La parábola que acabamos de escuchar en el evangelio de hoy contrapone a dos personas muy diferentes: uno, llamado fariseo, piensa que tiene ganada la salvación por su propio esfuerzo; el otro, llamado publicano, reconoce su condición de pecador y pide a Dios la gracia del perdón.
El fariseo le recuerda a Dios todas las cosas buenas que hace y le pide la paga. Y de paso desprecia al publicano, porque lo considera un hombre malo y se siente mucho mejor que él. Él no
necesita nada de Dios y menos el perdón. El orgullo y la vanidad se han apoderado de su corazón: se cree bueno, pero está podrido.
Jesús desenmascara esta actitud y abiertamente declara que toda persona que delante de Dios se siente necesitada de amor y de compasión, vuelve a su casa perdonada. Pero el que se cree mejor que
los demás y los desprecia, carga con el pecado más grave de todos.
En este tiempo de Cuaresma el Señor nos invita una y otra vez a acercarnos a Él con verdadero sentimiento de dolor por nuestras culpas y pecados –dice el evangelio que el publicano no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios ten compasión de mí porque soy un pecador”.
Las vidas de los santos nos ofrecen ejemplos maravillosos de arrepentimiento y conversión a Dios de verdad. Recordemos la oración de San Agustín: "Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas cosas y personas que tú creaste tan bellas. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste el corazón y me abrasé en tu amor".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida experimentó su presencia. Fue el encuentro con la Persona de Jesús el que cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo y lugar de esta tierra, tienen la gracia de encontrarse con Él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz y su alegría.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 18, 9-14
En aquel tiempo, a unos que presumían de ser hombres de bien y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola:
«Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro un recaudador de impuestos. El fariseo, de pie, hacía interiormente esta oración:
“Dios mío, te doy gracias, porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ése que recauda impuestos para Roma. Ayuno dos veces por semana, y pago los diezmos de todo lo que poseo”.
Por su parte, el recaudador de impuestos, manteniéndose a distancia, no se atrevía siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
“Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador”.
Les digo que éste bajó a su casa reconciliado con Dios, y el otro no. Porque el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».
Sábado de la tercera semana de Cuaresma
El fariseo y el publicano
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina.
I. El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad. <“A mí mismo, con la admiración que me debo”. –Esto escribió en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida. ¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! –Vamos a hacer un examen serio”>. Pedimos al Señor que no nos deje caer en ese estado, e imploramos cada día la virtud de la humildad.
II. El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
III. Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior. La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ.Es Cristo que pasa).
Sábado de la tercera semana de Cuaresma
Cuando en esta Cuaresma escuchemos en nuestros oídos la voz de Cristo que nos llama a la conversión del espíritu, pidámosle que sea Él quien nos ayude a convertir el corazón, a transformar nuestra vida, a reordenar nuestra persona a una auténtica conversión del corazón, a una auténtica vuelta a Dios, a una auténtica experiencia de nuestro Señor.
La experiencia de buscar convertir nuestro corazón a Dios, que es a lo que nos invita constantemente la Cuaresma, nace necesariamente de la experiencia que nosotros tengamos de Dios nuestro Señor. La experiencia del retorno a Dios, la experiencia de un corazón que se vuelve otra vez a nuestro Señor nace de un corazón que experimenta auténticamente a Dios. No puede nacer de un corazón que simplemente contempla sus pecados, ni del que simplemente ve el mal que ha hecho; tiene que nacer de un corazón que descubre la presencia misteriosa de Dios en la propia vida.
Durante la Cuaresma muchas veces escuchamos: “tienes que hacer sacrificios”. Pero la pregunta fundamental sería si estás experimentando más a Dios nuestro Señor, si te estás acercando más a Él.
En la tradición de la Iglesia, la práctica del Vía Crucis —que la Iglesia recomienda diariamente durante la Cuaresma y que no es otra cosa sino el recorrer mentalmente las catorce estaciones que recuerdan los pasos de nuestro Señor desde que es condenado por Pilatos, hasta el sepulcro—, necesariamente tiene que llevarnos hacia el interior de nosotros mismos, hacia la experiencia que nosotros tengamos de Jesucristo nuestro Señor.
Tenemos que ir al fondo de nuestra alma para ahí ver la profundidad que tiene Dios en nosotros, para ver si ya ha conseguido enraizar, enlazarse con nosotros, porque solamente así llegamos a la auténtica conversión del corazón. Al ver lo que Cristo pasó por mí, en su camino a la cruz, tengo que preguntarme: ¿Qué he hecho yo para convertir mi corazón a Cristo? ¿Qué esfuerzo he hecho para que mi corazón lo ponga a Él como el centro de mi vida?
Frecuentemente oímos: “es que la vida espiritual es muy costosa”; “es que seguir a Cristo es muy costoso”; “es que ser un auténtico cristiano es muy costoso”. Yo me pregunto, ¿qué vale más, lo que a mí me cuesta o lo que yo gano convirtiéndome a Cristo? Merece la pena todo el esfuerzo interior por reordenar mi espíritu, por poner mis valores en su lugar, por ser capaz de cambiar algunos de mis comportamientos, incluso el uso de mi tiempo, la eficacia de mi testimonio cristiano, convirtiéndome a Cristo, porque con eso gano.
A la persona humana le bastan pequeños detalles para entrar en penitencia, para entrar en conversión, para entrar dentro de sí misma, pero podría ser que ante la dificultad, ante los problemas, ante las luchas interiores o exteriores nosotros no lográramos encontrarnos con Cristo.
Nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días si queremos en la Eucaristía; nosotros, que tenemos a Jesucristo si queremos en su Palabra en el Evangelio; nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días en la oración, podemos dejarlo pasar y poner otros valores por encima de Cristo. ¡Qué serio es esto, y cómo tiene que hacer que nuestro corazón descubra al auténtico Jesucristo!
Dirá Jesucristo: “¿De qué te sirve ganar todo el mundo, si pierdes tu alma? ¿Qué podrás dar tú a cambio de tu alma?” Es cuestión de ver hacia dónde estamos orientando nuestra alma; es cuestión de ver hacia dónde estamos poniendo nuestra intención y nuestra vida para luego aplicarlo a nuestras realidades cotidianas: aplicarlo a nuestra vida conyugal, a nuestra vida familiar, a nuestra vida social; aplicarlo a mi esfuerzo por el crecimiento interior en la oración, aplicarlo a mi esfuerzo por enraizar en mi vida las virtudes.
Cuando en esta Cuaresma escuchemos en nuestros oídos la voz de Cristo que nos llama a la conversión del espíritu, pidámosle que sea Él quien nos ayude a convertir el corazón, a transformar nuestra vida, a reordenar nuestra persona a una auténtica conversión del corazón, a una auténtica vuelta a Dios, a una auténtica experiencia de nuestro Señor.
“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Estos versos, tomados del Salmo que nos presenta la liturgia de hoy (50,3-4.18-19.20-21ab), sientan la tónica para las lecturas del día.
La primera, tomada del profeta Oseas (6,1-6), nos habla del arrepentimiento y la misericordia divina: “Vamos a volver al Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En dos días nos sanará; al tercero nos resucitará; y viviremos delante de él”. A lo que el Señor contesta: “Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”.
Durante este tiempo de Cuaresma se nos hace un llamado a la conversión. Esa conversión está relacionada al arrepentimiento, pero no a un arrepentimiento que implique culpa, remordimiento, o temor al castigo, sino más bien un arrepentimiento que sea producto de una transformación interior, en lo más profundo de nuestro ser, que nos haga reconocer nuestras faltas, lo que se ha de reflejar en nuestra forma de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.
Se trata de que el arrepentimiento y la penitencia sean producto de la conversión y no a la inversa. Se trata de abrirnos incondicionalmente al Amor de Dios y rendirnos ante Él con la firme determinación de cumplir su voluntad.
No se trata de decirlo de palabra, ni de confesarlo en público, ni de ponerse en pie frente a una asamblea y decir: “Yo acepto a Jesucristo como mi único Salvador”. No. Tampoco se trata de gestos exteriores como orar en público, ni de dar limosna donde todos nos vean, ni de ayunar por ayunar. No son las devociones las que hacen a un hombre “bueno” ante los ojos de Dios. Él no halla en ellas el Amor recíproco que espera de nosotros. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).
El pasaje del Evangelio, tomado de san Lucas (18,9-14) nos presenta la parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar. El fariseo, “erguido” (los fariseos solían orar de pie), se limitaba a dar gracias a Dios por lo bueno que era: “no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”. También decía a Dios cómo cumplía con sus obligaciones: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
En cambio, el publicano se mantenía en la parte de atrás y no se atrevía ni levantar los ojos al cielo, mientras se daba golpes de pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Jesús sentenció: “Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
La diferencia estaba en la actitud interior, en el corazón. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”.
En esta Cuaresma, abramos nuestros corazones al Amor infinito de Dios, y ese Amor nos permitirá reconocer las veces que le hemos fallado. Eso nos permitirá postrarnos ante Él con un corazón quebrantado y humillado. Entonces Él nos tomará de la mano, nos levantará, y nos dará el abrazo más amoroso que hayamos recibido.
Cuaresma. 3ª semana. Sábado
EL FARISEO Y EL PUBLICANO
— Necesidad de la humildad. La soberbia lo pervierte todo.
— La hipocresía de los fariseos. Manifestaciones de la soberbia.
— Aprender del publicano de la parábola. Pedir la humildad.
I. Misericordia, Dios mío... Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde.
Nos presenta San Lucas en el Evangelio de la Misa de hoy a dos hombres que subieron al Templo a orar: uno fariseo y publicano el otro. Los fariseos se consideraban a sí mismos como puros y perfectos cumplidores de la ley; los publicanos se encargaban de recaudar las contribuciones, y eran tenidos por hombres más amantes de sus negocios que de cumplir con la ley. Antes de narrar la parábola, el Evangelista se preocupa de señalar que Jesús se dirigía a ciertos hombres que presumían de ser justos y despreciaban a los demás.
En seguida se pone de manifiesto en la parábola que el fariseo ha entrado al Templo sin humildad y sin amor. Él es el centro de sus propios pensamientos y el objeto de su aprecio: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo. En vez de alabar a Dios, ha comenzado, quizá de modo sutil, a alabarse a sí mismo. Todo lo que hacía eran cosas buenas: ayunar, pagar el diezmo...; la bondad de estas obras quedó destruida, sin embargo, por la soberbia: se atribuye a sí mismo el mérito, y desprecia a los demás. Faltan la humildad y la caridad, y sin ellas no hay ninguna virtud ni obra buena.
El fariseo está de pie. Ora, da gracias por lo que hace. Pero hay mucha autocomplacencia, está «satisfecho». Se compara con los demás y se considera superior, más justo, mejor cumplidor de la ley. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada hay tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
«“A mí mismo, con la admiración que me debo”. —Esto escribió en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida.
»¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! —Vamos a hacer un examen serio». Pedimos al Señor que tenga siempre compasión de nosotros y no nos deje caer en ese estado. Imploremos cada día la virtud de la humildad y hagamos hoy el propósito de estar atentos a las diversas y variadas expresiones en que se pone de manifiesto el pecado capital de la soberbia, y a rectificar la intención en nuestras obras cuantas veces sea necesario.
II. Algunos fariseos se convirtieron, y fueron amigos y fieles discípulos del Señor, pero muchos otros no supieron reconocer al Mesías, que pasaba por sus calles y plazas. La soberbia hizo que perdieran el norte de su existencia y que su vida religiosa, de la que tanto alardeaban, quedara hueca y vacía. Sus prácticas de piedad se consumían en formalismos y meras apariencias, realizadas de cara a la galería. Cuando ayunan, demudan su rostro para que los demás lo sepan; cuando oran, gustan de hacerlo de pie y con ostentación en las sinagogas o en medio de las plazas; cuando dan limosna, lo pregonan con trompetas.
El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Y les explica por qué no deben seguir su ejemplo: Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres. Con palabra fuerte, para que reaccionen, les llama hipócritas, semejantes a sepulcros blanqueados: vistosos por fuera, repletos de podredumbre por dentro.
La vanagloria «fue la que los apartó de Dios; ella les hizo buscar otro teatro para sus luchas y los perdió. Porque, como se procura agradar a los espectadores que cada uno tiene, según son los espectadores, tales son los combates que se realizan». Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en todo momento.
Los fariseos, por la soberbia, se volvieron duros, inflexibles y exigentes con sus semejantes, y débiles y comprensivos consigo mismos: Atan pesadas cargas a los demás y ellos ni siquiera ponen un dedo para moverlas. A nosotros el Señor nos dice: El mayor entre vosotros ha de ser vuestro servidor. Y el Espíritu Santo, por medio de San Pablo: llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo. Una de las manifestaciones más claras de la humildad es el servir y ayudar a los demás, no ya en acciones aisladas sino de modo constante.
Quizá uno de los reproches más duros que les hace el Señor es este: Vosotros no habéis entrado y a los que iban a entrar se lo habéis impedido. Han cerrado el camino a aquellos a quienes tenían que guiar. ¡Guías ciegos! les llamará en otro lugar. La soberbia hace perder la luz sobrenatural para uno mismo y para los demás.
La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida. «En las relaciones con el prójimo, el amor propio nos hace susceptibles, inflexibles, soberbios, impacientes, exagerados en la afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores, de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo. En las prácticas de piedad se complace en mirar a los demás, observarlos y juzgarlos; se inclina a compararse y a creerse mejor que ellos, a verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a desearles el mal. El amor propio (...) hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos considerados, estimados y obsequiados como esperábamos».
Nosotros hemos de alejarnos del ejemplo y de la oración del fariseo y aprender del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador. Es una jaculatoria para repetirla mucha veces, que fomenta en el alma el amor a la humildad, también a la hora de rezar.
III. El Señor está cerca de aquellos que tienen el corazón contrito, y a los humillados de espíritu los salvará. El publicano dirige a Dios una oración humilde, y confía, no en sus méritos, sino en la misericordia divina: quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador.
El Señor, que resiste a los soberbios pero a los humildes da su gracia, lo perdona y justifica. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no.
El publicano «se quedó lejos, y por eso Dios se acercó más fácilmente... Que esté lejos o que no lo esté, depende de ti. Ama y se acercará; ama y morará en ti».
También podemos aprender de este publicano cómo ha de ser nuestra oración: humilde, atenta, confiada. Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer.
En el fondo de toda la parábola late una idea que el Señor quiere inculcarnos: la necesidad de la humildad como fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio en construcción que es nuestra vida interior. «No quieras ser como aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra.
»—Ojalá seas como un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti no se derrumbará la casa».
Cuando una persona se siente postergada, herida en detalles pequeñísimos, debe pensar que todavía no es humilde de verdad: es la ocasión de aceptar la propia pequeñez y ser menos soberbios: «no eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo».
La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. «María es, al mismo tiempo, una Madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno, pídele que te alcance esta virtud (de la humildad) que Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída». Después de considerar las enseñanzas del Señor, y de contemplar el ejemplo humilde de Santa María, podemos acabar nuestra oración con esta petición: «Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo»