Pedir pruebas a las personas que amamos y que nos quieren, no suele ser una buena idea. Ajaz parece que lo sabía, tal como nos lo cuenta Isaías. No quería tentar a su Dios. Sin embargo, el profeta parece descubrir más una falta de confianza que una prueba de amor. Y el Señor envía una prueba: una muchacha quedará embarazada y dará a luz. De nuevo, como ayer, quedan claras las preferencias de Dios y su modo de hacer las cosas.
“Va a entrar el Señor, el Rey de la gloria”, dice el salmo . Pero el camino elegido para esta entrada no deja de ser desconcertante. Lo fue para Ajab en tiempos de Isaías; lo fue para los contemporáneos de Jesús. Y me temo que lo sigue siendo para nosotros hoy.
Si hoy pudiera pedir a Dios un signo, ¿qué le pediría? No lo tengo claro… La tentación es confundir una señal para seguir esperando, con una acción que confirme nuestros propios deseos.
Y si Dios me quisiera dar una señal para mí hoy, en las circunstancias que estoy viviendo, ¿cuál sería?, ¿por dónde señalaría?, ¿por qué caminos y modos entraría este Señor de la Gloria?
Ojalá no perdamos la oportunidad. Porque aunque Dios venga y vuelva siempre, una y otra vez, también sabemos que, como el ángel Gabriel, se retira. Y es el momento en que nosotros, -cada uno sabrá cómo-, tiene que vivir y hacer vida eso que tan alegremente decimos: “hágase en mí según tu Palabra”.
« Muy pronto vendrá el Señor, que domina los pueblos, y se llamará Emmanuel, porque tenemos a Dios-con-nosotros. » (Antífona de Entrada, Cf. Is 7, 14; 8, 10)
« ¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. » (Antífona de Comunión, Lc 1, 45)
"Un Niño nos ha nacido..."
Te acogemos con alegría, Omnipotente Dios del cielo y de la tierra, que por amor te has hecho Niño "en Judea, en la ciudad de David, que se llama Belén" (cf. Lc 2, 4).
Te acogemos agradecidos, nueva Luz que surges en la noche del mundo.
Te acogemos como a nuestro hermano, "Príncipe de la paz", que has hecho "de los dos pueblos una sola cosa" (Ef 2, 14).
Cólmanos de tus dones, Tú que no has desdeñado comenzar la vida humana como nosotros. Haz que seamos hijos de Dios, Tú que por nosotros has querido hacerte hijo del hombre (cf. S. Agustín, Sermón 184).
Tú, "Maravilla de Consejero", promesa segura de paz; Tú, presencia eficaz del "Dios poderoso"; Tú, nuestro único Dios, que yaces pobre y humilde en la sombra del pesebre, acógenos al lado de tu cuna.
¡Venid, pueblos de la tierra y abridle las puertas de vuestra historia! Venid a adorar al Hijo de la Virgen María, que ha venido entre nosotros en esta noche preparada por siglos.
Noche de alegría y de luz.
¡Venite, adoremus!(Misa de Medianoche, Homilía de S.S. Juan Pablo Navidad, 24 de diciembre de 2001).
Dios y Señor nuestro, que en el parto de la Virgen María has querido revelar al mundo entero el esplendor de tu gloria; asístenos con tu gracia, para que proclamemos con fe íntegra y celebremos con piedad sincera el misterio admirable de la Encarnación de tu Hijo. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Adviento. 17 de diciembre
LA NAVIDAD, JUNTO A SAN JOSÉ
— La misión de José.
— El trato de José con Jesús.
— Acudir a José para que nos enseñe a vivir junto a María y a Jesús.
I. Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo.
Hoy nos presenta el Evangelio de la Misa la genealogía de Jesús por parte de José. Entre los judíos, como entre los demás pueblos de origen nómada, el árbol genealógico tenía una importancia capital. La persona estaba ligada y era conocida fundamentalmente por el clan o la tribu a la que pertenecía más que por el lugar donde habitaba.
En el pueblo hebreo se añadía la circunstancia de pertenecer al pueblo elegido por el vínculo de la sangre.
Entre los hebreos, las genealogías se hacían por vía masculina. José, al ser esposo de María, era el padre legal de Jesús y llevaba consigo las obligaciones de un verdadero padre.
Era José, como María, de la casa y familia de David, de donde nacería el Mesías, según había sido prometido por Dios: suscitaré de tu linaje después de ti, al que saldrá de tus entrañas y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo restableceré su trono para siempre. Así, Jesús, que era descendiente de David a través de María, fue empadronado en la casa real por medio de José, pues, «el que vino al mundo debió ser empadronado según el uso del mundo».
José será también el encargado de imponer el nombre al Verbo encarnado, según el mandato recibido de Dios: tú le pondrás por nombre Jesús.
Dios había previsto que su Hijo naciera de la Virgen, en una familia como tantas otras, y que en ella se desarrollara humanamente. La vida de Jesús había de ser igual a la de los demás hombres: debía nacer indefenso, necesitado de un padre que le protegiera y le enseñara lo que todos los padres enseñan a sus hijos.
En el cumplimiento de su misión de custodio de María y de padre de Jesús habría de estar toda la esencia de la vida de José y su último sentido. Vino al mundo para hacer de padre de Jesús y de esposo castísimo de María, de la misma manera que cada hombre viene al mundo con un peculiar encargo de Dios, en el cual radica todo el sentido de su vida.
Cuando el Ángel le reveló el misterio de la concepción virginal de Jesús, aceptó plenamente su misión, a la que permanecería fiel hasta su muerte. Su misión en la vida consistiría en ser cabeza de la Sagrada Familia.
Toda la gloria y la felicidad de San José consistió en haber sabido entender lo que Dios quería de él y en haberlo llevado a cabo fielmente hasta el final.
Hoy, en nuestra oración, le contemplamos junto a la Virgen, que está encinta, próxima ya a dar a luz a su Hijo Unigénito. Y hacemos el propósito de vivir la Navidad cerca de José: un lugar tan discreto y privilegiado a un mismo tiempo: «¡Qué bueno es José! —Me trata como un padre a su hijo. —¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!...».
II. «A San José –leemos en un sermón de San Agustín– no solo se le debe el nombre de padre, sino que se le debe más que a otro alguno». Y luego añade el santo doctor: «¿Cómo era padre? Tanto más profundamente cuanto más casta fue su paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor Jesucristo, de la misma forma que son padres los demás, que engendran según la carne... Por eso dice San Lucas: se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué solo se pensaba? Porque el pensamiento y el juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la piedad y a la caridad de José le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios».
El amor de San José a la Virgen fue muy grande. «Debió quererla mucho y con gran generosidad cuando, sabiendo su deseo de mantener la consagración que había hecho a Dios, accedió a desposarse, prefiriendo renunciar a tener sucesión antes que vivir separado de aquella a la que tanto amaba». Fue el suyo un amor limpio, delicado, profundo, sin mezcla de egoísmo, respetuoso. Dios mismo había sellado su unión de modo definitivo (ya estaban unidos por los esponsales y por eso el ángel dijo: no temas recibir a María, tu esposa) con un nuevo vínculo todavía más fuerte, que era el común destino en la tierra para cuidar del Mesías.
¿Cómo sería el trato de José con Jesús? «José amó a Jesús como un padre ama a su hijo, le trató dándole lo mejor que tenía. José, cuidando de aquel Niño, como le había sido ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió su oficio. Por eso los vecinos de Nazaret hablarán de Jesús, llamándole indistintamente faber y fabri filius (Mc 6, 3; Mt 13, 55): artesano e hijo del artesano. Jesús trabajó en el taller de José y junto a José. ¿Cómo sería José, cómo habría obrado en él la gracia, para ser capaz de llevar a cabo la tarea de sacar adelante en lo humano al Hijo de Dios?
»Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José».
De la mano de José podemos entrar en la ya cercana Navidad. Él solo nos pide sencillez y humildad para contemplar a María y a su Hijo. Los soberbios no tienen entrada en aquella pequeña gruta de Belén.
III. «El cansancio –decía Juan Pablo II en la Misa de Nochebuena– llena los corazones de los hombres, que se han adormecido, lo mismo que se habían adormecido no lejos los pastores, en los valles de Belén. Lo que ocurre en el establo, en la gruta de la roca tiene una dimensión de profunda intimidad: es algo que ocurre entre la Madre y el Niño que va a nacer. Nadie de fuera tiene entrada. Incluso José, el carpintero de Nazaret, permanece como un testigo silencioso. Ella sola es plenamente consciente de su maternidad. Y solo Ella capta la expresión propia del vagido del Niño. El nacimiento de Cristo es ante todo su misterio, su gran día. Es la fiesta de la Madre».
Y solo Ella ha penetrado realmente en el misterio de la Navidad, de la Redención.
Entre María y Jesús existe una relación absolutamente única y particular de la que nadie ha participado, ni el mismo José, que es solo «un testigo silencioso», en palabras del Papa. José contempla admirado, callado y respetuoso al Niño y a la Madre. Fue el primero, después de María, en contemplar al Hijo de Dios hecho hombre. Nadie ha experimentado jamás la felicidad de tener en sus brazos al Mesías, que en nada se distingue de cualquier otro niño.
Con todo, el misterio que contempla José también le impone unos límites, que él no rebasó en ningún momento; con María es distinto, porque «el misterio concernía, sobre todo, a la Madre y al Hijo; José participó de él después, cuando ya existía la profunda y misteriosa relación entre Jesús y la Virgen. José participó del misterio por el conocimiento que le fue dado mediante la revelación del ángel en orden a la misión que debía cumplir cerca de aquellos dos seres excepcionales».
San José presenció luego la llegada de los pastores, quizá les invitó a que entraran sin timideces y a que besaran al Niño. «Les vio asomarse a la gruta entre tímidos y curiosos, contemplar al Niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre (Lc 2,12); les oyó explicar a la Virgen la aparición del ángel, que les comunicó el nacimiento del Salvador en Belén y la señal por la que le conocerían, y cómo una multitud de ángeles se habían reunido con el primero y habían glorificado a Dios y prometido en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (...). Él también contempló la felicidad de Aquella que era su esposa, de la maravillosa mujer que le había sido confiada. Él vio y se gozó de ello, cómo Ella contempla a su Hijo; vio su dicha, su amor desbordante, cada uno de sus gestos, tan llenos de delicadeza y significación».
Si tratamos a José en estos pocos días que faltan para la Navidad, él nos ayudará a contemplar ese misterio inefable del que fue testigo silencioso: a María, que tiene en sus brazos al Hijo de Dios hecho hombre.
San José comprendió muy pronto que toda la razón de ser de su vida era aquel Niño, precisamente en cuanto niño, en cuanto era un ser necesitado de ayuda y de protección, y también María, de la que el mismo Dios le había encargado que la recibiera en su casa y le diera protección. ¡Cómo agradecería Jesús todos los desvelos y atenciones que José tuvo con María! Se entiende bien que, después de la Virgen Santísima, sea la criatura más llena de gracia. Por eso, la Iglesia le ha tributado siempre grandes alabanzas, y ha recurrido a él en las circunstancias más difíciles. Sancte Ioseph, ora pro eis, ora pro me!, San José ruega por ellos (por esas personas que más queremos), ruega por mí (porque también yo necesito tu ayuda). En cualquier necesidad, el Santo Patriarca, junto con la Santísima Virgen, atenderá nuestras súplicas. Hoy le pedimos que nos haga sencillos de corazón para saber tratar a Jesús Niño.