Miércoles Santo
Camino del Calvario
Jesús se abraza a la cruz salvadora y nos enseña cómo debemos cargar con la nuestra: con amor, corredimiendo con Él a todas las almas, reparando por los propios pecados. Hoy podemos preguntarnos cómo llevamos las contrariedades y el dolor, si nos acercan a Cristo.
I. Tras una noche de dolor, de burlas y desprecio, Jesús, roto por el terrible tormento de la flagelación, es llevado para ser crucificado. Jesús es condenado a sufrir un doloroso castigo y la muerte reservada a los criminales. Al poco tiempo, todos ven que está demasiado débil para llevar sobre sus hombros la cruz hasta el Calvario. Un hombre, Simón de Cirene, que va camino de su casa, es forzado a cargar con ella. ¿Dónde están sus discípulos? Ninguno le ayuda a llevar el madero, lo ha de hacer un extraño, y obligado por la fuerza. Simón cogió el extremo de la cruz y lo cargó sobre sus hombros. El otro, el más pesado, el del amor no correspondido, el de los pecados de cada hombre, ése lo llevó Cristo, solo. Entre tanto desamparo solamente se le acerca una mujer de nombre Verónica a limpiarle el rostro con un amor de reparación. Pero el Señor está agotado y cae y se levanta por tres veces. “Has llegado en un buen momento para cargar con la Cruz: la Redención se está haciendo –ahora-, y Jesús necesita muchos cirineos.” (SAN JOSEMARÍA. ESCRIVÁ, Via Crucis)
II. A Jesús, formando parte del cortejo, y para hacer más humillante su muerte, le acompañan dos ladrones. Como ellos, hoy también se puede llevar la cruz de distintas formas. Hay cruz llevada con rabia, contra la que el hombre se revuelve lleno de odio, o al menos, de un profundo malestar; es una cruz sin sentido y sin explicación que aleja de Dios. Es la cruz de los que no quieren comprender el sentido sobrenatural del sufrimiento. Es una cruz que no redime: es la que lleva uno de los ladrones. El segundo ladrón lleva su cruz con resignación, incluso con dignidad humana, aceptándola porque no hay otro remedio, hasta que se da cuenta que Cristo está junto a él. Y finalmente, Jesús se abraza a la cruz salvadora y nos enseña cómo debemos cargar con la nuestra: con amor, corredimiendo con Él a todas las almas, reparando por los propios pecados. Hoy podemos preguntarnos cómo llevamos las contrariedades y el dolor, si nos acercan a Cristo.
III. En el Via Crucis meditamos que, en una de aquellas callejuelas, Jesús encontró con su Madre. “Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo” (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Via Crucis). Cuando el dolor y la aflicción nos aquejen, cuando se hagan más penetrantes, acudiremos a Santa María, Mater dolorosa, para que nos haga fuertes y para aprender a santificarlos con paz y serenidad.
Hoy, el Evangelio nos propone —por lo menos— tres consideraciones. La primera es que, cuando el amor hacia el Señor se entibia, entonces la voluntad cede a otros reclamos, donde la voluptuosidad parece ofrecernos platos más sabrosos pero, en realidad, condimentados por degradantes e inquietantes venenos. Dada nuestra nativa fragilidad, no hay que permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no sensible, por lo menos mental, nos une con Aquel que nos ha amado hasta ofrecer su vida por nosotros.
La segunda consideración se refiere a la misteriosa elección del sitio donde Jesús quiere consumir su cena pascual. «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’» (Mt 26,18). El dueño de la casa, quizá, no fuera uno de los amigos declarados del Señor; pero debía tener el oído despierto para escuchar las llamadas “interiores”. El Señor le habría hablado en lo íntimo —como a menudo nos habla—, a través de mil incentivos para que le abriera la puerta. Su fantasía y su omnipotencia, soportes del amor infinito con el cual nos ama, no conocen fronteras y se expresan de maneras siempre aptas a cada situación personal. Cuando oigamos la llamada hemos de “rendirnos”, dejando aparte los sofismas y aceptando con alegría ese “mensajero libertador”. Es como si alguien se hubiese presentado a la puerta de la cárcel y nos invita a seguirlo, como hizo el Ángel con Pedro diciéndole: «Rápido, levántate y sígueme» (Hch 12,7).
El tercer motivo de meditación nos lo ofrece el traidor que intenta esconder su crimen ante la mirada escudriñadora del Omnisciente. Lo había intentado ya el mismo Adán y, después, su hijo fratricida Caín, pero inútilmente. Antes de ser nuestro exactísimo Juez, Dios se nos presenta como padre y madre, que no se rinde ante la idea de perder a un hijo. A Jesús le duele el corazón no tanto por haber sido traicionado cuanto por ver a un hijo alejarse irremediablemente de Él
Hoy es Miércoles Santo. Un día «santo» porque en él se trasluce el misterio último de la libertad del hombre. No se trata de una libertad cualquiera: es la libertad del ser humano que ha sido hecho capaz de pronunciar su
palabra y ofrecer su servicio delante de Dios.
Dios se nos ha hecho tan cercano en Jesús –somos tan libres a su lado- que a veces dejamos de ser conscientes de que dicha libertad es nuestra condición más propia. Vemos al Señor yendo y
viniendo entre los hombres, lo vemos hablándolos y dejándose preguntar por ellos, tocándolos, esperándolos, corrigiéndolos, entrando en sus casas, sentándose a sus mesas. Y nos parece que su
cercanía es una obviedad, algo que es así y no puede ser de otra manera: quizá a veces nos sintamos lejos del querer de Dios pero no solemos dudar de que Él tiene que estar al alcance de nuestro
querer.
Sin embargo, la libertad de que gozamos no es una prerrogativa del hombre, sino un fruto de la liberalidad de Dios. Un Dios que pudo haber permanecido oculto en la esfera de su gloria, alejado de toda volubilidad humana. Pero Él nos habló y nos dio la libertad de hablarle; se entregó a nosotros y nos dio la libertad de entregarnos a Él. Lo dice Isaías, en una imagen que bien puede aplicarse al mismo Cristo: «Yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda, (...) las mejillas, (...) el rostro». En Jesús, Dios hizo posible que nos relacionásemos con él por nuestra propia voluntad, incluso hasta el extremo de poder pleitear contra él y hasta condenarle en un juicio sumarísimo.
El evangelio muestra con claridad esta libertad mayúscula de que gozamos. Tenemos, en primer lugar, una palabra libre ante Dios: «¿Soy yo acaso, Maestro?», pregunta Judas. «Tú lo has dicho», dice Jesús. Nuestra palabra tiene consistencia delante de Cristo, incluso cuando es una palabra blasfema, envenenada. Tenemos también, en segundo lugar, una misión libre ante Dios: «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?», dicen los discípulos. «Id a la ciudad», dice Jesús. Nuestro servicio tiene consistencia delante de Cristo, incluso si es un servicio torpe o ingenuo. Podemos inquirir a Cristo y obedecerle, podemos hablarle y servirle... Ahora bien, nuestra palabra y ofrenda, que son libres ante Dios, acabarán corrompiéndose si no se convierten poco a poco en lo que están llamadas a ser: palabra y ofrenda libres con y para Dios.
Dejemos hoy que la libertad del hombre llegue hasta nosotros en todo su misterio, que Cristo nos diga a cada uno: «Tú lo has dicho». Y al hablarle, ¿será nuestro diálogo el culmen de la amistad o el comienzo del desencuentro?
Ya estamos en el umbral de la Pasión. Es Miércoles Santo. Mañana celebraremos la Misa vespertina “en la cena del Señor”, y pasado mañana será el Viernes Santo. El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia para hoy es precisamente la preparación de la cena, y la versión de Mateo de la traición de Judas (Mt 26,14-25). Pero el énfasis parece estar en la traición de Judas, pues comienza y termina con esta. Los preparativos y la cena parecen ser un telón de fondo para el drama de traición.
La lectura comienza así: “En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, se presentó a los sumos sacerdotes y les propuso: ‘¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?’ Ellos se ajustaron con él en treinta monedas (Mateo es el único que menciona la cantidad acordada de “treinta monedas” Marcos y Lucas solo mencionan “dinero”). Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”.
La trama de la traición continúa desarrollándose durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Luego sigue un intercambio entre Jesús y sus discípulos, que culmina con Judas preguntando: “¿Soy yo acaso, Señor?”, a lo que Jesús respondió: “Tú lo has dicho”. Esto ocurría justo antes de la institución de la Eucaristía.
Siempre que escucho la historia de la traición de Judas, recuerdo mis días de infancia y adolescencia cuando en mi pueblo natal se celebraba la quema de una réplica de Judas. Era como si emprendiéndola contra Judas, el pueblo entero tratara de echarle a este toda la culpa por la muerte de Jesús; como si dijéramos: “Si yo hubiese estado allí, no lo hubiese permitido”.
La realidad es que la traición de Judas fue el último evento de una conspiración de los poderes ideológico-religiosos de su tiempo, que llevaban tiempo planificando la muerte de Jesús. La suerte de Jesús estaba echada. Judas fue un hombre débil de carácter que sucumbió ante la tentación y se convirtió en un “tonto útil” en manos de los poderosos.
Es fácil echarle culpa a otro; eso nos hace sentir bien, nos justifica. Pero se nos olvida que Jesús murió por los pecados de toda la humanidad, cometidos y por cometer. Eso nos incluye a todos, sin excepción. Todos apuntamos el dedo acusador contra Judas, pero, ¿y qué de Pedro? ¿Acaso no traicionó también a Jesús? ¡Ah, pero Pedro se arrepintió y siguió dirigiendo la Iglesia, mientras Judas se ahorcó! Esta aseveración suscita tres preguntas, que cada cual debe contestarse: ¿Creen ustedes que Dios dejó de amar a Judas a raíz de la traición? ¿Existe la posibilidad de que Judas se haya arrepentido en el último instante de su vida? De ser así, ¿puede Dios haberle perdonado?
¿Y qué de los demás discípulos, quienes a la hora de la verdad le abandonaron, dejándolo solo en la cruz?
No pretendo justificar a Judas. Tan solo quiero recalcar que él no fue el único que traicionó a Jesús, ni será el último. ¿Quiénes somos nosotros para juzgarlo? Hoy debemos preguntarnos: ¿Cuántas veces te he traicionado, Señor? ¿Cuáles han sido mis “treinta monedas”?
Estamos por entrar al núcleo de la Semana Santa; el Evangelio nos pone sobre un importante personaje que nos ayuda a meditar en los momentos que le hemos fallado a Dios. Pero más aún, para pensar en aquellas caídas de las cuales no hemos querido levantarnos como Dios lo hubiese deseado.
Judas dejó de creer. Cayó en la indiferencia después de haber visto lo que tantos profetas y reyes añoraban contemplar. Comenzó a pensar con una mentalidad puramente terrenal. Podemos decir que fue el discípulo que no quiso confiar, no quiso ver, no quiso… y Dios respetó ese deseo, no se impuso, pues nos ha regalado, misteriosamente, la libertad para elegir.
Aquel discípulo es el hombre con el que nos podemos comparar cuando no queremos responder a la llamada de Dios. Es difícil hacer esta comparación, pues se trata de recordar el «no» que le pudimos haber dado a Dios. Judas, tal vez un poco tarde, se dio cuenta de sus actos. Y, sin querer ser guiado por el Espíritu Santo, hizo lo que sus impulsos le indujeron hacer. Los malos sentimientos se apoderaron de él para actuar como lo hizo y no supo levantarse.
En esta Semana Santa contemplemos y meditemos las llagas que fueron causa de cada uno de nuestros pecados y busquemos la oportunidad de sanarlas.
«Para mí, la figura que más me hace pensar en la actitud del Señor con la oveja perdida es la actitud del Señor con Judas. La oveja descarriada más perfecta en el Evangelio es Judas. Él
es un hombre que siempre, siempre tenía algo de amargura en el corazón, algo para criticar de los demás, siempre distanciado: un hombre que no conocía la dulzura de la gratuidad de vivir con
todos los demás. Y dado que esta oveja no estaba satisfecha, escapaba. Judas escapaba porque era un ladrón, otros son lujuriosos e igualmente escapan porque existe esa tiniebla en el corazón que
les aleja del grey. Estamos ante esa doble vida que existe en tantos cristianos.»
(Homilía de S.S. Francisco, 6 de diciembre de 2016, en santa
Marta).