enseñada por el Magisterio de la Iglesia. San Efrén pone en labios de María estas bellísimas palabras: «El Cielo me sostenga con sus brazos, porque soy más honrada que él mismo. Pues el Cielo fue tan solo tu trono, no tu madre. Ahora bien, ¡cuánto más digna de honor y veneración es la Madre del rey que no su trono!».
Fue muy frecuente expresar este título de María mediante la costumbre de coronar las imágenes de la Santísima Virgen de forma canónica, por concesión expresa de los Papas. El arte cristiano, desde los primeros siglos, ha venido representando a María como Reina y Emperatriz, sentada en trono real, con las insignias de la realeza y rodeada de ángeles. En ocasiones se la representa en el momento de ser coronada por su Hijo. Y los fieles han recurrido a Ella con esas oraciones: Salve Regina, Ave Regina caelorum, Regina coeli laetare..., tantas veces repetidas.
En muchas ocasiones hemos acudido a Ella recordándole este hermoso título de su realeza, y lo hemos considerado en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario. Hoy, en nuestra oración y a lo largo del día, lo hacemos de una manera especial. «Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. Huerto cerrado eres, hermana mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. Veni: coronaberis. Ven: serás coronada (Cant 4, 7, 12 y 8).
»Si tú y yo hubiéramos tenido poder, la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado.
»Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza. Vestido de sol. La luna a sus pies (Apoc 12, 1) (...). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo.
»Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos... y todos los pecadores y tú y yo».
II. Concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin, leemos en el Evangelio de la Misa.
La realeza de María está íntimamente relacionada con la de su Hijo. Jesucristo es Rey porque le compete una plena y completa potestad, tanto en el orden natural como en el sobrenatural; esta realeza, además de ser plena, es propia y absoluta. La realeza de María es plena y participada de la de su Hijo. Los términos Reina y Señora aplicados a la Virgen no son una metáfora; con ellos designamos una verdadera preeminencia y una auténtica dignidad y potestad en los cielos y en la tierra. María, por ser Madre del Rey, es verdadera y propiamente Reina, encontrándose en la cima de la creación y siendo efectivamente la primera persona humana del universo. Ella, «bellísima y perfectísima, tiene tal plenitud de inocencia y santidad que no se puede concebir otra mayor después de Dios, y que fuera de Dios nadie podrá jamás comprender».
Los títulos de la realeza de María son su unión con Cristo como Madre como le fue anunciado por el Ángel y la asociación con su Hijo Rey en la obra redentora del mundo. Por el primer título, María es Madre Reina de un Rey que es Dios, lo cual la enaltece sobre las demás criaturas humanas; por el segundo, María Reina es dispensadora de los tesoros y bienes del Reino de Dios, en razón de su corredención.
En la institución de esta fiesta, Pío XII invitaba a todos los cristianos a acercarse a este «trono de gracia y de misericordia de nuestra Reina y Madre para pedirle socorro en las adversidades, luz en las tinieblas, alivio en los dolores y penas», y alentaba a todos a pedir gracias al Espíritu Santo y a esforzarse por aborrecer el pecado, a librarse de su esclavitud, «para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con la devoción de hijos», a quien es Reina y tan gran Madre. Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiae, ut misericordiam consequamur... Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno. Este trono, símbolo de la autoridad, es el de Cristo, pero ha querido que sea en su Madre trono de gracia donde más fácilmente alcanzamos la misericordia, pues nos fue dada «como abogada de la gracia y Reina del universo».
En el día de hoy contemplamos la gran fiesta del Cielo en la que la Trinidad Beatísima sale al encuentro de Nuestra Madre, asunta ya a los Cielos por toda la eternidad. «Es justo que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo coronen a la Virgen como Reina y Señora de todo lo creado.
»-¡Aprovéchate de ese poder! y, con atrevimiento filial, únete a esa fiesta del Cielo. -Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes.
»-¡Anímate!». Ella nos espera; quiere que nos unamos a la alegría de los santos y de los ángeles. Y tenemos derecho a participar en una fiesta tan grande, pues es nuestra Madre.
III. Apareció en el cielo una señal grande, una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas.... Esta mujer, además de representar a la Iglesia, simboliza a María, la Madre de Jesús, quien en el Calvario la confió a Juan, a la que él cuidó con tanto esmero y contempló tantas veces. Cuando, ya anciano, escribía estas visiones, María ejercía su realeza desde el Cielo. Los tres rasgos con que el Apocalipsis describe a María son símbolo de esta dignidad: vestida de sol, resplandeciente de gracia por ser Madre de Dios; la luna bajo sus pies indica la soberanía sobre todo lo creado; la corona de doce estrellas es la expresión de su corona real, de su reinado sobre los ángeles y los santos todos. En las letanías del Santo Rosario recordamos cada día que es reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de las vírgenes, de todos los santos... Es también nuestra Reina y Señora.
El reinado de María se ejerce diariamente en toda la tierra, distribuyendo a manos llenas la gracia y la misericordia del Señor. A Ella acudimos en cada jornada, pidiendo su protección; muchos cristianos los sábados, y cuando visitan alguno de sus innumerables santuarios, le cantan o le rezan con devoción esa antiquísima oración: Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... Este reinado se ejerce en el Cielo sobre los ángeles y sobre todos los bienaventurados, quienes aumentan su gloria accidental «por las luces que María les comunica, por la alegría que experimentan ante su presencia, por todo cuanto hace por la salvación de las almas. Manifiesta a los santos y a los ángeles la voluntad de Cristo en orden a la extensión de su Reino».
El reinado de María se ejerce también en el Purgatorio. «Salve Regina, cantaban las almas que vi sentadas sobre el verde y entre las flores que desde fuera del valle no se veían», declara el poeta italiano. Nuestra Madre nos induce constantemente a pedir y a ofrecer sufragios por quienes todavía se purifican y esperan para entrar en el Cielo; presenta a Dios nuestras oraciones, lo que hace que aumenten su valor. Aplica en el nombre de su Hijo a estas almas el fruto de los méritos que Él nos alcanzó y el de sus propios méritos. Nuestra Madre es una buena aliada para ayudar a las almas del Purgatorio y, si la tratamos mucho, Ella nos moverá a purificar nuestras faltas y pecados ya en esta vida y nos concederá poderla contemplar inmediatamente después de nuestra muerte, sin tener que pasar por ese lugar de espera y de purificación, porque ya habremos limpiado aquí nuestra alma de sus errores y flaquezas.
Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el reino de los cielos
Vigésimo primer Domingo
ciclo a
EL PAPA, FUNDAMENTO PERPETUO DE LA UNIDAD
— Jesús promete a Pedro que será la roca sobre la que edificará su Iglesia.
— Amor al Papa.
— Donde está Pedro, allí está la Iglesia, allí encontramos a Dios. Acoger la palabra del Papa y darla a conocer.
I. El Evangelio de la Misa presenta a Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo. Habían llegado a aquella región después de dejar Betsaida y de emprender el camino del Norte por la ribera oriental del lago. Mientras caminan, Jesús pregunta a los Apóstoles: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y después que ellos le dijeran las diversas opiniones de las gentes, Jesús les interpela directamente: Pero vosotros, ¿quién decís que soy Yo? «Todos nosotros –comenta el Papa Juan Pablo II– conocemos ese momento en el que no basta hablar de Jesús repitiendo lo que otros han dicho..., no basta recoger una opinión, sino que es preciso dar testimonio, sentirse comprometido por el testimonio y después llegar hasta los extremos de las exigencias de ese compromiso. Los mejores amigos, seguidores, apóstoles de Cristo fueron siempre los que percibieron un día dentro de sí la pregunta definitiva, que no tiene vuelta de hoja, ante la cual todas las demás resultan secundarias y derivadas: “Para ti, ¿quién Soy Yo?”». La vida y todo el futuro «depende de esa respuesta nítida y sincera, sin retórica ni subterfugios, que pueda darse a esa pregunta».
La interpelación dirigida a todos aquellos que le siguen, encuentra un especial eco en el corazón de Pedro, quien, movido por una singular gracia, contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le llama bienaventurado por la respuesta llena de verdad, en la que confiesa abiertamente la divinidad de Aquel en cuya compañía llevan ya meses. Este es el momento escogido por Cristo para comunicar a Pedro que sobre él recaerá el Primado de toda su Iglesia: Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que alares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos. Será la roca, el fundamento firme sobre el que Cristo construirá su Iglesia, de tal manera que ningún poder podrá derribarla. Y el mismo Señor ha querido que diariamente se sienta apoyado y protegido por la veneración, el amor y la oración de todos los cristianos. ¿Cómo es nuestra oración diaria por su persona y por sus intenciones? Es mucha su responsabilidad, y no podemos dejarlo solo. Si deseamos estar muy unidos a Cristo, lo hemos de estar en primer lugar con quien hace sus veces aquí en la tierra. «Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración».
II. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos...
Las llaves indican poder: Colgaré de un hombro las llaves del palacio de David, se lee en la Primera lectura a propósito de Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder prometido a Pedro, y que le será conferido después de la resurrección, es inmensamente superior. No se le dan las llaves de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, del Reino que no es de este mundo pero se incoa aquí y durará eternamente. Pedro tiene el poder de atar y desatar, es decir, de absolver o condenar, de acoger o de excluir. Es tan grande este poder que aquello que decida en la tierra será ratificado en el Cielo. Para ejercerlo, cuenta con una asistencia especial del Espíritu Santo.
Desde el primer día en que conoció a Jesús se llamará para siempre Petrus, piedra. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Con este cambio de nombre quiso indicar el Señor la nueva misión que le será encomendada: la de ser el cimiento firme del nuevo edificio, la Iglesia. «Es como si el Señor le dijera –escribe San León Magno–, “Yo soy la piedra inquebrantable, Yo soy la piedra angular (...), el fundamento fuera del cual nadie puede edificar; pero también tú eres piedra, porque por mi virtud has adquirido tal firmeza, que tendrás juntamente conmigo, por participación, los poderes que Yo tengo en propiedad”».
Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos han venerado al Papa. El Príncipe de los Apóstoles es nombrado siempre en primer lugar y hace frecuente uso de una especial autoridad ante los demás: propone la elección de un nuevo Apóstol que ocupe el lugar de Judas, toma la palabra en Pentecostés y convierte a los primeros cristianos, responde ante el Sanedrín en nombre de todos, castiga con plena autoridad a Ananías y Safira, admite en la Iglesia a Cornelio, el primer gentil, preside el Concilio de Jerusalén y rechaza las pretensiones de algunos cristianos provenientes del judaísmo acerca de la necesidad de la circuncisión, afirmando que la salvación solo se obtiene en Jesucristo.
Estos poderes espirituales tan grandes son dados a Pedro para bien de la Iglesia, y, como esta ha de durar hasta el fin de los tiempos, esos poderes se trasmitirán a quienes sucedan a Pedro a lo largo de la historia. El Magisterio de la Iglesia siempre ha subrayado esta verdad; la Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, afirma: «este santo Concilio, al seguir las huellas del Vaticano I, enseña y declara con él, que Jesucristo, Pastor eterno (...), puso en Pedro el principio visible y el perpetuo fundamento de la Unidad de la Fe y de la Comunión. Esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sagrado primado del Romano Pontífice, y de su magisterio infalible, este santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles». El Romano Pontífice es el sucesor de Pedro; unidos a él estamos unidos a Cristo. Es su Vicario aquí en la tierra, el que hacía sus veces.
Nuestro amor al Papa no es solo un afecto humano, fundamentado en su santidad, en simpatía, etc. Cuando acudimos a ver al Papa, a escuchar su palabra, lo hacemos por ver, tocar y oír a Pedro, al Vicario de Cristo; es el «dulce Cristo en la tierra», en expresión de Santa Catalina de Siena, sea quien sea. «Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa.
»Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre».
III. Una antigua fórmula resume en muy pocas palabras el contenido de la doctrina acerca del Romano Pontífice: ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y allí también encontramos a Dios. «El Romano Pontífice –enseña el Concilio Vaticano II–, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles». «Y ¿qué sería de esta unidad si no hubiera uno puesto al frente de toda la Iglesia, que la bendijese y la guardase, y que uniese a todos sus miembros en una sola profesión de fe y los juntase con un lazo de caridad y de unión?». Quedaría rota la unión en mil pedazos y andaríamos como ovejas dispersas, sin una fe segura en que creer, sin un camino claro que andar.
Nosotros queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Cristo; y sin él no encontraremos a Dios. Y porque amamos a Cristo, amamos al Papa: con la misma caridad. Y como estamos pendientes de Jesús, de sus deseos, de sus gestos, de su vida toda, así nos sentimos unidos al Romano Pontífice hasta en los menores detalles: le amamos sobre todo por Aquel a quien representa y de quien es instrumento. «Ama, venera, reza, mortifícate –cada día con más cariño– por el Romano Pontífice, piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de santificación y gobierno que Jesús confió a Pedro».
En los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el amor y la devoción que los primeros cristianos sentían hacia Pedro: sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos. Se contentaban con que les llegara la sombra de Pedro. ¡Sabían bien que muy cerca de él estaba Cristo! Recibimos con su palabra una claridad meridiana en medio de las doctrinas confusas que proclaman –hoy, como en el pasado– tantos falsos profetas y tantos falsos doctores. Tengamos hambre de conocer las enseñanzas del Papa y de darlas a conocer en nuestro ambiente. Ahí está la luz que ilumina las conciencias; hagamos el propósito de recibir su palabra con docilidad y obediencia interna, con amor
Vigésimo primer Domingo
ciclo b
SEGUIR A CRISTO
— Nosotros, como los Apóstoles, seguimos a Jesús para siempre, como meta a la que se encaminan nuestros pasos.
— Las señales del camino y la libertad.
— La verdadera libertad. Renovar nuestra entrega al Señor.
I. La Primera lectura de la Misa nos relata el momento en que el pueblo de Dios, atravesado ya el Jordán, está para entrar en la Tierra Prometida. Josué convocó a todas las tribus de Israel en Siquén, y les dijo: Si os parece mal servir al Señor, se os da a elegir; elegid hoy a quién queréis servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres en Mesopotamia, o a los dioses amorreos en cuya tierra habitáis, que yo y mi casa serviremos al Señor. Y contestó el pueblo: Lejos de nosotros abandonar al Señor... Nosotros serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios.
También en el Evangelio de la Misa plantea Jesús a sus discípulos por quién se quieren decidir. Después del anuncio de la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún, muchos discípulos abandonaron al Maestro porque les parecieron duras de aceptar sus palabras sobre el misterio eucarístico. Jesús se ha quedado con sus más íntimos, y quiere reafirmar la amistad y la confianza sin condiciones de los suyos. Entonces, el Señor se volvió a los que le habían seguido día tras día, y les preguntó: ¿También vosotros queréis marcharos? Y Pedro, en nombre de todos, le dice: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios. Los Apóstoles dicen que sí una vez más a Cristo. ¿Qué va a ser de ellos sin Jesús? ¿A dónde van a encaminar sus pasos? ¿Quién colmaría las ansias de su corazón? La vida sin Cristo, entonces y ahora, no tiene sentido.
También nosotros hemos dicho que sí, para siempre, a Jesús. Hemos abrazado la Verdad, la Vida, el Amor. La libertad que Dios nos ha dado la hemos dirigido en la única dirección acertada. Aquel día en el que el Señor se fijó de modo particular en nosotros, le confiamos que Él sería la meta a la que se encaminarían nuestros pasos; y después de aquel momento, en otras muchas ocasiones, le hemos dicho: Señor, ¿a quién iremos? Sin Ti nada tiene sentido.
Hoy es buena ocasión para examinar cómo es nuestra entrega al Señor, si dejamos con alegría a un lado todo lo que nos aparte del seguimiento del Señor... «¿Quieres tú pensar –yo también hago mi examen– si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que Sí?». Decir que sí al Señor en todas las circunstancias significa también decir no a otros caminos, a otras posibilidades. Él es el Amigo; solo Él tiene palabras de vida eterna.
II. Como aquellos discípulos que reafirmaron en Cafarnaún su plena adhesión a Cristo, muchos hombres y mujeres de todos los tiempos y razas, después de haber andado quizá largo tiempo en la oscuridad, un día encontraron a Jesús, y vieron abierto y señalizado el camino que les conducía al Cielo, así también ocurrió en nuestra vida; por fin, nuestra libertad no solo servía ya para ir de un lado a otro sin rumbo fijo, sino para caminar hacia un objetivo: ¡Cristo! Entonces comprendimos el carácter sorprendentemente alegre de la libertad que elige a Jesús y lo que nos acerca a Él, y rechaza lo que nos separa, porque «la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía». El norte de nuestra libertad, lo que marca en todo momento la dirección de nuestros pasos, es el Señor, pues sin Él, ¿a quién iremos?, ¿en qué gastaríamos estos cortos días que Dios nos ha dado?, ¿qué vale la pena sin Él?
Para muchos, desgraciadamente, la libertad significa seguir los impulsos o los instintos, dejarse llevar por las pasiones o por lo que les apetece en un momento dado. En realidad, estos hombres –¡tantos!– están olvidando que «la libertad es ciertamente un derecho humano irrenunciable y básico, pero que ella no se caracteriza por el poder de elegir el mal, sino por la posibilidad de hacer responsablemente el bien, reconocido y deseado como tal». Un hombre que tenga un equivocado y pobre concepto de la libertad rechazará toda verdad, que proponga una meta válida y obligatoria para todos los hombres, porque le parecerá como un enemigo de su libertad.
Si hemos elegido a Cristo, si Él es el verdadero objetivo de nuestros actos, por encima de cualquier otro, todo aquello que nos indique cómo progresar hacia Él o nos señale los obstáculos que de Él nos separan lo veremos como un bien inmenso, como una valiosa orientación por la que nos sentimos hondamente agradecidos. El viajero que se dirige a una región desconocida consulta un mapa, pregunta a quien conoce el camino y sigue las señales de la carretera, y lo hace con interés, pues desea llegar a su destino. De ninguna manera se siente coartado en su libertad, ni considera una humillación depender de mapas, señales y guías para llegar a donde se ha propuesto. Si estaba inseguro o comenzaba a sentirse algo perdido, las señales que encuentra son para él motivo de alivio y de agradecimiento.
De hecho, con frecuencia nos fiamos más de los mapas o de las señales de carretera que de nuestro propio sentido de orientación, de cuya poca fiabilidad tenemos sobrada experiencia. Cuando aceptamos esas señales no experimentamos ninguna sensación de imposición; más bien las recibimos como una gran ayuda, un nuevo conocimiento, que pronto convertimos en algo propio. Esto ocurre con los Mandamientos de Dios, con las leyes y enseñanzas de la Iglesia, con el consejo que recibimos en la dirección espiritual o el que pedimos ante una situación comprometida... Son señales que, de modo diverso, garantizan nuestra libertad, la elección libre que hicimos de seguir a Cristo, dejando a un lado otros caminos que no llevan a donde queremos ir. «La autoridad de la Iglesia, en sus enseñanzas de fe o de moral, es un servicio. Es la señalización del camino que lleva al Cielo. Merece toda confianza, porque goza de una autoridad divina. No se impone a nadie. Se ofrece, sencillamente, a los hombres. Y cada uno puede, si quiere, apropiarse de ella, hacerla suya...».
No nos debe sorprender si alguna vez esas señales indicadoras de las que Dios se sirve nos conducen a dejar senderos o avenidas que parecen más gratos, para escoger otros más empinados y duros. Aunque esa elección sufra las protestas de nuestra comodidad, siempre tendremos la alegría, también cuando sintamos las asperezas del terreno, de que nuestra vida tiene un formidable objetivo, que escogimos quizá hace ya un buen número de años o, por el contrario, hace apenas unos días. Vamos a la cumbre, y allí nos espera Cristo.
III. Las señales que el Señor nos va dando son de fiar; no son restricciones impuestas al hombre, no son cargas onerosas: son brillantes puntos de luz que iluminan el camino, para que lo podamos ver y recorrer con confianza. Quien trata de responder sinceramente a las gracias de Dios, experimenta que en el seguimiento de Jesús encuentra la libertad. Al escuchar su voz, uno ve, por fin, clara su senda: «los mandamientos entonces no se sienten ya como una imposición que viene de fuera, sino como una exigencia que nace de dentro, y a la cual, por tanto, la persona se somete de buen grado, libremente, porque sabe que, de este modo, puede realizarse en plenitud». Y se toma la decisión propia y personal, por la que buscamos el bien en el trabajo, en la diversión legítima, en la familia, en la amistad..., en todo lo noble; una decisión muchas veces renovada, por la que nos adherimos a Cristo y así realizamos la plenitud a la que hemos sido llamados.
«El hombre –enseña el Papa Juan Pablo II– no puede ser auténticamente libre ni promover la verdadera libertad, si no reconoce y no vive la trascendencia de su ser por encima del mundo y su relación con Dios, pues la libertad es siempre la del hombre creado a imagen de su Creador (...). Cristo, Redentor del hombre, hace libres. Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres, refiere el Apóstol Juan (8, 36). Y San Pablo añade: Allí donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17). Ser liberado de la injusticia, del miedo, del apremio, del sufrimiento, no serviría de nada, si se permanece esclavo allá en lo hondo de los corazones, esclavo del pecado. Para ser verdaderamente libre, el hombre debe ser liberado de esta esclavitud y transformado en una nueva creatura. La libertad radical del hombre se sitúa, pues, al nivel más profundo: el de la apertura a Dios por la conversión del corazón, ya que es en el corazón del hombre donde se sitúan las raíces de toda sujeción, de toda violación de la libertad».
Mientras cada día que seguimos a Cristo experimentamos con más fuerza la alegría de nuestra elección y el ensanchamiento de nuestra libertad, vemos a nuestro alrededor cómo viven en servidumbre quienes un día volvieron la espalda a Dios o no quisieron conocerle. «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
»El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas». Al elegir a Cristo como fin de nuestra vida lo hemos ganado todo.
Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Reafirmemos también hoy nuestro seguimiento a Cristo, con mucho amor, confiados en su ayuda llena de misericordia; y con plena libertad le diremos: mi libertad para Ti. Imitaremos así a la que supo decir: He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Vigésimo primer Domingo
ciclo c
CON SENTIDO CATÓLICO, UNIVERSAL
— El Señor quiere que todos los hombres se salven. La Redención es universal.
— Apóstoles de Cristo en medio del mundo, donde Dios ha querido que estemos.
— El Señor nos envía de nuevo. Comencemos por los más cercanos.
I. Además de otras funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo de la posterior división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden sus raíces en el pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de la soledad y de las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la verdadera unión mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en centro de todos los hombres. Así lo predijo el Profeta Isaías, y lo leemos hoy en la Primera lectura de la Misa: Vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Los mismos gentiles, los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria se constituirán en mensajeros del Señor y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén –dice el Señor–, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. Es una grandiosa llamada a la fe y a la salvación de todos los pueblos, sin distinción de lengua, condición o raza. Esta profecía tendrá lugar con la llegada del Mesías, Jesucristo.
En el Evangelio, San Lucas recoge la contestación de Jesús a uno que le preguntó, mientras iban de camino hacia Jerusalén: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús no quiso responder directamente. El Maestro va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: le preguntan por el número, y Él responde sobre el modo: entrad por la puerta estrecha... Y enseña a continuación que para entrar en el Reino –lo único que verdaderamente importa– no es suficiente pertenecer al Pueblo elegido ni la falsa confianza en Él. Entonces empezaréis a decir: hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de Mí... No bastan estos privilegios divinos; es necesaria una fe con obras, a la que todos hemos sido llamados.
Todos los hombres tenemos una vocación para ir al Cielo, el definitivo Reino de Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios quiere que todos los hombres se salven. Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por medio, signo de que terminaba la separación entre judíos y gentiles. Desde entonces, todos los hombres están llamados a formar parte de la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, el cual, «permaneciendo uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos».
La Segunda lectura señala cuál es nuestra misión en esta tarea universal de salvación: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y dad pasos derechos con vuestros pies, para que los miembros cojos no se descoyunten, sino más bien se curen. Es una llamada a ser ejemplares para afianzar, con nuestra conducta y con nuestra caridad, a los que se sientan más débiles y con pocas fuerzas. Muchos se apoyarán en nosotros; otros comprenderán que el camino estrecho que lleva al Cielo se convierte en senda ancha para quienes aman a Cristo.
II. Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua... y despacharé mensajeros a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas lejanas.... Y vendrán de Oriente y Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la Mesa en el Reino de Dios. Esta profecía se ha cumplido ya, y, a la vez, son muchos los que no conocen aún a Cristo; quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, gentes que encontramos diariamente. Es posible que muchos hayan oído hablar de Él, pero en realidad no le conocen. También nosotros podríamos repetir a muchos las palabras del Bautista: En medio de vosotros hay uno al que no conocéis.
El Señor ha querido que participemos en su misión de salvar al mundo –a todos– y ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento esencial e inseparable de la vocación cristiana. Quien se decide a seguirlo, y nosotros le seguimos, se convierte en un apóstol con responsabilidades concretas de ayudar a otros a que atinen con la puerta estrecha que lleva al Cielo: «insertos por el Bautismo en el Cuerpo de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado». Todos los cristianos, de cualquier edad y condición, en toda circunstancia en la que se encuentren, son llamados «para dar testimonio de Cristo en todo el mundo».
El afán apostólico, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes familiares, sociales y profesionales. Es precisamente en esas tareas, en la familia, en el lugar de trabajo, con los amigos, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos el campo para una acción apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz.
En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo: con el ejemplo, mostrando coherencia entre la fe y las obras; con la alegría constante; con la serenidad ante las dificultades, presentes en toda vida; a través de la palabra, que anima siempre, y que muestra la grandeza y la maravilla de encontrar y seguir a Jesús; ayudando a unos para que se acerquen al sacramento del perdón, fortaleciendo a otros que estaban quizá a punto de abandonar al Maestro.
Preguntémonos hoy en nuestra oración si las personas que nos tratan y conocen distinguen en nosotros a un discípulo de Cristo. Pensemos a cuántos hemos ayudado a dar un paso firme en su camino hacia el Cielo: a cuántos hemos hablado de Dios, o invitado a un retiro espiritual, o aconsejado un buen libro que ayuda a su alma, a quiénes hemos facilitado la Confesión..., o enseñado la doctrina del Magisterio sobre la familia o el matrimonio; a quiénes hemos descubierto la grandeza de ser generosos en la limosna, en el número de hijos, en seguir a Cristo con una entrega sin condiciones... De los primeros cristianos se decía: «lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo». ¿Se podría decir lo mismo de nosotros en la familia, en el lugar de estudio o de trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos?, ¿somos el alma que da la vida de Cristo allí donde estamos presentes?
III. Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas, leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de Cristo bien claras: de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas las épocas no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. Nadie a quien encontremos está excluido, a todos llama el Señor: a los muy ancianos y a los muy jóvenes, al niño que balbucea las primeras palabras y a quien se encuentra en la plenitud de la vida, al vecino, al directivo de la empresa y al empleado... De hecho, los Apóstoles se encontraron con gentes bien diversas: unos eran superiores en cultura, otros pertenecían a pueblos que ni siquiera sabían que existía Palestina, algunos ocupaban puestos importantes, otros ejercían oficios manuales de escasa trascendencia en la vida de su nación... Pero a nadie excluyeron de la predicación. Y los que en otras ocasiones se mostraron cobardes y faltos de ánimo luego fueron plenamente conscientes de la misión universal que se les encomendó.
«Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio». En esta tarea evangelizadora hemos de contar con «un hecho completamente nuevo y desconcertante, como es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos»; ateísmo que quiere que los hombres se vuelvan contra Dios, o que al menos lo olviden. Ideologías que utilizan medios poderosos de difusión, como la televisión, la prensa, el cine, el teatro..., ante las cuales muchos cristianos se encuentran como indefensos, sin la formación necesaria para hacerles frente.
«A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Hech 4, 12)».
El Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos. Pensemos hoy en quienes tenemos más cerca: hijos, hermanos, parientes, amigos, colegas, vecinos, clientes... Comencemos por ellos, sin importarnos que a veces nos parezca que no servimos para esta tarea, que somos poco para tanto como hay que hacer. El Señor multiplicará nuestras fuerzas, y nuestra Madre Santa María, Regina Apostolorum, facilitará nuestra tarea constante, paciente, audaz.
21ª semana. Lunes
DOCILIDAD EN LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL
— Necesidad de que alguien guíe nuestra alma en su camino hacia Dios.
— A quién debemos acudir. Visión sobrenatural en la dirección espiritual.
— Constancia, sinceridad y docilidad.
I. Os deseamos la gracia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo -escribe San Pablo a los cristianos de Tesalónica-. Y es deber nuestro dar gracias continuas a Dios por vosotros, hermanos; y es justo, pues vuestra fe crece vigorosamente, y vuestro amor, de cada uno por todos, y de todos por cada uno, sigue aumentando. Con la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia, los primeros fieles gozaron del desvelo sacrificado de sus pastores. Por contraste, los fariseos no supieron guiar al Pueblo elegido porque, culpablemente, se quedaron sin luz, y echaron sobre los hijos de Israel una carga áspera y dura, que además no les llevaba a Dios. El Señor les llama en el Evangelio de la Misa guías ciegos, incapaces de señalar a otros el verdadero camino.
Una de las gracias más grandes que podemos haber recibido es la de tener quien nos oriente en esta senda de la vida interior; y si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: quien busca, encuentra; el que pide, recibe; al que llama, se le abrirá. Él no dejará de darnos este gran bien.
En la dirección espiritual vemos a esa persona, puesta por el Señor, que conoce bien el camino, a quien abrimos el alma y hace de maestro, de médico, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se refieren. Nos señala los posibles obstáculos, nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia; nos anima siempre, ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en el alma hambre y sed de Dios, que la tibieza, siempre al acecho, querría apagar. La Iglesia, desde los primeros siglos, recomendó siempre la práctica de la dirección espiritual personal como medio eficacísimo para progresar en la vida cristiana.
Es muy difícil que alguien pueda guiarse a sí mismo en la vida interior. Tantas veces el apasionamiento, la falta de objetividad con que nos vemos a nosotros mismos, el amor propio, la tendencia a dejarnos llevar por lo que más nos gusta, por aquello que nos resulta más fácil..., van difuminando el camino que lleva a Dios (¡tan claro quizá al principio!), y cuando no hay claridad viene el estancamiento, el desánimo y la tibieza. «El que solo quiere estar, sin arrimo y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, y que por más fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a sazón (...).
»El alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está solo; antes se irá enfriando que encendiendo».
Es una gracia muy particular del Señor poder contar con esa persona que nos ayuda eficazmente en nuestra santificación y a la que podemos abrirnos en una confidencia llena de sentido humano y sobrenatural. ¡Qué alegría cuando podemos comunicar lo más profundo de nuestros sentimientos, para orientarlos al Señor, a alguien que nos comprende, nos anima, nos abre horizontes nuevos, reza por nosotros y tiene una gracia especial para ayudarnos!
En la dirección espiritual encontramos a Cristo mismo que nos oye atentamente, nos comprende y nos da fuerzas y luces nuevas para seguir adelante.
II. En la dirección espiritual se requiere un profundo sentido humano y un gran espíritu sobrenatural; por eso, la confidencia «no se hace a cualquier persona, sino a quien nos merece confianza por lo que es o por lo que Dios la hace ser para nosotros». Para San Pablo, la persona que Dios elige será Ananías, quien le fortalece en el camino de su conversión; para Tobías será el Arcángel San Rafael, con figura humana, el encargado por Dios de orientarle y aconsejarle en su largo viaje.
La dirección espiritual ha de moverse en un clima sobrenatural: buscamos la voz de Dios. Para pedir un consejo o confiar una preocupación exclusivamente humana sin mayor trascendencia, bastaría dirigirse quizá a quien sea capaz de comprender y sea discreto y prudente, mas para aquello que al alma se refiere hemos de discernir en la oración quién es el buen pastor para nosotros, «pues se corre el peligro, si solo a motivos humanos se atiende, de que no entiendan ni comprendan, y entonces la alegría se torna amargura, y la amargura desemboca en incomprensión que no alivia; y en ambos casos se experimenta la desazón, el íntimo malestar de quien ha hablado demasiado, con quien no debía, de lo que no debía». No debemos escoger guías ciegos, que más que ayudar nos llevarían a tropezar y caer.
El sentido sobrenatural con el que acudimos a la dirección espiritual evitará también el andar buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo. Esta tentación puede ocurrir especialmente en materias más delicadas que exigen sacrificio, en las que quizá no se está dispuesto a cambiar, en un intento de adecuar la Voluntad de Dios a la propia voluntad: por ejemplo, al descubrir la propia vocación, que supone una mayor entrega; al tener que dejar una amistad inconveniente; en la generosidad en el número de hijos, para los casados, etc.
Pidamos al Señor ser personas de conciencia recta, que buscan su Voluntad y que no se dejan llevar de motivos humanos: que buscan de verdad agradarle a Él, y no una «falsa tranquilidad» o «quedar bien». Igualmente, sería una falta de visión sobrenatural estar excesivamente pendientes del «qué habrán pensado», del «qué van a pensar», del juicio que han formulado sobre nosotros... La visión sobrenatural lleva a la sinceridad y a la sencillez.
La vida interior necesita tiempo para madurar y no se improvisa de la noche a la mañana. Tendremos derrotas, que nos ayudarán a ser más humildes, y victorias, que manifiestan la eficacia de la gracia que fructifica en nosotros; necesitaremos comenzar y recomenzar muchas veces, sin desánimos y sin esperar –aunque a veces lleguen– resultados inmediatos, que en ocasiones el Señor quiere que no veamos para un bien mayor.
III. Detrás de esta lucha ascética alegre ha de estar la dirección espiritual, que no puede ser esporádica o discontinua, pues sigue paso a paso las subidas y las bajadas de nuestro esfuerzo. Constancia también cuando haya más dificultades: por disponer de menos tiempo por un exceso de trabajo, de exámenes... Dios premia ese esfuerzo con nuevas luces y gracias. Otras veces las dificultades son internas: pereza, soberbia, desánimo porque van mal las cosas, porque no se llevó a cabo nada de lo que se había previsto. Es entonces cuando más necesitamos de esa charla fraterna, o de esa Confesión, de las que salimos siempre más esperanzados y alegres, y con nuevo impulso para seguir luchando. Un cuadro se realiza pincelada a pincelada, y una maroma fuerte está trenzada de muchos hilos: en la continuidad de la dirección espiritual, semana tras semana, se va forjando el alma; y poco a poco, con derrotas y victorias, construye el Espíritu Santo el edificio de la santidad.
Además de la constancia, la sinceridad es imprescindible; comenzamos siempre por decir lo más importante, que quizá coincida con aquello que más nos cuesta decir; esto es decisivo al principio y para proseguir. Los frutos se pueden retrasar por no haber dado desde los inicios una clara imagen de lo que realmente nos pasa, de cómo somos en realidad, o por habernos detenido en cosas puramente accidentales, de adorno, sin llegar al fondo. Sinceridad sin disimulos, exageraciones o medias verdades: en lo concreto, en el detalle, con delicadeza, cuando sea preciso, llamando a nuestros errores y equivocaciones, a los defectos del carácter, por su nombre, sin querer enmascararlos con falsas justificaciones o tópicos del momento: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?..., circunstancias que hacen más personal, con más relieve, el estado del alma.
Otra condición para que la dirección espiritual tenga fruto es la docilidad. Fueron dóciles los leprosos a quienes Jesús mandó que se presentaran a los sacerdotes como si ya estuvieran curados, y los Apóstoles cuando el Señor les dice que sienten a las gentes que esperan y comiencen a darles de comer, a pesar de que ellos ya habían hecho el recuento y sabían bien las pocas provisiones que habían recogido. Pedro es dócil al echar las redes cuando él tiene sobrada experiencia de que no había peces en aquel lugar, ni era la hora oportuna... San Pablo se dejará guiar; su fuerte personalidad, de tantos modos y en tantas ocasiones manifestada, le sirve ahora para ser dócil. Primero sus compañeros de viaje le llevaron a Damasco, luego Ananías le devolverá la vista y será ya un hombre útil para pelear las batallas del Señor.
No podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado, incapaz de asimilar una idea distinta a la que ya tiene o a la que le dicta su experiencia. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender y dejarse ayudar es necesario que estemos convencidos de nuestra poquedad y necesidad en tantos asuntos del alma.
Acudamos a Santa María para ser constantes en la dirección de nuestra alma, y ser sinceros, abriendo el corazón del todo, y dóciles, como el barro en manos del alfarero
24 de agosto
SAN BARTOLOMÉ, APÓSTOL*
Fiesta
— El encuentro con Jesús.
— El elogio del Señor. La virtud de la sinceridad.
— Sinceridad con Dios, en la dirección espiritual, en la convivencia con los demás. La virtud de la sencillez.
I. Al Apóstol Bartolomé lo identifica la tradición con Natanael, aquel amigo de Felipe a quien este comunicó lleno de gozo su encuentro con Jesús, con estas palabras: Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley, y los Profetas: Jesús de Nazareth, el hijo de José. Natanael, como todo buen israelita, sabía que el Mesías debía venir de Belén, del pueblo de David. Así lo había anunciado el Profeta Miqueas: Y tú, Belén, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel. Por eso quizá contesta con cierto tono despectivo: ¿Acaso puede salir algo bueno de Nazareth? Y Felipe, sin confiar demasiado en sus propias explicaciones, le invitó a acercarse personalmente al Maestro: Ven y verás, le dice. Felipe sabía bien, como nosotros, que Cristo no defrauda a nadie. Jesús mismo «llamó a Natanael por medio de Felipe, como llamó a Pedro por medio de su hermano Andrés. Esta es la manera de obrar de la divina Providencia, que nos llama y nos conduce por medio de otros. Dios no quiere trabajar solo; su sabiduría y bondad quieren que también nosotros participemos en la creación y orden de las cosas». ¡Cuántas veces nosotros mismos vamos a ser instrumentos para que nuestros amigos o familiares reciban la llamada del Señor! ¡A cuántos, como Felipe, les hemos dicho ven y verás!
Natanael, hombre sincero, acompañó a Felipe hasta Jesús... y quedó deslumbrado. El Maestro ganó su fidelidad para siempre. Al verlo llegar acompañado de Felipe, le dijo: ¡He aquí un verdadero israelita en quien no hay doblez ni engaño! ¡Qué gran elogio! Natanael quedó sorprendido, y preguntó: ¿De qué me conoces? Y el Señor le responde con unas palabras misteriosas para nosotros, pero que debieron ser muy claras y luminosas para él: Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi.
Al oír a Jesús, Natanael entendió con claridad. Las palabras del Señor le recordaron algún suceso íntimo, tal vez la resolución de un propósito decidido, y le hicieron pronunciar una emocionada confesión explícita de fe en Jesús como Mesías y como Hijo de Dios: Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Y el Señor le dice y le promete: ¿Porque te he dicho que te vi bajo la higuera crees? Cosas mayores verás. Y evocó Jesús con cierta solemnidad un texto del Profeta Daniel para confirmar y dar mayor hondura a las palabras que terminaba de pronunciar el nuevo discípulo: En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en torno al Hijo del Hombre.
II. En el elogio de Jesús a Natanael se descubre la atracción que una persona sincera produce en el Corazón de Cristo. El Maestro dice del nuevo discípulo que en él no hay doblez ni engaño: es un hombre sin falsía. No tiene «como dos corazones y dos dobleces en el corazón, uno para las verdades y otro para las mentiras». Esto mismo se ha de decir de cada uno de nosotros, porque seamos hombres y mujeres íntegros, que procuran vivir con coherencia la fe que profesamos. El mentiroso, el que tiene un ánimo doble, el que actúa con poca claridad, suena siempre a campana rota: «Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: “ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto”... Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad».
Esta virtud es fundamental para seguir a Cristo, pues Él es la Verdad divina y aborrece todo engaño. Hasta sus mismos enemigos tendrán que reconocer el amor de Cristo por la verdad: Maestro le dirán en una ocasión, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Y nos enseña que las manifestaciones de las propias ideas o pensamientos han de hacerse según verdad: Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no; que lo que pasa de esto, de mal principio proviene. El demonio, por el contrario, es el padre de la mentira, pues intenta siempre llevar a los hombres al mayor engaño, que es el pecado. El mismo Jesús, que se muestra siempre comprensivo y misericordioso con todas las flaquezas humanas, lanza durísimas condenas contra la hipocresía de los fariseos. Por eso nos imaginamos también la alegría que le produjo el encuentro con Natanael.
La verdad nos da la auténtica libertad. Esta frase evangélica establece una estrecha relación entre la verdad y la libertad. «Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de la nuestra, con las mismas palabras: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una verdad fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como una condición de auténtica libertad». Esa libertad interior que nos permite movernos siempre con la soltura y la alegría propias de los hijos de Dios. No tengamos nunca miedo a la verdad, aunque parezca en alguna ocasión que el ser veraces nos acarrea un mal, que podría evitarse con una mentira. De la verdad no puede nacer más que bien. Nunca vale la pena mentir: ni por obtener un gran beneficio económico que dependiera solo de una mentira pequeña, ni por librarnos de un castigo o de un mal rato.
III. Hemos de ser veraces y sinceros en la vida corriente, en nuestras relaciones con los demás: sin esta virtud, se hace difícil o imposible la convivencia. «Fuera de la verdad, la existencia humana acaba oscureciéndose y, casi insensiblemente, se entenebrece en el error y puede llegar a falsearse a sí mismo y su vida prefiriendo el mal al bien». De modo particular hemos de ser veraces y sinceros en el trato con Dios, para dirigirnos a Él «sin anonimato», sin querernos ocultar, con la alegría y la confianza con que un buen hijo se conduce delante del mejor de los padres. Esta virtud es particularmente necesaria en la dirección espiritual: hemos de aprender a dar a conocer la intimidad del alma a quienes, en nombre del Señor, nos ayudan a encaminar nuestros pasos hacia el Cielo. En la Confesión, la sinceridad es tan importante que si el hombre no reconoce su culpa, no puede recibir la gracia: no es, pues, solo la actitud ante una persona, el confesor, sino ante el mismo Dios. La postura contraria el disimulo, el engaño, el callar sería tan estéril en orden a los frutos que deseamos obtener, como la del que «acudiendo a la consulta del médico para ser curado, perdiera el juicio y la conciencia de a qué ha ido, y mostrase los miembros sanos ocultando los enfermos. Dios sigue San Agustín es quien debe vendar las heridas, no tú; porque si tú, por vergüenza, quieres ocultarlas con vendajes, no te curará el médico. Has de dejar que sea el médico el que te cure y vende las heridas, porque él las cubre con medicamento. Mientras que con el vendaje del médico las llagas se curan, con el vendaje del enfermo se ocultan. ¿Y a quién pretendes ocultarlas? Al que conoce todas las cosas». Si somos sinceros, nuestros mismos pecados serán motivo para que nos unamos más íntimamente a Dios.
Muy relacionada con la sinceridad está otra virtud, que podemos admirar hoy en San Bartolomé: la sencillez, que es consecuencia necesaria de un corazón que busca a Dios. A esta virtud se oponen la afectación en el decir y en el obrar, el deseo de llamar la atención, la pedantería, el aire de suficiencia, la jactancia..., faltas que dificultan la unión con Cristo, el seguirle de cerca, y que crea barreras, a veces insalvables, para ayudar a los demás a que se acerquen a Jesús. El alma sencilla no se enreda ni se complica inútilmente por dentro: se dirige derechamente a Dios, a través de todos los sucesos buenos o malos que ocurren a su alrededor. Junto a la sinceridad, la naturalidad y la sencillez constituyen otras «dos maravillosas virtudes humanas, que hacen al hombre capaz de recibir el mensaje de Cristo. Y, al contrario, todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia oír la voz del Señor».
Pidamos hoy a San Bartolomé que nos alcance del Señor esas virtudes, que tanto le agradan a Él y que tan necesarias son para la oración, la amistad, la convivencia y el apostolado. Pidamos a Nuestra Señora andar por la vida sin dobleces, con sinceridad y sencillez: «“Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te!” ¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!
»María nos obtendrá la valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima, si así se lo suplicamos». San Bartolomé será hoy nuestro principal intercesor ante Nuestra Señora.
21ª semana. Martes
PRIMERO, SER JUSTOS
— La virtud de la justicia y la dignidad humana.
— La justicia social transciende lo estrictamente estipulado.
— La economía, que tiene sus propias leyes, ha de ordenarse al bien total de las personas.
I. En la Ley de Moisés estaba dispuesto que se cumpliera el diezmo: se debía entregar la décima parte del producto de los frutos más corrientes del campo, como los cereales, el vino y el aceite, para el sostenimiento del Templo. Los fariseos pagaban, además, el diezmo de la hierbabuena, el eneldo y el comino, plantas aromáticas que se cultivaban en los jardines de las casas y que servían para condimentar las comidas. Era una equívoca manifestación de generosidad con Dios, porque a la vez dejaban de cumplir otros graves mandamientos en relación al prójimo. Por eso, por su hipocresía, les dirá el Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquellas.
No desprecia el Señor el pago del diezmo por la menta, el eneldo y el comino, que podría haber sido una verdadera expresión de amor: como quien regala unas flores a una persona que quiere, o al Señor en el Sagrario; lo que rechaza Jesucristo es la hipocresía que este falso celo oculta, pues con ello se justificaban para no cumplir con otros deberes esenciales: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Los cristianos no debemos caer jamás en una hipocresía semejante a la de estos fariseos: nuestras ofrendas voluntarias son gratas a Dios cuando cumplimos con las obligatorias y necesarias, determinadas por la justicia; esta virtud manda dar a cada uno lo suyo y se enriquece y perfecciona por la misericordia y la caridad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquellas.
La virtud de la justicia se fundamenta en la intocable dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una felicidad eterna. Y si consideramos el respeto que merece todo hombre «a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos por la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y constituidos herederos de la gloria eterna».
El aprecio a los derechos de las personas comienza por un ordenamiento justo de las leyes civiles, al que hemos de contribuir los cristianos, como ciudadanos ejemplares, con todas nuestras fuerzas, comenzando por aquellas leyes que defienden el derecho a la vida, el primero de los derechos, desde el mismo instante de la concepción. Pero no basta con esta contribución, que hemos de hacer siempre en la medida de nuestras posibilidades, aunque sean pequeñas. Cada día se nos presentan muchas ocasiones para ser justos con nuestros semejantes: a la hora de emitir juicios sobre otros –¡con qué facilidad, con qué frivolidad se falta a veces a la justicia más elemental con juicios temerarios!–, en las palabras, evitando no solo la calumnia –la acusación falsa–, sino también la difamación, la palabrería que propaga los defectos del prójimo, para disminuir su consideración social, profesional y humana; en las obras, dando a cada uno lo que es suyo...
¿Cómo podrían ser gratas a Dios nuestras obras si no tratamos con esmero –de pensamiento, palabra y obra– a nuestros hermanos, por quienes Jesús dio su vida?
II. Vivir la justicia con el prójimo es mucho más que el mero no causarle daño, y no basta para cumplirla con lamentarse ante situaciones de injusticia; quejas y lamentaciones que serán estériles si no se traducen en más oración y obras para remediar esa situación. Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo profesional, en las relaciones sociales... Vivir la justicia con quienes nos relacionamos habitualmente significa, entre otros deberes, respetar su derecho a la fama, a la intimidad, a una retribución económica suficiente... «Estas exigencias no han de limitarse únicamente al orden económico, como es, por ejemplo, la justicia en sueldos y honorarios; la vida y la moral cristianas tienen exigencias más amplias. El respeto a la vida, a la fidelidad, a la verdad, la responsabilidad y la buena preparación, la laboriosidad y la honestidad, el rechazo de todo fraude, el sentido social e incluso la generosidad deben inspirar siempre al cristiano en el ejercicio de sus actividades laborales y profesionales».
También la calumnia, la maledicencia, la murmuración..., constituyen una verdadera y flagrante injusticia, pues «entre los bienes temporales la buena reputación parece ser el más valioso, y por su pérdida el hombre queda privado de hacer mucho bien». El Apóstol Santiago dice de la lengua que es un mundo entero de maldad: puede servir para alabar a Dios, para hablar con Él, para comunicarnos..., o puede hacer mucho daño, si no hay un empeño decidido en no hablar nunca mal de nadie.
No es infrecuente que se falte a la justicia a través de la palabra. Por eso, el Señor nos pide a los cristianos que sepamos defenderla, que no nos dejemos guiar por rumores, por juicios precipitados de otras personas, de algunos medios de comunicación social..., que nunca emitamos un juicio negativo sobre personas o instituciones -no ser inquisidores y verdugos de vidas ajenas Y, entonces, hemos de procurar poner los medios para estar bien informados, y, si alguien tiene el deber de juzgar, oyendo a las dos partes, matizando cuando sea preciso hacerlo y salvando siempre la intención profunda de las personas, que solo Dios conoce. Especial responsabilidad tienen quienes de alguna manera trabajan en los medios de comunicación social o tienen acceso a ellos, por el gran bien o el mal grave que pueden hacer.
Debemos vivir los deberes de justicia con aquellos que el Señor nos ha encomendado, dedicándoles tiempo, colaborando en la formación de todos, tratando con más esmero a aquel que, por enfermedad, edad o por sus condiciones particulares, más lo necesita. Sabemos bien que no viviría esta virtud, por ejemplo, el padre o la madre que tuviera tiempo para sus gustos y distracciones, y no dedicara lo necesario para la educación de los hijos o para aquellas personas que Dios ha puesto a su cuidado; o quien antepusiera sus gustos y preferencias personales, de los que con un poco de buena voluntad se puede prescindir, a las necesidades de los demás.
Somos justos cuando damos a cada uno lo suyo. El empresario, con la justa retribución de los empleados, de acuerdo con las leyes civiles justas y con la recta conciencia. No será raro que, a veces, haya de remunerar por encima del mínimo exigido por la ley, pues pueden darse circunstancias en las que, cumpliendo lo estrictamente legal, lo establecido, se falte a la justicia con ese mínimo estipulado: pueden darse despidos legales pero injustos, salarios de acuerdo con las leyes pero que ofenden la dignidad de las personas...; «la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas». Al cristiano le importa, sobre todo, ser justo ante Dios, y esto le llevará a cumplir más allá de lo meramente establecido por las leyes, teniendo en cuenta las circunstancias personales y familiares de quien trabaja a su cargo.
III. La economía tiene sus propias leyes y mecanismos, pero estas leyes no son suficientes ni supremas, ni esos mecanismos son inamovibles. El orden económico no debe concebirse –insiste el Magisterio de la Iglesia– como un orden independiente y soberano, sino que ha de estar sometido a los principios superiores de la justicia social, que corrijan los defectos y deficiencias del orden económico y tengan en cuenta la dignidad de la persona.
La justicia social exige también que al trabajador no se le deje a merced de las leyes de la competencia, como si su trabajo se tratara solo de una mercancía; y una de las principales preocupaciones del Estado y de los empresarios «debe ser esta: dar trabajo a todos», pues el paro forzoso es uno de los mayores males de un país y causa de otros muchos en la persona, en las familias y en la sociedad misma.
Quien trabaja en un taller, en la Universidad, en una empresa, no viviría la justicia si no cumple con esmero con su tarea, con competencia profesional, aprovechando el tiempo, cuidando los instrumentos de trabajo que son propiedad de la fábrica, de la biblioteca, del hospital, del taller, de la casa en la que se ayuda en las tareas del hogar. Los estudiantes faltarían a la justicia con la sociedad, con la familia, a veces gravemente, si no aprovechan ese tiempo dedicado al estudio. De modo general, las calificaciones académicas obtenidas pueden ser materia de un buen examen de conciencia. Muchas veces, la poca intensidad en el estudio será la causa de no ser más tarde buenos profesionales, faltando así a la justicia con la empresa en la que se trabaja, por carecer de la preparación debida. Son puntos que con frecuencia deberemos examinar, para vivir delicadamente, delante de Dios y de los hombres, los deberes hacia el prójimo: la justicia, la misericordia y la fidelidad en los pactos y promesas.
Pidamos a la Santísima Virgen esa rectitud de conciencia, para contribuir a hacer de la sociedad en que vivimos un ámbito de convivencia digno de hijos de Dios.
21ª semana. Miércoles
AMAR EL PROPIO TRABAJO PROFESIONAL
— El ejemplo de San Pablo.
— La calidad humana del trabajo.
— Amar el propio quehacer profesional.
I. El trabajo es un don de Dios, un gran bien para el hombre, aunque lleve consigo «el signo de un bien arduum, según la terminología de Santo Tomás (...). Y es no solo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta». Una vida sin trabajo se corrompe, y en el trabajo el hombre «se hace más hombre», más digno y más noble, si lo lleva a cabo como Dios quiere.
El trabajo es consecuencia del mandato de dominar la tierra dado por Dios a la humanidad, que se volvió penoso por el pecado original, pero que constituye el «quicio de nuestra santidad y el medio sobrenatural y humano apto para que llevemos con nosotros a Cristo y hagamos el bien a todos». Es como la columna vertebral del hombre, en la que se sostiene su vida entera, y medio a través del cual hemos de alcanzar la propia santidad y la de los demás. Un descentramiento en el trabajo ordinario, en el quehacer profesional, puede repercutir en toda la vida del hombre; también en sus relaciones con Dios. Por esto, comprendemos bien los males que llevan consigo la pereza, el trabajo mal hecho, la chapuza, las tareas a medio terminar... «El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna blando e inútil; mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por la operación que le es propia»; el hombre, por su trabajo.
San Pablo, como leemos en la Primera lectura de la Misa, señala a los primeros cristianos de Tesalónica su manera de comportarse con ellos, mientras les predicaba la Buena Nueva de Jesús: Recordad -les dice- nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie...». Y más tarde, en la segunda Carta: Ya sabéis cómo tenéis que imitar mi ejemplo: no viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie. El Espíritu Santo, con este ejemplo, nos ha inculcado un principio práctico bien claro a seguir: el que no trabaje, que no coma.
Hoy, en nuestra oración serena y sosegada, hemos de tener presente que este mismo espíritu de laboriosidad, de trabajo intenso, que se vivió entre los primeros cristianos, lo espera también el Señor de nosotros. Uno de los escritos más antiguos nos ha dejado este admirable testimonio: «Todo el que llegue a vosotros en nombre del Señor, sea recibido; luego, examinándole, le conoceréis (...). Si el que llega es un caminante, no permanecerá entre vosotros más de dos días o, si hubiera necesidad, tres. Pero si quiere establecerse entre vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se alimente. Mas si no tiene oficio, proveed según vuestra prudencia, de modo que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Si no quiere hacerlo así, es un traficante de Cristo; estad alerta contra los tales».
II. El Señor nos dio, en sus años de Nazaret, un ejemplo admirable de la importancia del trabajo y de la perfección humana y sobrenatural con que hemos de realizar la tarea profesional. «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol». Su misma manera de hablar, las parábolas e imágenes que utilizará después en su predicación revelan a un hombre que ha conocido muy de cerca el trabajo; habla siempre para quien se «afana, para una vida ordinaria en la que rige siempre la ley de la normalidad, la aparición previsible de los mismos problemas para las mismas personas. Este es el ambiente de la predicación de Cristo; sus enseñanzas han quedado gráficamente conectadas con este clima. No era el “filósofo”, ni el “visionario”, sino el artesano. Uno que trabaja, como todos».
En San José, nuestro Padre y Señor, encontramos una existencia también llena de trabajo, una vida corriente como la nuestra, y al que en el día de hoy podemos encomendar nuestras tareas profesionales. Él inició a Jesús en su oficio y le enseñó hasta adquirir la maestría de un verdadero profesional en el manejo de la sierra, del escoplo, de la garlopa y del cepillo.
Durante su vida pública, el Maestro llamó a personas habituadas al trabajo: San Pedro, pescador de oficio, volverá de nuevo a sus tareas de pesca apenas se le ofrezca la primera oportunidad; San Mateo recibirá la llamada para seguir al Señor mientras ejercía su oficio de recaudador de impuestos, y así todos los demás.
Cuando San Pablo se retiró de Atenas y vino a Corinto, encontró allí a un judío llamado Aquila, originario del Ponto, y a su esposa Priscila. Se juntó con ellos. Y como era del mismo oficio, se hospedó en su casa y trabajaba en su compañía, pues eran ambos fabricantes de lonas. Durante esta estancia de año y medio en Corinto, San Pablo escribe esas exhortaciones exigentes a los cristianos de Tesalónica, convencido de que muchos de los males que se estaban originando en aquella comunidad cristiana se debían a que algunos eran más dados a hablar y a corretear de casa en casa que a ocuparse de su propio trabajo.
Nosotros debemos examinar con frecuencia la calidad humana de nuestro quehacer: si lo comenzamos y lo terminamos según el horario previsto, aunque alguno de nuestros compañeros, o todos, por las razones que sea, no lo vivieran; si lo hacemos con orden, no dejando para el final, sin razón, lo más costoso, lo menos grato; si trabajamos con intensidad, aprovechando las horas, procurando evitar conversaciones, llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; si tenemos afán de mejorar en ese trabajo con el estudio oportuno, procurando estar al día en las nuevas cuestiones que surgen en toda profesión; si nos excedemos, como ocurre con aquello que amamos, pero con temple y rectitud, sin detrimento del tiempo que debemos a la familia, a los hermanos, al apostolado, a la propia formación... Pensemos también si cuidamos los instrumentos que utilizamos, sean nuestros o de la empresa. Contemplemos a Jesús en su taller de Nazaret, pidamos al Señor entrar allí con los ojos de la fe, y veremos entonces si nuestro trabajo tiene la calidad y la hondura que Él pide a quienes le siguen.
III. Hemos de amar y cuidar la propia tarea porque es un mandato de nuestro Padre Dios. Con el trabajo ordinario se desarrolla la personalidad, se gana lo necesario para las necesidades de la familia y de uno mismo, y para ayudar a obras buenas de apostolado, de formación, etc. Hemos de amarlo, y ha de ser a la vez materia de oración, porque, además, el trabajo es uno de los más altos valores humanos, medio con el que cada uno debe contribuir al progreso de la sociedad y, sobre todo, porque es camino de santidad. Cada día podemos llevar al Señor tantas cosas que procuramos estén bien hechas: el estudiante podrá ofrecer horas de estudio intensas y completas; la madre de familia presentará el desvelo eficaz por sus hijos, por el marido, el cuidado de los mil detalles que hacen de su casa un verdadero hogar; el médico, junto a la competencia profesional, el trato amable y acogedor con los pacientes; la enfermera, esas horas llenas de un continuo servicio, como si cada uno de los enfermos fuera el mismo Cristo... En la realización del trabajo surgirán con frecuencia peticiones de ayuda al Señor, acciones de gracias, deseos de dar gloria a Dios con aquello que tenemos entre manos...
Los cristianos corrientes, los laicos, no nos santificamos a pesar del trabajo, sino a través del trabajo; encontramos al Señor en las variadas incidencias que lo componen, unas agradables y otras menos, el campo en el que se ejercitan las virtudes humanas y las sobrenaturales.
El amor al propio quehacer profesional nos llevará frecuentemente a permanecer, quizá muchos años o toda la vida, en la misma tarea. Ello no achica la sana ambición de procurar ascender y conseguir una situación o un puesto de trabajo mejor. Pero ese deseo legítimo, que forma parte de la buena mentalidad profesional, no debe ocasionar intranquilidad ni desasosiego, como si el éxito profesional y ganar dinero fueran los móviles únicos o predominantes. Los cristianos no debemos medir los trabajos solo por el dinero, como si esto fuera lo único que en definitiva importara. La profesión es el lugar donde se desarrolla y perfecciona la propia personalidad, es un modo de servir a otras personas, el medio para colaborar al progreso social y donde encontramos a Dios. Y todo eso hay que valorarlo al juzgar el propio trabajo profesional.
San Pablo, como otros muchos hombres, dedicaba un tiempo a trabajar para ganarse el pan. En su trabajo profesional seguía siendo el Apóstol de las gentes, el elegido por Dios, y se servía de su misma profesión para acercar a otros a Cristo. Así hemos de hacer nosotros, cualquiera que sea nuestro oficio y nuestro lugar en la sociedad. Y si nos tocara estar impedidos o enfermos, esas mismas circunstancias deben ser luz, quizá incluso más brillante, para que otros muchos vean el camino que lleva a Dios y se sientan movidos a seguirlo.
21ª semana. Jueves
CARIDAD VIGILANTE
— Necesidad de mantener despierta siempre la vida espiritual.
— La caridad de los primeros cristianos: el día de guardia.
— Cómo vivir el día de guardia.
I. Todo el Evangelio es una llamada a estar despiertos, vigilantes y en guardia ante el enemigo, que no descansa, y ante la llegada del Señor, que no sabemos cuándo tendrá lugar; ese momento decisivo en el que debemos presentarnos ante Dios con las manos llenas de frutos... Velad, pues, ya que no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor, nos dice el Evangelio de la Misa. Sabed esto, que si el amo supiera a qué hora de la noche habría de venir el ladrón, estaría ciertamente velando, y no le dejaría que le horadase su casa.
Para el cristiano que se ha mantenido en vela no vendrá ese último día como el ladrón en la noche, no habrá estupor y confusión, porque cada día habrá sido un encuentro con Dios a través de los acontecimientos más sencillos y ordinarios. San Pablo compara esta vigilia a la guardia (statio) que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender; con frecuencia habla de la vida cristiana como un estar de guardia, como el soldado en campaña, que vive sobriamente y no le sorprende fácilmente el enemigo porque está despierto mediante la oración y la mortificación.
El Señor nos previene de muchas maneras, con parábolas distintas, contra la negligencia, la dejadez y la falta de amor. Un corazón que ama es un corazón vigilante, sobre sí mismo y sobre los demás. Dios nos encomienda estar también en vigilia, en guardia, sobre aquellos que especialmente están unidos a nosotros por lazos de fe, de sangre, de amistad...
Al referirse al ladrón en la noche, que leemos en el Evangelio de la Misa, el Señor quiere enseñarnos a no distraer la atención del gran negocio de la salvación, y quiere que no consideremos la vigilancia como algo meramente negativo: vigilar no significa solo abstenernos del sueño por miedo a que pueda ocurrir algo desagradable mientras estamos durmiendo. Vigilar «quiere decir estar siempre en espera; significa estar con la cabeza asomada fuera de la ventana con la esperanza de ser el primero en dar la voz, “¡Mirad, ya vienen!”». Vigilar es estar pendientes, con inmensa alegría, de la venida del Señor; es procurar con todas las fuerzas que quienes tenemos encomendados y más queremos encuentren también a Jesús, porque mediante la Comunión de los Santos podemos ser como el centinela que avista al enemigo y protege a los suyos, o el vigía que aguarda esperanzado la llegada de su Señor, para dar la buena noticia a los demás. Esperarle como aquel siervo prudente que cuida de la hacienda, realizando mientras tanto «todos los trabajos pequeños para aprovechar el tiempo: limpiar el polvo aquí, sacar brillo del suelo allí, encender fuego allá, de manera que la casa esté confortable cuando el amo entre. Cada uno tiene una tarea que cumplir; cada uno de nosotros debe ingeniárselas para hacerla lo mejor posible, mucho más si al parecer no nos queda mucho tiempo».
Vigilar, estar alerta, rechazar el sueño de la tibieza. Esto lo conseguimos cuando luchamos en aquellos puntos que nos indicaron en la dirección espiritual, cuando tenemos un examen particular concreto, cuando llevamos bien a término el examen general diario.
II. Los primeros cristianos, que supieron cumplir bien el Mandamiento nuevo del Señor, hasta tal punto que los paganos los distinguían por el amor que se tenían y por el respeto con que trataban a todos, vivieron la caridad preocupándose por las necesidades de los demás y, en tiempos difíciles, ayudando a los hermanos para que todos fueran fieles a la fe. Existía entre ellos la costumbre –Tertuliano la llama statio, término castrense que significa estar de guardia– de ayunar y hacer penitencia dos días a la semana, con el ánimo de prepararse para recibir con el alma más limpia la Sagrada Eucaristía y para pedir por aquellos que estaban en algún peligro o necesidad mayor. Sabemos, por ejemplo, que San Fructuoso sufrió martirio en un día en que ayunaba porque era su statio, su guardia. Otros documentos de los primeros siglos nos hablan de esta costumbre.
El Señor espera que vivamos la caridad de modo particular con quienes tienen los mismos lazos de la fe: «“Ved cómo se aman, dicen, dispuestos a morir los unos por los otros” En cuanto al nombre de hermanos con que nosotros nos llamamos, ellos se forman una idea falsa (...). Por derecho de la naturaleza, nuestra madre común, también nosotros somos vuestros hermanos..., pero, ¡con cuánta mayor razón son considerados y llamados hermanos los que reconocen a Dios como a único Padre, los que beben del mismo Espíritu de santidad, y los que, salidos del mismo seno de la ignorancia, han quedado maravillados ante la misma luz de la verdad!».
Si nos han de doler las necesidades de todos los hombres, ¡cómo no vamos a vivir una caridad vigilante con quienes tienen los mismos ideales! También puede ayudarnos a nosotros, como a aquellos primeros cristianos, el fijarnos un día semanal en el que procuremos estar más pendientes de nuestros hermanos en la fe, ayudándoles con una oración mayor, con más mortificación, con más muestras de aprecio, con la corrección fraterna. Es estar especialmente vigilantes en la caridad por aquellos con quienes tenemos un deber más grande de estarlo, como el centinela que guarda el campamento, como el vigía que alerta ante la llegada del enemigo.
«“Custos, quid de nocte!” -¡Centinela, alerta!
»Ojalá tú también te acostumbraras a tener, durante la semana, tu día de guardia: para entregarte más, para vivir con más amorosa vigilancia cada detalle, para hacer un poco más de oración y de mortificación.
»Mira que la Iglesia Santa es como un gran ejército en orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un “frente”, donde hay ataques y luchas y contraataques. ¿Comprendes?
»Esa disposición, al acercarte más a Dios, te empujará a convertir tus jornadas, una tras otra, en días de guardia».
III. Ven -dice el Profeta Isaías-, pon uno en la atalaya que comunique lo que vea. Si ve un tropel de caballos, de dos en dos, un tropel de asnos, un tropel de camellos, que mire atentamente, muy atentamente, y que grite: ¡ya los veo! Así estoy yo, Señor, en atalaya, sin cesar todo el día, y me quedo en mi puesto toda la noche. El centinela está en constante vigilancia, de día y de noche, ante los destructores de Babilonia que lo arrasarán todo e impondrán sus ídolos. El vigía está atento para salvar a su pueblo; así hemos de estar nosotros.
Para vivir esta vigilia y para crecer en la fraternidad nos puede ayudar, como a los primeros cristianos, ese día en el que estamos particularmente pendientes de los demás. En esa jornada deberemos decir con especial hondura: Cor meum vigilalt, mi corazón está vigilante. Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de hecho, estamos participando continuamente de los bienes espirituales de la Iglesia, de la oración, de la mortificación, del trabajo bien hecho y ofrecido a Dios, del dolor de un enfermo... En este momento, ahora, alguien está rezando por nosotros, y nuestra alma se vitaliza por la generosidad de personas que quizá desconocemos, o de alguna que está muy cercana. Un día, en la presencia de Dios, en el momento del juicio particular, veremos esas inmensas ayudas que nos mantuvieron a flote en muchas ocasiones, y en otras nos ayudaron a situarnos un poco más cerca del Señor. Si somos fieles, también contemplaremos con un gozo incontenible cómo fueron eficaces en otros hermanos nuestros en la fe todos los sacrificios, trabajos, oraciones, incluso lo que en aquel momento nos pareció estéril y de poco interés. Quizá veremos la salvación de otros, debida en buena parte a nuestra oración y mortificación, y a nuestras obras.
Todo cuanto hacemos tiene repercusiones y efectos de mucho peso en la vida de los demás. Esto nos debe ayudar a cumplir con fidelidad nuestros deberes, ofreciendo a Dios nuestras obras, y a orar con devoción, sabiendo que el trabajo, enfermedades y oraciones –bien unidos a la oración y al Sacrificio de Cristo, que se renueva en el altar– constituyen un formidable apoyo para todos. En ocasiones, esta ayuda que prestamos será uno de los motivos fundamentales de fidelidad a Dios, para recomenzar muchas veces, para ser generosos en la mortificación. Entonces podremos decir como el Señor: pro eis sanctifico ego meipsum..., por ellos me santifico, este es el motivo de recomenzar hoy de nuevo, de acabar bien este trabajo, de vivir aquella mortificación. Jesús nos mirará entonces con particular ternura, y no nos dejará de su mano. Pocas cosas le son tan gratas como aquellas que de modo directo se refieren a sus hermanos, nuestros hermanos.
Esa caridad vigilante, ese «día de guardia», es fortaleza para todos. «“Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma” -El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.
»—Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo».
Día de guardia. Una jornada para estar más vibrantes en la caridad, con el ejemplo, con muchas obras sencillas de servicio a todos, con pequeñas mortificaciones que hagan la vida más amable; un día para examinar si ayudamos con la corrección fraterna a quienes lo necesitan, una jornada para acudir más frecuentemente a María, «puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos», con el santo Rosario, con la oración Acordaos, pidiéndole por quien sabemos quizá que tiene necesidad de una particular ayuda.
27 de agosto
SANTA MÓNICA*
Memoria
— Oración de Santa Mónica por la conversión de su hijo Agustín.
— Transmitir la fe en la familia. Piedad familiar.
— La oración en familia.
I. El Evangelio de la Misa de hoy nos narra la llegada de Jesús a la ciudad de Naín, acompañado de sus discípulos y de una numerosa muchedumbre. Al entrar, se encontró con un cortejo fúnebre que acompañaba a una viuda, cuyo hijo único llevaban a enterrar. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre. En las almas se obra con frecuencia este milagro: muchos que estaban muertos para Dios vuelven a la Vida.
Durante muchos años, Agustín, hijo de Santa Mónica, estuvo alejado de Dios y muerto a la gracia por el pecado. La Santa, cuya memoria hoy celebramos, fue la madre intachable que con ejemplo, lágrimas y oraciones obtuvo del Señor la resurrección espiritual del que sería uno de los más grandes santos y doctores de la Iglesia. La fidelidad a Dios día a día de Santa Mónica obtuvo también la conversión de su marido Patricio, que era pagano, y ejerció una influencia decisiva en todos aquellos que de alguna manera formaban parte del ámbito familiar. San Agustín resume en estas pocas palabras la vida de su madre: «cuidaba de todos como si realmente fuera madre de todos y servía también a todos como si hubiera sido hija de todos».
Santa Mónica estuvo siempre pendiente de la conversión de su hijo: lloró mucho, rogó a Dios insistentemente, y no cesó de pedir a personas buenas y sabias que hablaran con él y trataran de convencerle para que abandonase sus errores. Un día, San Ambrosio, Obispo de Milán, al que había acudido repetidas veces, la despidió con estas palabras que han sido el consuelo de tantos padres y madres a lo largo de los siglos: «¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». El ejemplo de Santa Mónica quedó grabado de tal modo en el ánimo de San Agustín que años más tarde, quizá recordando a su madre, exhortaba: «procurad con todo cuidado la salvación de los de vuestra casa».
La familia es verdaderamente el lugar adecuado para que los hijos reciban, desarrollen, y muchas veces recuperen, la fe. «¡Qué grato es al Señor ver que la familia cristiana es verdaderamente una iglesia doméstica, un lugar de oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo de los mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservan a lo largo de toda la vida como el más sagrado legado! Se dijo de Santa Mónica que había sido dos veces madre de Agustín, porque no solo lo dio a luz, sino que lo rescató para la fe católica y la vida cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural, y en su vida en Cristo y espiritual». Y tendrán un doble premio del Señor y una doble alegría en el Cielo.
II. Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es siempre eficaz, aunque a veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún tiempo en llegar los frutos. Esta oración por la familia es gratísima al Señor, especialmente cuando va acompañada por una vida que procura ser ejemplar. San Agustín nos dice de su madre que también «se esforzó en ganar a su esposo para Dios, sirviéndose no tanto de palabras como de su propia vida»; una vida llena de abnegación, de alegría, de firmeza en la fe. Si queremos llevar a Dios a quienes nos rodean, el ejemplo y la alegría han de ir por delante. Las quejas, el malhumor, el celo amargo poco o nada consiguen. La constancia, la paz, la alegría y una humilde y constante oración al Señor, lo consiguen todo.
El Señor se vale de la oración, el ejemplo y la palabra de los padres para forjar el alma de los hijos. Junto a una vida ejemplar, que es una continuada enseñanza, los padres han de enseñar a sus hijos modos prácticos de tratar a Dios, muy especialmente en los primeros años de la infancia, apenas comienzan a balbucear las primeras palabras: oraciones vocales sencillas que se transmiten de generación en generación, fórmulas breves, claramente comprensibles, capaces de poner en sus corazones los primeros gérmenes de lo que llegará a ser una sólida piedad: jaculatorias, palabras de cariño a Jesús, a María y a José, invocaciones al Ángel de la guarda... Poco a poco, con los años, aprenden a saludar con piedad las imágenes del Señor o de la Virgen, a bendecir y dar gracias por la comida, a rezar antes de irse a la cama. Los padres jamás deben olvidar que sus hijos son ante todo hijos de Dios, y que han de enseñarles a comportarse como tales.
En ese clima de alegría, de piedad y de ejercicio de las virtudes humanas, en sus muchas manifestaciones de laboriosidad, sana libertad, buen humor, sobriedad, preocupación eficaz por quienes padecen necesidad... nacerán con facilidad las vocaciones que la Iglesia necesita, y que serán el mayor premio y honor que reciban los padres en este mundo. Por eso el Papa Juan Pablo II exhortaba a los padres a crear una atmósfera humana y sobrenatural en la que pudieran darse esas vocaciones. Y añadía: «Aunque vienen tiempos en los que vosotros, como padres o madres, pensáis que vuestros hijos podrían sucumbir a la fascinación de las expectativas y promesas de este tiempo, no dudéis; ellos se fijarán siempre en vosotros mismos para ver si consideráis a Jesucristo como una limitación o como encuentro de vida, como alegría y fuente de fuerza en la vida cotidiana. Pero sobre todo no dejéis de rezar. Pensad en Santa Mónica, cuyas preocupaciones y súplicas se fortalecían cuando su hijo Agustín, futuro obispo y Santo, caminaba lejos de Cristo y así creía encontrar su libertad. ¡Cuántas Mónicas hay hoy! Nadie podrá agradecer debidamente lo que muchas madres han realizado y siguen realizando en el anonimato con su oración por la Iglesia y por el reino de Dios, y con su sacrificio. ¡Que Dios se lo pague! Si es verdad que la deseada renovación de la Iglesia depende sobre todo del ministerio de los sacerdotes, es indudable que también depende en gran medida de las familias, y especialmente de las mujeres y madres». Ellas pueden mucho delante de Dios, y delante del resto de la familia.
III. Si fue tan grata a Dios la oración de una madre, Santa Mónica, ¡cómo será la de la familia entera, rezando por unos mismos fines! «La plegaria familiar escribe el Papa Juan Pablo II- tiene unas características propias. Es una oración “hecha en común”, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos (...). A los miembros de la familia cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Señor promete su presencia: En verdad os digo que si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18, 19 ss.)». Los miembros de la familia se unen, entre sí y con Dios, con más fuerza mediante la oración en común.
Esta plegaría tiene como contenido esencial la misma vida de familia: «alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversario de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deberán también señalar el momento favorable de acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y la responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vivificadas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la oración».
El centro de la familia cristiana debe estar puesto en el Señor. Por eso, cualquier acontecimiento o circunstancia que, con solo una visión humana, sería incomprensible es interpretado como algo permitido por Dios, algo que redundará siempre en bien de todos. Así, la enfermedad o la muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano minusválido o cualquier otra prueba son advertidos con relieve de eternidad y no llevan al desaliento o a la amargura, sino a confiar más en el Señor y a abandonarse del todo en sus brazos. Él es Padre de todos.
En el día de hoy pedimos a Santa Mónica la constancia que ella tuvo en la oración y que ayude a todas las familias a conservar ese tesoro de la piedad familiar, aunque en muchos lugares el ambiente y las costumbres que se van extendiendo no sean favorables. Esta situación, por el contrario, nos ha de llevar a todos a un mayor empeño en que Dios sea realmente el centro de todo hogar, comenzando por el nuestro. Así la vida de familia será un anticipo del Cielo.
21ª semana. Viernes
EL ACEITE DE LA CARIDAD
— El aceite que mantiene encendida la luz de la caridad es la intimidad con Jesús.
— El brillo de las buenas obras.
— Ser luz para los demás.
I. El Evangelio de la Misa nos relata una costumbre judía; el Señor la emplea para darnos una enseñanza acerca de la vigilancia que hemos de tener sobre nosotros mismos y sobre los demás. Nos dice Jesús: El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que tomando sus lámparas salieron a recibir al esposo... Estas vírgenes son las jóvenes no casadas, damas de honor de la novia, que esperan en casa de esta al esposo. La enseñanza se centra en la actitud que se ha de tener a la llegada del Señor. Él viene a nosotros, y debemos aguardarle con espíritu vigilante, despierto el amor, pues –dice San Gregorio Magno comentando esta parábola– «dormir es morir».
Cinco de estas vírgenes –leemos en la parábola– eran necias, pues no llevaron consigo el aceite necesario, por si tardaba en llegar el esposo. Las otras cinco fueron previsoras, prudentes, y junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Unas y otras se durmieron, pues la espera fue larga. Pero cuando a medianoche se oyó la voz: Ya está ahí el esposo, solo las que habían llevado el aceite se encontraron preparadas y pudieron participar en las bodas. Las otras, a pesar de sus esfuerzos, quedaron fuera.
El Espíritu Santo nos enseña que no basta haber iniciado el camino que nos lleva a Cristo: es preciso mantenernos en él con un alerta continuo, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es la de suavizar la entrega que lleva consigo la vocación cristiana. Casi sin darnos cuenta, se introduce en el alma el deseo de hacer compatible el seguir de cerca a Cristo con un ambiente aburguesado. Es necesario estar atentos porque puede ser muy fuerte la presión de un ambiente que tiene como norma de vida la búsqueda insaciable del confort y de la comodidad. Entonces seríamos semejantes a esas vírgenes, inicialmente llenas de buen espíritu, pero que se cansan pronto y no pueden salir a recibir al Esposo, para lo que se habían estado preparando toda la jornada. Si no estuviéramos alerta, el Señor nos encontraría sin el brillo de las buenas obras, dormidos, con la lámpara apagada. ¡Qué pena si un cristiano, después de años y años de lucha, se encontrara al final de su vida con que sus actos carecieron de valor sobrenatural porque les faltó el aceite del amor y de la caridad! No olvidemos que la luz de la caridad debe informar las relaciones familiares, sociales..., el trato con los amigos, con los clientes, con esas personas que encontramos ocasionalmente.
La virtud teologal de la caridad debe alumbrar siempre nuestros actos, en toda circunstancia, en todo momento: cuando nos encontramos bien y en la enfermedad, y en el cansancio, y en el fracaso; entre personas de trato amable y con quienes la convivencia resulta más áspera o difícil; en el trabajo, en la familia..., siempre. «En el alma bien dispuesta hay siempre un vivo, firme y decidido propósito de perdonar, sufrir, ayudar y una actitud que mueve siempre a realizar actos de caridad. Si en el alma ha arraigado este deseo de amar y este ideal de amar desinteresadamente, tendrá con ello la prueba más convincente de que sus comuniones, confesiones, meditaciones y toda su vida de oración están en orden y son sinceras y fecundas».
El aceite que mantiene encendida la caridad es la oración cuidada y llena de amor: la intimidad con Jesús. No es difícil observar que la caridad no se vive frecuentemente, incluso entre muchos que tienen el nombre de cristianos. «Pero, considerando las cosas con sentido sobrenatural, descubrirás también la raíz de esa esterilidad: la ausencia de un trato intenso y continuo, de tú a Tú, con Nuestro Señor Jesucristo; y el desconocimiento de la obra del Espíritu Santo en el alma, cuyo primer fruto es precisamente la caridad».
II. El seguimiento de Cristo nace del Amor y en el Amor encuentra su alimento. El aburguesamiento constituye un fracaso de esos deseos grandes de seguir al Maestro; tenemos que ser muy sinceros con Dios y con nosotros mismos, para estar siempre abiertos a sus requerimientos, combatiendo el egoísmo. Quien se apega a una vida cómoda, quien rehúye la abnegación y el sacrificio o se deja llevar solo por ansias de satisfacciones personales, no encontrará las fuerzas necesarias para darse a Dios y a los demás con todo el corazón y con toda el alma.
«Hay también otros que afligen su cuerpo con la abstinencia, pero de esa misma abstinencia suya solicitan favores humanos; se dedican a enseñar, dan muchas cosas a los indigentes; pero en realidad son vírgenes necias, porque solo buscan la retribución de la alabanza pasajera». Son aquellos a quienes falta rectitud de intención: sus obras quedan vacías.
El Señor nos pide perseverancia en el amor, que ha de ir creciendo siempre, sintiendo en cada época y situación la alegría de servir a Cristo. Esforzaos y fortaleced vuestro corazón todos los que esperáis en Yahvé, nos aconseja el Espíritu Santo. Sin desánimos, perseverantes en el esfuerzo diario, para que el Amor nos encuentre preparados cuando venga. «¿Acaso no son estas vírgenes prudentes –comenta San Agustín– las que perseveran hasta el fin? Por ninguna otra causa, por ninguna otra razón se las habría dejado entrar sino por haber perseverado hasta el final... Y porque sus lámparas arden hasta el último momento, se les abren de par en par las puertas y se les dice que entren»: han alcanzado el fin de sus vidas.
Cuando el cristiano pierde esa actitud atenta, cuando cede al pecado venial y deja que se enfríe el trato de amistad con Cristo, se queda a oscuras; sin luz para sí mismo y para los demás, que tenían derecho al influjo de su buen ejemplo. Cuando se va dejando a un lado el espíritu de mortificación y se descuida la oración..., la luz languidece y acaba por apagarse, «y después de tantos trabajos, después de tantos sudores, después de aquella valiente lucha y de las victorias conseguidas contra las malas inclinaciones de la naturaleza, las vírgenes fatuas hubieron de retirarse avergonzadas, con sus lámparas apagadas y la cabeza baja». No está el amor a Dios en haber comenzado –incluso con mucho ímpetu–, sino en perseverar, en recomenzar una y otra vez.
Las fatuas «no es que hayan permanecido inactivas: han intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: no os conozco (Mt 25, 12). No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.
»Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz».
El deseo de amar siempre más a Cristo, la lucha contra los defectos y flaquezas, recomenzando una y otra vez, es lo que mantiene encendida la llama, es el aceite de la vasija, que no permite que se apague el brillo de la caridad. El Señor nos espera en el trabajo, en la familia, en la diversión... Somos todo de Él, en cualquier situación en la que nos hallemos. El brillo de la caridad debe lucir siempre.
III. De esa actitud vigilante que el Señor desea que mantengamos en el corazón han de beneficiarse quienes están más cerca. Es mucho lo que pesa en ocasiones un ambiente movido por una concepción puramente material de la vida y los malos ejemplos de quienes tendrían que ser señales indicadoras; es mucha, a veces, la inclinación de las pasiones «que tiran para abajo»..., pero puede más la fuerza de la caridad bien vivida. Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma, el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte corno una ciudad amurallada, que el enemigo no puede asaltar. Es mayor el poder del bien que el del mal. De aquí la importancia de nuestra vida: es necesario que seamos como lámparas encendidas, que alumbren el camino de muchos.
Debemos amparar y proteger a esas personas con las que el Señor ha querido que tengamos unos vínculos más estrechos y un trato particular..., y a la humanidad entera, con los cuidados de una fraternidad bien vivida: ayudándoles diariamente con la oración, avisándoles oportuna y delicadamente a través de la corrección fraterna cuando nos demos cuenta de que en su vivir se están introduciendo modos y costumbres que desdicen de un buen cristiano, con un consejo que les ayuda a mejorar su vida familiar o profesional, con una palabra de aliento en momentos de desánimo, comprendiendo sus errores y defectos y ayudándoles a superarlos... Hasta con el saludo podemos hacerles bien, pues «el saludo –dice Santo Tomás– es cierta especie de oración»: en él deseamos la paz de su alma, que Dios esté con ellos...
Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma, el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada. Si nos dejamos ayudar y nos damos de verdad a quienes están a nuestro lado podremos esperar a Cristo que llega y nos introducirá en el banquete de bodas, en el Amor sin medida y sin fin.
28 de agosto
SAN AGUSTÍN*
Memoria
— La vida, una continua conversión.
— Comenzar y recomenzar.
— Valorar lo pequeño que nos separa del Señor. La Virgen y la conversión.
I. San Agustín había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica. Como consecuencia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre «había bebido», dice él, «con la leche materna». Cuando, al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba «a la religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser». Esa educación primera ha sido, en innumerables casos, el fundamento firme de la fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.
El amor a la verdad que siempre estuvo en el alma de Agustín, y especialmente el leer algunas obras de los clásicos, no le libró de caer en errores graves y en llevar una vida moral lejos de Dios. Sus errores consistieron principalmente «en el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo».
Después de años de buscar la verdad sin encontrarla, con la ayuda de la gracia que su madre imploró constantemente llegó al convencimiento de que solo en la Iglesia católica encontraría la verdad y la paz para su alma. Comprendió que fe y razón están destinadas a ayudarse mutuamente para conducir al hombre al conocimiento de la verdad, y que cada una tiene su propio campo. Llegó al convencimiento de que la fe, para estar segura, requiere la autoridad divina de Cristo que se encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizadas por la Iglesia.
Nosotros también recibimos muchas luces en la inteligencia para ver claro, para conocer con profundidad la doctrina revelada, y abundantes ayudas en la voluntad para mantener en nuestra alma un estado de continua conversión, para estar cada día un poco más cerca del Señor, pues «para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin del camino, que es el Amor.
»Por eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si luchas, con el auxilio de Dios, ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas superar!». El Señor nunca niega su ayuda. Y si tuviéramos la desgracia de separarnos de Él gravemente, nos esperará cada instante como el padre del hijo pródigo, como aguardó durante tantos años la vuelta de San Agustín.
II. Aunque Agustín veía claro dónde estaba la verdad, su camino no había terminado. Buscaba excusas para no dar ese paso definitivo, que para él significaba, además, una entrega radical a Dios, con la renuncia, por predilección a Cristo, de un amor humano. «No es que le estuviera prohibido casarse -esto lo sabía muy bien Agustín, lo que no quería era ser cristiano solamente de esta manera: renunciando al ideal acariciado de la familia y dedicándose con toda su alma al amor y a la posesión de la Sabiduría (...). Con gran rubor se preguntaba a sí mismo: ¿No podrás tú hacer lo que hicieron estos jóvenes y estas jóvenes? (Conf. 8, 11, 27). De ello se originó un drama interior, profundo, lacerante, que la gracia divina condujo a buen desenlace». Dio ese paso definitivo en el verano del año 386, y nueve meses más tarde, en la noche del 24 al 25 de abril del año siguiente, durante la vigilia pascual, tuvo su encuentro para siempre con Cristo, al recibir el Bautismo de manos de San Ambrosio. Así cuenta el Santo la serena pero radical decisión que cambiaría completamente su vida: «Fuimos (él, su amigo Alipio y su hijo Adeodato) donde mi madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado. Ella se alegró. Le contamos el desarrollo de los hechos. Se alegró y triunfó. Y empezó a bendecir porque Tú, Señor, concedes más de lo que pedimos y comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le habías otorgado, con relación a mí, más de lo que había pedido con sus gemidos y lágrimas conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan absolutamente, que ya no buscaba ni esposa ni carrera en este mundo». Cristo llenó por entero su corazón.
Nunca olvidó San Agustín aquella noche memorable. «Recibirnos el bautismo recuerda al cabo de los años y se disipó en nosotros la inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de considerar con dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del género humano». Y añade: «Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban dulcemente en tu Iglesia».
La vida del cristiano nuestra vida está acompañada de frecuentes conversiones. Muchas veces hemos tenido que hacer de hijo pródigo y volver a la casa del Padre, que siempre nos espera. Todos los santos saben de esos cambios íntimos y profundos, en los que se han acercado de una manera nueva, más sincera y humilde, a Dios. Para volver al Señor es necesario no excusar nuestras flaquezas y pecados, no hacer componendas con aquello que no va según el querer de Dios. ¡Cómo recordaría San Agustín su conversión cuando años más tarde, siendo ya Obispo, predicaba a sus fieles!: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón».
Fiados de la misericordia divina, no nos debe importar estar siempre comenzando. «Me dices, contrito: “¡cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada”.
»Que Él bendiga esos afanes tuyos».
III. «Buscad a Dios, y vivirá vuestra alma. Salgamos a su encuentro para alcanzarle, y busquémosle después de hallarlo. Para que le busquemos, se oculta, y para que sigamos indagando, aun después de hallarle, es inmenso. Él llena los deseos según la capacidad del que investiga».
Esta fue la vida de San Agustín: una continua búsqueda de Dios; y esta ha de ser la nuestra. Cuanto más le encontremos y le poseamos, mayor será nuestra capacidad para seguir creciendo en su amor.
La conversión lleva siempre consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia, y la vuelta sincera a Dios. Hemos de pedir con frecuencia a Nuestra Madre Santa María que nos conceda la gracia de prestarle importancia aun a lo que parece pequeño, pero que nos separa del Señor, para apartarlo y arrojarlo lejos de nosotros. Este camino de conversión parte siempre de la fe: el cristiano mira la infinita misericordia de Dios, movido por la gracia, y reconoce su culpa o su falta de correspondencia a lo que Dios esperaba de él. Y, a la vez, nace en el alma una esperanza más firme y un amor más seguro.
Al terminar hoy nuestra oración, no olvidemos que «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María». Dirígete a Ella, «pídele que te haga el regalo prueba de su cariño por ti de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.
»Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano... y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.
»Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús». No olvidemos que también Dios, pacientemente, nos espera a nosotros. Nos llama a una vida de fe y de entrega más plenos. No retrasemos nuestra llegada.
21ª semana. Sábado
LOS PECADOS DE OMISIÓN
— La parábola de los talentos. Hemos recibido muchos bienes y dones del Señor. Somos administradores y no dueños.
— Responsabilidad en hacer rendir los propios talentos.
— Omisiones. Actuación de los cristianos en la vida social y en la pública.
I. Después de hacer el Señor una llamada a la vigilancia, nos propone en el Evangelio de la Misa una parábola que es un nuevo requerimiento a la responsabilidad ante los dones y gracias recibidas. Un hombre rico –nos dice– se marchó de su tierra y, antes de partir, dejó a sus siervos todos sus bienes para que los administraran y les sacaran rendimiento. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad. El talento era una unidad contable que equivalía a unos cincuenta kilos de plata, y se empleaba para medir grandes cantidades de dinero. En tiempos del Señor, el talento era equivalente a unos seis mil denarios; un denario aparece en el Evangelio como el jornal de un trabajador del campo. Aun el siervo que recibió menos bienes (un talento) obtuvo del Señor una cantidad de dinero muy grande. Una primera enseñanza de esta parábola: hemos recibido bienes incontables.
Se nos ha dado, entre otros dones, la vida natural, el primer regalo de Dios; la inteligencia, para comprender las verdades creadas y ascender a través de ellas hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien, para amar; la libertad, con la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna; el tiempo, para servir a Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos sirvan de instrumento para sacar adelante obras buenas, en favor de la familia, de la sociedad, de los más necesitados... En otro plano, incomparablemente más alto y de más valor, hemos recibido la vida de la gracia –participación de la misma vida eterna de Dios–, que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en la Comunión de los Santos, y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto a nuestra disposición los sacramentos, especialmente el don inestimable de la Sagrada Eucaristía; hemos recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones y los frutos del Espíritu Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores; un Ángel que nos custodia y protege...
Hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los cuales solo los poseeremos durante este corto tiempo de la vida. Después nos dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos dueños; solo somos administradores de unos dones divinos.
Dos maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el tiempo...; quienes han recibido la vocación matrimonial, su responsabilidad ante las fuentes de la vida, ante la generosidad en el número de hijos y ante la educación humana y sobrenatural de estos, que es ordinariamente el mayor encargo que han recibido de Dios.
II. El Señor espera ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde con lo recibido. El premio es inmenso: esta parábola enseña que lo mucho de aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del Cielo. Así actuaron los dos primeros siervos de la parábola de los talentos: pusieron en juego los talentos recibidos y ganaron con ellos otro tanto. Por eso, cada uno de ellos pudo oír de labios de su Señor estas palabras: Muy bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor. Hicieron el mejor negocio: ganar la felicidad eterna. Los bienes de esta vida, aunque sean muchos, son siempre lo poco en relación con lo que Dios dará a los suyos.
El tercero de los siervos, por contraste, enterró su talento en la tierra, no negoció con él: perdió el tiempo y no sacó provecho. Su vida estuvo llena de omisiones, de oportunidades no aprovechadas, de bienes materiales y de tiempo malgastados. Se presentó ante su Señor con las manos vacías. Fue su existencia un vivir inútil en relación con lo que realmente importaba: quizá estuvo ocupado en otras cosas, pero no llevó a cabo lo que realmente se esperaba de él.
Enterrar el talento que Dios nos ha confiado es tener capacidad de amar y no haber amado, poder hacer felices a quienes están junto a nosotros (todos podemos) y dejarlos en la tristeza y en la infelicidad; tener bienes y no hacer el bien con ellos; poder llevar a otros a Dios y desaprovechar la oportunidad que presenta el compartir el mismo trabajo, la misma tarea...; poder hacer productivos los fines de semana para cultivar la amistad sincera, para darse a los demás miembros de la familia, y dejarse llevar de la comodidad y del egoísmo en un descanso mal planteado; haber dejado en la mediocridad la propia vida interior destinada a crecer... Sería triste en verdad que, mirando hacia atrás, contempláramos una gran avenida de ocasiones perdidas; que viéramos improductiva la capacidad que Dios nos ha dado, por pereza, dejadez o egoísmo. Nosotros queremos servir al Señor; es más, es lo único que nos importa. Pidamos al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad: de amor y sacrificio. Y que nos convenzamos de que no basta, no es suficiente, con «no hacer el mal», es necesario «negociar el talento», hacer positivamente el bien.
Para el estudiante, hacer rendir los talentos significa estudiar a conciencia, aprovechando el tiempo con intensidad –sin engañarse neciamente con la ociosidad de otros–, ganando el necesario prestigio profesional con constancia, día a día, de tal manera que, apoyado en él, pueda llevar a otros a Dios. Para el profesional, para el ama de casa, hacer rendir los talentos significará realizar un trabajo ejemplar, intenso, en el que se tiene en presente la puntualidad, el rendimiento efectivo de las horas. De manera particular, Dios nos pedirá cuentas de aquellos que, por títulos diversos, ha puesto a nuestro cuidado. Dice San Agustín que quien está al frente de sus hermanos y no se preocupa de ellos es como un espantapájaros, foenus custos, un guardián de paja, que ni siquiera sirve para alejar los pájaros, que vienen y se comen las uvas.
Examinemos hoy la calidad de nuestro estudio o de nuestro quehacer profesional, cualquiera que este sea. Pidamos luces al Señor para, si fuera necesario, reaccionar con firmeza, con la ayuda de su gracia, que no nos faltará.
III. Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la vida personal y social. La vida cristiana nos lleva a desarrollar la propia personalidad, las posibilidades que encierra toda persona, la capacidad de amistad, de cordialidad... Hemos de ejercitar esas cualidades en la iniciativa llena de fe para vencer falsos respetos humanos, y provocar una conversación que anima a nuestros parientes, amigos o compañeros de trabajo a mejorar en su vida espiritual o profesional, en su carácter, en sus deberes familiares; una conversación que facilita recibir los sacramentos a ese amigo o a este pariente enfermo... Miremos si verdaderamente nos sentimos administradores de los bienes que el Señor nos ha dado, si sirven realmente para el bien o si, por el contrario, los empleamos en compras inútiles, innecesarias o incluso perjudiciales. Veamos si somos generosos en la ayuda a la Iglesia y a esas obras buenas que se sostienen con la aportación de muchos... Que con gozo pueda decir el Señor: Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste.
Dios espera de nosotros, igualmente, una conducta reciamente cristiana en la vida pública: el ejercicio responsable del voto, la actuación, según la propia capacidad, en los colegios profesionales, en las asociaciones de padres en los colegios de los hijos, en los sindicatos, en la propia empresa, de acuerdo con las leyes laborales del país y poniendo los medios (aunque fueran pocos o pequeños) para mejorar una legislación si esta fuera menos justa o claramente injusta en materias fundamentales, como son el respeto a la vida, la educación, la familia...
Es siempre escaso el tiempo con que podemos contar para realizar lo que Dios quiere de nosotros; no sabemos hasta cuándo se prolongarán esos días que forman parte de los talentos recibidos. Cada jornada podemos sacar mucho rendimiento a los dones que Dios ha puesto en nuestras manos: multitud de menudas tareas, cosas pequeñas casi siempre, que el Señor y los demás aprecian y tienen en cuenta.
La Confesión frecuente nos ayudará a evitar las omisiones que empobrecen la vida de un cristiano. «Ha de prestarse en ella (en la frecuente Confesión) especial atención a los deberes descuidados, aunque a menudo sean deberes de poca importancia, a las inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones de hacer el bien desaprovechadas, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no demostrado o insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a las omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar conscientemente contra las más pequeñas omisiones de las que, en alguna forma, tengamos conciencia. Si acudimos a la Confesión con este propósito, nos será concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras omisiones y de tomarlas en serio». Con esta gracia del sacramento y con la ayuda de la dirección espiritual nos será más fácil evitar estas faltas o pecados y llenar la vida de frutos para Dios.
29 de agosto
MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA*
Memoria
— Fortaleza de Juan.
— Su martirio.
— Llevar con alegría las contradicciones que podamos encontrar por seguir fielmente a Cristo.
I. Comentaré tus preceptos ante los reyes, Señor, y no me avergonzaré; serán mi delicia tus mandatos, que tanto amo.
El día 24 de junio celebró la Iglesia el nacimiento de San Juan Bautista; hoy conmemora su dies natalis, el día de su muerte, ordenada por Herodes. Este rey, como lo llama San Marcos, es uno de los personajes más tristes del Evangelio. Durante su gobierno Cristo predicó y se manifestó como el Mesías esperado. También tuvo la ocasión de conocer a Juan, el encargado de señalar al Mesías: Este es el Cordero de Dios, había indicado a algunos de sus discípulos. Herodes llegó incluso a oírle con gusto. Y por él podía haber conocido a Jesús, a quien mostró deseos de ver. Pero cometió la enorme injusticia de mandar decapitar al que le podía haber llevado hasta Él. La inmoralidad de sus costumbres, sus malas pasiones, le cegaron para descubrir la Verdad y no solamente le llevaron a cometer este gran crimen, sino que cuando realmente se encontró frente a frente con el Señor de cielos y tierra, con gran ceguera de mente y de corazón, pretendió que entretuviera con alguno de sus prodigios a él y a sus amigos.
San Juan predicaba a cada cual lo que necesitaba: a la multitud del pueblo, a los publicanos, a los soldados; a los fariseos y saduceos, y al mismo Herodes. Con su ejemplo humilde, íntegro y austero, avalaba su testimonio sobre el Mesías, que ya había llegado. Juan decía a Herodes: No te es lícito tener la mujer de tu hermano. Y no temió a los grandes y a los poderosos, ni le importaron las consecuencias de sus palabras. Tenía presente en su alma la advertencia del Señor al Profeta Jeremías, que hoy nos recuerda la Primera lectura de la Misa: Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que Yo te mando. No les tengas miedo, que si no, Yo te meteré miedo de ellos. Mira: Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte.
El Señor nos pide también a nosotros esa fortaleza y coherencia en lo ordinario, para que sepamos dar un testimonio sencillo, a través, en primer lugar, de una vida ejemplar, y también con la palabra, manifestando nuestro amor a Cristo y a su Iglesia, sin miedos ni respetos humanos.
II. San Marcos nos narra cómo el tetrarca había mandado prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, a la cual había tomado como mujer. Herodías odiaba a Juan porque este reprochaba a Herodes su ilegítima unión y el escándalo notorio para el pueblo; por esto, buscaba la ocasión para matarlo. Pero Herodes temía a Juan, sabiendo que era un varón justo y santo, y le protegía, y al oírlo tenía muchas dudas pero le escuchaba con gusto. La ocasión se presentó cuando el rey dio un banquete en su cumpleaños, al que invitó a los hombres principales de la región. Bailó la hija de Herodías delante de todos, y gustó a Herodes y a los comensales. Entonces el rey le prometió: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y le juró varias veces: Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino. Y por instigación de su madre, le demandó la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció; pero, a causa del juramento y de los comensales, no quiso contrariarla. Los discípulos del Bautista recogieron luego su cuerpo y lo pusieron en un sepulcro. Muchos de ellos, con toda seguridad, serían más tarde fieles seguidores de Cristo.
Juan lo dio todo por el Señor: no solo dedicó todos sus esfuerzos a preparar su llegada y a los primeros discípulos que tendría el Maestro, sino la vida misma. «No debemos poner en duda comenta San Beda- que San Juan sufrió la cárcel y las cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue precursor, ya que si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí trató de obligarlo a que callara la verdad: ello fue suficiente para afirmar que murió por Cristo (...). Y la muerte que de todas maneras había de acaecerle por ley natural era para él algo deseable, teniendo en cuenta que la sufría por la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida eterna. Bien lo dice el Apóstol: Dios os ha dado la gracia de creer en Jesucristo y aun de padecer por Él. El mismo Apóstol explica, en otro lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo: los padecimientos de esta vida presente tengo por cierto que no son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros».
A lo largo de los siglos, quienes han seguido de cerca a Cristo se han alegrado cuando por su fe han tenido que sufrir persecución, tribulaciones o contrariedades. Muchos han sido los que siguieron el ejemplo de los Apóstoles: después que fueron azotados, los conminaron a no hablar del nombre de Jesús y los soltaron. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre. Y, lejos de vivir acobardados y temerosos, todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio. Seguramente se acordaron de las palabras del Señor, recogidas por San Mateo: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron.
¿Vamos nosotros a entristecernos o a quejarnos si alguna vez tenemos que padecer algo por nuestra fe, o por ser fieles a la llamada que hemos recibido del Señor?
III. La historia de la Iglesia y de sus santos nos muestra cómo todos aquellos que han querido seguir de cerca las pisadas de Cristo se han encontrado, de un modo u otro, con la Cruz y la contradicción. Para subir al Calvario y corredimir con Cristo no se encuentran caminos fáciles y cómodos. Ya en los primeros tiempos, San Pedro escribe a los cristianos, dispersos por todas partes, una Carta con acentos claros de consuelo por lo que sufrían. No se trataba de la persecución sangrienta que vendría más tarde, sino de la situación incómoda en la que muchos se encontraban por ser consecuentes con su fe: unas veces era en el ámbito familiar, donde los esclavos tenían que soportar las injusticias de sus amos y las mujeres intolerancias de sus maridos; otras, eran calumnias o injurias, o discriminaciones... San Pedro les recuerda que las contrariedades que padecen no son inútiles: han de servirles para purificarse, sabiendo que Dios es quien juzga, no los hombres. Sobre todo, han de tener presente que a imitación de Jesucristo atraerán muchos bienes, incluso la fe, a sus mismos perseguidores, como así sucedió. Les llama bienaventurados y les anima a soportar con gozo los sufrimientos. Les hace considerar que el cristiano está incorporado a Cristo y participa de su misterio pascual: por sus padecimientos participa de su Pasión, Muerte y Resurrección. Él es el que da sentido y plenitud a la Cruz de cada día.
Desde San Juan el Bautista, muchos han sido los que han dado la vida por su fidelidad a Cristo. También hoy. «El entusiasmo que Jesús despertó entre sus seguidores y la confianza que infundió el contacto inmediato con Él, se conservaron vivos en la comunidad cristiana y constituyeron la atmósfera en la que vivían los primeros cristianos; era la que otorgaba a su fe denuedo y firmeza... Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia casi bimilenaria. El cristianismo ha producido frutos buenos y magníficos. Ha penetrado en el interior de los corazones, a pesar de todas las oposiciones externas y todas las resistencias ocultas. El cristianismo ha cambiado el mundo y se ha convertido en la salvaguarda de todos los valores nobles y sagrados. El cristianismo ha superado con el mayor éxito la prueba de su persistencia de la cual habló un día Gamaliel (Hech 5, 28). No es, por tanto, obra de los hombres, ya que, de ser así, se hubiera desmoronado y extinguido hace ya mucho tiempo». Por el contrario, vemos la fuerza que la fe y el amor a Cristo tiene en nuestras almas y en millones de corazones que le confiesan y le son fieles, a pesar de dificultades y contradicciones, a veces graves y difíciles de llevar.
Es muy posible que el Señor no nos pida a nosotros una confesión de fe que nos lleve a la muerte por Él. Si nos la pidiera, la daríamos con gozo. Lo normal será, quizá, que quiera de cada uno la paz y la alegría en medio de las resistencias que opone a la fe un ambiente muchas veces pagano: la calumnia, la ironía, el ser dejados a un lado... Nuestro gozo será grande aquí en la tierra, y mucho más en el Cielo. Estos inconvenientes los vemos también con sentido positivo. «Crécete ante los obstáculos. La gracia del Señor no te ha de faltar: “inter medium montium pertransibunt aquae!” ¡pasarás a través de los montes!». Pero hace falta fe, «fe viva y penetrante. Como la fe de Pedro. Cuando la tengas lo ha dicho Él apartarás los montes, los obstáculos, humanamente insuperables, que se opongan a tus empresas de apóstol». Además, nunca nos faltará el consuelo de Dios. Y si alguna vez se nos hace más duro el caminar cerca de Cristo acudiremos a Nuestra Señora, Auxilio de los cristianos, y nos dará amparo y cobijo.
Vigésimo segundo Domingo
ciclo a
CONTAR CON LA CRUZ
— Sin sacrificio no hay amor. Necesidad de la Cruz y de la mortificación.
— El paganismo contemporáneo y la búsqueda del bienestar material a cualquier coste. El miedo a todo lo que pueda causar sufrimiento.
— ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?
I. El Evangelio de la Misa nos presenta a Jesús poco después de la confesión de la divinidad del Señor por Pedro. En ese momento, el Maestro hizo una gran alabanza del discípulo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Después lo constituyó fundamento de su Iglesia. Ahora Jesús comenzó a anunciar a sus más íntimos que era preciso ir Él a Jerusalén para padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al día tercero.
Los Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues tenían todavía una imagen temporal del Reino de Dios. Entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de Ti, Señor, de ningún modo te ocurrirá eso. Llevado por su inmenso cariño por Jesús, Simón trató de apartarlo del camino de la Cruz, sin comprender todavía que esta es un gran bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros. «Pedro razonaba humanamente –comenta San Juan Crisóstomo–, y concluía que todo aquello –la Pasión y la Muerte– era indigno de Cristo, y reprobable».
Pedro mira con ojos demasiado humanos la misión de Cristo en la tierra, y no llega a entender la voluntad expresa de Dios para que la Redención se hiciera mediante la Cruz y que «no hubo medio más conveniente de salvar nuestra miseria». El Señor responde al discípulo con una gran fuerza, le trata como lo hizo con el tentador en el desierto: ¡Apártate de Mí, Satanás! Eres escándalo para Mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
En Cesarea, Pedro había hablado movido por el Espíritu Santo; ahora lo hace llevado por miras humanas y terrenas. La predicación de la Cruz, de la mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de salvación, chocará siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión, con ojos humanos. San Pablo hubo de prevenir a los primeros cristianos contra quienes andan como enemigos de la cruz de Cristo. El fin de esos -les dice- será su perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas.
Pensando solo con una lógica humana, es difícil de entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta como costoso, pueda llegar a ser un bien. Por una parte, la experiencia nos muestra que esas realidades, que tantas veces vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican, nos enrecian, nos hacen mejores. Y por otra parte, sin embargo, no estamos hechos para sufrir; aspiramos todos a la felicidad.
El miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente, es un impulso hondamente arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante algo costoso o difícil es rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia cristiana, tropieza con dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca, aunque la practiquemos asiduamente, de acostumbrarnos a ella.
La fe, sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella. Es el «libro vivo, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros». Cada día debemos acercarnos, y leerlo; en él aprendemos quién es Cristo, su amor por nosotros y el camino para seguirle. Quien busca a Dios sin sacrificio, sin Cruz, no lo encontrará.
II. ...pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres. Más tarde comprenderá Pedro el significado profundo del dolor y del sacrificio; se sentirá dichoso junto a los demás Apóstoles de haber padecido a causa del nombre de Jesús.
Los cristianos sabemos que en la aceptación amorosa del dolor y del sacrificio está nuestra salvación y el camino del Cielo. ¿Acaso hay una vida humana plenamente fecunda sin sufrimiento? «¿Están los esposos seguros de su amor antes de haber sufrido juntos? ¿No se estrecha la amistad por pruebas comunes o simplemente por haber sufrido juntos el calor del día o por haber compartido la fatiga y el peligro de una ascensión?». Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz: aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a los ojos de otros.
Hoy encontramos también a muchos que no sienten las cosas de Dios sino las de los hombres. Tienen la mirada puesta en lo de aquí abajo, en los bienes materiales, sobre los que se abalanzan sin medida, como si fueran lo único real y verdadero. Sufre la humanidad una ola de materialismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. «Este paganismo contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna... resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su sentido».
La ideología hedonista, según la cual el placer es el fin supremo de la vida, impregna especialmente las costumbres y los modos de vida en naciones económicamente más desarrolladas, pero es también «el estilo de vida de grupos cada vez más numerosos de países más pobres». Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz, como condición necesaria para seguirle: Si alguno quiere venir en pos de Mí –nos dice– niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Dios cuenta con el dolor, con el sacrificio voluntario, con la pobreza, con la enfermedad que viene sin avisar... Todo eso, lejos de separarnos, nos puede unir más íntimamente a Él. Vamos a Jesús junto al Sagrario y le ofrecemos todo aquello que nos resulta difícil y costoso, comprobamos cómo «por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte». Solo así perderemos el miedo al sufrimiento, que, de formas bien distintas, nos acompañará a lo largo de la vida, y sabremos aceptarlo con alegría, descubriendo en él la amable voluntad del Señor: «esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad».
III. A través del apostolado personal hemos de decir a todos, con el ejemplo y con la palabra, que no pongan el corazón en las cosas de la tierra, que todo es caduco, que envejece y dura poco. Omnes ut vestimentum veterascent, igual que un vestido, así envejecen todas las cosas. Solo el alma que lucha por mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. ¡Qué pena cuando vemos que tantos ponen en peligro su salvación eterna y su misma felicidad aquí en la tierra por cuatro cosas que nada valen! Jesús nos lo recuerda hoy en el pasaje del Evangelio que estamos considerando: ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿o qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?. «¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?».
El mundo y los bienes materiales nunca son fin último para el hombre. Ni siquiera el bien temporal, que los cristianos tenemos la obligación de procurar, consiste propiamente en las obras exteriores –en las realizaciones de la técnica, de la ciencia, de la industria–, sino en el hombre mismo, en su vivir humano, en el perfeccionamiento de sus facultades, de sus relaciones sociales, de su cultura, mediante los bienes materiales y el trabajo, que están siempre al servicio de la dignidad de la persona.
Solo con un amor recto, que la templanza custodia y garantiza, sabremos dar verdadero sentido a la necesaria preocupación por los bienes terrenos. Si Dios es de verdad el centro de nuestra vida, el matrimonio se ordenará efectivamente, superando todas las dificultades, a su fin primario –dar hijos a Dios y educarlos para Él– y la vida familiar será una mutua y generosa entrega. Solo así –teniendo al Señor presente– los espectáculos y el arte –por ejemplo– serán dignos del hombre, medio y expresión de la riqueza de su espíritu. Solo así se entenderá el fundamento objetivo de la moral, y las leyes de los pueblos serán fiel reflejo de la ley divina. Solo así superará el hombre sus temores, y en el inevitable sufrimiento hallará un medio de purificación y de corredención con Cristo. Y así, con un amor grande, enraizado en la generosidad y en el sacrificio, alcanzará el Cielo al que ha sido destinado desde la eternidad.
Vigésimo segundo Domingo
ciclo b
LA VERDADERA PUREZA
— La limpieza del alma.
— Santa pureza en medio del mundo.
— Pedir y poner empeño en que nunca quede manchado el corazón. Amor a la Confesión frecuente.
I. San Marcos, que dirigió primariamente su Evangelio a los cristianos procedentes del paganismo, hubo de explicar en diferentes pasajes ciertas costumbres judías, el valor de algunas monedas, etc., para que sus lectores comprendieran mejor las enseñanzas del Señor. En el Evangelio de la Misa nos dice que los judíos, y de modo particular los fariseos, nunca comen si no se lavan las manos muchas veces, observando la tradición de los antiguos; y cuando llegan de la plaza no comen, si no se purifican; y hay otras muchas cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras, de las vasijas de cobre y de los lechos.
Estas purificaciones no se hacían por meros motivos de higiene o de urbanidad, sino que tenían un significado religioso: eran símbolo de la pureza moral con la que hay que acercarse a Dios. En el Salmo 24, que formaba parte de la liturgia de entrada en el Santuario de Jerusalén, se dice: ¿Quién subirá al monte de Yahvé y quién permanecerá en su lugar santo? El hombre de manos inocentes, de corazón puro.... La pureza de corazón aparece como una condición para acercarse a Dios, para participar en su culto y ver su rostro. Pero los fariseos se habían quedado en lo exterior, incluso habían aumentado los ritos y su importancia, mientras descuidaban lo fundamental: la limpieza del corazón, de la cual todo lo externo era una señal y un símbolo.
En esta ocasión, los fariseos y escribas que habían llegado de Jerusalén se extrañan al ver a algunos discípulos de Jesús que comían los panes con las manos impuras, es decir, sin lavar; y preguntan al Señor: ¿Por qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los antiguos, sino que comen el pan con manos impuras? El Señor respondió con energía ante esa actitud vacía y formalista: hipócritas -les dice-, dejáis a un lado los mandatos de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. La verdadera pureza –las manos inocentes del Salmo 24 es algo más hondo y profundo que manos lavadas– ha de comenzar por el corazón, pues de él proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez. Las acciones del hombre provienen primero del corazón. Y si este está manchado, el hombre entero queda manchado.
La impureza no solo se refiere al desorden de la sensualidad, aunque este desorden –es decir, la lujuria– deje una huella profunda, sino también al deseo inmoderado de bienes materiales, a la actitud que lleva a ver a los demás con malos ojos, con torcida intención, a la envidia, al rencor, a la inclinación egocéntrica de pensar en uno mismo con olvido de los demás, a la abulia interior, causa de ensueños y fantasías que impiden la presencia de Dios y un trabajo intenso... Las obras externas quedan marcadas por lo que hay en el corazón. ¡Cuántas faltas externas de caridad tienen su origen en susceptibilidades o en rencores depositados en el fondo del alma, y que debieron cortarse nada más aparecer!
Jesús rechaza la mentalidad que se ocultaba detrás de aquellas prescripciones, que con frecuencia habían perdido todo contenido interior, y nos enseña a amar la pureza de corazón, que nos permitirá ver a Dios en medio de nuestras tareas. Él quiere, ¡tantas veces nos lo ha dicho!, reinar en nuestros afectos, acompañarnos en nuestra actividad, darle un nuevo sentido a todo lo que hacemos. Pidámosle que nos ayude a tener siempre un corazón limpio de todos esos desórdenes.
II. La pureza de alma que pide el Señor a los suyos está lejos de una formalidad externa, de apariencias; nosotros no debemos «lavar» las manos y los platos y mantener manchado el corazón. La pureza de alma –castidad y rectitud interior en los demás afectos y sentimientos– tiene que ser plenamente amada y buscada con alegría y con empeño, apoyándonos siempre en la gracia de Dios. Esa limpieza interior, condición de todo amor, se va logrando mediante una lucha alegre y constante, prolongada a lo largo de la vida, que se mantiene vigilante por el examen de conciencia diario para no pactar con actitudes y pensamientos que alejan de Dios y de los demás; es también el fruto de un gran amor a la Confesión frecuente bien hecha, donde nos purifica el Señor y nos llena de su gracia, donde «lavamos» nuestro corazón.
La pureza interior lleva consigo un fortalecimiento y dilatación del amor, y una elevación del hombre hasta la dignidad a la que ha sido llamado; esta dignidad de la persona humana, de la que el hombre tiene cada vez una mayor conciencia, y de la que parece alejarse también en muchas ocasiones. «El corazón humano sigue sintiendo hoy aquellos mismos impulsos que denunciaba Jesús como causa y raíz de la impureza: el egoísmo en todas sus formas, las intenciones torcidas, los móviles rastreros que inspiran en tantas ocasiones la conducta de los hombres. Pero parece que en estos momentos la vida del mundo registra un hecho que hay que estimar como nuevo por su difusión y gravedad: la degradación del amor humano y la oleada de impureza y sensualidad que se ha abatido sobre la faz de la tierra. Esta es una forma de rebajamiento del hombre que afecta a la intimidad radical de su ser, a lo más nuclear de su personalidad y que, por la extensión que ha alcanzado, hay que considerar como fenómeno histórico sin precedentes».
Con la ayuda de la gracia, que el Señor nos concede si no ponemos obstáculos, es tarea de todos los cristianos mostrar, con una vida limpia y con la palabra, que la castidad es virtud esencial para todos –hombres y mujeres, jóvenes y adultos–, y que cada uno ha de vivirla de acuerdo con las exigencias del estado al que le llamó el Señor; «es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el corazón del hombre», y sin ella no sería posible amar, ni al Señor, ni a los demás.
La lealtad a nuestros compromisos de hombres y mujeres que siguen a Cristo, la fortaleza y el indispensable sentido común han de llevarnos a actuar con sensatez, a evitar las ocasiones de peligro para la salud del alma y para la integridad de la vida espiritual: a dejar de oír o ver determinados programas de radio o televisión, cuando sea necesario; a guardar los sentidos; a no participar en una conversación que rebaja la dignidad de los presentes y, en muchos casos, a cambiar su curso; a no descuidar los detalles de pudor y de modestia en el vestir, en el aseo personal, en el deporte; a no asistir a lugares que desdicen de un buen cristiano, aunque estén de moda o asista la mayor parte de nuestros compañeros; a manifestar, sin complejos, la repulsa ante espectáculos obscenos... Conviene recordar que la palabra «obsceno» procede del antiguo teatro griego y romano, y significaba aquello que, por respeto a los espectadores, no debía representarse en la escena, por pertenecer a la intimidad personal: incluso esa civilización pagana –que tenía normas morales tan relajadas– entendía que hay cosas que no son para hacer delante de otras personas.
Quizá, en algunas ocasiones, no sea fácil vivir como buenos cristianos en ambientes que han perdido el sentido moral de la vida, pero el Señor nunca nos prometió un camino cómodo, sino las gracias necesarias para vencer. Dejarse arrastrar por respetos humanos o por miedo a parecer poco naturales, con una «naturalidad pagana», revelaría una personalidad débil, vulgar, y, sobre todo, poco amor al Maestro.
III. Desde el fondo del corazón humano es desde donde el Espíritu Santo quiere hacer surgir la fuente de una vida nueva, que penetra poco a poco en el hombre entero. De esta manera, la pureza interior, y la virtud de la castidad en particular –pureza, en castellano, y en otros idiomas, se identifica con la virtud de la castidad, aunque en sí misma abarca un campo más amplio–, es una de las condiciones necesarias y uno de los frutos de la vida interior. Esa pureza cristiana, la castidad, ha sido desde siempre una gloria de la Iglesia y una de las manifestaciones más claras de su santidad. También ahora, como los primeros cristianos, muchos hombres y mujeres en medio del mundo –sin ser mundanos– procuran vivir la virginidad y el celibato por amor del Reino de los Cielos; y una gran muchedumbre de esposos cristianos –padres y madres de familia– viven santamente la castidad según su estado matrimonial. Unos y otros son testigos de un mismo amor cristiano, que se adecúa a la vocación de cada uno, pues, como enseña la Iglesia, «el matrimonio y la virginidad y el celibato son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo».
Nosotros, cada uno en el estado –soltero, casado, viudo, sacerdote– en que ha sido llamado, pedimos hoy al Señor que nos conceda un corazón bueno, limpio, capaz de comprender a todas las criaturas y de acercarlas a Dios; capaz de una bondad sin límites para quienes acuden, quizá rotos por dentro, pidiendo y a veces mendigando un poco de luz y de aliento para salir a flote. Nos puede servir ahora, y en muchas otras ocasiones, a modo de jaculatoria, la petición que la Liturgia dirige al Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés: «Limpia en mi alma lo que está sucio, riega lo que es árido, sin fruto, cura lo que está enfermo, doblega lo que es rígido, calienta lo que está frío, dirige lo extraviado... ».
Y junto a la petición, un deseo eficaz de luchar y de poner empeño en que el corazón no quede nunca manchado: no solo por pensamientos y deseos impuros, sino tampoco por no saber perdonar con prontitud; hagamos el propósito de no guardar rencor ni agravios a nadie y bajo ningún pretexto; procuremos por todos los medios evitar los celos, las envidias..., cosas que manchan y dejan con tristeza y en tinieblas el alma. Amemos el sacramento de la Confesión, donde el corazón se purifica cada vez más y se hace grande para las buenas obras.
Nuestra Madre Santa María, que estuvo llena de gracia desde el momento de su concepción, nos enseñará a ser fuertes si en algún momento fuera más costoso mantener el corazón limpio y lleno de amor a su Hijo.
Vigésimo segundo Domingo
ciclo C
LOS PRIMEROS PUESTOS
— Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de honores.
— Medios para vivir la humildad.
— Los bienes de la humildad.
I. Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.
Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. «¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?», nos pregunta San Juan Crisóstomo, porque en todo hombre existe el deseo –que puede ser bueno y legítimo– de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considera como tal...
La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.
Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, «la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento». Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: «¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?». Esta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine, dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.
II. Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. «A pesar de nuestras propias miserias personales somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor». Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser «instrumentos de Dios» para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos «portadores de esencias divinas de un valor inestimable». Esta visión, la más real de todas, nos lleva al agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La humildad nos aleja del complejo de inferioridad –que con frecuencia está producido por la soberbia herida–, nos hace alegres y serviciales con los demás y ambiciosos de amor de Dios: «Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor».
Para aprender a caminar en este sendero de la humildad hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.
Medio seguro para crecer en esta virtud es la sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que solo es posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.
Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. «Solo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos»; porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; «también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno», y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que nunca «da su brazo a torcer», que se cree siempre poseedor de la verdad en cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y enriquecedor. Además, rectificar cuando nos hemos equivocado no es solo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.
Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra; procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...
III. Existe una falsa humildad que nos mueve a decir «que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo». Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: «no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los postreros, si deseamos ser los primeros». La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.
De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza, Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa: en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues solo ve su propio deseo, sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.
La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo especial, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.
22ª semana. Lunes
OBRAS DE MISERICORDIA
— Jesús misericordioso. Imitarle.
— Preocuparnos por la situación espiritual de quienes nos rodean.
— Otras manifestaciones de la misericordia.
I. Volvió Jesús de Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga el sábado. Allí le entregaron el libro del Profeta Isaías para que leyera. Jesús abrió el libro por un pasaje directamente mesiánico: El Espíritu Santo está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres; me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del Señor.
Jesús, enrollando el libro, lo devolvió y se sentó. Había una gran expectación entre sus vecinos, con los que había convivido tantos años: Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Muy probablemente estaría presente la Virgen. Entonces, el Señor les dijo con toda claridad: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.
Isaías anunciaba en este pasaje la llegada del Mesías que libraría a su pueblo de sus aflicciones. Las palabras del Señor «son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo –sigue comentando Juan Pablo II– que estos hombres sean en primer lugar los pobres carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a estos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor».
Más tarde, cuando los enviados del Bautista le preguntan si Él es el Cristo o si han de esperar a otro, Jesús les responde que comuniquen a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados....
El amor de Cristo se expresa particularmente en el encuentro con el sufrimiento, en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad humana, tanto física como moral. De esta manera revela la actitud continua de Dios Padre hacia nosotros, que es amor y rico en misericordia.
La misericordia será el núcleo fundamental de su predicación y la razón principal de sus milagros. También la Iglesia «abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo».
¿Y qué otra cosa haremos nosotros si queremos imitar al Maestro y ser buenos hijos de la Iglesia? Cada día se nos presentan incontables ocasiones de poner en práctica la enseñanza de Jesús acerca de nuestro comportamiento ante el dolor y la necesidad. Y esta actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos, con quienes Dios ha puesto a nuestro cuidado y con los más necesitados. Pensemos hoy junto al Señor cómo es nuestro trato con estas personas y con todos. ¿Sé darme cuenta de su dolor –físico o moral–, de su cansancio o de la necesidad que padecen? ¿Me presto con solicitud a darles la ayuda que precisan? ¿Procuro aliviarles de sus males o de la carga que llevan, sobre todo cuando les resulta excesivamente pesada?
II. ...me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos... No hay pobreza mayor que la que provoca la falta de fe, ni cautividad y opresión más grandes que las que el demonio ejerce en quien peca, ni ceguera más completa que la del alma que ha quedado privada de la gracia: «el pecado produce la más dura tiranía», afirma San Juan Crisóstomo.
Si la mayor desgracia, el peor de los desastres, es alejarse de Dios, nuestra mayor obra de misericordia será en muchas ocasiones acercar a los sacramentos, fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a nuestros familiares y amigos. Si sufrimos con sus penas, enfermedades y desgracias, ¿cómo no nos dolerá si vemos que no conocen a Jesucristo, que no le tratan o que le han dejado? La verdadera compasión comienza por la situación espiritual de su alma, que hemos de procurar remediar con la ayuda de la gracia. ¡Qué gran obra de misericordia es el apostolado!
Toda miseria moral, cualquiera que sea, reclama nuestra compasión. Así, entre estas obras que, por vía de ejemplo, ha señalado desde antiguo la Iglesia, está «enseñar al que no sabe». Cuando el número de analfabetos ha decrecido en tantos países, ha aumentado en proporciones asombrosas la ignorancia religiosa, incluso en naciones de antigua tradición cristiana. «Por imposición laicista o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes bautizados están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las más elementales nociones de la Fe y de la Moral y de los rudimentos mínimos de la piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que nada saben de religión, significa «evangelizarles», es decir, hablarles de Dios y de la vida cristiana. La catequesis ha pasado a ser en la actualidad una obra de misericordia de primera importancia».
¡Cuánto bien hace la madre que enseña el catecismo a sus hijos, y quizá a los amigos de sus hijos! ¡Qué recompensa tan grande dará el Señor a quienes prestan con generosidad su tiempo en una labor de catequesis, y a quienes aconsejan el libro oportuno que ilustra la inteligencia y mueve los afectos del corazón! Es abrirles el camino que lleva a Dios; no tienen una necesidad mayor.
III. Imitar a Jesús en su actitud misericordiosa hacia los más necesitados nos llevará en muchas ocasiones a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran solos, a los enfermos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada. Haremos nuestro su dolor, les ayudaremos a santificarlo, y procuraremos remediar ese estado en el modo en que nos sea posible. Cuánto puede confortar a estas personas un rato de compañía –buscado quizá con espíritu de sacrificio, a la salida del trabajo, cuando lo que apetecía era descansar, etc.–, con una conversación sencilla y amable, bien preparada, en la que el sentido sobrenatural que procuramos dar a nuestras palabras y comentarios –de noticias positivas, de iniciativas de apostolado– deja en el enfermo o en el anciano una luz de fe y confianza en Dios; con delicadeza y oportunidad, nos atreveremos a prestar algunos servicios, a arreglarle la cama, a leer un rato algún libro piadoso ameno, incluso divertido.
Cada día es más necesario pedir al Señor un corazón misericordioso para todos, pues en la medida en que la sociedad se deshumaniza, los corazones se vuelven duros e insensibles. La justicia es virtud fundamental; pero la justicia sola no basta: se precisa además la caridad. Por mucho que mejorase la legislación laboral y social, siempre será necesario el calor del corazón humano, fraternal y amigo, que se acerca a esas situaciones a las que la mera justicia no llega, pues la misericordia «no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador».
La misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y de corazón, aunque quien ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o rechace la reconciliación. El cristiano no guarda rencores en su alma; no se siente enemigo de nadie. Nos esforzaremos en querer a quienes son desgraciados por su propia culpa, incluso por su propia maldad. El Señor solo nos preguntará si esa persona es desgraciada, si sufre, «pues eso basta para que sea digno de su interés. Esfuérzate sin duda en protegerlo contra sus malas pasiones, pero desde el momento en que sufre, sé misericordioso. Amarás a tu prójimo, no cuando lo merezca, sino porque es tu prójimo».
El Señor nos pide una actitud compasiva que se extienda a todas las manifestaciones de la vida. También en el juicio sobre el prójimo, a quien hemos de mirar desde el ángulo en el que queda más favorecido. «Aunque vierais algo malo –aconseja San Bernardo– no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces creedlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte».
Frecuentemente hemos de recordar que, si somos misericordiosos, obtendremos del Señor esa misericordia para nuestra vida que tanto necesitamos, particularmente para esas flaquezas, errores y fragilidades, que Él bien conoce. Esa confianza en la infinita compasión de Dios nos llevará a permanecer siempre muy cerca de Él.
María, Reina y Madre de Misericordia, nos dará un corazón capaz de compadecerse eficazmente de quienes sufren a nuestro lado.
22ª semana. Martes
ENSEÑABA CON AUTORIDAD
— Jesús imparte su doctrina con poder y fuerza divina.
— Al leer el Evangelio cada día es Jesús quien nos habla, nos enseña y nos consuela.
— Cómo encontrarle en esta lectura del Evangelio.
I. Los Evangelistas, repetidas veces señalan la sorpresa de las gentes y de los mismos discípulos ante la doctrina de Jesús y sus prodigios, y sienten cierto temor a interrogarle... Era un temor reverencial ante la majestad de Cristo, reflejada en sus palabras y en sus obras, que se apoderaba de las muchedumbres y las cautivaba. San Lucas nos relata en el Evangelio de la Misa cómo, después de haber curado Jesús a un endemoniado, quedaron todos atemorizados, y se decían unos a otros: ¿Qué palabra es esta que con potestad y fuerza manda a los espíritus y salen? Y San Marcos señala en otra ocasión que las gentes estaban admiradas de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. A través de su Santísima Humanidad hablaba la Segunda Persona de la Trinidad, y las gentes, conscientes de su poder extraordinario, acuden para señalarle a los nombres y a las jerarquías más altas que conocían: ¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los Profetas?. Bien cortos se quedaron.
El pueblo que escuchaba a Jesús percibió con claridad la diferencia radical que había entre el modo de enseñar de los escribas y fariseos y la seguridad y fuerza con que Jesucristo declaraba su doctrina. Jesús no expone una mera opinión, ni da muestra alguna de inseguridad o de duda. No habla, como otros profetas, en nombre de Dios; no es un profeta más. Habla en nombre propio: Yo os digo... Enseña los misterios de Dios y cómo han de ser las relaciones entre los hombres, y apoya sus enseñanzas con los milagros; explica su doctrina con sencillez y con potestad porque habla de lo que ha visto, y no necesita largos razonamientos. «Nada prueba, no se justifica, no argumenta. Enseña. Se impone, porque la sabiduría que de Él emana es irresistible. Cuando se ha apreciado esta sabiduría, cuando se tiene el corazón lo bastante puro para estimarla, se sabe que no puede existir otra. No se siente la necesidad de comparar, de estudiar. Se ve.
»Se ve que es lo absoluto; se ve que frente a Él todo es polvo; se ve que Él es la Vida. Igual que las estrellas se apagan cuando sale el sol, así ocurre con todas las sabidurías y todas las escuelas. Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».
Jesús nos sigue hablando a cada uno, personalmente, en la intimidad de la oración, al leer cada día el Evangelio... Hemos de aprender a escucharle también entre los mil sucesos del día, y en lo que en nuestro lenguaje llamamos fracaso o dolor. «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia.
»—El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida.
»(...) toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. —Así han procedido los santos».
II. La doctrina de Jesús tenía tal fuerza y autoridad que algunos de los que le escuchaban exclaman que nunca en Israel se había oído algo parecido. Los escribas enseñaban también al pueblo lo que está escrito en Moisés y los Profetas, comenta San Beda; pero Jesús predicaba al pueblo como Dios y Señor del mismo Moisés.
Las palabras de Jesús estaban llenas de vida, penetraban hasta el fondo del alma. Cuando Juan el Bautista señaló a Jesús que pasaba, dos de sus discípulos le siguieron y permanecieron con Él aquel día. San Juan, el Evangelista que recogió los grandes diálogos de Jesús, en esta ocasión calla. Solo nos dice que le encontraron alrededor de la hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Cuando, pasados muchos años, escribe su Evangelio, nos quiso dejar para siempre el momento preciso e inolvidable de su primer encuentro con el Maestro. ¿Qué les diría el Señor? Solo sabemos el resultado por las palabras de Andrés, el otro discípulo que siguió a Jesús: ¡Hemos encontrado al Mesías!, le comunica a su hermano Simón. Dios se metió aquella tarde en lo más profundo del corazón de aquellos hombres. Cuando abrimos nosotros el alma, las palabras de Jesús también calan y transforman. Como aquellos otros que habían sido enviados para detenerle y volvieron sin Él. ¿Por qué no lo habéis traído?, les increpan los fariseos. Y ellos responden rotundamente: Nunca un hombre ha hablado como este hombre.
Las palabras de Jesús encierran una sabiduría infinita, que entiende el filósofo y quien no tiene letras, jóvenes, niños, hombres y mujeres..., todos. Habla de lo más sublime con las palabras más sencillas; su doctrina –profunda como no habrá jamás otra– está al alcance de todos. En su predicación recurre a menudo a figuras y a imágenes conocidas por el público, que dan a su predicación una belleza y un atractivo incomparable. Los pormenores más sencillos sirven para expresar los rasgos más sublimes de una doctrina nueva y de una profundidad misteriosa e inabarcable.
Toda la vida del Señor fue una enseñanza continua: «su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la Cruz por la salvación del mundo, su Resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación. Estas consideraciones (...) reafirman en nosotros el fervor hacia Cristo que revela a Dios a los hombres y al hombre a sí mismo; el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria».
En el Santo Evangelio encontramos cada día a Cristo mismo que nos habla, nos enseña y nos consuela. En su lectura –unos pocos minutos cada día– aprendemos a conocerle cada vez mejor, a imitar su vida, a amarle. El Espíritu Santo –autor principal de la Escritura Santa– nos ayudará, si acudimos a Él en petición de ayuda, a ser un personaje más de la escena que leemos, a sacar una enseñanza, quizá pequeña pero concreta, para ese día.
III. «Tu oración –enseña San Agustín– es como una conversación con Dios. Cuando lees, Dios te habla a ti; cuando oras, tú le hablas a Él». El Señor nos habla de muchas maneras cuando leemos el Santo Evangelio: nos da ejemplo con su vida para que le imitemos en la nuestra; nos enseña el modo de comportarnos con nuestros hermanos; nos recuerda que somos hijos de Dios y que nada debe quitarnos la paz; llama la atención de nuestros corazones, para perdonar ese pequeño agravio que hemos recibido; nos alienta a preparar con esmero la Confesión frecuente, donde nos espera el Padre del Cielo para darnos un abrazo; nos pide que en esa jornada seamos misericordiosos con los defectos ajenos, pues Él lo fue en grado sumo; nos impulsa a santificar el trabajo, haciéndolo con perfección humana, pues fue su quehacer durante tantos años de su vida en Nazaret... Cada día podemos sacar un propósito, una enseñanza, un pensamiento que recordaremos mientras trabajamos. Por esto, si es posible, será mejor que leamos esos breves minutos a primera hora del día para ejercitarnos luego en esa enseñanza sencilla que tanto nos ayudará a mejorar un poco cada jornada. Hay incluso quien lo lee de pie, recordando la vieja costumbre de los primeros cristianos, que permanece en el gesto de la Misa de escuchar el Evangelio en esta actitud de vigilia.
Mucho bien hará a nuestra alma procurar que la lectura del Evangelio nos dé frecuentemente la trama de la oración: unas veces porque nos introduciremos en la escena como lo haría alguno que vio el grupo reunido en torno a Jesús, o se paró en la puerta desde donde el Maestro enseñaba, o a la orilla del lago... Quizá solo llegó hasta él una parte de la parábola o unas frases aisladas, pero aquello fue suficiente para que algo muy profundo comenzara a cambiar en su alma; en otras ocasiones nos atreveremos a decirle alguna cosa: quizá lo que aquellos mismos personajes le hablaban o le gritaban, porque era mucha su necesidad: Domine, ut videam!, que vea, Señor, da luz a mi alma, enciéndeme; ¡Oh Dios!, ten piedad de mí, que soy un pecador, le suplicaremos con palabras del publicano que no se sentía digno de estar delante de su Dios; Domine, tu omnia nosti... Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo..., y las palabras de Pedro tomarán en nuestro corazón un acento personal, y le expresaremos los sentimientos y deseos de amor y de purificación que llenan nuestro corazón... Muchas veces contemplaremos su Santísima Humanidad, y el verle perfecto Hombre nos moverá a quererle más, a tener deseos de serle más fieles. Le veremos trabajando en Nazaret, ayudando a San José, cuidando más tarde de su Madre..., o cansado porque han sido muchas las horas que ha predicado durante ese día, o el camino ha sido muy largo...
Todos los días, mientras leemos el Evangelio, pasa Jesús junto a nosotros. No dejemos de verlo y de oírlo, como aquellos discípulos que se encontraron con Él en el camino de Emaús. «“Quédate con nosotros, porque ha oscurecido...”. Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.
»—¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!»