« Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca. » (Antífona de Entrada, Flp 4, 4.5)
« Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad - fiesta de gozo y salvación - y poder celebrarla con alegría desbordante. Por nuestro Señor. » (Oración Colecta)
Guía: En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Todos: Amén.
Guía: Ven Espíritu Santo,
Todos: Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Guía: Envía tu Espíritu creador.
Todos: Y renovarás la faz de la tierra.
Guía: ¡Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo!, haznos dóciles a sus inspiraciones para gustar siempre del bien y gozar de sus consuelos. Por Jesucristo Nuestro Señor.
Todos: Amén.
Guía: Una vez más nos reunimos, atentos al anuncio de la llegada de Dios Nuestro Señor. Se acerca la gran fiesta de Navidad, la fiesta del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en Belén y en nuestros corazones. Preparémonos a recibir a nuestro Salvador reuniéndonos en torno a esta corona.
(Se enciende la tercera vela)
El tercer domingo de Adviento es llamado “domingo de gaudete”, o de la alegría, por la primera palabra del introito de la Misa: Gaudete, es decir, regocíjense.
En esta fecha se permite la vestimenta color rosa como signo de gozo, y la Iglesia invita a los fieles a alegrarse porque ya está cerca el Señor. En la Corona de Adviento se enciende la tercera llama, la vela rosada.
Evangelio: Mateo 11,2-11
¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?
En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: "¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?" Jesús les respondió: "Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!"
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: "¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: "Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti." Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él."
Domingos de “gaudete” y “laudete”
Hay dos domingos en el año que se permite usar el color rosa en la vestimenta y estos son el cuarto domingo de Cuaresma (laetare) y el tercer domingo de Adviento (gaudete) porque en medio de la “espera”, se recuerda que ya está próxima la alegría de la Pascua o de la Navidad, respectivamente.
En la corona de Adviento también se suele encender una vela rosada.
Adviento. Tercer domingo
LA ALEGRÍA DEL ADVIENTO
— Adviento: tiempo de alegría y de esperanza. La alegría es estar cerca de Jesús; la tristeza, perderle.
— La alegría del cristiano. Su fundamento.
— Llevar alegría a los demás. Es imprescindible en toda labor de apostolado.
I. La liturgia de la Misa de este domingo nos trae la recomendación repetida que hace San Pablo a los primeros cristianos de Filipos: Estad siempre alegres en el Señor, de nuevo os lo repito, alegraos y a continuación el Apóstol da la razón fundamental de esta alegría profunda: el Señor está cerca.
Es también la alegría del Adviento y la de cada día: Jesús está muy cerca de nosotros. Está cada vez más cerca. Y San Pablo nos da también la clave para entender el origen de nuestras tristezas: nuestro alejamiento de Dios, por nuestros pecados o por la tibieza.
El Señor llega siempre a nosotros en la alegría y no en la aflicción. «Sus misterios son todos misterios de alegría; los misterios dolorosos los hemos provocado nosotros».
Alégrate, llena de gracia, porque el Señor está contigo, le dice el Ángel a María. Es la proximidad de Dios la causa de la alegría en la Virgen. Y el Bautista, no nacido aún, manifestará su gozo en el seno de Isabel ante la proximidad del Mesías. Y a los pastores les dirá el Ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador.... La Alegría es tener a Jesús, la tristeza es perderle.
La gente seguía al Señor y los niños se le acercaban (los niños no se acercan a las personas tristes), y todos se alegraban viendo las maravillas que hacía.
Después de los días de oscuridad que siguieron a la Pasión, Jesús resucitado se aparecerá a sus discípulos en diversas ocasiones. Y el Evangelista irá señalando una y otra vez que los Apóstoles se alegraron viendo al Señor. Ellos no olvidarán jamás aquellos encuentros en los que sus almas experimentaron un gozo indescriptible.
Alegraos, nos dice hoy San Pablo. Y tenemos motivos suficientes. Es más, poseemos el único motivo: El Señor está cerca. Podemos aproximarnos a Él cuanto queramos. Dentro de pocos días habrá llegado la Navidad, nuestra fiesta, la de los cristianos, y la de la humanidad, que sin saberlo está buscando a Cristo. Llegará la Navidad y Dios nos espera alegres, como los pastores, como los Magos, como José y María.
Nosotros podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra vida, si no lo hemos perdido, si no se han empañado nuestros ojos por la tibieza o la falta de generosidad. Cuando para encontrar la felicidad se ensayan otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final solo se halla infelicidad y tristeza. La experiencia de todos los que, de una forma o de otra, volvieron la cara hacia otro lado (donde no estaba Dios), ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay alegría verdadera. No puede haberla.
Encontrar a Cristo, y volverlo a encontrar, supone una alegría profunda siempre nueva.
II. Exulta, cielo, alégrate, tierra, romped a cantar, montañas, porque vendrá nuestro Señor. En sus días florecerá la justicia y la paz.
El cristiano debe ser un hombre esencialmente alegre. Sin embargo, la nuestra no es una alegría cualquiera, es la alegría de Cristo, que trae la justicia y la paz, y solo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto.
La alegría del mundo la proporciona lo que enajena..., nace precisamente cuando el hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia fuera, cuando logra desviar la mirada del mundo interior, que produce soledad porque es mirar al vacío. El cristiano lleva su gozo en sí mismo, porque encuentra a Dios en su alma en gracia. Esta es la fuente permanente de su alegría.
No nos es difícil imaginar a la Virgen, en estos días de Adviento, radiante de alegría con el Hijo de Dios en su seno.
La alegría del mundo es pobre y pasajera. La alegría del cristiano es profunda y capaz de subsistir en medio de las dificultades. Es compatible con el dolor, con la enfermedad, con los fracasos y las contradicciones. Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar, ha prometido el Señor. Nada ni nadie nos arrebatará esa paz gozosa, si no nos separamos de su fuente.
Tener la certeza de que Dios es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros nos lleva a una confianza serena y alegre, también ante la dureza, en ocasiones, de lo inesperado. En esos momentos que un hombre sin fe consideraría como golpes fatales y sin sentido, el cristiano descubre al Señor y, con Él, un bien mucho más alto. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz». «¿Qué te pasa?», nos pregunta. Y le miramos y ya no nos pasa nada. Junto a Él recuperamos la paz y la alegría.
Tendremos dificultades, como las han tenido todos los hombres, pero estas contrariedades –grandes o pequeñas– no nos quitan la alegría. La dificultad es algo ordinario con lo que debemos contar, y nuestra alegría no puede esperar épocas sin contrariedades, sin tentaciones y sin dolor. Es más, sin los obstáculos que encontramos en nuestra vida no habría posibilidad de crecer en las virtudes.
El fundamento de nuestra alegría debe ser firme. No se puede apoyar exclusivamente en cosas pasajeras: noticias agradables, salud, tranquilidad, desahogo económico para sacar la familia adelante, abundancia de medios materiales, etcétera, cosas todas buenas, si no están desligadas de Dios, pero por sí mismas insuficientes para proporcionarnos la verdadera alegría.
El Señor nos pide estar alegres siempre. Cada uno mire cómo edifica, que en cuanto al fundamento, nadie puede tener otro sino el que está puesto, Jesucristo. Solo Él es capaz de sostenerlo todo en nuestra vida. No hay tristeza que Él no pueda curar: no temas, ten solo fe, nos dice. Él cuenta con todas las situaciones por las que ha de pasar nuestra vida, y también con aquellas que son resultado de nuestra insensatez y de nuestra falta de santidad. Para todos tiene remedio.
En muchas ocasiones, como en este rato de oración, será necesario que nos dirijamos a Él en un diálogo íntimo y profundo ante el Sagrario; y que abramos nuestra alma en la Confesión, en la dirección espiritual personal. Allí encontraremos la fuente de la alegría, y nuestro agradecimiento se manifestará en mayor fe, en una crecida esperanza, que aleje toda tristeza, y en preocupación por los demás.
Dentro de poco, de muy poco, el que viene llegará. Espera, porque ha de llegar sin retrasarse, y con Él llega la paz y la alegría; con Jesús encontramos el sentido a nuestra vida.
III. Un alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados se han cometido a la sombra de la tristeza! Cuando el alma está alegre se vierte hacia afuera y es estímulo para los demás; la tristeza oscurece el ambiente y hace daño. La tristeza nace del egoísmo de pensar en uno mismo con olvido de los demás, de la indolencia ante el trabajo, de la falta de mortificación, de la búsqueda de compensaciones, del descuido en el trato con Dios.
El olvido de uno mismo, el no andar excesivamente preocupados en las propias cosas es condición imprescindible para poder conocer a Cristo, objeto de nuestra alegría, y para poder servirle. Quien anda excesivamente preocupado de sí mismo difícilmente encontrará el gozo de la apertura hacia Dios y hacia los demás.
Y para alcanzar a Dios y crecer en la virtud debemos estar alegres.
Por otra parte, con el cumplimiento alegre de nuestros deberes podemos hacer mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a Dios. Recomendaba San Pablo a los primeros cristianos: Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo. Y frecuentemente, para hacer la vida más amable a los demás, basta con esas pequeñas alegrías que, aunque de poco relieve, muestran con claridad que los consideramos y apreciamos: una sonrisa, una palabra cordial, un pequeño elogio, evitar tragedias por cosas de poca importancia que debemos dejar pasar y olvidar. Así contribuimos a hacer más llevadera la vida a las personas que nos rodean. Esa es una de las grandes misiones del cristiano: llevar alegría a un mundo que está triste porque se va alejando de Dios.
En muchas ocasiones el regato lleva a la fuente. Esas muestras de alegría conducirán a quienes nos tratan habitualmente a la fuente de toda alegría verdadera, a Cristo nuestro Señor.
Preparemos la Navidad junto a Santa María. Procuremos también prepararla en nuestro ambiente, fomentando un clima de paz cristiana, y brindemos muchas pequeñas alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitan pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, y pocas pruebas hay tan convincentes como la alegría habitual del cristiano, también cuando lleguen el dolor y las contradicciones. La Virgen las tuvo abundantes al llegar a Belén, cansada de tan largo viaje, y al no encontrar lugar digno donde naciera su Hijo; pero esos problemas no le hicieron perder la alegría de que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros.
Ya nos encontramos en el Tercer Domingo de Adviento, se le conoce como Domingo de Gaudete, que en latín significa "Alégrense".
En la liturgia de la Misa de este domingo encontramos lecturas que nos invitan a la alegria en el Señor, a permanecer constantes en la oración y a ser agradecidos con Él.
La alegría es un factor central de este tercer Domingo de Adviento, pero es esa alegría verdadera que viene del Espíritu Santo, de la espera de aquel que es nuestra esperanza, Jesucristo. Ese Mesías que quiere nacer en nuestro corazón, renovar nuestra vida y darnos una alegría imperecedera que viene de encontrarnos con Él.
En esta época de preparación a la Navidad, en las calles y comercios vemos un ambiente de consumismo, regalos, festejos, de una "alegría" que en realidad poco tiene que ver con el Señor y mucho con satisfacer anhelos materiales y llenar necesidades, que al final, siempre nos dejan vacíos.
En paralelo, la Iglesia nos llama a ir contracorriente, en esta época de Adviento nos invita a profundizar en la verdadera alegría, esa que es una y plena y viene de Jesús, que no necesita nada para ser completada, que lo tiene todo y es capaz de satisfacer totalmente el corazón del Ser Humano.
Que este Domingo de Gaudete sea una ocasión maravillosa para que en familia podamos meditar en la verdadera alegría que es Cristo Jesús, fuente de toda nuestra esperanza. Adoremos con la Iglesia "al señor que va a venir".
Para vivir la liturgia familiar del tercer domingo de Adviento se recomienda poner en un lugar especial la corona con alguna imagen de la Virgen, crear un ambiente de recogimiento con poca luz.
Nexo entre las
lecturas
La liturgia del tercer domingo de Adviento subraya de modo particular la
alegría por la llegada de la época mesiánica. Se trata de una cordial y sentida invitación para que nadie desespere de su situación, por difícil que ésta sea, dado que la salvación se ha hecho
presente en Cristo Jesús. El profeta Isaías, en un bello poema, nos ofrece la bíblica imagen del desierto que florece y del pueblo que canta y salta de júbilo al contemplar la Gloria del Señor.
Esta alegría se comunica especialmente al que padece tribulación y está a punto de abandonarse a la desesperanza. El salmo 145 canta la fidelidad del Señor a sus promesas y su cuidado por todos
aquellos que sufren. Santiago, constatando que la llegada del Señor está ya muy cerca, invita a todos a tener paciencia: así como el labrador espera la lluvia, el alma espera al Señor que no
tardará. El Evangelio, finalmente, pone de relieve la paciencia de Juan el Bautista quien en las oscuridades de la prisión es invitado por Jesús a permanecer fiel a su misión hasta el
fin.
Mensaje
doctrinal
1. El mensaje del
desierto. Cuando el Antiguo Testamento veía el desierto como lugar
geográfico, lo consideraba como la tierra que "Dios no ha bendecido", lugar, de tentación, de aridez, de desolación. Esta concepción cambió cuando Yahveh hizo pasar a su pueblo por el desierto
antes de introducirlo en la tierra prometida. A partir de entonces, el desierto evoca, sobre todo, una etapa decisiva de la historia de la salvación: el nacimiento y la constitución del pueblo de
Dios. El desierto se convierte en el lugar del "tránsito", del Éxodo, el lugar que se debe pasar cuando uno sale de la esclavitud de Egipto y se dirige a la tierra prometida. El camino del
desierto no es, en sentido estricto, el camino más corto entre el punto de salida y el punto de llegada. Lo importante, sin embargo, es comprender que ése es el camino de salvación que Dios elige
expresamente para su pueblo: en el desierto Yahveh lo purifica, le da la ley, le ofrece innumerables pruebas de su amor y fidelidad. El desierto se convierte, según el Deuteronomio (Dt 8,2ss
15-18), en el tiempo maravilloso de la solicitud paterna de Dios. Cuando el profeta Isaías habla del desierto florido expresa esta convicción: Dios siempre cuida de su pueblo y, en las pruebas de
este lugar desolado, lo alimenta con el maná que baja del cielo y con el agua que brota de la roca, lo conforta con su presencia y compañía hasta tal punto que el desierto empieza a florecer. En
nuestra vida hay momentos de desierto, momentos de desolación, de prueba de Dios, en ellos, más que nunca, el Señor nos repite por boca del profeta Isaías: fortaleced las manos débiles,
robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón, sed fuertes, no temáis. Mirad que vuestro Dios viene en persona.
2. Sed fuertes, no
temáis. Parece ser ésta la principal recomendación de toda la liturgia.
Sed fuertes, que las manos débiles no decaigan, que las rodillas vacilantes no cedan, que el que espera en la cárcel (Juan Bautista) persevere pacientemente en su testimonio: Dios en persona
viene, Dios es nuestra salvación y ya está aquí. Es preciso ir al corazón de Juan Bautista para comprender la tentación de la incertidumbre; Juan era un hombre íntegro de una sola pieza; un
hombre que nada anteponía al amor de Cristo y a su misión como precursor; un hombre ascético, sin respetos humanos y preocupado únicamente de la Gloria de Dios. Pues bien, Juan experimenta la
terrible tentación de haber corrido en vano, de sentir que las características mesiánicas de Jesús no correspondían a lo que él esperaba. Experiencia tremenda que sacude los cimientos más sólidos
de aquella inconmovible personalidad. Con toda humildad manda una legación para preguntar al Señor: ¿Eres realmente Tú el que ha de venir? La respuesta de Jesús nos reconduce a la primera
lectura. Los signos mesiánicos están por doquier: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Juan entiende bien la respuesta: ¡es Él y no hay
que esperar a otro! ¡Es Él! ¡El que anunciaban las profecías del Antiguo Testamento! ¡Es Él y, por lo tanto, debe seguir dando testimonio hasta la efusión de su sangre! ¡Y Juan Bautista es fiel!
¡Qué hermoso contemplar a este precursor en la tentación, en el momento de la prueba, en el momento de la lucha y de la victoria!
3. El Señor viene en
persona. Éste es el motivo de la alegría, éste es el motivo de la
fortaleza. Es Dios mismo quien viene a rescatar a su pueblo. Es Dios mismo quien se hace presente en el desierto y lo hace florecer. Es Dios mismo quien nace en una pequeña gruta de Belén para
salvar a los hombres. Es Dios mismo quien desciende y cumple todas las esperanzas mesiánicas. Admirable intercambio: Dios toma nuestra humana naturaleza y nos da la participación en la naturaleza
divina.
Sugerencias
pastorales
1. La alegría debe
ser un distintivo del cristiano. La alegría cristiana nace de la profunda
convicción de que en Cristo, el Señor, el pecado y la muerte han sido derrotados. Por eso, al ver que El Salvador está ya muy cerca y que el nacimiento de Jesús es ya inminente, el pueblo
cristiano se regocija y no oculta su alegría. Nos encaminamos a la Navidad y lo hacemos con un corazón lleno de gozo. Sería excelente que nosotros recuperáramos la verdadera alegría de la
Navidad. La alegría de saber que el niño Jesús, Dios mismo, está allí por nuestra salvación y que no hay, por muy grave que sea, causa para la desesperación. De esta alegría del corazón nace todo
lo demás. De aquí nace la alegría de nuestros hogares. De aquí nacen la ilusión y el entusiasmo que ponemos en la preparación del nacimiento, el gozo de los cantos natalicios tan llenos de poesía
y de encanto infantil. Es justo que estemos alegres cuando Dios está tan cerca. Pero es necesario que nuestra alegría sea verdadera, sea profunda, sea sincera. No son los regalos externos, no es
el ruido ni la vacación lo que nos da la verdadera alegría, sino la amistad con Dios. ¡Que esta semana sea de una preparación espiritual, de un gozo del corazón, de una alegría interior al saber
que Dios, que es amor, ha venido para redimirnos! Esta preparación espiritual consistirá, sobre todo, en purificar nuestro corazón de todo pecado, en acercarnos al sacramento de la Penitencia
para pedir la misericordia de Dios, para reconocer humildemente nuestros fallos y resurgir a una vida llena del amor de Dios
2. Salimos al
encuentro de Jesús que ya llega con nuestras buenas obras. Esta
recomendación que escuchamos ya el primer domingo de adviento se repite en este domingo de gozo. Hay que salir al encuentro con las buenas obras, sobre todo con caridad alegre y del servicio
atento a los demás. En algunos lugares existe la tradición de hacer un calendario de adviento. Cada día se ofrece un pequeño sacrificio al niño Jesús: ser especialmente obediente a los propios
padres, dar limosna a un pobre, hacer un acto de servicio a los parientes o a los vecinos, renunciar a sí mismo al no tomar un caramelo, etc. En otros lugares se prepara en casa, según la
costumbre iniciada por San Francisco de Asís, el "tradicional nacimiento". A los Reyes Magos se les coloca a una cierta distancia, más bien lejana, de la cueva de Belén. Cada buena obra o buen
comportamiento de los niños hace adelantar un poco al Rey en su camino hacia Jesús. Métodos sencillos, pero de un profundo valor pedagógico y catequético para los niños en el hogar. Pero no
conviene olvidar que la mejor manera de salir al encuentro de Jesús es el amor y la caridad: el amor en casa entre los esposos y con los hijos; el amor y la caridad con los pobres y los
necesitados, con los ancianos y los olvidados. Hay que formar un corazón sensible a las necesidades y sufrimientos de nuestro prójimo. Es esto lo que hará florecer el desierto. Es esto lo que
hará que nuestras rodillas no vacilen en medio de las dificultades de la vida. Nada mejor para superar los propios sufrimientos que salir al encuentro del sufrimiento ajeno.
3. La venida de
Jesús es una invitación a tomar parte en el misterio de la redención de los hombres. El cristiano no es un espectador del mundo, él participa de las alegrías y gozos así
como de las penas y sufrimientos de los hombres. "El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son
también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo, y nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón"(Gaudium et spes 1). El cristiano es por vocación,
así como lo era Juan Bautista, uno que prepara el camino de Cristo en las almas. Debe participar en la vida y en la misión de la Iglesia. Debe sentir la dulce responsabilidad de hacer el bien, de
predicar a Cristo, de conducir las almas a Cristo. Si alguno dice que no tiene tiempo para hacer apostolado es como si dijese que no tiene tiempo para ser cristiano, porque el mensaje y la misión
están en la entraña misma de la condición cristiana. Nos conviene recuperar ese celo apostólico, nos conviene fortalecer las manos débiles, las rodillas vacilantes y dar nuevamente al
cristianismo ese empuje y vitalidad que tenían las primeras comunidades cristianas. Veamos cómo los primeros discípulos de Cristo rápidamente se convertían en evangelizadores, llamaban a otros al
conocimiento y al amor de Jesús. Veamos que el mundo espera la manifestación de los Hijos de Dios (Cfr. Rom 8,19). Espera nuestra manifestación, espera que cada uno de nosotros, desde su propio
puesto, haga todo lo que pueda para preparar la venida del Señor. "¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el que hay que aventurarse,
contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de agudizar la vista para verla y, sobre todo, tener un
gran corazón para convertirnos en sus instrumentos... El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: "Id pues y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los
cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza "que no
defrauda" (Rm 5,5), (Novo Millennio Ineunte 58).
Una esperanza gozosa y comprometida
Si el Evangelio del domingo pasado situaba el nacimiento de Jesús, y con él el comienzo de la nueva Alianza, en un momento histórico concreto, las lecturas de hoy nos sitúan ante la necesidad de vivir este Adviento concreto en el aquí y ahora de nuestras vidas. La Navidad ya está cerca y preparar nuestra comunidad, nuestra familia y mi propia persona para esa celebración exige una cierta dedicación y atención.
Las dos primeras lecturas nos hablan de una actitud básica para este tiempo de Adviento: la alegría. La lectura de Sofonías comienza con una invitación a levantar la cabeza y el corazón: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, alégrate y gózate”. Hay una razón fundamentalista para que podamos disfrutar de esa alegría. Como dice el mismo profeta, “El Señor ha cancelado nuestra condena, se goza y se complace en nosotros”. Y termina con la única conclusión posible: “El Señor te ama”. Lo que se acerca, lo que vamos a celebrar dentro de unos días es el comienzo de la historia de nuestra definitiva liberación de todo lo que nos oprime, nos encadena y no nos deja ser personas. Lo que nos libera es precisamente ese amor que Dios nos tiene. La segunda lectura incide en la misma idea. Pablo pide a los filipenses, y a nosotros también, que estemos alegres en el Señor. Podemos confiar totalmente en él –nada nos ha de preocupar– y la paz de Dios habitará en nuestros corazones. La razón sigue siendo la misma: el Señor está cerca, nuestra liberación ya está en marcha. Ésa es la verdadera y más profunda razón para la alegría y el gozo del cristiano.
El Evangelio nos ofrece otra perspectiva de la misma realidad. La alegría se expresa en el anuncio de la Buena Nueva de la salvación realizado por Juan Bautista. Pero la acogida de esa noticia no nos puede dejar indiferentes. Tiene consecuencias para nuestra vida. Lo mismo que los que escuchaban a Juan le preguntaron qué debían hacer, hoy también nos podemos hacer la misma pregunta. La respuesta de Juan no fue la misma para todos. Más bien tuvo en cuenta la diversa situación de cada persona. A unos se les pide compartir lo que tienen, a otros practicar la justicia, a otros no hacer daño a nadie ni abusar de su poder. Ahora es cuestión nuestra mirar a nuestra vida y preguntarnos qué hemos de hacer. Quizá no valga la misma respuesta para todos. Y a cada uno le tocará ser honesto y aplicar su respuesta a su propia vida. En todo caso, hay que saber que corre prisa hacerlo porque ya está cerca el que nos “bautizará con Espíritu Santo y con fuego”. Nuestra alegría no puede darse si no hay un verdadero cambio, una verdadera conversión. La Buena Nueva, si la acogemos en el corazón, nos cambia la vida y nos ayuda a descubrir el verdadero gozo: “el que viene es el que nos ama”.
Para la reflexión
¿Cómo podría vivir y expresar la alegría en estos días últimos de Adviento y en la Navidad que se aproxima? ¿En que puntos concretos mi vida debería cambiar si quiero acoger de verdad al Jesús que viene? ¿En la relación con los otros, con mi familia, conmigo mismo?