La cruz y el servicio
Se suele pensar que el Antiguo Testamento sanciona un mesianismo de triunfo y de victoria, y de ahí las pretensiones de poder que tientan al grupo de los seguidores de Jesús, encarnado hoy en Santiago y Juan (y reflejado en la indignación de los otros), todavía demasiado impregnados por esa antigua mentalidad. Pero ya en los Profetas (lo vemos hoy en Jeremías) descubrimos claros indicios de que el verdadero mesianismo apunta en otra dirección, la que Jesús anuncia a los más allegados mientras va subiendo a Jerusalén. No es fácil entender ese anuncio. No lo era para los discípulos de primera hora, y no lo es para nosotros, por mucho que sepamos el dato de la muerte y resurrección de Jesús y lo recitemos sinceramente en el Credo. La tentación del éxito, del mesianismo de victoria, de la fe como garantía de salud o bienestar, nos sigue persiguiendo hoy, igual que entonces. Podemos probar a ensayar cómo traducimos nosotros en nuestra oración, de tantas y sutiles formas, la petición de la madre de los Zebedeos, revelando no sólo lo poco que entendemos el mensaje de la cruz, sino también lo poco atentos que estamos a las palabras de Cristo.
Jesús, maestro bueno, no desespera ante la cerrazón de sus seguidores, sino que aprovecha la ocasión para enseñarnos y, con su profunda pedagogía, introducirnos en la comprensión de la difícil lógica de la cruz. Es el camino del servicio. Aunque estemos tan inclinados al éxito, a ese éxito que supone la derrota de los rivales y los enemigos, podemos aprender y asumir el camino alternativo que Jesús ha escogido, el camino estrecho y empinado que lleva a la vida, por la vía del servicio. La bondad del servicio la entiende cualquiera, entre otras cosas, porque no supone la negación de la otra parte: en la lógica del poder queremos vencer, pero no que nos venzan (pues si uno vence, alguien tiene que salir derrotado); en la lógica del servicio, nos gusta que nos sirvan, sí, pero también podemos servir, haciendo a los demás lo que queremos para nosotros (cf. Mt 7, 12). Por esa vía tan sencilla y humana podemos ir aprendiendo el camino de la cruz al que nos invita Jesús, que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.
Beber el cáliz del Señor
San Mateo 20,17-28.
Cuando Jesús se dispuso a subir a Jerusalén, llevó consigo sólo a los Doce, y en el camino les dijo: "Ahora subimos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que sea maltratado, azotado y crucificado, pero al tercer día resucitará". Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo. "¿Qué quieres?", le preguntó Jesús. Ella le dijo: "Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda". "No saben lo que piden", respondió Jesús. "¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?". "Podemos", le respondieron. "Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre". Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo:
"Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud".
I. Los Apóstoles no han puesto ningún límite a su Señor; tampoco nosotros lo hemos puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración debemos estar dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios; también cuando no coincida con nuestros deseos. Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor. El Señor nos invita a una profunda amistad y a compartir un destino común a todos los que queremos seguirle. Para participar en su resurrección gloriosa es necesario compartir con Él la Cruz, y nos pregunta como preguntó a los Apóstoles: ¿Podéis beber el cáliz (2), -el cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre- que yo voy a beber? ¡Possumus! ¡Podemos, sí, estamos dispuestos! Contestamos como los Apóstoles. Hoy nos preguntamos en la oración si hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nuestro amor propio.
II. No existe vida cristiana sin mortificación. El Señor hizo del dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido. La mortificación y la vida de penitencia, a la que nos llama la Cuaresma, tienen como motivo principal la corredención, participar del mismo cáliz del Señor. La voluntaria mortificación es medio de purificación y desagravio, necesario para poder tratar al Señor en la oración e indispensable para la eficacia apostólica. Este espíritu de penitencia y de mortificación lo manifestamos en nuestra vida corriente en el quehacer de cada día, sin esperar ocasiones extraordinarias: cumplimiento de nuestro horario, compaginar nuestras obligaciones con Dios, con los demás y con nosotros mismos, tratar con caridad a los demás empezando por los nuestros, soportar con buen humor las mil contrariedades de la jornada, corregir cuando tenemos una misión de gobierno, renunciar a nuestros propios proyectos...
III. El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. Nuestra actitud ha de ser servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, especialmente en lo referente a la salvación, pero también en todas las ocasiones que se presentan cada día. Servir a los demás requiere mortificación y presencia de Dios, y olvido de uno mismo. No nos importe servir y ayudar mucho a quienes están a nuestro lado, aunque no recibamos ningún pago ni recompensa. Nuestra Madre, que sirvió a su hijo y a San José, nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo
Abrir nuestro corazón al don de Dios
Miércoles de la Segunda semana de Cuaresma
Nuestra vida no es simplemente una serie de circunstancias, una serie de días que van pasando uno detrás de otro, sino que todos los días de nuestra vida son un don de Dios, no sólo para nosotros, sino sobre todo un don de Dios para los demás, para aquellos que viven con nosotros. Un don de Dios que requiere, por parte nuestra, reconocerlo y hacernos conscientes de que efectivamente es un regalo de Dios. Y permitir, como consecuencia, que en nuestro corazón haya un espíritu agradecido por el hecho de ser un don de Dios.
En la historia de la Iglesia, Dios nuestro Señor ha ido dando dones constantemente, y a veces Él se prodiga de una forma particular en algunas circunstancias, por lo demás muy normales, muy corrientes, pero que se convierten de modo muy especial en don de Dios para sus hermanos. Es Él quien decide dar hombres y mujeres a su Iglesia que ayuden a los demás a caminar, que ayuden a los demás a encontrarse más profundamente con Cristo; es Él quien decide hacer de nuestras vidas un don para los demás.
Ciertamente que esto requiere, por parte de quien toma conciencia de ser un don de Dios para los demás, una correspondencia. No basta con decir “yo me entrego a los demás”, “yo soy un don de Dios para los demás”, es necesario, también, estar conscientes de lo que por nuestra parte esto va a suponer. A veces podemos convivir con el don de Dios y no ser conscientes de que lo tenemos a nuestro lado y no ser conscientes de que Dios está junto a nosotros. Podemos estar conviviendo con el don de Dios y no reconocerlo.
Algo así les había pasado a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo. A pesar de llevar ya tiempo con nuestro Señor, no habían captado el don de Dios. Tanto es así que, justamente después que Cristo les habla de pasión, de muerte y de resurrección, acompañados de su madre, llegan y le dicen a Jesús: “Queremos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Cuando Jesús está hablando de renuncia, de entrega, de sacrificio, de redención, ellos le hablan a Cristo de dignidades, de cargos y de honores.
¡Qué misterio es el hecho de que se puede convivir con el don de Dios y, sin embargo, no reconocerlo! Nuestra vida puede ser una vida semejante a la de los hijos de Zebedeo, que tenían el don de Dios más grande —Cristo nuestro Señor—, y no lo habían reconocido.
El don de Dios, el Hijo de Dios caminaba con ellos, comía con ellos, dormía con ellos, les hablaba, les enseñaba, y ¡no lo habían reconocido! Es necesario tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto a acoger el don de Dios, porque nos damos cuenta de que, no solamente Juan y Santiago no habían captado nada del don de Dios que era Cristo para sus vidas, tampoco nosotros mismos, muchas veces, lo hemos captado.
En este Evangelio encontramos una serie de características que tiene que tener nuestro corazón para ser capaz de reconocer el don de Dios: En primer lugar, estar dispuestos a servir a los demás; en segundo lugar, estar dispuestos a beber el cáliz del Señor, y en tercer lugar, estar dispuestos a ir con Cristo, como corredentores, por el bien de los demás.
Corredentor, compañero y servidor son las características del corazón que está dispuesto a reconocer el don de Dios y del corazón que está dispuesto a ser don de Dios para nuestros hermanos. A nosotros, entonces, nos correspondería preguntarnos: ¿Soy yo también corredentor? ¿Tomo yo como mía la misión de la Iglesia, la misión de Cristo, que es salvar a los hombres? ¿Soy compañero de Cristo, es decir, lo tengo frecuentemente en mi corazón, bebo su cáliz, comparto con Él todo? ¿Su vida es mi vida, sus intereses los míos, sus inquietudes las mías? ¿Soy servidor de los demás? ¿Estoy dispuesto a ser de los que sirven, de los que ayudan, de los que colaboran, de los que cooperan, de los que se entregan, de los que dan sin esperar necesariamente una recompensa?
Así como el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate de muchos, ¿tenemos nosotros la conciencia de que éste debe ser el retrato de nuestra vida: corredentores, compañeros y servidores de Cristo? Esta conciencia, que nos convierte en don de Dios para los demás, es la que nos convierte en colaboradores, en ayuda y en camino de Dios para nuestros hermanos los hombres.
No soñemos pensando que simplemente porque los criterios del Evangelio más o menos se nos emparejen y estemos de acuerdo con ellos, ya por eso tenemos claro el don de Dios. Si no eres con Cristo corredentor, si no eres capaz de beber su cáliz y si no eres con Cristo servidor de tus hermanos, serás lo que seas, pero no me digas que has encontrado el don de Dios, porque te estás engañando.
Cuando el Señor nos llama a la fe cristiana, es para llenarnos de cosas cotidianas y normales, como es cada una de nuestras vidas. En lo cotidiano está el don, no tenemos que buscar cosas extraordinarias ni milagros ni cosas raras.
Pidámosle a Cristo que nos conceda abrir nuestro corazón al don de Dios, pero también pidámosle que nos permita abrir nuestro corazón para que también nosotros, corredentores, compañeros y servidores, sepamos ser don de Dios para los demás.
Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy tienen un tema común. La Palabra de Dios es cortante, pone al descubierto los pecados de los hombres. Por eso incomoda a muchos, especialmente a aquellos que no son sinceros. La reacción es siempre la misma: Hay que eliminar el mensajero.
En la primera lectura (Jr 18,18-20) vemos cómo sus detractores conspiran para difamar a Jeremías, desprestigiarlo para restarle credibilidad a su mensaje, que es Palabra de Dios. Él es tan solo un profeta, un portavoz de Dios.
Los malvados dijeron: “Venid, maquinemos contra Jeremías”. De este modo Jeremías se convierte en prefigura de Cristo, quien será perseguido y difamado a causa de esa Palabra (Él mismo es la Palabra encarnada). “Venid, lo heriremos con su propia lengua”. Lo que hacen los difamadores, tergiversan las palabras del que quieren difamar, tratan de herirlo con sus propias palabras. Me recuerda la Pasión. Jesús habla del Reino y lo acusan de proclamarse rey (Jn 18, 18-20); dice que destruirá el templo y lo reconstruirá en tres días (refiriéndose a su muerte y resurrección), y lo acusan de blasfemo y terrorista (Mt 26,60b-61). El poder de la lengua… Capaz de herir a una persona en lo más profundo de su ser, de “matar” su reputación. No solo peca contra el quinto mandamiento el que mata físicamente a su prójimo; también el que mata su reputación (Cfr. Mt 5,21-22).
La lectura evangélica de hoy (Mt 20,17-28) nos presenta el tercer anuncio de la pasión por parte de Jesucristo a sus discípulos en el Evangelio según san Mateo. Ya anteriormente lo había hecho en Mt 16, 21-23; y 17, 22-23; 20.
Este tercer anuncio, a diferencia de los anteriores, tiene un aire de inminencia. Jesús sabe que su hora está cerca, el pasaje comienza diciendo que Jesús iba “subiendo a Jerusalén”. Su última subida a Jerusalén, en donde culminaría su misión, enfrentaría su muerte: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará”. Anuncia su misterio pascual.
Pero a pesar de que era el tercer anuncio, los discípulos no parecieron comprender la seriedad ni el alcance del mismo. Siguen pensando en “pequeño”, en su “mundillo”, en “puestos”, en reconocimiento. Ya se acerca la hora definitiva y todavía no han captado el mensaje de Jesús, del que vino a servir y no a ser servido. Por eso Jesús les dice: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”.
Tal vez por eso, en la hora final, recurre al gesto dramático de quitarse el manto, ceñirse una toalla, echar agua en un recipiente, y lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,4-5).
Hoy hemos de preguntarnos: ¿He captado el mensaje de Jesús, o estoy todavía como los discípulos, pendiente de puestos y reconocimientos?
Cuaresma. 2ª semana. Miércoles
BEBER EL CÁLIZ DEL SEÑOR
— Identificar en todo nuestra voluntad con la del Señor. Corredimir con Él.
— Ofrecimiento del dolor y de la mortificación voluntaria. Penitencia en la vida ordinaria. Algunos ejemplos de mortificación.
— Mortificaciones que nacen del servicio a los demás.
I. Jesús habla por tercera vez a sus discípulos de su Pasión y Muerte, y de su Resurrección gloriosa, mientras se encamina a Jerusalén. En un alto del camino, cerca ya de Jericó, una mujer, la madre de Santiago y Juan, se le acerca para hacerle una petición en favor de sus hijos. Se postró, cuenta San Mateo, para hacerle una petición. Con toda sencillez le dice a Jesús: Ordena que estos hijos míos se sienten en tu Reino uno a tu derecha y otro a tu izquierda. El Señor le respondió enseguida: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Ellos dijeron: —Podemos.
Los dos hermanos no debieron entender mucho, pues poco antes, cuando Jesús hablaba de la Pasión, dice San Lucas: Ninguna de estas cosas comprendían; al contrario, para ellos era un lenguaje desconocido, y no entendían lo que les decía.
Es difícil de entender el lenguaje de la Cruz. Sin embargo, ellos están dispuestos, aunque sea con una intención general, a querer todo lo que Jesús quiera. No habían puesto ningún límite a su Señor; tampoco nosotros lo hemos puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración debemos estar dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios; también, cuando no coincida con nuestros deseos. «Su majestad –dice Santa Teresa– sabe mejor lo que nos conviene; no hay para qué le aconsejar lo que nos ha de dar, que nos puede con razón decir que no sabemos lo que pedimos». Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor.
Juan y Santiago piden un puesto de honor en el nuevo reino, y Jesús les habla de la redención. Les pregunta si están dispuestos a padecer con Él. Utiliza la imagen hebrea del cáliz, que simboliza la voluntad de Dios sobre un hombre. El del Señor es un cáliz amarguísimo que se trocará en cáliz de bendición para todos los hombres.
Beber la copa de otro era la señal de una profunda amistad y la disposición de compartir un destino común. A esta estrecha participación invita el Señor a quienes quieran seguirle. Para participar en su Resurrección gloriosa es necesario compartir con Él la Cruz. ¿Estáis dispuestos a padecer conmigo? ¿Podéis beber mi cáliz conmigo? Podemos, le respondieron aquellos dos Apóstoles.
Santiago murió pocos años más tarde, decapitado por orden de Herodes Agripa. San Juan padeció innumerables sufrimientos y persecuciones por amor a su Señor.
«También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem quem ego bibiturus sum? (Mt 20, 22): ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? Possumus (Mt 20, 22); ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar».
II. Cuando aquella mujer hizo su petición de madre, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿podéis beber el cáliz...? El Señor sabía que podrían imitar su pasión, y sin embargo les pregunta, para que todos oigamos que nadie puede reinar con Cristo si no ha imitado antes su pasión; porque las cosas de mucho valor no se consiguen más que a un precio muy alto». No existe vida cristiana sin mortificación: es su precio. «El Señor nos ha salvado con la Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho a la vida. No podemos honrar a Cristo si no lo reconocemos como nuestro Salvador, si no lo honramos en el misterio de la Cruz... El Señor hizo del dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido, siempre que nosotros no rehusemos unir nuestro dolor al suyo y hacer de este con el suyo un medio de redención».
El dolor tendrá ya para siempre la posibilidad de sumarse al cáliz del Señor, unirse a su pasión, para la salvación de toda la humanidad. Lo que no tenía sentido ya lo tiene en Cristo. También nosotros podemos decir: Todo lo sufro por amor de los escogidos, a fin de que consigan también ellos la salvación, adquirida por Jesucristo, con la gloria celestial; no hay día, hermanos, en que yo no muera por la gloria vuestra y también mía, que está en Jesucristo nuestro Señor.
La mortificación y la vida de penitencia, a la que nos llama la Cuaresma, tiene como motivo principal la corredención, «la participación en los sufrimientos de Cristo», participar del mismo cáliz del Señor. Nosotros somos los primeros beneficiados, pero la eficacia sobrenatural de nuestro dolor ofrecido y de la mortificación voluntaria alcanzan a toda la Iglesia, y aun al mundo entero. Esta voluntaria mortificación es medio de purificación y de desagravio, necesario para poder tratar al Señor en la oración e indispensable para la eficacia apostólica, porque «la acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio».
El espíritu de penitencia y de mortificación lo manifestamos en nuestra vida corriente, en el quehacer de cada día, sin necesidad de esperar ocasiones extraordinarias. «Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. También, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.
»La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración a pesar de que estés rendido, desganado o frío.
»Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así lo requieran.
»La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.
»Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.
»El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!».
III. Los demás discípulos, que habían oído el diálogo de Jesús con los dos hermanos, comenzaron a indignarse. Entonces les dijo el Señor: Sabéis que los jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; el que quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea el esclavo de todos; porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos.
El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. Nuestra actitud ha de ser servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, especialmente en lo referente a la salvación, pero también en todas las ocasiones que se presentan cada día. Servir incluso al que no lo agradece, sin esperar nada a cambio. Es la mejor ocasión de dar la vida por los demás, de un modo eficaz y discreto, que apenas se nota, y de combatir el propio egoísmo, que tiende a robarnos la alegría.
La mayoría de las profesiones suponen un servicio directo a los demás: amas de casa, comerciantes, profesores, empleadas de hogar, y todas, aunque sea de modo menos directo, son un servicio. Ojalá no perdamos de vista este aspecto, que contribuirá a santificarnos en el trabajo.
Servir a los demás requiere mortificación y presencia de Dios, y olvido de uno mismo. En ocasiones, este espíritu de servicio chocará con la mentalidad de muchos que solo piensan en sí mismos. Para nosotros los cristianos es «nuestro orgullo» y nuestra dignidad, porque así imitamos a Cristo, y porque para servir voluntariamente, por amor, es necesario poner en juego muchas virtudes humanas y sobrenaturales. «Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido, sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar solo sirviendo, a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirlo como el reinar. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio».
No nos importe servir y ayudar mucho a quienes están a nuestro lado, aunque no recibamos ningún pago ni recompensa. Servir, junto a Cristo y por Cristo, es reinar con Él. Nuestra Madre Santa María, que sirvió a su Hijo y a San José, nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo.