“Autoridad” es una palabra que en muchos lugares no tiene buena prensa. A menudo reaccionamos a ella con desconfianza. La ambicionamos desmedidamente o la rehusamos como si del mismísimo demonio se tratara. Quizá porque confundimos autoridad con poder. Y nada más lejos.
El evangelio de hoy nos pone frente a esta disyuntiva: ¿tener autoridad es un elogio o un insulto? En el caso de Jesús, su autoridad no dejaba indiferente ni a sus seguidores ni a sus adversarios. Era llamativo; tanto, que le preguntan de dónde le viene tal autoridad. Y Jesús no responde. Tampoco se enfada ni castiga a quien le pone en duda. Simplemente, ejerce una vez más, su “soberana” autoridad, su escandalosa libertad.
Nos molestan las personas libres. Las de verdad. Y puede que nos incomoden porque son personas con autoridad. O lo que es lo mismo, personas que “no mandan” ni se imponen. Tampoco ambicionan el poder de la fuerza o de la imagen o del prestigio. Simplemente, son libres. Tanto, que si nos incomodan, tendemos a preguntar, como los fariseos: “pero, ¿tú quién te crees que eres?, ¿a ti quién te ha dado esta autoridad de decir lo que piensas y hacer lo que crees mejor aunque no coincida con la norma?”
Pero también queda otra opción: reconocer su autoridad, su libertad; y quedarnos cerca, prudentemente cerca. Y pedir a Dios que nos enseñe a mirar y a ver y a sentir y actuar como hacen ellos. Las personas libres. Como Jesús.
Hoy el profeta nos habla de visiones, de éxtasis, de ojos abiertos, de ojos perfectos, de la belleza del campamento de Jacob. Pero el Evangelio nos muestra una confrontación entre Jesús y los sacerdotes del templo.
Ayer, “domingo de la alegría”, se nos ofrecía la extraña paradoja de llamarnos al gozo, a la vez que en el Evangelio se nos invitaba a compartir, al despojo.
Por esta especie de contradicciones nos abrimos a una sabiduría escondida desde siempre y revelada a los sencillos: “El Señor es bueno y enseña el camino a los humildes”. San Juan de la Cruz nos enseña de manera especial la sabiduría en su “Noche oscura”, en “Subida del Monte Carmelo” y en el “Cántico Espiritual”.
Hoy deseo dirigirme a los que les cuesta sentir la esperanza y gustar la alegría, a los que no descubren la belleza de la vida y tienen frente a sí el muro del sufrimiento.
A ti, para quien el Adviento es noche; la esperanza, deseo; el dolor, siembra costosa; las noticias, quiebra, con la Palabra y el testimonio de los que ven, te digo:
El tiempo avanza con mensaje esperanzador, dentro de la paradoja. El místico se lamenta: ¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? (San Juan de la Cruz). La Beata Teresa de Calcuta llega a confesar su duda sobre la existencia de Dios, y lo ama. La noche es oscura, y el sufrimiento hace sangrar.
No quiero decirte palabra hueca, ni excusarme en los giros del lenguaje estético. Pero te aseguro que para ti el Adviento es real, existencial, la espera es contra toda esperanza. Para ti la luz amanecerá de lo alto y en tus entrañas, dentro de ti.
¡Cómo quisiera trasvasarte la fuerza de la paciencia, en el entretanto! Porque sé cómo duele la ausencia, el no saber dónde mirar.
La nostalgia, la búsqueda, la súplica, el grito, si es preciso, son también Adviento. “Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré” (San Anselmo).
Dios se esconde para que lo busques. Él hiere y venda la herida. A algunos se les revela en el límite del abismo. En todo caso, Dios no deja de amarte. Él contempla tu reacción humilde y humillada.
¡Ven Señor, y no tardes más! Ven con tu luz, e ilumina las tinieblas de los que son tentados en su esperanza.
El Nacimiento
104. Como es bien sabido, además de las representaciones del pesebre de Belén, que existían desde la antigüedad en las iglesias, a partir del siglo XIII se difundió la costumbre de preparar pequeños nacimientos en las habitaciones de la casa, sin duda por influencia del "nacimiento" construido en Greccio por San Francisco de Asís, en el año 1223. La preparación de los mismos (en la cual participan especialmente los niños) se convierte en una ocasión para que los miembros de la familia entren en contacto con el misterio de la Navidad, y para que se recojan en un momento de oración o de lectura de las páginas bíblicas referidas al episodio del nacimiento de Jesús.
La piedad popular y el espíritu del Adviento
105. La piedad popular, a causa de su comprensión intuitiva del misterio cristiano, puede contribuir eficazmente a salvaguardar algunos de los valores del Adviento, amenazados por la costumbre de convertir la preparación a la Navidad en una "operación comercial", llena de propuestas vacías, procedentes de una sociedad consumista.
La piedad popular percibe que no se puede celebrar el Nacimiento de Señor si no es en un clima de sobriedad y de sencillez alegre, y con una actitud de solidaridad para con los pobres y marginados; la espera del nacimiento del Salvador la hace sensible al valor de la vida y al deber de respetarla y protegerla desde su concepción; intuye también que no se puede celebrar con coherencia el nacimiento del que "salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21) sin un esfuerzo para eliminar de sí el mal del pecado, viviendo en la vigilante espera del que volverá al final de los tiempos.
PRIMERA LECTURA Jer 23, 5-8
Daré a David un vástago legítimo
Lectura del libro de Jeremías.
Mirad que llegan días -oráculo del Señor-
en que daré a David un vástago legítimo:
reinará como monarca prudente,
con justicia y derecho en la tierra.
En sus días se salvará Judá,
Israel habitará seguro.
Y le pondrán este nombre:
«El-Señor-nuestra-justicia».
Así que llegan días -oráculo del Señor-
en que ya no se dirá:
«Lo juro por el Señor,
que sacó a los hijos de Israel de Egipto»,
sino: «Lo juro por el Señor,
que sacó a la casa de Israel del país del Norte
y de los países por donde los dispersó,
y los trajo para que habitaran en su propia tierra».
Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.
EVANGELIO Mt 1, 18-24
Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David
╬ Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
R. Gloria a ti, Señor.
La generación de Jesucristo fue de esta manera:
María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:
«José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por medio del profeta:
«Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”».
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.
Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.
Del Papa Francisco, 22 de diciembre de 2013
Este Evangelio nos muestra toda la grandeza del alma de san José. Él estaba siguiendo un buen proyecto de vida, pero Dios reservaba para él otro designio, una misión más grande. José era un hombre que siempre dejaba espacio para escuchar la voz de Dios, profundamente sensible a su secreto querer, un hombre atento a los mensajes que le llegaban desde lo profundo del corazón y desde lo alto. No se obstinó en seguir su proyecto de vida, no permitió que el rencor le envenenase el alma, sino que estuvo disponible para ponerse a disposición de la novedad que se le presentaba de modo desconcertante.
Y así, era un hombre bueno. No odiaba, y no permitió que el rencor le envenenase el alma. ¡Cuántas veces a nosotros el odio, la antipatía, el rencor nos envenenan el alma! Y esto hace mal. No permitirlo jamás: él es un ejemplo de esto. Y así, José llegó a ser aún más libre y grande. Aceptándose según el designio del Señor, José se encuentra plenamente a sí mismo, más allá de sí mismo. Esta libertad de renunciar a lo que es suyo, a la posesión de la propia existencia, y esta plena disponibilidad interior a la voluntad de Dios, nos interpelan y nos muestran el camino.
"Populus, quí ambulabat in tenebris, vidit lucem magnam - El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una luz grande" (Is 9, 1).
Todos los años escuchamos estas palabras del profeta Isaías, en el contexto sugestivo de la conmemoración litúrgica del nacimiento de Cristo. Cada año adquieren un nuevo sabor y hacen revivir el clima de expectación y de esperanza, de estupor y de gozo, que son típicos de la Navidad.
Al pueblo oprimido y doliente, que caminaba en tinieblas, se le apareció "una gran luz". Sí, una luz verdaderamente "grande", porque la que irradia de la humildad del pesebre es la luz de la nueva creación. Si la primera creación empezó con la luz (cf. Gn 1, 3), mucho más resplandeciente y "grande" es la luz que da comienzo a la nueva creación: ¡es Dios mismo hecho hombre!
La Navidad es acontecimiento de luz, es la fiesta de la luz: en el Niño de Belén, la luz originaria vuelve a resplandecer en el cielo de la humanidad y despeja las nubes del pecado. El fulgor del triunfo definitivo de Dios aparece en el horizonte de la historia para proponer a los hombres un nuevo futuro de esperanza. (Misa de Medianoche, Homilía de S.S. Juan Pablo Navidad, 24 de diciembre de 2001).
El Adviento es tiempo de espera y preparación interior para el encuentro con el Señor. Por tanto, dispongamos nuestro espíritu para emprender con alegría y decisión esta peregrinación espiritual que nos llevará a la celebración de la santa Navidad. (Visita a la Parroquia de San Inocencio I Papa y San Guido Obispo, Roma; Homilía del Santo Padre Juan Pablo II, Domingo 28 de noviembre, 1988).
Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen Inmaculada aceptando, al anunciárcelo el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo: tú que la has transformado, por obra del Espíritu Santo, en templo de tu divinidad, concédenos siguiendo su ejemplo, la gracia de aceptar tus designios con humildad de corazón. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Hemos iniciado la tercera semana del tiempo de Adviento. Este año coincide con las ferias de la octava de preparación a la Navidad. En estos días la liturgia de la Iglesia, por medio de las lecturas bíblicas que propone, nos invitan a profundizar en la comprensión y la vivencia de este gran misterio de fe. En medio del bombardeo publicitario de esta época que promueve una navidad superficial y de consumo. Nosotros como cristianos estamos convocados a entrar en el espíritu de estos días con una actitud más contemplativa.
A estas alturas, no viene mal preguntarnos: ¿Cómo me estoy preparando para esta Navidad? ¿Cómo dispongo mi corazón para la Encarnación de Dios? ¿Me sigue sorprendiendo este Dios que se hace niño, que se revela en la pobreza y pequeñez? ¿Me dejo robar por la efervescencia comercial de estos días la alegría y la paz?
En el evangelio de hoy encontramos los primeros versículos del texto de Mateo. El evangelista nos presenta la genealogía de Jesús, su árbol familiar. Siempre nos resulta peculiar este texto, por su esquema repetitivo y por el elenco de nombres no del todo conocidos. Mas allá de la primera impresión que nos puede dar este relato, por su forma literaria, es fundamental captar el sentido teológico que el autor nos quiere comunicar.
Mateo comienza su evangelio presentándonos la descendencia humana de Jesús. Lo coloca en la línea de descendientes de Abraham hasta llegar a “José, el esposo de María del cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16). El evangelista dibuja en esta cadena generacional una breve síntesis de la historia de la salvación que encuentra su plenitud en Jesús-mesías. Uno de los valores teológicos que descubrimos en este texto es la presentación de Jesús como hijo de la humanidad. Descendiente de una historia y una cultura concreta. Con ello se subraya un aspecto fundamental de la Navidad: la encarnación de Dios en nuestra carne.
Otro detalle que llama la atención es que Mateo coloca dentro de la genealogía de Jesús a hombres y mujeres pecadores. El Mesías se encarna en nuestra historia marcada por la fragilidad humana para revestirla con una luz nueva. Con ello también se nos dice que esta buena noticia de salvación que nos trae el Emmanuel tiene un carácter universal. La salvación es para toda la humanidad. Dios no tiene miedo de encarnarse en una historia humana sucia, manchada, oscura. Jesús entra en nuestra historia por lo débil y lo caído.
Nosotros también formamos parte de esta historia humana santa y pecadora, como aparece en la genealogía de Jesús. De ahí, la invitación para dejar que el Verbo eterno del Padre se encarne en nuestras vidas. Pidamos en este día la gracia de saber asumir nuestra propia condición débil, frágil y pecadora. Solo desde esa experiencia de redención podremos ser portadores de la salvación universal de Dios para contagiar nuestro mundo con nuestra alegría y esperanza.
Adviento. 3ª semana. Lunes
LIMPIEZA DE CORAZÓN
— La Navidad nos llama a una mayor pureza interior. Frutos de la pureza de corazón. Los actos internos.
— La guarda del corazón.
— Los limpios de corazón verán a Dios ya en esta vida, y con plenitud en la vida eterna.
I. Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria. Ábrase la tierra y brote la salvación.
La Navidad es una luz en la noche, y esta luz no se extinguirá jamás. Todo el que mire hacia Belén podrá contemplar a Jesús Niño, acompañado de María y de José; todo el que mire con corazón puro, porque Dios solo se manifiesta a los limpios de corazón.
La Navidad es una llamada a la pureza interior. Muchos hombres quizá no vean nada cuando llegue esta fiesta, porque están ciegos para lo esencial: tienen el corazón lleno de cosas materiales o de suciedad y de miseria. La impureza de corazón es la que provoca la insensibilidad para las cosas de Dios, y también para muchas cosas humanas rectas, entre ellas la compasión por las desgracias de los hombres.
De un corazón puro nace la alegría, una mirada penetrante para lo divino, la confianza en Dios, el arrepentimiento sincero, el conocimiento de nosotros mismos y de nuestros pecados, la verdadera humildad, y un gran amor a Dios y a los demás.
En cierta ocasión, unos escribas y fariseos preguntaron a Jesús: ¿Por qué motivo tus discípulos incumplen la tradición de los antiguos no lavándose las manos cuando comen? El Señor aprovecha para hacerles ver que ellos descuidan preceptos importantísimos. Y les dice: ¡Hipócritas! Con razón profetizó de vosotros Isaías diciendo: Este pueblo me honra con los labios; pero su corazón está lejos de mí.
Jesús convocó entonces al pueblo, porque va a declarar algo importante. No se trata de una interpretación más de un punto de la Ley, sino de algo fundamental. El Señor señala lo que verdaderamente hace a una persona pura o impura ante Dios.
Y llamando al pueblo les dijo: —Escuchadme y atended. Lo que entra por la boca no es lo que mancha al hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre. Y un poco más tarde explicará aparte a sus discípulos: Lo que sale de la boca, sale del corazón, y eso es lo que mancha al hombre; porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias; estas cosas sí que manchan al hombre, pero comer sin lavarse las manos, eso no le mancha. Lo que sale de la boca, del corazón sale. El hombre entero queda manchado por lo que ocurre en su corazón: malos deseos, despropósitos, envidias, rencores... Los mismos pecados externos que nombra el Señor, antes que en la misma acción externa, se han cometido ya en el interior del hombre. Ahí es donde se ama o se ofende a Dios.
A veces, sin embargo, la acción externa aumenta la bondad o la malicia del acto interno, por una mayor intensidad en la voluntariedad, por la ejemplaridad o escándalo que se siguen de dicha acción, por los bienes o daños causados al prójimo, etcétera. Pero es el interior del hombre lo que hay que conservar sano y limpio, y todo lo demás será puro y agradable a Dios.
El Señor llama bienaventurados y felices a quienes guardan su corazón. Y esta es tarea de cada día.
II. Guarda tu corazón, porque de él procede la vida, dice el Libro de los Proverbios; y también proceden de él, la alegría y la paz, y la capacidad de amar, y la de hacer apostolado... ¡Con qué cuidado hemos de guardar el corazón! Porque, por otra parte, el corazón tiende a apegarse desordenadamente a personas y cosas.
Entre todos los fines de nuestra vida uno solo es verdaderamente necesario: llegar hasta la meta que Dios nos ha propuesto; alcanzar el Cielo, habiendo realizado nuestra propia vocación. Con tal de alcanzarlo, hay que estar dispuesto a perder cualquier cosa, a apartar todo lo que se interponga en el camino. Todo debe ser medio para alcanzar a Dios; y, si en vez de ser medio es un obstáculo, entonces habremos de rectificarlo o quitarlo. Las palabras del Señor son claras: Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo... Y si tu mano derecha te escandaliza, córtala y arrójala de ti; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo el cuerpo sea arrojado al infierno.
Con la expresión ojo derecho y mano derecha expresa el Señor lo que en un momento dado puede presentarse como algo muy estimado y valioso. Sin embargo, la santidad, la salvación –la propia y la del prójimo– es lo primero.
«Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! —¡Pobre corazón, que es el que te escandaliza!
»Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. —Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: “Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!”».
Las cosas que habremos de quitar o cortar en nuestra vida pueden ser de naturaleza muy diversa. Unas veces pueden ser cosas buenas en sí mismas, pero que se tornan desordenadas por egoísmo o falta de rectitud de intención.
Muchas veces no se tratará de cosas importantes, sino de pequeños caprichos, faltas habituales de templanza, falta de dominio del carácter, excesiva preocupación por las cosas materiales, etcétera. Cosas que hay que cortar y tirar, porque, casi siempre, son esos detalles que parecen pequeños los que dejan al alma sumida en la mediocridad. «Mira –dice San Agustín– cómo el agua del mar se filtra por las rendijas del casco y poco a poco llena las bodegas del barco, y, si no se la saca, sumerge la nave... Imitad a los navegantes: sus manos no cesan hasta secar el hondón del barco; no cesen las vuestras de obrar el bien. Sin embargo, a pesar de todo, volverá a llenarse otra vez el fondo de la nave, porque persisten las rendijas de la flaqueza humana; y de nuevo será necesario achicar el agua». Esos obstáculos y tendencias que no se arrancan de una sola vez, sino que exigen una disposición de lucha alegre, nos ayudan, en gran medida, a ser más humildes.
El amor a la Confesión frecuente y el examen diario de conciencia nos ayudan a mantener el alma más limpia y dispuesta para contemplar a Jesús en la gruta de Belén, a pesar de nuestras patentes flaquezas diarias.
III. Los limpios de corazón verán a Dios. «Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén manchadas».
Si está limpio el corazón sabremos reconocer a Cristo en la intimidad de la oración, en medio del trabajo, en los acontecimientos de nuestra vida ordinaria. Él vive y sigue actuando en nosotros. Un cristiano que busca al Señor con sinceridad, lo encuentra; porque es el mismo Señor quien nos busca.
Si faltara pureza interior, los signos más claros no nos dirán nada y los interpretaríamos torcidamente, como hicieron los fariseos, e incluso podrían escandalizarnos. Las buenas disposiciones son necesarias para ver a Dios y las obras de Dios en el mundo.
La contemplación de Dios en esta vida nos obliga dichosamente a vivir hacia dentro, a guardar los sentidos, a no dejar las pequeñas mortificaciones que cada día ofrecemos al Señor. Este recogimiento interior es compatible con el trabajo intenso y con las relaciones sociales de una persona que ha de vivir en medio del mundo.
«¿Cómo va ese corazón? —No te me inquietes: los santos –que eran seres conformados y normales, como tú y como yo– sentían también esas “naturales” inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción “sobrenatural” de guardar su corazón –alma y cuerpo– para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido.
»Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida y “bien enamorada”».
Esta vida contemplativa está al alcance de todo cristiano, pero es necesaria una decisión firme y seria de buscar a Dios en todas las cosas, de purificarse y de reparar por las faltas y pecados cometidos. Es siempre una gracia de Dios, que no niega a quien la pide con humildad. Es un don para pedir especialmente durante el Adviento.
Después, si hemos sido fieles, vendrá el conocimiento perfecto de Dios, inmediato, claro y total, siempre dentro de las posibilidades de la naturaleza creada y finita del hombre. Lo veremos cuando llegue el fin, quizá para nosotros dentro de poco tiempo. Conoceremos a Dios como Él nos conoce a nosotros, directamente y cara a cara: Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. El hombre podrá entonces mirar a Dios, sin cegarse y sin morir. Podremos contemplar a Dios, a quien hemos procurado servir toda nuestra vida.
Contemplaremos a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Y, muy cerca de la Trinidad Beatísima, a Santa María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.