La vida teologal se viste hoy de esperanza. El don divino ha encontrado una casa, un nido donde habitar para siempre: este lugar excede a aquellas promesas que fueron dadas por boca de profetas y reyes. Jeremías, en la primera lectura, nos recuerda la historia de Israel desde la salida de Egipto hasta el final de su destierro en los países que se vio expulsado. Hoy hay un nuevo oráculo, distinto, diferente, dirigido a todo el pueblo, a toda la humanidad, a los que están y a los que vendrán a caminar una tierra de alegría y llanto. A cada hombre se le comunica que un vástago de la Casa de David le trae la justicia, la paz y la seguridad que tanto ha ansiado y orado en la soledad y la fragilidad de los límites de su Amor.
Y la Esperanza se encarna en la Mujer. El vientre se llama María. Es el tiempo de la humildad; pasaron los días para que se cumpliera lo que había dicho Dios por medio del profeta: “La Virgen concebirá y dará a luz un Hijo”. En ella se encarnan la fe, la esperanza, el amor. Y en la adopción de hijo, por gracia del Salvador, en cada uno de nosotros. En sus manos se han depositado los siete espíritus y las siete estrellas para que alcancen al último hombre de cualquier rincón de la tierra. Ella es la esperanza del pobre y del indigente, del afligido que no tenía protector, de su vida y salvación. ¿No hemos de decir con el salmista –este es el momento- “mi alma espera en el Señor, espera en su Palabra”? O, ¿espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor? Con el corazón hemos de proclamar que lo esperamos a Él, solo a Él, porque no lo tenemos, no lo vemos, ni lo comprendemos…, pero cuando alzamos nuestra oración con tal voz es porque Él ya nos ha asido, nos conoce y nos posee a pesar de hallarnos tan separados de El.
Nuestra oración de hoy, en María se transforma en un mandamiento nuevo de contemplación de este Misterio, de quietud y silencio, de acción teologal, de bendición y gloria al Señor que hace maravillas en favor de los pobres y humillados, “porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”.
Que San José, que hizo lo que el ángel le había ordenado, que acogió a la Virgen y juntos esperaron la llegada de Jesús, nos enseñe a seguir el camino confiando en Dios y aceptando que se haga en nosotros su voluntad.
Algo particular de las ferias de Adviento es ponernos delante del misterio de la Navidad para “sentir y gustar”, como decía San Ignacio, todo el contenido teológico y espiritual que guarda. Es fundamental acercarnos a los textos con sencillez y humildad, para dejarnos sorprender por la Palabra. Tenemos siempre el peligro de dar por sabidos los relatos bíblicos, con ello cerramos la posibilidad de poder escuchar la sorprendente novedad de Dios que nos habla.
En la primera lectura el profeta Jeremías anuncia, en forma de oráculos, a un rey sabio, descendiente de David que reinará con justicia y derecho. En un segundo oráculo el profeta manifiesta el deseo del fin del exilio y que el pueblo disperso de Israel retorne para habitar “en su propia tierra”. Jeremías promete que Dios va a intervenir en la historia porque es fiel a sus promesas y establecerá un reino de paz y de justicia. Por eso, a este rey se le pondrá por nombre: “El-Señor-es-nuestra-justicia”. En estrecha relación con esta lectura se encuentra el evangelio de hoy.
Mateo nos presenta el anuncio del nacimiento de Jesús a José, hijo de David. María prometida de José se encuentra en cinta por obra del Espíritu Santo. Cuando José, un “hombre justo”, decide repudiarla en secreto el Ángel del Señor le revela en sueños el plan de Dios: “María dará a luz el salvador esperado”. José, modelo de todo creyente, acoge con fe y simplicidad el plan de Dios, aunque no lo comprenda del todo. Él sabe poner toda su confianza y fidelidad al llamado que Dios le hace: “no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”.
Es sorprender ver en este texto de Mateo cómo Dios cuenta con la colaboración del ser humano para llevar adelante su designio de amor y salvación. De esta forma, podemos decir, que Dios interviene en nuestra historia cuando somos capaces, como José, de implicar nuestras vidas en su proyecto de redención. Esta participación comienza cuando nos ponemos a la escucha de la Palabra de Dios, para interiorizarla y la vivirla en las pequeñas cosas de cada día.
Con facilidad solemos quejarnos de los males que oprimen a nuestro mundo. Casi siempre culpamos a los demás. Pocas veces evaluamos nuestra cuota de responsabilidad en el mal y la injusticia que nos rodean. En estos días vecinos a la Navidad pidamos al Señor esa gracia de “sentir y gustar” el misterio que celebramos, para que de esta experiencia nos comprometamos con el sueño de Dios para la humanidad, de manera que en nuestros días “florezca la justicia y la paz abunde eternamente”.
«El Mesías, que Juan nos anunció como Cordero, vendrá como Rey.» (Antífona de Entrada)
«Le pondrán por nombre Emmanuel, que significa: 'Dios-con-nosotros.» (Antífona de Comunión, Mt 1, 23)
«"Habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló." (Is 9, 1) El anuncio gozoso que se acaba de proclamar en nuestra asamblea vale también para nosotros, hombres y mujeres en el alba del tercer milenio. La comunidad de los creyentes se reúne en oración para escucharlo en todas las regiones del mundo. Tanto en el frío y la nieve del invierno como en el calor tórrido de los trópicos, esta noche es Noche Santa para todos. Esperado por mucho tiempo, irrumpe por fin el resplandor del nuevo Día. ¡El Mesías ha nacido, el Enmanuel, Dios con nosotros! Ha nacido Aquel que fue preanunciado por los profetas e invocado constantemente por cuantos "habitaban en tierras de sombras". En el silencio y la oscuridad de la noche, la luz se hace palabra y mensaje de esperanza. Pero, ¿no contrasta quizás esta certeza de fe con la realidad histórica en que vivimos? Si escuchamos las tristes noticias de las crónicas, estas palabras de luz y esperanza parecen hablar de ensueños. Pero aquí reside precisamente el reto de la fe, que convierte este anuncio en consolador y, al mismo tiempo, exigente. La fe nos hace sentirnos rodeados por el tierno amor de Dios, a la vez que nos compromete en el amor efectivo a Dios y a los hermanos. (Misa de Medianoche, Homilía de S.S. Juan Pablo Navidad, 24 de diciembre de 2001).
Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen Inmaculada aceptando, al anunciárcelo el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo: tú que la has transformado, por obra del Espíritu Santo, en templo de tu divinidad, concédenos siguiendo su ejemplo, la gracia de aceptar tus designios con humildad de corazón. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Adviento. 3ª semana. Martes
QUIÉN ES JESÚS
— Jesús, Hijo Unigénito del Padre.
— Perfecto Dios y hombre perfecto. Se hace Niño para que nos acerquemos a Él con confianza. Especiales relaciones con Jesucristo.
— La Humanidad Santísima del Señor, camino hacia la Trinidad. Imitar a Jesús. Conocerle mejor mediante la lectura del Santo Evangelio. Meditar su vida.
I. Tú eres mi hijo: yo te he engendrado hoy, leemos en la Antífona de entrada de la Primera Misa de Navidad, con palabras del Salmo II. «El adverbio hoy habla de la eternidad, el hoy de la Santísima e inefable Trinidad».
Durante su vida pública, Jesús anunció muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres, remitiéndose a las numerosas expresiones que se contienen en el Antiguo Testamento.
Sin embargo, «para Jesús, Dios no es solamente “el Padre de Israel, el Padre de los hombres”, sino mi Padre. Mío: precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque llamaba a Dios su Padre (Jn 5, 18). Suyo en sentido totalmente literal: Aquel a quien solo el Hijo conoce como Padre, y por quien solo y recíprocamente es conocido (...). Mi Padre es el Padre de Jesucristo. Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza».
Cuando, en las proximidades de Cesarea de Filipo, Simón Pedro confiesa: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Jesús le responde: Bienaventurado tú... porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre..., porque solo el Padre conoce al Hijo, lo mismo que solo el Hijo conoce al Padre. Solo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.
El Niño que nacerá en Belén es el Hijo de Dios, Unigénito, consustancial al Padre, eterno, con su propia naturaleza divina y la naturaleza humana asumida en el seno virginal de María. Cuando en esta Navidad le miremos y le veamos inerme en los brazos de su Madre no olvidemos que es Dios hecho hombre por amor a nosotros, a cada uno de nosotros.
Y al leer en estos días con profunda admiración las palabras del Evangelio y habitó entre nosotros, o al rezar el Ángelus, tendremos una buena ocasión para hacer un acto de fe profundo y agradecido, y de adorar a la Humanidad Santísima del Señor.
II. Jesús nos vino del Padre, pero nos nació de una mujer: Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, dice San Pablo. Los textos proféticos anunciaban que el Mesías descendería del Cielo, igual que la lluvia, y había de surgir de la tierra como un germen. Será el Dios fuerte y a la vez un niño, un hijo. De sí mismo dirá Jesús que vino de arriba, y al mismo tiempo nació de la semilla de David: Brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago. Nacerá de la tierra, de esta tierra terrena.
En el Evangelio de la Misa de la Vigilia de Navidad leeremos la genealogía humana de Jesús. El Espíritu Santo ha querido mostrarnos cómo el Mesías se ha entroncado en una familia y en un pueblo, y a través de él en toda la humanidad. María le dio a Jesús, en su seno, su propia sangre: sangre de Adán, de Farés, de Salomón...
El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros; se hizo hombre, pero no por eso dejó de ser Dios. Jesucristo es perfecto hombre y Dios perfecto.
Después de su Resurrección, como se movía el Señor con tan milagrosa agilidad y se aparecía de modo tan inexplicable, quizá pensara algún discípulo que Jesús era una especie de espíritu. Entonces, Él mismo disipó esas dudas para siempre. Les dijo: Palpad y ved; porque los espíritus no tienen carne y huesos como veis que yo tengo. A continuación le dieron un trozo de pez asado, y, tomándolo, comió delante de ellos.
Juan estaba presente, y le vio comer, como tantas veces le había visto antes. Ya jamás le abandonó la certeza abrumadora de esa carne que hemos visto con nuestros propios ojos, que contemplamos y tocaron nuestras manos.
Dios se hizo hombre en el seno de María. No apareció de pronto en la tierra como una visión celestial, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de una mujer. Con ello se distingue también la generación eterna (su condición divina, la preexistencia del Verbo) de su nacimiento temporal. En efecto, Jesús, en cuanto Dios, es engendrado misteriosamente, no hecho, por el Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, sin embargo, nació, «fue hecho», de Santa María Virgen en un momento concreto de la historia humana. Por tanto, Santa María Virgen, al ser Madre de Jesucristo, que es Dios, es verdadera Madre de Dios, tal como se definió dogmáticamente en el Concilio de Éfeso.
Miramos al Niño que nacerá dentro de pocos días en Belén de Judá, y nosotros sabemos bien que Él es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana». De este Niño depende toda nuestra existencia: en la tierra y en el Cielo. Y quiere que le tratemos con una amistad y una confianza únicas. Se hace pequeño para que no temamos acercarnos a Él.
III. El Padre predestinó a los hombres a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea primogénito entre muchos hermanos. Nuestra vida debe ser una continua imitación de Su vida aquí en la tierra. Él es nuestro Modelo en todas las virtudes y tenemos con Él relaciones que no poseemos respecto de las demás Personas de la Santísima Trinidad. La gracia conferida al hombre por los sacramentos no es meramente «gracia de Dios», como aquella que adornó el alma de Adán, sino, en sentido verdadero y propio, «gracia de Cristo».
Fue Cristo un hombre, un hombre individual, con una familia y con una patria, con sus costumbres propias, con sus fatigas y preferencias particulares; un hombre concreto, este Jesús. Pero, al mismo tiempo, dada la transcendencia de su divina Persona, pudo y puede acoger en sí todo lo humano recto, todo cuanto de los hombres es asumible. No hay en nosotros un solo pensamiento o sentimiento bueno que Él no pueda hacer suyo, no existe ningún pensamiento o sentimiento suyo que no debamos nosotros esforzarnos en asimilar. Jesús amó profundamente todo lo verdaderamente humano: el trabajo, la amistad, la familia; especialmente a los hombres, con sus defectos y miserias. Su Humanidad Santísima es nuestro camino hacia la Trinidad.
Jesús nos enseña con su ejemplo cómo hemos de servir y ayudar a quienes nos rodean: os he dado ejemplo, nos dice, a fin de que, como yo he obrado, hagáis vosotros también. La caridad es amar como yo os he amado. Vivid en caridad como Cristo nos amó, dice San Pablo. Y para exhortar a los primeros cristianos a la caridad y a la humildad, les dice simplemente: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús.
Cristo es nuestro Modelo en el modo de vivir las virtudes, en el trato con los demás, en la manera de realizar nuestro trabajo, en todo. Imitarle es penetrarse de un espíritu y de un modo de sentir que deben informar la vida de cualquier cristiano, sean cuales sean sus cualidades, su estado de vida, o el puesto que ocupe en la sociedad.
Para imitar al Señor, para ser verdaderamente discípulos suyos, «hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.
»Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección». Solo así tendremos a Cristo en nuestra mente y en nuestro corazón.
En estos días, mediante la lectura y meditación del Evangelio, nos será fácil contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José. Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de preocupación por los demás. Los pastores nos enseñarán la alegría de encontrar a Dios, y los Magos, cómo hemos de adorarle..., y nos sentiremos reconfortados para seguir avanzando en nuestro camino.
Si nos acostumbramos a leer y a meditar con atención cada día el Santo Evangelio, nos meteremos de lleno en la vida de Cristo, le conoceremos cada día mejor y, casi sin darnos cuenta, nuestra vida será un reflejo en el mundo de la Suya.