El Salmo de la Palabra que hoy se nos regala dice “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”.
Y así hace Zacarías. Bendice al Señor, porque ha “visitado” a su pueblo. En los patriarcas, en los profetas, en los sabios, en las mujeres y en los hombres de las distintas generaciones… con sus virtudes y sus pecados… Y al visitarles, les ha “redimido” dándoles una “fuerza de salvación”, al ser un pueblo que ha de mediar esa salvación para otros, viviendo en Alianza con el Creador y devolviéndole en gratuidad lo que él les dio gratuitamente. Y cuando llegó el momento culminante de la historia, hay alguien que prepara la venida del Señor preparando sus caminos… porque se acerca la luz que guiará nuestros pasos por la justicia y la paz…
Anteayer era María. Hoy es Zacarías. ¿Te atreverías tú a hacer un canto al Señor por la Alianza que mantiene con la humanidad? Para no ser ingenuos, no habrá que esconder las sombras, las
dificultades, los conflictos… Y para no ser incrédulos, habrá que resaltar la gran cadena de hombres y mujeres que, dejando a Dios ser Dios en su vida, han sacado lo mejor de sí y han extendido
su luz en nuestro mundo. Su misericordia. Algunos pueden ser muy cercanos a ti.
Es bueno que tal canto termine en esperanza, como el cántico de Zacarías: “nos visitará el sol que nace de lo alto…”. Dios sigue siendo contemporáneo a cada generación. Y cada generación sigue
siendo llamada a preparar sus caminos. A los creyentes nos toca vivir esa Alianza y despejar los obstáculos, para que otros la puedan vivir. ¿Te apuntas a esta bella misión? Un hermoso deseo, a
las puertas de la Navidad?
Tiempo de Navidad
26 de diciembre
SAN ESTEBAN, PROTOMÁRTIR
— Calumnias y persecuciones de diversa naturaleza por seguir a Jesucristo.
— También hoy existe la persecución. Modo cristiano de reaccionar.
— El premio por haber padecido algún género de persecución por Jesucristo. Fomentar también la esperanza del Cielo.
I. Las puertas del Cielo se han abierto para Esteban, el primero de los mártires; por eso ha recibido el premio de la corona del triunfo.
Apenas hemos celebrado el Nacimiento del Señor y ya la liturgia nos propone la fiesta del primero que dio su vida por ese Niño que acaba de nacer. «Ayer, Cristo fue envuelto en pañales por nosotros; hoy, cubre Él a Esteban con vestidura de inmortalidad. Ayer, la estrechez de un pesebre sostuvo a Cristo niño; hoy, la inmensidad del Cielo ha recibido a Esteban triunfante».
La Iglesia quiere recordar que la Cruz está siempre muy cerca de Jesús y de los suyos. En la lucha por la justicia plena –la santidad– el cristiano se encuentra con situaciones difíciles y acometidas de los enemigos de Dios en el mundo. El Señor nos previene: Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí... Acordaos de la palabra que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Y desde el mismo comienzo de la Iglesia se ha cumplido esta profecía. También en nuestros días vamos a sufrir dificultades y persecución, en un grado u otro y en diferentes formas, por seguir de verdad al Señor. «Todos los tiempos son de martirio –nos dice San Agustín–. No se diga que los cristianos no sufren persecución, no puede fallar la sentencia del Apóstol (...): Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución (2 Tim 3, 12). Todos, dice, a nadie excluyó, a nadie exceptuó. Si quieres probar si es cierto ese dicho, empieza tú a vivir piadosamente y verás cuánta razón tuvo para decirlo».
En los mismos comienzos de la Iglesia, los primeros cristianos de Jerusalén sufrirán la persecución de las autoridades judías. Los Apóstoles fueron azotados por predicar a Cristo Jesús y lo sufrieron con alegría: salieron gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido hallados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús.
Los Apóstoles recordarían, sin duda, las palabras del Señor: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron.
«No se dice que no sufrieron, sino que el sufrimiento les causó alegría. Lo podemos ver por la libertad que acto seguido usaron: inmediatamente después de la flagelación se entregaron a la predicación con admirable ardor».
Poco tiempo después, la sangre de Esteban, derramada por Cristo, será la primera, y ya no ha cesado hasta nuestros días. De hecho, cuando Pablo llegó a Roma, los cristianos ya eran conocidos por el signo inconfundible de la Cruz y de la contradicción: de esta secta –dicen a Pablo los judíos romanos– lo único que sabemos es que por todas partes sufre contradicción.
El Señor, cuando nos llama o nos pide algo, conoce bien nuestras limitaciones, y las dificultades que encontraremos en el camino. Jesús no deja de estar a nuestro lado cuando llega la hora de la dificultad, ayudándonos con su gracia: En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo, nos dice.
Nada nos debe extrañar si alguna vez en nuestro andar hacia la santidad hemos de sufrir alguna tribulación, pequeña o grande, por ser fieles a nuestro camino en un mundo con perfiles paganos. Pediremos entonces al Señor imitar a San Esteban en su fortaleza, en su alegría y en el afán de dar a conocer la verdad cristiana, también en esas circunstancias.
II. No siempre la persecución ha sido de la misma forma. Durante los primeros siglos se pretendió destruir la fe de los cristianos con la violencia física. En otras ocasiones, sin que esta desapareciera, los cristianos se han visto –se ven– oprimidos en sus derechos más elementales, o se trata de llevar la desorientación al pueblo sencillo con campañas dirigidas a minar su fe. Incluso en tierras de gran solera cristiana se ponen todo tipo de trabas y dificultades para educar cristianamente a los propios hijos, o se priva a los cristianos, por el mero hecho de serlo, de las justas oportunidades profesionales.
No es infrecuente que, en sociedades que se llaman libres, el cristiano tenga que vivir en un ambiente claramente adverso. Puede darse entonces la persecución solapada, con la ironía que trata de ridiculizar los valores cristianos o con la presión ambiental que pretende amedrentar a los más débiles: se trata de la dura persecución no sangrienta, que no infrecuentemente se vale de la calumnia y de la maledicencia. «En otros tiempos –dice San Agustín– se incitaba a los cristianos a renegar de Cristo; ahora se enseña a los mismos a negar a Cristo. Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se usaba de la violencia, ahora de insidias; entonces se oía rugir al enemigo; ahora, presentándose con mansedumbre insinuante y rondando, difícilmente se le advierte. Es cosa sabida de qué modo se violentaba a los cristianos a negar a Cristo: procuraban atraerlos a sí para que renegasen; pero ellos, confesando a Cristo, eran coronados. Ahora se enseña a negar a Cristo y, engañándolos, no quieren que parezca que se los aparta de Cristo». Parece que el santo hablara de nuestros días.
También quiso prevenir el Señor a los suyos para que no se desconcertaran ante la contradicción que viene no ya de los paganos, sino de los mismos hermanos en la fe, que con esa actuación injusta, movida ordinariamente por envidias, celotipias y faltas de rectitud de intención, piensan que hacen un servicio a Dios. Todas las contradicciones, pero esas especialmente, hay que sobrellevarlas junto al Señor en el Sagrario; allí adquiere especial fecundidad el apostolado que estemos llevando a cabo entonces.
Esas circunstancias expresan una especial llamada del Señor a estar unidos a Él mediante la oración. Son momentos en los que se deben poner de manifiesto la fortaleza y la paciencia, sin devolver nunca mal por mal. Es más, nuestra vida interior necesita incluso de contradicciones y de obstáculos para ser fuerte y consistente. De esas pruebas, el alma, con la ayuda del Señor, sale más humilde y purificada. Gustaremos de una manera especial la alegría del Señor y podremos decir como San Pablo: Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones.
Señor, concédenos la gracia de imitar a tu mártir San Esteban, que oraba por los verdugos que le daban tormento, para que nosotros aprendamos a amar a nuestros enemigos.
III. El cristiano que padece persecución por seguir a Jesús sacará de esta experiencia una gran capacidad de comprensión y el propósito firme de no herir, de no agraviar, de no maltratar. El Señor nos pide, además, que oremos por quienes nos persiguen, veritatem facientes in caritate. Estas palabras de San Pablo nos llevan a enseñar la doctrina del Evangelio sin faltar a la caridad de Jesucristo.
La última de las Bienaventuranzas acaba con una promesa apasionada del Señor: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. El Señor es siempre buen pagador.
Esteban fue el primer mártir del cristianismo y murió por proclamar la verdad. También nosotros hemos sido llamados para difundir la verdad de Cristo sin miedo, sin disimulos: no temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma. Por eso no podemos ceder ante los obstáculos, cuando se trata de proclamar la doctrina salvadora de Cristo, de forma que se nos pueda decir: «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte».
El día en que los cristianos son perseguidos, calumniados o maltratados por ser discípulos de Jesús, es para ellos un día de victoria y de ganancia: Vuestra recompensa será grande en los cielos. También en esta vida paga el Señor con creces, pero será en la otra donde nos espera, si somos fieles, un inmenso premio. Aquí la alegría no puede ser plena; pero cuando estamos cerca del Señor, por la oración y los sacramentos, gozamos de un anticipo de la felicidad eterna. Tengo por cierto, escribía San Pablo a los primeros cristianos de Roma, que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros.
La historia de la Iglesia muestra que a veces las tribulaciones hacen que una persona se acobarde y enfríe su trato con Dios; y en otras ocasiones, por el contrario, hacen madurar a las almas santas, que cargan con la cruz de cada día y siguen a Cristo identificados con Él. Vemos constantemente esa doble posibilidad: una misma dificultad –una enfermedad, incomprensiones, etcétera–, tiene distinto efecto según las disposiciones del alma. Si queremos ser santos es claro que nuestras disposiciones han de ser las de seguir siempre de cerca al Señor, a pesar de todos los obstáculos.
En momentos de contrariedades es de gran ayuda fomentar la esperanza del Cielo. Nos ayudará a ser firmes en la fe ante cualquier género de persecución o de intento de desorientación. «Y con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en este camino de la vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar».
En épocas de dificultades externas hemos de ayudar a nuestros hermanos en la fe a ser firmes ante esas contrariedades. Les prestaremos una gran ayuda con nuestro ejemplo, con nuestra palabra, con nuestra alegría, con nuestra fidelidad y nuestra oración; y hemos de poner especial delicadeza al vivir con ellos la caridad fraterna en esos momentos, porque el hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada; es inexpugnable.
La Virgen, Nuestra Madre, está particularmente cerca en todas las circunstancias difíciles. Hoy nos encomendamos también de modo especial al primer mártir que dio su vida por Cristo, para que seamos fuertes en todas nuestras tribulaciones.
Adviento. 23 de diciembre
DESPRENDIMIENTO Y POBREZA CRISTIANA
— La Navidad nos llama a vivir la pobreza predicada y vivida por el Señor. El ejemplo de Jesús.
— En qué consiste la pobreza evangélica.
— Detalles de pobreza y modos de vivirla.
I. El desprendimiento efectivo de lo que somos y poseemos es necesario para seguir a Jesús, para abrir nuestra alma al Señor, que pasa y llama. Por el contrario, el apegamiento a los bienes de la tierra cierra las puertas a Cristo, y nos cierra las puertas al amor y al entendimiento de lo más esencial en nuestra vida: si alguno no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo.
El nacimiento de Jesús, y toda su vida, es una invitación para que nosotros examinemos en estos días la actitud de nuestro corazón hacia los bienes de la tierra. El Señor, Unigénito del Padre, Redentor del mundo, no nace en un palacio, sino en una cueva; no en una gran ciudad, sino en una aldea perdida, en Belén. Ni siquiera tuvo una cuna, sino un pesebre. La precipitada huida a Egipto fue para la Sagrada Familia la experiencia del exilio en tierra extraña, con pocos más medios de subsistencia que los brazos de José acostumbrados al trabajo. Durante su vida pública Jesús pasará hambre, no dispondrá de dos pequeñas monedas de escaso valor para pagar el tributo del templo. Él mismo dirá que el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza. La muerte en la Cruz es la muestra del supremo desprendimiento.
El Señor quiso conocer el rigor de la pobreza extrema –falta de lo necesario– especialmente en las horas más señaladas de su vida.
La pobreza que ha de vivir el cristiano ha de ser una pobreza real, ligada al trabajo, a la limpieza, al cuidado de la casa, de los instrumentos de trabajo, a la ayuda a los demás, a la sobriedad de vida. Por eso se ha dicho que «el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades– sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar».
Si llegan los bienes, siempre será posible vivir como «esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre» y hacer con ellos el bien, porque «la pobreza que Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con otros».
La pobreza que nos pide a todos el Señor no es suciedad, ni miseria, ni dejadez, ni pereza. Estas cosas no son virtud. Para aprender a vivir el desprendimiento de los bienes, en medio de esta ola de materialismo que parece envolver a la humanidad, hemos de mirar a nuestro Modelo, Jesucristo, que se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza7.
II. Los pobres a quienes el Señor promete el reino de los Cielos no son cualquier persona que padece necesidad, sino aquellos que, teniendo bienes materiales o no, están desprendidos y no se encuentran aprisionados por ellos. Pobreza de espíritu que ha de vivirse en cualquier circunstancia de la vida. Yo sé vivir –decía San Pablo– en la abundancia, pero sé también sufrir hambre y escasez.
El hombre puede orientar su vida a Dios, a quien se alcanza usando todas las cosas materiales como medios, o bien puede tener como fin el dinero y la riqueza en sus muchas manifestaciones: deseo de lujo, de comodidad desmedida, ambición, codicia... Estos dos fines son irreconciliables: no se puede servir a dos señores. El amor a la riqueza desaloja, con firmeza, el amor al Señor: no es posible que Dios pueda habitar en un corazón que ya está lleno de otro amor. La palabra de Dios queda ahogada en el corazón del rico, como la simiente que cae entre cardos. Por eso no nos sorprende oír al Señor enseñar que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que entre un rico en el reino de los cielos. ¡Y qué fácil es, si no se está vigilante, que se meta en el corazón el espíritu de riqueza!
La Iglesia nos recuerda, desde sus comienzos hasta nuestros días, que el cristiano ha de vigilar el modo como utiliza los bienes materiales, y amonesta a sus hijos a que estén «atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas, contrario al espíritu de pobreza evangélica, les impida alcanzar la caridad perfecta. Acordándose de la advertencia del Apóstol: los que usan de este mundo no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan (Cfr. 1 Cor 7, 31)». El que se apegue a las cosas de la tierra no solo pervierte su recto uso y destruye el orden dispuesto por Dios, sino que su alma queda insatisfecha, prisionera de esos bienes materiales que la incapacitan para amar de verdad a Dios.
El estilo de vida cristiano supone un cambio radical de actitud ante los bienes terrenos: se procuran y se usan, no como si fueran un fin, sino como medio para servir a Dios. Al ser medios, no merecen que pongamos en ellos el corazón: son otros los bienes auténticos.
Hemos de recordar en nuestra oración que el desprendimiento efectivo de las cosas supone sacrificio. Un desprendimiento que no cuesta no se vive. Y se manifestará frecuentemente en la generosidad en la limosna, en saber prescindir de lo superfluo, en la lucha contra la tendencia desordenada al bienestar y a la comodidad, en evitar caprichos innecesarios, en renunciar al lujo, a los gastos por vanidad, etcétera.
Es tan importante esta virtud de la pobreza para un cristiano que bien se puede decir que «quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos...».
III. El corazón humano tiende a buscar desmedidamente los bienes de la tierra: si no hay lucha positiva por andar desprendido de las cosas, se puede afirmar que el hombre, más o menos conscientemente, ha puesto su fin aquí abajo. Y el cristiano no debe olvidar nunca que camina hacia Dios.
Por eso ha de examinarse con frecuencia, preguntándose si ama la virtud de la pobreza y si la vive; si se mantiene atento para no caer en la comodidad o en un aburguesamiento que es incompatible con ser discípulo de Cristo; si está desprendido de las cosas de la tierra; si las tiene, en fin, como medios para hacer el bien y vivir cada vez más cerca de Dios. Porque «en el decurso de la historia, el uso de los bienes temporales ha sido desfigurado con graves defectos... Incluso en nuestros días, no pocos... caen como en una idolatría de los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos».
Siempre podemos y debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, vigilando la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo generosos en la limosna, o en la ayuda a las obras buenas. Por el mismo motivo, debemos cuidar con esmero las cosas de nuestro hogar, así como toda clase de bienes que, en realidad, tenemos solo como en depósito para administrarlos bien. «La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o la falta de medios (...). Vivir pensando en los demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo».
De esta y de otras formas diferentes se manifestará nuestro deseo de no tener el corazón puesto en las riquezas; también cuando, por razones de profesión u oficio, dispongamos para nuestro uso personal de otros bienes. La sobriedad de que entonces demos prueba será el buen aroma de Cristo, que siempre tiene que acompañar la vida de un cristiano.
Dirigiéndose a hombres y mujeres que se esfuerzan por alcanzar la santidad en medio del mundo –comerciantes, catedráticos, campesinos, oficinistas, padres y madres de familia– decía San Josemaría Escrivá: «Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando al mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades.
»Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es –en buena parte– cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios no pide».
Si luchamos eficazmente por vivir desprendidos de lo que tenemos y usamos, el Señor encontrará nuestro corazón limpio y abierto de par en par cuando venga de nuevo a nosotros en la Nochebuena. No ocurrirá con nuestra alma, lo que sucedió con aquella posada: estaba llena y no tenían sitio para el Señor.